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Sancho Saldaña o El castellano de Cuéllar

José de Espronceda


[Nota preliminar: Edición digital a partir de la de Madrid, Repullés, 1834 y cotejada con las ediciones críticas de Jorge Campos (Madrid, Atlas, 1951), Felicidad Buendía (Madrid, Aguilar, 1963) y Ángel Antón Andrés (Barcelona, Barral, 1974; Madrid, Taurus, 1983). Hemos modernizado la ortografía y la utilización de los signos de puntuación, de acuerdo con los criterios ya seguidos en las citadas ediciones, tomando como referencia fundamental el excelente trabajo realizado por Ángel Antón Andrés.]




ArribaAbajoCapítulo I

En resolución él mostraba en su apostura que si estuviera bien vestido le juzgaran persona de calidad y bien nacida.


    Las barbas y los cabellos
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
tiénelos fasta la cinta,
fasta la cinta y aun mase;
la cara mucho quemada
del mucho sol y del aire,
con el gesto demudado
muy fiero y espantable.


ANÓNIMO, Romance del conde Dirlos.                


Serían las tres de la tarde un día del mes de agosto cuando un mozo de apariencia pobre y en traje muy derrotado, después de haber atravesado el arenoso pinar de Olmedo, se sentó a las frescas orillas del río Adaja al pie de un árbol que sombreaba la corriente y convidaba a descansar. Parecía ser de edad de dieciocho años, y aunque el polvo del camino y el calor del sol le traían algo desfigurado, su mirada era alegre, su semblante noble y su cuerpo airoso, siendo este elogio tanto más justo cuanto menos su traje y adornos le ayudaban a merecerlo. Traía un coleto de ante tan acuchillado, roto y mugriento, que apenas se conocía de qué era; una sobrevesta que había sido de color verde, y de que aun quedaban algunos jirones raídos; un sombrero tejido de hojas de árboles, las piernas y pies descalzos y una lanza en la mano derecha, que tal parecía el palo de que venía armado, y que tenía por contera un regatón de hierro.

-Veamos -dijo al sentarse- si aun aquí dentro del agua me mortifican también estos malditos tábanos que me persiguen.

Y entró ambos pies en el agua hasta la rodilla con mucho cuidado de no mojarse el vestido, como si lo tuviera en mucha estima y no quisiera echarlo a perder. Luego que se refrescó del fuego de las arenas y repuso de las picaduras de los tábanos, sacó un pañizuelo blanco muy limpio de un zurrón que traía, pero tan desgarrado y abierto por tantas partes que por la más pequeña le cabía el puño. Tendiólo sobre la hierba a guisa de servilleta, y exclamó:

-¡Oh cara camisa mía, que por tanto tiempo fuiste mi más íntima amiga, y que tan aficionado me tenías que siempre te quise tener conmigo y te traje tan a raíz de mi carne por tanto tiempo! ¡A qué punto hemos llegado, amada camisa mía, que cuando creí que de tanto andar juntos y tan apegados te habrías convertido en mi propia carne, y que éramos los dos uno mismo, hallé que de tus anchos y espaciosos vuelos no quedaba ya otra cosa que este pedazo que encontré a duras penas buscándote por mi cuerpo, y que ha venido a parar en mantel a cuenta de tus servicios! Omnia moriuntur, como decía el abad de Benedictinos que me crió. Consuélate, que por ti no se dirá al menos de tu amo que no come pan a manteles; consuélate, celosía de mis manjares, pues tal te puedo llamar, que eres más transparente que el cristal, más diáfana que el aire, y tienes más heridas que el guerrero más veterano y acreditado.

Mientras apostrofaba de esta manera al triste resto de su malograda camisa, iba sacando del alforja las consumidas y poco apetitosas viandas que llevaba para el camino, y se entretenía en colocarlas con el mejor orden, simetría y cuidado que le era posible. Consistía su repuesto en dos o tres mendrugos de pan algún tanto petrificados, un pedazo de queso ovejuno no muy tierno tampoco, dos o tres tomates crudos y una bota de vino blanco, aunque más llena de aire, al parecer, que de vino. Sacó tras esto un estoque, que no era menos larga la navaja que le servía, contempló un rato con muestras de mucho gusto la armonía y distribución de sus platos, y empezó su ocupación gastronómica con aire desenfadado y apetitoso.

-Algo rebelde te encuentro -dijo al dar una dentellada en uno de los mendrugos, y que él presumió que le costaba un diente-; no creí -prosiguió- que después de quince días que te llevo en mi compañía, y cuando más amañado y suave de trato debía encontrarte, te hallase cada vez más duro de corazón y menos sociable. Pero yo te castigaré, y haré ver hasta dónde raya mi valor y tu presunción.

Dicho esto clavó el diente a modo de perro de presa en el endurecido mendrugo, quedando indecisa la victoria por un momento, hasta que al fin el ruido de los demolidos coscurros, y el simultáneo movimiento de las poderosas quijadas, la declararon por el mancebo, que no satisfecho con este importante triunfo, siguió con el mayor denuedo hasta sepultar en su vientre desde el primero hasta el último de sus enemigos. Concluida esta operación, y si no satisfecho su apetito, aliviada su necesidad, se echó al río de bruces y bebió agua: lió en seguida el mantel, tentó la bota, y viendo que estaba vacía dio un suspiro y, doblándola, la guardó en el zurrón con los demás utensilios de su comida. Tomó en seguida unas hojas de un libro manuscritas de buena letra en latín en que venía envuelto el queso, tendióse a la larga sobre la hierba, y empezó a deletrear a voces como es uso de mal lector.

Luego que hubo leído un rato exclamó:

-¿Y qué quiere decir todo esto? ¿Y es posible me haya costado tanto azote, y al fin y al cabo no haya podido el buen abad salirse con la suya de que yo aprendiera? Aunque a decir verdad, yo creo que él no sabía mucho más de lo que me ha enseñado. ¡Oh vida regalada del monasterio! ¡Cuántas veces te echo de menos! Sólo por aquello de dulces, exubiae dum fata Deusque sinebant, como repetía el buen abad cuando me regalaba el rostro con alguna palmada, y no de las más suaves, en prueba de su cariño; sólo por eso conservo estas pocas hojas, de que no he podido aún entender la primera llana, y por lo que me imagino, y no sin razón, que tampoco entenderé la última. Pero, en fin, basta de lectura, y durmamos un poco hasta que caiga la tarde y me pueda aprovechar del fresco para seguir mi camino.

Diciendo esto se cubrió el rostro con el sombrero, y de allí a poco empezó a roncar con tanta fuerza y estrépito, que su ronquido bastaría a despertar los siete durmientes y aun a hacer levantar los muertos el día del Juicio final.

Era entonces la hora de la siesta, y el sol en toda su fuerza abrasaba los extendidos campos de Castilla, que si bien más poblados en aquellos tiempos, no por eso los hacía menos áridos la sequedad propia de la estación, y sobre todo desde Olmedo a Cuéllar, que era el camino que a lo que parecía llevaba nuestro galán. Un bosque de pinos cubre aún hoy día este camino arenoso, en que se hunde a veces la pierna hasta la rodilla, y donde el sol, quebrando sus rayos en cada grano de arena, reverbera del suelo con un esplendor tal que deslumbra, dobla calor y aumenta el cansancio y la fatiga del caminante. Sólo se oye el chirrido cansado de la chicharra y el zumbido monótono de los tábanos; y si algún soplo de viento viene acaso a mecer la copa de un pino, cuando el viajero abre los secos labios con ansia para recogerlo, respira el viento abrasado de los desiertos o un cierzo de fuego que le consume de sed y le quema en vez de regalarle con su frescura.

