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ArribaAbajoEl fratricidio

Cuatro romances: I, 72 versos en ; II, 140, ú-o; III, 136, é-a y IV, ó-o. Total, 468 versos.

Este romance, cuyo primer título era El castillo de Montiel, fue leído en el Liceo de Sevilla el 15 de junio de 1838 y publicado luego en la Revista de Madrid, II (agosto de 1838), 86-97. La fuente del romance I es la mencionada Crónica de don Pedro de López de Ayala (capítulo IV, año 20); la del II, varios elementos dispersos en The Castilian; y el III, que describe las pesadillas nocturnas del rey, lleva como nota al verso 321 una cita de Shakespeare: «A horse! A horse! My kingdom for a horse!» (King Richard III, acto V, escena IV). Esa nota figura en la primera edición de los romances, lo cual hizo pensar a Rivas Cherif en una influencia directa del dramaturgo inglés sobre Rivas6. Boussagol advierte, sin embargo, que Trueba encabeza el capítulo XII de The Castilian, II, con idéntica cita y que en el XI, «The Dream», del tomo III, describe asimismo el angustiado sueño del rey. Aunque la fuente del último romance continúa siendo Ayala, Saavedra adjudica a Du Guesclin el papel de traidor, en lo que sigue al padre Mariana, único que lo vio de este modo.

En el romance II destacan la caótica escena nocturna en el castillo de Montiel, y la descripción de su presente ruina. Notable es también la pesadilla de don Pedro, en el III7. Aunque termina siendo víctima de su propia violencia, en ésta y en otras ocasiones, don Pedro se nos presenta cruel pero desgraciado, atrabiliario pero amante de la justicia y consciente siempre de su dignidad de monarca.




Romance Primero

El español y el francés

   «Mosén Beltrán, si sois noble
doleos de mi Señor,
y deba corona y vida
a un caballero cual vos.
   »Ponedlo en cobro esta noche,  5
así el Cielo os dé favor;
salvad a un rey desdichado
que una batalla perdió.
   »Yo con la mano en mi espada
y la mente puesta en Dios,  10
en su real nombre os ofrezco,
y ved que os la ofrezco yo,
   »en perpetuo señorío
la cumplida donación
de Soria y de Monteagudo,  15
de Almansa, Atienza y Serón.
   »Y a más doscientas mil doblas
de oro, de ley superior,
con el cuño de Castilla,
con el sello de León,  20
   »para que paguéis la hueste
de allende que está con vos,
y con que fundéis estado
donde más os venga en pro.
   »Socorred al rey don Pedro,  25
que es legítimo, otro no;
coronad vuestras proezas
con tan generosa acción.»

*  *  *

   Así cuando en Occidente,
tras siniestro nubarrón,  30
un anochecer de marzo
su lumbre ocultaba el sol,
   al pie del triste castillo
de Montiel, donde el pendón
vencido del rey don Pedro,  35
aun daba a España pavor;
   Men Rodríguez de Sanabria
con Beltrán Claquín hablo;
y éste le dio por respuesta
con francesa lengua y voz:  40

*  *  *

   «Castellano caballero,
pues hidalgo os hizo Dios,
considerad que vasallo
del rey de Francia soy yo;
   »y que de él es enemigo  45
don Pedro, vuestro señor,
pues en liga con ingleses
le mueve guerra feroz.
   »Considerad que sirviendo
al infante Enrique estó,  50
que le juré pleitesía,
que gajes me da y ración.
   »Mas ya que por caballero
venís a buscarme vos,
consultaré con los míos  55
si os puedo servir o no.
   »Y como ellos me aconsejen
que dé a don Pedro favor,
y que sin menguar mi honra
puedo guarecerle yo,  60
    »en siendo la medianoche
pondré un luciente farol
delante de la mi tienda
y encima de mi pendón.
   »Si lo veis, luego veníos  65
vuestro rey don Pedro y vos
en sendos caballos, solos,
sin armas y sin temor.»
   Dijo el francés, y a su campo
sin despedirse tornó,  70
y en silencio, hacia el castillo,
retiróse el español.


Romance Segundo

El Castillo

   Inútil montón de piedras,
de años y hazañas sepulcro,
que viandantes y pastores  75
miran de noche con susto,
   cuando en tus almenas rotas
grita el cárabo nocturno
y recuerda las consejas
que de ti repite el vulgo;  80
   escombros que han perdonado,
para escarmiento del mundo,
la guadaña de los siglos,
el rayo del cielo justo:
   esqueleto de un gigante,  85
peso de un collado inculto,
cadáver de un delincuente
de quien fue el tiempo verdugo;
   Nido de aves de rapiña,
y de reptiles inmundos  90
vivar, y en que eres lo mismo,
de lo que eras ha cien lustros;
   pregonero que publicas
elocuente, aunque tan mudo,
que siempre han sido los hombres  95
miseria, opresión, orgullo;
   de Montiel viejo castillo,
montón de piedras y musgo,
donde en vez de centinelas
gritan los siniestros búhos,  100
   ¡cuán distinto te contemplo
de lo que estabas robusto,
la noche aquella que fuiste
del rey don Pedro refugio!

