Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente




ArribaAbajoCapítulo IV


   Tal de mi afrenta y mi dolor cargado
en la seguridad nunca sosiego,
y en el sosiego siempre estoy turbado.


HERRERA                



    Fueme la suerte en lo mejor avara:
sombras fueron de bien las que yo tuve,
oscuras sombras en la luz más clara.


DEL MISMO                



    Mal venido seáis, le dice,
alevoso a mi presencia,
hijo de padres traidores.


ANÓNIMO                


A la izquierda y en medio del camino de Olmedo a Cuéllar, sobre una altura, se ven, aun hoy día, los arruinados torreones del antiguo castillo de Iscar. Sus primeros propietarios fueron los árabes, que manteniendo allí una guarnición respetable, se servían de él como de un punto central de comunicación entre dos pueblos de tanta importancia como eran Olmedo y Cuéllar en aquella época. Tuviéronlo después en tenencia, o como gobernadores por el rey, varios señores hasta que, arrojados los árabes de ambas Castillas, les quedó en feudo con todas sus dependencias a los ascendientes de doña Leonor. Todos ellos habían ocupado empleos muy principales, siendo tenidos en mucha estima por los reyes a quienes sirvieron, y que premiaron su mérito con honrosos cargos.

Pero, en el momento de nuestro historia, las últimas revoluciones habían oscurecido el brillo de su familia, debilitado su influencia y apocado su engrandecimiento, habiéndose declarado el jefe de ella por el partido de Alfonso el Sabio cuando las revueltas que armó su hijo, ambicioso de la corona. Sin entrar en las causas que pudieron hacer despreciable a los ojos de su pueblo un rey tan ilustrado y poderoso como don Alfonso, y tan respetado de los extranjeros, como para la inteligencia de algunos sucesos es preciso ofrecer el cuadro de la época a que se refieren, echaremos una ligera ojeada sobre la situación en que se hallaba entonces España. Las conquistas de los dos reyes de Aragón y de Castilla, don Jaime y Fernando el Santo, habían reducido la potencia sarracena a los últimos rincones de la Península, siguiendo a estos reyes la victoria por todas partes y extendiendo la fe y las armas cristianas con sus nuevos triunfos. Pero estas guerras, si bien aumentaron las fuerzas de los cristianos, enflaquecieron al mismo tiempo las de los reyes, no habiendo perdonado, particularmente el de Castilla, medio alguno para conseguir su loable empresa de librar toda España del yugo árabe, y habiendo consistido éstos en aumentar los furos y preeminencias de la nobleza, para que con mayor empeño le socorriesen. El orgullo de aquellos hombres, criados en las armas y belicosos por naturaleza, creció de punto desde entonces de tal manera que cada uno pensó igual su autoridad a la de su rey, y aun los hubo que se creyeron con derecho a vengar con las armas los agravios que de él recibieran, e incitaron los pueblos a la rebelión. Así que cuando convenía a su interés o engrandecimiento se aliaban unos con otros, dejando aparte sus diferencias particulares, y hacían temblar al monarca en su mismo trono, como sucedió últimamente a don Sancho, que a despecho de su genio e intrepidez tuvo que sosegar a buenas y un adular el orgullo del revoltoso don Juan Núñez de Lara por miedo de su influencia.

Con hombres tan poderosos y, pueblos avezados a sus antiguos usos y a seguir el movimiento de sus señores, tenía que lidiar Alfonso el Sabio al ceñirse la diadema de sus antepasados. Sus leyes, admiradas de las naciones extrañas y seguidas hasta hoy mismo en la nuestra, hallaron entonces tantos obstáculos, cuanto que todos temían que a su sombra el rey atropellase sus antiguos fueros y sus franquezas. El pueblo no consideró que de ellas emanase acaso su emancipación de los derechos del feudalismo; todos las miraron como enemigas, y el vulgo bárbaro y lleno de supersticiones, ora ridiculizaba a su rey, ora llamaba inquietud a su sabiduría. Añadióse, además, que las continuas guerras de su padre, habiendo agotado los tesoros reales, Alfonso X se vio obligado a remediar de algún modo la escasez de metálico que se sentía. Aumentó el valor de la moneda que mandó labrar, siendo de menos peso que la que había corrido hasta entonces, lo que, poniendo impedimento en el cambio, fue una de las principales causas del descontento general que se manifestó en su reinado. Tacháronle de avaro, siendo así que nunca ha habido rey más espléndido, y le motejaron de injusto cuando fue el primero en España que fijó el modo de administrar justicia.

En todas estas murmuraciones, de que nuestro historiador Mariana hace cuenta casi para acriminarle, tenía sin duda más parte la envidia y el interés sórdido de algunos particulares que la verdad; pero esparciéndose por los pueblos disponían el ánimo de muchos en contra suya, y como de la murmuración al desprecio no hay más que un paso, y de sentirlo a manifestarlo nada, bien pronto este rey, que podría citarse como modelo, se halló envuelto en discordias civiles, vio a su familia armarse contra él, y oyó vitorear al principal rebelde, su propio hijo, con el título de rey, que le concedía antes de tiempo la adulación. La muerte del primogénito don Fernando fue el motivo de esta última desgracia, que puso en término al sabio desventurado monarca de acogerse al mayor enemigo de los cristianos, el rey de Marruecos, para que le ayudara contra don Sancho. Este príncipe, que estaba por otra parte dotado de grandes prendas, apenas había muerto su hermano forzó, por decirlo así, a su padre a que le reconociese por heredero con perjuicio de los dos de La Cerda, hijos del príncipe primogénito. No es éste tiempo de disputar si la corona le tocaba a él, o pertenecía de derecho a los nietos de don Alfonso; pero no podemos dejar de decir que don Sancho mostró demasiada codicia de poseerla. Su bravura, su liberalidad, su cortesanía y buena maña influyeron de tal manera en los ánimos de los castellanos que la mayor parte siguieron sus estandartes, y así los nobles como los eclesiásticos de más nota abrazaron su partido, formando con él una especie de comunidad, como manifiesta el acta de lo resuelto en las Cortes de Valladolid el año de 1828. Sus hazañas y sobre todo la fortuna que, como decía Carlos V, gusta más como mujer de favorecer a los jóvenes que a los viejos, hizo de modo que el mayor número se declarase en contra de la razón, y que a pesar de los esfuerzos de don Alfonso y de la excomunión lanzada contra el mal hijo por el pontífice, la victoria diese al fin el color de la justicia a las pretensiones de Sancho el Bravo. Murió en estas agonías don Alfonso, y sus nietos quedaron excluidos de la corona, habiéndoles obligado a vivir en Játiva por un convento hecho con el rey de Aragón; y don Sancho, que hasta entonces por burla o hipocresía se había contentado con el título de infante mientras vivió su padre, subió al trono después de haber hecho enterrar suntuosamente como rey al que había arrebatado la corona mientras vivía.

Quedó España, como es de suponer, al cabo de esta discordia tan trastornada y revuelta, que al principio del gobierno de Sancho puede decirse reinaban en su lugar más que sus órdenes los furores de la anarquía. Los odios más inveterados renacieron en el trastorno de la revolución, renováronse las pretensiones de la ambición, y los robos, los desórdenes y todos los crímenes juntos hallaron ancho campo en que desplegarse, habiendo incendiado la antorcha de la discordia desde el palacio del soberano hasta el pacífico hogar del labrador. Bastaba que una familia se declarase por un partido para que la otra se decidiese por el contrario; así que la guerra seguía aun después de la muerte de don Alfonso, y cada castillo, cada pueblo era un campo de batalla donde a sombra del interés público combatían el rencor, la codicia y la ambición de algunos particulares. Las hordas de ladrones, que infestaban los caminos descaradamente, estaban protegidas de oculto por los señores, que se valían de ellos para las acciones que un resto de vergüenza les impedía cometer a las claras, haciendo instrumentos de su amor o de su venganza a la escoria de la sociedad.

Tal era la situación del país cuando don Jaime de Iscar se retiró a este castillo, no habiendo querido doblar la rodilla delante del nuevo rey como habían hecho el mayor número de los partidarios de don Alfonso, y haciéndose tachar de sus enemigos como defensor oculto de los de La Cerda. De todos sus señoríos sólo había conservado este castillo, habiendo perdido el resto de sus posesiones en el tumulto de la guerra civil.

Quedó, pues, arruinado y declarado rebelde por el partido del vencedor, y el viejo caballero, que había seguido constantemente la suerte de Alfonso el Sabio, recibió por premio de su lealtad el sentimiento de verse al fin de sus años sin tener más que dejar a su posteridad que el esplendor de su sangre y el mucho más brillante aun de una larga vida gastada en defensa de su patria y de la causa noble de la justicia. Dos hijos que tenía, y algunos veteranos llenos de heridas y cubiertos de canas en su servicio, fueron los únicos compañeros de su destierro. Su hijo mayor, Hernando, tenía entonces veintitrés años y había hecho sus primeras armas en la última revolución y al lado de su anciano padre. Su juventud, su valor y el porte y continente de su persona, hacían que el generoso don Jaime fundase en él las esperanzas de su casa y la gloria de su nombre para lo futuro; pero la ternura, el gozo de su corazón, la alegría de sus canas era una hija que tenía entonces diecinueve años y reunía a una hermosura poco común todas las gracias de su sexo, toda la gallardía de la juventud y un carácter tan dulce y suave como lleno de entereza y de majestad. Era el ángel consolador de los pesares de su anciano padre.

