Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

Representación de «El sí de las niñas»

Comedia de don Leandro Fernández de Moratín

Mariano José de Larra

[Nota preliminar: Reproducimos la edición digital del artículo ofreciendo la posibilidad de consultar la edición facsímil de La Revista Española, Periódico Dedicado a la Reina Ntra. Sra., n.º 155, 9 de febrero de 1834, Madrid.]

En el día podemos decir que han desaparecido muchos de los vicios radicales de la educación que no podían menos de indignar a los hombres sensatos de fines del siglo pasado, y aun de principios de éste. Rancias costumbres, preocupaciones antiguas hijas de una religión mal entendida y del espíritu represor que ahogó en España, durante siglos enteros, el vuelo de las ideas, habían llegado a establecer una rutina tal en todas las cosas, que la vida entera de los individuos, así como la marcha del gobierno, era una pauta, de la cual no era lícito siquiera pensar en separarse. Acostumbrados a no discurrir, a no sentir nuestros abuelos por sí mismos, no permitían discurrir ni sentir a sus hijos. La educación escolástica de la universidad era la única que recibían los hombres; y si una niña salía del convento a los veinte años para dar su mano a aquel que le designaba el interés paternal, se decía que estaba bien criada. Era bien criada si sacrificaba su porvenir al capricho o a la razón de estado; si abrigaba un corazón franco y sensible, si por desgracia había osado ver más allá que su padre en el mundo, cerrábanse las puertas del convento para ella, y había de elegir por fuerza el Esposo divino que la repudiaba o que no la llamaba a sí por lo menos. Moratín quiso censurar este abuso, y asunto tan digno de él no podía menos de inspirarle una gran composición. De estas breves reflexiones se puede inferir que El sí de las niñas no es una de aquellas comedias de carácter, destinada, como El avaro o El hipócrita, a presentar eternamente al hombre de todos los tiempos y países un espejo en que vea y reconozca su extravío o su ridícula pasión; es una verdadera comedia de época, en una palabra, de circunstancias enteramente locales, destinada a servir de documento histórico o de modelo literario. En nuestro entender es la obra maestra de Moratín y la que más títulos le granjea a la inmortalidad.

El plan está perfectamente concebido. Nada más ingenioso y acertado que valerse para convencer al tío de la contraposición de su mismo sobrino. Así no fuera éste teniente coronel, porque por mucha que fuese en aquel tiempo la sumisión de los inferiores en las familias, no parece natural que un teniente coronel fuese tratado como un chico de la escuela, ni recibiese las dos o las tres onzas para ser bueno. Acaso la diferencia de las costumbres haga más chocante esta observación en nuestros días, y nos inclinamos a creer esto, porque confesamos que sólo con mucho miedo y desconfianza osamos encontrar defectos a un talento tan superior. El contraste entre el carácter maliciosamente ignorante de la vieja y el desprendido y juicioso de don Diego es perfecto. Las situaciones, sobre todo, del tercer acto, tan bien preparado por los dos anteriores, que pudieran llamarse de exposición, porque toda la comedia está encerrada en el tercer acto, son asombrosas, y desaniman al escritor que empieza. Ésta es la ocasión de hacer una observación esencial. Moratín ha sido el primer poeta cómico que ha dado un carácter lacrimoso y sentimental a un género en que sus antecesores sólo habían querido presentar la ridiculez. No sabemos si es efecto del carácter de la época en que ha vivido Moratín, en que el sentimiento empezaba a apoderarse del teatro, o si es un resultado de profundas y sabias meditaciones. Ésta es una diferencia esencial que existe entre él y Molière. Éste habla siempre del entendimiento, y le convence presentándole el lado risible de las cosas. Moratín escoge ciertos personajes para cebar con ellos el ansia de reír del vulgo; pero parece dar otra importancia, para sus espectadores más delicados a las situaciones de sus héroes. Convence por una parte con el cuadro ridículo al entendimiento; mueve por otra al corazón, presentándole al mismo tiempo los resultados del extravío, parece que se complace con amargura en poner a la boca del precipicio a su protagonista, como en El sí de las niñas y en El barón; o en hundirle en él cruelmente, como en El viejo y la niña, y en El café. Un escritor romántico creería encontrar en esta manera de escribir alguna relación con Víctor Hugo y su escuela, si nos permiten los clásicos esta que ellos llamarán blasfemia.

En nuestro entender éste es el punto más alto a que puede llegar el maestro; en el mundo está el llanto siempre al lado de la risa; parece que estas afecciones no pueden existir una sin otra en el hombre; y nada es por consiguiente más desgarrador ni de más efecto que hacernos regar con llanto la misma impresión del placer. Esto es jugar con el corazón del espectador; es hacerse dueño de él completamente, es no dejarle defensa ni escape alguno. El sí de las niñas ha sido oído con aplauso, con indecible entusiasmo, y no sólo el bello sexo ha llorado, como dice un periódico, que se avergüenza de sentir; nosotros los hombres hemos llorado también, y hemos reverdecido con nuestras lágrimas los laureles de Moratín, que habían querido secar y marchitar la ignorancia y la opresión. ¿Es posible que se haya creído necesario conservar en esta comedia algunas mutilaciones meticulosas? ¡Oprobio a los mutiladores de las comedias del hombre de talento! La indignación del público ha recaído sobre ellos, y tanto en La mojigata como en El sí de las niñas, los espectadores han restablecido el texto por lo bajo: felizmente la memoria no se puede prohibir.

Revista Española, n.º 155, 9 de febrero de 1833. Firmado: Fígaro.

imagenimagen imagen imagen

[Nota editorial: Otras eds.: Fígaro. Colección de artículos dramáticos, literarios, políticos y de costumbres, ed. Alejandro Pérez Vidal, Barcelona, Crítica, 2000, pp. 160-162.]