*  *  *

   Era una noche de marzo,  105
de un marzo invernal y crudo,
en que con negras tinieblas
se viste el orbe de luto.
   El castillo, cuya torre
del homenaje el oscuro  110
cielo taladraba altiva,
formaba de un monte el bulto.
   Sobre su almenada frente,
por el espacio confuso,
pesadas nubes rodaban  115
del huracán al impulso.
   Del huracán, que silbando
azotaba el recio muro
con espesa lluvia a veces,
y con granizo menudo;  120
   y a veces rasgando el toldo
de nubarrones adustos,
dos o tres rojas estrellas,
ojos del cielo sañudos,
   descubría amenazantes  125
sobre el edificio rudo
y sobre el vecino campo
del cielo entrambos insulto.
   Circundaban el castillo,
como cercan a un difunto  130
las amarillas candelas,
fogatas de triste anuncio,
   pues eran del enemigo
vencedor, y que sañudo
el asalto preparaba  135
codicioso y furibundo.

*  *  *

   De la triste fortaleza
no aspecto de menos susto
el interior presentaba,
último amparo y recurso  140
   De un ejército vencido,
desalentado, confuso;
de hambre y sed atormentado,
y de despecho convulso.
   En medio del patio ardía  145
una gran lumbrada, a cuyo
resplandor de infierno, en torno
varios satánicos grupos
   apiñados se veían,
en lo interno de los muros  150
altas sombras proyectando
de fantásticos dibujos.
   Gente era del rey don Pedro,
y se mostraban los unos
de hierro y sayos vestidos;  155
los otros medio desnudos.
   Allí de horrendas heridas,
dando tristes ayes, muchos
la sangre se restañaban
con lienzos rotos y sucios.  160
   Otros cantaban a un lado
mil cánticos disolutos,
y fanfarronas blasfemias
lanzaba su labio inmundo.
   Allá de una res asada  165
los restos fríos y crudos
se disputaban feroces,
esgrimiendo el hierro agudo.
   Aquí contaban agüeros
y desastrosos anuncios,  170
que escuchaban los cobardes
pasmados y taciturnos.
   Ni los nobles caballeros
hallan respeto ninguno,
ni el orden y disciplina  175
restablecen sus conjuros.
   Nadie los portillos guarda,
nadie vigila en los muros,
todo es peligro y desorden,
todo confusión y susto:  180
   los relinchos de caballos,
los ayes de moribundos,
las carcajadas, las voces,
las blasfemias, los insultos,
   el crujido de las armas,  185
los varios trajes, los duros
rostros formaban un todo
tan horrendo y tan confuso,
   alumbrado por la llamas
o escondido por el humo,  190
que asemejaba una escena
del infierno y no del mundo.

*  *  *

   El rey don Pedro, entre tanto
separado de los suyos,
en una segura cuadra  195
se entregó al sueño profundo.
   Mientras en un alta torre,
despreciando los impulsos
del huracán y la lluvia,
de lealtad noble trasunto,  200
   Men Rodríguez de Sanabria
no separaba ni un punto,
del lado donde sus tiendas
la francesa gente puso,
   los ojos y el pensamiento,  205
ansiando anhelante y mudo
ver la señal concertada,
astro de benigno influjo,
   norte que de sus esfuerzos
pueda dirigir el rumbo,  210
por donde su rey consiga
de salud puerto seguro.


Romance Tercero

El dormido

   Anuncia ya medianoche
la campana de la Vela,
cuando un farol aparece  215
de Claquín ante la tienda.
    Y no mísero piloto,
que sobre escollos navega,
perdido el rumbo y el norte
en noche espantosa y negra,  220
   ve al doblar un alta roca
del faro amigo la estrella,
indicándole el abrigo
de seguro puerto cerca,
   Con más placer que Sanabria  225
la luz que el alma le llena
de consuelo, y que anhelante
esperó entre las almenas.
   Latiéndole el noble pecho
desciende súbito de ellas,  230
y ciego bulto entre sombras
el corredor atraviesa.

*  *  *

   Sin detenerse un instante
hasta la cámara llega,
do el rey don Pedro descanso  235
buscó por la vez postrera.
   Sólo Sanabria la llave
tiene de la estancia regia,
que a noble de tanta estima
solamente el rey la entrega.  240
   Cuidando de no hacer ruido
abre la ferrada puerta,
y al penetrar sus umbrales
súbito espanto le hiela.
   No de aquel respeto propio  245
de vasallo que se acerca
a postrarse reverente
de su rey en la presencia;
   no aquel que agobiaba a todos
los hombres de aquella era,  250
al hallarse de improviso
con el rey don Pedro cerca,
   sino de más alto origen,
cual si en la cámara hubiera
una cosa inexplicable  255
sobrenatural, tremenda.

