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Romances


Ángel de Saavedra, Duque de Rivas








ArribaAbajoLa vuelta deseada



I

   Entre aquellos olivares
que Torreblanca domina
y ciñen de un lado y otro
el camino de Sevilla,
    por un atajo atraviesa,
para llegar más de prisa,
una carretela verde
con una gran baca encima;
    toda cubierta de barro,
tableros, muelles y viga,
de barro seco y reciente
y de tierras muy distintas.
    Cuatro andaluces caballos,
que en torno lodo salpican,
en humo y sudor envueltos
de ella presurosos tiran;
    y del postillón las voces
con que los nombra y anima,
del látigo los chasquidos
que los acosan y hostigan,
    el son de los cascabeles,
y el de las ruedas que giran
rápidas, tras sí dejando
dos huellas no interrumpidas,
    forman estruendo confuso,
y que viene posta avisan
a los carros y arrïeros,
que hacia un lado se desvían.
    Dentro de la carretela
un hombre aún joven camina,
que revuelve a todos lados
la desencajada vista.
    Es Vargas: alegre torna
de su patria a las delicias
después de vagar seis años
emigrado en otros climas.
    Antiguos amigos halla
en cuantos objetos mira,
y en árboles, tapias, lindes,
dulces memorias antiguas:
    lo pasado y lo presente
anudando va, y delira
entre esperanzas risueñas
y entre ya pasadas dichas.

    Trastornos, persecuciones,
desventuras, injusticias,
en sus más floridos años
lo arrancaron de Sevilla,
    abandonando riquezas,
honores, nombre y familia,
y dejándose allí el alma
en el pecho de Jacinta.
    Jacinta, encanto y adorno
de toda la Andalucía;
y por sus luengas pestañas,
por su apacible sonrisa,
    por los graciosos hoyuelos
que avaloran sus mejillas,
por su cuerpo primoroso
y por sus formas divinas,
    por su gracia y su talento
y su modestia expresiva,
el hechizo de los hombres,
de las mujeres la envidia.
    Diez y seis años contaba
cuando Vargas, ¡alta dicha!,
logró conmover su pecho
y agitar su alma sencilla,
    al par que el amable joven
ardió en la pasión más viva,
al mirar a una doncella
tan inocente y tan linda.
    En sus puros corazones
creció desde la hora misma,
y el trato y correspondencia
acrecentó en pocos días,
    un primer amor de aquellos
que las estrellas combinan,
amor que de dos personas
el Destino eterno fija.
    En los lazos de himeneo
a unirse dichosos iban,
con el aplauso felice
de sus contentas familias,
    cuando se alzó tronadora
la borrasca embravecida,
que, ¡infelices!, confundiolos
del infortunio en la sima.

    Seis años, ¡oh cuán eternos!,
Vargas por tierras distintas
huyó infelice, luchando
del Destino con las iras,
    sin encontrar de consuelo
ni de esperanza mezquina,
un solo sueño de noche,
un solo rayo de día.
    Las extranjeras beldades
estatuas le parecían;
las ciudades opulentas
que el orbe orgulloso admira,
    desiertos... ¡Ay!, pero puede
feliz llamarse en sus cuitas,
venturoso en su destierro,
fortunado en sus desdichas.
    Creció el amor con la ausencia
en el pecho de Jacinta,
que la distancia y el tiempo
al que es verdadero afirman.
    De cuando en cuando se cruzan
papeles que lo acreditan,
cartas trazadas con llanto,
cartas con el alma escritas.


II

   Todo en el mundo es mudable,
ni el bien ni el mal son eternos:
La apacible primavera
sigue al rigoroso invierno;
    a la oscura noche el día,
y a la borrasca, que al cielo
empañó con densas nubes
y asustó con rudos truenos,
    la calma serena y pura.
Así suelen a los tiempos
de desventuras y llantos,
seguir de paz y consuelo.
    Del Rhin en la orilla helada,
abrumado de sí mesmo,
Vargas proscripto gemía,
su fortuna maldiciendo,
    cuando noticias recibe
de que la patria le ha abierto
las puertas... Júzgalo absorto
ilusión de su deseo;
    mas Jacinta se lo escribe,
y cuanto ella dice, es cierto.
Otra carta... de la madre
de Jacinta... que al momento
    vuele a Sevilla, le ruega,
en donde dará Himeneo,
el día de su llegada,
a tan constante amor premio.

    No la paloma, que presa
llora en doloroso encierro,
si acaso un resquicio mira,
tiende apresurado el vuelo
    hacia el palomar y nido,
en donde vio el sol primero;
ni el torrente, a quien contuvo
el malecón interpuesto,
    en cuanto lo encuentra roto,
se arroja a su antiguo lecho,
y por él se precipita
hacia la mar, que es su centro,
    tan veloces como Vargas;
corre, sin tomar resuello,
a Sevilla: los instantes
son para él siglos eternos.
    Montes, llanuras, ciudades,
ríos, Estados diversos
atrás deja, y los caballos
de tardos acusa y lentos.
    Ya salva las altas cumbres
del nevado Pirineo,
y entra en España; ya escucha
la lengua de sus abuelos...
    ¿Qué importa? Ni un solo instante
retarda su raudo vuelo.
Halla a cada paso amigos,
halla intereses y deudos:
    No se para, corre, corre,
que tiene en Sevilla puesto
su afán, y hasta que descubra
la Giralda, no hay sosiego.

