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ArribaAbajoUn castellano leal



I

   «Hola, hidalgos y escuderos
de mi alcurnia y mi blasón,
mirad, como bien nacidos,
de mi sangre y casa en pro.
    »Esas puertas se defiendan,
que no ha de entrar, ¡vive Dios!,
por ellas, quien no estuviere
más limpio que lo está el sol.
    »No profane mi palacio
un fementido traidor,
que contra su rey combate
y que a su patria vendió.
    »Pues si él es de reyes primo,
primo de reyes soy yo;
y conde de Benavente,
si él es duque de Borbón.
    »Llevándole de ventaja,
que nunca jamás manchó
la traición mi noble sangre,
y haber nacido español.»

    Así atronaba la calle
una ya cascada voz,
que de un palacio salía
cuya puerta se cerró;
    y a la que estaba a caballo
sobre un negro pisador,
siendo en su escudo las lises
más bien que timbre, baldón;
    y de pajes y escuderos
llevando un tropel en pos,
cubierto de ricas galas,
el gran duque de Borbón,
    el que, lidiando en Pavía,
más que valiente, feroz,
gozose en ver prisionero
a su natural señor;
    y que a Toledo ha venido,
ufano de su traición,
para recibir mercedes,
y ver al emperador.


II

   En una anchurosa cuadra
del alcázar de Toledo,
cuyas paredes adornan
ricos tapices flamencos,
    al lado de una gran mesa
que cubre de terciopelo
napolitano tapete
con borlones de oro y flecos,
    ante un sillón de respaldo,
que entre bordado arabesco
los timbres de España ostenta
y el águila del Imperio,
    de pie estaba Carlos quinto,
que en España era primero,
con gallardo y noble talle,
con noble y tranquilo aspecto.
    De brocado de oro blanco
viste tabardo tudesco,
de rubias martas orlado,
y desabrochado y suelto,
    dejando ver un justillo
de raso jalde, cubierto
con primorosos bordados
y costosos sobrepuestos,
    y la excelsa y noble insignia
del Toisón de Oro pendiendo
de una preciosa cadena
en la mitad de su pecho.
    Un birrete de velludo
con un blanco airón, sujeto
por un joyel de diamantes
y un antiguo camafeo,
    descubre por ambos lados,
tanta majestad cubriendo,
rubio, cual barba y bigote,
bien atusado el cabello.
    Apoyada en la cadera
la potente diestra ha puesto,
que aprieta dos guantes de ámbar
y un primoroso mosquero.
    Y con la siniestra halaga,
de un mastín muy corpulento,
blanco, y las orejas rubias,
el ancho y carnoso cuello.

    Con el condestable insigne,
apaciguador del reino,
de los pasados disturbios
acaso está discurriendo.
    O del trato que dispone
con el rey de Francia, preso,
o de asuntos de Alemania,
agitada por Lutero,
    cuando un tropel de caballos
oye venir a lo lejos
y ante el alcázar pararse,
quedando todo en silencio.
    En la antecámara suena
rumor impensado luego;
ábrese al fin la mampara
y entra el de Borbón soberbio.
    Con el semblante de azufre
y con los ojos de fuego,
bramando de ira y de rabia
que enfrena mal el respeto,
    y con balbuciente lengua
y con mal borrado ceño,
acusa al de Benavente,
un desagravio pidiendo.

    Del español condestable
latió con orgullo el pecho,
ufano de la entereza
de su esclarecido deudo.
    Y, aunque advertido, procura
disimular cual discreto,
a su noble rostro asoman
la aprobación y el contento.
    El emperador un punto
quedó indeciso y suspenso,
sin saber qué responderle
al francés, de enojo ciego.
    Y aunque en su interior se goza
con el proceder violento
del conde de Benavente,
de altas esperanzas lleno
    por tener tales vasallos,
de noble lealtad modelos,
y con los que el ancho mundo
será a sus glorias estrecho.
    Mucho al de Borbón le debe
y es fuerza satisfacerlo;
le ofrece para calmarlo
un desagravio completo.
    Y llamando a un gentilhombre,
con el semblante severo
manda que el de Benavente
venga a su presencia presto.


