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Rodó y algunos coetáneos

Emir Rodríguez Monegal






I

No se han estudiado suficientemente las relaciones que unieron (o desunieron) a los escritores uruguayos del Novecientos. Y nada más importante para la cabal comprensión de cada uno que el minucioso examen de esas relaciones. El tema ha sido casi siempre abordado unilateralmente: desde Rodó, desde Herrera y Reissig, desde Florencio Sánchez, desde Quiroga, desde Reyles, desde Javier de Viana, desde María Eugenia Vaz Ferreira, desde Delmira Agustini para citar algunos ejemplos ilustres. Quizá no sea vana tarea la de intentar (a modo de ejemplo) un esquema plural de las relaciones que mantuvieron Rodó y Julio Herrera, Rodó y Florencio Sánchez.

Con esta nota no se pretende agotar el tema o llegar a conclusiones definitivas. Tal pretensión resultaría vana en el actual estadio de esta investigación. Se pretende, en cambio, exponer objetivamente los elementos que un primer y rápido estudio puede aportar; se pretende, también, trazar algunas coordenadas que faciliten el ulterior desarrollo del tema; no se pretende en fin, introducir revelaciones sensacionales sino actualizar una documentación que pese a ser conocida por los estudiosos permanece ignorada hasta por aquellos que no se recatan de opinar o decretar1.




II

Las relaciones personales entre Rodó y Julio Herrera sufrieron diversas alternativas cuyo trazo quizá quepa en estas líneas: de una primera época en que se frecuentaban, por una (casi inmediata) en que sus tendencias literarias y hasta políticas se oponen, hasta un momento final en que Rodó, sin alterar ni violentar sus convicciones, pudo reconocer -objetivamente- la indiscutible calidad del poeta.

La primera etapa se halla hoy bastante bien documentada. Cuando Julio Herrera y Reissig publica en 1898, y en folleto, su Canto a Lamartine, Rodó -cuatro años mayor pero mucho más maduro- gozaba ya de una sólida reputación de crítico literario, adquirida por su labor en la Revista Nacional (1895-97) y por su opúsculo La vida nueva I (1897) -reputación que fuera sancionada, además, por los juicios de personalidades tan eminentes en su época como Leopoldo Alas, Salvador Rueda y Rafael Altamira. El novel poeta envía entonces su Canto al joven crítico con esta reticente dedicatoria: «Al distinguido Literato, autor de la Vida Nueva José E. Rodó»2. Aunque se ignora si Rodó acusó recibo del poema, es casi seguro que lo haya hecho. Y no sólo porque acostumbraba cumplir con las normas de la más elemental cortesía literaria, sino también porque debe haber mirado con benevolencia la producción del joven. Lo cierto es que no publicó ningún juicio crítico sobre el Canto a Lamartine. E hizo bien, ya que Julio Herrera y Reissig era entonces un anacrónico epígono del romanticismo español, un mediocre versificador, un lírico trivial. (En una estrofa canta:


Tu casta poesía
vivirá mientras haya juventud,
mientras que pueda el alma sollozar,
mientras inspire gloria la virtud,
mientras derrame un beso de armonía
El corazón humano al despertar!)



Y Rodó ya se encontraba bajo el influjo de la poesía de Rubén Darío.

Anticipándose algo a la metamorfosis de Herrera y Reissig, Rodó penetraba en el clima del Modernismo. Su ensayo sobre Rubén Darío, publicado en 1899, testimonia su entusiástica incorporación a esta corriente poderosa que modificaría profundamente el curso de la literatura en lengua española. (Alguna reserva, algún reparo circunstancial, la independencia espiritual que Rodó siempre preservara, no disminuyen demasiado su cálida adhesión -en espíritu y forma- al Modernismo). Rodó envió a Julio Herrera un ejemplar del ensayo, y el joven poeta se apresuró a agradecerle el libro en un par de tarjetas que documenta doblemente su aplauso a la obra crítica y su tácito reconocimiento de la jerarquía de su autor. El que prodigaba sin rubores el incienso, dice: «Julio Herrera y Reissig saluda afectuosamente a José Enrique Rodó y le agradece el de su preciosa producción, en la que ha vuelto a cincelar y a sondar con una galanura de lenguaje y profundidad de juicio admirables. Puede estar satisfecho el laureado Rubén Darío de esta nueva condecoración de triunfo, al haber encontrado un prosista poeta y un Fidias crítico que haya adivinado y esculturado, al mismo tiempo, Musa exótica y crepuscular del autor de Azul, presentándole todas sus andrajosidades sublimes, ¡y todas sus exquisiteces voluptuosas, sus lujos orientales, su coquetería parisiense, su sensualidad artística, su rareza bizantina, su desnudez aristocrática, su galantería Borbónica y su delicadeza florentina! Rodó es un anatómico que enflorece donde examina y hace hablar lo que cincela. La antorcha de su erudición rasga y alumbra; su lente acerca sin agrandar; su intuición de Moisés artístico, señala y profetiza. Su pluma, despierta: ¡es el Pigmaleon [sic] de nuestra literatura! ¡choque su copa con la de su particular amigo». La relación personal parece establecida.

