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ArribaAbajo4.º Reconocimiento, clasificación y consolidación de la Deuda pública, designación de fondos para pagar desde luego su renta, y de hipotecas para amortizarla más adelante.- 5.º Medidas para hacer cesar y reparar la bancarrota de la propiedad territorial, para aumentar el número de propietarios territoriales, fomentar la circulación de este ramo de la riqueza pública, y facilitar medios de subsistir y adelantar a las clases indigentes sin ofender ni tocar en nada al derecho de los particulares.

La deuda pública mexicana es exorbitante para el país, considerada en sí misma, y más aún todavía con relación al estado que hoy tienen y que conservarán por mucho tiempo las rentas públicas, que son los medios de amortizarla. Los congresos mexicanos que se han sucedido desde 1821 hasta 1833 se han hecho como una obligación de olvidarla, y este negocio, uno de los más importantes en los países civilizados, ha estado en México sepultado en el olvido hasta que lo sacó de él la administración de 1833. Entonces fue cuando empezó a sospecharse toda la profundidad del abismo en que la República iba insensiblemente sumiéndose. Sospecharse es la palabra propia y adecuada para indicar el estado de abandono en que la tribuna parlamentaria, la autoridad pública y la prensa periódica habían dejado hasta entonces un asunto de arreglo urgente y un ramo administrativo de la primera y más vital importancia.

Los apuros crecientes del erario, la depreciación que de un mes, de una semana y de un día para otro, sufrían las órdenes sobre aduanas marítimas, y sobre todo la imposibilidad que se advertía en los particulares para ocurrir a los apuros del gobierno, empezó a fijar la atención de los hombres pensadores. La administración del Sr. Farías, más inteligente y menos espantadiza que las que le precedieron, se resolvió a examinar el negocio a fondo y poner en claro el origen del mal para procurar en seguida sus remedios. En discusiones privadas y en escritos sueltos o publicados periódicamente, se habían estado examinando, con más o menos calor desde que el país tuvo un gobierno propio, las cuestiones de ocupar al Clero los bienes de que es usufructuario y aplicarlos al crédito público; pero jamás habían sido consideradas en conjunto y bajo un punto de vista general, hasta que el ministerio Alamán estableció por principios de administración todos los que constituyen el programa de la marcha retrógrada. Entonces el espíritu de partido, las exigencias que habían creado en diez años, las nuevas ideas administrativas y, sobre todo, los inmensos gravámenes que se habían echado y se echaban aún sobre el país por los préstamos extranjeros y nacionales, empezaron a hacer sensible e indeclinable la necesidad de ocuparse del asunto y tratarlo de una manera práctica capaz de reducirse a ejecución. La discusión pública habida por la imprenta, aunque perseguida y desdeñada por la administración Alamán, había puesto en claro muchos de los puntos concernientes a este asunto. Cuando la revolución de 32 triunfó, siendo ya la discusión más libre, fueron ya más ilustrados y mejor entendidos tales puntos; además, como el poder había pasado a personas cuyas simpatías por semejantes ideas eran bien conocidas, fue fácil y natural concebir esperanzas más positivas y fundadas de realizarlas. Finalmente, cuando la revolución de Arista fue comprimida y vencida en ella las tendencias rebeldes de las clases privilegiadas, pasó todo esto a ser asunto de discusión general diaria, exigente y apasionada.

Aparecían por todas partes diferentes proyectos en los cuales se tocaban, con más o menos tino, las complicadas y difíciles materias que, por su enlace íntimo con antiguos abusos y preocupaciones, habían creado intereses poderosos que era importantísimo no contrariar ni alarmar, sino por el contrario robustecer, fortificar y darles una dirección favorable a la marcha sembrada de riesgos que era ya inevitable emprender. La Memoria sobre rentas y bienes eclesiásticos, escrita por el Dr. Mora a excitación del gobierno y congreso de Zacatecas, acababa de publicarse y había contribuido en mucha parte a hacer de moda la discusión de estas materias. Pero como sucede siempre que la sociedad se halla agitada de poderosas pasiones y sometida a fuertes sacudimientos, las resistencias eran contadas por nada, y cada cual se prometía vencerlas en su proyecto favorito, que presentaba con una confianza sin límites y pretendía fuese adoptado sobre la marcha.

Desde el triunfo de Guanajuato el negocio se llevó a la Dirección de Instrucción Pública, donde se empezó a tratar de él, y los señores Espinosa de los Monteros, Couto y Mora lo tomaron especialmente a su cargo. Luego que los agiotistas lo entendieron, se pusieron en movimiento, y con el deseo y esperanza de hacer grandes ganancias ocurrieron al diputado D. Lorenzo Zavala para que condujese el negocio en las cámaras, de manera que ellos pudiesen obtener grandes ventajas de que se ofrecían a hacerlo partícipe. Zavala, hombre poco delicado en todas líneas pero muy especialmente en materia de dinero, mal aconsejado por su pueril vanidad, creyó poder terminar el negocio a su modo, poniendo en ejercicio el influjo que pretendía ejercer sobre las cámaras. Para esto fue necesario anticiparse al gobierno, y la coyuntura era favorable en razón de que, aunque el general Santa Ana estaba para marcharse a su finca, todavía se hallaba ejerciendo la presidencia.

Zavala, pues, presentó en la cámara de Diputados el 7 de noviembre un proyecto para el arreglo de crédito público que contenía dos partes: la una relativa a la organización de sus oficinas y sueldo de sus empleados, que se leyó en público; y la otra de que se dio cuenta en sesión secreta relativa a la amortización de la deuda interior y a los medios de lograrla. El contenido de la primera es insignificante y no tenía otro objeto que excitar la empleomanía de algunos ahijados diputados y senadores, cuyo voto se pretendía obtener por esperanzas de colocación. No era lo mismo el de la segunda, pues en ella se tocaban, con poca delicadeza y menos tino, puntos muy graves de reformas políticas, de administración y de economía pública. En ella proponía Zavala la supresión de los regulares, la ocupación inmediata de los bienes del Clero y, en seguida, su venta en hasta pública, recibiendo su precio en créditos y dinero por mitad, y a los plazos que se estipulasen. La convicción general y bien fundada de que D. Lorenzo Zavala no perdía ocasión de hacer dinero aunque esto fuese por los medios menos decentes; la naturaleza del negocio que le ofrecía la ocasión de satisfacer estas propensiones haciendo una fortuna rápida y las seguridades positivas y comprobadas que se tenían de haberse este diputado vendido a ciertas personas que hacían negocios con el gobierno, y que por consideraciones patrióticas nos abstendremos de nombrar mientras que ellos mismos no nos provoquen a hacerlo, causaron una alarma terrible al Sr. Farías, que veía comprometido por manejos vergonzosos el honor de la administración en un punto tan capital. Resuelto, pues, a impedir el curso del negocio propuesto y darle un giro más útil, decente y patriótico, acudió, como lo tenía de costumbre, a la Dirección de Instrucción Publica, y en una sesión que se tuvo el 14 de noviembre se examinó a fondo la materia de crédito público y la mayor parte de las cuestiones importantes que tienen con ella una relación necesaria; y el resultado de la discusión habida en ella puede resumirse en las ideas contenidas en los puntos siguientes:

«1.º Que había una deuda interior cuyo monto, estando a la letra de los compromisos contraídos, ascendía a más de sesenta millones.

»2.º Que la deuda exterior, con réditos capitalizados y dividendos no pagados, pasaba de treinta y cinco millones de pesos.

»3.º Que las rentas ordinarias de la República, aun suponiéndolas bien administradas en su maximum de rendimientos y destinadas a satisfacer los gastos de un Estado pacífico y ordinario, cosas todas por cierto bien difíciles y por lo mismo poco probables, apenas alcanzarían para este objeto, y a lo más dejarían un corto sobrante para satisfacer de una manera muy escasa e insegura una parte también muy corta de los intereses de la deuda pública.

»4.º Que no pudiéndose por espacio de muchos años a contar de una manera ya no segura, pero ni aun probable, para los gastos ordinarios con los productos también ordinarios de las rentas, y siendo de urgencia ejecutiva cubrirlos, era necesario de pronto apelar a recursos extraordinarios, so pena de hacer una bancarrota que hoy no pasa entre los pueblos civilizados, que podría causar reclamos desagradables y embarazosos al país por parte de la Inglaterra, que expondrían al país a una guerra en la que la independencia misma debería ser comprometida de una manera parcial.

»5.º Que los recursos extraordinarios de que inevitablemente era necesario echar mano no podían consistir en contribuciones sobre la propiedad territorial, porque: estando en bancarrota en razón de que los capitales que la gravan exceden al valor que ella misma tiene; hallándose estancada porque la casi totalidad de dichos capitales y toda la propiedad urbana pertenece al Clero; y permaneciendo indivisible porque el Clero mismo tiene derecho para oponerse y se opone a dicha división, no puede sufrir en tal estado contribuciones ningunas, no puede adquirir el valor que le da la circulación de ventas frecuentes y multiplicadas, ni éstas pueden tener lugar cuando lo que se pone en venta es un territorio de valor excesivo, que aleja la posibilidad de pagarlo y con ella la concurrencia de compradores.

»6.º Que dichos recursos tampoco podían esperarse de la propiedad e industria mineral, porque: gravada por los capitales del país y extranjeros, que reconoce después de la independencia, costosísima en sus labores, y todavía no reparadas completamente sus quiebras y la bancarrota en que yacía, apenas puede hoy sufrir las contribuciones ordinarias.

»7.º Que a lo que se llama industria manufacturera del país, estando reducido a poco menos que nada y habiendo sufrido todos los gravámenes impuestos anteriormente, las materias sobre que se ejerce, no podría racionalmente exigirle gran cosa; ni lo que ella hubiera de rendir debería pesar mucho en la balanza del déficit de la deuda.

»8.º Que siendo el comercio poco conocido y estando desnivelado en México por el contrabando que se hace en sus puertos, cual en ninguna otra parte del mundo, el aumento de contribuciones acabaría de arruinar las rentas públicas fomentando la circulación clandestina y la defraudación de derechos; por el interés de los introductores en hacer el contrabando, por la inmoralidad de los empleados, que se prestarán siempre a recibir el sueldo del gobierno con el precio de su infamia, y por la incapacidad en que se hallará por mucho tiempo el poder para reprimir o evitar estos manejos fraudulentos. Que los impuestos o capitaciones forzosas, además de su natural injusticia proveniente de la desigualdad inevitable en su repartición y de la calidad de ruinosos a la prosperidad pública, por recaer casi siempre sobre el capital, en México serían ineficaces, atendido que la parte más considerable de ellos debería recaer sobre casas de extranjeros exentos de ellos por sus respectivos tratados.

»9.º Que no siendo adoptable en un período indefinido de años, el aumento de contribuciones sobre las ya existentes, y no pudiendo por otra parte diferirse colmar el déficit, probable en los gastos de administración a interior de la República y seguro en el pago de los intereses y capitales de la deuda de dentro y fuera del país, si se hallaba un fondo considerable que pudiese servir al efecto y aplicarse para lograrlo, sin violar por otra parte las leyes de la justicia, se debía proceder a ocuparlo, destinándolo desde luego a las operaciones que debían procurar este resultado.

»10.º Que este fondo existía y consistía en los bienes del clero, cuya ocupación era posible, política, justa, eficaz para el intento, benéfica a la riqueza pública y al bienestar de las masas.

»11.º Que los obstáculos de donde provendría la resistencia a la ocupación de los bienes del Clero podían reducirse a dos clases, a saber: el carácter de irreligioso bajo el cual se debía presentar este acto por los interesados, y el riesgo que podrían temer los particulares que tienen o ejercen derechos sobre dichos bienes de empeorar de suerte en el cambio proyectado. Que para vencer el primer obstáculo bastaba de pronto la energía del gobierno, más adelante su constancia, y sobre todo su moderación y paciencia, para dejar correr y sufrir todas las calumnias y dicterios del furor sacerdotal, mientras no se pasase a las vías de hecho, en cuyo caso éstas deberían ser reprimidas con energía sí, pero sin excesos, sin furor y sin encono; resultado que no sería imposible obtener, hallándose con anticipación prevenido a soportarlo. Que el segundo obstáculo para la ocupación de dichos bienes, provenido de los particulares que reconocen al Clero capitales considerables y de los que tienen sus fincas en arrendamiento, se salvaba mejorando la suerte de unos y otros interesándolos en el cambio, concediendo a los tenedores de capitales el derecho de conservarlos por tiempo indefinido, a condición de mantener las hipotecas y pagar el solo interés reducido por una quita; que a los inquilinos de fincas rústicas, lejos de despojarlos de ellas, debían dejárseles en propiedad, despachándoles el título correspondiente de propietarios de ellas, sin más condición que continuar pagando la renta como hasta allí, y con la seguridad positiva de no exigirles jamás la exhibición del valor de dicha finca, que debería calcularse al cuatro o cinco por ciento de la renta misma. A los arrendatarios de fincas rústicas, después de divididas éstas en porciones, cuyo valor aproximativo no excediese de veinticinco mil pesos, debía aplicárseles la que eligiesen, en los mismos términos y bajo las mismas condiciones exigidas y prescritas para la aplicación de las fincas urbanas. Tal proyecto, considerado en sí mismo, sería de una ejecución bien fácil, pues sin cambiar en nada la marcha de las cosas, ni el orden establecido en este ramo de la riqueza pública; sin interrumpir ni alterar los proyectos, goces ni esperanzas que sobre semejantes bienes pudieran haberse concebido, mantenía invariablemente los intereses creados, con la imponderable ventaja de segregarlos del Clero, que debía considerarse como una clase hostil, y ligarlos estrechamente al gobierno que se quería consolidar. Los particulares, en orden a la renta o interés que debían pagar, quedaban en el mismo o mejor estado por la quita que se les hacía; en orden a la cosa poseída, sus ventajas eran visibles, pues que en ningún caso posible podían ser despojados de ella mientras pagasen la renta o interés; además, siendo de hecho propietarios verdaderos, no sólo gozaban de un usufructo imperturbable, sino del derecho de mejorar su fortuna, aprovechando las ocasiones que no dejarían de presentarse de vender con ventaja una cosa adquirida a tan fáciles y equitativas condiciones. La riqueza pública ganaría mucho igualmente por la facilidad y frecuencia de los cambios, que aumentan siempre el valor de las cosas por la multiplicidad de las ventas. De esta manera, la bancarrota de la propiedad territorial iría insensiblemente desapareciendo, así por el aumento de valor, natural y preciso en bienes que se ponen en circulación sobre los que se hallan estancados, como porque el interés individual e estimulado por el sentimiento creador y conservador de la propiedad haría en ellos las mejoras que no eran de esperarse de un usufructo más o menos precario, y sin otra seguridad que el beneplácito de los dueños titulares. La condición de las masas mejoraría también muy considerablemente, no sólo por el aumento de valores o capitales que se ponían en circulación y facilitan los medios de subsistir y gozar a los miembros de la sociedad, sino porque así se despierta y estimula el espíritu de empresa que vivifica y pone en actividad las facultades y capacidades sociales.

»12.º Que los bienes eclesiásticos así ocupados debían exclusivamente destinarse, de pronto, al pago de los intereses de la deuda y, más tarde, a su amortización, sin que ninguno de sus productos pudiese entrar en las arcas nacionales ni aplicarse temporal o perpetuamente a otros objetos.

»13.º Que los gastos del culto deberían salir de estos fondos, empezando por segregar de ellos a razón de tres o cuatro mil pesos por cada uno de los regulares de ambos sexos, actualmente existentes en la República, a quienes se entregarían personalmente para descargarse la nación de las obligaciones contraídas con ellos al garantirles su estado; que los regulares de ambos sexos suprimidos, y para lo sucesivo el Clero, no podrían mantener, adquirir ni administrar bienes ningunos para su clase, sino que ésta sería pagada y sostenida por la nación; que el gobierno sostendría una iglesia catedral en cada estado, la colegiata de Guadalupe, dos ministros en cada parroquia, el número de las cuales debería aumentarse, y otros tantos en algunos santuarios célebres que no hubieran podido constituirse en parroquia, como debía hacerse por regla general con los templos de su clase; que el gobierno no asignaría el número de obispos, canónigos, curas ni ministros inferiores del culto, sino que pondría a disposición del Clero los templos y las cantidades asignadas para el culto y sustento de los ministros eclesiásticos, cuando éstos estuviesen ya nombrados (previa la exclusiva) y se hallasen ejerciendo su ministerio.

»1.º Que se debía empezar por fijar un término para que todos los acreedores del Estado presentasen sus documentos de crédito, y éstos deberían en seguida ser examinados, reconocidos y clasificados, así en orden al capital como a los réditos o intereses; que se pagaría la renta toda de lo reconocido y admitido, y esta operación empezaría a tener efecto al cabo de un año, pero que el capital no se amortizaría sino por orden sucesivo, destinando anualmente cantidades parciales al efecto, que serían todas las sobrantes después de satisfechos los compromisos y gastos anuales del establecimiento; que éste debía consistir en un banco destinado a recoger los caudales, a pagar los intereses de la deuda interior y a verificar las amortizaciones anuales, por sí mismo en la capital de la República, y por sucursales en las de los Estados; que la deuda interior podría en lo sucesivo correr también por cuenta de este banco, entrando con sus hipotecas a formar un fondo común; pero que esto debería diferirse hasta que la experiencia hubiese dado crédito a un establecimiento que, por ser reciente y hallarse bajo la autoridad de un gobierno hasta entonces sin crédito, no podía inspirar confianza, sino cuando repetidos hechos hubiesen comprobado la solidez de sus operaciones y la exactitud en sus pagos; que los fondos aplicables al crédito público debían ser los poquísimos hasta entonces a él consignados, los intereses de los capitales y las rentas de las fincas ocupadas al Clero, los productos de los embargos hechos contra los que no pagasen el interés o la renta expresada y el valor de las fincas embargadas, que entonces y sólo entonces debían venderse poniéndolas en hasta pública y rematándolas en el mejor postor; que los Estados de la Federación, una vez planteado este establecimiento, quedarían libres y exentos de la obligación de contribuir para el pago de la deuda en lo sucesivo, y además percibirían una parte de la alcabala que estaban obligados a pagar los particulares por las aplicaciones o ventas de las fincas que se hiciesen a su favor.»