III

   Sostenido por sus pajes,
desciende de su litera
el conde de Benavente,
del alcázar a la puerta.
    Era un viejo respetable,
cuerpo enjuto, cara seca,
con dos ojos como chispas,
cargados de largas cejas.
    Y con semblante muy noble,
mas de gravedad tan seria,
que veneración de lejos
y miedo causa de cerca.
    Era su traje unas calzas
de púrpura de Valencia,
y de recamado ante
un coleto a la leonesa.
    De fino lienzo gallego
los puños y la gorguera,
unos y otra guarnecidos
con randas barcelonesas.
    Un birretón de velludo
con un cintillo de perlas,
y el gabán de paño verde
con alamares de seda.
    Tan solo de Calatrava
la insignia española lleva,
que el Toisón ha despreciado
por ser Orden extranjera.

    Con paso tardo, aunque firme,
sube por las escaleras,
y al verle, las alabardas
un golpe dan en la tierra.
    Golpe de honor y de aviso
de que en el alcázar entra
un grande, a quien se le debe
todo honor y reverencia.
    Al llegar a la antesala,
los pajes que están en ella
con respeto le saludan,
abriendo las anchas puertas.
    Con grave paso entra el conde,
sin que otro aviso preceda,
salones atravesando
hasta la cámara regia.

    Pensativo está el monarca,
discurriendo cómo pueda
componer aquel disturbio,
sin hacer a nadie ofensa.
    Mucho al de Borbón le debe,
aún mucho más de él espera,
y al de Benavente mucho
considerar le interesa.
    Dilación no admite el caso,
no hay quien dar consejo pueda,
y Villalar y Pavía
a un tiempo se le recuerdan.
    En el sillón asentado,
y el codo sobre la mesa,
al personaje recibe,
que, comedido, se acerca.
    Grave el conde lo saluda
con una rodilla en tierra,
mas como grande del reino
sin descubrir la cabeza.
    El emperador, benigno,
que alce del suelo le ordena,
y la plática difícil
con sagacidad empieza.
    Y entre severo y afable,
al cabo le manifiesta
que es el que a Borbón aloje
voluntad suya resuelta.
    Con respeto muy profundo,
pero con la voz entera,
respóndele Benavente
destocando la cabeza:
    «Soy, señor, vuestro vasallo;
vos sois mi rey en la tierra,
a vos ordenar os cumple
de mi vida y de mi hacienda.
    »Vuestro soy, vuestra mi casa,
de mí disponed y de ella,
pero no toquéis mi honra
y respetad mi conciencia.
    »Mi casa Borbón ocupe,
puesto que es voluntad vuestra;
contamine sus paredes,
sus blasones envilezca,
    »que a mí me sobra en Toledo
donde vivir, sin que tenga
que rozarme con traidores,
cuyo solo aliento infesta;
    »y en cuanto él deje mi casa,
antes de tornar yo a ella,
purificaré con fuego
sus paredes y sus puertas.»

    Dijo el conde, la real mano
besó, cubrió su cabeza
y retirose, bajando
a do estaba su litera.
    Y a casa de un su pariente
mandó que le condujeran,
abandonando la suya
con cuanto dentro se encierra.
    Quedó absorto Carlos quinto
de ver tan noble firmeza,
estimando la de España
más que la imperial diadema.


IV

   Muy pocos días el duque
hizo mansión en Toledo,
del noble conde ocupando
los honrados aposentos.
    Y la noche en que el palacio
dejó vacío, partiendo
con su séquito y sus pajes
orgulloso y satisfecho,
    turbó la apacible luna
un vapor blanco y espeso,
que de las altas techumbres
se iba elevando y creciendo.
    A poco rato tornose
en humo confuso y denso,
que en nubarrones obscuros
ofuscaba el claro cielo;
    después, en ardientes chispas,
y en un resplandor horrendo
que iluminaba los valles,
dando en el Tajo reflejos,
    y al fin su furor mostrando
en embravecido incendio,
que devoraba altas torres
y derrumbaba altos techos.

    Resonaron las campanas,
conmoviose todo el pueblo,
de Benavente el palacio
presa de las llamas viendo.
    El emperador, confuso,
corre a procurar remedio,
en atajar tanto daño
mostrando tenaz empeño.
    En vano todo; tragose
tantas riquezas el fuego,
a la lealtad castellana
levantando un monumento.
    Aún hoy unos viejos muros
del humo y las llamas negros,
recuerdan acción tan grande
en la famosa Toledo.