    Apenas ha quince días
que en las márgenes del Reno
de su Jacinta la carta
leyó, juzgándolo sueño,
    y los caños de Carmona
ve a su siniestra creciendo,
y al frente la antigua puerta,
para él la puerta del cielo.
    Cualquiera mujer que mira
en mantilla y de paseo,
que es Jacinta que le espera,
juzga, y le palpita el pecho.
    Al llegar se desengaña,
y en otra que ve más lejos...
Jacinta fuera de casa
está, sí; sale a su encuentro.
    Era en punto mediodía:
Entra por fin, y molestos
los guardas el carruaje
detienen corto momento.
    Los maldice y les da oro,
porque le detengan menos:
«Corre», al postillón le grita,
y torna a marchar de nuevo.
    Por las retorcidas calles
echa pestes y reniegos
a cada lenta carreta,
a cada corro interpuesto,
    que a templar el paso obliga
de los caballos ligeros,
y anheloso a verse llega
de la ciudad en el centro.
    Oye de fúnebres cantos
el triste son desde lejos,
se aproxima, y por la calle
que va a tomar, un entierro
    pasa. Con hachas de cera,
pobres, vestidos de negro,
van de dos en dos; los siguen
las cofradías; a lento
    paso un féretro se acerca
con una palma y corona
de un blanco paño cubierto,
de blancas flores... ¡Agüero
    terrible!, que es de doncella
principal y de respeto
el funeral le parece...
Hierve taciturno el pueblo
    en derredor. Manda Vargas,
turbado con tal encuentro,
que tome por otra calle,
al postillón. Revolviendo
    este los caballos, torna
por un callejón estrecho,
y a la calle ansiada llega
después de corto rodeo.
    Mucha gente en los balcones
está, mostrando en sus gestos
sorpresa de que en tal día
llegue a la casa un viajero.

    Párase la carretela;
la puerta está abierta, yermos
el ancho portal y el patio;
reina en la casa el silencio.
    De un salto Vargas se apea,
corre a la escalera presto,
de ella por un lado y otro
de cera advierte un reguero
    reciente. Veloz la sube,
abre la mampara... ¡Cielos!
Colgada está la antesala
en redor con paños negros.
    Enlutada una gran mesa
mira colocada en medio,
y en sus cuatro ángulos arden,
sobre cuatro candeleros
    de plata, cándidas velas
consumidas casi: el suelo
cubren deshojadas flores,
siemprevivas y romero.
    ¡Dios!... ¡Pobre Vargas! Absorto,
sin voz, sin alma, y en hielo
convertido, ni respira.
Ojos cual los de un espectro
    gira en derredor; se ahoga
sin respiración su pecho.
Volviendo en sí un corto instante,
oye llorar allá dentro;
    cuando se abre lentamente
una puerta que al momento
se cierra, y un sacerdote
que por ella sale, lleno
    de lágrimas el semblante
(de dar en vano consuelo
viene a una madre infelice),
queda inmoble a Vargas viendo.
    Vargas lo mira, y no alienta;
mas tras de breve silencio
rompe al cabo, y le pregunta
con un angustiado esfuerzo:
    «¿Dónde está?» Quedose helada
su lengua. Fáltale aliento
al turbado sacerdote,
y con agitado aspecto
    alza el rostro, y levantando
la diestra, señala al cielo.
Vargas le comprende; arroja
un alarido de infierno;
    huye veloz, la escalera
baja delirante, ciego,
nada ve, corre cual loco
por las calles, y muy presto
    desaparece. En Sevilla
la noticia cunde luego
de su llegada; le buscan
sus amigos y sus deudos.
    Todo, todo en vano; algunos
dan señas de que le vieron
junto a la Torre del Oro,
cuando el sol ya estaba puesto.

    En un remanso, que forma
el Guadalquivir, no lejos
de Guelves, a las dos noches
unos pescadores vieron,
    a la luz de escasa luna,
de un joven ahogado el cuerpo,
vestido aún. Procuraron
compasivos recogerlo;
    pero al llegar con la barca,
y al agitar con los remos
el agua, veloz corriente
llevó el cadáver. Suspensos
    siguiéronlo un corto rato
con los ojos, y muy presto
fue leve punto en las aguas,
y de vista lo perdieron.




ArribaAbajoEl sombrero



I

La tarde


    Entre Estepona y Marbella,
una torre fulminada,
hoy nido de aves marinas,
y en otro tiempo atalaya,
    corona con sus escombros
una roca solitaria,
que se entapiza de espumas,
cuando las olas la bañan.
    A la derecha se extiende
una humilde y lisa playa,
cuyas menudas arenas
humedece la resaca;
    y oculta entre dos ribazos
forma una escondida cala,
abrigo de pescadoras
o contrabandistas barcas.
    A este temeroso sitio,
mientras lento declinaba
a ponerse un sol de otoño
entre celajes de nácar,
    estando el viento adormido,
la mar blanquecina en calma,
y sin turbar el silencio
de las voladoras auras,
    sino el grito de un milano
que los espacios cruzaba,
y los de dos gavïotas,
cuyo tálamo era el agua,
    la divina Rosalía,
la hermosa de la comarca,
fugitiva y anhelante
llegó, sudosa y turbada.
    Su gentil cabeza y hombros
cubre un pañolón de grana,
dejando ver negras trenzas,
que un peine de concha enlaza;
    y de seda una toquilla,
azul, rosa, verde y blanca,
que las formas virginales
del seno dibuja y guarda.
    Su gallardo cuerpo adorna
de muselina enramada
un vestido; con la diestra
recoge la undosa falda,
    y el pie primoroso y breve,
que apenas su huella estampa
en la movediza arena,
más limpio desembaraza.
    Bajo el brazo izquierdo tiene
un envoltorio de nada,
cubierto con un pañuelo,
do el jalde y rojo resaltan.
    ¡Inocente Rosalía!
¿Qué busca allí?... ¡Temeraria!
¡Cuál su semblante divino,
lleno de vida y de gracia,
    desencajado se muestra!...
¡Qué palidez!... ¡Qué miradas!...
Está haciendo, bien se advierte,
un grande esfuerzo su alma.
    Sí, los ojos brilladores,
los ojos que tienen fama
en toda la Andalucía,
por su fuego y sus pestañas,
    en el peñón, que lejano
apenas se dibujaba
entre la neblina (seña
de mudarse el tiempo), clava.
    Dos lágrimas relucientes
sus mejillas deslustradas
queman, un hondo suspiro
del pecho oprimido arranca.
    Queda suspensa un momento:
luego de pronto la cara
vuelve a Estepona, temblando:
juzga que una voz la llama.
    Y la llama, es cierto... ¡Ay triste!
Mas ¿qué importa? Otra, más alta,
más fuerte, más poderosa,
desde Gibraltar la arrastra.
    En el peñasco asentose,
de la hundida torre basa;
miró en torno, y de su seno
sacó y repasó esta carta:
    «Sí, mi bien; sin ti la vida
me es insoportable carga;
resuélvete, y no abandones
a quien ciego te idolatra.
    »Contigo nada me asusta,
sin ti todo me acobarda;
mi destino está en tus manos:
ten resolución, y basta.
    »Resolución, Rosalía,
cúmpleme, pues, tus palabras:
no tendrás que arrepentirte,
te lo juro con el alma.
    »En cuanto venga la noche,
volveré sin más tardanza
al sitio aquel que tú sabes,
en una segura lancha.
    »Espérame, vida mía;
si no te encuentro, si faltas,
ten como cierta mi muerte.
Corro al momento a la plaza
    »de Estepona, allí pregono
mi proscripto nombre, y paga
de mi amor será un cadalso
delante de tus ventanas.»
    Se estremeció Rosalía,
no leyó más, y borraban
sus lágrimas abundantes
las letras de aquella carta.
    Llévala a los labios fríos,
la estrecha al seno con ansia,
mira al cielo, «Estoy resuelta»,
dice, y se consterna y calla.