En julio del mismo 1899, Herrera solicita de Rodó una colaboración para su próxima publicación literaria: La Revista. Le escribe en términos de profundo aprecio y le ruega que pase «por ésta su casa», pagándole así una de las tantas visitas que le adeuda. Se despide reiterándose su siempre amigo. De estas expresiones puede deducirse un trato personal. Lo que quizá no signifique verdadera amistad. ¿Acaso era posible? Aunque en ese momento ninguno de los dos había completado su fisonomía -humana y literaria-, y ambos estaban en vísperas de una poderosa transformación que los dividiría profundamente, sus intereses pudieron no coincidir. Por otra parte, ya los separaba, por un lado, la mayor madurez intelectual de Rodó, su constante ejercicio del pensamiento, y, por el otro, la pasajera indiferenciación poética de Julio Herrera, su acusado sensualismo.

El 1900 presenciaría una transformación radical en estas relaciones superficiales. Para Rodó significó, con la publicación de Ariel (que no envió al poeta), la sustitución de su entusiasmo modernista por la milicia de América, al mismo tiempo que una subordinación mayor de la crítica desinteresada a una política literaria de proyecciones continentales3. Para Herrera y Reissig el Novecientos trajo con el agravamiento de su corazón la revelación de su auténtica personalidad poética. El joven eufórico y convencional del Canto a Lamartine aprende a conocerse gracias a la veloz madurez que opera la taquicardia, gracias (también) a la doble presencia poética y humana de Lugones y Roberto de las Carreras. Herrera fundó entonces la Torre de los Panoramas, cenáculo literario que escandalizó a nuestros abuelos. (Era, en realidad, un altillo desmantelado, en la casa paterna, donde Julio recibía a sus amistades. Cuando murió don Manuel Herrera, en 1907, el poeta debió abandonar la Torre).

Los destinos de Rodó y Julio Herrera se separaron entonces definitivamente. Si nunca había existido entre ambos más que una relación superficial, ahora no podía subsistir ni siquiera esa relación. Rodó abandonaba disgustado el mundo poético del Modernismo para entregarse a la lucha americanista, mientras Herrera se amurallaba en su Torre para crear la más pura poesía de nuestras letras, para cultivar la leyenda escandalosa de su intensa personalidad, para ingresar como príncipe en ese mismo Modernismo que Rodó ya abandonara. Éste creyó entonces que la hora de América no permitió exquisiteces exóticas, torres de marfil o estremecimientos decadentes y en carta privada a Manuel Díaz Rodríguez (21-I-1904) resumiría su posición con estas palabras: «... siempre que me ha tocado dar juicio sobre la literatura contemporánea he insistido en que su defecto radical y más grave es su despreocupación infantil respecto de toda idea, de todo sentimiento, de todo alto interés que afecten a las sociedades en que esa literatura se produce. Vive cultivando formas, sonidos y colores. Y yo, que como el que más gusto, en el arte literario, de lo que esencialmente es arte; yo que venero la forma, el estilo, y me deleito en el color, no por eso limito mi concepto de la literatura a lo que en ella hay de desinteresado, de asimilable al "juego" -como del arte opina Spencer-; sino que he creído siempre en la trascendencia social, en lo que tiene de propaganda de ideas, de eficaz instrumento de labor civilizadora». No advirtió (no pareció advertir) Rodó que la milicia americanista podía no abolir ese mundo enrarecido pero americano del Modernismo. Y desde entonces calló unánimemente frente a Rubén Darío, frente a Lugones, frente a Julio Herrera, frente a Quiroga. No quiso combatirlos pero predicó su mensaje al margen de aquellos artistas.

