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ArribaAbajoAmor, honor y valor



I

El ejército


    De trompas y de atambores
retumba marcial estruendo,
que en las torres de Pavía
repite gozoso el eco,
    porque a libertarlas viene
de largo y penoso cerco
el ejército del César
contra el del francés soberbio.
    Aquel reducido y corto,
este numeroso y fiero;
el uno descalzo y pobre,
el otro de galas lleno.
    Pero el marqués de Pescara,
hijo ilustre y predilecto
del valor y la victoria,
tiene de aquel el gobierno.
    Porque los jefes ancianos
y los príncipes excelsos
que lo mandan, se someten
a su fortuna y su esfuerzo;
    y en él gloriosos campean
los invictísimos tercios
españoles, cuya gloria
es pasmo del universo.
    Manda las francesas huestes
el rey Francisco primero,
que ve las del quinto Carlos
con orgulloso desprecio.
    Y juzgando un imposible
que osen venir a su encuentro
con tan cortos escuadrones,
con tan escasos pertrechos,
    no a la batalla, al alcance
prepárase, repitiendo:
«Para la cobarde fuga
levantan el campamento.»

   En tanto de él, en buen orden
y en sosegado concierto
(después de dar a las llamas
y de hacer pasto del fuego
    las tiendas y los reparos,
las barracas y repuestos),
salen a coger laureles
los imperiales guerreros,
    de Nápoles el ilustre
visorrey al frente de ellos,
en un caballo rüano,
que es del Vesubio remedo.

    Ricas armas refulgentes,
en que dan vivos destellos
las labores de oro y plata
del sol naciente al reflejo
    lleva, y sobre el rico almete,
en la cimera sujeto,
penacho amarillo y rojo,
que mece apacible viento.
    Cien alabardas de escolta
cércanle; delante, enhiesto,
va su pendón, y le siguen
personajes de respeto.
    En el escuadrón segundo,
de un arnés blanco cubierto,
y de un sayo de brocado,
en un frisón corpulento
    pasa de Borbón el duque:
¡lástima que tan egregio
príncipe, contra su patria
y su rey combata ciego!
    Entre los varios señores
y famosos caballeros
que le acompañan, descuella
por lo galán y lo apuesto
    el joven marqués del Vasto,
armado de azules veros,
con blancas y azules plumas,
gallardas alas del yelmo.
    En un pisador castaño
que con la espuma del freno,
escarcha en copos de plata
los azules paramentos,
    su destreza de jinete,
con corvetas y escarceos,
y su agilidad de mozo
va, presumido, luciendo.

    Tras de este escuadrón segundo
marcha el escuadrón tercero,
y Alarcón a su cabeza,
cana barba, rostro serio,
    armas fuertes, mas sin brillo,
corcel alto, duro, recio,
una refornida lanza
que empuña un puño de hierro;
    sin visera ni penacho,
capacete de gran peso,
y sobreveste y gualdrapa,
ambas de velludo negro,
    sin recamadas insignias,
sin divisas ni embelecos,
eran, como lo era siempre,
su simple y marcial arreo.
    Siguen tras los hombres de armas
los escuadrones ligeros,
y de Cívita-Santángel
el marqués al frente de ellos.
    Joven, valiente y gallardo,
ignorando va risueño
que a manos de un rey la muerte
le aguarda a pocos momentos.
    Rico y galán sayo viste
de purpúreo terciopelo:
¡Harto pronto con su sangre
más purpúreo ha de ponerlo!
    De un cuartago de Calabria,
causa de su fin funesto,
rige las flexibles bridas,
que cortadas serán luego.

    Las triunfadoras banderas
donde desarrolla el viento
los castillos y leones,
ya de dos mundos respeto,
    y que adorna la fortuna
de palma y laurel eternos,
dondequiera que tremolan
en entrambos hemisferios,
    la invencible infantería
de los españoles tercios,
en bien formadas escuadras,
sigue por lado diverso.
    Descalza, pero contenta;
pobre, mas de noble esfuerzo
tan rica, que a sus hazañas
es el orbe campo estrecho.
    El valor y gracia reinan,
y de la muerte el desprecio,
en sus ordenadas filas,
de frugalidad modelo,
    y que de vencer seguras
llenan de coplas el viento,
con apodos y con vayas
de andaluces a gallegos.
    A sus bravos capitanes,
humildes obedeciendo,
forman un bosque de picas
cuyas puntas son luceros,
    y donde los arcabuces,
preñados de rayo y trueno,
van pronto a llenar el aire
de humo, plomo, muerte y miedo.
    Allí el capitán Quesada,
allí el capitán Cisneros,
y Santillana, el alférez,
y Bermúdez, el sargento,
    y Roldán el sevillano,
extremado arcabucero,
y mil y mil allí estaban,
gloria del hispano suelo,
    cuyos inmortales nombres
la fama guarda del tiempo,
y al pronunciarlos palpita
de todo español el pecho.
    Con un limpio coselete,
del sol envidia y espejo,
con celada borgoñona
sin cimera ni plumero,
    y con sus calzas de grana,
y con su jubón eterno
de raso carmesí, llega
después de dejar dispuesto
    como caudillo el ataque,
y como caudillo experto,
el gran marqués de Pescara
en su tordillo ligero.
    En su diestra centellea
un estoque de Toledo,
y un broquel redondo embraza
con una muerte en el medio.
    Viene, y se coloca al frente
de los españoles tercios,
de sus planes y esperanzas
con gran razón fundamento.
    Y con el semblante afable,
y con el rostro risueño,
responde a sonoros vivas
en sazonado gracejo.
    Detrás de los españoles,
tardos marchan los tudescos,
que apiñados parecían
muro movible de cuerpos.
    Sus amarillos pendones
las águilas del Imperio
ostentan, y lentamente
las siguen con gran silencio.
    Micer Jorge de Austria, anciano
de gran valor y respeto,
va a su frente en un morcillo
que hunde donde pisa el suelo.
    Lleva arnés empavonado,
y devoto hasta el extremo,
con franciscana capucha
el casco y gorjal cubiertos.
    Las últimas que desfilan
y salen del campamento,
son las banderas de Italia
en pelotones pequeños.
    Dos culebrinas de bronce
y una lombarda de hierro,
son toda la artillería
para tan terrible empeño.
    Don César Napolitano,
caudillo bizarro y diestro,
y el capitán Papacodo
vienen a su frente puestos.