    Torna al peñón (que parece
una colosal fantasma
con un turbante de nubes,
de nieblas con una faja)
    la vista otra vez. La extiende
por la mar, que, muerta y llana,
fundido oro se diría
del sol poniente en la fragua.
    Juzga ver un negro punto
que se mueve a gran distancia:
Ya se muestra, ya se esconde.
¿Será?... ¡Oh Dios!... ¿Será?... La escasa
    luz del crepúsculo todo
lo confunde, borra y tapa.
Con los ojos Rosalía
los resplandores, que aún marcan
    la línea del horizonte,
sigue. Una nube la espanta,
que por el Sur aparece,
oscura y encapotada;
    y aún más el ver acercarse
por allí dos velas blancas,
cuyas puntas ilumina
del sol, ya puesto, la llama.


II

La noche


    Entró la noche; con ella
despertándose fue el viento.
Y el mar empezó a moverse
con un mugidor estruendo.
    Las nubes, entapizando
el oscuro y alto cielo,
la débil luz ocultaban
de estrellas y de luceros.
    No había luna; densas sombras
en corto rato envolvieron
tierra y mar. De Rosalía
ya desfallece el esfuerzo.
    Arrepentida, asombrada,
intenta... No, no hay remedio.
Cierra los ojos e inclina
la cabeza sobre el pecho.
    La humedad la hiela toda,
corto abrigo es el pañuelo;
tiembla de terror su alma,
tiembla de frío su cuerpo.
    Si cualquier rumor la asusta,
más sus mismos pensamientos;
pues ni uno solo le ocurre
de esperanza o de consuelo.
    Las velas que ha divisado
cuando el sol ya estaba puesto,
la atormentan, la confunden.
Las ha conocido: ¡cielos!
    Son, sí, las del guardacosta,
jabeque armado y velero,
terror de los emigrados,
de contrabandistas miedo.

    ¡Infelice Rosalía!...
A las ánimas de lejos
tocar las campanas oye
de la torre de su pueblo.
    ¡Oh cuánto la sobresaltan
aquellos amigos ecos!
Parécele que son voces
que la nombran. Gran silencio
    reinó después largo espacio.
Las olas, que van creciendo,
llegan a besar la peña,
de Rosalía los tiernos
    pies mojan... y no lo advierte:
clavada está. Los destellos
de la espuma que se rompe,
secas algas revolviendo,
    la deslumbran. De continuo
la reventazón inciertos,
fugitivos grupos blancos
le ofrecen del mar en medio,
    cual pálidas llamaradas.
Ella piensa que los remos
y la proa de un esquife
las causan... ¡Vanos deseos!

    Así pasó largas horas,
cuando un lampo ve de fuego
en alta mar, y en seguida
oye al cabo de un momento
    ¡poumb!... y retumbar en torno
como un pavoroso trueno,
que se repite y se pierde
de aquella costa en los huecos.
    Ve pronto hacia el lado mismo
otros dos o tres pequeños
fogonazos; mas no llega
el sordo estampido de ellos.
    Otra roja llamarada...
¡Poumb!, otra vez... ¡Dios!, ¿qué es esto?
Repitiéndose perdiose
este son como el primero.
    No hubo más: creció furioso
el temporal, y más recio
sopló el Sudoeste; las olas
de Rosalía el asiento
    embisten, de agua salobre
la bañan; estar más tiempo
no puede allí: busca abrigo
de la torre entre los restos.
    La lluvia cae a torrentes,
parece que tiembla el suelo;
dijérase ser llegada
ya la fin del universo.