Y como si el azar quisiera ahondar más la diferencia de carácter y tendencias que separaban ya a Julio Herrera de Rodó, la pequeña y poderosa pasión política vino a enfrentarlos. A fines de 1900 Rodó capitanea, con otros jóvenes, el movimiento unificador del Partido Colorado, dividido entonces en fracciones rivales que aseguraban su debilidad, su segura derrota, frente al Nacionalismo. Para lograr la unificación, los jóvenes prepararon un banquete mayúsculo en el que confraternizarían los cabecillas de cada fracción. En una violenta conferencia (19-XII-900), el poeta desciende a la arena política y pretende liquidar, por el ridículo, el acto. Su posición puede sintetizarse en esta frase que él mismo acuñó: «¡Anhelamos, queremos, ansiamos una confraternización de ideales, pero nos reímos de una confraternización de estómagos!»4. Toda la inflamada y fácil diatriba no impidió el triunfo total de los unificadores y el banquete se realizó el 21 de enero del 901. Rodó, que fue uno de sus oradores, predicó entonces (según palabras de un diario de la época), la obediencia a los principios y no a las pasiones, a la fuerza y no a la violencia5.

En 1902, y para subrayar aun más su posición política, Julio Herrera publica en la revista Vida Moderna (n.º 22, setiembre) su escandalosa carta a Carlos Oneto y Viana: Epílogo wagneriano a «La política de fusión» con surtidos de psicología sobre el Imperio de Zapicán6. Allí, bajo la protección de un epígrafe de Nietzsche (donde se dice, entre otras cosas: «abomino todo sacrificio al dios vulgo o al dios éxito. Me repugna lo trivial»), el poeta insulta con brío al Uruguay, a los partidos tradicionales, a los cabecillas y propone una política sin partidos. En su furor apocalíptico hace algunas honrosas excepciones. (La suya, es claro; no la de Rodó, por cierto). ¿Cómo pudo juzgar Rodó aquella conferencia y esta carta? Es probable que las considerara un exabrupto. Y aunque quizá no sea legítimo deducir que este antagonismo político haya suscitado uno personal, parece evidente que estas actitudes del poeta no pueden haber contribuido a borrar diferencias7.

En los años subsiguientes, Rodó y Julio Herrera realizan con total independencia sus respectivas obras. La separación entre ambos parece ahondarse, como lo indican, indirectamente, algunas cartas del Archivo Rodó. De 1904 es el borrador de una, a Juan Francisco Piquet, en el que Rodó escribe: «También le envío una preciosa composición publicada en un diario, y que lleva al pie la firma de una eminencia que con obras de esa magnitud no tardará en levantarse a la sublime altura de los super-hombres nietzschianos, dejando humillados y casi abollados a los más grandes vates de los tiempos presente y futuros». Quizás estas palabras no se refirieran a Julio Herrera. Pero parece indudable que aluden a un tipo de poema en que solía incurrir el pontífice de la Torre. Apoyan esta interpretación unos párrafos de una carta contemporánea en que Rodó agradece a Quiroga el envío de El crimen del otro (1904). Con una clara alusión al decadentismo del primer libro de Quiroga (Los arrecifes de coral, 1901) le expresa: «Me complace muy de veras ver vinculado su nombre a un libro de real y positivo mérito que se levanta sobre los comienzos literarios de Ud., no porque revelaran falta de talento, sino porque acusaban, en mi sentir, una mala orientación» (9-IV-904). En el mismo sentido, y esbozando un panorama americano, había escrito, el 20 de marzo del mismo año, a don Miguel de Unamuno: «La vida literaria se arrastra por aquí (y, en general, en América) muy perezosa y lánguida. Hay cierto estupor. Por fortuna va pasando si no ha pasado ya aquella ráfaga de "decadentismo" estrafalario y huero que nos infestó hace ocho o diez años. Yo creo que pocas veces, en pueblos civilizados "del todo", se habrá dado ejemplo de tan pueril trivialidad literaria, y tanta perversión del gusto, y tanta confusión de ideas críticas, y tanta ignorancia audaz, y tanta manía de imitación servil e inconsulta, como se vio en algunas partes de nuestra América con motivo de aquella carnavalada. En Montevideo, no es donde hizo más estragos, por fortuna. Aquí hay formado un cierto espíritu de crítica perspicaz y vigilante, y respiramos un ambiente más "europeo", en estas cosas, que en otras partes de América, sin exceptuar algunas donde la grandeza material es mayor y la civilización más "aparente" y suntuosa». No es ilícito suponer que Rodó vinculara, de alguna manera, este decadentismo a ciertas expresiones poéticas, a ciertas actitudes, de Julio Herrera y Reissig8.