Éste es en compendio el resumen de la sesión expresada anteriormente, y a la cual asistieron los Srs. Farías, como presidente, Espinosa de los Monteros, como vicepresidente, y en calidad de vocales, los Srs. Quintana Roo, Couto y Mora (el Doctor). El Sr. Rodríguez Puebla, en razón de una grave enfermedad, no había aún todavía entrado en la dirección para que estaba nombrado, y el Sr. Gorostiza, sin que nos sea posible recordar la causa, no hizo más que entrar y salir declarando que todo le parecía bien. Los Srs. Farías, Couto y Mora sostuvieron toda la discusión: tomó parte en ella y la ilustró con sus profundas y sólidas reflexiones el Sr. Espinosa de los Monteros, a pesar de la frecuencia con que era interrumpido por ser llamado sin cesar a la Cámara, donde su presencia era en aquel día más necesaria que de ordinario; el Sr. Quintana, como lo tiene de costumbre, habló poco, pero con acierto y sobre todo a propósito. Sentadas las bases del proyecto en las que no hubo divergencia, Mora se encargó de extender sus motivos, y lo hizo sin dilación en el Indicador de la Federación Mexicana de 20 de noviembre de aquel año. Este artículo se halla a la letra en este tomo, y su efecto fue tan decisivo en la masa de los que se ocupaban de estas cosas, que, desde su publicación, ya no se pensó en otras bases para el arreglo del crédito; y si se hubiera procedido a elevar a ley desde luego las contenidas en él, otra tal vez habría sido la suerte de la administración de 1833-1834.

Pero la excesiva confianza que había dado el triunfo, el empeño de que las cosas salgan perfectas desde los primeros ensayos y, sobre todo, el hábito de dejar para después lo que se debía hacer antes, dieron lugar a que los hombres que ya habían consentido en apoderarse de estos bienes según el proyecto de Zavala y el Clero, para quien cualquiera otra enajenación era mejor que la que se proyectaba, se pusiesen de acuerdo y obrasen de concierto para dar al negocio un giro diverso. Desde antes de la revolución de Arista habían empezado las enajenaciones simuladas, o a precios muy bajos de las fincas de los conventos y provincias de regulares. Una asociación de compradores la propuso al provincial y definitorio de Carmelitas, y D. Francisco Sánchez de Tagle se constituyó el centro y alma de este negocio. Él era a la vez director de los asociados, consultor de los Carmelitas y comprador él mismo por su cuenta; claro es, pues, que el negocio debía ser conducido con acierto, probidad y, sobre todo, desinterés.

El gobierno, sin embargo, no fue de esta opinión y empezó desde entonces a prohibir y declarar nulas las ventas, pero ellas seguían a pesar de las prohibiciones: se hacía desaparecer la riqueza mueble; se creaban acreedores contra conventos e instituciones que jamás los habían tenido, todo por supuesto con data muy anterior a la época; por último, cuando esto no surtía efecto, aparecían como apoderados de los regulares los que no habían podido sostener o desconfiaban del título de compradores. Los frailes de todos los órdenes regulares, asustados con el riesgo que les amenazaba y se les procuraba abultar, estimulados por la esperanza de hacerse dueños personales del producto de las ventas, y habiendo hecho callar todas las inquietudes de conciencia, por la consideración de que, supuesta la necesidad de la pérdida de sus bienes, era mejor se aprovechasen de ellos los hombres religiosos que los querían comprar, que los impíos que pretendían destinarlos a objetos de pública utilidad se prestaron a todo, malbaratando casas muy valiosas y haciendo desaparecer cantidades de mucha consideración.

El Clero secular, más circunspecto e infinitamente más diestro en las intrigas de sacristía, se contentaba con inspirar y fomentar desconfianzas en la masa supersticiosa, y minaba sordamente, pero con una constancia infatigable, la unión que hasta entonces había existido entre los vendedores. Estos esfuerzos surtieron todo su efecto, como lo acreditaron los sucesos posteriores, y era éste ya tan visible y conocido, que cuando se presentó en la Cámara de Diputados el dictamen de su comisión para el arreglo del crédito nacional, adoptando todas las bases acordadas en la Dirección de Instrucción Pública, fue recibido con una frialdad muy marcada, y desde entonces se supo ya de positivo encontraría en el Senado una fuerte oposición que podría ir hasta desechar sus bases.

El trabajo de la comisión, inserto en este tomo, es la obra más perfecta, completa y acabada que se ha presentado en México a los cuerpos deliberantes; nada se echa menos en él, nada hay sobrado o redundante y, sobre todo, admira el tino y acierto con que se hallan tratados puntos tan nuevos y difíciles, e igualmente la unidad que se ha dado a materias que, pareciendo por su naturaleza divergentes, se presentan no obstante exactamente subordinadas a una idea simple y sencilla. Sólo una cabeza fuerte, analítica y pensadora, era capaz de abrazar en grande y en todos sus pormenores un todo tan complicado, de manera que se pudiese descender del primer principio hasta la última y más remota consecuencia, sin perder de vista el uno por la distancia en que se halla la otra. El autor de esta notable producción es una de las principales y primeras notabilidades del país: D. Juan José Espinosa de los Monteros es nativo del Estado de Guanajuato, e hizo sus estudios en el seminario conciliar de México, de donde salió para la carrera del foro, en la que empezó a ser admirado tan pronto como fue conocido. Una dedicación infatigable al estudio; un talento sólido y profundo en sus concepciones; un tino y tacto finísimo para comprender a la primera ojeada los negocios más complicados, para señalar con dedo certero el punto preciso en que se encuentra la dificultad de cada uno y el modo de resolverla; una facilidad prodigiosa, finalmente, para distribuir un asunto, colocar sus materias en el lugar que a cada una corresponde y darles el valor de que son susceptibles, todo sobre la marcha, por un solo acto y por un proceder momentáneo, hicieron que Espinosa fuese desde sus primeros ensayos reconocido como un hombre superior, de aquellos que no vienen al mundo sino tarde y pocas veces: esta justa reputación, lejos de debilitarse, se ha robustecido y consolidado con el tiempo, que en una larga carrera ha traído el desarrollo de dotes naturales, cuya reunión forma y constituye la capacidad mental de este ilustre ciudadano. El Sr. Espinosa es hoy considerado como el primer jurisconsulto de la República, no sólo por la extensión y profundidad de conocimientos en la jurisprudencia civil y canónica, con que se halla también el Dr. Vélez, sino por ser la historia viviente de todos los tribunales, el depositario de sus tradiciones, el intérprete del espíritu verdadero de sus sentencias y acuerdos, y sobre todo por hallarse con un conocimiento cabal y perfecto de los títulos sobre que reposan los derechos de propiedad de las familias mexicanas de medio siglo a esta parte. Como hombre político, este ciudadano pertenece al partido del progreso, conoce a fondo sus principios, fines y objetos, los medios de realizarlos y las oportunidades de hacerlo: era el jefe reconocido de la política del gobierno en la Cámara de Diputados de 1833-1834, y en el ejercicio de esta especie de supremacía parlamentaria fue tan cuerdo y tan sensato, en medio de hombres celosos de su independencia hasta el exceso, que nadie tuvo el menor motivo para quejarse de ella, y todos se sometían sin violencia ni disgusto a una superioridad indisputable e indisputada. El Sr. Espinosa ha desempeñado dos ministerios, ha sido magistrado en los tribunales superiores y, por el concepto que disfruta y su posición social, ha influido poderosamente en las grandes ocurrencias del país. El general Iturbide hacía de él una confianza ilimitada, que desgraciadamente no se extendió a los secretos relativos a su elevación al imperio, no aprobada por Espinosa; la calumnia sin embargo supuso en él, sobre ésta y otras faltas, una complicidad que no existía, sólo porque en los momentos de desgracia no tuvo el valor de que otros podían jactarse: el de ser infiel a un amigo de quien nada podía en lo sucesivo esperar.

La perfección del dictamen sobre arreglo de la deuda pública era en las circunstancias su mayor inconveniente: ellas exigían, no leyes perfectas, sino medidas prontas y enérgicas que no podían esperarse de la discusión en dos Cámaras de un proyecto de cerca de cien artículos, difíciles por la novedad de la materia, por los intereses que era necesario combinar y por la reacción teocrático-militar que estaba viniéndose encima por momentos. En efecto, ésta anduvo más aprisa y el proyecto quedó no sólo sin ejecutarse, sino aun sin concluirse su discusión en la Cámara de Diputados; pero él no será perdido para el país. Sus bases son tan sólidas, tan conformes a las necesidades nacionales, tan propias para fomentar la riqueza pública y tan conformes con los principios del sistema representativo republicano, que lo harán renacer de sus propias cenizas y realizarse por sí mismo: no hay que dudarlo, el tiempo y la convicción traerán inevitablemente un resultado que la discordia frustró en 1834.

Cuando se extendió el proyecto en cuestión, se carecía de datos aun aproximativos, 1.º del monto de los bienes del Clero; 2.º del de los compromisos contraídos por la deuda nacional extranjera y doméstica; 3.º del que debería resultar por el presupuesto que se acordase para los gastos del culto; y 4.º sobre todo del valor de los capitales productivos, que son en México las fuentes de la riqueza nacional en los ramos de propiedad territorial, urbana y rústica, de minería, de comercio y de industria. Todo esto era necesario, sin embargo, para resolver las cuestiones siguientes, sin las cuales nada podía acordarse con acierto. 1.ª ¿Es posible hacer frente a los compromisos contraídos por la deuda pública con los recursos ordinarios del gobierno, o, lo que es lo mismo, con lo que actualmente rinden las contribuciones ya impuestas? 2.ª En el caso de que los recursos ordinarios no basten y sea indispensable apelar a los extraordinarios, ¿podrán obtenerse éstos por nuevas contribuciones? 3.ª No siendo posible imponer nuevos gravámenes, ¿sería político, justo y natural ocupar los bienes del Clero y destinatarios al efecto? 4.ª Estos bienes, saliendo del poder del Clero y pasando a manos industriosas, ¿serán bastantes a pagar de pronto los intereses, y más tarde a la amortización a lo menos de la deuda interior, e igualmente a satisfacer en el todo o en su mayor parte los gastos necesarios a la conservación del culto? 5.ª Ocupados estos bienes, ¿deberán venderse desde luego poniéndolos en hasta pública, o adjudicarse a los que hoy los tienen por cualquier título, sin más condición que pagar la renta o interés, y redimir el capital cuando quisieren o pudieren? 6.ª Supuesto este arreglo, ¿los bienes del Clero serán una hipoteca segura de la deuda en su amortización y en el pago de sus intereses? 7.ª ¿Deberá tratarse de amortizar la deuda por una operación simultánea, pagar sólo los intereses, dejando la amortización a la compra de obligaciones por el gobierno, o asegurar el pago de los intereses y destinar una parte del fondo a la amortización sucesiva y directa del capital? Los datos, para resolver estas cuestiones de una manera positiva y numérica, se empezaron a buscar desde entonces. Muchos de ellos existían en poder del Dr. Mora, otros se recogieron en diversas oficinas; pero para combinarlos se necesitaba el tiempo con que no se pudo contar: hoy esta combinación está hecha, los datos se publican en este tomo, y con ellos se procede a dar la resolución de las cuestiones indicadas.

No es posible hacer frente a los compromisos contraídos por la deuda pública con los recursos ordinarios del gobierno. El presupuesto anual del gobierno federal, porque el del central aún no se conoce, ha sido calculado de algunos años a esta parte de dieciocho a veintiún millones de pesos, sin contar en él los intereses de la deuda, ni la amortización parcial pactada para la extranjera; así consta de las memorias del ministerio de hacienda presentadas del año de 29 al de 35. Y es preciso que así sea porque el ejército jamás ha consumido menos de quince millones, y los empleados civiles y demás gastos de la Federación vencen por cerca de seis millones igualmente. Ahora bien, las rentas ordinarias jamás han rendido más de dieciséis millones de pesos como puede verse en las mismas memorias; luego es claro que aun para los gastos comunes y corrientes no bastan los productos de las contribuciones. Esto es cierto y la prueba más decisiva es que de año en año se haya ido colmando el déficit ordinario con la venta de los productos futuros de aduanas marítimas, o por préstamos en que se quita al país un gravamen por el papel que se recibe, y se le echa otro mayor por el que se emite. Lejos, pues, de buscar sobrantes por este camino para el pago de la deuda fija, es seguro no los habrá ni aun para la amortización de la flotante. Tampoco se puede contar para el pago de los intereses y la amortización de la deuda con la imposición de nuevas contribuciones. La propiedad territorial no las sufre por hallarse en bancarrota. (México y sus revoluciones, tom. 1.º, pág. 501 y siguientes:) La propiedad mineral aún no sale de la bancarrota en que se sumió por la insurrección, y hoy se halla gravada nuevamente por los capitales ingleses empleados en repararla; la industria no existe ni podría producir gran cosa siendo ella misma poquísimo; el comercio paga mucho y acabaría de arruinarse a la par que las rentas públicas por el contrabando, inevitable en la suposición de nuevos gravámenes. Hoy todas éstas son verdades prácticas que ha puesto en claro una dolorosa experiencia.

Es necesario ocupar los bienes del clero y destinarlos al pago de los intereses de la deuda y de su amortización. Cuando los ramos de la riqueza pública no pueden ocurrir a un gasto necesario, es indispensable que los que de ella se han segregado para destinarlos a objetos y manos improductivas vuelvan al fondo común de donde han salido y llenen el vacío que no puede colmarse de otro modo. Digan lo que quisieren las leyes, las corporaciones no pueden tener propiedad como los particulares, porque les falta la condición indispensable de la individualidad que no les pueden dar las leyes mismas, y sin la cual no puede existir ni concebirse la propiedad sino en un sentido abusivo. Que las leyes, cuando en la sociedad se hallan satisfechas las primeras, más estrictas y rigurosas necesidades, permitan a los particulares destinar o destinen ellas mismas una parte de sus sobrantes al sostenimiento de los cuerpos, nada más natural; pero que las leyes mismas pretendan mantener invariable y eternamente estancados en vinculación perpetua estos bienes, cuando aquellas necesidades aparecen de nuevo o se reproducen por cualquier motivo y los particulares no pueden cubrirlas sino con imponderable gravamen, nada más fuera de razón de equidad y de justicia. ¿La sociedad ha sido creada para las corporaciones o para los particulares? Y si es esto último, ¿por qué principio, no ya de justicia sino de lógica, se pretende nivelar el derecho de propiedad sobre sus bienes, que corresponde al ciudadano, con el de usufructo que se tiene acordado a la corporación? Si es lo mismo el derecho del particular que el del cuerpo, ¿por qué al primero se le reconoce la facultad más amplia e ilimitada para adquirir, enajenar, cambiar y destinar a lo que le diere la gana lo que tiene, y a la segunda esas leyes mismas le ponen restricciones para poder hacer todo esto? ¡Inconsecuencias del espíritu de partido, abuso de las voces y excesos de poder, de que hará justicia otra generación más remota y que se hacen pesar sobre la presente de una manera intolerable! Así es como se hacen constituciones y se dictan leyes a los pueblos por un poder usurpador. Todo mexicano debe preguntarse diariamente a sí mismo si el pueblo existe para el Clero; o si el Clero ha sido creado para satisfacer las necesidades del pueblo. La respuesta que él se dé a sí mismo será la solución de mil cuestiones importantes, como lo es de la presente. Justo es, pues, y natural ocupar los bienes del Clero para que la nación pague lo que debe en circunstancias en que, como en las presentes, no puede hacerlo de otra manera. Es también político el hacerlo, porque de esta manera la corporación, ya desarmada, será más modesta en sus pretensiones mundanas a fungir como poder social y universalmente regulador, y sobre todo cesará el escándalo de que haga la guerra a la sociedad con los bienes que de ella tiene recibidos.

Los bienes del Clero son bastantes a pagar la deuda interior y los gastos del culto en catedrales y parroquias únicos necesarios en el servicio eclesiástico. Esta proposición es aritméticamente demostrable. El culto tal como hoy se halla en catedrales y parroquias únicas necesarias al servicio eclesiástico, podría quedar como está, y esto sería lo mejor para no meterse en disputas con el Clero. En esta suposición los gastos del culto y el pago de la deuda pública interior podrían hacerse con sólo los bienes productivos del Clero y aún quedar un pequeño sobrante como se puede ver en la siguiente demostración.

Las Iglesias catedrales con obispos y capitulares, y las parroquias con los gastos del servicio, fábrica y demás cosas concernientes a este ramo, se hacen hoy con el producto de los diezmos, de los derechos parroquiales y de las primicias. Continuando pues como se hallan, debería emplearse en ello el producto de estas pensiones que asciende al capital de:

61,511,480

61,511,480

Actualmente el número de eclesiásticos, comprendiendo en él los regulares de ambos sexos, es mucho menor que el que había en 1831. Pero aun estando a los datos de la memoria del ministerio de negocios eclesiásticos de aquel año, resulta que este número es de 6.881 personas distribuidas de la manera siguiente:

Clérigos seculares 3,282
Regulares del sexo masculino 1,688
Id. del femenino 4,911
Total 6,881

De este número debe deducirse el que se sostiene de los diezmos, derechos parroquiales y primicias; y estando a los datos de la misma memoria (estado n.º 5), es como sigue:

Obispos 10
Capitulares de las Iglesias catedrales 167
Curas 1,182
Vicarios pueden estimarse en la mitad 591
Total 1,950

Con el sostenimiento de esta clase de eclesiásticos no puede cargar la nación directamente, supuesto que les deje libre, aunque no civilmente obligatoria, la facultad de percibir el diezmo, los derechos parroquiales y las primicias de que hoy subsisten. Deduciendo, pues, del total de eclesiásticos que consiste en

6,881
Los que subsisten de estas rentas 1,940
Quedan a cargo de la nación4,941
61,511,480

A estas personas eclesiásticas, supuesto que la sociedad les ha garantido su estado como medio de subsistir civilmente, es de justicia darles lo necesario para que puedan establecerse por sí mismos, sin atenerse a pensiones del gobierno de cuyo pago siempre tendrán motivo de desconfiar. Tres mil pesos a cada uno es una cantidad suficiente, y siendo ellos 4,941 se empleará en este objeto un capital de

......14,823,000

La deuda pública interior aun estando a sus títulos primitivos no monta el día de hoy sino a 82,364,978 pesos. Pero ocupados los bienes del Clero por el gobierno, todos los créditos del primero contra el segundo desaparecerían por este hecho y, como puede verse, quedaría reducida la deuda a

......69,334,551

___________

Los capitales, pues, que son necesarios para el pago de la deuda interior y para los gastos del culto como hoy existe en catedrales y parroquias son la suma de estas tres partidas y su monto es de

......145,669,031

Los bienes del Clero sin contar los templos, sus alhajas, casas curales, pinturas, etc., ascienden a

......149,131,860

Substrayendo, pues, la menor de estas cantidades de la que es mayor, resta sobrante de dichos bienes

___________

......3,462,829



La administración de 1833-1831 se había ocupado igualmente de mejorar el servicio eclesiástico aumentando el número de parroquias, de Iglesias catedrales y de obispados. Esta parte de su programa no llegó ni aun a iniciarse, pero sus ideas sobre la materia se hallan expuestas en la sección 5.ª de este tomo. Inútil es repetir aquí lo que en ella podrá leerse: baste decir que aun en la suposición del aumento de parroquias, iglesias catedrales y obispados, y en la de que todos los funcionarios eclesiásticos sean dotados por la nación, los bienes del Clero son suficientes para el pago de la deuda pública y para el sostenimiento del culto.