Cuando éste, poseído del descontento natural a su avanzada edad y perdonable en un desgraciado, se entregaba a pensamientos tristes, la vista de Leonor bastaba a disipar enteramente sus penas, y una caricia de su hija era para su corazón el rocío de la tranquilidad, que renovaba el brío de su alma marchita por los años y las desgracias. Pero como al fin la mano de la muerte...


nos corta a todos de vestir un paño,
sin hacer diferencia en la medida,

como dice uno de nuestros poetas, y sin que basten a ablandar su encono las lágrimas de la orfandad ni de la hermosura, las enfermedades del anciano se aumentaron por último con sus disgustos, y el día que recibió la nueva de que le declaraban rebelde murió de pesadumbre y en brazos de sus hijos a poco tiempo de su destierro. Quedó Leonor huérfana y bajo la guarda y tutela de su hermano Hernando que, aunque duro de carácter, la amaba con todo su corazón. Fortificado éste en su castillo, bien provisto de víveres y defendido por los leales guerreros que habían seguido a su padre, no tenía que temer ningún asalto de aquellos a que estaban expuestos en tiempos tan revueltos los que eran declarados rebeldes por el partido de Sancho el Bravo.

Pero un enemigo más temible que todas las partidas de bandoleros y todas las órdenes de la corte amenazaban turbar la paz del corazón de Hernando, el reposo de sus gentes y la seguridad de su hermana. Un amigo íntimo, mirado ya como enemigo por la diferencia de los partidos y el rencor inherente a las revoluciones, acabó de convertirse en enemigo mortal de su tranquilidad.

El señor de Cuéllar, Sancho Saldaña, de quien ya más de una vez han hablado algunos personajes de nuestra historia, poseía en aquella época el soberbio castillo que hay en este pueblo, y se llamaba entonces el de la Rosa. Era el señor más poderoso de todos aquellos contornos, extendiéndose su poder sobre la mayor parte de las poblaciones que ahora forman el partido de este corregimiento hasta el Duero, cerca de Valladolid por un lado, y por otro hasta Segovia y muchas leguas a la redonda. Su padre, que había sido compañero y amigo íntimo de don Jaime hasta la rebelión de don Sancho (en que como se ha dicho tomó cada uno su partido), había ganado muchas de estas tierras de los partidarios de don Alfonso entrando en ellas a fuerza de armas, vinculándolas en su provecho y extendiendo de este modo su poderío.

Así por esto como por haber sido antes amigos y no haber seguido contra su opinión las armas de don Alfonso, cobróle tal aborrecimiento el viejo don Jaime que el nombre de Saldaña era para él más villano que el del más ínfimo bandolero y, llevado de su tenacidad, se negó a oír cuantas proposiciones de paz le hizo en todas ocasiones su compañero. Añadíase a esto lo que del hijo, dueño absoluto ya de tan cuantiosos bienes, publicaba la fama en aquellos pueblos. Teníanle unos por asesino y cruel, otros por cobarde; tal le creía temerario, aquel le juzgaba bueno, y mientras no faltaría alguno que le tenía por generoso, otro le tachaba de miserable y la mayor parte creían al ver su rostro, siempre tétrico y melancólico, y su amor a la soledad, que ora algún demonio revestido de figura humana por algún tiempo, que sentía ver acercarse la hora en que había de desaparecer para siempre y volver a los fuegos de que había salido.

Ayudaba a creer esto que su padre había sido enterrado secretamente, y que era voz pública se aparecía de noche en las bóvedas del castillo, y sobre todo la repentina desaparición de una hermana suya, que, aunque de mucha belleza y sin el ceño y cruel aspecto de Sancho Saldaña, también la habían visto siempre triste, melancólica y pálida, como una estrella próxima a obscurecerse. Añadíase, además, que nadie de afuera sabía la verdad de lo que pasaba dentro de la fortaleza; tal era el silencio que reinaba en habitadores, y que todos hablaban únicamente por conjeturas, lo cual hacía que se exagerasen los hechos e inventasen algunos, adornándolos con tan increíbles sucesos y tan ponderados, que el pasajero se llenaba al oírlos de espanto y curiosidad.

El padre de Sancho Saldaña había cautivado una mora muy joven en una de sus correrías, que había quedado desde entonces en el castillo, y éste era otro tema que daba no menos materia que los anteriores a infinitos cuentos y hablillas. Imaginaban algunos que esta cautiva era una artificiosa bruja que por sus encantos y sortilegios había hechizado al hijo del difunto señor de Cuéllar, mientras otros aseguraban que era el genio maléfico y enemigo de la familia, disfrazado en aquel traje, que conspiraba continuamente en su destrucción. En fin, todo era misterioso en el castillo, y todo era misterio cuanto acerca de él se hablaba en sus cercanías. Hoy mismo al mostrar sus almenadas torres al caminante, y sus muros cubiertos de musgos donde asoma ahora el pintado lagarto su fea cabeza, o corre la rápida lagartija entre derribadas piedras, vestido el suelo de hierba y vil cascajo, el paisano, cuando refiere las tradiciones de este castillo, habla todavía con misterio de aquella época sembrando su relación de fábulas y milagros.

Habían pasado Sancho Saldaña y su hermana la primera parte de su juventud al lado de Leonor y Hernando dividiendo con ellos sus juegos con todo el candor y aquella jovialidad con que son amigos los jóvenes. Tenía poco más o menos la edad de Hernando, y sus padres, acostumbrados a mirar los hijos de cada uno como propios suyos, miraban con gusto el cariño que Sancho tenía a Leonor, prometiéndose uno y otro a sí mismos de unirles en cuanto llegasen a la edad precisa si seguían, como hasta entonces, mirándose con afecto. Cumplió Leonor catorce años, y Sancho tenía dieciocho cuando, cesando los juegos y la confianza de niños, entró a galantearla ya como caballero, mostrándose suntuoso en festejos y haciendo en su honra sus primeros hechos de armas.

Era entonces Saldaña el joven más bizarro y galán de la corte, el de más donaire en las danzas, el más arrojado y venturoso en las armas, como Leonor era entre las damas la gala y la flor de la hermosura y la gentileza. No podía menos Leonor de ver con gusto su nombre en mil cifras, célebre ya en los torneos, de oír con placer mil músicas y trovas en su alabanza y saber que era envidiada de las hermosas; pero ya fuese por falta de sensibilidad, ya, lo que es más probable, a causa de sus pocos años, se contentó de mirar con agrado los obsequios de Sancho Saldaña, sin sentir por él otro afecto que el de la amistad y el que concede el amor propio de una dama lisonjeada.

Con todo, nadie había que no creyese tan efectuada esta unión como si hubiesen recibido ya la bendición de la iglesia, y sin duda habría sido así si la rebelión de don Sancho contra su padre no hubiese separado las dos familias, llevándolas, como hemos dicho, a diferentes partidos, deshaciendo sus planes para lo futuro y dejando burladas sus esperanzas y las de los que, dando todo por hecho, habían ya asegurado más de una vez que habían visto los contratos matrimoniales. Todo cambió desde entonces, y habiéndose retirado padre e hijo a su castillo de Cuéllar, este último conoció allí a Zoraida (que era el nombre de la cautiva), y quedó por ella perdido de enamorado. Olvidó, pues, a Leonor, olvidó todo, y en menoscabo suyo se entregó a su nueva pasión con tan desenfrenada locura que no hubo crímenes que no cometiesen sus arrebatos, de cualquier género que puedan imaginarse, ciego con los hechizos de aquella mujer, que no parecía complacida sino teniéndole siempre al borde del precipicio.

Rodeado de crímenes, entregado a un solo pensamiento en el mundo, lleno de hastío, ansioso de algo que nunca podía encontrar, desasosegado en el sosiego, agitado de tristes imaginaciones y, finalmente, cargado de penosos remordimientos que sin cesar le seguían y atormentaban en todas partes, llegó, en fin, a hartarse de la ponzoña que en copa de oro le presentaba la máscara del deleite, y a odiar al fatal objeto de sus amores con tanto más aborrecimiento y más furia cuanto le había amado con más delirio. Volvió en sí, y no pudiendo encontrar nada que bastase a satisfacer sus deseos, a consolar su tristeza, a hacerle olvidar sus remordimientos, se halló en la flor de su edad con un alma árida como la arena, y velado ya su rostro con la sombra de los sepulcros.

En vano buscaba en las diversiones que su opulencia podía ofrecerle el alivio a sus penas, que deseaba. La música servía sólo para entristecerle, los cantares más alegres, las trovas más dulces le fastidiaban, la alegría de los bailes le inspiraba el despecho, y el lujo de los torneos, las voces, el rumor del gentío y los ojos de las hermosas eran para él vastos desiertos donde se perdía sin hablar con nadie, solo siempre con sus pensamientos en medio de la multitud. Se hubiera creído al verle distraído, melancólico y solo en medio de los placeres, que era la sombra de un hombre que vagaba acá y allá sin destino, o una estatua sepulcral arrancada de la tumba que adornaba, e impelida de algún resorte oculto que la movía. La pasión que había tenido a Zoraida había agotado en su corazón las fuentes del sentimiento, y sólo le había quedado fuerza para sufrir y memoria para hacer eterno el gusano que le roía.