*  *  *

   Del hogar la estancia toda
falsa luz recibe apenas
por las azuladas llamas
de una lumbre casi muerta.  260
   Y los altos pilarones,
y las sombras que proyectan
en pavimento y paredes,
y el humo leve que vuela
   por la bóveda y los lazos  265
y los mascarones de ella,
y las armas y estandartes
que pendientes la rodean,
   todo parece movible,
todo de formas siniestras,  270
a los trémulos respiros
de la ahogada chimenea.
   Men Rodríguez de Sanabria,
al entrar en tal escena
se siente desfallecido,  275
y sus duros miembros tiemblan,
   advirtiendo que don Pedro
no en su lecho, sino en tierra,
yace tendido y convulso,
pues se mueve y se revuelca,  280
   con el estoque empuñado,
medio de la vaina fuera,
con las ropas desgarradas,
y que solloza y se queja.
   Quiere ir a darle socorro...,  285
mas, ¡ay!, en vano lo intenta,
en un mármol convertido
quédase clavado en tierra,
   oyendo al rey balbuciente,
so la infernal influencia  290
de ahogadora pesadilla,
prorrumpir de esta manera:

*  *  *

   «Doña Leonor... ¡vil madrastra!
quita, quita... que me aprietas
el corazón con tus manos  295
de hierro encendido..., espera.
   »Don Fadrique no me ahogues...
No me mires, que me quemas.
¡Tello!... ¡Coronel!... ¡Osorio!...
¿Qué queréis traidores?, ¡ea!  300
   »Mil vidas os arrancara
¿No tembláis?... Dejadme... afuera,
¿También tú, Blanca?... Y aún tienes
mi corona en tu cabeza...
   »¿Osas maldecirme? ¡Inicua!  305
Hasta Bermejo se acerca...
¡Moro infame!... Temblad todos.
Mas, ¿qué turba me rodea?...
   »¡Zorzo, a ellos!: ¡Sus, Juan Diente,
¿Aún todos viven?... Pues mueran.  310
Ved que soy el rey don Pedro,
dueño de vuestras cabezas.
   »¡Ay, que estoy nadando en sangre!
¿qué espadas, decid, son ésas?...
¿qué dogales?, ¿qué venenos?,  315
¿qué huesos?, ¿qué calaveras?...
   »Roncas trompetas escucho...
Un ejército me cerca,
¿y yo a pie?... Denme un caballo
y una lanza... Vengan, vengan.  320
   »Un caballo y una lanza.
¿Qué es el mundo en mi presencia?
Por vengarme doy mi vida;
por un corcel, mi diadema.
   »¿No hay quien a su rey socorra?»  325
A tal conjuro se esfuerza
Sanabria, su pasmo vence,
y exclama: «Conmigo cuenta.»

*  *  *

   A sacar el rey acude
de la pesadilla horrenda:  330
«¡Mi rey! ¡Mi señor!» le grita,
y lo mueve, y lo despierta
   Abre los ojos don Pedro
y se confunde y se aterra,
hallándose en tal estado  335
y con un hombre tan cerca.
   Mas luego que reconoce
al noble Sanabria, alienta,
y, «Soñé que andaba a caza»,
dice con turbada lengua.  340
   Sudoroso, vacilante,
se alza del suelo, se sienta
en un sillón, y pregunta:
«¿Hay, Sanabria, alguna nueva?»
   «Señor -responde Sanabria-,  345
el francés hizo la seña.»
«Pues vamos, -dice don Pedro-,
haga el Cielo lo que quiera.»


Romance Cuarto

Los dos hermanos

   De Mosén Beltrán Claquín
ante la tienda de pronto,  350
páranse dos caballeros
ocultos en los embozos.
   El rey don Pedro era el uno,
Rodríguez Sanabria el otro,
que en la fe de un enemigo  355
piensan encontrar socorro.
   Con gran prisa descabalgan,
y ya se encuentran en torno
rodeados de franceses
armados y silenciosos,  360
   en cuyos cascos gascones,
y en cuyos azules ojos
refleja el farol, que alumbra
cual siniestro meteoro.
   Entran dentro de la tienda  365
ya vacilantes, pues todo
empiezan a verlo entonces
de aspecto siniestro y torvo.
   Una lámpara de azófar
alumbra trémula y poco,  370
mas deja ver un bufete,
un sillón de roble tosco,
   un lecho y una armadura,
y lo que fue más asombro,
cuatro hombres de armas inmobles,  375
de acero vivos escollos.