ArribaAbajoUna noche de Madrid en 1578



I

Tres galanes


    En el pretil de palacio,
cerca de una casa antigua,
donde hoy estudia sus obras
un esclarecido artista,
    van a cumplirse tres siglos
que su palacio tenía
de Éboli el príncipe ilustre,
Rodrigo Gómez de Silva.
    Sus magníficos salones
eran de la corte envidia:
tanta riqueza y tal gusto
en ellos resplandecía.
    Las más espléndidas telas,
hasta aquel tiempo no vistas,
que nuestras naves gloriosas
transportaban de la China,
    adornaban sus paredes
del friso hasta las cornisas,
y eran en sus balconajes
pabellones y cortinas.
    Los portentos del Tiziano,
y los que el arte prolija
de la bélgica paciencia,
émula de aquel, tejía,
    escaleras, antesalas
y corredores vestían,
pareciendo sus figuras,
figuras de bulto y vivas.
    Sobre ricos escritorios,
cuyas puertas embutidas
de concha y nácar formaban
un laberinto a la vista,
    y sobre mesas de mármol
de las sierras granadinas,
de mosaicos de alto precio,
de maderas exquisitas,
    juguetes de filigrana
primorosos relucían,
y búcaros olorosos
de las españolas Indias.
    En aquel siglo, de Europa
iguales no conocían
sus carrozas y caballos,
ya de tiro, ya de silla.
    Y en joyas, galas y plumas,
jarrones de oro y vajillas,
los de un príncipe de Oriente
sus repuestos parecían.
    Pero el tesoro más grande
que en aquel palacio había,
pasmo, prodigio y asombro
de la corte de Castilla,
    era el de la gran belleza,
el de la gracia expresiva,
el del claro entendimiento,
el de la alta gallardía
    de la esposa de Ruy-Gómez,
de la princesa divina,
diosa de aquel rico templo,
sol de aquella esfera y vida.

    Tres distintos personajes
a diversas horas iban
a rendirle obsequio o culto,
a conquistar su sonrisa,
    ardiendo sus corazones,
aunque de edades distintas,
en el delirante fuego
que una beldad rara inspira.
    Melancólico era el uno,
de edad cascada y marchita,
macilento, enjuto, grave,
rostro como de ictericia,
    ojos siniestros, que a veces
de una hiena parecían,
otras, vagos, indecisos,
y de apagadas pupilas.
    Hondas arrugas, señales
de meditación continua,
huellas de ardientes pasiones
mostraba en frente y mejillas.
    Y escaso y rojo cabello,
y barba pobre y mezquina
le daban a su semblante
expresión rara y ambigua.
    Era negro su vestido,
de pulcritud hasta nimia,
y en su pecho campeaba
del Toisón de Oro la insignia.

    Era el otro recio, bajo,
de edad mediana; teñían
sus facciones de la audacia
las desagradables tintas.
    Moreno, vivaces ojos,
negros bigote y perilla,
aladares y copete,
boca grande, falsa risa,
    formando todo un conjunto
de inteligencia y malicia,
con una expresión de aquellas
que inquietan y mortifican.
    Lujoso era su atavío,
mas negligente, y tenían
no sé qué sus ademanes
de una finura postiza.

    El último era el más joven,
de noble fisonomía,
pálido, azules los ojos
con languidez expresiva,
    castaño claro el cabello,
alto, delgado, muy finas
maneras3, y petimetre
sin dijes ni fruslerías.
    Ser un caballero ilustre,
de educación escogida,
cortés, moderado, afable,
mostraba a primera vista.
    El primero iba de noche,
desde que desparecían
los crepúsculos de ocaso
en las montañas vecinas,
    hasta que las altas torres
de la coronada villa
recordaban los sufragios
de las ánimas benditas.
    Por la mañana el segundo
frecuentaba su visita,
cuando no estaba en su casa
Rodrigo Gómez de Silva.
    El tercero entraba en ella
sin hora ni época fija,
pero siempre que encontraba
alguna ocasión propicia.