    Ya los franceses cañones,
cuyo número era inmenso,
contra estas huestes lanzaban
muerte envuelta en humo y fuego.
    Y ya viva escaramuza
se iba rápida encendiendo,
entre avanzados jinetes
y alentados ballesteros,
    y aun del incendiado campo
llegan a ocupar sus puestos
a todo correr soldados,
y a escape los caballeros.
    Solo entre tantos no acude,
cuando siempre es el primero,
el gallardo don Alonso
de Córdoba, y lo echan menos,
    porque de un noble el retardo
en tan críticos momentos,
es mucho más reparable,
porque debe dar ejemplo.
    Y por esperarle todos
miran hacia el campamento,
donde con grande sorpresa
ven, y quédanse suspensos,
    que su tienda solamente
no es ya de las llamas cebo,
y que aún intacta descuella
entre el general incendio.


II

La tienda


    Entre humos, llamas, cenizas,
que volando en remolinos
del abandonado campo,
al sol ofuscan el brillo,
    de don Alonso la tienda
tiene desde lejos fijos
de la multitud los ojos,
la atención de sus amigos.
    Aderezado un overo
cerca de ella, altos relinchos
da, y huella y escarba el polvo,
no cabiendo ya en sí mismo.
    Porque la mano en el diestro
tiene sujeto su brío
un paje, que también tiene
un lanzón con pendoncillo.
    Están dentro de la tienda,
a un lado, sentada en rico
almohadón de terciopelo
sobre tapete morisco,
    una gallarda señora
con semblante dolorido,
teniendo en sus bellos brazos
dos hermosísimos niños.
    Y en pie, a su frente, un joven
de brillante arnés vestido,
la cabeza sin almete
y el rostro contemplativo.
    Dos luceros son los ojos
de aquella dama o prodigio,
que a las mejillas de nácar
le dan perlas por rocío.
    Las negras y luengas trenzas
con negligente prendido
dan más blancura a su frente,
dan a sus ojos más brillo,
    dan más carmín a sus labios
de amor poderoso hechizo,
dibujando un albo cuello
y un seno de ángeles nido;
    pues viendo en él agrupados
a los dos infantes lindos,
el llamarle de esta suerte
no es exagerado estilo.
    El mancebo, armado, muestra,
en aspecto y atavío,
de su linaje lo ilustre
y de su cuna lo rico.
    Es el noble don Alonso
de Córdoba, que cautivo
de un amor firme, combate
por salir de un laberinto.
    Del gran marqués de Alcaudete
hermano, y aun presuntivo
heredero, aquella hermosa
ha tiempo tiene consigo,
    con disgusto y con despecho,
no solo del marqués mismo,
sino de otros dos hermanos
capitanes de gran brío,
    que en las huestes españolas
con el de Pescara invicto,
para avalorar su nombre
ocupan honroso sitio.

    La dama, en ilustre sangre,
al joven esclarecido
no iguala, es cierto, mas junta
a los altos atractivos
    de la gracia y la belleza,
del donaire y señorío,
y de los ojos de fuego,
y del hablar argentino,
    tal bondad y tal ternura,
tan cultivado y pulido
entendimiento y modales
tan dulces, gratos y finos,
    que de don Alonso tienen
disculpa los extravíos,
por prenda en quien tantas dotes
colocar el cielo quiso;
    pues amor y entendimiento
y valor, siempre se ha dicho
que igualarlo pueden todo:
y no es error el decirlo.
    Ella es honrada, aunque humilde,
y para hombre bien nacido
el honor de las mujeres
no es juguete de capricho.
    Y si es que tiene de padre
ya la obligación consigo,
con Dios y con los sensatos
se ve en grande compromiso.

    Don Alonso, caballero
de tan altos requisitos,
cuando va a exponer la vida
a un inminente peligro
    (siempre solemne momento
en que entra el hombre en sí mismo,
porque voces que no mienten
le dan interiores gritos),
    revuelve allá en su cabeza
mil encontrados arbitrios
para entre el mundo y el cielo
encontrar algún camino.
    Su pecho es campo en que luchan
irritados enemigos,
preocupaciones, afectos,
miramientos y cariños.
    Y con los brazos cruzados,
el rostro helado y marchito,
desencajados los ojos,
convulsos los labios fríos,
    hecha pedazos el alma,
el corazón derretido,
quisiera que un rayo ardiente
le clavara en aquel sitio.