*  *  *

   Don Pedro se desemboza
y: «Vamos ya», dice ronco,
y al instante uno de aquéllos,
con una mano de plomo,  380
   que una manopla vestía
de dura malla, brioso
ase el regio brazo y dice:
«Esperad, que será poco.»
   Al mismo tiempo a Sanabria  385
por detrás sujetan otros,
arráncanle de improviso
la espada, y cúbrenle su rostro.
   «Traición!, traición!», gritan ambos
luchando con noble arrojo;  390
cuando entre antorchas y lanzas
en la escena entran de pronto
   Beltrán Claquín, desarmado,
y don Enrique, furioso,
cubierto de pie a cabeza  395
de un arnés de plata y oro,
   y ardiendo limpia en su mano
la desnuda daga, como
arde el rayo de los cielos,
que va a trastornar el polo,  400
   de don Pedro el brazo suelta
el forzudo armado, y todo
queda en profundo silencio,
silencio de horror y asombro.

*  *  *

   Ni Enrique a Pedro conoce,  405
ni Pedro a Enrique: apartólos
el Cielo hace muchos años,
años de agravios y enconos,
   un mar de rugiente sangre,
de huesos un promontorio,  410
de crímenes un abismo,
poniendo entre el uno y otro.
   Don Enrique fue el primero
que con satánico tono:
«¿Quién de estos dos es -prorrumpe-  415
el objeto de mis odios?»
   «Vil bastardo -le responde
don Pedro, iracundo y torvo-,
yo soy tu rey; tiembla, aleve;
hunde tu frente en el polvo.»  420
   Se embisten los dos hermanos;
y don Enrique, furioso,
como tigre embravecido,
hiere a don Pedro en el rostro.
   Don Pedro, cual león rugiente,  425
«¡Traidor!», grita; por los ojos
lanza infernal fuego, abraza
a su armado hermano, como
   a la colmena ligera
feroz y forzudo el oso,  430
y traban lucha espantosa
que el mundo contempla absorto.
   Caen al suelo, se revuelcan,
se hieren de un lado y otro,
la tierra inundan en sangre,  435
lidian cual canes rabiosos.
   Se destrozan, se maldicen,
dagas, dientes, uñas, todo
es de aquellos dos hermanos
a saciar la furia poco.  440

*  *  *

   Pedro a Enrique al cabo pone
debajo, y se apresta, ansioso,
de su crueldad o justicia
a dar nuevo testimonio,
   cuando Claquín, ¡oh desgracia!,  445
(en nuestros debates propios
siempre ha de haber extranjeros
que decidan a su antojo);
   Cuando Claquín, trastornando
la suerte llega de pronto,  450
sujeta a don Pedro, y pone
sobre él a Enrique, alevoso,
   diciendo el aventurero
de tal maldad en abono:
«Sirvo en esto a mi señor:  455
ni rey quito ni rey pongo.»
   No duró más el combate;
de su rey en lo más hondo
del corazón, la corona
busca Enrique, hunde hasta el pomo  460
   el acero fratricida,
y con él el puño todo
para asegurarse de ella,
para agarrarla furioso.
   Y la sacó... ¡goteando  465
sangre!... De funesto gozo
retumbó en el campo un «viva»,
y el infierno repitiólo.




ArribaAbajoDon Álvaro de Luna

Cuatro romances: I, 180 versos en é-o; II, 140, í-o; III, 184, ú-a y IV, 160, é-a8. Total, 592 versos.

Entre las crónicas de la vida y muerte de don Álvaro de Luna que utilizó Rivas están la Crónica del Cardenal González de Mendoza. Apología de D. Alvaro de Luna. Parte V, de Pedro Salazar de Mendoza; la Crónica de D. Álvaro de Luna, de autor anónimo; la Crónica de D. Juan II, año 1453, cap. II de Fernán Pérez de Guzmán y, en particular, el Centón epistolario, superchería que corrió mucho tiempo a nombre del bachiller Fernán Gómez de Ciudarreal. Quizás la idea de tratar este asunto le viniera de Quintana, cuya Vida de don Álvaro de Luna, también basada en el mismo Centón, apareció en 1833, ya que Rivas dio fin a este romance en París y en el mismo año9.

Destacan aquí la escena costumbrista inicial, la descripción de la comitiva, en la que contrastan los colores que viste el Maestre con el blanco y negro de sus acompañantes; severidad y luto que se repite más adelante con motivo del cortejo camino del cadalso.

El de Luna es «un cristiano, un caballero, / un hombre de fe y de alcurnia» que pasa por el romance como una imagen de resignado infortunio. Cada vez más cercano su fin, crece en dignidad y estatura moral, mostrándose superior a cuantos le rodean y al mismo rey -«¡Grande mal es la flaqueza / en hombre que cetro empuña!»-, quien es víctima de su falta de ánimo y de su impotencia.

Hasta el espléndido final, sigue el poeta muy de cerca el supuesto relato de Ciudarreal, aunque haya substituido el puñal de la Crónica y de los romances por un hacha, más efectista y más noble, que pone fin a la vida del Condestable.