La deliberada y minuciosa hostilidad de Julio Herrera hacia el burgués ambiente montevideano favorecía el desconocimiento o la incomprensión de su poesía. También favorecía el desconocimiento o la incomprensión, su mala política literaria. Es cierto que Herrera publicaba sus versos y sus artículos críticos en revistas y periódicos, pero descuidaba recogerlos en volumen y sólo los muy devotos podían seguir la trayectoria de su poesía al través de las dispersas publicaciones. (Aun hoy no se ha trazado su bibliografía completa). Es cierto, además, que en 1905 Raúl Montero Bustamante escogió 19 poemas de Julio Herrera para su generoso y poblado Parnaso Oriental. Pero eso no significaba la consagración, ya que Julio Herrera alternaba con otros noventa poetas (incluso Rodó) y sus composiciones competían con unas trescientas; además, el editor acompañó sus versos de una nota en que divagaba abundantemente sobre él, al mismo tiempo que lo envejecía en dos años. (Entre otras cosas expresaba, en las páginas 285-86: «De su musa extraña y versátil, de su misantropía literaria, de su rebeldía intelectual, de su "dandysmo" sombrío y trágico a lo Jorge Brummel, de su rara imaginación, macabra hasta Verhaeren, alegre hasta los copleros populares, de sus canciones de un enfermo sonambulismo, sólo queda en el espíritu una perturbación vaga, un temor lejano de algo desconocido...».

Cuando en 1908 Rodó presentó ante la Cámara de Representantes el Proyecto de Ley para pensionar a Florencio Sánchez en su viaje a Europa, los amigos de Herrera y Reissig se escandalizaron, y uno de ellos, Pablo de Grecia, salió a la prensa a preguntar por qué no mandaban también a Europa al poeta. Su artículo (La Razón, 7-IV-908) desencadenó una polémica cuyo resultado final fue dividir la opinión pública en tres partidos: el de los que negaban de plano al pontífice de la Torre, el de los que lo admitían pero lo igualaban o postergaban a un Roxlo, a un Papini y Zás, a un Frugoni, a un Falco, y el de los que lo proclamaban -con celo casi electoral- el mayor poeta uruguayo9. En ese instante César Miranda pudo haber dicho a Julio Herrera lo que años antes dijera Valéry a Mallarmé: «Uno le censura; otro le desdeña. Irrita usted, causa lástima. El gacetillero, a expensas de usted, advierte fácilmente al universo, y sus amigos sacuden la cabeza... Pero ¿sabe usted, siente esto: que hay en cada ciudad de Francia un joven secreto que se haría despedazar por sus versos y por usted mismo?». Rodó no era (nunca fue) ese joven secreto. Si durante la polémica hubiera escrito en favor del poeta, el peso de su palabra magistral hubiera quizá consagrado objetiva y definitivamente a Julio Herrera y Reissig. Pero Rodó guardó silencio porque no creía a Herrera el mayor Poeta uruguayo, porque no podía aceptar su (para él) enrarecido mundo poético. Ese silencio significativo traducía, además, la profunda y recíproca incomprensión que el tiempo había ahondado entre ambos.