    Y la gallarda princesa,
la discreta, noble y linda,
¿por quién de ellos?... Por ninguno;
cual la estrella matutina
    era su alma pura, como
el sol su inocencia limpia.
... Mas lo que pasa en el pecho
solo Dios lo sabe y mira.
    Cuando la princesa estaba
en la presencia aflictiva
del primero, miedo helado
por sus venas discurría.
    En la del segundo, grave
se mostraba y aun altiva,
pero inquieta y recelosa
midiendo sus frases mismas.
    Y con el tercero estaba,
aunque silenciosa, fina,
y sin temor ni recelo,
pero triste y discursiva.
    El rey Felipe segundo,
a quien España se humilla,
es el galán misterioso
de las nocturnas visitas.
    El segundo, Antonio Pérez,
secretario que tenía
del rey estrecha privanza,
cual brazo de sus intrigas.
    Juan de Escobedo, el tercero,
amigo en quien deposita
el insigne don Juan de Austria
sus secretos y su estima.


II

La meditación


    De Madrid el regio alcázar
triste y mezquino era entonces,
donde hoy el palacio nuevo
ostenta su inmensa mole.
    De ladrillo y berroqueña,
y en cada esquina una torre,
era albergue poco digno
de los reyes españoles.
    Ni el arco ni la armería
cerraban la plaza, donde
hoy se forma la parada
para los regios honores,
    pues hasta el margen del río,
de menos caudal que nombre,
apenas cuestas mediaban
entre viejos murallones.

    Una tarde sosegada
de abril, cuando al horizonte
entre dorados celajes
y entre ligeros vapores
    el claro sol descendía,
dando lugar a la noche,
de quien los luceros daban
ya en Oriente resplandores,
    de tal ya olvidado alcázar,
en uno de los balcones,
se descubría de lejos,
vestido de negro, un hombre,
    que, en la baranda apoyado,
al Occidente encarose,
gran rato permaneciendo
en una actitud inmoble.
    Era Felipe segundo,
que de altas meditaciones
políticas fatigado,
a respirar asomose.
    Y con los ojos siguiendo
al sol, ya poniente entonces,
varios pensamientos llena
su mente, en que cabe el orbe.

    Lo primero que le ocurre
es que el astro que se pone
aún ilumina radiante
a la lusitana corte.
    A la cabeza del reino
que la desventura enorme
de una expedición guerrera,
tan cristiana como noble,
    bajo su dominio ha puesto;
y sagaz discurre sobre
los medios de asegurarse
diadema de tal renombre.
    Tomando más largo vuelo
su imaginación veloce,
salva los inmensos mares,
y sigue al sol, que traspone
    para llevar luz y vida
a las ignotas regiones,
en que gloriosos ondean
estandartes españoles.
    Y al pensar que en cuantos climas
visita el astro y recorre,
vasallos suyos alumbra,
en su grandeza gozose.

    Pero, tornando en sí mismo,
el vuelo altivo recoge,
y su vanidad se estrella
en siniestras reflexiones.
    Al ver los celajes densos,
que de la esfera borrones,
del sol el descenso aguardan
para ofuscarle, latiole
    el pecho agitado, y dijo:
«Del mismo modo los hombres
a que un rey decline esperan,
para tragarlo feroces.»
    Se le figuró el gran astro
cadáver que de vapores
con la mortaja se hundía
en la tumba de los montes;
    y recordando que todo
la muerte lo traga y rompe,
retembló, de sudor frío
su rostro seco bañose,
    y tornó la vista a Oriente,
ya dominio de la noche,
el espectáculo huyendo
que el ocaso presentole.
    Notó allí varios luceros
relucir, y sonriose
amargamente, exclamando
con hondas e internas voces:
    «Si la majestad declina
y su resplandor se esconde,
¡qué ufanos su pobre brillo
muestran vulgares señores!»

    También aparta los ojos
del Oriente, hallando donde
quiera que los revolvía,
desengaños o temores,
    y de Éboli en el palacio,
que estaba cerca, los pone,
y sin intento los clava
en sus abiertos balcones.
    Por ellos juzga que advierte
dos bultos en los salones,
uno blanco y de señora,
el otro obscuro y de hombre.
    Y un agudo grito lanza,
su rostro se descompone,
y las tinieblas maldice
de la ya cerrada noche.
    Los ojos baja, y a Pérez
viendo que se acerca, entrose
cerrando el balcón maldito
con recio y violento golpe.