Romance Primero

La venta

   En la ruta de Portillo
y en las márgenes del Duero,
hubo (aún escombros lo dicen)
una venta en otro tiempo.
   A su puerta una mañana  5
estaba sentado un lego
de San Francisco, tres mulas
de los ronzales teniendo.
   De la venta en la cocina
se hallaban dos reverendos,  10
de una sartén apurando
magras con tomate y huevos.
   De maestresala servía,
sin caperuza, el ventero,
que solícito llenaba  15
las tazas del vino añejo.
   Era el uno el padre Espina,
predicador del convento
del Abrojo; el otro un fraile
anciano, de ciencia y peso.  20

*  *  *

   Aunque con buen apetito,
mustios ambos y en silencio
se mostraban, cuando el huésped
les habló así con respeto:
   «¿Es verdad, benditos padres,  25
que el condestable está preso?...
Anoche dio esta noticia,
que nos pasmó, un caballero.»
   Contestóle el religioso:
«Pues no os engañó, que es cierto.»  30
Y continuó el padre Espina:
«Sí, desengaños son éstos
   »que avisan a los mortales
de que son perecederos
los bienes que nos da el mundo,  35
y su grandeza, embeleco.»
   El villano, sin turbarse,
le cortó el sermón diciendo:
«Y también de que castiga
sin palo ni piedra el cielo.  40
   »Aún está fresca la sangre
de Alonso López Vivero.
Yo estaba al pie de la torre
cuando el condestable mesmo
   »lo arrojó de ella; y he visto  45
de oro las cargas a cientos
entrar allá en su palacio.
Dicen también, y lo creo,
   »que hechizado al rey tenía,
y aún añaden ...» «No debemos  50
-dijo, grave, el religioso-
dar a hablilla tal acceso.»

*  *  *

   La ventera, que hasta entonces
se estuvo callada al fuego,
con la mano en la mejilla  55
mostrando gran sentimiento,
   y que era, aunque no muy verde,
fresca y limpia con extremo,
abultada de pechera
y con grandes ojos negros,  60
   saltó súbita: «Envidiosos
que no sirven, ni por pienso,
para descalzarle han sido
los que en trance tal le han puesto.»
   Díjole el marido: «Calla.»  65
Y ella respondió: «No quiero...
¡Qué señor tan llano..., parte
el corazón!... Mes y medio
   »Hace que le vimos todos
tan galán, en el festejo  70
que se celebró en la plaza
de Valladolid... ¡Qué diestro!
   »¡Qué valiente!... ¡Qué gallardo!
Fue el único del torneo.»
«Calla», con cólera grande  75
volvió a decir el ventero;
   y ella, en vez de obedecerle,
a continuar: «¡Qué discreto!
El oírle daba gusto...
Alfonso López Vivero  80
   »era un vil que lo vendía.»
«Calla», repitió de nuevo
más airado el hombre; y ella:
«No me da la gana; cierto
   »Es cuanto digo... El tesoro  85
lo ganó en la guerra, o premio
es que el rey le ha dado en paga
de servicios que le ha hecho.
   »La reina y los ricoshombres
revoltosos y soberbios...»-  90
«Maldita tu lengua sea
-clamó, furioso, el ventero-.
   »Tú, porque allá te criaste
en su palacio, y... yo ¡necio!»
y ella prosiguió llorando:  95
«La tonta fui yo, mostrenco.»
   Iban en el matrimonio
a poner paz y concierto
los padres, cuando «¡Ya llegan!»,
gritó desde fuera el lego;  100
   y dejando a los esposos,
que sin duda prosiguiendo
la disputa, la acabaran
a puñadas, según temo,
   fuéronse a la puerta al punto,  105
sobre sus mulas subieron,
y aquella venta dejaron
hecha un abreviado infierno.


Romance Segundo

El camino

   Se alza una nube de polvo
de lejos por el camino,  110
y al tropel que la levanta
borra y tiene confundido.
   En ella relampaguean
reflejos de acero limpio,
y forman un trueno sordo  115
herraduras y relinchos.
   Dando lugar a que llegue,
los religiosos franciscos
a lento paso se ponen,
y atrás miran de continuo.  120