Tres ríos, si tal nombre merecen tres arroyos algo crecidos, dividen este camino a corta distancia unos de otros, que los naturales distinguen con los nombres de Adaja, Pirón y Cega, siendo este último la línea o frontera que separa las tierras del castillo de Iscar de las de Cuéllar. El Adaja, vadeable aun en invierno, y última linde de Olmedo a Iscar, moja humildemente esta tierra, que se lo sorbe; pero en sus sombrías orillas, cubiertas de frondosos árboles, se respira ya aire más fresco, y ofrece una isla de verdura en medio de aquel desierto.

En sus riberas, pues, como hemos dicho, descansaba nuestro desembarazado mozo de la penosa marcha que había traído, y no haría aún media hora que dormía a pierna suelta cuando sintió una cosa fría que, levantando el sombrero que le tapaba la cara, se refregaba contra él, al mismo tiempo que un peso en el pecho, que se removía. Abrió los ojos, y vio que era un perro mastín de gran tamaño y adornado de sus carlancas, que, después de haber satisfecho su sed en el río, se había llegado a olerle, y le afirmaba las manos en el pecho mientras le humedecía el rostro con el hocico.

-Voto al perro, y mal año para tu amo -gritó con enfado de verse despertar tan fuera de sazón-. ¡Quítate! -y lo empujó al mismo tiempo con fuerza echando mano al desmesurado bastón que hemos tratado de describir.

El perro se retiró atrás dos o tres pasos gruñendo como preparándose para embestirle, y el mozo, ya puesto en pie, enarboló el palo en alto y aguardó a su enemigo con resolución. En esta actitud estaban frente a frente careados, cuando la voz de un hombre y un silbido llamó la atención del mastín, haciéndole mudar de intento, y de allí a poco volvió tranquilamente hacia su señor, que saliendo de entre los árboles descubrió una facha tan rústica y salvaje, que no dejó de sorprender a nuestro campeón.

Era de poca estatura, cuadrado, ancho de espaldas y muy fornido de miembros: sus brazos, que llevaba desnudos, estaban cubiertos de un vello tan espeso, largo y cerdoso, que parecía crines; las piernas arqueadas, sus maneras bruscas, su pelo y barba negros, siendo ésta tan poblada, crecida y rizada que le cubría todo el rostro, sin dejar ver en él más que dos ojos grandes y verdes que parecía que lanzaban rayos, y acaso de tiempo en tiempo dos hileras de dientes blancos como el marfil y tan juntos que parecían uno solo. No obstante aunque su traza imponía, y aun podría decirse asustaba, no se sentía al verle aquel horror que inspira la vista de un animal feroz, y en la viveza y valentía de sus ojos se notaban quizá más señales de nobleza que de crueldad. Traía vestido un sayo baquero y abarcas por zapatos; llevaba en la mano izquierda un arco y algunas flechas suspendidas de un cinto de cuero, que le aseguraba asimismo un hacha de armas de dimensión disforme y extraordinario peso, y pendiente de una cuerda que le rodeaba los hombros colgaba a su espalda una bocina o cuerno de cazador.

Todo esto vio y observó el roto mancebo, dudando si se pondría en defensa, o huiría, o le aguardaría con tranquilidad. El primer pensamiento le pareció perjudicial y disparatado, considerando la desigualdad de sus armas; el segundo casi le pareció mejor, pero viendo que el recién venido no hacía movimiento ninguno ofensivo, y que muy lejos de eso le había evitado la riña con el mastín, se determinó a esperarle a pie firme.

El perro entre tanto llegó coleando a su amo, que alargándole la mano y pasándosela por el lomo, le dijo:

-Sagaz, ¿quién diablos te manda meterte con un hombre dormido? No te tengo yo enseñado a tan poca cosa. Serénate, muchacho -añadió, acercándose al derrotado y descubriendo con una sonrisa irónica el marfil de su dentadura-, que no parece sino que ibas a venir a las manos con un león, según lo alborotado que te pusiste.

-No me alboroto yo por tan poco, y aunque el gozquejo es de buen tamaño, no sé cómo le hubiera ido si le hubiese arrimado yo la punta de mi bastón.

-Quizá mejor que a ti -repuso el de la barba negra-, porque no hubiera encontrado en qué morder sino en la carne, según lo ligera y escasamente que vas vestido.

-Es el mejor traje de verano que tengo -replicó el mancebo con desenfado.

-Y el que más generalmente te pones todos los días, a falta de otro mejor -repuso el otro con sorna.

-Me he dejado el equipaje ahí cerca por caminar más a gusto -respondió sin cortarse el derrotado mozo.

-Pareces arriscadillo y resuelto -contestó el recién venido en el mismo tono.

-Quizá más de lo que tú crees -le contestó el mancebo.

-¿Y hacia dónde se camina tan a la ligera, señor galán? -preguntó el de la barba negra.

-Pregunta es esa -repuso el mozo- sobre que es necesario pensar mucho antes de responder, y todo lo que yo puedo decirte es que el fin de mi camino será donde yo me pare, y que el lugar donde me quede será donde me vaya bien y encuentre en qué ejercitar mis talentos.

-Según eso, no llevas otro camino que el que te dé tu buena o mala ventura, y si aquí mismo se te ofreciese un acomodo tal como tú deseas, aquí mismo te quedarías.

-Ciertamente -repuso el mozo-, aunque a decir verdad no sé qué comodidad puede hallar un hombre como yo en medio de este desierto.

-Puede hallar -replicó el Velludo- una colocación libre y honrosa que le ponga al igual de los señores más poderosos, y aun le dé derecho a veces para alternar con ellos; puede hallarla tal, si le sopla el viento de la fortuna, que llegue a ser él mismo un señor, y a tener castillos, ejércitos y vasallos.

-¡Brillante colocación, amigo mío! -respondió el derrotado-. Pero ¿no podía yo saber qué género de talento es preciso para entregarse con fruto a ocupación de tanta monta y tan productiva?

-No hay duda, pero antes es necesario que sepa yo quién eres, qué papel has representado en el mundo, cuál es tu inclinación decidida y cuáles tus más aventajados talentos, que puesto que me pareces mozo de disposición, todavía necesito examinarte más antes de darte tan honroso cargo.

-Si no viera que habláis con seriedad -repuso el mancebo-, dudaría de lo que me decís, porque a calcular por vuestra apariencia (y esto sea dicho salvo el respeto que me inspira ese colgajo de hierro que lleváis al cinto), no promete vuestra traza más ventajas al que vuestra señoría proteja que ofrece la mía (sin faltar sea dicho al respeto que merecéis) -y esto dijo echándole una mirada picaresca de la cabeza a los pies, y concluyó su discurso con una profunda inclinación jocoseria.

El hombre de la barba negra se sonrió y le miró como agradado de su desenvoltura, y dándole una palmada en el hombro le dijo:

-¡Pobre niño! ¡Cómo se conoce que aún no has visto el mundo sino por un agujero, como se suele decir, y que juzgas sólo por las apariencias, sin considerar que si yo te juzgase por la tuya te propondría en mi imaginación para empleo de tanta importancia! ¡Pobre niño! No sabes tú con quién hablas; si lo supieras temblarías en mi presencia en vez de bufonear.