Fastidiado de los placeres, se entregó a toda clase de vicios para sepultar en el delirio del juego o en la embriaguez el tormento que le hostigaba. Pero ni la ganancia le alegraba ni la pérdida le entristecía, mientras el vino, lejos de borrar de su fantasía las imágenes de su tristeza, poniéndole en el estado de inercia absoluta a que reduce este vicio generalmente o comunicándole el júbilo con que trastorna y alienta el ánimo más caído, le entregaba más profundamente a todo el horror de sus pensamientos.

Entonces fue cuando, siguiendo el impulso natural al hombre de buscar su felicidad, recordó a su olvidada Leonor, propuso reformar su vida, halagó un momento sus penas con las dulces memorias de su juventud y el recuerdo de los días en que, lleno de gozo, sintió el inocente fuego del amor puro a vista de su hermosura. Nada prueba tanto el poder de la virtud como el homenaje que le tributa el vicio, y el hombre más criminal es el que admira más la inocencia, y el más corrompido suele ver con enfado las costumbres estragadas de los demás y gusta tanto del candor que, a veces, ya que no puede hallarlo en las personas que le rodean, exige al menos las apariencias.

Sancho Saldaña estaba ya harto de libertinaje, y creyó que sólo Leonor, el encanto de sus primeros amores, podría volverle la paz que había perdido, y sintió renovarse en su pecho, ya que no su primer amor, al menos un sentimiento más dulce que los que le habían agitado hasta entonces. Su alma se abrió al soplo de la esperanza por un momento, y la idea de un enlace dichoso que pusiera fin a su inquietud en brazos de Leonor y en medio de caricias desconocidas todavía para él, era tan halagüeña que a veces llegaba hasta ahogar, en algún modo, los gritos de su agitada conciencia.

Resolvió, pues, pedírsela por mujer a su padre, que aun vivía, y volviendo a vestir las ya casi olvidadas galas, ordenó a sus pajes y escuderos que se adornasen y engalanasen, disponiendo al mismo tiempo los mejores caballos de sus cuadras soberbiamente enjaezados. Un rayo de luz brilló en su encapotada frente por un momento, bien así como un rayo de sol entre las nubes de la tormenta, y la guarnición del castillo vio con asombro la mudanza que había habido en su jefe, y aquel día fue el primero, puede decirse, que alumbró el sol el castillo.

Sólo la despreciada mora veía con despecho y celos aquellos preparativos. Sus hermosos ojos negros, en que brillaba el fuego de una osadía más que varonil, giraban vertiginosos acá y allá, y la fiereza de su altiva y pronunciada fisonomía parecía realzada con su inquietud. Sus miembros temblaban de cólera, y la sangre africana, irritada con los desprecios de su amante, hacía latir con tanta fuerza su corazón, que parecía querer saltarse del pecho.

Había sido cautiva Zoraida cuando apenas rayaba en los quince años, y era lo que podía llamarse un modelo de hermosura árabe. De airoso continente, alta y briosa de cuerpo, su marcha era la del cisne cuando gira sereno en las aguas y su mirada la del águila que desafía al sol frente a frente. Sus pasiones impetuosas y vehementes daban a todos sus deseos un carácter tal de fuerza, que su voluntad había de cumplirse o debía ella perecer en su empeño. Estaba acostumbrada a arrostrar los caprichos de la fortuna, y aun a veces a vencerla y a sujetarla, y esta lucha continua en que había pasado toda su vida la había dotado de un valor a toda prueba en los riesgos y de un arrojo en sus empresas que rayaba en temeridad. Pocas veces había llorado en su vida y siempre que había derramado lágrimas había sido implorando venganzas o meditándolas. Amaba (no, amaba es poco), deliraba, idolatraba, miraba a Sancho Saldaña como a su Dios, como a su todo, y a consecuencia de tanto amarle, su mismo frenesí, su mismo amor rayaba en aborrecimiento, de suerte que le odiaba y le idolatraba a un tiempo, y a un tiempo le arriesgaba y le protegía, le despreciaba y le defendía, buscándole y huyendo de él, insultándole y acariciándole, y sintiendo afectos tan diferentes con la misma violencia que la pasión frenética que los movía.

Tal era la mujer que había trastornado el genio, el rostro y el corazón de Saldaña, pero que si le había precipitado en un abismo de males no había titubeado en arrojarse con él, y que si lo había llenado de remordimientos, su corazón ardía en la pasión más arrebatada y sin esperanza que puede sentir mujer. Si tal era su amor y la arrastraba a tantos desaciertos viéndose pacíficamente correspondida, ¡cuál sería su furia cuando hallase una rival que combatir, una enemiga tan temible como Leonor! Supo para qué eran los preparativos de su amante, penetró la causa de su alegría, y sin darle una sola queja riprimió su ira, calló, y sin derramar una lágrima, ni siquiera exhalar un suspiro, se retiró a meditar su venganza, determinada a morir o a llevarla a cabo, imaginándola cruel, terrible y digna del ultraje que se le hacía. El resultado probó hasta dónde llevaba sus planes el rencor con que los trazaba. Sancho Saldaña entre tanto, habiendo dispuesto su comitiva, se encaminó al castillo de Iscar resuelto a sacrificar su orgullo y a sufrir cualquiera mala razón de don Jaime con tal de lograr el blanco de sus deseos.

Llegado que hubo al puente levadizo hizo sonar su trompeta y que se anunciase un heraldo, a cuya señal, habiendo respondido desde el castillo, el heraldo anunció que su amo, el ilustre conde de Saldaña, deseaba hablar en particular con el muy noble señor de Iscar y que aguardaba allí su respuesta. Estaba en este momento don Jaime hablando con Leonor de lo que contaban del señor de Cuéllar, y cuando oyó su nombre no pudo contener su cólera.

-¿A qué viene aquí ese malsín, ese traidor a su rey? ¿Viene a insultarme? Se engaña, porque me quedan aún fuerzas bastantes para obligarle a que me respete. ¡Hernando! -gritó a su hijo-, pon los arqueros en las almenas y dile que yo no respondo a traidores sino con las armas.

-Pero, señor -contestó Hernando-, su traje y su séquito son de paz, y no sería honroso responder con armas al que se nos entrega sin ellas.

-Es verdad, y has apuntado bien -repuso el viejo-, cuanto más que el heraldo debe ser respetado según la ley de la guerra; me acuerdo todavía que en Sevilla, cuando estaba allí la flor de la caballería de España con el Santo rey, padre de nuestro monarca, degollamos una partida de moros que había ahorcado de un árbol un heraldo nuestro que llevaba a la ciudad un mensaje, obrando según la ley de la guerra.

-Señor, ¿qué mandáis que se le responda? -interrumpió respetuosamente su hijo.

-El padre de ese muchacho estaba allí entonces -continuó el buen viejo como distraído, y por cierto que era una de las buenas lanzas que había... ¡Ah!... Sí, se me olvidaba -repuso volviendo en sí-; nada, que se vayan, que aquí no tienen qué hacer; que se vayan, y cuanto antes.

La respuesta era tan definitiva que nada quedaba que replicar; pero Leonor, considerando los peligros a que se exponía su padre haciendo este desaire a Saldaña, determinó sacar de él una respuesta más dulce y que no le expusiese para lo futuro a los riesgos que cualquiera indiscreción podría atraer sobre ellos en circunstancias tan espinosas, y así añadió con voz tímida:

-Padre mío, ¿y si viene a proponeros una reconciliación?

-Entre nosotros no cabe ninguna, hija mía.

Y deteniéndose un momento como pensativo, exclamó:

-Sí, que entre, que entre; quiero seguir el parecer de nuestro sabio rey don Alfonso, que decía que antes de sentenciar es menester oír las partes.

Mucho debió de agradecer Saldaña que este dicho de Alfonso X se presentase a la memoria del caballero, pues de lo contrario hubiera tenido que volver pies atrás; pero las sentencias del sabio Alfonso eran para don Jaime tan sagradas como los preceptos de la religión, no conociendo otro rey ni otra autoridad que la suya; y aunque Sancho el Bravo era el verdadero rey de Castilla entonces, él siempre daba este título a su padre, sin que hubiera fuerzas humanas que le hicieran dar al hijo otro nombre que el del rebelde.

En esto Sancho Saldaña, habiendo recibido el permiso de entrada, llegó al salón donde estaba sentado don Jaime aguardándole, y de que había salido Leonor por respeto a su padre y decoro de su persona.

Conservaba aún Sancho algunos restos de su belleza, marchita ya por el rigor de sus pasiones y el estrago que habían hecho en él los vicios a que últimamente se había entregado; pero en medio de la palidez y severidad de su rostro y la expresión melancólica de su fisonomía, creyó descubrir el anciano en su porte vigoroso y caballerosa apostura alguna semejanza con la marcialidad y belleza del padre en los tiempos de su juventud. El primero que habló fue don Jaime, y dijo:

-Mucho me extraña vuestra visita, señor conde, que puesto que vuestro padre y yo fuimos amigos y compañeros en mejores tiempos que los presentes, ya hace años que acabó nuestra amistad y rompimos lanza con punta de tal modo que se hizo imposible entre nosotros toda reconciliación.