    La dama, que no sospecha
el confuso laberinto
en que se pierde su amante,
demudado y discursivo,
    creyendo que el amor sólo
detiene su heroico brío,
en momento en que el retardo
pone el honor en peligro,
    sollozando: «¿Qué os detiene,
-dice-, amado dueño mío,
cuando las tropas os llaman
y os espera el enemigo?
    »Volad, que yo no os detenga;
volad, señor, os suplico,
vuestro nombre y vuestra fama
son antes que yo y mis hijos.»
    De tal labio, don Alonso,
al escuchar tal aviso,
que fue del honor espuela
y del amor incentivo,
    en sí torna, se resuelve,
y dando un largo suspiro,
como lo da el que cansado
sale de un profundo abismo:
    «Decís bien, señora -exclama-;
mas venid a ser testigo
de que pago cuanto debo
a Dios, a vos y a mí mismo.»
    Cálase el yelmo; del brazo
en frenético delirio
ase a la dama, que aprieta
contra su seno a los niños.
    Sale con ella y con ellos,
monta en el overo altivo,
acomoda en la gurupa
a su dama y a sus hijos,
    y hacia el campo de batalla
a escape toma el camino,
en velocidad y en fuego
rayo o disparado tiro.
    Todos cuantos le esperaban
reconócenlo al proviso,
de que traiga, avergonzados,
tal embarazo consigo.
    La lenguaraz soldadesca
prorrumpe en picantes dichos,
pues no hay respeto que imponga
freno al vulgacho maligno.
    Y los dos nobles hermanos
de don Alonso, ofendidos,
de enojo y cólera ciegos,
en tierra los ojos fijos,
    temiéndose nueva afrenta
en tal hora y en tal sitio,
con las viseras esconden
los rostros excandecidos.


III

El caballero


    Sin templar las flojas bridas,
ni dar descanso a la espuela,
el ilustre don Alonso
a do están los tercios llega;
    dando al desprecio las burlas,
sordo haciéndose a la befa
de licenciosos soldados
y de desatadas lenguas,
    ante el marqués de Pescara,
que siente tal ocurrencia,
y que está suspenso y grave,
pone fin a la carrera.
    Desocupa los arzones,
a niños y madre apea,
y con firme acento dice,
alzándose la visera:
    «Marqués de Pescara egregio,
pues circula en vuestras venas
sangre tan noble y cristiana
como el mundo reverencia,
    »no extrañaréis el que un noble,
que de cristiano se precia,
sus obligaciones cumpla
y satisfaga sus deudas;
    »ni que un valiente soldado
que a combatir marcha, quiera
para entrar con más empeño,
dejar mayores riquezas.
    »Ni que tranquila su alma
al lance llevar pretenda,
porque si es del valor centro,
mayor valor hay en ella.
    »Yo estoy obligado y debo,
mil bienes se me presentan
que asegurar, y mi alma
la tranquilidad anhela.
    »Bajo vuestro patrocinio
cumpla, pues, pague, enriquezca,
mi alma tranquilice, y obre
según Dios y mi conciencia.
    »Al capellán que os asiste
mandadle, señor, que venga,
y que me case ahora mismo
aquí con doña Teresa.
    »Y bendecido mi enlace,
estos dos ángeles sean
hijos legítimos míos,
purgados de toda afrenta.
    »Y si el cielo dispusiese
que yo caiga en la pelea,
habrá quien me sustituya
en lealtad y en fortaleza.»
    Calló; y el Pescara insigne
y los jefes que le cercan,
conmovidos y admirados,
tan cristiano empeño aprueban.

    Viene el capellán al punto
en una mula; se apea,
de don Alonso elogiando
acción tan gallarda y buena.
    Entusiasmo por las filas
cunde con la extraña nueva,
porque una acción generosa
tiene mágica influencia.
    Y un ejército, testigo
siendo de la boda, hecha
fue con los sagrados ritos
que a sacramento la elevan.
    Desmáyase la señora,
y en los brazos la sustenta
su esposo, que a entrambos niños
contra la coraza aprieta.
    Se enternece el sacerdote,
Pescara los brazos echa
al regocijado novio,
y da mil enhorabuenas.
    El ejército, de vivas,
admirado el aire llena.
Vienen los amigos todos,
todos los curiosos llegan.
    Y de don Alonso entonces
ya no tienen resistencia
los enojados hermanos,
y entre sus brazos lo estrechan;
    y despojándose afables
de anillos y de cadenas,
unos dan a su cuñada,
otros en los niños cuelgan.
    De cordialidad, de gozo,
y de dicha tal escena
formando, en aquel momento,
que a un mármol enterneciera.

    Pero los instantes urgen:
don Alonso, activo, ordena
a su esposa y a sus hijos
retirar de allí a gran priesa;
    porque ya silban las balas,
y ya cruzan las saetas,
y las trompas y atambores
dan de combatir la seña;
    y cabalgando ligero,
la lanza en la cuja puesta,
vuelto al marqués de Pescara
dice así con voz resuelta:
    «Por uno antes combatía,
porque uno tan solo era,
mas hoy combatir por cuatro
quiero que el mundo me vea:
    »Por mí, por mis tiernos hijos
y por mi esposa discreta:
Vos veréis, caudillo excelso,
si sé hacerlo, aunque perezca.»
    Revuelve el potro, la lanza
en el ristre a punto puesta.
Y en lo más trabado y recio
entrose de la pelea.
    Síguenle sus dos hermanos;
y de los tres las proezas
en aquel tremendo día,
que a España de gloria llena
    fueron tales, que lograron
aplausos y recompensas,
y en el clarín de la fama
nombre inmortal, gloria eterna.