-Todo puede ser -contestó el roto-, pero desde que dejé de oír en boca del abad de Benedictinos la cruel máxima de que la letra con sangre entra no he vuelto a temblar nunca, excepto cuando me acuerdo de la sangre fría y cachaza con que ponía en ejecución su inexorable sentencia.

-Pues tengamos paz si es así -dijo el del hacha-, porque si un abad te hacía temblar con sus máximas, yo tengo algunas que si te las dijese parecería que te habías quedado de pronto sujeto a convulsiones y perlesías, y así repito que tengamos paz, y sentémonos sobre la hierba, donde me contarás tus hazañas, y veré si eres digno del empleo en que he pensado ocuparte.

Y diciendo y haciendo se sentó, y tirándole del brazo con fuerza obligó a nuestro mozo a que se sentase a su lado. La impresión de la mano del de la barba negra en el brazo del derrotado, dándole una alta idea de su musculatura, le quitó la gana de chancearse, y el tono con que pronunció su amenaza le pareció que tenía un no sé qué de verdad tan expresivo, que le infundió cierto respeto y le llenó de consideración hacia su persona.

-Pídoos porción -le dijo- si os he tratado con demasiada libertad, pero mi buen humor es tal, que cuando no tengo de quién, hasta de mí mismo me burlo.

-Basta ya -le respondió el de la barba- y dime cómo te llamas, que me parece que me has de acomodar para mi servicio.

Volvióle a mirar el mozo, y no le pareció hombre de muchos criados el que se le proponía por amo; pero el respeto que le inspiraba le impidió hacer más observaciones, y empezó su historia de esta manera:

-Yo me llamo Usdróbal, soy natural de León y nunca he conocido a mis padres; cuando tuve uso de razón me hallé recogido en un convento de monjes Benedictinos y al cargo de un abad que se empeñó en enseñarme a leer y en que aprendiese latín. Aunque mi talento era despejado a voto de aquellos padres, yo era más inclinado al juego que no al estudio. Y como me empeñé en no aprender, me salí con la mía, y con la de no entrar en la regla, que era el piadoso intento de mi maestro. Dios me llamaba a mí por diferente camino, y así mi primera hazaña fue convertir en pájaras y otras transformaciones las hojas de una biblia que había costado diez años de trabajo a un copista, y que hallé en la celda del buen abad. Costóme esta diversión tanto azote, que tomé odio a los libros, y de aplicado que podría haber sido llegué a aborrecerlos con tanto ahínco, que determiné no volver a abrir ninguno más en mi vida, más que me fuese en ello toda mi fortuna y mi bienestar.

»Tenía yo doce años, y era lo que se llama una alhaja; llevaba regularmente dos palizas al día, robaba cuanta fruta había en la huerta y hacía más daño que la langosta; bebía el vino de la bodega, y siempre estaba haciendo diabluras o meditándolas. Si entraba en la cocina, me entretenía en echar ceniza en las ollas, y me reía de los gritos del cocinero y de los gestos de los buenos padres; echaba sal en las camas para que no pudieran dormir, tocaba las campanas a vuelo cuando estaban, a mi entender, en la mejor parte de su descanso; perseguía cuantos animales había en el convento, desde la cuadra hasta el gallinero, y, por último, hasta el respetable abad no se halló tampoco exento de mi jurisdicción.

»Juntábame yo con otros chicos de mi edad, que si no eran de lo mejor, eran al menos de lo más malo, y como para sus empresas y las mías necesitábamos dinero, y yo siempre he tenido altos pensamientos, pagaba por todos y buscaba para todos lo necesario. El bolsillo del abad me parecía a mí inagotable, y así por esto como por las razones ya dichas le hacía yo frecuentes sangrías, hasta que le forcé a guardarlo y le puse sospechoso de todo el mundo. Viéndome ya sin tesoro, pasé de caballero a mercader, quiero decir que vendía lo que topaba en su celda, amén de lo que podía extraer de la despensa cuando el despensero se descuidaba. Creía yo inocentemente que aquellos buenos padres no se enfadarían conmigo por tal cual friolera que a mí me pareciese bien y me conviniera para mi uso; pero me engañé, porque habiéndome atrapado en una de estas travesurillas, me llevaron a la celda del padre abad, que me echó un largo discurso sobre los inconvenientes que traía para el cuerpo y el alma el feo vicio del robo, y me hizo sentir en seguida los que traía para el cuerpo mandándome coger por cuatro robustos legos, quienes, a pesar de mis gritos, patadas y mordiscos, me molieron a azotes, encerrándome, además, en un sótano, de donde no salí sino para dejar el convento, aunque esto no fue hasta que encojé las mulas de la labor y satisfice mi venganza como mejor pude y me pareció.

-No me disgusta el principio -interrumpió el del hacha-, y para tan niño hiciste cuanto se podía esperar de un muchacho bien inclinado. Supongo que no sólo te saldrías del convento, sino del pueblo.

-Así fue -continuó Usdróbal-; no bien había vuelto las espaldas al claustro, cuando, sin saber a dónde iba, eché a correr por los campos, y no paré hasta que, fatigado de andar, y no viendo dónde recogerme por ser ya entrada la noche, empecé a afligirme, me recosté contra un árbol y me eché a llorar. Ya estaba yo pesaroso y arrepentido de lo que había hecho, y no sabía si volver al convento y pedir por caridad que me recogiesen o qué hacer de mí sin conocer el mundo, muerto de hambre, solo y en medio de un monte; pero el temor de ser desollado vivo por mis hazañas y la imagen de los cuatro legos se me presentó tan al vivo, que deseché al momento esta idea como un mal pensamiento, y resolví morir primero que verme otra vez objeto triste de su injusto resentimiento. Aunque no había dormido casi nada la noche antes, ocupado en mis venganzas, y había caminado sin descansar todo el día, el hambre había desterrado el sueño de mis ojos de tal manera que los tenía más abiertos que una liebre, y todo era acordarme de la buena mesa que había perdido, y de la imposibilidad en que me hallaba de cenar por entonces y aun de comer en mucho tiempo, a lo que yo, no sin pesadumbre, me imaginaba.

»Estando en estos melancólicos pensamientos y registrando a un lado y otro por si veía alguna luz que me encaminara, vi venir por la falda del monte dos luces hacia donde yo estaba y que, a pesar del deseo que tenía de hallar alguna que me sirviese de guía, no dejaron de imponerme un poco y de hacer pensar a mi sobresaltada conciencia si sería cosa del otro mundo. Púseme en pie al instante, y poco después vi dos hombres, cada uno con un hacha encendida y armados de punta en blanco, que acompañaban unas andas, que traían suspendidas otros dos más, marchando con lentitud por no incomodar al caballero herido que venía en ellas; detrás venía otro soldado a caballo con uno del diestro, que era del caballero, según supe después, y que iba todo encaparazonado de hierro; llegaron adonde yo estaba, y uno de los soldados dijo en viéndome: «Aquí está justamente un chico que podrá ir a avisar al castillo para que todo esté dispuesto a la llegada de nuestro amo.» Y habiendo convenido todos en mi utilidad, me dieron las señas del castillo y me enviaron de mensajero.