-No vengo ahora -respondió el conde con aire noble, aunque sumiso y arrepentido- a discutir con vos los motivos de vuestros resentimientos con mi padre. Baste deciros que mi poca edad me perdonó el disgusto de mediar en ellos, y que las causas que os resintieron con él no creo que existan para conmigo.

-Tendríais razón, joven -repuso el señor de Iscar-, si vos, dejando a un lado las opiniones de vuestro padre, hubierais depuesto al menos las armas y no hubierais seguido también el partido del hijo rebelde, que no podrá hallar paz nunca en su corazón por haber levantado bandera contra su mismo padre.

Estremecióse Sancho Saldaña al oír estas palabras que pronunció el señor de Iscar con sentimiento, frunció las cejas, y el temblor convulsivo de sus labios anunció que algún remordimiento le fatigaba; pero el anciano, sin echarlo de ver, continuó diciendo:

-Digo, pues, que tendríais en ese caso razón; pero vos desoísteis la voz de vuestra conciencia, seguisteis el ejemplo de vuestro padre, y aunque puede ser más perdonable en vos que en él, a causa de vuestra edad, yo he jurado odio implacable a los enemigos de mi rey, y si acaso puedo compadecer a alguno por el merecido castigo que les aguarda del Vengador de los justos, no podré nunca en mi vida reconciliarme con ellos. Ahora decid lo que tengáis que comunicarme.

Dicho esto se puso a mirarlo con atención, como aguardando su respuesta; pero Sancho Saldaña no se hallaba en estado de responderle. Por una parte, veía frustradas sus esperanzas, y se juzgaba condenado a ser eternamente infeliz, mientras por otra, algunas palabras de las que había dicho el anciano tenían tanta relación con alguna de las causas de sus remordimientos, que sintió ahogársele la palabra, y un estremecimiento convulsivo se apoderó de todos sus miembros. El anciano esperó un rato la respuesta, y habiendo notado sus movimientos, los atribuyó a su orgullo ultrajado por haberle supuesto un momento capaz de humillarse hasta el punto de venir a implorar de él una reconciliación.

-Veo en vos -dijo- el carácter de vuestro padre, y sé que los Saldañas han sido siempre demasiado altivos para mendigar la amistad de cualquiera que sea; pero como podíais tener algún intento que proponerme sobre el que requirieseis mi asentimiento, he empezado por haceros ver que conmigo es imposible toda reconciliación.

-Y si dependiese de ella -exclamó tristemente Saldaña- la esperanza, la felicidad de un joven que, aunque criminal, nada os ha hecho para merecer vuestro odio; si dependiera de vos que un alma se ganara todavía para el cielo en vez de que, entregándola a la desesperación, quede abandonada a todas las asechanzas de Satanás, entonces, señor, entonces, ¿que diríais? ¿Qué determinaríais?

-Hablad -repuso al momento don Jaime-: el sabio rey don Alfonso decía que todos tienen derecho a exigir siempre que se les oiga.

-Señor -continuó el conde, lleno de agitación-, de este momento depende mi vida o mi muerte; vos sólo podéis pronunciar mi sentencia, vos sólo podéis salvarme, de una sola palabra vuestra depende mi felicidad. No me consideréis como el hijo de Rodrigo Saldaña, miradme como un extraño; suponed en mí un pasajero que en la oscuridad de la noche no puede encontrar un asilo donde refugiarse de la lluvia y os pide hospitalidad; mirad en mí un pecador arrepentido, un hombre que va a arrojarse a un abismo, y cuya muerte podéis evitar con sólo tenderle una mano que le separe. Miradme así, y no me negaréis el tesoro único que deseo en el mundo, el día, la vida, el cielo de mi corazón.

-Hablad, pues -exclamó conmovido el anciano- y yo os prometo que como mi honor y el de mis hijos no peligre ni se mezcle en lo que me pidáis, que, olvidando todo resentimiento, os concederé lo que me suplicáis tan de veras.

Sancho Saldaña bajó un momento los ojos al suelo como indeciso, miró a don Jaime, volvió a bajarlos, y como un hombre que arroja de sí un peso superior a sus fuerzas, dio un suspiro y dijo en voz apenas inteligible:

-Yo amo a Leonor.

-Sé que la habéis amado; continuad -repuso gravemente don Jaime.

-La he amado, sí, pero nunca tanto como ahora que veo en ella la fortaleza de mi descanso -repuso el conde-; la he amado, pero ahora veo en ella sola el reposo y la paz de toda mi vida. Yo vivo ya ha mucho tiempo fatigado y harto de cuanto bueno y malo me rodea; el mundo es más viejo para mí, a pesar de mis pocos años, que lo es para vos al cabo de vuestra edad; todo está usado en él; nada hallo nuevo en la Naturaleza; la luz del sol, la noche, la primavera, lo más bello, lo más tremendo con que puede recrear el cielo o amenazar en su cólera, nada me inspira un sentimiento nuevo; sólo Leonor es el único objeto que puede inspirármelo, sólo ella puede volver a mi alma la sensibilidad que ha perdido. Su mano...

-Joven, ¿sabéis lo que me pedís? -repuso don Jaime levantándose con dignidad-. Nunca mi sangre se mezclará con la vuestra, así como la lealtad no se ha mezclado nunca con la traición.

-Ved, señor -exclamó el conde-, que va mi dicha en vuestras palabras.

-Silencio -replicó el caballero-. Os he oído con paciencia, y es cuanto podíais exigir de mí; os compadezco, pero no penséis más en Leonor.

-¿Y me abandonaréis a mi suerte? -dijo el conde en actitud decente, pero suplicante-. ¿Desecharéis mis súplicas y me dejaréis en el camino de la perdición?

-Basta, basta -replicó el anciano-, y en verdad que es humillante para un hombre de vuestro linaje abatirse tanto delante de su enemigo.

-¿Queréis serlo? -respondió Saldaña, recobrando su natural fiereza, impelido de su altivez-; pues bien, sobre vos caigan los nuevos crímenes que me haga cometer la dureza de vuestro corazón, sobre vos caigan las maldiciones de un joven perdido en lo mejor de sus años y condenado ya en vida a todos los tormentos del infierno. Sobre vos...

-Basta, he dicho -replicó irritado don Jaime-; salid de mi castillo, y dad gracias al modo y la intención con que habéis venido que no os mando arrojar por una ven tana.

-¿A mí? -repuso todo encolerizado don Sancho-. ¿A mí? -pero conteniendo su ira, continuó-: Viejo cruel, no me precipitéis; un crimen es para mí poca cosa; dame tu hija, yo te pediré perdón, yo seré feliz y te lo deberé a ti solo, si no... poseerla no me costará más que cometer un delito.

-¡Hernando! -gritó el anciano a su hijo, que se presentó al momento a su voz-, echad del castillo a ese traidor, hijo de un traidor, que viene a insultar mis canas.

-¡Conde don Sancho!... -dijo entonces Hernando.

-¡Hernando! ¡Amigo! -exclamó Saldaña.

-¡Conde don Sancho, repito, obedeced a mi padre!

-Está bien -repuso el conde-, salgo de vuestro castillo; no mancharé mi espada en la sangre del amigo de mi juventud, porque ya tengo bastantes manchas de sangre inocente en mis vestidos; pero juro que ha de ser mía Leonor, ha de ser mía, ¡vive Dios!, de fuerza o de voluntad.

Dicho esto dejó el castillo, y metiendo espuelas a su caballo corrió a rienda suelta hasta Cuéllar sin ver el camino que llevaba ni reparar si le seguía o no su gente. Desde entonces mil imaginaciones, mil venganzas le agitaron, y la cólera y el orgullo luchaban en su corazón; pero ya sea el miedo de irritar a Leonor, particularmente si atropellaba el castillo de su hermano asaltándolo para robarla, ya que creyese, vista la guarnición de la fortaleza, que era empresa de mucho tiempo y dificultad, lo cierto es que en mucho tiempo pareció haber olvidado su juramento y no hizo o no pareció hacer intención de cumplirlo. Con todo, día y noche pensaba en su felicidad, y, por consiguiente, en Leonor, y resuelto, por último, a poseerla de cualquier modo, imaginó robarla como único medio que le quedaba.

El Velludo, a quien daban este mote por el mucho vello de que estaba cubierto, era el ladrón más famoso en Castilla y el terror de aquellos contornos. Había sido soldado en su mocedad y militado en diversas partes, habiendo alcanzado en todas ellas fama de esforzado, y debiendo esta gloria tanto a su buena suerte como a su intrepidez natural. Era entonces de edad de cuarenta años, y no había perdido nada de la robustez y fuerza de su juventud. Fiero y colérico en demasía, no dejaba de ser a veces cruel si le arrebataba la ira, pero su índole era generosa naturalmente, y más bien hacía mal por oficio que por inclinación. Durante las refriegas de Castilla, y en medio de la confusión que dominaba en el reino, había tomado las armas y formado su tropa de bandoleros, saqueando acá y allá, tan pronto a un partido como a otro, prestando sus servicios a todos cuando la utilidad de éstos se convenía con su interés propio, y distinguiéndose siempre en sus hechos tanto por su astucia como por la osadía de sus planes.