ArribaAbajoLa victoria de Pavía

Al señor don Mariano Roca de Togores.





I

Pescara y los españoles


    De la sitiada Pavía,
desde las gigantescas torres
que el bravo Antonio de Leiva
guarda con sus españoles,
    entre nubes de humo y polvo
do arcabuces y cañones,
de rayos llenan el aire,
de truenos el horizonte,
    se ve la horrenda batalla
en que disputan feroces
Francisco y Carlos el cetro
de Italia y de todo el orbe.
    Dos veces más numerosos
los franceses escuadrones
son, que los que allí combaten
de Carlos Quinto en el nombre.
    Y aquellos, a su cabeza,
con lo que valen al doble,
tienen a su rey Francisco,
monarca de excelsos dotes.
    Pues en valor y destreza,
y en caballeroso porte,
quien le exceda y sobrepuje
el mundo no reconoce.
    Al ejército del César
si la ventaja negole
el cielo, de ver al frente
a su soberano entonces,
    le dio la de que lo rija
el aventajado y noble
marqués de Pescara invicto,
guerrero de alto renombre.
    Y si es en número escaso
y viene de galas pobre,
también con la fama cuenta
de los tercios españoles.

    La francesa artillería,
cuyo número era enorme,
deshace apretadas filas,
espesas hileras rompe,
    y cual tempestad horrenda
llena de pavor el orbe,
borrando el son de las trompas
y de los cabos las voces.
    Mas las imperiales huestes
desprecian el fuego, y corren
a que decida el combate
de la dura lanza el bote.
    Y de Nápoles embiste
el visorrey a galope,
de hombres de armas y ligeros
con los bravos escuadrones.
    El rey de Francia los suyos,
numerosísimos, pone,
mas cual bisoño caudillo,
para la batalla en orden.
    ¡Cuán gallardo y rozagante,
augusto, lozano y joven,
oprime un tordo rodado
que a tal dueño corresponde!
    De morado terciopelo
y brocado de oro, sobre
el arnés fúlgido, lleva
veste de ricas labores:
    efes de oro son y lises
que deslumbran como soles,
y de oro y morada seda
lazos, borlas y cordones.
    En el alto capacete,
del viento halago y azote,
amarillos y morados
vuelan flexibles airones.
    Y en medio de ellos descuella
una flecha de oro, donde
primoroso pendoncillo
un claro emblema propone.
    Bordada una salamandra
que en vivo fuego se esconde,
es el cuerpo de la empresa,
y modo et non plus el mote.
    El almirante de Francia,
personaje de alto nombre;
el gran príncipe de Escocia,
gallardo y hermoso joven;
    el príncipe de Navarra;
de San Pol el bravo conde;
el mariscal Montmorency,
y otros insignes señores,
    le acompañan y le sirven,
con él las filas recorren,
y con él al campo abierto
salen a esperar el choque.

    Terrible fue; parecía
que se encontraban los montes,
que se desplomaba el cielo
y que caducaba el orbe.
    Mas, ¡ay!, las fuerzas de Francia
eran en número dobles,
y el valor no hace imposibles,
aunque el valor los arrostre.
    Si bien del virrey la lanza
dio al almirante fin noble;
si bien insignes franceses
cayeron de los arzones;
    si bien resisten constantes,
como murallas de bronce,
los imperiales jinetes,
al cabo al cabo, eran hombres.
    Muere del rey en la lanza
el desventurado joven,
a quien Cívita-Santángel
por su marqués reconoce.
    El mismo Alarcón a tierra
vino de una maza al golpe,
como cae gigante pino,
cual se desploma una torre.
    Y a pie combate y resiste
dando tajos y mandobles,
y a su vigor y destreza
debió no morir entonces.
    El del Vasto en gran peligro
se ve entre diez borgoñones,
y tiene que abrirse paso
con la punta del estoque.
    Todo es muerte y exterminio;
cuatro jinetes se oponen
a cada jinete nuestro,
sin que la lid abandone.
    Y ya no queda esperanza
de que a la victoria logre
seducir tan alto esfuerzo,
y tantas hazañas nobles,
    cuando el capitán Quesada
en el combate lanzose,
seguido de cien certeros
arcabuces españoles.
    Y con tanto tino asesta
sus rayos atronadores,
que a los contrarios asombra
y en retirada los pone.