»Llegué al castillo, y después de haber desempeñado mi comisión, aguardé la venida del dueño de la fortaleza, que aquel día no sé con qué intención había tratado de saltar con su caballo de más alto que lo que es permitido saltar sin hacerse daño, y se había quebrantado cuantos huesos tenía en su cuerpo. Todo estaba ya arreglado, y sus gentes en movimiento cuando él llegó; entraron sus soldados, acostáronle en su cama y nadie se volvió a acordar de mí, ni yo me atreví a preguntar nada a nadie. Llegó la hora de cenar, sentáronse todos a la redonda y empezaron a dar del diente con tanta gana que se redoblaron las mías. Nadie me había convidado, ni aun me habían echado de ver, lo cual, visto por mí, deliberé sentarme también, y empecé a comer con ellos con el mayor desembarazo del mundo. Miráronme todos y algunos se sonrieron, pero uno de muy mala cara y muy serio, después de haberme mirado de hito en hito largo rato sin pestañear, preguntó si yo era espía, para en ese caso colgarme de una almena en menos tiempo que había tardado en decirlo. Respondí al momento que no, y casi me quitó las ganas de cenar la pregunta de aquel buen hombre; pero habiendo explicado el motivo de hallarme en la fortaleza y viendo algunos allí de los que me habían enviado, atestigüé con ellos, conté mi historia y quedaron muy complacidos. Diéronme ocupación al momento, y me recibieron todos por su criado; procuraba yo servirles en un principio lo mejor que podía, pero como eran tantos y yo uno solo, el servicio iba siempre atrasado; ellos me maltrataban, y yo, que empezaba a disgustarme de servirles de dominguillo, dejé rodar la bola, y propuse hacerme hombre de armas para darles a entender que no sufría más pulgas que las que no me podía echar de encima.

»Habían ya pasado dos años y tenía yo diecisiete; no había cosa buena ni mala que no supiera; manejaba la espada, el arco y el caballo tan diestramente como el mejor veterano; me habían dicho algunas mozas que tenía aire de caballero, y no deseaba más que una ocasión de señalarme. La primera que se me presentó fue justamente con el que me quiso colgar por espía la primera noche. No se me había olvidado su buen deseo, y hacía mucho tiempo que, así por esto como por algunos malos tratos que había experimentado de él, le andaba buscando quimera. Un día se me proporcionó su caballo. Era uno de los mejores que había en el castillo, y él lo quería como a las niñas de sus ojos; uno de los que yo cuidaba riñó con él y le acertó un par de coces tal que lo dejó cojo. El veterano que lo vio, echándome a mí la culpa, tiró de la espada y, se vino a mí decidido a probar el temple en mis costillas. Tiróme una cuchillada que le paré con un palo que hallé a la mano, y a tiempo que levantaba el brazo para secundarme con otra, levanté el palo y le acerté un garrotazo en la sien tan de lleno y aplicado con tanta fuerza que cayó en el suelo cuan largo era. No me entretuve en ver si estaba muerto o aturdido del golpe, sino ensillando un caballo monté en él, y fingiéndome portador de un aviso de mucha importancia, pasé el puente levadizo, y en llegando al campo dejé al animal la rienda libre y huí por donde quiso llevarme.

»Anduve dos días, y al tercero caí en una emboscada de moros, que, después de haberme quitado el caballo y cuanto llevaba, me dieron cien palos y me dejaron por muerto. Recogióme un pobre pastor que se compadeció de mi juventud, y luego que estuve curado dispuse mi viaje a Cuéllar, donde pienso entrar en el cuerpo de aventureros que mantiene el dueño de aquel castillo.

-Amo muy sombrío y melancólico te ibas a echar si no me hubieses hallado aquí -dijo entonces el de las barbas-, porque Sancho Saldaña es más oscuro que la más oscura noche de invierno.

-Sí, eso dicen, y...

-Y si fuera eso sólo, pero no me toca a mí hablar mal del que me ha proporcionado más de una ocasión de lucirme en mi facultad. Ya le conocerás si sigues conmigo, algún tiempo.

-¿Conque tenéis relaciones con él? -preguntó el mozo.

-Y tantas -replicó el del hacha-, que puedo decir que no hace cosa alguna sin consultarme, y aun sin valerse de mí en la mayor parte de las que emprende. Pero no preguntes más, que has de ver maravillas si te enganchas a mi servicio. Sólo te aconsejo si entras en él que hables poco y hagas mucho, porque entre mis gentes una palabra suele costar la vida, y la acción más reprensible del mundo no vale la pena de que piensen un momento en ella.

-Pues, señor -exclamó Usdróbal-, dicho y hecho; aunque no os conozco, soy vuestro; no sé qué tenéis que parecéis digno de mandar hombres de mi disposición; manos a la obra, y ya veréis que no os dejaré mal en ningún peligro, que aunque nada habéis dicho presumo que sobrarán.

-Sobrarán -respondió el del hacha- en donde alcances la estimación de tus compañeros y adelantes en tu carrera. Ahora...

Apenas había dicho esto cuando dos silbidos, que venían del otro lado del río, interrumpieron su conversación, y el de la barba negra se levantó, y mirando hacia donde se oían vio venir a Sagaz, que se había alejado mientras hablaban, corriendo hacia él y ladrando con la intención de avisarle.

-Vamos -dijo su amo a Usdróbal-, ven conmigo y no te extrañes de lo que veas por raro, malo o bueno que te parezca.

-Vamos -repuso Usdróbal-, que ya te he dicho que tuyo soy.

Y así diciendo siguió los pasos de su nuevo amo, vadearon el río, y de allí a poco se perdieron de vista entre los pinares de la otra orilla.




ArribaAbajoCapítulo II


   Juzgan ser desconformes los presentes
las fuerzas de estos dos por la apariencia,
viendo del tino el garbo, y los valientes
niervos; edad perfecta y experiencia;
y del otro los miembros diferentes,
la tierna edad y grata adolescencia,
aunque a tal opinión contradecía
la muestra de Orompello y osadía.


ERCILLA                


Poco tiempo habían andado cuando en medio de una plaza de arena que se formaba en el bosque vio Usdróbal hasta ocho o diez hombres cuyas extrañas cataduras, diversos trajes y armas no le hicieron juzgar muy bien del amo que había tomado. Llevaban los más de ellos espadas y ballestas, y su traje era muy semejante al del hombre de la barba negra. Algunos iban vestidos medio a la morisca, con turbantes en vez de gorras de cuero, y usaban puñal y alfanje; pero el que más le extrañó fue uno, cuya única arma era un cuchillo de monte muy largo y que, apartado de los demás, rezaba al son de un rosario de cuentas muy gordas con mucha devoción y recogimiento. Parecía absorto en sus oraciones, tenía puestos los ojos en tierra, y de cuando en cuando cruzaba las manos, alzaba los ojos y suspiraba de lo amargo.

Cuando ellos llegaron no hizo más movimiento que si no perteneciese a este mundo. Todos los demás saludaron con mucho respeto al de la barba negra, como jefe suyo, y uno que se señalaba por su alta estatura, ojos saltones y lo carirredondo y colorado que era, se llegó a él, y llamándole aparte le estuvo hablando en secreto con tanto recato que, a pesar que Usdróbal tenía el oído listo y trató de coger algo de lo que hablaban, sólo pudo entender el nombre del señor de Cuéllar entre el sordo murmullo de sus palabras. Parecióle, con todo, que su amo oía con gusto lo que le decía aquel truhán y que iba poco a poco mostrando los dientes como en señal de contento, aunque no se le ocultó que había algo de siniestro en sus ojos y, en su sonrisa.