III

La mañana


    Raya en el remoto Oriente
una luz parda y siniestra;
a mostrarse en vagas formas
ya los objetos empiezan.
    Espectáculo espantoso
ofrece Naturaleza,
las olas como montañas,
movibles y verdinegras,
    se combaten, crecen, corren
para tragarse la tierra,
ya los abismos descubren,
ya en las nubes se revientan.
    Rómpense en las altas rocas
alzando salobre niebla,
y la playa arriba suben,
y luego a su centro ruedan.
    Con un asordante estruendo:
silba el huracán, espesa
lluvia el horizonte borra,
y lo confunde y lo mezcla.
    La infelice Rosalía,
toda empapada, cubierta
con el pañolón mojado
que, o bien la ciñe y aprieta,
    o, agitado por el viento,
le azota el rostro y flamea,
volando ya desparcidas
fuera de él las negras trenzas;
    falta de aliento, de vida,
el alma rota y deshecha,
asida de los sillares
se aguanta inmóvil y yerta.
    Aparición de otro mundo,
sílfida, a quien maga artera
cortó las ligeras alas,
la juzgaran si la vieran.
    Tiende, espantados, los ojos
por el caos: nada encuentra
que socorro o que consuelo
en tal apuro le ofrezca.
    Descubre que una gran ola,
que tronadora se acerca,
entre las blancas espumas
envuelve una cosa negra:
    de ella no aparta los ojos,
ve que en la playa se estrella,
que al huir deja un sombrero
rodando sobre la arena.
    Y una tabla. -Rosalía
salta de las ruinas fuera,
corre allá, mientras las olas
se retiran. No la aterra
    otra mayor, que se avanza
más hinchada, más soberbia.
Ve en el madero lavado
los restos de sangre fresca...
    Coge el sombrero... ¡infelice!
Lo reconoce... Las fuerzas
le faltan, cae, y al momento
precipítase sobre ella
    una salobre montaña,
que la playa arriba entra,
y rápida retrocede,
no dejando nada en ella.
    Cual si dar tan solo objeto
de la borrasca tremenda,
lecho nupcial en los mares
a dos infelices fuera;
    a templar su furia ronca
los huracanes empiezan;
bajan las olas, la lluvia
se disminuye, y aun cesa.
    Rómpese el cielo de plomo,
y por pedazos se muestra
el azul, que ardientes rayos
de claro sol atraviesan.
    Ya se aclara el horizonte;
por el lado de la tierra
fórmanlo azules colinas,
que aún en parte ocultan nieblas.
    Una línea verde, obscura,
movible, lo forma y cierra
del lado del mar, y asoma
la claridad detrás de ella.
    Aunque silba duro el viento,
aunque es la resaca recia,
orna al mundo la esperanza
de prolongar su existencia.

    En esto una triste madre
y un tierno hermanillo llegan,
buscando a su Rosalía,
a aquella playa funesta.
    Llenos de lodo, empapados,
muertos de cansancio y pena,
tienden en redor los ojos,
y nada, ¡oh martirio!, encuentran.
    Al retroceder las aguas,
unas femeniles huellas
de pie breve reconocen
estampadas en la arena...
    «¡Rosalía!... ¡Rosalía!»
gritan y no oyen respuesta.
Van a la arruinada torre,
y hállanse sobre una piedra
    un envoltorio deshecho
entre fango, espuma y tierra,
y un pañuelo rojo y jalde
que le sirve de cubierta.




ArribaAbajoEl conde de Villamediana



I

Los toros


    Está en la plaza Mayor
todo Madrid celebrando
con un festejo los días
de su rey Felipe cuarto.
    Este ocupa, con la reina
y los jefes de palacio,
el regio balcón vestido
de tapices y brocados.
    En los otros, que hermosean
reposteros y damascos,
los grandes, con sus señoras
y los nobles cortesanos,
    ostentan soberbias galas,
terciopelos y penachos;
las damas y caballeros
llenan los segundos altos,
    y de fiesta gran gentío
los barandales y andamios,
jardín do a impulso del viento
ondean colores varios.
    Ante la Panadería,
del balcón del rey debajo
y de espalda a la barrera
en la arena del estadio,
    la guardia tudesca en ala,
parece un muro de paño
rojo y jalde, con cornisa
hecha de rostros humanos,
    sobre la cual vuelan plumas
en lugar de jaramagos,
y brillan las alabardas
heridas del sol de mayo.
    Los alguaciles de corte
con sus varas en la mano,
a la jineta en rocines,
están en fila a los lados.
    El rey, la reina, los grandes,
las damas, los cortesanos,
los tudescos y alguaciles,
el inmenso pueblo, y cuantos
    en la plaza están, los ojos
tornan de Toledo al arco,
por cuya barrera asoma
un caballero a caballo.

    Vese en medio de la arena,
furia y humo respirando,
los ojos como dos brasas,
los cuernos ensangrentados,
    con la pezuña esparciendo
ardiente polvo, el más bravo
retinto, a quien dio Jarama
hierba encantada en sus campos.
    Aún no estrenó la almohadilla
de su cuello erguido y alto,
hierro alguno, ni ha embestido
una sola vez en vano.
    Entre capas desgarradas
y moribundos caballos,
se ostenta como el guerrero
que se coronó de lauro,
    entre rendidos pendones,
sobre muros derribados;
del genio del exterminio
parece emblema y retrato.

    En un tordillo fogoso,
de africana yegua parto,
que de alba espuma salpica
el pretal, el pecho y brazos,
    que desdeñoso la tierra
hiere a compás con los cascos,
que una purpúrea gualdrapa
con primorosos recamos,
    de felpa y ante la silla,
en el testero un penacho,
la cabezada y rendaje
de oro y seda roja, y lazos
    en el cordón y en las crines
soberbio ostenta y ufano,
a combatir con el toro
sale aquel señor gallardo.
    Viste una capa y ropilla
de terciopelo más blanco
que la nieve, de oro y perlas
trencillas y pasamanos;
    las cuchilladas, aforros,
vueltas y faja de raso
carmesí; calzas de punto,
borceguíes datilados,
    valona y puños de encaje;
esparcen reflejos claros
en su pecho los rubíes
de la cruz de Santïago.
    Un sombrero con cintillo
de diamantes, sujetando
seis blancas gentiles plumas,
corona su noble garbo.
    Con la izquierda rige el freno,
en la diestra lleva en alto
un pequeño rejoncillo
con la cuchilla de a palmo.
    Acompáñanle dos pajes,
a pie, de uno y otro lado;
y llevan las rojas capas
prontas al lance en la mano:
    Síguenle sus escuderos
y un gran tropel de lacayos,
los que, por respeto al toro,
se van haciendo reacios.