    En tanto, por otra parte,
otros frescos escuadrones
de bien montados franceses,
Francia apellidando a voces,
    arrollando cuanto encuentran,
con la lanza en ristre corren,
y a los tercios de la Italia
vencen, deshacen y rompen.
    Los esguízaros que siguen
de la Francia los pendones,
a reforzar el combate
presurosos se disponen.
    Y hasta el mismo rey Francisco
con nuevo escuadrón a trote,
va a asegurar la victoria
que ya suya reconoce.
    El gran marqués de Pescara
que lo advierte, decidiose,
confiado en su fortuna,
a aventurar todo entonces:
    y con risueño semblante
a los tercios españoles
torna, y animoso dice:
«¡Ah de mis fuertes leones!
    »Vuestro debe ser el día;
allí donde más feroces
los enemigos se agolpan,
allí hay laureles mayores.
    »Venid conmigo a cogerlos,
vuestras frentes solas logren
coronarse con sus ramas
entre tan varias naciones.»
    Vivas que asordan el aire,
y seis mil bravos acordes
lanzan, sonoroso grito
de ansia, de gloria y renombre,
    fue la respuesta. Y al punto
con celeridad moviose
de picas y de arcabuces
un espesísimo bosque.
    Al momento, la fortuna,
tan indecisa hasta entonces,
en las imperiales huestes
los mudables ojos pone,
    y del pendón de Castilla
los gloriosos resplandores
encantaron sus miradas,
y en su favor declarose.
    Los arcabuces de España
no hay fila que no destrocen,
no hay caballo que no ahuyenten,
no hay guerrero que no postren.
    Y las picas españolas
no hay escuadra que no arrollen,
embate que no resistan,
ni denuedo que no asombren.
    Huyen de su ardiente brío,
de sus balas y sus botes,
los franceses, hombres de armas,
y los ligeros peones.
    Y los esguízaros huyen
en confusión y desorden,
y huyen los nobles jinetes,
y huye el rey mismo a galope,
    y de un ejército inmenso
que ya vencedor juzgose,
triunfa el marqués de Pescara
con sus seis mil españoles.

    Este valiente caudillo,
cuyo esfuerzo no conoce
rival en el ancho mundo,
más alta empresa dispone:
    y ordenando que el alcance
prosigan los vencedores,
y que los tudescos vengan
a sostenerlos veloces,
    junta a varios caballeros
y de armas a algunos hombres,
que escaramuzando andaban
sin jefes y sin pendones;
    y poniéndose a su frente,
y requiriendo el estoque,
en un escuadrón lejano
que el rey Francisco recoge,
    para tornar donde pueda
dejar bien puesto su nombre,
al grito de cierra España
con nueva furia lanzose.

    En tanto Antonio de Leiva,
que la ventaja conoce
de las fuerzas imperiales,
cual raudo torrente rompe
    por las puertas de Pavía,
y cayendo osado sobre
la retaguardia francesa,
en grande aprieto la pone.
    Ya es de Carlos la victoria,
ya los tercios españoles,
como el huracán que arrasa
los enmarañados bosques,
    abriéndose en un momento
ancha calle a sus furores,
no ven ya en su paso estorbo,
no encuentran quien los afronte.
    Pero en medio de su triunfo
con pasmo y con dolor oyen
de que su Pescara es muerto
correr las siniestras voces.
    Es cierto que no parece
desde que con pocos hombres
de armas le vieron lanzarse
con tanto denuedo, donde,
    aun trabada la pelea,
reina confuso desorden.
Vengarlo, pues, juran todos,
y allá revuelven feroces,
    cuando entre el polvo y el humo
ven aparecer al trote,
al victorioso caudillo
de sus esperanzas norte.
    Mas, ¡oh Dios, en cuál estado!,
herido su rostro noble,
pasado el brazo siniestro
de una lanza al duro bote;
    el coselete partido
y atravesado del golpe
de una bala que parece
que fin a sus glorias pone.
    Y el tordillo moribundo
herido en cuello y quijotes,
un raudal de negra sangre
derramando a borbotones.
    Las españolas escuadras
quedan al mirarlo inmobles,
y el placer de la victoria
en llanto y dolor tornose.
    Al cabo llega Pescara
sin que la muerte le asombre,
y dice con voz tranquila,
partiendo los corazones:
    «¿Por qué os detenéis, amigos?
Valerosos españoles,
pues ya es vuestra la victoria
nada mi falta os importe.»
    Desplómase el tordo en tierra;
dos capitanes recogen
al general en los brazos,
y Vega, su gentilhombre,
    del sangriento coselete
le desencaja los broches,
y ve..., ¡oh placer!, que la bala,
causa de tantos temores,
    aplastada contra el pecho,
leve contusión esconde:
del coselete, sin duda,
en los adornos de bronce
    perdió su temible fuerza,
o por dicha disparose
desde tan lejos, que trajo
escasa violencia el golpe.
    Reanímanse los soldados,
por milagro reconocen
dicha tan grande, y en vivas
prorrumpen y alegres voces.
    Y repuesto el mismo herido,
que traspasado juzgose,
de la contusión del pecho
por los agudos dolores,
    «¡Bendito sea Dios!», exclama.
Ármase de nuevo, y sobre
otro corcel restablece
en las escuadras el orden.
    Y en las márgenes floridas
del manso Tesín, por donde
se retiran derrotados
de Francia los escuadrones,
    sembrando exterminio y muerte,
aparecieron veloces
el gran marqués de Pescara
y los tercios españoles.


II

El estandarte ante todo


    Del Tesín en las orillas
quiere hacer su último esfuerzo,
vencido y avergonzado
el rey Francisco primero.
    Sus numerosas escuadras
dispersas ve y sin aliento,
y fuerzas aún poderosas
en confuso desconcierto.
    Con el estoque en la mano,
de cálida sangre lleno,
pues soldado fue valiente,
si no fue caudillo experto;
    deslucidas ya sus galas,
deslustrados sus arreos,
y abollados de los golpes
el capacete y el peto,
    en su corcel, que de espuma,
de sangre y sudor cubierto,
cruza fatigado el campo
obediente a espuela y freno,
    solo y sin séquito corre
llamando a sus caballeros;
denosta sus fugitivos,
recoge algunos dispersos,
    y revuelve valeroso
a escaramuzar ligero,
pensando que aún algo puede
con su valor y su ejemplo.
    Todo en vano; la fortuna
la espalda y rostro le ha vuelto,
y hasta las heces el cáliz
beberá del vencimiento.
    De Alarcón los hombres de armas
vestidos de tosco hierro,
los del virrey denodados
y los de Borbón soberbio,
    y entre el tropel de jinetes,
mezclados arcabuceros
españoles, cuyas balas
tienen prodigioso acierto,
    del rey de Francia infelice
invalidan los esfuerzos,
y hacen sordos a sus voces
a los franceses guerreros.