*  *  *

   Se acerca gran cabalgada,
y vese claro y distinto
que Diego Estúñiga, el joven,
es de ella jefe y caudillo.
   En un alazán fogoso  125
viene, de hierro vestido,
la gruesa lanza en la cuja,
la luenga espada en el cinto;
   un penacho jalde y negro,
cual matorral sobre un risco,  130
ondea sobre su almete,
y da al sol variados visos.
   El ancho dorado escudo,
de una cadena ceñido,
ostenta la banda negra,  135
timbre de su casa antiguo.
   Vienen tras él diez jinetes,
de la cimera al estribo
armados de punta en blanco,
y en las lanzas pendoncillos.  140
   Marchan todos en silencio,
y en todos el sobrescrito
de gran duelo y gran tristeza
se ve de ballesta a tiro.
   Se dijera ser la escolta,  145
no de un caballero vivo,
sí de un caballero muerto
que iba al postrimer asilo.
    En medio de ellos venía,
cabizbajo y abatido,  150
caballero en una mula
con jaeces harto ricos,
   un insigne personaje,
de aspecto notable y digno,
de estatura no muy alta,  155
pero gallarda y de brío.
   Un sayo de paño verde
con franjas de oro guarnido
es su traje, y lleva al hombro,
más blanco que los armiños,  160
   un gran manto, en cuyos pliegues
la cruz roja, distintivo
de maestre de Santiago,
luce en recamo prolijo,
   y una toca de velludo  165
negro con bordados picos,
mas sin airón ni garzota,
es de su cabeza abrigo.
   Era su mirar resuelto,
bien que apagado y sombrío,  170
y su aire tan de persona
de poder y de dominio,
   que por más que se notaba
ser un preso, descubrirlo
sin sentir era imposible  175
cierto respeto sumiso.
   Don Álvaro era de Luna,
del rey don Juan favorito,
que a Castilla largos años
rigió sin freno a su arbitrio.  180

*  *  *

   Cuando emparejó la tropa
con los dos padres franciscos,
paráronse éstos, y humildes,
saludo cortés y fino
   hicieron al condestable,  185
de quien eran muy amigos.
don Álvaro contestóles
tan galán como expresivo.
   Ellos en la armada escolta
se ingirieron de improviso,  190
tomando del gran maestre
a uno y otro lado sitio.
   Largo rato caminaron
todos en silencio hundidos;
pero al cabo el padre Espina  195
se resolvió, y así dijo:
   «En verdad, señor, que valen
poco del mundo mezquino
las honras y los haberes
para el varón de juïcio.  200
   »El hombre cristiano y cuerdo
debe hacia norte más fijo
encaminar su esperanza,
servir sólo a Dios benigno.
   »Lo que nos da, lo mantiene,  205
y al que busca en Él asilo,
para siempre se lo acuerda
en eterno paraíso.»
   Con grande atención escucha
tan saludables avisos  210
don Álvaro, que engañado
juzgó, al salir de Portillo,
   que iba a recobrar honores,
favor, riqueza y dominio;
y entreviendo en el instante  215
su verdadero destino,
   se estremeció a pesar suyo,
cubrióse de sudor frío,
y, «¿Voy a morir acaso?»
preguntó como indeciso.  220
   Contestóle el religioso:
«Todos; mientras somos vivos,
vamos a morir. El hombre
que va preso... en más peligro...»
   - «Basta -exclamó el condestable,  225
y dando a su aspecto altivo
gran dignidad y gran calma,
y al semblante noble brillo-,
   »Basta -siguió- no es la muerte,
cuando se sabe de fijo  230
que llega, tan espantosa
como el vulgo vil ha dicho.
   »Venga pues: si el rey lo quiere,
yo con gusto la recibo.
Padres, hasta el duro trance  235
no me dejéis, os suplico.»
   Oyendo tales razones
lloró Estúñiga escondido
en su celada, y lloraron
hasta los armados mismos.  240
   Ambos buenos religiosos
cumplieron bien con su oficio,
consolando al condestable
con discreción y con tino,
   y él, oyéndolos atento,  245
siguió la marcha tranquilo,
sin dar de dolor ni susto
en su noble rostro viso.


Romance Tercero

Las calles. La capilla. El palacio

   Para quién al día siguiente
mira la muerte segura,  250
el declinar de la tarde
solemnidad tiene mucha.
   En el sol, que va a ponerse,
y espeso vapor ofusca
(semejante a un rey que el trono  255
a su pesar desocupa,
   y dignidad conservando
del mundo huye, y se sepulta
donde los hombres no adviertan
su dolor y desventuras),  260
   con honda atención los ojos
clavó don Álvaro de Luna.
Así que lo vio transpuesto
lanzó un suspiro de angustia,
   como el que lanza el amante  265
cuando el horizonte oculta
el bajel en que su amada
los desiertos mares surca
   para no volver. Ansioso
lleva sus miradas mudas  270
a los montes apartados
cuyas cumbres aún relumbran;
   a los ya enlutados bosques,
a las calladas llanuras,
a los altos campanarios  275
que entre nieblas se dibujan;
   retardar el despedirse
de la perspectiva augusta
que presenta el Universo,
parece que sólo busca.  280
   Y al notar que poco a poco
la luz menguante y confusa
del crepúsculo confunde
la escena que le circunda,
   piensa ya ver de la muerte  285
la terrible sombra, en cuya
oscuridad para siempre
corre a hundirse, y se atribula.
   Sus pensamientos penetran
los doctos frailes, y endulzan  290
con eternas esperanzas
su meditación profunda.