Concluido este coloquio, volvió el de la barba negra, y tomando a Usdróbal de la mano lo presentó a su gente, que no había hecho más caso de él hasta entonces que si hubiese sido invisible.

-Caballeros -dijo-, aquí traigo este mocito, que, aunque como muestra es de poca edad, tiene el corazón bien puesto y es hombre que nos conviene; desde hoy tendrá su parte en nuestras empresas, nuestro botín y ganancias. Zacarías, a ti encomiendo este niño, edúcale y cuida de él; no le falta disposición, y creo que has de sacar un excelente discípulo. Ya sabes lo que te he dicho -prosiguió, dirigiéndose a Usdróbal-: muchas manos y poca lengua; buen maestro tienes, procura tú imitarle, y desde ahora puedes contarte por alistado a las órdenes del Velludo.

-Todo se hará como vos mandáis -respondió el maestro con un tono de voz tan débil y afeminado que se le podría haber tomado por mujer a no ir vestido de hombre-; pondré a este joven en el camino de la virtud y le enseñaré la moral necesaria para que se lave de las gotas de sangre que manchen sus manos por casualidad.

Y sin alzar los ojos siguió en sus meditaciones.

-Lo primero que hay que hacer es armarle Y que se quite esos trapos -dijo el Velludo-, porque claro está que el soldado se ha de vestir de la hacienda de su señor. Que uno de vosotros se llegue a nuestro almacén y traiga con qué vestirlo.

No había acabado de decirlo cuando uno de los moriscos echó a correr con tanta ligereza que no le alcanzara el viento, y de allí a poco volvió cargado con todo lo necesario.

-Toma, cristiano -le dijo, entregándole un sayo de cuero, una gorra de lo mismo, el resto del vestuario y las armas correspondientes-; toma y quítate ese espantajo de la cabeza (aludiendo al sombrero de rama), que pareces un asno cargado de leña verde.

-Gracias -repuso Usdróbal-, y por los muchos que habrás desnudado, sin duda alguna, en tu vida, ayúdame a vestir ahora y cuéntame entre tanto si la ocupación que traéis en este desierto es más santa de lo que a mi se me ha figurado.

-Yo no hago más que lo que me mandan -repuso el mozo con aspereza-, y en cuanto a si es bueno o malo, no me entremeto, cuanto más que ahí está el señor Zacarías, que sabe leer y reza en latín, y dice que en el mundo hay de comer para todos, y que el que no tiene es menester que busque, y yo juro por Mahoma que lo que él dice me parece bien.

-Lo que yo digo -dijo entonces Zacarías (que entreoyó la conversación) en su tono melifluo y afeminado- es que tú eres un pagano, que aplicas mis máximas como mejor te conviene, tuo more. La moral, hijo mío -prosiguió con Usdróbal-, es la ciencia que yo predico, y puedo tener la vanidad de decirte que, gracias a mí, ha hecho grandes progresos entre estas gentes.

-No creo -dijo entonces Usdróbal- que aquí haya venido tanta gente honrada a aprender únicamente eso que llamáis moral, y si no creyera que otras ocupaciones más nobles os sirven de entretenimiento, no me quedaría aquí más tiempo que tarda en cantar un pollo.

-Dos años hace que estoy en la compañía -dijo el morisco-, y desde que oí al señor Zacarías le he dejado el encargo de esas cosas que nos predica, y si he pensado media hora en ellas, Alá permita que no vea yo ponerse el sol esta tarde.

-Fariseo excomulgado -exclamó el moralista sin mudar de tono-, ¿cómo te atreves a hablar así? ¿Quién te ha enseñado a ensangrentar tus armas, lavabo manus, como Pilatos? ¿Quién te ha adiestrado en meter la mano en el bolsillo ajeno sin que faltes a la caridad? Y, por último, ¿quién ha hecho más célebre en estos contornos la partida de nuestro insigne, formidable y respetabilísimo capitán el Velludo sino este humilde gusano que ves aquí? Humilissimus vel miserabile.

-Toma -dijo el moro-. ¿Y quién lo niega? ¿Digo yo lo contrario? Yo lo que digo es que no entiendo esas jeringonzas, y que sin saberlas sé manejar mis armas como el primero. Lo que quisiera era que se armase una tramoya donde se viera a las claras quién era Amete el Izquierdo, aunque ya se ha visto más de una vez que yo no soy nuevo, como este mozo recién venido.

-Pero vamos claros -preguntó Usdróbal-, ¿es ésta una partida de ladrones o qué clase de gente somos?

Aún no había acabado de preguntarlo cuando un puñetazo en el cogote, de buena marca, que lo dejó medio atontado y le hizo zumbar los oídos por media hora, le dio a conocer la insolencia de su pregunta y el peso enorme de la mano descomunal del gigante de los ojos saltones que había estado hablando con el Velludo. No le pareció a Usdróbal muy bien el aviso, y cebando mano a su puñal como pudo, en medio de su aturdimiento, tiró un golpe con él a su advertidor con tanta fuerza, que a haber ido con mejor tino no le hubieran vuelto a dar ganas de avisar a nadie tan bruscamente. Pero Zacarías le tuvo el brazo en lo mejor de su furia, y poniéndose entre los dos estorbó al mismo tiempo al gigante que le embistiese.

-¡Paz, hijos míos! La cólera nos arrastra a cometer acciones de que luego nos arrepentimos, y el hombre es una bestia feroz cuando se deja arrebatar de su ira: indomita silvartim fera, como dice no me acuerdo quién. A sangre fría se debe herir a su enemigo y tomar venganza de las injurias.

-Mosén Zacarías -dijo el de los ojos saltones medio en provenzal, medio en castellano1-, voto a Deu que si este mozo llamar lladre a nos, que le haga yo se arrepienta.

-¡Cómo! ¿Qué es esto? -gritó el capitán a Usdróbal- ¿No hace una hora que estás con nosotros y ya has armado quimera?

-No es quimera -replicó el catalán-, es que yo enseñé a parlar a este home.

-Por cierto, Usdróbal -dijo el Velludo-, que te creí de más penetración y más mundo; ya te he dicho que la lengua casi está de más entre nosotros y que mires bien lo que hablas.

-No tengáis cuidado -repuso Usdróbal-, que ya veo por mí mismo cuán a la letra toman aquí ese consejo de callar y hacer, y esto me servirá a mí para en adelante; pero juro... -añadió lleno de cólera y entre dientes.

-No jures -interrumpió con tono suave el hipócrita Zacarías-. Utrum juramentum, y no me acuerdo qué más; puedes tomar la venganza que sea justa, puesto que es justa la defensa propia, justum et tenacem, sin que cargues tu conciencia con juramentos: que la conciencia es lo principal, hijo mío.

-No sé -dijo entonces un viejo que tenía toda la cara llena de cicatrices- para qué trae aquí el capitán chiquillos.

-Los traerá -dijo otro con un ojo remellado y el otro bizco- para que nos sirvan de diversión.