Los bienes ocupados al Clero no deberán ponerse en hasta pública para ser vendidos y rematados en el que mejor los pague; al contrario, los fondos territoriales rústicos y urbanos se adjudicarán a los inquilinos de casas y arrendatarios de fincas que quisieren recibirlos por su valor, calculado al 5% de la renta que hoy pagan, sin otra condición que continuar exhibiéndola en los plazos estipulados y redimir el capital cuando quisieren y pudieren; los que tuvieren a censo capitales del Clero continuarán con ellos en cuanto a su redención, bajo el mismo pie que los que adquieran las fincas y, en orden al rédito o interés, se les hará una quita que podría ser de 1%, quedando reducido a cuatro el interés de 5% que hoy pagan. Esta medida y los pormenores que abraza es lo único capaz de resolver de una manera satisfactoria la cuestión sobre la ocupación de los bienes del Clero. Por ella se impide y precave la resistencia de los particulares que hicieron ineficaz la consolidación intentada en tiempo de Carlos IV y siendo virrey de México D. José Yturrigaray. En efecto nada hay que pueda alarmar a los que reconocen capitales y tienen fincas del Clero: no el estado material de las cosas, de los goces y de los proyectos de empresas futuras, pues que queda siempre el mismo, y aun mejorado, porque cuentan para lo sucesivo con cuantas garantías tienen hoy, robustecidas por la seguridad de no ser jamás demandados por los capitales, ni reconvenidos por el pago del interés sino en los términos que lo es un deudor ordinario; tampoco las vejaciones de la autoridad que queda sin derecho para despojarlos, sin fuerza para lograrlo y, sobre todo, sin la conciencia de salir bien de la empresa, conciencia que ha destruido de raíz la tentativa infructuosa de la consolidación española ensayada por un poder infinitamente más fuerte. Esta medida traslada del Clero a la Sociedad civil y a su gobierno esa masa de intereses que constituyen un poder tan formidable, y por una simple evolución hace perder al enemigo tanto poder cuanto es el que confiere a la Sociedad; o en otros términos, el uno queda completamente desarmado y la otra plenamente robustecida. Por esta medida se ponen bajo la acción del interés individual y directo, o lo que es lo mismo, bajo una fuerza motriz vivificadora y productiva, cerca de cien millones de pesos, que hasta ahora han sido casi perdidos para el país, en razón de hallarse más o menos sometidos a la inercia de las corporaciones y a la languidez de manos muertas e inactivas. Por esta medida y sólo por ella se conserva el valor de una masa tan considerable de bienes que sacándola al mercado público no habría con qué pagarla y se vendería por nada; cargando de esta manera el gobierno con todos los inconvenientes de una ocupación, ofensiva a los intereses del Clero y a los de los particulares, y quedando por otra parte privado de las ventajas de asegurar el pago de la deuda y el de los gastos del culto, por la imposibilidad de acudir a ambos objetos con las mezquinas cantidades que produciría una operación tan ruinosa.

Por esta medida se cierra la puerta al agiotaje que disloca todos los negocios mercantiles y de Bolsa, pues no habiendo nada que comprar ni vender al gobierno y no necesitando éste tampoco pedir, no habría negocios de créditos ofrecidos a plazo, comprados por nada y vendidos en mucho: en una palabra, no habría fortunas colosales hechas en pocos días, sin utilidad pública, perjudiciales al erario y destructivas del trabajo penoso productivo, cuyo estímulo quedará sin fuerza mientras existan los provechos fáciles y prontos que proporcionan la usura y agiotaje en pocos días. Por esta medida, el fondo destinado a servir de hipoteca a la deuda pública quedaría plenamente asegurado contra las tentaciones de disiparlo y las tentativas que para lograrlo podrían ocurrir al gobierno. Los tenedores de capitales de obras pías que han sabido resistir su redención prescrita por el gobierno español y los inquilinos de fincas, que sin otro carácter han adquirido una cuasi propiedad contra la voluntad de los dueños apoyados en las leyes, sostenidos en el nuevo orden proyectado por las leyes mismas como propietarios o censualistas perpetuos, resistirían con más medios y motivos más legales y plausibles las tentativas de despojo a que tampoco se atreverían los depositarios de la autoridad pública, bien aleccionados por la triste experiencia de lo pasado. El fondo, pues, supuesto el proyecto, en ningún caso podrá ser disipado; y el gobierno, sus agentes, o las revoluciones del país, podían a lo más apoderarse o disipar uno, pocos o muchos años sus productos. Esta ventaja es demasiado importante para que pueda ser desconocida, y por ella los bienes del Clero aplicados de esta manera son y serán la hipoteca más sólida y segura del pago de los intereses y de la amortización de la deuda interior.

Resta sólo que resolver la 8.ª de estas últimas cuestiones, y para hacerlo asentamos que la amortización directa de la deuda interior no puede ser obra de una operación simultánea, que debe hacerse de una manera directa y parcial en períodos fijos, y que desde que se organice la dirección del crédito debe pagarse el interés de la deuda en los términos que ella fuere reconocida, clasificada y consolidada. En una nación sin crédito, que ha faltado por muchos años a sus más solemnes compromisos y que está inevitablemente expuesta a incurrir en la misma falta por un término indefinido, en razón de no poderse asignar una época precisa ni aun probable a la desaparición de las causas que producen las turbaciones públicas, sería lo mejor si se pudiese pagar cuanto se debe y salir de una vez de este cúmulo de embarazos; pero la dificultad está en que esto no se puede, por obstáculos de la naturaleza misma de las cosas que no es dado al poder público hacer desaparecer. Hay con qué pagar, es verdad, pero es necesario no hacerse ilusiones; el fondo único destinable al efecto que consiste en los bienes del Clero no puede dar este resultado sino por los medios indicados. Si el Clero queda con él, irá desapareciendo lentamente en beneficio sólo de los que lo administran, por la sencilla razón de que esta clase privilegiada no podrá ya jamás deponer sus temores de perderlo. Si como es más probable el gobierno, urgido de sus necesidades ordinarias, hace al Clero, bajo pretexto de sostenerlo, pedidos parciales que serán verdaderas órdenes, el resultado es el mismo: el fondo se disipa poco a poco en los despilfarros comunes, utilizándolos solamente los que de ellos se aprovechan, es decir, los militares. Si el gobierno pretende apoderarse de este fondo para sacarlo a venta pública y rematarlo en el que mejor lo pague, va a entrar en una lucha peligrosa y desigual contra los intereses formidables de la masa de inquilinos y tenedores de los capitales que lo constituyen; va a demeritar notablemente su valor perjudicando los objetos en que debe emplearse; va a disipar de pronto el producto de las ventas y a quedarse sin recursos, realizando a la letra el apólogo de la gallina que ponía huevos de oro: todo sin la utilidad de las masas, sin el fomento de la riqueza pública, sin la repartición de la propiedad, y con positivo descrédito de los que tal hicieren; porque hoy existe una justa prevención contra los que manejan caudales públicos de convertirlos en provecho propio, prevención que no desaparecerá sino por la evidencia material de la imposibilidad de entregarse a estos torpes y vergonzosos manejos. Es, pues, evidente que los bienes eclesiásticos son inevitablemente perdidos para el Clero, bien sea que el gobierno ataque a esta clase, bien parezca que la defiende; que ellos no se pueden conservar ni utilizar para los gastos del culto y el pago de los intereses y amortización de la deuda, sino manteniéndolos como existen; lo es igualmente que bajo estas condiciones la amortización no puede ser pronta ni simultánea. Necesario es, pues, resignarse a pagar los intereses de dicha deuda, y si esto se hace de una manera fija, constante e invariable, no se necesita más para darles valor a papeles que hoy no lo tienen, y hacer revivir caudales cuyo renacimiento no será indiferente para la prosperidad pública y que hace muchos años se consideran poco menos que perdidos. Sin embargo, como el crédito no se funda en pocos días cuando han precedido muchos años de descrédito y como los temores de que el fondo sea disipado, por infundados que sean o se supongan, no han de desaparecer sino en parte, la masa de los acreedores ha de preferir, a lo menos por algunos años, el reembolso del capital al pago del interés. Necesario es, pues, dejar abierta esta puerta que vendrá a robustecer el crédito, y el modo de lograrlo será el de una amortización parcial verificada cada año con los sobrantes del establecimiento, y de la cual puedan aprovecharse los que quisieren, y fueren además favorecidos por la suerte, único medio de hacer tolerable la desigualdad entre los tenedores de bonos que es por otra parte inevitable.

Los pormenores de estos arreglos y las sólidas y robustas bases sobre que reposan las medidas expuestas, y cuyos fundamentos y motivos no van más que indicados, pueden verse en el dictamen presentado por el Sr. Espinosa de los Monteros, en las bases que le precedieron, publicadas en el Indicador de la Federación Mexicana, y en el examen que se hizo en dicho periódico del expresado dictamen. Para terminar cuanto puede ilustrar este asunto daremos una noticia sobre la procedencia y monto de la deuda pública mexicana, e igualmente sobre el valor aproximativo de los capitales que constituyen la riqueza pública del país y la inversión de sus productos.

La deuda pública de México se divide en interior y exterior: la primera consiste en los capitales tomados en el país mismo de extranjeros o nacionales, por convenciones libremente estipuladas o por préstamos forzosos, con interés o sin él; se comprenden en ella también las rentas perpetuas, acordadas a favor de familias o corporaciones determinadas. Nada es más difícil que la liquidación de esta deuda, así porque no hay ni ha habido nunca un libro único, un registro general donde esté inscrita, ni una oficina encargada de ella especialmente; como porque los documentos en que consta, expedidos a los particulares, no están numerados, ni concebidos bajo de fórmulas fijas e invariables, ni tampoco se amortizan de una manera periódica y regular. El gobierno español pedía o exigía caudales para sus necesidades de aquellos que los tenían, y les expedía un documento otorgado ante escribano: si se estipulaban réditos, éstos eran pagados por un período más o menos largo que cesaba al cabo de cierto tiempo cuando los tenedores de estas obligaciones morían, o por la ruina de su fortuna u otras causas bastante comunes y frecuentes en México desaparecían del orden social. Cuando los tenedores de estas obligaciones eran Corporaciones, el rédito al cabo de cierto tiempo también cesaba de pagarse de una manera regular; pero se hacían a cuenta de él algunas ministraciones parciales de tarde en tarde, menos por un sentimiento de justicia que arrancadas por la importunidad. Los títulos de estos créditos eran también mejor conservados por las Corporaciones que entre los particulares.

Desde que en México empezó a sospecharse que los súbditos podían tener algunos derechos respecto de su gobierno, y que les era lícito considerarse como sus acreedores y hacerle reclamos en ciertos casos, estos títulos, antes desprovistos de valor, empezaron a estimarse en algo y a guardarse con más cuidado. Sin embargo, cuando esto sucedió, que fue a mediados del siglo pasado a la cesación de las flotas, los tenedores de estos títulos estériles de riqueza los conservaron ya con menos descuido: esto no quiere decir no se hayan perdido también después muchos; pero se han conservado la mayor parte y, en unión de los pocos que existían de la época anterior y de los juros o pensiones perpetuas, forman la parte de la deuda que precedió a la guerra de independencia de España respecto de Francia, y a la de México respecto de España. Entonces, siendo ya mayores las necesidades del gobierno, se aumentaron la frecuencia y cantidad de los pedidos, y como los medios de hacer fortuna y conservarla se hacían cada día más difíciles, los prestadores fueron ya más cautos y resistentes para dar, más exigentes para pedir lo que se les debía de capital y menos fáciles para soportar la falta de puntualidad en el pago de intereses. En los primeros días el gobierno respondía con castigos a estas resistencias que llamaba rebeldía; pero la fuerza de las cosas y la energía de los que la oponían acabó por triunfar de este bárbaro proceder, obligando a la autoridad a confesarse deudora, y sobre todo a reconocer que era justo y necesario pagar. Este reconocimiento estéril en casi todos sus efectos fue, sin embargo, la base del crédito público; desde entonces ya se contó con él como con un recurso y se empezó a abusar de él de una manera asombrosa.

Efectuada la Independencia, este estado de cosas se agravó. Se pedía sin cesar para satisfacer gastos decretados sin presupuestos ni datos que asegurasen la posibilidad de cubrirlos; se contraían deudas mayores para pagar otras menores; y se abolían contribuciones sin sustituirles otras nuevas, y aun sin saber lo que habían producido y dejaban de rendir: la caída del imperio fue debida en mucha parte a este universal desconcierto. Al imperio sucedió la Federación, y los Estados que fueron sus partes integrantes, en once años que tuvieron de existencia, administraron sus rentas de manera que salieron sin deber a nadie nada. No así el gobierno supremo en el cual continuaron obrando sin interrupción hasta 1833 las causas que van indicadas y produjeron un deficiente progresivo. Estas causas son las revoluciones, originadas por la clase militar, lisonjeada y temida de la autoridad suprema, que no tenía fuerza para reformarla ni valor para despedirla. Los militares por sus revoluciones disminuyen el producto de las rentas, entorpeciendo los giros; consumen cuanto dichas rentas producen, porque se les aplican sus productos o ellos mismos se los toman, y en uno u otro caso los gastan sin cuenta ni razón; aumentan de año en año el deficiente, porque hacen u obligan al gobierno a hacer préstamos cuyos productos gastan de la misma manera; porque en cada revolución hay estupendas y numerosas hornadas de generales, jefes, oficiales y funcionarios civiles, y destituciones totales de los vencidos de ambas clases conservándoles los sueldos: así es como el presupuesto general que en 1823 era de diez millones y setecientos mil pesos, en 1831 ascendía ya, según la memoria del ministerio de hacienda de aquel año, a veinte millones cuatrocientos noventa y nueve mil seiscientos ochenta pesos. No tenemos a la vista todos los presupuestos presentados al congreso general desde que el país se constituyó, pero las notas siguientes, aunque incompletas, son tomadas de las memorias oficiales del ministerio de hacienda presentadas a las cámaras en los años a que se refieren, y por ellas se ven dos cosas igualmente ciertas a la vez, a saber: el aumento progresivo de gasto y un deficiente anual igualmente progresivo. El señor Yllueca, ministro general, nombrado por el gobierno que sucedió al imperio calculó que se necesitaban para los gastos de la República de 1.º de julio de 1823 a id. de 1824.

Memorias del ministerio

  • De 1.º de julio 1824 a id. 1825.
  • De -----1830-----1831.
  • De-----1831-----1832.
  • De-----183338-----1834.
  • De-----1834-----1835.

imagen

La deuda interior ha ido, pues, desde 1826 en un estado progresivo por el aumento de presupuestos, originado de los gastos militares y de las revoluciones también militares hasta 1833. Las reformas, especialmente las relativas a estos gastos, que se hicieron en aquel año y en la mitad del siguiente de 34, aunque incompletas, paralizadas y anuladas por la reacción de la oligarquía militar y sacerdotal, hicieron bajar el presupuesto desde cerca de veintidós millones de pesos en que para 1833 lo dejó la administración Alamán, hasta poco más de catorce millones en que para 1835 lo dejó la administración Farías. Hemos visto los presupuestos, el cálculo de productos de las rentas y el deficiente que de él resulta; ahora vamos a ver lo efectivo gastado, proveniente de las rentas nacionales y de los préstamos hechos al gobierno en la República misma. Partiendo del principio de que cuanto ha entrado se ha gastado, es claro que sabiendo cuáles han sido las cantidades recibidas en las cajas nacionales, se tiene la medida precisa de lo efectivo gastado en la República. Pues bien, en un estado que formó el departamento de cuenta y razón de la Secretaría de Hacienda, datado de 16 de febrero de 1832, y publicado en el registro oficial de 22 del mismo mes y año, constan los ingresos siguientes:

  • De 1.º de julio de 1824 a id. de 1825 ingresaron 16,187,722.
  • De------1825------1826------13,715,801.
  • De------1826------1827------13,289,682.
  • De------1827------1828------10,494,292.
  • De------1828------1829------12,232,385.
  • De------1829------1830------14,493,189.
  • De------1830------18,922,299.

Según la memoria de 1833, de 1.º de julio de 1831 a 1.º de enero de 1833: 22,858,877.

Según la memoria de 1835 de 1.º de enero de 1833 a 1.º de julio de 1834: 18,608,738.

Importa, pues, lo gastado en diez años por el gobierno general de la República proveniente de caudales de ella misma: 140,802,985.

Si a esto se añade lo recibido en efectivo por el mismo gobierno procedente de préstamos extranjeros, que asciende a: 21,888,000.

Resulta que el monto total del efectivo gasto de dicho gobierno en los diez años expresados asciende a: 162,690,985.

Éstas son las causas y el origen de la deuda interior de la República, deuda que es muy difícil saber a punto fijo a cuánto asciende, porque hay innumerables partidas como las de sueldos, retiros y pensiones, que una vez dejadas de pagar se dan por perdidas para el que debía cobrarlas, y el gobierno no se vuelve a acordar de ellas, ni las cuenta como obligaciones reales. Grandes dificultades ha habido que vencer para formar la noticia de la deuda interior que va al fin de este tomo. La enumeración de los compromisos contraídos por el gobierno que precedió a la Independencia se ha tomado del expediente instruido sobre la materia en 1822: expediente informe, lleno de faltas y hecho con precipitación, sin crítica, ni bastante conocimiento de la materia. No obstante, este documento, a pesar de sus nulidades, contiene materiales importantes que podrán servir de base a la enumeración y distribución de la deuda anterior a la independencia; y de él, como documento único en el caso, hemos debido valernos para formar la noticia, descartando de la enumeración de los compromisos que en él constan aquellos que no se hallaban comprendidos en las bases acordadas posteriormente por el congreso general para el reconocimiento de la deuda, en su ley de 28 de junio de 1824. La enumeración de los compromisos contraídos después de la Independencia se ha tomado de los documentos que constan en la noticia misma, todos oficiales y auténticos. Como la mayor parte de las cantidades percibidas por estos títulos lo han sido para ser reintegradas en un período más o menos corto, no han podido estimarse como deuda fija sino como flotante. De facto muchos de estos compromisos se han amortizado, o por el cumplimiento de los convenios estipulados, o por nuevos contratos en que tales obligaciones eran recibidas por el gobierno como pago, y de consiguiente amortizadas. Estas transacciones repetidas muchas veces y variadas hasta lo infinito han causado tal confusión en los créditos anteriores y posteriores a la Independencia (pues todos han jugado a la vez en ellas), que hoy no sería posible saber, sino por un trabajo de muchos años, asiduo, prolijo y ejecutado en el país mismo, cuáles de estos créditos han sido o no amortizados. Tal operación indispensable para el reconocimiento, clasificación y consolidación de la deuda no lo es para su liquidación en grande y por totales: para esto basta saber el monto de las cantidades recibidas y el de las amortizadas; cosa por cierto mucho menos difícil y a la que nos hemos atenido como podrá verse en el lugar citado. Resulta, pues, de esta operación que la deuda interior de la República asciende a 82,374,977 pesos.