A éste, pues, comunicó los suyos Sancho Saldaña, imaginando diestramente el modo de robar a Leonor sin que él apareciese culpable.

Ya hemos dicho que había dejado pasar el conde mucho tiempo desde la entrevista con don Jaime hasta el momento de cumplir su empresa, y en más de un año después de la muerte del caballero no tuvo medio o no se resolvió a efectuarla. Presentósele la mejor ocasión que podía esperar, sabía que la caza era una de las diversiones favoritas de los dos hermanos, y habiendo introducido un halconero de su confianza en el servicio del señor Iscar, tuvo aviso del primer día en que pasado el tiempo del duelo volverían los hermanos a su acostumbrado divertimiento.

Llamó al punto al Velludo, y ofreciéndole una recompensa considerable, trataron juntos del modo de robar a la dama sin que él se comprometiese y, al contrario ganase su voluntad. Para esto se valieron del modo ya referido en el capítulo anterior, teniendo Saldaña el intento de al siguiente día presentarse delante de los bandidos, que habían de huir a su vista y abandonarle a Leonor para que él, como libertador suyo, mereciese de este modo su afecto con menos dificultad.

Pero el cielo, que vela sobre la inocencia y convierte en humo las asechanzas y los pensamientos del impío, hizo que en medio de la agonía de Leonor se presentase a deshora un ser en apariencia sobrenatural que, aterrando con su vista a aquellos hombres supersticiosos y crédulos, la libertó por entonces de sus enemigos y desbarató los planes del tétrico y desesperado Saldaña.




ArribaAbajoCapítulo V


   El bosque era muy espeso,
todos perdido se hane,
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
andando a un cabo y a otro
mucho alejado se hae:
tantas vueltas iba dando
que no sabe donde estae,
    La noche era muy escura,
comenzó recio a tronare.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . .


Romance del marqués de Mantua y Valdovinos.                


A este tiempo toda la tropa de Iscar estaba vagando por los pinares. Los cazadores, después de haber registrado el bosque por todas partes en busca de sus señores, habían hallado al fin de mucho tiempo, caído aún debajo de su caballo que le había cogido una pierna, al único testigo de la pérdida de Leonor. Estaba éste con el humor que fácilmente podemos imaginarnos se encontraría en su situación un hombre de un genio intrépido y arrebatado. Había visto robar a su hermana ante sus mismos ojos a dos hombres que creía por su clase incapaces e indignos de medirse nunca con él, y que entonces se habían burlado de su valor derribándole, cometiendo su intento y mofándose de sus amenazas.

Añadíase, además, a esto, que ya era bastante para exasperar otro ánimo menos colérico y orgulloso que el suyo, haber estado más de dos horas caído con su caballo, haciendo esfuerzos para levantarse y sin haber podido siquiera mover la pierna, que tenía cogida debajo, con tan crueles dolores, que sólo podía calmarlos un tanto la ira que le sofocaba. En esto llegaron, como se ha dicho, los cazadores, y Hernando en cuanto los vio:

-Juro a Dios -dijo-, canalla, perros, que os he de mandar colgar de una almena; id, seguid por ahí todo derecho, a la izquierda han llevado a vuestra señora dos malsines como vosotros. Seguid por ahí, ¡vive Dios!, ayudadme a salir de este maldito animal, que creo que me ha de haber roto esta pierna.

No había acabado de decir esto cuando un cazador ya viejo, y que parecía el jefe o capataz de los otros, gritó:

-Vamos, pie a tierra dos de vosotros; tú, Cantor, buen viejo, y tú, Garci-Pérez, ayudadme a sacar a nuestro amo.

Y diciendo y haciendo, cogidos dos de la cola del animal y el viejo tirando de ambos brazos al caballero, lograron ponerlo en pie, aunque con mucha dificultad.

-Así me sucedió a mí en la batalla de... -dijo el que parecía capataz, mientras apoyaba la pierna derecha en la barriga del animal y tiraba por bajo de los brazos de su señor-. Vaya una noche que pasé; toda la noche debajo de mi caballo sin poderme menear más lejos que un caracol en medio minuto.

-¿Y qué diablos importa a nadie lo que te sucedió esa noche? -interrumpió Hernando, lleno de enfado, y sin saber con quién desahogaría su cólera.

-Cierto es que no le importa a nadie -replicó el veterano con la misma calma-, pero a mi...

-¡Basta, por Dios, Nuño, basta! Y dadme ahí otro caballo, y vamos -interrumpió otra vez el señor de Iscar.

-¡Que nunca me ha de dejar hablar! Vamos, es lo mismo que el padre: no podía sufrir que hablasen delante de él -murmuró Nuño entre dientes-. Pero qué, ¿estáis herido? -añadió, mirándole con cuidado.

-No, no tengo nada -repuso Hernando con impaciencia.

-La sangre es de este pobre animal -respondió el viejo a quien Nuño había llamado Cantor-; ha caído, si, pero como un pino hendido por el hacha del leñador.

-Pobre Brioso -dijo entonces Nuño, acariciando la frente del alazán-. ¡En dónde has venido a caer! Ya sé yo que tú eres leal para tu jinete; vaya, que se encargue alguno o en llevar a este pobre bicho al castillo; quiero a este caballo, porque lo montaba muchas veces el padre de don Hernando y nos hemos hallado juntos en más de un encuentro.

-Vamos, Nuño, Nuño, ¡a caballo! -gritó Hernando, reprimiendo su ira por el respeto que le imponía el más antiguo servidor de su casa-. Vamos; ¿así olvidáis que está mi hermana en peligro?

-A caballo -contestó el veterano, y saltando en el suyo con más ligereza que lo que prometían sus años, prosiguió diciendo-: Vamos, guiad adonde queráis.

-Voto va -continuó, siguiendo a galope la senda por donde había echado su amo-, voto va, que es doña Leonor la joya más rica que hay en la casa. ¡Cómo la quería su padre! ¡Y a mí me quiere tanto! Por Santiago, que me muera yo esta noche si no la saco aunque sea de mano de los filisteos. Mira, Cantor -añadió, dirigiéndose a su compañero-, ¿te acuerdas de don Jaime? Mira, mira cómo se le parece su hijo; ahí va a caballo que por detrás se me figura que le estoy viendo. Te juro que como yo vuelva a hablar a doña Leonor... ¿Cómo la llamabas tú en tu canción?... Aquello de un cielo...

-Todo es poco -repuso el Cantor- para alabar aquellos ojos de dulzura y de majestad.

-Sí, pero di la canción -insistió el viejo.

-¿Cómo quieres que recite yo versos al paso que vamos? ¿Te parece a ti que mis canciones son para oídas a galope y en un camino?

-Toma, más de una vez -replicó Nuño- las he tarareado yo yendo a escape a embestir a los enemigos; me acuerdo, en la batalla de...

-Calla, que el amo ha hecho alto y me parece que nos hace señas de que vayamos.

-Está de Dios -murmuró entre sí el buen viejo- que nunca me han de dejar hablar.

En efecto, era así como decía el Cantor. Hernando, adelantándose de toda su tropa, había seguido a todo el galope de su caballo el camino por donde presumía que Usdróbal y Zacarías habrían conducido a Leonor; pero habiendo llegado a un sitio cubierto todo de maleza, y donde no había seña de pisada alguna, creyó que había perdido la senda, y los llamaba para tratar con ellos el rumbo que habían de seguir.

Empezaba ya a oscurecer, y la tempestad, que había hecho recogerse a los bandoleros, anunciaba ya su furia con algunos relámpagos de tiempo en tiempo. Poco impedimento era éste para el ánimo del señor de Iscar, y mucho menos en la impaciencia que le agitaba; pero la absoluta ignorancia en que se hallaba del camino que habían tomado los robadores le tenía suspenso y no sabía si pasar adelante o volver atrás.

El convento del Pinar, único edificio aislado en aquel desierto, se descubría apenas a cierta distancia entre los árboles, y era de presumir que no habrían elegido aquel camino los bandoleros, siendo por razón del convento el más fácil que había de hallar. Por otra parte, el río Pirón, que corre allí cerca, era el paso que dividía las tierras de Iscar de las de Cuéllar, y no era probable que hubiesen vadeado el río hacia este punto, siendo fama que aquella parte era la única en todo el país respetada de los ladrones. Perdido en estas imaginaciones había hecho alto, y a poco tiempo tuvo a su lado al Cantor y a Nuño, que llegando a él muy quedito le preguntaron si había descubierto algo.

-Nada, por mi desgracia -repuso Hernando-. He venido todo el camino ojo alerta figurándome ver a Leonor tras de cada mata. La hemos perdido -añadió meneando la cabeza y haciendo cierto rumor con la lengua contra los dientes de arriba, que anunciaba la poca esperanza que le quedaba-. ¡Cómo ha de ser! Será menester que nos retiremos; la noche trae mala cara.

-Poco importa la cara que traiga la noche -repuso Nuño- si sabéis algo, o podéis darme a mí indicios de dónde podría yo encontrar a doña Leonor. Que por Santiago, las tempestades y yo nos conocemos ya ha mucho tiempo, y ni uno ni otro nos hacemos mal, y yo os prometo que, como siquiera me indiquéis lo bastante para que yo imagine dónde se puede hallar, la he de traer o me he de dejar de llamar Nuño Vero. Me acuerdo una noche...