Dos episodios ocurridos con escaso intervalo no contribuyeron a mejorar la situación. El Concurso de obras teatrales en un acto organizado por el Conservatorio Labardén, de Buenos Aires, en los primeros meses de 1908, fue la ocasión escogida por el azar para enfrentar -una vez más- a Rodó y Julio Herrera. Queda de este episodio el testimonio ofrecido por Pérez Petit en su Rodó (pp. 269-278). El caudaloso ensayista integró con Rodó y Elías Regules el jurado que debía fallar en dicho concurso. Al mismo presentó Herrera una pieza, titulada La sombra, que no alcanzó a ser juzgada porque se perdió el único ejemplar enviado. Pérez Petit adjudica la entera responsabilidad de tal pérdida a Rodó, a quien (por otra parte) presenta como desaprensivo en el cumplimiento de sus deberes de jurado. De su relato surge, sin embargo, otra posibilidad -la de que haya sido él mismo el involuntario responsable de la pérdida-. Ahora parece bastante difícil resolver el punto. Puede suponerse, sin mayor violencia, que este incidente debió haber suscitado una reacción nada favorable al jurado en el poeta10.

Al año siguiente, Rodó tuvo ocasión de tributar a Julio Herrera un equívoco homenaje que, por su especial difusión, no pudo pasar inadvertido a este último. Como colaborador de la discutida Biblioteca Internacional de Obras Famosas, y encargado de la selección de autores uruguayos, Rodó escogió tres poemas de Herrera (El banco del suplicio, El suicidio de las almas, El viaje) y los presentó con una nota de insuperable sobriedad, de casi invisible elogio, que de ningún modo puede estimarse como juicio crítico. Dice allí: «Julio Herrera y Reissig, nació en Montevideo en 1878. Fundó, siendo un niño, el periódico literario "La Revista", donde aparecieron primeras composiciones poéticas y ensayos de crítica y literatura que también era autor. Formó alrededor suyo un grupo de juventud apasionada por las letras, que recibía las influencias del movimiento literario modernista. Luego de haber trabajado con gran asiduidad en aquel periódico y en otros de que fue colaborador, dentro y fuera de su país, su producción ha sufrido breve eclipse, que resurgirá pronto con el anunciado libro "Los peregrinos de piedra", que ya está en prensa». (Véase ob. cit., tomo XX, pp. 10224-25). La selección no permite asegurar, por otra parte, que conociera bien la producción herreriana, ya que puede suponerse que se limitó a transcribir, algunos de los poemas escogidos por Pedro Bustamante para su Parnaso de 1905. (Adviértase, al pasar Rodó leyó mal, en el mismo libro, la fecha de nacimiento del poeta; por error dice allí: 1873, y al confundir el tres con el ocho, rejuveneció a Herrera en tres años).

Luego de la muerte del poeta, cuando aparece en 1910 su primer volumen de versos (Los peregrinos de piedra), Rodó continúa guardando silencio hasta encontrar, el 14 de julio de 1913, la ocasión de testimoniar su respeto y su alta estima por la obra de Julio Herrera y Reissig. En el Informe con que se acompaña el Proyecto de Ley presentado ante la Cámara de Representantes y en el que se propone destinar la cantidad de dos mil pesos para costear la publicación de las obras inéditas del poeta, se encuentra, suscrito por Rodó, el más amplio reconocimiento del valor objetivo de estas obras. Allí se aclara el sentido de la Ley con estas palabras, en que puede advertirse la intención reparatoria: «No se trata, pues, de un simple propósito de lucro, sino de un intento más elevado y plausible: procurar que no permanezcan inéditas e ignoradas, las producciones de un gran ingenio, digno de una consagración póstuma que repare, en cuanto es posible, el olvido a que se ha relegado el prestigioso escritor, precisamente en los días en que era más necesario estimular sus afanes creadores, y premiar con el aplauso público sus indeclinables optimismos de artista». Es claro que esta declaración, infortunadamente, sólo podría interesar a la inmortalidad del gran lírico.