La deuda exterior se contrajo en México más por un principio o error político, que por una necesidad financiera. Verdad es que supuestos los despilfarros del gobierno del país, las cantidades recibidas por los préstamos ingleses le eran necesarias; pero no se pensó en esto al solicitarlos, pues lo que ocupaba, por entonces de preferencia, la atención de los que gobernaban era el reconocimiento de la Independencia por la Inglaterra, que se decía debía apresurarlo el nuevo préstamo, por los intereses que mediante él debían crearse y robustecerse en el país. Tamaño error no era perdonable, ni aun en aquellos días de inexperiencia y falta de tacto sobre los motivos que determinan a obrar a los gabinetes de Europa; él, sin embargo, fue el principal agente del deseo que se tenía de contraer una deuda inglesa. En la Bolsa de Londres había más conciencia que en el gobierno y pueblo de México, sobre la plena seguridad en que se hallaba esta República en orden a su Independencia, contra las repugnancias de la España para reconocerla, o sus tentativas para someterla de nuevo. No se tenía, sin embargo, la misma confianza de la nueva nación, en orden a su capacidad de pagar que no se sabía cuál podía ser, atendido que aún no eran conocidos sus recursos. Así es que el préstamo de Goldschmidt fue muy desventajoso a México, por el deseo de su gobierno en contratarlo y por las desconfianzas de la Bolsa al concederlo. Este préstamo reducido a su más simple expresión es como sigue: el gobierno de México queda obligado a pagar según las cláusulas del contrato: 3,200,000 l. est. 16,000,000 ps.; sin recibir de la casa prestamista por tal obligación sino 1,600,000 l. est. 8,000,000 ps. Serán, además, de su cuenta todos los gastos que erogue el contrato.

El préstamo de Goldschmidt se contrató el 14 de mayo de 1823, y el llamado Barclay en 25 de agosto de 1824. Este último se celebró por los mismos motivos, fines y objetos que el anterior, y bajo de condiciones mucho más desventajosas para la República, pues si bien es verdad que se vendió con más estimación, no lo es menos que los gravámenes para el país fueron mayores; así porque el interés estipulado de 6% en una cantidad tan considerable como lo es la de dieciséis millones de pesos (3,200,000 libras esterlinas) recargaba considerablemente las rentas públicas respecto del anterior celebrado a 5 p. %, como porque los gastos y pérdidas fueron mayores, atendida la quiebra de la casa prestamista, que cogió a la República en dos millones doscientos cuarenta y cuatro mil quinientos cincuenta y tres pesos (448,907 libras esterl.), atendido el envío directo del oro a México, gravosísimo al gobierno por los gastos de conducción y seguros, y atendido sobre todo la falta de buena fe por parte de los prestamistas y el descuido culpable del gobierno de México, al estipular un interés reprobado por la ley inglesa, que hacía irreclamable ante los tribunales y dejaba de consiguiente sin sanción las cláusulas del contrato, cuando, como después sucedió, la casa prestamista faltase a sus compromisos.

Cuando las cosas se yerran en sus principios es raro que sean corregidas o mejoradas en sus consecuencias. Los préstamos mal concebidos y peor ejecutados bajo un designio político no podían ser sino mal economizados y peor invertidos en objetos igualmente políticos. Reconocida la Independencia mexicana en Inglaterra, por causas y motivos enteramente extraños a los negocios de Bolsa, los Mexicanos se obstinaron más que nunca en adjudicar a estos últimos aquel resultado. Desde entonces, lo que a favor de la nación habían dejado estos contratos ruinosos se aplicó casi exclusivamente a objetos políticos, y se invirtió en ellos de la manera más torpe y despilfarrada. Los miembros del gobierno y las legaciones de Europa gastaban sin término ni medida los fondos adquiridos a tanta costa, en uniformes y fusiles viejos e inútiles para el ejército mexicano, comprados en un valor casi duplo del que deberían tener siendo nuevos. Se quiso tener una marina nacional sin tener la mercante, que es su base, y se pidieron buques a Inglaterra, a Suecia y a los Estados Unidos, ajustándolos a precios subidísimos que no todos se pagaron y recibiéndolos sin reconocerlos, porque no había entre los compradores quien tuviese la pericia necesaria para hacerlo con acierto. Muchos de estos buques, para cuya construcción se habían adelantado cantidades considerables como garantías de lo restante, no pudieron obtenerse porque en esta disipación y desconcierto no hubo ya con qué completar el pago. Los señores Rocafuerte y Michilena, secretario el primero y ministro el segundo de la legación mexicana en Londres, fueron la burla y el juguete de todos los charlatanes, que se hacían pagar de los fondos del préstamo sus exagerados e inútiles servicios prestados o por prestar a la causa de la independencia. Así se gastaron sumas considerables, en fomentar revoluciones liberales en España que no tuvieron efecto y en publicar periódicos para sostener la Independencia, periódicos que por ser escritos en español en sentido liberal no circulaban en España, ni eran leídos en el resto de Europa, sino sólo en las nuevas repúblicas de América, que no necesitaban de ellos para adquirir tal convicción. Así se perdieron 50,000 pesos adelantados a Fulton para el famoso Torpedo (alias Bergantín Guerrero), destinado a la pretendida navegación submarina. Esta cantidad tampoco se pudo reclamar por ser el objeto del contrato celebrado contrario a la ley inglesa, y el señor Michilena estima en tanto su reputación de capacidad política y diplomática, y de destreza en manejar los negocios, que creyéndola comprometida si llegaba a saberse había sido engañado por Fulton de una manera tan torpe, quiso exponerse más bien a pasar por la sospecha de haberse embolsado el dinero de que no podía dar cuenta. Esta sospecha era muy natural, supuesto que no se presentaba el objeto que se decía comprado, ni se devolvía al gobierno de quien se había recibido, la cantidad destinada a verificarlo, y ella pesó mucho tiempo de un modo poco honorífico sobre el señor Michilena; pero el tiempo, que todo lo aclara, vino a vindicar el honor y probidad de este ciudadano a pesar puyo, aunque disminuyendo un tanto su reputación de capacidad para los negocios. Obtenidos algunos buques por el dinero de los préstamos, no se supo qué hacer de ellos porque no había oficiales ni jefes facultativos para mandarlos, ni marinería suficiente para que los tripulase. De aquí la necesidad de ocurrir a extranjeros para lograrlo, y el mal servicio que éstos prestan y prestarán siempre a una nación que no es la suya. Así sucedió en México, y de tantos y tan costosos sacrificios como se hicieron para tener una marina pasajera que desapareció bien pronto, no se reportó otra utilidad que la rendición del Castillo de Ulúa, debida por mitad a los servicios de la escuadra mexicana y al furor de los elementos conjurados contra los Españoles.

Los desórdenes y despilfarros que van sumariamente expuestos e indicados como de paso, lo mismo que los errores que los habían producido, fueron reclamados enérgicamente por los hombres notables del país, entre los cuales figuraba D. José María Fagoaga como uno de los primeros. Nada de lo hecho podía ya remediarse, pero se trató de cortar e impedir el progreso del desorden, y se empezó por retirar al Sr. Michilena como persona poco apta para el desempeño de estos negocios. En seguida se trató de nombrarle un sucesor, y se eligió para el efecto al ciudadano D. Sebastián Camacho, ministro del exterior de la República mexicana en aquella época. Para destruir la prevención de desorden, de desconcierto y ligereza, que la imprevisión y falta de práctica de negocios en que había incurrido la legación anterior, hacía formar del país un concepto desventajoso, se necesitaba enviar un hombre sesudo, circunspecto, de firmeza de carácter, y al mismo tiempo modesto y medido en sus pretensiones: Camacho es hombre en quien se hallan todas estas prendas, y con ellas y por ellas su misión fue plena y perfectamente desempeñada, a satisfacción de todos los interesados en Europa y México, quedando la reputación de esta República no sólo reparada, sino también bajo un pie honroso y apreciable, que es a cuanto pueden aspirar en Europa las nuevas naciones de América. Camacho es hombre que por sus principios y convicciones, las cuales son en él profundas e invariables, pertenece al partido del progreso, al que jamás ha hecho traición, esto es, por lo relativo a las cosas; en cuanto al personal, este ciudadano es escocés, y ultrajes asociados de persecuciones no merecidas, que le han hecho sufrir sus enemigos los Yorkinos, le han hecho concebir contra ellos la más profunda aversión, circunstancia que ha sido muy desfavorable y de fatales consecuencias a la marcha rápida y expedita del progreso de las cosas. Camacho, sin embargo, jamás ha renunciado a los principios liberales que conoce bien a fondo, y ha sabido sostenerlos con firmeza y con honor en los diferentes puestos que ha ocupado en la República, que han sido los más distinguidos. En cuanto a su probidad, nada hay que decir que no sea en elogio suyo: ella es perfecta y cabal en sus relaciones privadas; y si en el ejercicio de las funciones públicas se le ha advertido alguna prevención contra sus enemigos políticos, no ha llegado a nuestro conocimiento haya abusado del poder para perseguirlos.

La misión del Sr. Camacho a Londres tenía por objeto el arreglo de varios asuntos importantes, entre los que figuraba como uno de los principales la liquidación de la cuenta que tenían con México las casas prestamistas, y la inversión que se había dado a los fondos nacionales resultantes de estos contratos. Para el desempeño de este negocio vino, como especialidad del ramo de cuenta y razón, el oficial del ministerio de hacienda D. Guillermo O-Brien, quien bajo las órdenes del ministro plenipotenciario desempeñó esta comisión con el tino, acierto, celo y honradez que eran propios de su pericia y de la eficacia de su carácter. Hemos visto los documentos relativos a este negocio que paran en su poder, y los trabajos ejecutados con vista y presencia de ellos, trabajos hechos con conciencia y conocimiento que hacen honor a él mismo, al gobierno que lo envió y al ministro bajo cuyas órdenes los desempeñó. El estado que va al fin de este tomo es obra suya. Ha sido formado sobre los documentos expresados relativos a la liquidación y sobre los que le hemos ministrado, en orden a las transacciones verificadas posteriormente a aquella época.

Como desde 1827 ni se pagaron intereses, ni se hicieron las amortizaciones del capital estipuladas en los respectivos contratos, la deuda extranjera que en su origen fue de treinta y dos millones de pesos, y de la cual no se habían hecho sino muy cortas deducciones al capital, montaba ya con los intereses en 1830 a más de treinta y ocho millones de pesos. El ministerio de aquella época celebró con los tenedores de bonos una transacción por la cual se capitalizaban los intereses vencidos mitad de ellos en aquel año y la mitad restante en 1837. Esta operación se hizo a nombre del secretario de hacienda D. Rafael Mangino, hombre de reputación financiera poco merecida, como lo prueba el hecho de que se trata. En efecto, nada hay que pueda justificar esta enorme falta, que ha gravado sin motivo a la nación en la capitalización de intereses que hoy ascienden a algunos millones. Hemos dicho que sin motivo porque no habiéndose pensado, ni siendo ya posible pensar para lo sucesivo, en especulaciones nuevas sobre la Bolsa de Londres, tampoco era necesario hacerle concesiones que fuesen más allá de los límites de una estricta y rigurosa justicia. Pagar los intereses vencidos era justo y necesario: supuesta la masa considerable a que habían ascendido y las escaseces y penuria del tesoro mexicano, nada más natural que pedir un plazo más o menos largo para verificarlo, plazo que se habría acordado ciertamente por los tenedores de bonos, a quienes no era desconocida la imposibilidad de ser de pronto ni de otra manera pagados. Decir como se dijo, que por semejante operación se restablecía el crédito nacional, es abusar de las voces y burlarse de la credulidad pública. El crédito no se restablece por los medios del tramposo de ofrecer pagar doble más adelante, sin saber si podrá hacerlo, una deuda que se contrajo sencilla. Este modo de proceder, lejos de levantar el crédito de un negociante, contribuye más eficazmente a arruinarlo y a fatigar al acreedor. Así ha sucedido en México, los intereses de su deuda extranjera capitalizados no han sido mejor pagados que lo habrían sido sin capitalizarse, y el país ha sufrido nuevos y gratuitos gravámenes. Decir que se contaba con que el país continuaría pacífico y podría tener sobrantes para pagar es condenar la operación misma. Si había sobrantes con ello, podían irse pagando parcialmente los intereses vencidos, y esto habría mejor restablecido el crédito que promesas lejanas y sin garantías; pero si estas esperanzas de sobrantes no eran reales, ¿para qué capitalizar? Además, ¿qué motivo había para contar con la pacificación del país? ¿No eran bastantes por sí mismas para ponerlo en combustión las reglas de conducta que se prescribió y observó la administración de aquella época? ¿No han producido ellas una conflagración general de la que tarde y mal se saldrá? Díganlo los hechos ocurridos posteriormente, que se predijeron a tiempo por el Federalista y otros periódicos de aquella época, escritos por personas que no tenían el candor de suponer fundadas las pueriles pretensiones de la administración para cambiar la naturaleza de las cosas, emprendiendo una marcha retrógrada, muy superior a las escasas fuerzas de las personas que componían el gabinete.

De todo este cúmulo de errores, despilfarros e imprevisiones que han precedido, seguido y acompañado a los negocios de los préstamos nacionales y extranjeros, resulta que México tiene hoy sobre sí una deuda interior de 82,364,978 pesos, otra exterior de 45,349,504. Estas dos partidas montan a la enorme suma de 127,714,482 pesos, cuyo pago no pueden sufrir los capitales del país, porque sus productos se disipan casi todos en gastos improductivos, y porque el pueblo mexicano paga por contribuciones a su gobierno en una proporción muy superior al resto de los pueblos del mundo y casi doble del de los súbditos de Inglaterra, que es una de las naciones más gravadas de la tierra. Que los capitales de México sean muy inferiores a lo que se debía esperar de una nación de tantos recursos, y que sus productos se consuman en gastos en su mayor parte improductivos, cuales son los que hacen el gobierno y el Clero, es una verdad demostrada por aproximación en los datos siguientes:

CÁLCULO DEL VALOR DE LOS CAPITALES QUE SE HALLAN EN GIRO O SON CONOCIDOS EN LA REPÚBLICA

Del diezmo de 1829, añadiendo lo correspondiente a la azúcar y añil que pagan 4%, y a la zarzaparrilla, vainilla, jalapa, pimienta de Tabasco, que no pagan nada, resulta ser el valor de los productos agrícolas de 28,411,520 pesos que, suponiendo ser el rédito del capital correspondiente al valor de la propiedad rústica a razón de 5%, lo constituye en 568,230,400 ps.

Ocho millones de habitantes a cinco personas por cada hogar dan 1.600,000 familias: a tres familias por casa resultan 533,333 casas que, una con otra y estando a un cálculo bajísimo, ganan 72 pesos anuales. Su renta total resulta, pues, ser neta 38,399,976 pesos rédito al 5% de un capital que constituye el valor de la propiedad urbana en 767,999,526 ps.

Formando un estado de las exportaciones de platas y demás metales preciosos por los diversos puertos de la República, en los años que han corrido de 1830 a 1833, resulta ser el producto de las minas 15,200,000 pesos que corresponden al 5% a un capital de 304,000,000 ps.

Los capitales que circulan por el comercio interior y exterior de la República y que representan la industria del país (México y sus Revoluciones, tomo I, pág. 58.) son 136,537,936 ps.

Valor total de los capitales de la República: 1,776,787,862 ps.

La renta que corresponde a este capital deduciéndola a 5% es de 88,939,593 ps.

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GASTOS ANUALES DE LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA Y DEMÁS IMPRODUCTIVOS AL PAÍS

Presupuesto del gobierno federal (CLXX): 21,832,643 ps.

Presupuesto de los Estados (México y sus Revoluciones, tomo I, pág. 58.): 7,000,000 ps.

El clero tiene en su poder por capitales productivos e improductivos 179,163,734 pesos, entre los cuales los productivos producen o deben producir una renta de 7,436,393 ps.

No habiéndose fijado el valor de la deuda interior debe considerarse como tal el de los títulos primitivos de créditos contra la nación y montando éste con el de la deuda extranjera a la suma de 127,714,472 pesos, aun suponiendo el rédito de toda ella a 5% monta a 6,385,725 ps.

Para pagar el comercio exterior se exporta anualmente de la república 15,200,000 ps.

Valor total de gastos improductivos de la República: 57,874,964 ps.

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Por estos datos se ve que los capitales empleados en la República son muy inferiores a lo que podían ser, y también se ve en los expresados datos la causa de que la riqueza pública no pueda progresar ni aumentarse las empresas productivas. La riqueza de un pueblo se aumenta porque de un año a otro los sobrantes de productos se elevan al grado de capital y se ponen también en giro: cuando la mayor parte, pues, de estos sobrantes se consume en gastos improductivos, la riqueza pública avanza muy poco o nada. Decimos nada porque es necesario también contar con los capitales que se pierden por las quiebras o bancarrotas; que en un país donde ellas no se castigan, donde las empresas comerciales corren grandes riesgos por el contrabando, y donde la usura más inmoderada hace asombrosos progresos, como sucede en México, tales desórdenes son más frecuentes y probables. Así pues, en ninguna parte se puede tener menos confianza que en México de que los capitales empleados en la producción sean seguros y duraderos, y por lo mismo la economía en los gastos improductivos debía ser mayor, aun cuando no se tuviese otra mira que reemplazar con los ahorros que se hagan los capitales que están en tanto y tan gran riesgo de perderse. Sin embargo no se hace así, porque ciertos hombres que se han encargado oficiosamente y sin misión de dirigir los negocios del país quieren mantener una milicia que tiene 5,000 soldados y 18,000 oficiales39 que gastan 14,568,943 pesos, cuando las rentas públicas sólo producen 13,000,000, porque quieren mantener un Clero poco numeroso, insuficiente para las necesidades espirituales de los fieles, acumulado en las capitales donde no hace falta, y escaso en los pueblos, aldeas y campos donde se le necesita; un Clero, en fin, que tiene estancados 179,163,754 pesos y una renta de 7,456,593, cuyas dos tercias partes se consumen en diez obispos y ciento sesenta y siete canónigos.