    Puesto en medio de la plaza
personaje tan bizarro,
saluda al rey y a la reina
con gentil desembarazo.
    Aquel, serio, corresponde;
esta muestra sobresalto,
mientras el concurso inmenso
prorrumpe en vivas y aplausos.
    Era el gran don Juan de Tassis,
caballero cortesano,
conde de Villamediana,
de Madrid y España encanto
    por su esclarecido ingenio,
por su generoso trato,
por su gallarda presencia,
por su discreción y fausto.
    Gran favor se le supone,
aunque secreto, en palacio,
pues susurran malas lenguas...
pero mejor es dejarlo.
    De todos y todas dicen,
y es poner puertas al campo
querer de los maliciosos
sellar los ojos y labios.

    Valiente Villamediana,
cortas las riendas, y bajo
del rejoncillo el acero,
vase al toro paso a paso.
    Este cabecea, bufa,
la tierra escarba marrajo,
y espera instante oportuno
en que partir como el rayo.
    El paje de la derecha,
con grande soltura y garbo,
a la fiera irrita y llama,
la capa ante ella ondeando.
    Embiste, pues; el jinete
tuerce el bridón, de soslayo
pasa el toro, el otro paje
con la capa hace un engaño,
    y lo revuelve, y de nuevo
lo para. Determinado
le hostiga de frente el conde;
torna a embestir rebramando
    el jarameño; parece
que el caballero y caballo
van a volar a las nubes,
cuando de la fiera intactos,
    en primorosas corvetas
se separan y con saltos.
Un punto el toro vacila
bramido ronco lanzando,
    y desplómase en la tierra,
haciendo de sangre un lago
con el torrente que brota
por la cerviz, do, clavado,
    medio rejón aparece,
que el otro medio, en la mano
del noble y valiente conde
va al concurso saludando.
    Por balcones y barandas,
vallas, barreras y andamios,
formando una riza nube,
ondean pañuelos blancos;
    y «¡Viva!», el pueblo repite,
y los caballeros «¡Bravo!»,
y «¡Qué galán!» las mujeres,
haciendo lenguas las manos.
    La reina, que, sin aliento,
los ojos desencajados
en jinete y toro tuvo,
vuelve, ansiosa, respirando;
    «¡Qué bien pica el conde!», dice,
y «Muy bien», los cortesanos
repiten. El rey responde:
«Bien pica, pero muy alto.»
    Y en el rostro de la reina
clavó los ojos un rato.
Esta demudose, y todos
los señores de palacio,
    en quienes opinión propia
fuera un peregrino hallazgo,
repitieron, no sabiendo
lo que decían acaso,
    y de entrambas majestades
queriendo seguir el rastro:
«Pica muy bien; mas debiera
haber picado más bajo.»
    Dos toros más se corrieron,
en que caballeros varios
con gala y con valentía
gran destreza demostraron;
    mas es pretender lucirlo
después del conde gallardo,
exceso del amor propio,
cuyos esfuerzos son vanos.
    Ser en punto mediodía
las campanas avisaron
de Santa Cruz en la torre.
En su carroza a palacio
    retiráronse los reyes,
tras ellos los cortesanos,
y aquel inmenso gentío,
la plaza desocupando,
    se apiñó en arcos y puertas,
haciendo un todo compacto,
que por las primeras calles
rompió, que luego en pedazos
    por otras más dividiose,
después en grupos, que al cabo
reducidos a familias,
muy pronto se dispersaron.
    Tal vez así se desagua
un artificial pantano,
cuando se abren las compuertas
del malecón, y apretados
    torrentes por ellas salen,
que luego en arroyos varios
se dividen, y se pierden
finalmente por los campos.