-Lo -mismo digo -interrumpió el poeta-. ¿Qué será de nosotros en el castillo si no vemos brillar nuestra aurora en los ojos celestiales de la virgen de Iscar? No, es preciso buscarla a todo trance; es preciso.

-Bravo, buen trovador -exclamó Nuño, que, aunque resentido de las interrupciones continuas que ponía el poeta a su conversación, le había hecho olvidar la que acababa de sufrir el buen deseo que manifestaba-; tú me acompañarás en mi expedición esta noche, y vos -continuó, dirigiéndose al señor de Iscar- os podéis retirar con la gente.

-La gente se podrá ir sola -repuso el señor de Iscar-, que por Dios no se ha de decir nunca que dejé en el peligro a la que mi padre confió a mi cuidado.

-Pero, señor -replicó Nuño-, la noche va entrando y el huracán amenaza ser espantoso, y aunque ya más de una vez os he visto enristrar lanza contra...

-Ya he dicho -interrumpió Hernando- que la gente se puede ir y que yo me quedaré con vosotros.

-Está de Dios que nunca he de acabar de decir lo que siento -susurró a media voz Nuño Vero, para quien no había nada tan incómodo como que le interrumpiesen cuando estaba hablando.

-Mandad a la gente que se retire -continuó su amo.

-Sí -replicó el veterano-, todos se irán, menos ese halconero nuevo que viene ahí con nosotros, y que conoce esta tierra como la palma de la mano. Y cuanto más, que siempre me acuerdo que vuestro padre recomendaba tomar un guía para ciertos casos, y más de un ejército se hubiera perdido si...

-Pues bien, llamadle y vamos -interrumpió el Cantor.

-Voto va, señor trovador -dijo irritado Nuño- que más de una vez os he dicho que nunca me interrumpáis cuando hable, y no parece sino...

-Vamos pronto, Nuño, antes que sea más tarde -dijo Hernando.

-Otro que tal -exclamó el veterano al verse interrumpido de nuevo; y metiendo espuelas a su caballo llamó al halconero y ordenó al resto de la tropa que se retirase al castillo, lo que hicieron obedeciéndole, aunque todos con mucho disgusto y más gana de acompañar a su amo que de retirarse.

Quedaron, pues, solos los cuatro, y habiendo preguntado al halconero si sabía la habitación de los bandoleros o hacia qué parte podía caer, éste respondió que, aunque no podía fijamente decirlo, creía que poco más o menos acertaría. Y sirviéndoles de guía echó delante, y poniéndose todos en marcha emprendieron su camino a poca distancia de él.

Era este halconero el espía que, como se ha dicho, había introducido Sancho Saldaña en el castillo de Iscar y el que avisó al Velludo del día y sitio en que había de suceder la caza. Conocía a palmos aquella tierra, y era, en efecto, el mejor guía que podía haber tomado nuestro caballero si hubiese ayudado su buena intención a su habilidad. Pero su voluntad era de las más torcidas, y en este momento no trataba nada menos que de entregarlos en manos de los bandidos para que los robaran y aprisionaran, y haciéndoles pagar su rescate, tener él parte en la presa sin apariencia de culpa alguna. Con este mal intento caminaba en medio de la oscuridad a la luz de los relámpagos que de tiempo en tiempo envolvían el bosque en un mar de fuego deslumbrando a los caminantes y sepultándolos en nuevas sombras y lobreguez.

Era el halconero naturalmente cobarde, y el estallido de los truenos y el brillo de los relámpagos espantaban su caballo de tal manera que a cada instante se paraba renovando el miedo de su jinete con la superstición que corría entonces de que estos animales veían espíritus y aparecidos cuando, reacios a la brida, no seguían adelante su movimiento. Pero el veterano Nuño, que tenía un temple de alma muy diferente, aunque en otras cosas pagara también tributo a la superstición de su siglo, se acercó a él y dijo a su amo:

-El miedo de este necio le va a hacer perder el camino, y lo mejor será ponernos a su lado no sea que vuelva grupa en medio de la oscuridad y nos deje, como nos sucedió una vez el año de 1243, poco antes de...

-No me parece mal tu consejo -interrumpió Hernando, y poniéndose junto al guía le dijo si estaba seguro del camino por donde iba.

-No mucho -repuso el guía-, y creo que haríamos mejor en volvernos, porque el huracán amaga romper muy pronto y puede sepultarnos entre la arena cuando no debajo de algún pino de los que tronche.

-Cobarde criatura -respondió el Cantor-, debía dar gracias al que te ofrece ocasión de ver uno de los espectáculos más sublimes de la Naturaleza, cual es una tempestad.

-Más me gusta en noches como ésta -replicó el guía- una bota de vino con buena cena y una mala cama bajo techado que la tempestad más bonita que vos os podéis pensar. Que por Dios, que no es bueno andar a estas horas por los caminos.

-Siempre he oído decir lo mismo a todos vosotros -replicó Nuño-, pero ya yo entiendo a los guías, que de algo me han de servir cuarenta años que llevo de andar por el mundo, y ya no soy ningún niño y no me la pega nadie. Me acuerdo una vez que le metí a un paisano... hará ahora diez años, el de 1274, día de San José, por la noche, cuando entramos en el reino de Granada diez mil peones y más de tres mil caballos, que, como iba diciendo...

-Acabaréis, voto a tal -interrumpió Hernando-, que con los truenos y vuestra sempiterna charla no puedo oír bien las voces que me parece que suenan ahí cerca.

-No son malas voces -respondió el halconero-; es el bramido del huracán, y lo mejor será que echemos hacia este lado -añadió dirigiéndose a las orillas del Adaja- si no queremos hallar aquí nuestra sepultura.

No había acabado de decir estas palabras cuando se desató el huracán con tanta furia que tuvieron que apearse de los caballos, y de allí a poco sintieron crujir junto a sí los árboles y oyeron el estruendo de su caída.

-¡Dios mío! ¡Virgen Santa! -gritó el halconero, tan despavorido y amedrentado que sus miembros se paralizaron y no acertaba a moverse.

-Sácanos de aquí, ¡vive Dios! -exclamó Hernando, cogiéndole fuertemente de un brazo-, o te barreno el pecho de una estocada.

-Adelante, pillo -gritó Nuño, asiéndole del otro brazo-, adelante o te ato ahí a un árbol para que observes despacio la tempestad como nuestro amigo el poeta, que está en sus glorias. Vamos, Cantor, ¿en qué diablos estás entretenido que no nos sigues?

El poeta entre tanto, sin acordarse del peligro que le rodeaba, contemplaba absorto a la luz de los relámpagos el trastorno sublime y la confusa belleza de la tempestad. Ya veía rasgarse el cielo en llamas y descubrir a sus ojos otros mil cielos ardiendo, ya seguido de espantosos truenos lanzarse el rayo en los aires brillante como las armas de mil guerreros, ya imaginaba que oía en los bramidos del huracán los cantos de guerra de un ejército numeroso.

-Vamos, trovador, síguenos -le dijo Hernando, cogiéndole de la aljuba a tiempo que un relámpago le mostró el éxtasis de su poeta.

El guía, temeroso de Nuño, que iba aconsejándole de desvanecer el miedo so pena de verse obligado a cumplir la promesa que le había hecho, emprendió de nuevo su marcha y el Cantor echó detrás de él con su amo.

-En verdad -dijo- que mejor tempestad ni más magnífico espectáculo hace ya tiempo que no se presentaba a mis ojos. ¡Qué grandiosidad! No parece sino que el cielo y el bosque y todo está ardiendo en la naturaleza, y el bramido del huracán suena como los quejidos de las fieras que ven desaparecer entre las llamas el abrigo a que se recogían.

En esto llegaron a la orilla del río en cuyas aguas rielaban los relámpagos como si el fondo fuera todo de fuego, y el guía pidió licencia para reconocer el terreno, pues, según dijo, estaba allí cerca la caverna de los ladrones.

Como no había motivo ninguno para desconfiar, el señor de Iscar no tuvo reparo en dársela, aunque muy a despecho de Nuño, que quería seguirle. Trató con todo de echar tras de él, y dejando su caballo al Cantor empezó a caminar a su lado; pero habiendo tropezado en las raíces de los árboles a tiempo que un relámpago le deslumbró con su luz, cuando volvió a levantarse halló que el guía había desaparecido, haciéndoselo creer del todo que, habiéndole llamado a voces, no respondía.

-Mal haya yo -exclamó- que te solté el brazo, cuando caí, para no romperme las narices y no hice que te rompieras el alma haciéndote caer conmigo. ¡Tunante! ¡Hola, malsín! ¿Dónde andas? Yo te juro que si te cojo que te he de enseñar a no abandonar otra vez en tu vida al que te tome por guía. Y no es eso lo peor, sino que ¿cómo vuelvo yo ahora adonde ha quedado mi amo y ese maldito de Cantor, que siempre me interrumpe en lo mejor de mi conversación? Mira, malsín -prosiguió, gritándole al guía-, vuelve, voto a tal... Bien decía mi amo, el padre de don Hernando, que a veces era precaución necesaria llevar atado el guía de modo que no se pudiese escapar. Si yo le pudiese coger, pero ¿qué? Pies para qué os quiero; irá ese tunante por ahí con el miedo que lleva que no le alcanzará el viento. Hasta el castillo lo menos no para de correr. Pero a bien que mañana será otro día.