Pregúntese ahora: ¿por qué México no progresa y se va continuamente sumiendo en el abismo a que cada día lo van aproximando sus directores oficiosos? La respuesta es clara: porque los que se han apoderado de la dirección de los negocios se han empeñado en obrar contra la naturaleza de las cosas, pretendiendo que el país prospere por, o con, elementos que lo destruyen. Así ha sucedido ya, y empiezan ya a hacerse sentir los efectos inevitables de esta ciega obstinación. Ningún pueblo de la tierra recibe menos beneficios de su gobierno que el mexicano, y no hay otro que contribuya con tanto exceso para obtener estos beneficios. Para probar esta verdad no apelaremos a investigaciones profundas de estadística financiera, que se hallan fuera del alcance de la multitud y dejan siempre algunas dudas sobre la exactitud de las operaciones y datos sobre que reposan. La autoridad y documentos de los promotores del centralismo, o en otros términos, los fautores de la oligarquía militar y sacerdotal, nos suministran datos suficientemente autorizados por hallarse en el periódico oficial del gobierno de México, creado y sostenido por estas Clases de privilegio. En el Diario del gobierno de los Estados Unidos Mexicanos, del jueves 3 de setiembre de 1835, cuarta llana, al fin de la primera columna, se hallan las siguientes notas de estadística financiera.

«Se ha calculado que en la República de México suben las contribuciones públicas a 20 pesos por habitante al año; en Inglaterra a 11 1/2; en Holanda a 7 1/2; en Egipto a 6 1/2; en la Turquía asiática a 6 1/2; en Francia a 6; en Bélgica a 11 1/2; en los pequeños Estados de la Confederación Germánica a 4 1/3; en Sajonia a 4; en España a 4; en los Estados de Cerdeña a 3 1/4; en el Perú a 3 1/4; en Prusia a 3 1/4; en Roma 3 1/4; en Dinamarca a 3; en Portugal a 3; en Colombia a 3; en Suecia a 2 1/4; en la Turquía Europea a 2 1/4; en el Brasil a 2 1/4; en Nápoles a 2; en Grecia a 2; en Polonia a 1 1/2; en Rusia a 1 1/2; en Austria a 1 1/8; en Suiza a 1; en Noruega a 1/8

Las contribuciones en todos los países civilizados, estando a las regulaciones de esta nota, van subiendo según la riqueza de los pueblos y la bondad de su gobierno en una ascensión graduada, desde una peseta anual que hallan en Noruega hasta 11 y ½ pesos que paga un súbdito británico que sin contradicción es reputado en Europa como excesivamente gravado, a pesar de la inmensa riqueza de la Gran Bretaña. Sin embargo, desde el súbdito británico hasta el ciudadano mexicano se tiene que dar un salto, casi igual al camino contribuyente que se ha hecho entre los puntos muy distantes que forman los dos extremos opuestos del país de las contribuciones regulares, la Noruega y la Inglaterra. Estas notas que el Diario del gobierno de México dice haberlas tomado de un periódico de Lima están exactamente copiadas de la estadística de Gordon publicada en 1833. Ellas son bastante exactas en su línea y prueban, hasta la evidencia, la triste verdad de que en México se consume en gastos improductivos (las contribuciones) el todo o la mayor parte del producto de los capitales puestos en actividad. Ahora bien, un pueblo en que tal sucede por la obstinación de sus directores acabará necesariamente o por arruinarse, o por una crisis que traiga una revolución sangrienta en que perezcan, como en Francia, vencedores y vencidos, y prepare para la generación venidera los beneficios de una regeneración completa. Para resumirnos y terminar el examen de los puntos contenidos en este parágrafo, ponemos a la vista de nuestros lectores los gravámenes que según los principios de gobierno, establecidos por la oligarquía militar y sacerdotal, debe portar el pueblo mexicano y los medios que tiene para cubrirlos.

Demostración

  • Productos totales de la república. 88,839,393
  • Gastos improductivos de la misma. 37,874,961
  • Restan para fomento de la prosperidad pública. 30,964,432

Se ve, pues, de este resumen que México ha contraído y sigue contrayendo una deuda enorme, POR LA MILICIA PRIVILEGIADA, Y PARA LA MILICIA PRIVILEGIADA, y que esta deuda no puede ser amortizada ni pagados sus intereses haciendo uso de los medios ordinarios; porque todos los ramos de la riqueza pública se hallan en bancarrota, o no pueden tener sobrantes para el fomento y creación de los capitales, cuyos productos se consumen en gastos improductivos. Que dicha deuda tampoco puede ser pagada, ni por los medios extraordinarios, porque se quiere conservar AL CLERO Y PARA EL CLERO EL ÚNICO FONDO DISPONIBLE AL EFECTO. En suma, y para reducirlo todavía a dos palabras y a su más simple expresión: LA MILICIA HA CREADO LA DEUDA NACIONAL Y ES CAUSA DE LA MISERIA PÚBLICA, Y EL CLERO CONTRIBUYE A PERPETUARLAS, IMPIDIENDO EL PAGO DE LA UNA Y LA CESACIÓN DE LA OTRA. Dígase ahora que no tenía razón la administración Farías y los hombres de 1833 para aplicar todos sus esfuerzos a fin de que desapareciesen de la escena política estas dos clases privilegiadas.




ArribaAbajo6.º Mejora del estado moral de las clases populares, por la destrucción del monopolio del Clero en la educación pública, por la difusión de los medios de aprender y la inculcación de los deberes sociales, por la formación de museos, conservatorios de artes, y por la creación de establecimientos de enseñanza para la literatura clásica, de las ciencias y la moral.

El elemento más necesario para la prosperidad de un pueblo es el buen uso y ejercicio de su razón, que no se logra sino por la educación de las masas, sin las cuales no puede haber gobierno popular. Si la educación es el monopolio de ciertas clases y de un número más o menos reducido de familias, no hay que esperar ni pensar en sistema representativo, menos republicano y todavía menos popular. La oligarquía es el régimen inevitable de mi pueblo ignorante en el cual no hay o no puede haber monarca. Esta forma administrativa será ejercida por clases o por familias, según que la instrucción y el predominio se halle en las unas o en las otras, pero la masa será inevitablemente sacrificada a ellas, como lo fue por siglos en Venecia. México no corría riesgo de caer en la oligarquía de familias, porque la revolución de Independencia fue un disolvente universal y eficaz que acabó no sólo con las distinciones de castas, sino con las antiguas filiaciones, privilegios nobiliarios y notas infamantes, que fueron por ella enteramente olvidados. Pero precisamente esta revolución que niveló las familias fue la que robusteció la oligarquía de las clases y su preponderancia sobre las masas. La Independencia, proclamada por los pretextos religiosos y acaudillada por sacerdotes, aumentó el poder del Clero; la Independencia, disputada y obtenida en sus resultados más visibles por la fuerza material, creó el predominio de la Milicia; y el hábito de considerar como únicos poderes la fuerza brutal y las inspiraciones sacerdotales, y de tener por sancionadas sus pretensiones o desvaríos, consentidos o sufridos por la masa popular, han contribuido a perpetuar este predominio. El pueblo, además, al verificarse la Independencia, era como lo habían constituido los Españoles y la había empeorado la revolución, es decir, ignorante y pobre; y con esto está dicho todo para conocer que inevitablemente había de caer bajo el régimen de la oligarquía de las clases militar y sacerdotal, o sostener con ellas una lucha prolongada y desigual, en que los primeros lances debían serle necesariamente adversos.

En los días de la independencia nadie paraba la atención en estas cosas, y de consiguiente nadie se ocupaba de precaverlas o remediarlas. Sin embargo, sea el espíritu de novedad a una cierta charlatanería de parecer ilustrado, o, lo que es más cierto, el amor natural de hacer el bien y procurar adelantos, tan natural en el corazón humano cuando no se halla pervertido por prevenciones anticipadas, todos hablaban de educación pública, y manifestaban las mejores disposiciones para fomentarla. Esta propensión general produjo un bien positivo; la educación de las masas no mejoró, porque no se sabían los medios de lograrlo, pero se difundió con una rapidez asombrosa y de que hasta entonces no había ejemplo. Las escuelas fueron imperfectísimas, pero se establecieron en todas partes, y una parte muy considerable de las masas aprendía a leer mal y escribir peor, pero aprendía.

Entre tanto los escoceses que promovían entonces las reformas procuraron la introducción de nuevos métodos que mejorasen la enseñanza primaria, y establecieron la escuela lancasteriana, designando para fondos los productos de su periódico El Sol, una contribución mensual de dos pesos que se impusieron a sí mismos, y el valor de sus dietas, que para el efecto les cedió D. José María Fagoaga. La dificultad consistía en que nadie conocía estos métodos a fondo, y mucho menos había visto practicarlos, y el charlatanismo, que es la plaga general de la República, vino a frustrar en su origen los benéficos efectos que debían esperarse de semejante introducción. Llamamos charlatanismo, ese espíritu de hablar de todo sin entender nada; ese hábito de proyectar y hablar de reformas y adelantos que no se tiene la voluntad ni resolución de efectuar; en suma, esa insustancialidad, ligereza y poca atención con que se tratan los asuntos más serios, y de que nadie debería ocuparse sino para tomar sobre ellos resoluciones positivas e irrevocables. Este hábito pernicioso vino, pues, a echarlo todo a perder: todos hablaban de sistema de Lancaster, pocos se hallaban en estado de dar razón de él, y se dejaron engañar por los Mexicanos que regresaban de Europa, los cuales en su mayor parte no permitían la menor duda sobre su ciencia universal, adquirida en los paseos y diversiones públicas de París y otras capitales de este continente. El licenciado D. José María Jáuregui, el oidor D. Isidro Yáñez, D. Juan Antonio Unzueta y D. Eulogio Villaurrutia, fueron los que se dedicaron con más empeño a estudiar la materia y han servido bien y eficazmente en este punto a la República; pero quien lo tomó como una ocupación seria y ordinaria, y logró instruírse a fondo no sólo de la parte teórica del sistema, sino de su aplicación práctica, fue el licenciado D. Agustín Buenrostro, hombre de conciencia y formalidad en el desempeño de sus deberes. La enseñanza primaria no se perfeccionó, pues, gran cosa, pero se difundió asombradamente por toda la República, pues los Estados, los prefectos y ayuntamientos trabajaron todo, con constancia, actividad y buen éxito en sacar a las masas del embrutecimiento en que se hallaban. El progreso de esta primera enseñanza, aunque imperfectísima, no dejó de ser rápido; al cabo de dos o tres años los hombres del pueblo, acostumbrados a leer y pensar, empezaron ya a tener sentimientos de independencia personal y a sentir propensiones de sacudir los yugos que se les tenían impuestos por la servidumbre colonial. Este sentimiento vago en hombres apenas iniciados en la civilización debía producir, y produjo de pronto, luchas empeñadas entre las masas y sus antiguos directores. El Clero pretendía mantener el antiguo predominio, y las masas le rehusaban aun la consideración debida a su ministerio y los medios de vivir que, aunque vejatorios y mal calculados, le aseguraban las leyes. Esto agrió los ánimos y produjo mil disputas entre los curas y ayuntamientos que se han prolongado hasta hoy, y no podían ni podrán terminarse sino por arreglos que definan de un modo claro y preciso los derechos y obligaciones de unos y otros, y que asignen a los curas otros medios de subsistir que los derechos parroquiales sancionados por la ley civil.

Desde los primeros días de la Independencia se empezaron también a advertir tendencias bien marcadas a la reforma de la educación científica y literaria; pero estas tendencias, lejos de emanar de la generalidad, como sucedía en la educación primaria, no eran ni aun de la mayoría, que preocupada por el espíritu de rutina, tan propio de la pereza y desconfianza característica a los Españoles, no conocía ni deseaba adelantos capaces de cambiar la marcha establecida. La minoría era la que deseaba y promovía débilmente estos cambios, de los cuales tampoco se tenía por entonces una idea precisa en orden a su naturaleza y resultados. Los primeros ensayos que en esto se hicieron fueron parciales y de importancia muy secundaria. Una imperfectísima enseñanza de derecho público constitucional en los colegios y universidades; un curso de economía política hecho por el doctor Mora a sus discípulos en el colegio de S. Ildefonso, y la variación del traje talar de los estudiantes, promovida por el mismo, fue todo lo que se hizo bajo el gobierno del general Iturbide. El Clero se declaró abierta y animosamente contra estos cambios, y por aquí empezó su resistencia al conjunto de principios y medidas emanadas de ellos, que constituyen el programa del progreso. Iturbide supo, sin embargo, mantener lo poco que se había hecho, y en todo esto manifestó más cordura que sus sucesores, que no acertaron a conservarlo. A la caída del imperio, el ministro universal D. José Ignacio García Yllueca comisionó al doctor Mora para que propusiese al gobierno un plan de reforma del colegio de S Ildefonso que sirviese de modelo para el nuevo arreglo de todos los establecimientos de igual naturaleza existentes en la República. Mora había trabajado algo sobre la materia desde que recibió igual comisión de la Junta Provisional de Gobierno en los primeros días de la Independencia, y el plan que presentó, aunque menos malo que lo que existía, era todavía imperfectísimo.

Entre tanto Yllueca murió, y el ministerio que le sucedió, ya formalmente constituido y que dirigían D. Lucas Alamán y D. Pablo de la Llave, nombró una junta numerosísima para ocuparse de este asunto. Más de cuarenta personas se reunieron en palacio a una sesión que se tuvo a fines de agosto de 1823, y acordaron nombrar de entre ellas una comisión que se encargase de formar un plan general de estudios, para presentarlo a la junta. La comisión tardó más de dos años en este trabajo, que no era sino una repetición del plan aprobado en las Cortes Españolas, absolutamente impracticable, porque casi todas sus disposiciones versaban sobre ramos de enseñanza de grande utilidad en naciones muy avanzadas en la civilización, pero sin objeto en las que sólo se hallan iniciadas en ellas. La junta no se volvió a reunir, ni aun siquiera para que se le diese cuenta con los trabajos de su comisión, y el plan quedó como debía quedar, en nada; por la sencilla y eficacísima razón de que no había dinero para pagar los profesores, destinados a realizarlo, ni discípulos para aprender lo que en él se prometía enseñar. D. Pablo de la Llave fue el autor de esta reforma fantástica, que como todas las de su clase acabó por introducir el desaliento aun en los más animados y hacer que el negocio se sepultase en el olvido hasta 1830, en que volvió a tratarse de él.

Sin embargo, los Estados impulsados por las obligaciones que les imponía la forma de gobierno y los particulares estimulados por las exigencias y necesidades sociales, emanadas de la naturaleza misma de una sociedad progresiva, no dejaron estacionario este ramo en tan largo período. Puebla, Oaxaca, Mechoacán, Nuevo León y Durango poco pudieron hacer, porque no parecía regular crear colegios nuevos existiendo los antiguos; y de éstos, dependientes algunos de las mitras, y regenteados los otros por el Clero, oponían la resistencia más obstinada a todo género de innovación. No fue así en Guanajuato, S. Luis, Zacatecas, Veracruz y Tamaulipas, donde no había colegios o sólo existían de nombre: los establecimientos de educación fueron de menos lujo, imperfectísimos, porque no podía ser otra cosa en los primeros ensayos; pero muy superiores a los antiguos, entre otras razones, por hallarse menos sometidos a la influencia del Clero y despejados de los vicios característicos de la antigua organización monástica. En Jalisco, aunque su capital lo es de obispado y había en ella universidad más regularmente constituida que la de México; las resistencias fueron comprimidas, la universidad se abolía y se estableció un instituto científico y literario por la voluntad enérgica del famoso Prisciliano Sánchez, gobernador de aquel Estado y uno de los pocos genios creadores que ha tenido la República mexicana. Este ilustre ciudadano era oriundo de una familia oscura y pobre, su educación fue descuidada, y como Sixto V empezó su carrera por donado de un convento: Sánchez no era de esos charlatanes que hablan de reformas sin conocer las exigencias que las demandan y los resultados que por ellas deben procurarse; dotado de talento claro para conocer lo que debía querer y de voluntad enérgica para ejecutarlo, jamás se equivocó en sus resoluciones, ni éstas dejaron una sola vez de ejecutarse, o dar un resultado diverso del que se procuraba y prometía; sus ideas políticas fueron siempre de progreso y su conducta la de un hombre de conciencia que no se contenta con opinar, sino que obra con actividad y perseverancia en conformidad con sus opiniones, cuando por las leyes y por la elección de sus conciudadanos es llamado al ejercicio de la autoridad pública; adversario, por principios y sin animosidad, de las pretensiones del Clero, atacó y dio golpes fuertes a la corporación, sin ofender personalmente a sus individuos, en los cuales supo lo que no es frecuente, respetar el carácter y derechos del ciudadano. Sus enemigos, con menos filosofía y más pasiones, lo han calumniado hasta más allá del sepulcro. El furor sacerdotal y el de los devotos aún no dejan en reposo su memoria, que es y será grata a la patria y a los amigos de la libertad pública.

El instituto de Jalisco fue el ensayo más feliz y perfecto que por entonces se hizo, no sólo para despejar de todos sus vicios la educación y la enseñanza, sino para introducir los nuevos métodos que facilitan la una y la otra en los países adelantados en la civilización. Si Sánchez hubiera vivido un poco más, este establecimiento habría rendido frutos más perfectos y abundantes; pero sus sucesores desgraciadamente no contaban con sus cualidades, ni atinaron a seguir la marcha que había emprendido. Frío en sus pasiones e invariable en sus designios debe ser un reformador: atacar vigorosamente las instituciones y dejar a salvo los derechos de las personas, entre los cuales ocupa un lugar muy preferente el de quejarse; debe ser su regla de conducta, ¿tuvieron lo uno y se conformaron a la otra los sucesores de Sánchez? Nuestra opinión es que no. El instituto, aunque no en el estado perfecto de su fundación, se conservó hasta 1834, en que la reacción de la oligarquía militar y sacerdotal, mucho más brutal en Jalisco que en el resto de la República, dio en tierra con este establecimiento, como lo hizo con cuanto bueno se había hecho, para restablecer la Universidad e instituciones análogas.