II

Las máscaras y cañas


    Siguió el festejo a la tarde,
y llenose la gran plaza
con el pueblo y con la corte,
cual lo estuvo la mañana.
    Magníficas son las fiestas
que la regia villa paga,
para celebrar el nombre
del poderoso monarca.
    De clarines y timbales
al son que asorda las auras,
y al de orquestas numerosas,
que entonan guerrera marcha,
    en orden y a lento paso
numerosas mascaradas
entran por partes distintas,
y al rey y a la reina acatan.
    De los reinos diferentes
que el reino forman de España,
ostenta cada cuadrilla
distintivos y antiguallas,
    arbolando un estandarte
con el blasón de sus armas;
y de su música propia,
al compás de las sonatas,
    mézclanse ligeras luego,
formando mímica danza,
en concertado desorden
de figuras ensayadas.
    Los cascos y coseletes
de la indómita Cantabria,
de los fieles castellanos
las dobles cueras y calzas;
    las fulgentes armaduras,
de los infanzones gala,
del ligero valenciano
los zaragüelles y mantas;
    de chistosos andaluces
los sombrerones y capas,
y las chupas con hombreras
y con caireles de plata;
    los turbantes granadinos,
jubas, albornoces, fajas;
los terciopelos y sedas
de vestes napolitanas;
    de la Bélgica los sayos
con sus encajes y randas;
los milaneses justillos
con las chambergas casacas,
    y las esplendentes plumas
teñidas de tintas varias,
con los arcos y las flechas
que el cacique indiano gasta,
    forman un todo indeciso
que cubre la extensa plaza
de movibles resplandores,
de confusión bigarrada.
    Parece que está cubierta
con una alfombra persiana,
cuyos matices se mueven
al conjuro de una maga.
    Aquí añafiles moriscos,
allí tamboril y gaita,
más allá trompas guerreras,
acá sonorosas flautas;
    las antárticas bocinas
en un lado, las guitarras
y crótalos en el otro,
los caracoles de caza
    forman estruendo confuso
en que ya el acorde falta,
y que llenando el espacio
aun más aturde que halaga.
    Por fin, terminado el baile,
sepáranse las comparsas,
y hacia lados diferentes,
en orden puestas, descansan.
    Y cada una se dirige,
según la suerte la llama,
a saludar a los reyes
con solemnidad y pausa;
    y doblando la rodilla,
ofrecen a su monarca
un rico don de productos
de aquel reino que retratan.
    Despejando luego todas,
el circo desembarazan
a los nobles caballeros
que salen a correr cañas.
    Por la izquierda y la derecha
a un tiempo entraron galanas
dos diferentes cuadrillas,
que a unirse en el centro marchan.
    Compónese cada una,
compitiendo en garbo y gala,
de doce nobles jinetes,
que de dos en dos avanzan.
    El conde de Orgaz, mancebo
de gentileza y de gracia,
es caudillo de la una;
de la otra Villamediana.
    Aquel, en caballo negro,
enjaezado de plata,
de terciopelo amarillo
con celestes cuchilladas,
    vestido sale: figura
con argentinas escamas
peto y espaldar, y azules
lleva plumas y gualdrapa.
    Este, en un caballo blanco,
cuya crin el oro enlaza,
ostenta un rico vestido
de terciopelo escarlata:
    el arnés de hojuelas de oro,
y de rica seda blanca,
con brillantes bordaduras,
los afollados y faja.
    Unidas las dos cuadrillas,
hacia el regio balcón ambas,
al paso, la pista siguen
de los jefes que las mandan;
    y el concurso, en gran silencio,
curioso la vista clava
de los dos gallardos condes
en las brillantes adargas;
    pues logrando de discretos
y de enamorados fama,
interesa a todo el mundo
ver las empresas que sacan.
    Es la de Orgaz una hoguera
de la que el vuelo levanta
el fénix con este mote:
«Me da vida quien me abrasa.»
    Un letrero solamente
es la de Villamediana
que dice: «Son mis amores...»
Y luego reales de plata
    puestos cual si fueran letras,
con aquel renglón acaba.
La empresa de Orgaz la entienden
todos, y aciertan la llama
    que le da vida y le quema.
La del de Villamediana
despierta más confusiones,
aunque es en verdad bien clara.
    Propensión funesta tiene
el joven galán que alcanza
favores de una señora,
a la par hermosa y alta,
    de publicarlos al punto
y de sacarlos a plaza:
vanidad de enamorado
que en peligros no repara.
    Muchos el sentido entienden
que las monedas declaran,
mas por miedo disimulan
y de explicarlo se guardan.
    Otros, necios, se calientan
los cascos por descifrarla.
«Son mis amores dinero»,
repiten; pero no cuadra
    con el carácter del conde
esta explicación villana.
«Mis amores efectivos
son», dicen otros; ¡bobada!
    Velasquillo el contrahecho,
enano y bufón, que alcanza,
no sin despertar envidia,
gran favor con el monarca,
    a disgusto de los grandes
en el balcón regio estaba,
malicias diciendo y chistes
con insolencia y con gracia.
    Y o por faltarle su astucia
entonces, o porque trata
de vengarse del desprecio
con que la reina le acaba,
    o porque ve de mal ojo
al noble Villamediana,
o por gusto de hacer daño,
que es de tales bichos ansia,
    dijo: «Ta, ta; ya comprendo
lo que dice aquella adarga:
Son mis amores reales»,
y soltó la carcajada.
    Trémulo el rey y amarillo,
y conteniendo la saña,
«Pues yo se los haré cuartos»,
respondió al punto en voz baja.
    Lo oyó la reina, y quedose
inmóvil como una estatua,
pálida como la muerte,
hecha pedazos el alma.

    Las cuadrillas empuñando,
en vez de robustas lanzas,
de cintas y oro vestidas
leves quebradizas cañas,
    se embistieron... Imposible
es ya que encuentre palabras
con que describir la fiesta:
mi atención la reina embarga.
    ¡Pobre señora! Tampoco
merece versos y fama
tal diversión, ya reflejo
débil, copia degradada
    de las justas que ha dos siglos
los caballeros usaban
con gloria, que nunca gloria
en donde hay peligro falta,
    y en que las picas de guerra
dobles petos abollaban,
no los juncos inocentes,
sedas, brocados y holandas.


III

El sarao


    Mientras que la Monarquía
se desmorona, y el borde
toca de una sima horrenda,
duermen en pueriles goces,
    entre placeres se aturden,
deleites solo conocen,
sin cuidarse del peligro,
el rey de España y sus nobles.
    Así una casa se quema,
así desdichas atroces
sobre una infeliz familia
el ciego destino pone;
    y en tanto el imbécil ríe,
duerme el embriagado joven,
y el niño con sus juguetes
es el más feliz del orbe.
    Si alegre fue todo el día
con públicas diversiones,
con saraos y luminarias
no lo fue menos la noche.
    El pueblo las anchas calles
en gozosas turbas corre,
para ver iluminadas
las casas de los señores.
    En las plazas principales
suenan músicas acordes,
y farsas se representan
del rey celebrando el nombre.