III

Si el destino de Julio Herrera aparece muchas veces enfrentado con el de Rodó, no sucede lo mismo con el de Florencio Sánchez. Y aún prescindiendo de las distintas esferas sociales (Rodó catedrático, diputado, crítico literario, pensador; y Sánchez bohemio, dramaturgo, anarquizante) y atendiendo únicamente a las obras respectivas, resulta evidente que mientras Rodó representa al literato de gabinete, Florencio representa al escritor de la calle. Es claro que el triunfo unánime del teatro de Sánchez lo impone a la consideración de todos los públicos, y sus obras logran también el aplauso de los entendidos. En Montevideo fue Samuel Blixen -el primer crítico teatral de la época- quien consagró a Florencio con ocasión del estreno en esta capital de M'hijo el dotor el 15 de octubre de 1903. Es posible que entonces Rodó no acostumbrara concurrir habitualmente al teatro. (Se hallaba sumergido en la creación de Proteo y en una lectura privada de intensa labor política). Pero fue invitado a una lectura privada del drama de Florencio Sánchez a realizarse el 5 de setiembre en la redacción del Diario Nuevo, y allí pudo conocer y hasta relacionarse con el dramaturgo. No ha quedado, sin embargo, ningún testimonio de esta aproximación. Aunque no es difícil conjeturar que la vinculación entre ambos, por cordial que pudiera haber sido, no podía afectar en nada la profunda divergencia de sus obras. El idealismo filosófico de Rodó, su arte depurado y sereno, la sobriedad y limpieza de sus recursos, nada tenían en común con el crudo naturalismo de Sánchez, con su vigoroso melodramatismo, con su pensamiento simplista y directo. Es cierto que, más tarde, Florencio evolucionará hacia formas más refinadas, menos eficaces, quizá, desde el punto de vista teatral. Pero en este primer momento, se comprende fácilmente que Rodó no pudiera sancionar con su adhesión absoluta el teatro de Florencio Sánchez11.

Si no se han podido documentar las relaciones personales entre Rodó y Florencio Sánchez en 1903, las mismas resultan evidentes hacia 1908. La carrera de éxitos del joven dramaturgo volvía imperiosa una consagración universal. Florencio soñaba con estrenar en Europa. Pero no podía irse. Una gestión directa ante el presidente Williman fracasa por motivos circunstanciales y entonces Rodó decide presentar ante la Cámara de Representantes, y al frente de una coalición de diputados de distintos partidos, un Proyecto de Ley para enviar a Florencio a Europa. La iniciativa la reconoce el mismo dramaturgo en una carta contemporánea a don Joaquín Sánchez Carballo, su primo: «Rodó presentará la semana próxima probablemente un proyecto por el que se me acuerda una pensión de 200 pesos por dos años. Irá firmado por un grupo de diputados blancos y colorados de los más representativos y tengo la seguridad casi de que se vote por unanimidad»12. En la exposición de motivos que acompañaba al Proyecto de Ley se elogiaba ampliamente al dramaturgo y se transcribían, como la opinión más autorizada, estas palabras de Blixen: «Si fuera posible enviar a Sánchez al viejo mundo, pensionándolo para que allí trabajara tranquilo tres o cuatro años, el país podría hacer ese pequeño sacrificio para proporcionarse el lujo de contar dentro de poco con un hijo universalmente célebre» (V. Diario de la Cámara de Representantes, 4-IV-908). El Proyecto murió en la Cámara de Senadores. Pero Williman decidió mandar directamente a Florencio.

Es imposible no subrayar la paradoja que implican estas gestiones de Rodó. Desde 1903 estaba decidido a irse a Europa. Durante muchos años ambicionó publicar allí su Proteo. (En uno de los cuadernos preparatorios de dicha obra, conservado en el Archivo Rodó, se encuentra un proyecto de carátula, así concebido:

José Enrique Rodó

PROTEO

... para los que están de la parte de afuera, todo se hace por vía de parábolas.

San Marcos, cap. IV, v. II. Barcelona 1905).



Sin embargo, ya desde 1904 se puede documentar, con la correspondencia, su voluntad de publicar la obra en Europa, tal como lo expresa, por ejemplo, en carta a Juan Francisco Piquet (20-IV-904): «Lo que sí está decidido es que Proteo se publicará fuera del país, no bien esté terminado»13. Su tan acariciado proyecto, que suponía (es claro) un viaje a Europa, se refleja, con insistencia y a través de patéticas fluctuaciones, en sus cartas. Ya en 1904 le habla a Unamuno de ir a oxigenar el alma con una larga estadía en Europa (20-V-904). Pero es a Piquet, confidente de sus más íntimos proyectos literarios, al que seguramente escribe, en plena exaltación, estas líneas cuyo borrador preserva los irregulares trazos de la extrema tensión emocional con que fuera compuesto: «¡Gloria in excelsis Deo! ¡He terminado [mi] labor! Con esta fecha envío a la casa de Fernando Fe, en Madrid, los originales de Proteo, por intermedio de una casa librera de esta ciudad. Y para fines del futuro abril (o del futuro mayo, a más tardar para fines de junio) está completamente resuelto mi viaje al viejo continente. Iré, primero, por pocos días a Madrid -a fin de ver terminada la impresión de la obra-, de allí pasaré a Salamanca, a ver a Unamuno; a Oviedo, a ver a Altamira y Posada; a Sevilla, a ver a Rueda; a Valencia, a ver a Blasco Ibáñez: todo de paso. Terminaré mi gira por Barcelona; sólo a fin de conocer la tierra de mis abuelos -y de allí, tras brevísima permanencia, me pondré en Italia- (esto será, según calculo, para comienzos de julio) y de Italia (dos meses de estadía) en París donde permaneceré cuatro meses; y a Londres, donde quedaré un mes -hasta marzo de 1906, en que regresaré a mi país- para ver cómo están las cosas. Luego, según todas las probabilidades, regresaré a Europa para radicarme definitivamente: desde fines de 1906»14.