    El despechado monarca
del desapiadado cielo
tenaz resistencia opone
al inmutable decreto.
    Y retirarse ordenados
a sus esguízaros viendo,
del Tesín a un ancho vado,
donde su fin va a ser cierto,
    vuela a ponerse a su frente
para advertirles el riesgo
que van a hallar en las aguas,
por no arrostrar el del fuego,
    y los conjura y exhorta
a que con él revolviendo,
noble resistencia opongan
al vencedor altanero;
    y que cual valientes busquen
con él de salud un puerto,
no del Tesín en las ondas,
mas de la lid en el hierro;
    que allí segura es la muerte,
y aquí bien puede no serlo;
que aquí aún les espera gloria,
y allí solo vilipendio.
    Mucho alcanza, pues consigue
formarlos y contenerlos,
y ya de esperanza nueva
ve casi el rostro risueño,
    cuando aterrador fantasma
se ve venir a lo lejos:
los pendones invencibles
de los españoles tercios.
    Y olvidando que a su frente
tienen hombre tan excelso,
y del engañoso río
olvidando el grave riesgo,
    los esguízaros soldados,
de pánico asombro llenos,
huyen, al rey abandonan,
y al vado parten derechos.
    El francés monarca entonces,
las lágrimas del despecho
quemando su rostro augusto,
quiere morir como bueno,
    y vuela hacia el puente, donde
aún resisten con empeño
algunos fieles magnates,
algunos nobles guerreros.

    Mas, ¡ay!, la suerte tremenda
llegar le impide a aquel puesto,
donde libertad y gloria
iba a conseguir al menos,
    pues que silbadora bala,
de ignoto arcabuz partiendo,
de su corcel fatigado
rompe y atraviesa el pecho.
    Vacila el bruto, retiembla,
de sangre espumosa el suelo
en raudo torrente inunda,
quédase clavado y yerto.
    De nieve son sus orejas,
de sus ojos muere el fuego,
y en grave estruendoso golpe
desplómase con su dueño.
    ¡Oh dolor, yace en el fango
el trono de Francia excelso,
el poderoso monarca
que juzgaba el orbe estrecho!
    De inconstancias de fortuna
grande y doloroso ejemplo,
y de la humana soberbia
aterrador escarmiento.
    Nada hay firme en este mundo:
valor, gloria, nombre, imperio,
cuando una espada se empuña,
todo queda en duda puesto.

    El hidalgo vizcaíno
Juan de Urbieta, que cubierto
de tosco arnés, en un potro
escaramuzaba suelto,
    pasa y ve bajo el caballo
tan lucido caballero,
que por levantarse pugna
con inútiles esfuerzos.
    No sospechando quién era
le pone el lanzón al pecho,
y «Ríndete al punto -grita-
o quedarás aquí muerto.»
    Respóndele el derribado:
«Soy el rey de Francia, quedo
a tu emperador rendido,
y heme ya tu prisionero.»
    Retira Urbieta la lanza
con el debido respeto,
y con tan rara fortuna
pasmado queda y suspenso.
    Animado el rey prosigue:
«Que al punto bajes te ruego,
que este maldito caballo
me revienta con su peso.»
    Iba el noble vizcaíno
a darle socorro presto,
y ya para echarse a tierra
soltó el estribo derecho,
    cuando del puente a la boca
ve de franceses en medio
su estandarte, y que el alférez
solo le está defendiendo.
    Y el honor de su estandarte,
y la fe del juramento,
más que ansia de vanagloria
en su alma ilustre pudieron.
    «Ya, señor -al rey le dice-,
socorro daros no puedo,
que es mi estandarte ante todo,
y está mi estandarte en riesgo.
    »Confesad que os he rendido,
y pues que prenda no llevo,
porque podáis conocerme
si a vuestra presencia vuelvo,
    »miradme, que soy mellado».
Y alzando del tosco yelmo
la visera, en un instante
le mostró dos dientes menos.
    Y revolviendo el caballo
al puente voló ligero,
con el lanzón en el ristre,
de honra y de lealtad modelo.


III

Un rey prisionero


    Mientras el bizarro Urbieta
va a libertar su estandarte,
dejando la alta fortuna
que le plugo al cielo darle,
    al rey Francisco, impedido
de moverse y levantarse,
porque le sujeta en tierra
de su caballo el cadáver,
    Diego Ávila, el granadino,
también hombre de armas, vase,
y que se rinda le grita
decidido y arrogante.
    Respóndele el rey: «Rendido
a otro español estoy antes,
y que soy el rey de Francia
para tu gobierno sabe.»
    Sorprendido el granadino
de aventura tan notable,
«¿A ese español -le pregunta-
habéis dado prenda o gaje?»
    «Le di solo mi palabra,
que mi palabra es bastante
-contesta el rey-; si quieres,
toma mi espada y mi guante,
    »y sácame del caballo
y ayúdame a levantarme,
que la visera me ahoga
y esta pierna se me parte.»
    Ávila toma las prendas
destilando fresca sangre,
echa pie a tierra, y ayuda
al rey con trabajo grande,
    y levántalo, y el yelmo
le desencaja al instante
para que le dé en el rostro,
que lo ha menester, el aire.