*  *  *

   Entre dos luces llegaron
a Valladolid, y turba
desordenada en las calles  295
con sordo rumor circula.
   De Alonso López Vivero
por la calle y casa cruzan,
donde viven sus criados,
donde llora su vïuda.  300
   Aquéllos, como canalla
que si al poderoso adula,
en cuanto le ve caído
feroz le escarnece y burla,
   de la cabalgada el paso  305
atajan con negra furia,
y con denuestos y voces
al ilustre preso insultan.
   Éste, furioso (presente
el tiempo pasado, juzga  310
que aún conserva el poderío,
que aún domina a la fortuna),
   lleva soberbio la mano
a buscar en su cintura
la guarnición de la espada...  315
Mas, ¡ay! en vano la busca.
   Va preso..., espada no lleva...
¡Ah!... Lo advierte, y furibunda
mirada va a dar al cielo;
mas se anonada y conturba.  320
   Queda con los ojos fijos,
parece su faz difunta;
tiembla, y en sudor helado
sus miembros todos se inundan.
   Delante se halla un espectro...  325
¡Un espectro!... Sí, la mula
algo ve también; esquiva,
se recela, empina y bufa.
   ¿De Alonso López Vivero
ha salido de la tumba  330
la sombra? De que el maestre
ante sí la vio, no hay duda.
   En confesión se lo dijo
aquella noche con muchas
lágrimas al padre Espina...;  335
de Dios la venganza es justa.
   Con el cuento de la lanza
a palos abre la turba
Estúñiga denodado,
y la atropella y asusta,  340
   y en salvo al ilustre preso
condujo a la casa suya,
en que estaba preparada
una capilla segura,
   donde pasó el condestable  345
con la espiritual ayuda
noche serena, pidiendo
a Dios perdón de sus culpas.
   Cenó, durmió cortos ratos,
repitió también algunas  350
trovas del famoso Mena
que pintan como locuras
   las mundanas ambiciones;
oró con fervor, en suma:
fue un cristiano, un caballero,  355
un hombre de fe y de alcurnia.

*  *  *

   Entre tanto, el que parece
ser el reo, a quien la dura
sentencia estaba leída,
y a quien la cuchilla aguda  360
   del verdugo amenazaba,
era el rey... ¡Mísero!, lucha,
náufrago desventurado,
en airado mar de angustias.
   Ama a don Álvaro, mira  365
su sentencia como injusta;
de la reina y de los grandes
se la ha arrancado la furia.
   Que su trono se desploma,
y hasta su existencia juzga,  370
y que al morir el maestre
abrazadas irán juntas
   el alma de aquel amigo
y el alma afligida suya.
¡Grande mal es la flaqueza  375
en hombre que cetro empuña!
   Revolcándose en su lecho,
rasgando sus vestiduras,
paseándose sin tino
por la cámara, que alumbra  380
   una lámpara medrosa
que en el cortinaje abulta
vagas sombras..., ¡infelice!
¡Qué noche pasó!... Que ocupa
   ve un rincón de aquella sala,  385
de pie, con la boca muda,
su físico Fernán Gómez.
A él se va, las manos juntas,
   y, suplicante, le dice:
«Si es que mi salud procuras,  390
anda a ver al condestable,
así Dios te dé su ayuda.»
   El bachiller respondióle:
«Le debo mercedes muchas;
perdone vueseñoría,  395
no oso verle en tal angustia.»
   Conmovido el rey, en llanto
rompió y en voces confusas,
que el alma a Gómez partieron,
según dicen cartas suyas.  400

*  *  *

   Entró al estruendo la reina
en la cámara, cual una
aparición, como maga
que viene a doblar astuta
   los encantos y conjuros  405
con que alto preso asegura,
y con que la empresa afirma,
de que pende su fortuna.
   Calló el rey, quedó de mármol
al verla; ella le pregunta:  410
«¿Qué es esto?», y oyendo: «Nada»,
retiróse muy adusta.
   Largo rato el rey estuvo
cual ligado por la oculta
fuerza del prestigio. Luego  415
torna a más reñida pugna
   de afectos; la amistad vence,
llama con voz resoluta
a Solís, su maestresala,
dícele: «Al momento busca  420
   »a Diego Estúñiga, y dile...»
En su garganta se anuda
la voz, porque entra la reina
otra vez..., calla y trasuda.
   La reina a Solís llevóse,  425
y el rey abrió con presura
el balcón, cual si quisiese
gozar del aura nocturna;
   y el trono, cetro y corona
maldiciendo en voces mudas,  430
ojos de lágrimas llenos
clavó en la menguante luna.