El pueblo mexicano, cuya juventud no había recibido notables adelantos de educación y enseñanza en los establecimientos públicos, por los motivos indicados, los recibió y continúa recibiendo muy grandes en los pupilajes o pensiones de los particulares. Estas casas de educación, libres de los obstáculos y resistencias, que opone la rutina a todo género de mejoras, han podido ensayar y establecer con más libertad y éxito más seguro los nuevos métodos de educación y enseñanza, que encuentran resistencias tan formidables en los establecimientos públicos. Las pensiones bastante comunes en Europa eran en México casi desconocidas: había pupilajes, es verdad, pero sólo para la enseñanza de primeras letras y no para los elementos de las ciencias como lo son actualmente estos establecimientos. Desde el año de 1824 los Mexicanos y una multitud de institutores e institutrices franceses comenzaron a establecerlos, y desde entonces hasta hoy las pensiones han ido constantemente en progreso por su número y perfección. En la ciudad de México y en las capitales de los Estados se han creado muchas, y más o menos en todas ellas se han ensayado los nuevos métodos, con éxito siempre favorable a la juventud de ambos sexos, que por su posición social se halla en estado de recibir una educación más cuidada. Esto ha ido insensiblemente desterrando los vicios de la antigua educación y preparando los elementos de una clase media, que quedará formada en la próxima generación y que hace tanta falta en la presente. Los hombres que no pueden ni deben hacer una profesión de las ciencias y de la literatura, pero que deben influir en el estado social por el lugar que en él ocupan sus familias, sin una instrucción clásica, que no es necesaria para los usos ordinarios de la vida, podrán fácilmente adquirir la cordura y buen juicio que dan los conocimientos elementales y el buen uso y ejercicio de su razón, inspirado en semejantes establecimientos. Estos saludables efectos se obtendrán y se obtienen ya en poco tiempo, por la perfección de los métodos, de manera que a los trece o catorce años de edad, los jóvenes de ambos sexos pueden volver a su familia para dedicarse a las ocupaciones serias, que formarán su estado para el resto de la vida.

En 1830 la decadencia de los Colegios y Universidad era ya tan visible, que la administración retrógrada de aquella época no pudo ya desentenderse de ella. El Sr. Alamán propuso e inició a las cámaras en su memoria de aquel año, un plan de reformas mucho más realizable que el que había abortado la acalorada imaginación del Sr. Llave. El mérito principal de este trabajo consistía en la división y clasificación de la enseñanza repartida en tantas Escuelas, cuantos eran los ramos que debían constituirla: en el establecimiento de la enseñanza de ramos antes desconocidos y sin objeto en el sistema colonial, pero indispensables a un pueblo que debía ya gobernarse por sí mismo y tener lo que se llama hombres de Estado; en la supresión de una multitud exorbitante de cátedras de teología, que se pasaban años enteros para que tuviesen un cursante, y eran de hecho en los más de los Colegios absolutamente inútiles; y, por último, en la dedicación exclusiva de cada Colegio a un solo ramo de enseñanza, o a los que con él tuviesen alguna relación. Los defectos del proyecto eran muchos y visibles: nada se hablaba en él de la suerte que debía correr la universidad a la cual se dejaba de hecho sin destino; no se consolidaba un fondo para pagar la enseñanza, ni se aumentaba el que existía insuficientísimo por sí mismo; finalmente, tampoco se trataba en él de facilitar a las masas los medios de aprender lo necesario para hacerlas morales y despertar en ellas los sentimientos de dignidad personal y de laboriosidad, que tan interesante es procurar a la última clase del pueblo mexicano.

Si el formar un plan en el que nada se ha inventado, y en el cual ha empezado por olvidarse el interés de las masas, el primero entre los nacionales; si el proponerlo a una asamblea, cuyas opiniones e intereses se hallan en diametral oposición con semejante iniciativa, sin tener los medios de superarlos o conciliarlos con él; finalmente, si el manifestar deseos, que no pasan de tales, de arreglar la educación nacional es un título a la gratitud pública, el Sr. Alamán es sin duda acreedor a ella en consorcio de una multitud de proyectistas que han hecho lo mismo que él. Sin embargo, hay ciertos hombres que son un poco difíciles en acordar esta recompensa nacional a las veleidades de los simples proyectistas, reservándola a hechos más positivos, cuales serían el haber puesto mano a la obra y luchado cuerpo a cuerpo con las dificultades que presenta y presentará siempre toda reforma: querer el bien y los adelantos del país, sin meterse en las dificultades que cuesta lograrlo, es una disposición que, a fuerza de común entre los hombres, se cuenta por poco menos que nada, y apenas puede figurar en última línea entre el desempeño de las obligaciones de un servicio ordinario; ¿a qué hombre habrá faltado este deseo, o mejor dicho, quién no lo habrá tenido muchas veces en el curso de la vida? Sin embargo, como las cosas no mejoran por simples deseos, que las dejan estarse como se estaban, muy pocos son los que pretenden hacerse recomendables por este género de servicios. El proyecto Alamán quedó sin efecto, como sucederá siempre que se quieran fundir elementos refractarios, y que se hallan en abierta y natural oposición. Los doctores de las cámaras discutieron el plan en sus comisiones y lo hallaron detestable; la Universidad y el Colegio de Santos, con quienes se consultó, preguntaron la suerte que se les preparaba, y nada pudo respondérseles; de los demás Colegios cada uno lo quería todo para sí, dejando para los otros lo que él mismo desdeñaba. El ministro autor de la iniciativa no pudo entenderse consigo mismo, ni con los elementos discordes que debían concurrir a la confección de su proyecto y que incautamente había querido reunir; así se formó un embrollo tal que nadie pudo ya desenredar, y todos de común acuerdo acabaron por abandonar el proyecto, y aun la discusión del punto, dejando los establecimientos en el estado en que se hallaban, es decir, caminando precipitadamente a su ruina.

En esto vino la revolución de 1833, y con ella la administración del Sr. Farías, en la que se hablaba poco, pero se procuraba hacer mucho. En ella no tuvieron cabida los charlatanes (hecha siempre la debida excepción de D. José Tornel, que entró como lacayo del presidente Santa Ana cubierto con la librea de la casa): los hombres positivos fueron llamados a ejecutar las reformas, especialmente de educación; se pusieron a contribución las luces de los tímidos que no saben más que desear y proponer; y se emplearon imparcialmente tomándolas de todos lados las capacidades que pudieron encontrarse. En esto pudo haber habido y de facto hubo algunas equivocaciones, pero nadie dudó entonces ni después, de la sanidad de intención.

Instalada la comisión del plan de Estudios, con las mismas personas que más adelante formaron la Dirección general de instrucción pública, se ocupó ante todas cosas de examinar el estado de los establecimientos existentes destinados al objeto. La Universidad se declaró inútil, irreformable y perniciosa: inútil porque en ella nada se enseñaba, nada se aprendía, porque los exámenes para los grados menores eran de pura forma, y los de los grados mayores muy costosos y difíciles, capaces de matar a un hombre y no de calificarlo; irreformable porque toda reforma supone las bases del antiguo establecimiento, y siendo las de la Universidad inútiles e inconducentes a su objeto, era indispensable hacerlas desaparecer sustituyéndoles otras, supuesto lo cual no se trataba ya de mantener sino el nombre de Universidad, lo que tampoco podía hacerse, porque representando esta palabra en su acepción recibida, el conjunto de estatutos de esta antigua institución serviría de antecedente para reclamarlos en detall, y uno a uno como vigentes; la Universidad fue también considerada perniciosa porque daría como da lugar a la pérdida de tiempo y a la disipación de los estudiantes de los Colegios que, so pretexto de hacer sus cursos, se hallan la mayor parte del día fuera de estos establecimientos únicos en que se enseña y se aprende. Se concluyó, pues, que era necesario suprimir la Universidad. El Colegio de Santos, que por su institución debía ser una especie de foco en que deberían reunirse las capacidades científicas y literarias, para después tomarla de allí y emplearlas en el servicio público, no podía ya desempeñar este loable objeto, por la sencillísima razón de que las capacidades del país no podían caber, ni tampoco querían ya reunirse en él. Esto último es un hecho práctico y que no admite ya duda: después de la Independencia no ha habido en él más personas notables que los señores D. Juan Quintero y D. Antonio Calderón, los demás no pueden contarse en este número, y jamás han podido desde entonces estar llenas las plazas vacantes de dotación, porque las personas que se presentaban a solicitarlas no reunían las circunstancias requeridas al objeto, que tenía también el inconveniente, mientras fue efectivo, de ser una especie de monopolio proscrito en España, por los primeros hombres de Estado en el reinado de Carlos III.

Las instituciones de los demás Colegios fueron consideradas bajo tres aspectos: la educación, la enseñanza y los métodos, y todo se creyó defectuoso en sus bases mismas.

La educación de los colegios es más bien monacal que civil: muchas devociones más propias de la vida mística que de la del cristiano; mucho encierro; mucho recogimiento, quietud y silencio, esencialmente incompatibles con las facultades activas propias de la juventud, y que deben procurar desarrollarse en ella; muchos castigos corporales, bárbaros y humillantes, entre los cuales a pesar de las prohibiciones, no dejan de figurar todavía los azotes y la vergonzosa desnudez que debe por el uso precederlos y acompañarlos. Al educando se le habla mucho por los eclesiásticos sus institutores, de los deberes religiosos, de las ventajas y dulzuras de la vida devota; se le pone a la vista y se le recomienda para imitar los hechos de las vidas de los santos, que son por lo común eclesiásticos; se le insinúan de la misma manera, y sin hacer la debida distinción, los deberes de la vida del cristiano y los consejos evangélicos que constituyen la devoción. Nada se le habla de patria, de deberes civiles, de los principios de la justicia y del honor; no se le instruye en la historia, ni se le hacen lecturas de la vida de los grandes hombres, a pesar de que todo esto se halla más en relación con el género de vida a que están destinados la mayor parte de los educandos. Hasta los trajes contribuyen a dar el aspecto monástico a instituciones que no son sino civiles: el manto del educando se diferencia muy poco de la cogulla del monje, y tiene entre otras la desventaja de todos los talares, de contribuir al poco aseo y al ningún gusto en vestirse que manifiestan los que lo portan, cosas todas que hoy tienen una importancia real en la sociedad culta y en la estimación de las personas con quienes debe vivirse. Este conjunto de preceptos, ejemplos, documentos, premios y castigos que constituye la educación de los Colegios, no sólo no conduce a formar los hombres que han de servir en el mundo, sino que falsea y destruye de raíz todas las convicciones que constituyen a un hombre positivo. El que se ha educado en Colegio ha visto por sus propios ojos que de cuanto se le ha dicho y enseñado, nada o muy poca cosa es aplicable a los usos de la vida ordinaria; que ésta reposa bajo otras leyes que le son desconocidas, de que nada se le ha hablado, y que tienen por bases las necesidades comunes y ordinarias que jamás son el objeto del estudio y se hallan, por lo mismo, abandonadas a la rutina. Esto lo conduce naturalmente a establecer una distinción entre lo que se enseña y lo que se obra, o como se dice entre nosotros, la teoría y la práctica. La primera se hace consistir en ciertos conocimientos capaces sólo de adornar el entendimiento, y que se da por averiguado no son susceptibles de un resultado práctico; ella sirve para charlar de todo y no se la cree buena para más. La segunda, es decir, la práctica, se hace consistir en la manera de obrar establecida de años y siglos atrás en determinados casos y circunstancias, sin examinarla ni creerla susceptible de mejoras y adelantos. He aquí el origen del charlatanismo de México y de las gentes que se han encargado de gobernarlo, que son por lo general los que se han educado en los colegios; acostumbrados a hablar de mejoras sólo para lucir lo que se llama talento, jamás se ocupan de ejecutarlas, porque las tienen por ideales e imposibles, y se atienen a la rutina, que es lo que bien o mal les ha servido de regla práctica de conducta. Por esto se suele encontrar más sensatez entre los hombres que no han recibido semejante educación, y tienen por otra parte buen juicio; pues estos últimos toman seriamente los principios de progreso, cuando para los otros tal teoría no es sino un objeto de ostentación y habladuría. El estado del país, después de la Independencia, ha recibido sobre este punto mejoras considerables, en ninguna manera debidas a la educación de los Colegios que no han hecho otra cosa que retardarlas y entorpecerlas.

La enseñanza de los Colegios no se halló mejor que la educación que en ellos se recibe: muchas materias que en otra época ha sido interesante aprender, porque su conocimiento era conforme a las exigencias de entonces, hoy no pueden ser asunto de una enseñanza general, porque no tienen objeto sino respecto de una muy corta parte de la población, o lo que es lo mismo, porque el interés que inspiran lejos de ser general es puramente parcial. Los estudios teológicos y canónigos son de esta clase, y las instituciones científicas y literarias de los Colegios están todas calculadas con el fin y bajo el objeto de disponer a ellos. Todo, pues, está subordinado al designio de formar buenos teólogos y canonistas, y como esta clase de sabios hoy no tiene ni puede tener más objeto que el del servicio eclesiástico, que no puede ser la profesión, sino de una fracción muy corta de los que estudian y deben estudiar, claro es que un método de enseñanza que tiene por fin y objeto difundir este estudio, se halla dislocado de las necesidades comunes y fuera de la marcha social. En este punto la marcha de las cosas ha sido más poderosa que la fuerza de las antiguas instituciones: a pesar de que en las instituciones de los Colegios, las gracias, los favores y los medios de aprender se prodigaban y prodigan a los que se dedican al estudio de la teología, las cátedras de esta facultad de algunos años atrás se hallan casi enteramente desiertas, y si son cursadas las de derecho canónico, es porque en ellas bien o mal se enseña el derecho civil romano.

Al mismo tiempo que en los Colegios hay redundancia de enseñanza no necesaria, hay falta absoluta de ella para ciertos ramos de que la sociedad actual no puede pasarse, y hay sobre todo repugnancia muy pronunciada para que ésta se establezca. Ni el derecho patrio, ni el político constitucional, ni la economía política, ni la historia profana, ni el comercio ni agricultura tienen cátedras para aprenderse, ni son enseñadas en México por principios. Esta clase de conocimientos indispensables para el curso de la vida se hallan librados entera y exclusivamente a la rutina, y son vistos con un cierto género de menosprecio originado de la profunda ignorancia de nuestros sabios mexicanos. ¿Cómo, pues, no ha de haber la más grande escasez de hombres públicos en un país que tanto los necesita? ¿Cómo podrán ser bien administrados los negocios del país en el interior, y ser la República representada en el exterior con la dignidad que corresponde, por hombres frívolos y ligeros, que no se penetran de la seriedad de los asuntos y pretenden tratarlos por los principios de la polémica escolástica? Así es como la dignidad del país se ha visto más de una vez comprometida, por las torpes mentiras y ridículas pretensiones de un ministro plenipotenciario abogado de Colegio, y de un aprendiz de estudiante su secretario. Ha habido y hay en el país algunos hombres públicos que le hacen honor, educados en los Colegios; pero no por eso, sino sin embargo de eso: más claro, estos hombres que han sido y son capaces de servir al público; para ponerse en estado de hacerlo, han debido comenzar y han comenzado por olvidar la mayor parte de lo que se les hizo aprender, y por buscar en sí mismos y en sus propias reflexiones lo que sería inútil esperar de los vicios de su educación; además, estos hombres de contingencia no abundan, y convendría multiplicarlos por los medios infalibles de otra educación mejor sistemada que los produciría. Pero todas estas faltas y vicios de la enseñanza desaparecen cuando se considera que, no hace quince años, la voz pública de los maestros y estudiantes de los Colegios destinaba exclusivamente al estudio de la medicina aquella porción de alumnos que por su incapacidad no habían podido aprender nada en los cursos de filosofía. Afortunadamente para la humanidad, algunos jóvenes de mérito resistían a esas seducciones de Colegio; pero cuando esto sucedía, se lloraba la suerte de los que iban a sepultar en este estudio los talentos que los habrían hecho brillar en el de la teología. Y ¿cuál era el estudio de la medicina? En los Colegios ninguno: en la Universidad había algunas cátedras en que se daban lecciones puramente especulativas, reducidas no pocas veces a la lectura de un libro que el catedrático decía ser de un autor célebre. Nada de estudio de las ciencias auxiliares o preparatorias, como la química, la botánica, etc., etc.; nada de disecciones anatómicas, de clínica, de examen del cuerpo viviente o de los cadáveres; nada, en fin, de cuanto hay en Europa, y aún no basta para constituir un perfecto y verdadero médico.

En orden a los métodos de enseñanza, no había otros que el de elegir un autor con la reciente fecha de cincuenta a cien años de atraso, cuyas doctrinas se explicaban bien o mal por el catedrático, y se sostenían aun contra la misma evidencia. Este hábito de dogmatismo, que no es propio sino de las materias religiosas, se extendía y se extiende a ramos que son susceptibles de aumento o perfección en la sustancia y en el modo. De esta manera se falsea y desnaturaliza la enseñanza, que es para conocer la verdad, y se engendra el espíritu de disputa y altercación, que aleja de este fin esencial a la juventud, la excita a ser querellosa y la prepara para ser pendenciera. Pero nada más irracional que contar los castigos entre los medios de enseñanza. ¿Qué es lo que se trata determinar en el hombre por los castigos, la voluntad o el entendimiento? Si lo primero es un acto de barbarie, pretender que la elección de una de las profesiones más nobles, cual es la de literato, sea iniciada o elegida por medios tan brutales como son los del apremio, especialmente si éste es corporal; si lo segundo, es decir, el entendimiento, ¿a quién puede ocurrirle que el apremio sea medio proporcionado para dar capacidad a quien se la negó la naturaleza, o ensanchar la esfera de quien la tiene limitada? Sin embargo, el irracional proloquio de que la letra con sangre entra, que ha servido de regla de conducta a nuestros antepasados, es todavía reclamado y puesto en acción con bastante frecuencia por nuestros nuevos institutores, y se ve gemir a jóvenes de una inocente incapacidad bajo el peso de castigos no merecidos. Éste era entonces, y es ahora con pocas e inconducentes diferencias, el estado de la educación y la enseñanza en la Universidad y los Colegios, exceptuados los de Minería y S. Gregorio. Si a esto se añade que de los trescientos sesenta y cinco días del año; en vacaciones, vacacioncitas, días de fiesta de todas cruces, asuetos, asistencias a fiestas o funciones religiosas, a actos literarios, procesiones o entierros, se empleaban más de doscientos días, se verá la enorme pérdida de tiempo que había en la juventud, para recibir esta poco útil y muy viciosa educación; pérdida que, alejando el término de la carrera de estudios, inutilizaba las disposiciones de los jóvenes para las ocupaciones laboriosas y positivas, que deben seguir a la educación y que no se hallan en buen estado sino entre los quince y veinticinco años.