-A su edad -replicó el morisco- ya había yo hecho más de una hazaña, pero éste apostaría a que no tiene fuerza para cortar el dedo meñique a un hombre de sólo una cuchillada.

-Usdróbal -exclamó el capitán sonriéndose-, ¿qué diablos tienes que no vuelves por tu honra? Parece que estás aturdido aún con el aviso de nuestro teniente.

Lo que decía el Velludo en parte era cierto.

Usdróbal, aunque determinado y animoso, naturalmente probaba en aquel momento la sorpresa que causa generalmente a un muchacho de poca edad la reunión de mucha gente desconocida, y cuyos usos, lenguaje y vestidos no dejan de extrañarle, puesto que la principal causa de su silencio más provenía del mal humor que había engendrado en él la imprevista bofetada del catalán y el ansia de vengarse que lo punzaba.

-Estoy reconociendo el terreno -contestó, no obstante, con mucha calma.

-Mejor te han reconocido a ti el cogote -replicó el morisco-, que todavía te está echando humo del bofetón.

-Como fue a puño cerrado no le duele -añadió con mofa el de los ojos bizcos.

-No creo que me hayáis traído aquí -dijo Usdróbal al Velludo, mostrando un sosiego que desmentía el color encendido de sus mejillas- para servir de juguete a vuestros soldados, o lo que sean, y juro que si tal supiera...

-Amigo mío -le respondió el capitán-, yo no te he tomado para nada de eso; pero si te pican moscas, a ti te toca sacudírtelas, que no a mí.

-Sí, hijo mío -añadió Zacarías con su voz melosa, acercándose al corro que ya se había formado alrededor de Usdróbal-, aquí cada uno tiene que mirar por sí, y de otro modo no hay santo que le socorra: nulla est redemptio.

-Al contrario -dijo el bizco, alargando la cara socarronamente y aparentando compadecerse de él-, aquí está mejor que en casa de su padre, y tiene una porción de amigos que le servirán a su voluntad. ¿Os ha hecho mucho daño? -continuó, llegándose a él.

-No os acerquéis a mí -repuso Usdróbal-, porque aunque os parezca manso...

-Pero, hombre, yo -replicó el bizco- no vengo con mala intención; al revés, la mía es buena; os veo solo y os he tomado cariño desde que os vi. ¿No es verdad que da lástima de él? -preguntó volviendo la cara a los otros, a tiempo que hizo un gesto al morisco para que se pusiese a cuatro pies detrás de Usdróbal sin que éste se apercibiese-. A mí no me gustan juegos -continuó. Y viendo que ya su compañero estaba en la disposición que le había indicado, se hizo él mismo empujar de otro, y cayendo sobre Usdróbal le dio un pechugón tan fuerte que, yendo éste a echarse hacía atrás tropezó sobre el morisco y cayó de espaldas.

Las carcajadas y la grita que se movió a su caída en toda aquella desalmada gente aturdieron un momento al pobre mozo, que, no pudiendo contener tiempo su ira y levantándose como un rayo, tiró de su alfanje y se arrojó sobre ellos, sin considerar su número, sin pensar en otra cosa que en su venganza.

-¡A él! ¡A él! -gritaron todos-. ¡A él, que se ha vuelto loco! Vamos a atarle a un pino. ¡Se ha vuelto loco!

Y diciendo y haciendo cayó sobre él una nube de forajidos, y a pesar de su valor y la cólera que le hervía, se vio al momento cercado de todos ellos y asido tan fuertemente que no podía menearse.

Pintar la rabia que se apoderó entonces del animoso mancebo sería imposible; baste decir que la palabra se le cortó entre los dientes y que arrojaba espuma y volteaba los ojos como si de veras estuviese demente, y sin duda le habría ahogado su furia si el capitán no le hubiese hecho soltar diciendo:

-Aquí no permito yo que se riña sino uno a uno, y juro por la Virgen de Covadonga que no hay uno de vosotros que solo a solo haga perder un palmo de tierra a este mozo, a pesar de su poca edad.

Los bandidos, pues tal era su oficio, creyeron en un principio que el Velludo se chanceaba, pero habiendo conocido en sus ojos que no hablaba en broma, se separaron dejando a Usdróbal, a quien él prosiguió diciendo:

-Si quieres satisfacerte del agravio que has recibido, yo te apadrino, y elige el que quieras para pelear.

-Eso es hablar -dijo Usdróbal, ya más sereno-, y por de pronto quiero medir la cara de un tajo a ese grandullón que avisa a bofetadas, y después uno tras otro podrá venir el que quiera.

-¡Bravo! -gritaron los bandoleros, para quienes no había en el mundo espectáculo más divertido que ver dos hombres hacerse pedazos; y al punto se presentó el catalán esgrimiendo una espada que en lo larga y pesada podría haberse creído la del Cid, que se guarda en la catedral de Burgos.

-Hijo mío -dijo Zacarías a Usdróbal-, no te dejes arrebatar de la ira.

-Sí, sí tins algo que dexá al mundo, podes encargarlo a ese home -gritó mofándose el catalán-;ya podes encomendarte a Deus.

-Y tú al diablo que te lleve -le respondió Usdróbal, echando mano a su alfanje-, que ahora puede que te envíe yo a hacerle compañía a los infiernos.

-Buen ánimo, Usdróbal, y no me dejes mal -le gritó el capitán viéndole que se iba para su contrario.

-¡Espera! ¡Espera! -gritaron todos; y formando un corro bastante ancho para que los peleantes pudiesen moverse acá y allá, ya retirándose o avanzando, fijaron sus ojos en ellos, muy persuadidos de que a las primeras de cambio iría el atrevido mozo a contar al otro mundo el resultado de su combate.

El catalán estaba parado en medio, muy ufano con su espadón, riéndose de la poca estatura de Usdróbal, que apenas le llegaba al hombro, y mirándole con tanto desprecio como el gigante Filisteo cuando vio venir a David. Usdróbal le miró de arriba abajo con mucha calma, y el capitán, dando dos palmadas, dio la señal de la acometida.

El primero que embistió fue el catalán, que, levantando el brazo en alto, tiró una cuchillada tan vigorosa, que a haber cogido a Usdróbal le hubiera hendido de medio a medio. Pero éste, con la ligereza de un corzo, saltó hacia atrás, y hurtando el cuerpo dejó al aire que recibiese en su lugar el golpe, y acometiéndole con la misma presteza en el mismo instante se llegó a él tan cerca y descargó su golpe, con tanto tino, que se le rajó el sayo de cuero de arriba abajo, arañándole de paso el pecho con el alfanje. Este movimiento tan rápido y tan acertado volvió la esperanza en el ánimo del Velludo y cambió la idea que todos habían formado del resultado de la pelea, quedando ahora suspensos y sin saber por quién se decidiría. El catalán, que vio tan cerca de sí y tan pronto a su impetuoso enemigo, no pudo menos de sorprenderse, y mucho más considerando que, como se había metido casi debajo de él, no le dejaba espacio para herirle con la espada ni tiempo de retirarse, exponiéndose en este caso a recibir la punta del alfanje en su corazón. En tal aprieto no tuvo más recurso que abrazarse con él, lucha muy desigual para Usdróbal a no haberle éste cogido por la cintura, lo que al cabo le daba alguna ventaja. Entonces fue cuando todos creyeron que la inmensa mole del catalán sin duda le abrumaría, especialmente el capitán, que, a pesar del poco tiempo que le conocía, se le aficionaba cada vez más por su intrepidez.