Un fuerte quebranto económico y la minuciosa explotación a que lo sometieron algunos individuos, a quienes Pérez Petit califica -quizá sin exceso- de vampiros (ob. cit., p. 248), impidieron que Rodó pudiera costearse el viaje tan anhelado. Y su orgullo le prohibió siempre pedir para si lo que solicitaba para otros. Por parte, su franca oposición a la política gubernista le costó la injustísima postergación, como, por ejemplo, cuando fue suplantado, por alguien más adicto a los poderes públicos, en la delegación uruguaya que asistió a las fiestas del centenario de las cortes de Cádiz, en 1912.

Estas humillaciones ahondaban más su natural reserva que podía franquearse -y con tanto pudor y tantas reticencias- en las cartas íntimas. En una a Hugo D. Barbagelata escribe Rodó con lucidez: «Respecto de mi viaje a Europa, bien quisiera realizarlo pero no entra eso en el número de las posibilidades actuales. Ya sabe Vd. que ni de este gobierno puedo esperar atenciones, ni yo las aceptaría, siendo radicalmente adversario de él y combatiéndolo como lo combato, por la prensa. Si yo fuera argentino o chileno habría ido a Europa veinte veces, porque en esas vecindades se cotiza un poco más alto la representación de ciertos nombres... Acuérdese Vd. de lo que pasa cuando las cortes de Cádiz. Éstas son pequeñeces de nuestro terruño, de las que no debemos hablar más que entre nosotros mismos» (El borrador aparece fechado el 11-II-914). Y recién en 1916 podrá Rodó realizar su ambición, pero no irá a Europa pensionado por el gobierno (como Sánchez o como Ernesto Herrera)15; irá como corresponsal de la revista argentina Caras y Caretas. (Esta digresión podrá parecer inoportuna. La creo necesaria hoy, que tantos olvidan o ignoran sobre qué agonía doméstica se levantaba la figura del que toda América proclamaba Maestro).

Después de la muerte de Florencio Sánchez, Rodó documenta una vez más su respeto y alta estima por su obra. Al tasar en 21 mil pesos las piezas del dramaturgo escribe en el Informe con que acompaña la tasación: «Teniendo en cuenta la alta valía literaria de dichas obras y el excepcional favor de que disfrutan en el público del Río de la Plata», etc., etc. (El texto completo puede verse en La Razón del 11-XI-911).




IV

Algunas publicaciones de los últimos años han dado cierta actualidad al silencio de Rodó frente a Julio Herrera y Reissig, frente a Florencio Sánchez. El examen de sus relaciones personales permite afirmar, creo, que ese silencio no obedeció ni a indiferencia ni a desconocimiento, sino a una profunda divergencia de criterios, de tendencias artísticas, de política literaria, de gustos, de caracteres, hasta de calidades humanas. También permite enunciar estas conclusiones: Rodó, después de 1900, entregado como estaba a la creación de Proteo y a la milicia americanista, y luego de espaciar cada vez más el ejercicio de la crítica literaria, no tenía obligación de vocear los nuevos valores que surgieron en América. Parece seguro que Rodó no publicó ningún juicio crítico importante sobre Florencio Sánchez o sobre Julio Herrera y Reissig. Es incierto, sin embargo, que no los haya conocido. Pudo no gustar del naturalismo de uno o del decadentismo del otro, pero en varias oportunidades documentó eficazmente su respeto y su alta estima por las obras de ambos.





 
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