No era el camino de Iscar el que había tomado el halconero, y el buen Nuño se engañaba en su pensamiento, no siendo el miedo sólo sino su mala intención lo que le hizo desaparecer. Con todo, las voces de Nuño le asustaron de tal modo, creyéndose perseguido, que, sin ir directamente a la cueva de los bandidos, se agazapó y escondió entre unos matorrales hasta que cesó enteramente de oírlas. Entonces, arrastrándose como pudo, se deslizó hacia el río junto a la boca de la caverna por dar la alarma entre los ladrones y avisar al Velludo que sorprendiese y robase al señor de Iscar.

Pero cuando ya estaba próximo a cumplir su traición e iba a entrar en la cueva, fue cuando un espectro, que él temía mucho y conocía muy bien, salía de ella agitando una encendida tea teniendo asida de la mano una hermosísima joven, que le seguía toda trémula y demudada, y en quien el halconero reconoció a Leonor. No creyó menos al ver la repentina aparición sino que aquella cueva era la entrada del otro mundo, y recogiendo en su mente cuantas oraciones y rezos pudo recordar en aquel apuro, empezó a santiguarse muy de prisa y a correr con más miedo de la aparición que de todo el riesgo con que le amenazaba la tempestad. Entre tanto la maga apagó la antorcha, acaso por precaución, y emprendió su marcha sin hablar palabra a Leonor y sin soltarla del brazo, mientras ésta la seguía como por instinto.

En esto Nuño, que siempre hablando entre sí había seguido adelante por la orilla del río, tropezando aquí, cayendo allá, y cada vez levantándose con más brío con la esperanza de hallar el guía, vio a la luz de un relámpago un bulto negro que se deslizaba y desvanecía entre los árboles.

-¡Ah, malsín! -exclamó-, ya te he visto, y por Santiago que te he de atrapar o mal me han de andar las manos.

Y favorecido de otro y otro relámpago, que se sucedieron, siguió el camino que a su entender había tomado el bulto que él imaginaba que era el guía. Pero no había andado unos pasos cuando, crujiendo en mil astillas y estallando un pino en dos partes tronchado por el huracán, vino al suelo con grande estrépito tan cerca de él, que, rozándole con las ramas, le hizo dar en tierra cuan largo era. Mil remolinos de arena pasaron sobre el pobre Nuño, y cuando pudo levantarse y abrir los ojos, a la luz de un relámpago divisó una cosa negra en el viento a cierta distancia que, a su entender, cuando volvió la oscuridad, había desaparecido en el aire con el relámpago.

Ya hemos dicho que Nuño no dejaba en ciertas cosas de ser algo supersticioso. Había visto aquel bulto, que él imaginaba el guía, justamente junto al árbol que le había a él derribado atropellándole en su caída, y siendo de presumir que el bulto negro hubiese caído precisamente debajo, cuando fue con intención de ver si estaba reventado o no, halló únicamente el tronco del árbol y no oyó quejido alguno ni tentó ningún cuerpo humano como él aguardaba encontrar. La vista del mismo bulto poco después en el aire, a lo que él se había imaginado, trastornó completamente su juicio, y se dio a pensar que el halconero había muerto efectivamente en la caída del árbol, pero que, apenas había expirado, los diablos se lo habían llevado por los aires en cuerpo y alma.

-Ya me figuraba yo -se decía a sí mismo- que tú no eras bueno, según el mucho miedo que tenías de andar de noche a estas horas; pero nunca creí que apenas cayeses en tierra muerto te hiciesen volar por los aires. ¡Jesús, Jesús me valga! Siempre me acordaré de aquel peregrino de Tierra Santa que contaba el caso de aquel condenado. ¿Pero qué diablos habría hecho este pobre halconero sino beber algún día algún trago de más o dar suelta al balcón de cuando en cuando sin que lo supiese el amo? Yo para mí tengo que con un poco de purgatorio tendría bastante. ¡Quién sabe!...

Entretenido en estos pensamientos caminaba sin saber dónde, cuando el ruido de dos caballos que se acercaban le despertó de ellos, y parando el oído por si acaso le engañaba el viento, dijo:

-Ya os conozco, ya os conozco, que son el Rubí y el Moro que traen al amo y a nuestro músico. No hay caballo en el castillo que si le siento andar no le conozca yo por su nombre.

No había acabado de decir esto cuando su amo y el Cantor llegaron junto a él y pararon, habiéndole conocido en la voz.

-¿Qué diablos haces ahí, Nuño? -le dijo su amo-. ¿Dónde está el guía? ¿Y cómo nos habéis dejado allí tanto tiempo?

-Muchas preguntas son esas -replicó Nuño- para responder a todas con claridad...

-Vamos, hombre, responde -interrumpió Hernando-, sin meterte en dibujos...

-Señor -respondió Nuño- no tengo que decir más sino que el pobre halconero, por muy lejos que esté el infierno, debe a estas horas estar ya en él, según el paso a que vi le llevaban los diablos.

-¿Estas loco, Nuño -exclamó Hernando-, o te atreves a burlarte conmigo?

-Señor -respondió Nuño con gravedad-, hace cuarenta años que entré al servicio de vuestro abuelo, y desde entonces hasta ahora no hay hombre viviente que pueda decir que me ha oído mentir una vez en mi vida. Lo que digo es tan cierto como que lo he visto yo, y repito que le vi llevar en volandas por los aires como no quisiera que me llevasen a mí; y como no creo que haya volado nadie hasta ahora si no es en posta para el infierno o por permiso de Dios para ir al cielo, me inclino a creer que nuestro guía ha tomado el primer camino.

-Vamos, maese Nuño, sin duda que estáis loco -respondió el Cantor.

-Vos lo estaréis, señor músico -replicó Nuño encolerizado-, que yo no lo he estado en mi vida, y sabed que si al hijo de mi amo le sufro que me diga lo que le parezca, no por eso aguanto que...

-Reportaos, Nuño -interrumpió el señor de Iscar-, y vamos a nuestro castillo, si es que podemos acertar con él. ¡Cómo ha de ser! -continuó, dando un suspiro-, hemos perdido a Leonor, y ya veo que esta noche es imposible encontrarla.

Dicho esto, dejó el Cantor su caballo a Nuño, y llevando del diestro el que había servido para el guía, echaron a andar en silencio, aunque Nuño no dejó de murmurar todo el camino picado con el poeta que le había llamado loco, y a cada paso le interrumpía. Por último, al cabo de muchas vueltas y revueltas, y después de haber perdido más de una vez el camino, llegaron al castillo de Iscar, en cuyas almenas ardían las alumbradas, que se llamaban almenaras, y que había costumbre de encender de noche siempre que se quería comunicar algún aviso a otras fortalezas o de dirigir tropa o caminantes extraviados. Poco antes de llegar, y para mayor desgracia, la tempestad se deshizo en lluvia con tanta furia que parecía que el cielo se desgajaba y deshacía en agua, así que, muertos de cansancio, calados y desesperados del mal éxito de su empresa, entraron en el castillo Hernando, el viejo Nuño y su contrapunto el Cantor, lleno el primero de impaciencia y de mal humor, y deseando que amaneciese, agitado de mil temores por la situación en que su hermana se encontraría.

Al echar pie a tierra Hernando, el paje que le tenía el estribo se acercó a él y le dijo que aquella tarde, poco antes de oscurecer, un caballero armado, que venía del castillo de Cuéllar, había estado a avisar que el robo de Leonor se había cometido de orden de Sancho Saldaña. Era la peor noticia que, después de tantos azares, podía recibir el señor de Iscar y la que más lastimó su orgullo y su corazón. Hasta entonces el cuidado por su hermana se limitaba a chocar con una horda de bandidos y deshacerla; pero cuando supo que era el señor de Cuéllar el robador de su honra, y recordó la escena que había pasado entre su padre y él, su cólera rompió en mil imprecaciones y amenazas, jurando extinguir hasta el nombre de su enemigo.

Subió a su cuarto, acompañado de Nuño, bramando como un toro, confuso y desesperado, sin saber qué partido tomar en circunstancias tan apuradas, adoptando ya uno, ya otro y desechando todos. Por una parte, conocía el poder del señor de Cuéllar y la nulidad del suyo si le declaraba abiertamente la guerra; por otra, no tenía otro medio de romper con él. Por último, se resolvió a ir a buscarle a su castillo, tacharle de traidor y desafiarle.

-¡Infame! -gritaba en su desesperación, paseándose por la sala-. Tú no querías mancharte en la sangre del amigo de tu infancia pero querías mancharle con la deshonra de su propia hermana. Yo te juro, ¡oh!, ¡sí!, que me he de hartar de tu sangre. ¡Traidor!, traidor a tu rey y al que llamabas en otro tiempo tu amigo.

-Señor -exclamó Nuño-, tranquilizaos. ¿Qué nuevo motivo hay para que os dejéis arrebatar de esa furia? ¿Ha sucedido algo más a doña Leonor?