    Del palacio del Retiro
llenos están los salones
de todo el fausto y la gala
que son honra de la corte.
    En los soberbios jardines
brillan vasos de colores,
que en el estanque reflejan
formando guirnaldas dobles.
    Un gran fuego de artificio
las densas tinieblas rompe
y rastros de luz envía
a las celestes regiones:
    de los rayos que le lanzan
los nublados tronadores,
dijérase que en la tierra
se estaban vengando entonces.
    Varias encendidas ruedas,
girando luego veloces
en atmósfera de chispas,
parecen mágicos soles;
    mas pronto en huecos tronidos
de humo blanco alzando un monte,
se disipa, y desparece
aquel gigantón enorme
    de luz, que ofuscó los astros
y que deslumbró a la corte
como trasunto o emblema
del orgullo de los hombres.
    En el salón de los reinos,
donde el trono de dos orbes,
de oro y terciopelo, estriba
en colosales leones,
    el rey está con las damas,
la reina con los señores,
y chocolate y conservas,
y helados pasan en orden,
    en mancerinas de oro
y en bandejas, cuyos bordes
lucientes piedras adornan
en caprichosas labores.
    En seguida se bailaron,
al compás de alegres sones,
las folías y chaconas,
y aun zarabandas innobles.
    De cada señora al lado
sitio un caballero escoge,
y en un cojín para hablarle
la rodilla izquierda pone.
    Allí en animados grupos
lo más rico y lo más noble
de Madrid y España asiste,
y extranjeros de alto porte.
    Estaban, pues... ¿De qué sirve
que el tiempo perdamos, nombres
ya olvidados repitiendo,
y que alcanzaron entonces
    boga por riqueza y sangre,
mas que hoy ya nadie conoce?
De conocidos hablemos,
de amigos nuestros, de hombres
    que aún los vemos y tratamos,
aunque ha dos siglos que esconde
sus cenizas el sepulcro,
sima que todo lo sorbe.
    En un lado de la sala
estaba el famoso Lope,
el Fénix de los Ingenios,
con el cabello y bigote
    blancos como pura nieve,
y al través se reconoce
de sus clericales ropas
que fue guerrero de joven.
    La insignia adorna su pecho
de la hospitalaria orden,
y el fuego brilla en sus ojos,
que hace a los mortales, dioses.
    Con él habla un caballero,
cabeza gorda, deformes
los pies, de negro azabache
melena y barba, mas noble
    aspecto; diciendo chistes
está, y resuenan conformes
carcajadas, y aun aplausos,
en cuantos hablar le oyen.
    Es don Francisco Quevedo,
a quien un clérigo, torpe
ya por la edad, ceceando
y con malicias responde.
    Ser él tal pronto se advierte
don Luis Góngora y Argote,
del nuevo estilo de moda
inventor, columna y norte.
    El padre Paravicino,
que de sabio alto renombre
goza, y a Madrid encanta
por sus peinados sermones,
    también es del corro; y luego
en él ufano ingiriose,
aún tan niño que en sus labios
ni bozo se ve que asome,
    don Esteban de Villegas,
español Anacreonte,
en versos cortos divino,
insufrible en los mayores.
    En una pausa del baile,
de Villamediana el conde,
que ha danzado con la reina,
alargó la mano a Lope,
    y como ingenio de marca
entre los otros mostrose.
Acaba de publicarse
su poema de Faetonte,
    en aquel tiempo un prodigio,
que hoy tiene apenas lectores;
obra de perverso gusto
y de hinchados clausulones.
    Góngora, que, envanecido,
un adepto de alto nombre
ve en tan claro personaje,
sus encomios prodigole.
    Y todos lo celebraban,
aunque yo decir no ose
si sus versos aplaudían
o su favor en la corte.
    Don Francisco Manuel Melo,
en quien se juntan los dotes
de historiador y poeta
con los bélicos blasones,
    allí está, aunque taciturno;
sin duda abriga temores
de que el duque de Braganza
su osado intento no logre.
    El gran don Diego Velázquez,
de pinceles españoles
gloria, también conversaba
con tan famosos autores;
    pero lo que dicen ellos
parece que apenas oye,
porque de Rubens los cuadros
con gran encanto recorre;
    y en aquel retrato ecuestre
del emperador, en donde
apuró Tiziano el arte,
los ojos árabes pone.
    También el rey un momento
afable al corro acercose,
hablando de una comedia
que salió al público entonces,
    y cuyo autor se nombraba
Un ingenio de esta corte,
a la cual, aunque por cierto
era un disparate enorme,
    todos dieron mil elogios
y de portento renombre,
pues que es obra del rey mismo
no hay en Madrid quien ignore.
    Ya muy tarde entró en la sala,
saludos y adulaciones
recibiendo del concurso,
con aire altanero y noble
    el conde-duque; se llegan
los grandes embajadores
para hablarle, el rey Felipe
con gran cariño le acoge;
    y con él, y con el nuncio
y un milanés, enredose
en importante coloquio,
que su atención regia absorbe.

    La reina, que en gallardía
a todas se sobrepone,
y cuyos hermosos ojos,
brillantes como dos soles,
    en Villamediana tuvo
clavados toda la noche,
viendo al rey y al favorito
con aquellos dos señores
    extranjeros en consulta,
que ha de ser larga supone
la conversación, notando
que hay vivas contestaciones.
    Mas atenta, al conde mira,
le hace una seña, y veloce,
aunque con gran disimulo,
de la sala retirose,
    de una danza numerosa
que empezó la gente joven
a enredar, aprovechando
la confusión y el desorden.
    Conoció al punto la seña
el favorecido conde,
que amantes favorecidos
las más pequeñas conocen.
    Pero no son ellos solos;
también, ¡ay!, de ellas se imponen
los celosos... El monarca
la señal fatal recoge.
    A salir Villamediana,
siguiendo su amado norte,
iba por distinto lado
del salón, cuando turbole
    el ver al rey furibundo,
que con miradas atroces,
ojos cual los de un fantasma,
en él sin quitarlos pone.
    Sobrecogido, de mármol,
ni a dar un paso atreviose,
y trabó, disimulando,
un altercado con Lope.