Todos estos males existían en la educación, y refluían en la sociedad; su remedio, pues, era tan urgente como ejecutivo y no podía ya diferirse. La comisión partió de esta exigencia social, que hoy nadie pone en cuestión, y se fijó en tres principios: 1.º Destruir cuanto era inútil o perjudicial a la educación y enseñanza; 2.º Establecer ésta en conformidad con las necesidades determinadas por el nuevo estado social; y 3.º Difundir entre las masas los medios más precisos e indispensables de aprender. Esto era lo necesario, y sobre todo lo asequible por entonces, condiciones indispensables en cualquier proyecto que se pretenda realizar; lo demás lo daría el tiempo, la experiencia y las nuevas necesidades del orden social, a las cuales no sería difícil acudir una vez sentadas las bases en conformidad con este orden mismo. El gobierno comenzó por pedir al congreso la autorización necesaria para el arreglo de la instrucción pública, y una vez obtenida ésta por el decreto de 19 de octubre de 1833 se procedió a abolir la Universidad y el Colegio de Santos, que se consideraron, este último como inútil y la otra como perjudicial; se declararon también abolidos los estatutos y suprimidas las cátedras de enseñanza de los antiguos Colegios por las razones que lo fue la Universidad; se declaró que la educación y la enseñanza era una profesión libre como todas las demás, y que los particulares podían ejercerla sin necesidad de permiso previo, bajo la condición de dar aviso a la autoridad local y de someter sus pensionados o escuelas a los reglamentos generales de moralidad y policía. Por la supresión de los antiguos establecimientos, se precavían las resistencias y obstáculos que semejantes cuerpos opondrían a la nueva marcha, y con las cuales, supuesta su existencia, era necesario contar; con la libertad de la enseñanza se removían los obstáculos de todo género que supone el permiso previo de enseñar, y son indefectibles en él. Verdad es que una multitud de escuelas enseñarían mal a leer y escribir, pero enseñarían, y para la multitud siempre es un bien aprender algo ya que no lo pueda todo. Que los hombres puedan explicar, aunque defectuosamente, sus conceptos por escrito y que puedan, de la misma manera, encargarse de los de otros expresados por los caracteres de un libro o manuscrito es ya un progreso, si se parte como se partía en México de la incapacidad de hacerlo que tenía la multitud en un estado anterior; esto y no otra cosa era lo que se buscaba por la libertad de la enseñanza, y esto se ha obtenido y se obtiene todavía por ella misma.

Esto no quiere decir que el gobierno se desentendía de dar directamente una enseñanza expensada por los fondos públicos, y sistemada por la autoridad suprema: lejos de eso se extendió un plan que también se llevó a debida ejecución, el cual si no es una obra absolutamente perfecta, como no lo puede ser ninguno para empezar, contiene todos los principios elementales de una buena educación y las bases de una enseñanza científica, literaria y artística, proporcionadas a las necesidades y exigencias del estado actual de la Sociedad. Las bases orgánicas de este plan son: una Dirección general de donde partan todas las medidas relativas a la conservación, fomento y difusión de la educación y enseñanza; un fondo público formado de los antigua y nuevamente consignados al objeto, administrado, conservado e invertido bajo la autoridad de la expresada Dirección; para cada uno de los ramos principales de la educación científica y literaria, y para los preparatorios un colegio, escuela o establecimiento; una inspección general para las escuelas de primeras letras, normales, de adultos y niños de ambos sexos, de las cuales debía haber por lo menos una en cada parroquia; un establecimiento o escuela de bellas artes; un museo nacional; y una biblioteca pública.

La dirección general, como lo indica su nombre, estaba exclusivamente encargada de la parte directiva, económica y facultativa de la educación y enseñanza pública. Este cuerpo, que no tenía equivalencia en el antiguo sistema de estudios, era necesario para la subsistencia del nuevo; de otra manera debería suceder lo que ha sucedido y sucede con los establecimientos de educación y enseñanza, es decir, que no son atendidos, ni vigilados, ni conservan entre sí la uniformidad y armonía de métodos y doctrina, que es indispensable en este ramo cuando es pagado de los fondos públicos, y que no puede obtenerse sino partiendo de un centro directivo que no se ocupe de otra cosa. El gobierno no puede ser este centro, así porque los miembros del gabinete no son necesariamente facultativos, como porque ocupados en otros negocios, para cuyo desempeño aún no es bastante toda su aplicación, no pueden tener el tiempo ni la voluntad de ocuparse de este que es vastísimo y exige un cuidado y dedicación especial. Las facultades de la dirección eran en lo general lo que debían ser, para poder desempeñar su objeto en beneficio público: la conservación de las bibliotecas, museos y demás depósitos de instrumentos, máquinas o monumentos de las ciencias, literatura, antigüedades y bellas artes; el establecimiento, conservación y perfección de las materias de enseñanza y de los medios para facilitarla; la vigilancia sobre los establecimientos públicos; la recepción de los candidatos para los grados académicos; el nombramiento de profesores de enseñanza y la propuesta al gobierno para el de los directores y subdirectores de los establecimientos; finalmente, la inversión, cuidado y vigilancia del fondo y de los caudales destinados a la instrucción pública. Acaso habría sido conveniente más adelante cambiar o disminuir la extensión de estas facultades, que podrían parecer excesivas; pero en los primeros momentos en que todo estaba por crear, era necesario conservarlas en toda su integridad, si realmente se quería establecer algo. Las contradicciones, las resistencias y los obstáculos de todo género, que debía amontonar y amontonaba el espíritu de partido contra esta clase de innovaciones, no podían ser superadas sino por un cuerpo destinado exclusivamente al efecto, con el poder necesario para lograrlo, y que sería inútil procurarlo por otros medios diversos del ejercicio de semejantes facultades.

El fondo público destinado al sostenimiento de la instrucción nacional expensada por el gobierno se formó de los fondos particulares de cada uno de los antiguos establecimientos y de las consignaciones de diversas fincas ocupadas, de una manera poco legal, al duque de Monteleone, que tampoco tenía títulos legítimos para reclamarlas como propietario. Este fondo, constituido de la manera que lo fue por la ley del 24 de octubre de 1833, era suficiente para cubrir los gastos de la nueva organización de la enseñanza, y fue adelantado y administrado con pureza por los cuidados de D. Pedro Fernández del Castillo, tesorero de la instrucción pública. La consolidación de este fondo fue un motivo de discordia, aun entre los que debían procurarla como miembros de la dirección, y más adelante fue una de las causas que contribuyeron a derribar el edificio levantado a tanta costa; pero ella era necesaria, así para la unidad y regularidad de la administración, como para la economía en los gastos, que era inconciliable con la multitud de pequeñas administraciones que suponían la multiplicidad de oficinas, de dependientes, de mayordomos y de cuentas. Ella era también necesaria para que de hecho desapareciesen los pretendidos derechos de los antiguos establecimientos abolidos ya por la ley.

Los establecimientos de enseñanza se constituyeron bajo de nuevas bases en todo diferentes de las antiguas. El primer objeto que se propuso la administración fue sacarlos del monopolio del Clero, no sólo por el principio general y solidísimo de que todo ramo monopolizado es incapaz de perfección y adelantos, sino porque la clase en cuyo favor existía este monopolio es la menos a propósito para ejercerlo en el estado que hoy tienen y supuestas las exigencias de las sociedades actuales. Los conocimientos del Clero más que los de las otras clases, propenden por su naturaleza al estado estacionario, o lo que es lo mismo, dogmático. Los eclesiásticos que hacen y deben hacer su principal estudio de la religión, en la cual todo se debe creer y nada se puede inventar; contraen un hábito invencible de dogmatizar sobre todo, de reducir y subordinar todas las cuestiones a puntos religiosos, y de decidirlas por los principios teológicos. Esta inversión de principios, fines y medios extravía completamente la enseñanza, convirtiendo en fuentes de todos los conocimientos humanos las que deben sólo serlo de los principios religiosos. Así en lugar de crear en los jóvenes el espíritu de investigación y de duda que conduce siempre y aproxima más o menos el entendimiento humano a la verdad, se les inspira el hábito de dogmatismo y disputa, que tanto aleja de ella en los conocimientos puramente humanos. El joven que adopta principios de doctrina, sin conocimiento de causa, o lo que es lo mismo, sin examen ni discusión; el que se acostumbra a no dudar de nada y a tener por inefable verdad cuanto aprendió; finalmente, el que se hace un deber de tener siempre razón y de no darse por vencido aun de la misma evidencia, lejos de merecer el nombre de sabio no será en la sociedad sino un hombre pretencioso y charlatán. ¿Y podrá dudarse que produce este resultado la enseñanza clerical recibida en los colegios? ¿No se enseña a los estudiantes a conducirse de este modo en las cátedras, en los actos públicos y privados, para obtener los grados académicos, o las canonjías de oposición? En efecto, la disputa y la obstinación y terquedad, sus compañeras inseparables, son el elemento preciso y el único método de enseñanza de la educación clerical; él comienza con los primeros rudimentos, y no acaba sino con la vida del hombre, que continúa en el curso de toda ella, bajo el imperio del sistema de ideas que se ha formado, de cuya verdad es muy raro llegue a dudar. De aquí nace la aversión con que se ve toda reforma y la resistencia obstinada a toda perfección o mejora; de aquí el atraso de las ciencias y el desdén con que se ve toda enseñanza en que no hay disputa; de aquí, en fin, ese charlatanismo universal que es la plaga de la República y esas pretensiones inmoderadas de reglar el mundo y la Sociedad, por los principios aprendidos en los Colegios, que nada tienen de común con lo que se pasa en el uno y con lo que es indispensable saber para regir la otra.

En cuanto a la educación, ya se ha hecho ver antes que el Clero ni da ni puede dar otra que la monástica, o alguna que más o menos se le parezca; y siendo, como es ésta, incompatible, o a lo menos inconducente, a formar hombres que deben vivir en el mundo y ocuparse de otras cosas que de las prácticas de los claustros, claro es que era necesario exonerar a la clase eclesiástica de este trabajo y de prestar a la Sociedad un servicio que no lo era. Hombres más a propósito fueron llamados a hacerlo tomándolos indistintamente de todas las clases de la Sociedad y de todos los partidos políticos.

La educación disciplinaria, moral y doméstica se procuró que fuese arreglada, pero sin exageración. De los alumnos se exigió el cumplimiento de los deberes religiosos y civiles, pero se tuvo el más grande cuidado en no imponerles otros que los que corresponden al común de los cristianos; porque si éstos se reputan suficientes para reglar la conducta de un hombre en el mundo, ¿por qué no han de tener el mismo efecto, respecto del joven que reside en un Colegio? Hoy ya no es materia de duda que la multiplicidad de obligaciones no necesarias es destructiva de la moral, porque acostumbra al hombre a confundir los deberes facticios con los esenciales, y a faltar lo mismo a los unos que a los otros, aumentándose como se aumentan las ocasiones de hacerlo, según crece o se aumenta el número de los preceptos. En el número de las obligaciones impuestas a los alumnos no se comprendió nada que tendiese a extinguir la fogosidad y el principio de la vida activa tan natural y desarrollada en la juventud; así, pues, no se prohibió a los alumnos correr, gritar, etc., sino en las horas de distribución, que tampoco se pusieron de una manera tan seguida, que no les dejase tiempo para descansar y entregarse a los recreos propios y característicos de su edad. Los antiguos institutores de los Colegios incurrieron en este punto en gravísimos errores, queriendo que los jóvenes, y aun los niños, tuviesen la seriedad y el reposo de un hombre maduro, y para lograrlo no se detuvieron en proceder por vía de castigos muy duros para semejantes faltas.

Los que en los nuevos establecimientos infringían los reglamentos no podían ser castigados sino con privaciones de goces permitidos; estas privaciones en las faltas más graves podían extenderse hasta la de la libertad por algunas horas; pero los castigos corporales fueron desterrados todos, y aun los de privaciones quedaron abolidos para las faltas de inteligencia o de memoria en el estudio de las lecciones, o en las explicaciones de las materias de enseñanza. Por estas providencias los profesores, privados del funesto derecho de castigar, recobraron la noble dignidad de la enseñanza, dejando el carácter de pedantes que envilecía sus nobles funciones; los alumnos pudieron ya ser más sensibles a los estímulos del honor y la vergüenza; y los regentes o directores de los establecimientos de educación perdieron el odioso carácter de verdugos que los hacía temibles y detestables a la juventud. Justo y muy justo era no recargar a los jóvenes con distribuciones muy penosas y seguidas; pero era imposible que el número de días de asueto continuase como hasta entonces, y fuese causa de una pérdida de tiempo equivalente cuando menos a la mitad del año. Por este principio se abolieron todas las asistencias a funciones literarias y religiosas exteriores a los Establecimientos, y en cada uno de éstos no se conservaron sino las precisas e indispensables: las vacaciones se redujeron a menor número de días; las vacacioncitas se hicieron desaparecer, y se previno que hubiese lecciones y cátedras todos los días del año, aunque fuesen festivos, menos los domingos y las principales fiestas del Señor y de la Virgen. Se suprimieron también los trajes talares como feos y deformes, como disonantes con el vestido común y ordinario de los demás ciudadanos, a cuya clase pertenecen los alumnos, como contrarios a la limpieza y como poco conformes con el hábito que deben contraer de vestirse bien y con gusto, los hombres destinados a vivir en una sociedad culta. Tampoco se les sustituyó uniforme ni distintivo ninguno, porque si estas cosas están bien en los países de categorías, de clases y distinciones, como son las monarquías de Europa, se hallan fuera de su lugar y son fuera de propósito en naciones republicanas, donde nada debe hacerse que destruya o debilite los hábitos y el principio de igualdad. Éstas fueron las mejoras y cambios más notables que se hicieron en el sistema moral y disciplinar de educación, y ellas hubieran naturalmente conducido a otras muchas que el tiempo y la experiencia habrían hecho conocer, si se hubiera continuado lo que se había comenzado.

En el sistema de enseñanza y en el modo de distribuirla hubo también cambios muy notables y bajo cierto aspecto totales. Una Universidad existía anteriormente de nombre, y muchas que lo eran realmente, pues en cada uno de los Colegios había cuanto era necesario para ser tenido y considerado como tal. En efecto, las Universidades tomaron en la Edad Media este nombre, porque en ellas se pretendía enseñar todo, y de facto se enseñaba lo poco o mucho que se sabía; posteriormente se dio ese nombre a los establecimientos en que se enseñaban diversas facultades, y bajo este aspecto los colegios de S. Ildefonso, del Seminario y de S. Juan de Letrán de México, eran otras tantas Universidades, tanto menos necesarias cuanto que en ellas se multiplicaba la enseñanza de teología y derecho canónico, que nadie o muy pocos querían estudiar, y escaseaba o faltaba del todo la de otros muchos ramos que son de necesidad indispensable y de aplicación práctica en el estado de la Sociedad. La regla, pues, que debía seguirse en la reconstrucción del nuevo edificio no podía ser dudosa: suprimir estas Universidades bastardas y formar Escuelas de cada ramo, como se hace en el resto del mundo literario; Escuelas en las cuales se enseñasen las materias que constituyen cada ramo, y fuesen examinados los que aspiran a obtener los grados académicos, o a ejercer alguna de las profesiones que la Sociedad no puede permitir, sino a personas instruidas en ellas y de aptitud calificada.

Bajo la influencia de esta idea y en consonancia con ella, se formaron seis Escuelas: la primera de estudios preparatorios, la segunda de estudios ideológicos y humanidades, la tercera de estudios físicos y matemáticos, la cuarta de estudios médicos, la quinta de estudios de jurisprudencia, y la sexta de estudios sagrados. A todas estas Escuelas se dio el nombre de Establecimientos, excluyendo de intento el de colegios, para que no sirviese de precedente a efecto de reclamar el uso o abuso de las rutinas establecidas en ellos.

La idea del primer Establecimiento fue de reunir en él la enseñanza de todos los conductores de las ciencias, o más claro, de todos los medios de aprender; así pues, se fijó en él el estudio de las lenguas sabias, antiguas y modernas, el del idioma patrio y los más notables de las antiguas naciones indianas, más por instrucción que por el uso que se haga de ellos en un país donde la lengua castellana es común a todos los miembros de la Sociedad. En el segundo Establecimiento se procuró reunir la enseñanza de cuanto, de una manera o de otra, contribuye al buen uso y ejercicio de la razón natural, o al desarrollo de las facultades mentales del hombre, y es conocido hoy en el mundo filosófico bajo el nombre de Ideología; así es que se reunieron en él los estudios metafísicos, morales, económicos, literarios e históricos. En el tercer Establecimiento se reunieron todos los estudios científicos, y fue dotado con cátedras, de matemáticas puras, de física, de historia natural, de química, de cosmografía, astronomía y geografía, de geología, de mineralogía; además, se consideró siempre como perteneciente a él el establecimiento de Sto. Tomás con sus cátedras de botánica y agricultura práctica, anexos los plantíos, y con la de química aplicada a las artes. Pocas variaciones y aumentos hubo que hacer en este Establecimiento, pues el antiguo Colegio de minería que le sirvió de base era una de las instituciones más útiles, perfectas y bien montadas que existían, debida en gran parte al ilustre mexicano D. Joaquín Velázquez de León. El cuarto Establecimiento, es decir, el de ciencias médicas, era y es una de las necesidades más ejecutivas del país, porque en él nada había ni hay que pueda llamarse una Escuela de medicina: en él se establecieron cátedras para la enseñanza, de anatomía general descriptiva y patológica, de fisiología e higiene, de patología interna y externa, de materia médica, de clínica interna y externa, de operaciones y obstetricia, de medicina legal, de farmacia interna y externa. En este Establecimiento se procuró que la enseñanza fuese toda experimental y práctica, y al efecto se le destinó el convento de Belén próximo al hospital de S. Andrés, se mandó establecer un gabinete de disección y cuanto podía ser necesario para hacer este estudio lo más práctico posible. Este Establecimiento fue el único, que por los esfuerzos y generosidad de sus profesores, sobrevivió algunos meses al vandalismo de la oligarquía militar y sacerdotal, que permitió continuase sin fondos con que pagar, no ya a los profesores, pero ni aun para hacer los gastos más pequeños; sin embargo, esta tolerancia no duró mucho y acabó por reemplazar la Escuela de Medicina con un convento de monjas. El quinto Establecimiento, destinado a estudios jurídicos, fue dotado de las cátedras de derecho natural de gentes y marítimo, de derecho político constitucional, de derecho romano, de derecho patrio y de elocuencia forense; así se llenaron en este ramo no todos los vacíos, sino los más principales que se notaban en la antigua enseñanza. La perfección como en todas las obras humanas habría venido con el tiempo. El sexto Establecimiento abrazaba los principales ramos que constituyen los estudios sagrados: historia sagrada del antiguo y nuevo testamento, fundamentos teológicos de la religión, exposición de la Biblia, estudios de concilios padres y escritores eclesiásticos, y de teología práctica o moral cristiana, fue lo que se acordó enseñar en él. Como la Religión reposa toda sobre hechos, su estudio es y debe ser innecesariamente histórico y crítico. Este medio de estudiar y conocer la Religión es más pacífico e instructivo, y él ha sido generalmente adoptado en el mundo católico, desde que la creencia religiosa ha dejado de ser atacada con sutilezas, y lo ha sido por hechos, que si no son bien conocidos, tampoco podrán ser explicados.