III

El secreto


    En un oscuro aposento
que solamente alumbraban
las luces de dos bujías
en candeleros de plata,
    donde tiene su despacho
el augusto rey de España,
y donde a pocas personas
se les permite la entrada,
    a su secretario Pérez
Felipe segundo aguarda,
pues que llegó a conocerlo
al atravesar la plaza.
    A los muy pocos momentos
cruje y se abre la mampara,
y Pérez entra en silencio,
y mudo a su rey acata.
    Este, afable le recibe,
que se le aproxime manda,
y en conversación secreta
dijéronse estas palabras:

   «Mi hermano don Juan (al cabo
es bastardo y esto basta)
con su ambicioso manejo
va a precipitar a Holanda.»
   «Su poder allí es temible.»
«Yo, Pérez, no temo nada;
todos sus pasos vigilo
y sé cuanto piensa y habla.»
   «Vuestra comprensión inmensa...»
«Y mi poder. Confianza
tiene en don Juan de Escobedo.»
«Es de sus planes el alma.»
   «Recibe sus instrucciones.»
«También recibe sus cartas.»
«Y en una cartera verde,
que jamás del seno aparta,
    las lleva... Las necesito.»
«Pues no es cosa fácil...» «Nada
a mi poder es difícil.
¿Y juzgas, Pérez, que trata
    con la princesa estas cosas?...
Las discretas, o son falsas...
o se alucinan...» «No creo
que una señora tan alta...»
   «Y tan bella y entendida...
Pero Escobedo en su casa
entra de oculto... Esta noche...»
Siguió el rey en voz tan baja
    hablando a su secretario,
y con expresión tan vaga,
que adivinar no es posible
cuáles fueron sus palabras.

    Palabras que escuchó Pérez
con una zozobra extraña,
con el pecho palpitante,
y con la faz demudada.
    Y al callar el rey, le dijo:
«Vuestra Majestad lo manda,
y es para mí ley suprema
su voluntad soberana.
    »Mas, señor... Si por escrito,
una orden vuestra firmada,
o la firma solamente...
con solo la firma basta.»
    Dio un paso atrás, furibundo,
al escucharlo, el monarca,
y lo fulmina y lo aterra
con dos ojos como brasas.
    Pérez, que se abriera el suelo
quisiera bajo sus plantas,
y que en aquel punto mismo
lo confundiera y tragara.
    Cuando, de pronto, Felipe,
con una sonrisa amarga,
y el desprecio con que mira
un feroz tigre a una rata:
    «Dices bien -prorrumpe-, amigo:
Toma, que la empresa es ardua...»
Y escribiendo cuatro líneas
en un papel, se lo alarga.
    Temblando lo toma Pérez
y va a partir; mas le traba
el brazo con mano dura,
más dura que unas tenazas,
    el rey; en su helado rostro
ojos del infierno clava,
diciendo: «Secreto y priesa,
y yo soy quien te lo encarga.»
    Marchó Pérez, y Felipe
tomando el estoque y capa,
salió solo, y dirigiose
de la princesa a la casa.


IV

La cartera verde


    En su magnífico estrado,
¡cuán gallarda, cuán hermosa
brilla la persona ilustre
de doña Ana de Mendoza!
    De seis candelas de esperma
que un candelabro coronan,
do recorta y abrillanta
la luz cinceladas hojas,
    al resplandor aparecen
su tez de nieve y de rosa,
de oro puro sus cabellos,
claros luceros sus joyas.
    Sentada en un taburete
el brazo ebúrneo coloca
en un velador cuadrado,
que cubre persiana estofa,
    y en que matizadas flores
dan al ambiente su aroma,
en vasos de porcelana
de extraño barniz y forma.

    Enfrente de la princesa,
en un sillón de caoba,
de los primeros acaso
que se usaron en Europa,
    está Felipe segundo,
procurando a toda costa
de amable y franca dulzura
dar el aire a su persona.
    Y después de varias frases,
de mera etiqueta todas,
y de discretas razones
de cortesana lisonja:
    «Al anochecer -prorrumpe-
¿habéis tenido, señora,
alguna visita?» Y clava
los ojos, cual de raposa,
    en el pálido semblante
de doña Ana de Mendoza,
que responde balbuciente:
«No, señor..., he estado sola;
    »mi mayordomo un momento...»
No dijo más, y a la boca
del rey, que nada contesta,
sonrisa infernal asoma.
    Tras de un rato de silencio,
que a doña Ana se le antoja
un siglo, se alza Felipe,
un laúd templado toma,
    y galán se lo presenta
diciendo: «Tened, señora;
dad vida al callado ambiente,
encadenad mi alma toda.»
    La princesa, obedeciendo,
las cuerdas pulsa sonoras,
y melancólicos tonos
sin concierto alguno brotan.