-¡Firme, muchacho! -gritaban unos.

-¡Agárrate bien! -decían otros.

Mientras que Usdróbal, más enlazado al cuerpo de su contrario que las serpientes de Laocoonte, volteaba acá y allá con los pies en el aire a cada sacudida del catalán.

La más viva alegría brillaba en los rostros de los concurrentes, viendo alargarse la diversión, y así unos azuzaban, otros aconsejaban, todos sin saberlo ellos mismos, echándose hacia adelante y estrechando el círculo, a pesar del Velludo que los contenía; por último, el catalán y su enemigo, que se había cogido a él como un gato acosado se agarra y sostiene de una pared, cansado el uno de forcejear para derribarle y el otro para sostenerse, soltáronse, ambos el brazo derecho con intención de echar mano a los puñales que tenían al cinto y concluir de una vez. Pero Usdróbal, más listo, habiendo conocido el intento de su contrario y asiéndose bien con la mano izquierda, sacó del cinto de éste su propio puñal, dejándole desarmado; y a tiempo que el catalán, pugnando por impedírselo desciñó ambos brazos, el determinado mozo, desembarazándose de sus garras, dio un salto atrás y otro adelante en el mismo punto con tanto brío, llevando el puñal en alto, que le atravesó de parte a parte y le hizo venir al suelo al empuje de su arremetida.

-¡Viva! ¡Bravo! ¡Bien!

Y cien palmadas resonaron en medio de estas aclamaciones, vitoreándole a porfía los mismos que poco antes le habían despreciado, y sobre todo el capitán, que yendo a él le abrazó, diciendo:

-¡Viva! Usdróbal, me has dejado con lucimiento.

-Preguntad -éste- si hay alguno más que quiera reemplazar a ese pobre bestia- y recogió del suelo con mucho sosiego su alfanje.

-No, amigo mío, -replicó el Velludo-, no creo que quieras quitarme el mando quitándome mis vasallos. Vamos, Urgel -continuó, volviéndose al derribado catalán-, ¿qué tal las manos del mocito? ¿Sabe lo que se hace? ¿Eh? ¿En dónde te arañó?

-Voto va a Deu el noy, que creo que me ha dejado manco -repuso Urgel, a tiempo que se levantaba sonriéndose, sin muestras de resentimiento.

Miráronle la herida, que no le dejaba mover el brazo, y aplicándole un poco de aguardiente que traía el bizco en un zaque de cuerno, te apretaron una venda lo mejor que pudieron, riéndose todos y festejando el lance como si hubiese sido el más gracioso sainete.

-Voto va Deu -decía el bizco-, te descuidaste; no creo nunca haber reído más sino el día aquel, hace seis meses, que estábamos bebiendo vino y te cortó Zacarías por entretenimiento las pantorrillas con su cuchillo.

-Estaba éste -dijo el morisco riéndose- como una uva, y el otro más, y éste le decía corta, corta, y el otro dijo corto, y le hizo dos o tres sajaduras que ni pintadas.

-Pues hoy, voto a Deu, no dije yo corta, más volía cortar, y non pas pude, pero non pas hablemos de eso -continuó el provenzal dirigiéndose a Usdróbal-, y aí tins la mano izquierda, que ésta non podo dártela, y quedamos amigos.

-Sí, tómala, y pelillos a la mar -respondió Usdróbal, alargándole su derecha-; todo está olvidado.

-Hijo mío -dijo Zacarías, que había vuelto a tomar su rosario-, buen ojo tienes y buena mano; si arreglas tu conciencia y aprendes bien el oficio, te corregirás del defecto que tienes de ser algo violento en tu cólera y demasiado pacífico a sangre fría.

Dicho esto se retiró a un lado y volvió a sus acostumbradas meditaciones. En esto estaba ya Usdróbal muy querido y considerado de sus compañeros, merced a su buena suerte y animosa disposición, cuando un hombre, que por su traje no parecía pertenecer a la compañía, llegó a ellos con mucho misterio, mirando a un lado y a otro, como receloso de que le siguieran; llamó al Velludo y se apartó con él a un lado secretamente.

-¿Qué hay de nuevo? -le preguntó el capitán-. ¿Sale mañana el conejo de su madriguera o no sale?

-Sale -le respondió el otro-, y lo que hay que hacer es tener buenos perros para que no se escape.

-Eso va de mi cuenta -respondió el capitán-; tu amo, el señor de Cuéllar, y yo hemos tratado lo que hay que hacer, y sería yo el perro más perro del mundo si no se lo entregase como desea. La cosa está en que ella se asome siquiera a la puerta do su castillo.

-Pues mañana se te cumple el gusto -repuso el recién llegado-, y cuando yo te lo afirmo no lo dudes. No han salido antes a caza por la muerte de aquel petate viejo de su padre, pero ahora lo que sé decirte es que para mañana me han mandado que prepare los halcones, y doña Leonor, si cabe, es más aficionada a la caza todavía que su hermano.

-Pues dicho y hecho; dile al señor de Cuéllar que mañana en todo el día cuente con ella. ¿Y a qué lado van, sabes?

-Correrán regularmente todo el Pinar de Iscar -replicó el halconero.

-No hay más que hablar, está bien -contestó el Velludo.

-Pero cuidado, ya sabéis que ella debe ignorar que todo esto se hace de orden del señor de Cuéllar. ¡Pobrecilla! Casi me daba lástima esta tarde cuando la vi, pensando en quién se la va a llevar.

-En efecto -respondió el capitán-, si se la llevase el diablo sería mejor para ella que no ir a poder de tu amo; y creo que es linda como un sol.

-Es la mejor moza -dijo el halconero- que he visto en mi vida; no hay un balcón más listo ni más gallardo.

-Pues, señor, eso no nos toca a nosotros considerarlo -contestó el capitán-, si se fuese a pensar en lástimas, se tendría que estar un hombre toda la vida sin matar un pájaro. Dile a tu amo que está corriente. ¿Quieres echar un trago?

-Vaya, venga una bota de vino y me voy, no sea que ese maldito vicio de Nuño, que desconfía de todos, sospeche de mí no viéndome en el castillo.

El capitán entre tanto mandó a su perro que trajese la bota que llevaba uno de los ladrones, y habiendo vuelto con ella la alargó al halconero, que la besó un rato muy cariñosamente. Luego que hubo bebido se despidió y alejó con el mismo recato que había venido, y el Velludo volvió adonde estaba su comitiva.

Como ya se había puesto el sol, determinaron retirarse a su habitación, y emprendieron alegremente su marcha.

Llevaban a Usdróbal en medio, agasajándole a su manera y tratándole como si hiciese un siglo que anduvieran juntos, y cada cual le refirió sus proezas durante las dos horas largas que tardaron en llegar a las márgenes del Pirón, donde había una cueva en la misma orilla, de entrada muy estrecha y disimulada.

No pudo menos Usdróbal de horrorizarse de algunos hechos que le contaron, pero no había otro remedio, y hubiera sido mirado como una flaqueza manifestar el menor disgusto. Disimuló lo mejor que pudo, entró en la cueva, bajó una cuesta muy pendiente, guiado por el Velludo, y en un espacioso salón subterráneo, donde había algunas camas de hierba seca, durmió aquella noche con sus nuevos cofrades los bandoleros.