Éstas fueron las bases constitutivas de cada Escuela de enseñanza, y si en cada una de ellas se advierte alguna redundancia y repetición de cátedras, ésta fue una concesión necesaria al espíritu de cuerpo, que sobrevivió a la extinción de los antiguos Colegios: ninguno quería aceptar esta supresión ni desistir de las antiguas ideas de pequeñas Universidades, y reclamaba para la suya, como si todavía estuviese existente, el aumento de cátedras y ramos de enseñanza.

En cuanto a los métodos, no se hicieron notables variaciones, así porque no hubo tiempo para verificarlo, como porque no era bastantemente conocido lo mucho y muy bueno que en orden a ellos se ha adelantado y se halla puesto en práctica en Europa. Al Seminario conciliar se le dejó subsistir como se hallaba, y sólo se reservó a la Dirección de instrucción pública, el derecho de vigilarlo por medio de visitas, cuyo objeto debía ser verificar si se hallaba arreglado a la planta, que para los de su clase estableció el concilio de Trento.

Organizada de la manera que va dicha, la instrucción que podemos llamar clásica, si no por el modo, a lo menos por su objeto, se procedió a sistemar y establecer la instrucción primaria. Este ramo era el favorito del gobierno del Sr. Farías y, justamente porque si la mejora de las masas en todas partes es urgente, lo era y lo es mucho más en México, en razón de que, bien o mal, de una manera o de otra, ellas hacen o influyen de una manera muy directa en la confección de las leyes. Este género de instrucción no puede, pues, sufrir retardos, y debe extenderse a los que sin ella se hallan en el ejercicio de los derechos políticos, y a los que deben ejercerlos en la generación que ha de reemplazarnos: los primeros son los adultos, los segundos los niños, y para unos y otros se establecieron escuelas primarias, cuyo número se habría aumentado si no se hubiese abolido cuanto se hizo. Dos fueron las escuelas de adultos, que se llegaron a plantear: la una en el ex hospital de Jesús y la otra en el ex convento de Belén, ambas bajo la inspección de los directores del segundo y cuarto establecimientos a que se hallaban anexas. Estas escuelas se abrían a las siete y se cerraban a las diez de la noche: en ellas se enseñaba a leer, escribir, las cuatro reglas de aritmética y el dibujo lineal, dando a los concurrentes papel, tinta, plumas y lápices. Increíble parecerá el número de artesanos y jornaleros que a ellas concurrieron y llegaron a instruirse en el poco tiempo que permanecieron: este número ascendía a 386. Todo México lo vio, y ésta es la prueba más decisiva del deseo que estos hombres tienen de suplir de una manera o de otra su falta de educación. Este servicio se les hizo, y ellos sabrán conocer lo que deben a la administración Farías o al régimen militar y sacerdotal.

Las escuelas de niños de ambos sexos y las normales se pusieron todas bajo la vigilancia de un inspector, cuyas funciones eran: proponer a la dirección general los métodos que abreviasen, simplificasen y perfeccionasen la enseñanza; hacer la propuesta de los maestros y maestras que debían enseñar en ellas, de los puntos en que debían establecerse, de los locales que deberían destinarse al efecto, y de la distribución y amueblamiento que en ellos debía hacerse. El inspector debía, sobre todo, ocuparse de preferencia de visitar, vigilar y cuidar del cumplimiento de las leyes y reglamentos, de la limpieza de los niños y de la puntualidad de los maestros en el desempeño de sus obligaciones. Quince escuelas se hallaban establecidas a mediados de 1834, dos de ellas normales, y trece de niños de ambos sexos; en todas ellas la enseñanza estaba más o menos arreglada al sistema de Lancaster, y asistían a las lecciones mil doscientos ochenta y cinco niños, de los cuales trescientos pertenecían al sexo femenino, y los restantes al masculino. Los que vieron dichas escuelas, los que asistieron a los exámenes periódicos y distribución de premios, podrán decir si antes o después se habían visto establecimientos tan bien asistidos, perfectos y acabados en esta línea.

Este servicio patriótico fue debido, casi en su totalidad, al ciudadano D. Agustín Buenrostro, la persona más inteligente y celosa por el progreso de la enseñanza primaria que pueda encontrarse en la República. Este hombre modesto y sin pretensiones, cosa bien rara en México, en medio de la escasez de fortuna y de la necesidad de proveer a la subsistencia de la familia de un hermano víctima del cólera, supo desempeñar el cargo de inspector, penoso a la par que difícil y sin brillo. El Sr. Farías hizo un acto de justicia, elevándolo a la clase de magistrado, de la cual fue privado por los hombres de la oligarquía militar y sacerdotal cuando ésta llegó al ejercicio del poder. Sus servicios no han sido ni serán por eso menos importantes, el día en que la patria llegue a recobrar sus derechos usurpados.

Poco se hizo para el Establecimiento de Bellas Artes que debía serlo lo que antes había sido la Academia de S. Carlos. El ministro D. José Gálvez puede considerarse como el creador de esta útil institución, bien montada bajo todos aspectos, enriquecida con un gabinete de yesos, en que se hallan copiados los principales monumentos de la antigua escultura, y provista de todo lo necesario para propagar en la juventud mexicana el gusto por la pintura, escultura y arquitectura. Sin embargo, este utilísimo establecimiento, en poco más de veinte años, había venido a la mayor decadencia: sus fondos habían desaparecido, faltaban maestros que enseñasen y los premios y pensiones, que son el alma de las bellas artes, no existían ya o estaban reducidos a poco menos que nada. La Dirección de instrucción pública empezaba a tomar conocimiento de tan importante ramo cuando acabó con ella el presidente Sta. Ana y las cosas quedaron en el estado en que se hallaban, o mejor dicho, empeoraron hasta venir al grado de decadencia en que hoy se encuentran para que todos los que visitan el país digan como dicen de los Mexicanos, que lejos de adelantar los establecimientos útiles que les dejaron los Españoles, no han sabido ni aun conservarlos.

El museo nacional, creado por el celo y eficacia del Dr. D. Isidro Icaza, es posterior a la Independencia, y aunque absolutamente considerado, era todavía muy poca cosa, atendida la reciente data de su creación, no podía desconocerse ser una reunión ya bastante considerable de monumentos raros y preciosos. Esta colección se hallaba mal distribuida y peor clasificada, porque ninguno de sus directores era ni había sido facultativo; también se veían interpolados monumentos de la primera importancia con cosas que no ofrecían el menor interés. La dirección lo puso al cuidado de un hombre facultativo que fue D. Miguel Bustamante, y por las órdenes del gobierno se hizo un acopio considerable de lienzos de los maestros de la escuela mexicana, Ibarra, Vallejo, Cabrera, etc., etc. La galería donde debían ser colocados se empezó a construir en la capilla de la Universidad: estaba ya muy adelantada cuando este cuerpo se restableció, y su primer cuidado fue como era de suponerse destruir cuanto se había hecho para restituir el edificio al uso antiguo de misas cantadas y rezadas, de sermones y procesiones. En México hay en abundancia cuanto es necesario para construir un museo. En el ramo de historia natural, producciones minerales preciosísimas, fósiles enormes y bien conservados de una antigüedad remotísima, aves vistosas y de bello plumaje en todo género, reptiles, insectos y cuadrúpedos de todas clases, propios de un país donde se halla multiplicada al infinito la naturaleza viviente. El ramo de antigüedades, aunque poco estudiado y de consiguiente desconocido todavía, ofrece ya un número considerable de monumentos de todas épocas pertenecientes a diferentes naciones de origen incierto y data desconocida, pero de antigüedad muy remota, según las conjeturas más fundadas y bastante avanzadas en la civilización y en las artes de imitación, como no puede dudarse a la vista de los monumentos mismos. En cuanto a las Bellas Artes: la pintura tiene lo que se puede llamar una escuela mexicana hija de la flamenca y con bastantes analogías con ella, por haber sido éste el gusto de los Españoles en el siglo de la conquista, y por existir en la República una multitud de lienzos de los más célebres maestros de los Países Bajos, nación sometida en aquella época a los Españoles mismos. Los frailes de aquel siglo que fueron a México eran hombres de gusto, y trasladaron a sus conventos y templos una multitud considerable de pinturas de mérito, que han permanecido por muchos años en los antiguos retablos sepultadas en olvido, de donde las ha sacado la nueva forma que se ha dado a los altares destruyendo los antiguos. Por otra parte, los maestros de la escuela mexicana, Vallejo, Ibarra, Cabrera y Henríquez han enriquecido con sus obras no sólo las casas de los particulares, sino todos los edificios públicos, especialmente los claustros de los conventos, donde se hallan obras de mucho mérito relativas a la vida de los santos.

México no es rico en los monumentos de escultura: sobre madera se han hecho cosas de algún mérito, todas relativas a asuntos religiosos, pero muy poca cosa sobre bronce y nada sobre mármol. Sin embargo, la estatua colosal de Carlos IV, fundida por el célebre Tolsa, es un monumento único en verdad, pero muy superior por su masa, por la corrección de sus formas y por el efecto que su todo produce en el espectador, a cuanto existe sobre este género en Francia y en la Italia misma. La opinión del barón de Humboldt, juez competente e imparcial en la materia, está en este punto de acuerdo con la nuestra.

Monumentos clásicos y sobre todo originales los hay en grande abundancia en el ramo de arquitectura. Casi todos los templos, que son muchos en México, son imponentes por su masa, y están construidos en el estilo griego o romano; góticos o arabescos no hay ninguno, ni cosa que se les parezca. Los que se han levantado de medio siglo a esta parte, aunque de menos masa, son más correctos, sus formas más graciosas y su ornato arquitectónico mucho más rico que el que se advierte en los antiguos; pero todos son monumentos vivos de la pericia de los arquitectos mexicanos, y en lo general muy superiores a los que de su clase hemos visto en Europa. El altar mayor o ciprés de Puebla, el de la misma clase de Guadalupe, la capilla del Sto. Cristo de Sta. Teresa en México y el templo del Carmen en Celaya se harían notables y llamarían la atención en las ciudades primeras de Italia, no sólo por el plan de su construcción sino por la riqueza de sus mármoles, todos mexicanos, y el gusto y delicadeza con que han sido elegidos, trabajados y colocados. Velázquez, Castera, Paz y, sobre todo, Tolsa y Tresguerras son los arquitectos de más mérito, que han poblado a la República de sus monumentos de medio siglo a esta parte y han propagado y perfeccionado el gusto por las artes de construcción y ornato, aunque sin haber dejado discípulos dignos de sucederles.

Los edificios de los particulares ricos, en Guadalajara, Puebla, Guanajuato, Celaya y, sobre todo, en México se hacen notar por la extrañeza o bizarría de su construcción: no están ciertamente sometidos a las leyes ordinarias, ni tienen la belleza que da la exacta observancia de las proporciones, pero tienen indisputablemente la que da la valentía del genio y la originalidad. ¿Quién puede ver sin llenarse de admiración los palacios, pues merecen este nombre, de los antiguos marqueses y condes del Valle, de Miravalle, de Rul, de San Román, de Pérez Gálvez, de la Cortina y de S. Mateo Valparaíso? Aquellos arcos inmensos desde quince hasta cuarenta varas de abertura, aquellas columnas a la vista incapaces de sostener nada y que sostienen masas enormes, aquellas escaleras de todas formas, unas graciosas y extrañas, y las otras majestuosas e imponentes, ¿no son monumentos dignos de ser estudiados y puestos a la expectación pública? Pues de todo esto debían encargarse según las ideas y designios de la administración Farías, el Establecimiento de Bellas Artes y el museo nacional: el primero conservando los monumentos de arquitectura públicos, y haciendo de ellos y de los particulares un estudio continuo, con el objeto no sólo de aprender, sino de perfeccionar y adelantar todo lo concerniente a este ramo; el segundo (el Museo) debía continuar reuniendo de una manera más activa y eficaz todos los objetos interesantes y muebles, que el tiempo y las revoluciones habían sacado fuera de su antiguo lugar, en los ramos de antigüedades, pintura y escultura, y aquellos que por su extrañeza, mérito y escaces pudiesen obtenerse de los tres reinos de la naturaleza animal, vegetal y mineral. La obra se había ya comenzado por una colección bastante abundante de cuadros de poco mérito artístico si se quiere, pero de un grande interés histórico. Una de las galerías en la capilla de la Universidad estaba casi al concluirse, y la otra, que servía de biblioteca en el mismo establecimiento, no necesitaba sino de desocuparse.

Para la Biblioteca nacional se había destinado el edificio del Colegio de Santos, y de pronto debía formarse de los libros de este antiguo establecimiento y de los de la extinguida Universidad. Como en ambas colecciones faltaban una multitud de libros interesantes, que excluía de ellas la influencia del Clero, a la cual se hallaban más o menos sometidos estos establecimientos, se destinaron tres mil pesos anuales para ir supliendo poco a poco estas faltas y tener la nueva biblioteca al corriente de las nuevas publicaciones del mundo sabio. La obra material de la biblioteca estaba concluida y se había consumido mucho dinero en abrir salones y fabricar armarios, a la época malhadada en que el general Sta. Ana, cual otro Atila de la civilización mexicana, vino mal a propósito a derribar, por un poder usurpado, cuanto hasta entonces se había hecho.

Esto es en compendio cuanto se hizo e intentó en el ramo de instrucción pública bajo la administración Farías. De cuantos ocuparon puestos en ella, sólo los pretendieron los Srs. Gorostiza, Ortega, Olaguibel y los doctores Icaza y Guzmán: esto no quiere decir que no hubo muchos pretendientes; las solicitudes llovían de todas partes, especialmente de la de los eclesiásticos, que eran los más importunos. Aunque en poder de quien esto escribe existen treinta y dos cartas originales solicitando la colocación de diecinueve personas de esta clase privilegiada, que entonces y ahora calumniaban y continúan calumniando el arreglo que se hizo entonces de la instrucción pública, por honor de ellos mismos nos abstendremos de publicarlas, en tanto que sus actos públicos no nos pongan en el caso de hacerlo.

Por esta última razón no debemos ser reservados respecto de dos doctores, D. José María Guzmán y D. Epigmenio Villanueva, que instaron de la manera más activa y eficaz para ser colocados en cualquier cosa. El primero que por todos sus antecedentes no debía tener la menor esperanza de ser colocado, lo fue en lo que quiso, y el doctor Mora no tuvo poca parte en que así se verificase; sin embargo, el Sr. Guzmán, cuando las cosas cambiaron, volvió las espaldas a los hombres que le dieron de comer (estas eran las expresiones con que solicitaba su colocación), suponiéndoles miras que no tenían, y detestó un plan de instrucción pública que había colmado de elogios cuando esperaba deber a él la subsistencia que no podía aguardar de otra parte. En cuanto al Sr. Villanueva, es verdad que nada pudo obtener a pesar de sus esfuerzos, pero como la cosa no quedó por él, su compromiso es el mismo; a pesar de él, este señor en el ministerio del Sr. Gutiérrez Estrada, cuando el gobierno solicitaba facultades para el arreglo de la instrucción pública, se opuso a ellas pretextando desconfianza, por temores de conciencia de que se volviese a lo que se había hecho en la administración del Sr. Farías. Ahora bien, o estos señores creían realmente que lo que se hizo entonces era irreligioso y perjudicial a la educación, o no. Si lo creyeron, ¿con qué conciencia no sólo pretendieron servir en él, sino que se allanaban a prestar juramento de observancia a sus leyes? Y si no lo creyeron, ¿no es claro que es una calumnia cuanto después han dicho contra los hombres y las cosas de aquella época?

Entre los que pretendieron colocación sólo la obtuvieron las personas arriba mencionadas, y de todos ellos sólo fue importuno el Dr. Icaza, acaso por el temor infundado de que no se lo colocase. Los demás fueron llamados porque se les creyó aptos, y a muchos de ellos fue necesario instarles para que admitiesen.

Entre estos últimos debe contarse al doctor D. Simón de la Garza: este ciudadano es nativo de Monterrey, capital del Estado de Nuevo León, e hizo sus estudios en el Colegio de San Ildefonso de México, donde desde sus primeros años dio idea de lo que sería y después ha sido, es decir, un hombre de juicio recto, de comprensión clara y fácil, de ideas justas y precisas, y, sobre todo, sin sistema y despreocupado en todas líneas. El Sr. Garza fue el primero que enseñó en S. Ildefonso lo que se llama en las escuelas filosofía moderna, por contraposición a la antigua escolástica; y siendo profesor de teología, a pesar de las trabas que el tiempo y los reglamentos le imponían, insinuaba al dar sus lecciones que muchas de las opiniones favorables al poder eclesiástico, que se sostenían casi como incuestionables, estaban lejos de serlo. Verificada la Independencia, Garza ha sido con cortas interrupciones diputado o senador, y ha votado constantemente por el progreso, con especialidad en materias eclesiásticas, que son de las que ha hecho más estudio y conoce más a fondo. Sus reclamos para establecer el orden y la economía en los gastos públicos, aunque infructuosos, han sido siempre constantes; y si la mayoría de los legisladores los hubiesen atendido, las rentas públicas no estarían hoy en México en el miserable estado que tienen. Todas las comisiones que se le han dado han sido desempeñadas con lealtad, con honor y con pureza: entre éstas debe contarse la de subdirector del establecimiento de jurisprudencia bajo la administración Farías.

El nuevo arreglo de la instrucción pública fue de la aprobación de todas las clases de la sociedad sin otra excepción que la del Clero; hasta el Sr. Alamán que es el jefe ostensible del partido eclesiástico no pudo menos de aprobarlo, pues que en su defensa no disimula sus pretensiones a ser el autor de sus bases. ¿Por qué, pues, no subsistió? Porque en la administración arbitraria del general Sta. Ana hubo un hombre que quiso vengar, en las instituciones del nuevo arreglo, los desaires que en su establecimiento tuvo que sufrir de parte del vicepresidente Farías. Este hombre fue D. Francisco Lombardo, que llevaba el nombre de ministro, pero no era en la administración Farías más que un secretario responsable a quien se daban hechos y redactados los proyectos de decretos, para que los firmase sin haberlos acordado anticipadamente con él. Lombardo, que había aceptado de una manera implícita, pero no menos verdadera, estas condiciones degradantes, concibió grande encono con cuanto se le hacía firmar; y aunque con el general Sta. Ana continuó bajo el mismo pie, no dejó de aprovechar la disposición en que éste se hallaba para abolir cuanto había hecho su antecesor, especialmente en asuntos que como el de instrucción pública eran poco conocidos y menos apreciados del presidente, que obraba por facultades omnímodas y usurpadas.