    Hita, soldado gallego,
tosco y de toscos modales,
con su sangrienta alabarda
y desharrapado traje,
    llega, y con poco respeto,
ya resuelto a despojarle,
de la insignia se apodera
del más elevado arcángel.
    De San Miguel el collar
échase al cuello el salvaje,
con su tosquedad y harapos
haciendo extraño contraste.
    El rey le dijo: «Valiente,
por él te doy de rescate
seis mil ducados de oro,
y más, si en más lo estimares.»
    Y contestole el gallego:
«Guardarele, que colgarle
de mi emperador al cuello
podré yo, temprano o tarde.»

    En esto llegaban otros
soldados sin capitanes,
con la victoria embriagados,
cebados con el pillaje,
    y en su sagrada persona
ponen sus manos rapaces;
la veste del rey desgarran,
sus preseas se reparten,
    y le arrebatan del yelmo
la bandereta y plumajes,
que la codicia villana
no guarda respeto a nadie.
    Ávila, Hita y Urbieta
(que ya en salvo su estandarte
dejó), con vanos esfuerzos
por defenderle combaten.
    Cuando llegaron a punto
varios nobles personajes,
que tan feroz soldadesca
obligan a reportarse,
    enseñándoles valientes
a que respeten y acaten
a la majestad augusta,
que aunque vencida es muy grande.

    De estar el rey prisionero
cunde la nueva al instante,
por el uno y otro campo
con efectos desiguales.
    Los franceses caballeros
de más valor y linaje,
tornan a correr la suerte
que a su rey Dios quiso darle.
    Y los jefes y caudillos
de las tropas imperiales
vuelan a que cese al punto
la mortandad y la sangre.
    El de Pescara glorioso
corre ligero a la parte
en que al rey Francisco juzga
expuesto a villano ultraje.
    Llega, del caballo salta,
y con respeto admirable,
hincadas ambas rodillas,
la mano quiere besarle.
    No lo consiente el monarca,
que tiene un consuelo grande
en verse ya protegido
por hombre que tanto vale.
   Y obligándole risueño
de la tierra a levantarse,
«Noble marqués de Pescara,
pues que la fortuna os cabe
    »-le dice- de tal victoria,
os pido no se derrame
de mis vencidos vasallos
la desventurada sangre.
    »Y espero que en vos encuentren
protector, amparo y padre,
los franceses que se miren,
como yo en tan duro trance.»
    De lágrimas arrasados
los ojos al escucharle
Pescara: «Señor -le dice-
vuestra súplica es en balde,
    »pues la nación española,
que logra triunfo tan grande,
en la victoria es tan noble
como brava en el combate.»

    También el del Vasto llega
y el rey lo recibe afable,
y con dignidad lo elogia
por su apostura y su talle.
    Y el consuelo se divisa
en su abatido semblante,
de verse entre caballeros
que tratar con reyes saben.

    Mas imprevisto incidente
vino de nuevo a alterarle,
y a hacer más terrible y duro
su destino deplorable.
    De Borbón el duque altivo,
¡desacato repugnante!,
a su rey vencido quiere
sin reparo presentarse.
    ¿Y cómo? Manchado todo
con propia francesa sangre,
de un valor mal empleado
haciendo insolente alarde.
    No le conoce Francisco;
pero de pronto, al mirarle,
dio, por un secreto impulso,
de gran enojo señales.
    Y quién era, preguntando,
como el marqués contestase:
«Señor, de Borbón el duque»,
puso un ceño formidable.
    Y volviendo las espaldas
con dignidad, ocultarse
quiso entre aquellos guerreros,
porque el duque no llegase.
    Notolo Pescara al punto,
y, como discreto, parte
a evitar inconvenientes
y allanar dificultades.
    Ruega de Borbón al duque
que el sangriento estoque envaine,
que quite la sobreveste
y que se limpie la sangre.
    Y con él a pie se acerca,
donde el rey, inexorable,
no digna volver el rostro,
que en ira y en furor arde.
    La mano el duque le toma
de rodillas; arrogante
la retira el rey. El duque
tiene la audacia de hablarle,
    y el monarca, levantando
los ojos como volcanes
al cielo, en voz alta dice:
«¡Santo Dios, paciencia dadme!»
    Oyendo lo cual Pescara,
hace que de allí se aparte
el de Borbón, y de él libre
tornó el rey a sosegarse.


IV

Un andaluz


    Reunidos los generales
de las naciones distintas,
que el ejército del César
ya vencedor componían,
    acatan al rey cautivo,
y le consuelan y animan,
conducirlo disponiendo
a los muros de Pavía.
    Danle un corcel generoso,
con honrosa comitiva
de franceses personajes
que rendidos le seguían.
    Y antes confesando todos,
con admirable justicia,
que victoria tan insigne,
triunfo tan grande y tal dicha,
    se debe tan solamente
a la española milicia,
disponen que España sola
tenga la prerrogativa
    de guardar un prisionero
de tan importante estima;
y que Alarcón el famoso
de alcaide y guarda le sirva.