Romance Cuarto

La plaza

   Mediada está la mañana;
ya el fatal momento llega,
y don Álvaro de Luna  435
sin turbarse oye la seña.
   Recibe la Eucaristía,
y en Dios la esperanza puesta,
sereno baja a la calle,
donde la escolta le espera.  440
   Cabalga sobre su mula,
que adorna gualdrapa negra,
y tan airoso cabalga,
cual para batalla o fiesta;
   un sayo de paño negro  445
sin insignia ni venera
es su traje, y con el garbo
que un manto triunfal, lo lleva;
   y sin toca ni birrete,
ni otro adorno, descubierta,  450
bien aliñado el cabello,
la levantada cabeza.
   Los dos padres franciscanos
se asen de las estriberas,
y hombres de armas en buen orden  455
le custodian y le cercan.
   Así camina el maestre
con tan gallarda presencia
y con tan sereno rostro,
que impone a cuantos le encuentran.  460
   Sus enemigos no osan
clavar la vista soberbia
en él, como consternados
ya de su venganza horrenda;
   sus partidarios parecen  465
decirle con mudas lenguas
que aún morirán por salvarle
y encenderán civil guerra.
   Y aquel silencio terrible
por todas las calles reina,  470
que, o gran terror o despecho,
grande siempre manifiesta.
   Silencio que solamente
de cuando en cuando se quiebra
con la voz del pregonero  475
que a los más valientes hiela,
   Diciendo: «Esta es la justicia
que facer el rey ordena
a este usurpador tirano
de su corona y su hacienda.»  480
   Siempre que oye el condestable
este vil pregón, aprieta
la mano del padre Espina
que en voz sumisa le esfuerza.

*  *  *

   Arriba a la triste plaza,  485
que ha pocos días le viera
tan galán en el torneo,
con tal poder y opulencia.
   El apretado concurso
el cuadrado espacio llena;  490
vese una masa compacta
de rostros y de cabezas.
   Parece que el pavimento
se ha elevado de la tierra,
o que casas y palacios  495
su basa han hundido en ella.
   Un callejón, que tapiales
de hombres apiñados cierran,
sirviéndole de linderos
lanzas en vez de arboleda,  500
   ofrece paso hasta donde
lecho de muerte descuella,
en mitad del gran gentío,
que como la mar olea;
   el reducido tablado,  505
enlutado con bayetas,
una gran tumba parece
que el pueblo en hombros sustenta.
   Sobre él está colocado
un altar a la derecha,  510
de terciopelo vestido,
y entre amarillas candelas,
   cuya luz el sol deslustra
y arder el viento no deja,
un crucifijo de plata  515
en cruz de ébano campea.
   Yace un ataúd humilde
colocado a la izquierda;
cerca de él se ve una escarpia
en un pilar de madera,  520
   y en medio, de firme, un tajo,
delante una almohada negra,
y un hacha, en cuya cuchilla
los rayos del sol reflejan.

*  *  *

   Al pie del cadalso el reo  525
de la alta mula se apea;
fervoroso el padre Espina
con él sube y no le deja.
   De pie ya sobre el tablado
tres personas se presentan  530
a las medrosas miradas
de la muchedumbre inmensa:
   el ministro de la muerte,
el que lo es de vida eterna,
y el que dando al uno el cuerpo  535
al otro el alma encomienda.
   Turbado el tosco verdugo
de atreverse a tal alteza,
necio terror da a su frente
que cubre jalde montera.  540
   El religioso, metido
en su capucha, se queda
de mármol, cruza los brazos,
y con fervor mudo, reza.

*  *  *

   El condestable, sereno,  545
el pie al crucifijo besa,
y luego tiende los ojos
por la turba que le observa;
   y viendo junto al tablado,
en actitud lastimera,  550
a Morales, su escudero,
hecho de lealtad emblema,
   le llama, de oro un anillo,
que el sello de sellar era
de su puridad las cartas,  555
del pulgar quita, y le entrega,
   diciéndole: «Amigo, toma,
ya no conservo otra prenda.»
Después atisbó a Barrasa,
paje del príncipe, cerca,  560
   y así le habló en voz sonora:
«Dile a tu dueño que vea
de dar a los que le sirvan
otra mejor recompensa.»
   Viendo el pilar y la escarpia,  565
¿«Para qué?» pregunta. Tiembla
el sayón, y le responde,
hablar no osando, por señas.
    Y prosiguió el condestable
con una sonrisa acerba:  570
«Después de yo degollado,
nada son cuerpo y cabeza.»
   Entonces el padre Espina
que piense sólo, le ruega,
en Dios, y él: «Padre, es mi norte  575
y mi esperanza», contesta.
   Se ajusta el traje, descubre
la garganta, ve que llega
el verdugo para atarle
las manos con una cuerda;  580
   saca del seno una cinta
labrada con oro y seda,
y, «Átalas -le dice-, amigo,
si es necesario, con ésta.»
   De hinojos en la almohada  585
se pone, el cuello presenta,
el religioso le grita:
«Dios te abre los brazos, vuela.»
   El hacha cae como un rayo,
salta la insigne cabeza,  590
se alza universal gemido
y tres campanadas suenan.



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