-¡Leonor! ¡Leonor! -exclamó Hernando lleno de pesadumbre-. ¿Por qué no morirías en la cuna antes de deshonrar la sangre de nuestro padre? Pero no, tú no tienes la culpa, tú eres inocente y pura como el día en que naciste... ese monstruo... sólo ese monstruo. ¡Oh! ¡Oh!

Y diciendo esto se arrojó boca abajo contra la cama bramando de cólera y de dolor.

-Señor -gritó Nuño-, ¿qué tenéis?

-Nada -repuso el señor de Iscar, levantándose como avergonzado de haber dado rienda suelta a su dolor delante de su criado-; nada, vete, déjame.

-Pero, señor... -repitió el veterano, sentido de que su amo no se franqueara con él.

-Nada, Nuño, nada -repuso Hernando con calma-. ¡Cómo ha de ser! Hemos perdido a Leonor. Vete a descansar, vete -y empujándole suavemente cerró la puerta, quedándose solo en su habitación, donde pasó la noche entre quejas y maldiciones pensando en los medios de vengarse de su enemigo.




ArribaAbajoCapítulo VI


   ¿Qué duende o qué patarata
es el que veis, embusteros?


El Dómine Lucas                


No bien se había retirado Nuño del cuarto del señor de Iscar, cuando al bajar al patio donde estaban las caballerizas el primer objeto que vio, o que creyó ver, fue al montero, que él creía a aquellas horas en el infierno. Pensó que era ilusión de sus ojos, y frotándoselos con ambas manos volvió a mirar y volvió a verlo, y frotóse otra vez los ojos y los abrió otra vez, y otra vez vio la misma cara y la apariencia misma del guía. Creyó entonces que era una aparición, y alzando la voz empezó a decir:

-En nombre de Dios te digo que me digas quién eres y a qué has vuelto al mundo, porque no creo que ningún muerto vuelva a él sin motivo. Y tú eres sin duda la aparición del guía en su misma forma, y como tu muerte fue tan inesperada, sin duda dejaste algunas cuentas que arreglar por acá.

No pudo menos el halconero de echarse a reír oyendo que le apostrofaban ya como si fuese ánima del otro mundo; pero el temor que tenía a Nuño (y él sabía bien por qué) le hizo contener la risa y responder con mucho comedimiento:

-Estáis equivocado, maese Nuño; yo no me he muerto nunca, ni soy ánima del otro mundo; soy el pobre montero a quien el miedo de la tormenta entorpeció tanto que no acertó a serviros de guía.

-No -repuso Nuño-; tú eres algún diablo en carne, y puede ser que estés vivo; pero que tú no has volado esta noche por los aires, eso no habrá nadie en el mundo que me lo quite de la cabeza.

Una carcajada que oyó detrás de él interrumpió en este momento la conversación, y volviendo la cara halló que el que se reía era el Cantor, que había estado oyendo sus exorcismos. En ningún tiempo podía haberse presentado el Cantor a peor hora que aquella en que tan de repente se ofreció a los ojos de Nuño, y hubiera dado éste todos los días que le quedaban de vida por que no le hubiese oído ni visto estar hablando con el halconero. Con todo, reprimiendo la ira que le causaba para él su intempestiva risa:

-Por cierto -dijo-, señor poeta, que no creo en esta ocasión haber dado motivo a que se burle nadie de mí, y que si no fuera por el mucho...

-Vaya, buen Nuño... -interrumpió el Cantor.

-No me interrumpáis -gritó el veterano.

-Pero, hombre... -fue a decir el Cantor.

-No me interrumpáis, ¡vive Dios! -gritó otra vez Nuño, encendido en cólera.

-Pues bien, seguid -repuso el Cantor.

-Pues bien, sigo -prosiguió Nuño-, y digo... que... cuando... ya perdí el hilo; por vida de las interrupciones, que no parece sino que tratáis de divertiros conmigo, y voto a tal que...

-No es eso -replicó el poeta-, sino...

-Otra vez. ¡Juro a Dios! -exclamó el veterano, cada vez con más enojo-, que si me volvéis a interrumpir que os enseñe yo a hablar conmigo.

No era el Cantor hombre a quien imponían los gritos y las amenazas; pero, a pesar de las continuas quimeras que a cada momento tenían, eran él y el buen Nuño compañeros inseparables, y ya hacía más de veinte años que eran amigos. Uno y otro tenían su flaco, siendo el de Nuño figurarse que sus palabras eran de mucha importancia, Y no sufrir que nadie le interrumpiese; y para hacer perder los estribos al poeta no había más que despreciar o censurar su música o las trovas que componía. Uno y otro habían sido los favoritos de don Jaime, que si en el uno premiaba la lealtad y el valor con su estimación, en el otro, como buen admirador de su rey, respetaba el talento, siguiendo la máxima de aquel verso de Alfonso el Sabio:


Ca siempre a los sabios se debe el honor.



Hernando, fiel en todo a los principios de su padre, los miraba como dos joyas de su casa y los tenía en tanta consideración como si fuesen parientes suyos.

En este momento conocía el Cantor que la cólera de su amigo no provenía tanto de las interrupciones como de la carcajada con que le había saludado al sorprenderle con el halconero, a quien él creía ánima del otro mundo, y así torciendo la conversación, le dijo:

-Pero ¿cómo diantres ha venido ese hombre aquí primero que nosotros?

-Yo no sé siquiera -replicó Nuño- cómo está aquí después de haberle yo visto ir por el aire como si fuese una pluma.

-Sobre las alas del huracán como si fuese el genio de la tormenta -enmendó el poeta-. Pero ¿vos creéis, Nuño, de buena fe, que sea este montero que vemos aquí el mismo de carne y hueso que nos iba sirviendo de guía?

-Eso es lo que no afirmaré nunca -respondió el veterano.

-Tocadme y veréis, maese Nuño -dijo el halconero, acercándose a él.

-Vade retro -gritó el veterano, andando hacia atrás-, que sin duda tú eres algún demonio que vienes aquí para tentarnos, y no sería malo llamar al capellán del castillo para que te rociara de agua bendita.

-Pues yo te juro, Nuño -replicó el poeta, palpando al halconero-, que o este demonio está hecho y formado de la misma materia que lo estamos tú y yo (lo que no puede ser) o es un hombre como nosotros que no se ha muerto ni condenado nunca.

-No quisiera yo ser como él -respondió Nuño-, y lo mejor será que sea quien sea, se quite delante de mí, porque ya que le he visto volar esta noche, no quisiera verle hacer más milagros.

No aguardó el montero a que se lo dijese dos veces, antes a la primera se alejó y fue a su camaranchón a reposar, si podía, del susto que le había dado la vista del fantasma, y dándose la enhorabuena de haber salido libre de las manos de Nuño a tan poca costa después de haberle dejado solo sin guía en medio de la tormenta.

-¿Pero es posible que un hombre como tú -exclamó el poeta-, con sesenta años a la cola, crea que ese hombre se ha muerto, se ha condenado y haya vuelto a salir del tártaro sólo para engañarte y alucinarte?

-Dejemos eso -repuso Nuño con algún enfado-; yo juro que le he visto volar, y afirmo que si no es diablo le falta poco, y sobre eso que dices de haber vuelto sólo para alucinarme, te digo que con todas tus trovas y más años que yo no sabes lo que te pasa, y ahí está Garci-Pérez, que en el año de 1250, en el mes de enero, en las montañas de León, vimos un condenado...

-Quita allá -interrumpió el Cantor-, que no sabes lo que te dices y hablas como hablaría un caballo si tuviera don de hablar.

-Y tú no tienes más que mucho imaginarte -repuso Nuño- que sabes todo porque haces ahí cuatro coplas y rascas un poco el laúd...

-Calla, profano, y no hables de lo que no es dado comprender a tu pobre imaginación -respondió el trovador con enojo-. ¿Conque ese halconero está condenado? -añadió con cierta ironía.

-Así lo estuvieras tú, y tus trovas, y tu laúd, que maldita la falta que hacéis -repuso Nuño.

-No las volverás a oír, y la culpa es mía al querer regalar orejas de Beocia con mis canciones.

-¿Orejas de... de qué? -preguntó Nuño encolerizado-. ¿De qué has dicho?

-De nada. ¡Adiós! -replicó el poeta.

-Sí, anda con Dios, y si me vuelvo a llegar a hablarte, quiero quedarme mudo para mientras viva.

Y viendo que se alejaba su compañero, continuó entre sí, a tiempo que se retiraba a su cuarto:

-Ese maldito Cantor todo se le vuelve querer precipitarme, y un día nos la vamos a hallar los dos. Si no fuera que al fin y al cabo es un pobre hombre, y luego canta tan bien, y ha enseñado a cantar a doña Leonor, pobrecita. ¿Qué será de ella a estas horas sin ningún amigo, sola entre una caterva de pillos?... No quisiera más que verme allí con ella, que yo solo bastaba para libertarla contra todos juntos. ¿Quién ha de descansar así? -añadió, echándose sobre la cama-. ¡Cómo ha de ser!, como dice don Hernando, mañana será otro día, que decía siempre don Jaime cuando no llevábamos lo mejor de alguna batalla y teníamos que retirarnos. ¡Cómo ha de ser! -volvió a decir; murmuró luego entre dientes algunas palabras y se quedó, por último, profundamente dormido.



Anterior Indice Siguiente