    En medio, pues, de los tercios
españoles, y a su vista,
desplegadas las banderas
de gloria y laureles ricas,
    de Alarcón a la derecha
el rey de Francia camina,
esforzándose orgulloso
en dar a su faz sonrisa.
    Los escuadrones tudescos,
que una ladera contigua
de aquel camino ocupaban,
al pasar la infantería
    española, entusiasmados
le hacen salva, y alta grita
levantan hasta las nubes
repitiendo: «¡España viva!»
    Al rey suspende tal muestra
dada por las tropas mismas
del ejército triunfante,
y es novedad que le admira,
    reconociendo cuán alta
la española gloria brilla,
pues competencias no admite,
y da admiración, no envidia.
    Afable el rey, conversando
con las personas distintas
que le cercan, caminaba
gallardo sobre la silla.
    Y al encontrar de franceses
prisioneras las cuadrillas,
los consuela con su ejemplo
y con su voz los anima,
    y a los cabos españoles,
que en respeto y cortesía
ni un solo punto desdice
de lo que a nobles obliga,
    los recomienda con tanto
extremo, afán y caricias,
que se arrasaban los ojos
de cuantos allí venían.
    En los altos de la marcha
embarazosa y prolija,
varios soldados de cuenta
a ver al rey acudían.
    Y el rey demostraba atento,
con delicadeza fina,
gusto en que le presentasen
los de garbo y nombradía.
    Llegó entre tantos, acaso,
Roldán, hijo de Sevilla,
llamado el Arcabucero,
mote puesto con justicia,
    pues lo era tan extremado
que nunca erró puntería,
clavando siempre las balas
donde clavaba la vista.
    Este tal, galán y apuesto,
de cara muy expresiva,
de talle en extremo airoso,
de aguda fisonomía,
    con aire matón y jaque,
calzas de majo y ropilla,
con un inmenso chapeo
de alas luengas y tendidas,
    con su cuera y sus mangotes,
y sus frascos en la cinta,
de recamos adornada
y de escarcela provista,
    se acerca al rey, y apoyado
del arcabuz en la horquilla,
y zarandeando el cuerpo,
cual hombre que nada admira:
    «Señor -con ceceo dice,
y lengua, aunque gorda, viva-:
Cuando mi sargento anoche
me dijo que combatía
    »vuestra alteza en este empeño,
preparé varias cosillas;
los trastos que en tales lances
cualquier hombre necesita.
    »Fundí, señor, doce balas,
que al cabo son la comida
de esta serpiente -mostrole
el arcabuz con sonrisa,
    »prosiguiendo-; fundí digo,
doce balas, las precisas,
seis de plomo, destinadas
a canalla gabachina;
    »y las seis, muy a mi gusto
cumplieron: ¡Dios las bendiga!
Fundí otras cinco de plata
para gente de alta guisa;
    »y en cinco ilustres monsiures
se hallarán, no están perdidas,
que, ¡vive Dios!, tal acierto
no lo he tenido en mi vida.
    »Y una fundí finalmente,
de oro muy puro y sin liga.
Aquí está, señor, miradla.»
Expuso a la regia vista
    una gruesa bala de oro
que en la escarcela traía,
continuando, sin turbarse,
con gracejo y con malicia:
    «Gran señor, fundí esta bala
para daros muerte digna,
si en el combate de veros
se me lograba la dicha.
    »Y ya que vuestra fortuna
no os puso en mi puntería,
vuestra debe ser la prenda
que siempre vuestra a ser iba.
    »Tomadla, señor, tomadla;
pesa dos onzas cumplidas,
y puede que para ayuda
de vuestro rescate sirva.»
    Al rey Francisco tal gracia
hizo aquella retahíla
del andaluz, y el despejo
con que acertara a decirla,
    que, afable, tomó la bala
diciendo: «Amigo, la estima
mi aprecio en mucho, y confío
que os lo mostraré algún día.»
    Roldán le hizo reverencia
y vuelve a entrar en su fila
tan contento de sí mismo,
que ni a Carlos Quinto envidia.


V

Conclusión

    Dueño absoluto de Italia
fue el insigne emperador,
con esta excelsa victoria
del alto esfuerzo español.
    Y cautivo el rey de Francia
vino a Madrid y habitó
la torre de los Lujanes,
con Hernando de Alarcón.
    En la plaza de la Villa
aún dora esta torre el sol,
coronada de recuerdos
que el tiempo no borra, no.
    De ella al cabo el rey Francisco
rescatándose, tornó
a ocupar el rico trono
de la francesa nación.
    Pero su rendida espada,
prenda de insigne valor,
testigo eterno de un triunfo
que el orbe todo admiró,
    en nuestra regia armería
trescientos años brilló,
de los franceses desdoro,
de nuestras glorias blasón.
    Hasta que amistad aleve,
que ocultaba engaño atroz,
con halagos y promesas
que ensalzó la adulación,
    tal prenda de un triunfo nuestro
para Francia recobró,
como si así de la historia
se borrase su baldón.
    Harto indignado, aunque joven,
esta espada escolté yo,
cuando a Murat la entregaron
en infame procesión,
    pero si llevó la espada,
la gloria eterna quedó,
más durable que el acero
de la alta fama en la voz.
    Y en vez de tal prenda, España
supo añadir, ¡vive Dios!,
al gran nombre de Pavía
el de Bailén, que es mayor.

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