IV

Final


    En aquella galería,
adornada de arabescos
y follajes primorosos,
con oro y esmaltes hechos,
    y cuya baranda rica
daba hacia el jardín pequeño,
en que el caballo de bronce
estuvo por largo tiempo,
    sin más luz que la que esparce
la luna en mitad del cielo,
esperando a alguien la reina
está turbada y con miedo.
    Del concurso de la danza
y de la orquesta el estruendo,
que los salones ocupa,
oye resonar de lejos;
    y aunque sabe que notada
ha de ser su ausencia presto,
por dar al conde un aviso
atropella todo riesgo.
    Siglos los instantes juzga
con mortal desasosiego,
y en el barandal dorado
palpitante apoya el pecho.
    Mira al ecuestre coloso,
inmóvil, oscuro, enhiesto,
entre laureles y murtas,
y tiembla, ¡infelice!, al verlo.
    Alza a la pálida luna
los ojos de llanto llenos,
y se extravía su mente
por precipicios horrendos.
    Sin rumor y de puntillas,
como fantasma o espectro,
en el corredor entrose
la parte oscura siguiendo,
    un hombre embozado: llega
por detrás en gran silencio
a la reina, que, de espaldas
estando, no pudo verlo,
    y le tapa el noble rostro
con dos manos como hielo;
pero delicadas manos
que agita un temblor ligero.
    ¿Quién pudiera aproximarse
a dama de tal respeto,
sino el amante dichoso
con tal inocente juego?
    Así lo pensó ella misma,
pero aunque al primer momento
de sorpresa lanzó un grito,
pronto sobre sí volviendo:
    «Déjame, conde -prorrumpe
con dulces, lánguidos ecos-;
no es ésta ocasión de burlas,
pues es de infortunios tiempo.
    »Déjame y escucha, conde.»
Libre la dejan en esto
las manos que la cegaban,
y se encuentra sola, ¡cielos!,
    con su marido, que arroja
por los ojos rabia y fuego.
Queda la infeliz difunta;
mas tienen el privilegio
    las hembras del disimulo,
y en los críticos encuentros
mucha mayor agudeza
que el hombre de más ingenio.
    Al oír que el rey pregunta
con voz como voz de infierno,
«¿Yo conde?... ¿Yo?» En sí tornando
la reina, responde presto:
    «Sí, señor, de Barcelona...
Y se complace mi pecho
con tal título, afirmado
con vuestro poder y esfuerzo
    »después que habéis reprimido
la rebelión de aquel pueblo».
Quedó pasmado el monarca.
«Discreta sois por extremo,
    »-repuso, y tras pausa leve-,
mas ¿qué infortunios tenemos?»
Ya alentada la señora,
pues siempre el paso primero
    es el trabajoso, dijo:
«No faltan, señor, por cierto;
dígalo Flandes perdida,
y de Nápoles los reinos,
    »donde un ambicioso intenta
arrebatarnos el cetro;
o Milán, donde la peste
está tanto estrago haciendo;
    »y Portugal vacilante
do traidores encubiertos...»
Aquí atajola Filipo
con voz de lejano trueno:
    «Basta, pues, basta, señora;
sois francesa, bien lo veo;
tenéis interés muy grande
en mi honor y en el del reino.»
    «Veréis que uno y otro al punto
para aquietaros sostengo,
y que lavaré con sangre
la mancha que advierta en ellos.»
    Calló, y una atroz mirada
con el rostro descompuesto,
que pareció más terrible
de la luna a los reflejos,
    clavó en la reina; mirada
que destrozó aguda el seno
de la infeliz, pues temblando,
cayó sin sentido al suelo.

    Como sin rumor ninguno
vuela o se deshace un sueño,
desapareció el monarca;
fue a su cámara en silencio,
    tocó un silbato de oro,
que tuvo mágico efecto,
pues salió de los tapices,
al silbato obedeciendo,
    por una encubierta entrada
un humilde ballestero,
cual espíritu maligno
que al conjuro está sujeto.
    Era el favorito oculto
del rey; ambos un momento
hablaron con tal sigilo,
que el labio apenas movieron.
    Solo al irse el confidente,
se oyó decir al rey esto:
«Asegura bien el golpe,
y si has de vivir, secreto.»

    Al sarao y a los salones
tornó Filipo muy presto;
aunque pálido el semblante,
tranquilo y tal vez risueño,
    volvió a hablar al conde-duque,
el cual como astuto y diestro,
que su señor encubría
conoció cuidados nuevos.
    Al cabo de corto rato
anunciose que en su lecho
la reina indispuesta estaba,
y se dio fin al festejo.
    Sucedió al bullicio alegre,
al son de los instrumentos
y a la confusión festiva,
el más profundo silencio.
    Los cortesanos al punto
las actitudes y gestos
dejaron de la alegría,
y tomaron los del duelo;
    y a vaciarse los salones
comenzaron del inmenso
concurso, que los llenaba
de galas, vapor y estruendo.
    Villamediana, confuso,
de inquietud funesta lleno,
al retirarse saluda
al monarca con respeto,
    y este con una sonrisa
lo deja aterrado y yerto;
mientras, afable, despide
a los otros palaciegos.

    De la desdichada reina
la favorita, corriendo
sale por las antesalas,
busca al conde sin aliento,
    penetra la muchedumbre,
le hace señas desde lejos:
al fin le alcanza, va a hablarle,
un papel lleva encubierto:
    cuando se para y se hiela,
al rey de repente viendo:
tal queda liebre cobarde
de la serpiente el aspecto.
    El gran tropel que desciende
las escaleras, violento
arrastra a Villamediana,
que va delirante y ciego.
    Su carroza no parece...
En la de Orgaz toma puesto,
y ambos condes por las calles
(que aún no estaban, cual las vemos,
    alumbradas con faroles)
veloces van y en silencio.
Grita en una encrucijada
una voz: «¡Conde!» El cochero
    para al punto los caballos;
pregunta Orgaz desde dentro:
«¿A cuál de los dos?» De fuera
«Villamediana», dijeron.
    Villamediana, al estribo,
juzgando que es mensajero
de la reina quien lo llama,
sacó la cabeza y pecho;
    y al punto se lo traspasa
una daga de gran precio,
con tal furor, que a la espalda
asomó el agudo hierro.
    Cayó el herido en el coche
un mar de sangre vertiendo,
y de su amigo en los brazos
al instante quedó muerto.

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