    El rey, lento, se pasea
por la estancia, dando poca
atención a lo que escucha,
que otras ideas le acosan.
    Y aunque gran sosiego finge,
es su inquietud bien notoria,
y que habla consigo mismo
en su semblante se nota.
    La princesa lo conoce
y trasuda y se acongoja,
pidiéndole a Dios de veras
que la visita sea corta.
    Al balcón el rey se acerca
y lo abre inquieto, se asoma,
y se retira, y escucha,
y sin cerrarlo lo entorna.
    Entra la brisa en la sala,
agita las luces todas,
y a su ondulación parece
que todo se mueve y borra,
    y que el aposento tiembla,
y que en fantásticas formas
los muebles y colgaduras
ya se alargan, ya se acortan.
    «Señor -dice la princesa-:
el viento, ¿no os incomoda?
Está harto fresca la noche,
cuidad más vuestra persona.»
    Iba a responder Felipe,
cuando a las ánimas tocan
las campanas, y en la tierra
con gran devoción se postra.
    Lo mismo hace la princesa,
en silencio entrambos oran,
se santiguan, y levantan,
y el rey mudo a escuchar torna.

    Se oye un rumor a lo lejos,
y como un grito; se azora
la dama, y dice: «¿Qué suena?»
Y, el alma deshecha y rota,
    va hacia el balcón. Mas Felipe
lo cierra de pronto, y ronca
la voz: «Nada ha sido -dice-,
el rumor de alguna ronda.»
    De mármol queda doña Ana,
el rey clavado en la alfombra,
y todo en hondo silencio,
y en quietud la estancia toda.

    Llega un paje, anuncia a Pérez,
y entra Pérez. Su persona
es más siniestra que nunca,
más descompuesta su ropa.
    Es su semblante de azufre
entreabierta trae la boca,
y tiemblan sus miembros todos,
grande agitación le agobia.
    Desconcertado, en secreto
dice al rey palabras pocas,
y de terciopelo verde
le da una cartera. Toma
    la cartera el rey, la mira,
y en contemplarla se goza,
mostrando su faz el gusto
que en su corazón rebosa.
    También la ilustre princesa
la mira y la mira ansiosa,
la reconoce y advierte
de sangre en ella una gota;
    de sangre fresca, y de sangre
ve en la mano temblorosa
de Pérez alguna mancha,
y en sus puños y valona.
    Y da un profundo gemido,
su cabeza se trastorna,
y exánime y desmayada
en un sillón se desploma.


V

El cadáver. El fugitivo. El muerto


    A la mañana siguiente,
cuando fue devoto pueblo
a oír la misa del alba
de Santa María al templo,
    en aquella corta calle,
más bien callejón estrecho,
que por detrás de la iglesia
sale frente a los Consejos,
    se halló tendido un cadáver.
De un lago de sangre en medio,
con dos heridas de daga
en el costado y el pecho.
    Pronto fue reconocido
por el de Juan de Escobedo,
del insigne don Juan de Austria
secretario y camarero.
    Y como aún rico ostentaba
la cadena de oro al cuello,
y magníficos diamantes
en los puños y en los dedos,
    que obra no fue de ladrones
se aseguró, desde luego,
el horrible asesinato
que a Madrid cubrió de duelo.
    Fugitivo a pocos meses
Antonio Pérez, el reino
de Aragón turbó con bandos
y desastrosos sucesos,
    y condenado y proscrito,
pobre, aborrecido, enfermo,
murió en la mayor miseria
en países extranjeros.

    Y después de algunos años,
al rey Felipe, ya viejo,
arrebatole la muerte
a dar cuenta al Ser Supremo.
    Dónde se habrán encontrado
los tres, tan solo saberlo
puede Dios, mas yo imagino
que habrá sido en el infierno.

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