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   Hermosa cazadora
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
el cabello de oro suelto al viento
de rosas y de flores coronado,
¿eres Napea de este valle estrecho
que alcanza con ligero movimiento
al jabalí sediento
al jabalí sediento
y del ciervo la planta voladora?


HERRERA                



    Rondaba en torno dél un cuerpo muerto,
negra fantasma o sombra descarnada
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
[...] y con amiga
caricia le adestró con ir delante
pidiéndole por señas que le siga.


VALBUENA                


Apenas el sol brillaba en el horizonte cuando un confuso estruendo de bocinas, ruido de gente y estrépito de caballos, resonaron a la redonda por el pinar y anunciaron la grita y algazara que precede a una cacería.

-Arriba, muchachos -gritó el Velludo a su gente, que, ya despierta, estaba dando fin a un lechón de que había cenado la noche antes y vaciando algunas botas de vino, sentada a la redonda a la entrada de su habitación.

-Hoy tenemos que hacer -prosiguió-; y aunque la empresa no creo que sea arriesgada, pido, no obstante, que estemos alerta, no se nos escape la liebre.

Concluyeron su almuerzo, y todos se pusieron en movimiento muy alborozados con las noticias de su capitán, que, dirigiéndose a Zacarías, le llamó para que reemplazase en su empleo al catalán, que aquel día, a causa de su herida, tenía que quedarse de guardia. Zacarías llegó al Velludo con el rostro muy compungido y los ojos cubiertos de lágrimas, lo que habiendo notado éste, le preguntó qué le había sucedido que así lloraba.

-He tenido un sueño esta noche -le contestó, suspirando con voz muy tenue- que me tiene extremadamente afligido. ¡Ah!

-Pues entonces -respondió el capitán, sonriéndose- no me lo cuentes, y oye las órdenes que voy a darte, y dejémonos de maulerías.

-Es que en medio de mi sueño -replicó Zacarías, debilitando más el tono de voz y sollozando- he sentido que me llamaban. ¡Hi! ¡Hi!

-¡Vive Dios! -exclamó el Velludo no sin enojo-, que si venís a llorar ahora, que os haga yo que lloréis de veras.

-Placida, cuput exultit unda. ¡Hi! ¡Hi! ¡Hi! Mostradme la cara plácida -respondió Zacarías.

-¡Por la Virgen de Covadonga! -repuso enfadado, el Velludo-, pensad que no soy un ama de cría y que tenéis ya cerca de cincuenta años.

-Si os enojáis conmigo me callaré -replicó el hipócrita gimoteador-; yo sólo quería deciros... ¡Hi! ¡Hi!

Si no hubieran sido la destreza y habilidades de Zacarías tan útiles al Velludo, sin duda éste no habría aguantado su impertinencia, ni oídole llorar apenas, cuando le hubiese enjugado los ojos con el mango, si no con el filo, de su hacha, de modo que no hubiera vuelto a tener necesidad otra vez de nadie que le consolara, pero la conocida sutileza del viejo hipócrita para ciertos planes y su mucha destreza para ponerlos en práctica le hacían tan necesario a su capitán, que, viendo que persistía en llorar, tuvo a bien callarse y oírle, aunque no sin juntar las cejas de cuando en cuando, mover la cabeza, mostrar su impaciencia, interrumpiéndole con un «¡Hem!» u otra expresión de enfado más de una vez.

-Tengo que oíros por fuerza -dijo el Velludo-, decid lo que queráis, y breve.

-No gastaré mucho tiempo -repuso el dolorido moralista-, porque el diablo suele aprovecharse de aquel que pasamos ociosamente.

-¡Hem! Decid -interrumpió el capitán.

-Voy a ello... esta noche..., temor in anima, y no sé más Quare conturbas me? ¡Hi! ¡Hi!

-¡Hem! -volvió a exclamar el Velludo dando una patada en el suelo violentamente.

-Vino, como digo -continuó Zacarías-. ¡Ah! Si estuviera aquí el ermitaño que me enseño latín, ¡cuán oportunamente encajaría aquí sus textos!... ¡pero yo, miserable gusano! ¡Miserabilis!

-Adelante -gritó el capitán.

-¡Ah! Sí, no os irritéis. La ira..., aquí venía bien un texto, pero no me acuerdo; seguiré; vino la voz, y dijo: «¡Zacarías! ¡Zacarías!» Y creí yo que me llamabais vos, que habíais tenido alguna visión...

-¡Diablo! -gritó el capitán-. ¡Qué visión! Sigue. ¡Voto va!...

-¡Señor! ¡Señor! No os enojéis con vuestro humilde siervo. ¡Hi! ¡Hi! Paso adelante -prosiguió Zacarías-. Pues es el caso que siguió la voz diciendo: «El infierno se abre ya para devorarte, y no te basta para evitarlo el viaje que hiciste a Tierra Santa de peregrino, ni haber sido sacristán, ni vivir ahora en el Yermo, nada, si no predicas a tus compañeros y logras de ellos que no echen maldiciones, ni blasfemen, ni juren como acostumbran...» «Está bien, ¡yo lo predicaré! ¡Yo lo predicaré!», dije, y no oí más. ¡Hi! ¡Hi! ¡Hi!

-¿Has acabado? -preguntó el capitán.

-Sí, señor; vuestro siervo no oyó más; pero es preciso que vos seáis el primero que os corrijáis del vicio de jurar a cada momento.

-Pues dame por corregido, y óyeme.

-¿Me lo prometéis?

-Te lo juro, y óyeme, que antes es la obligación que la devoción.

-A un mismo tiempo, señor, a un mismo tiempo -replicó Zacarías, enjugándose los ojos con los dedos.

-Está bien -contestó el Velludo-; tratemos ahora de lo que hay que hacer, y no canses. En primer lugar, hoy desempeñarás las funciones de teniente en vez del catalán, y dispondrás de la mitad de la tropa, dividiéndola en varias emboscadas por todo el pinar, acá y allá, según mejor te parezca. En segundo lugar, ¿no oyes? ¿Qué diablos estás ahí murmurando?

-Sí oigo -replicó Zacarías con su acostumbrada mansedumbre-; pero estoy al mismo tiempo repasando un texto.

-Pues como digo, seguirás sin perder de vista una joven... esto es, si va por donde tú estés: ya la conoces, la del castillo de Iscar.

-¡Ah!, sí, la que no quiere dar al César lo que es del César -contestó Zacarías-; es decir, la que se niega a un hombre tan santo como el señor de Cuéllar.

-La misma, pero no hay que mentar delante de ella semejante nombre ni aun por asomo -respondió el Velludo.

-Entiendo -replicó el gazmoño-, entiendo lo que se quiere.

-Para esta noche ha de estar ya en mi poder, cueste lo que costare, aunque el de Cuéllar me ha encargado que no se haga nada a la fuerza y procedamos con astucia en todo.

-Se hará -respondió Zacarías- como deseáis.

-Sin hacerle daño alguno -replicó el Velludo-, ni tocarle al pelo de la ropa, aunque de esto yo cuidaré, porque ninguno de vosotros es de fiar; y cuidado que el que tenga la suerte de apoderarse de ella le haga el menor mal, porque de un hachazo haré yo que le bailen los sesos. Ahora llévate la gente que necesites y ve arreglando la emboscada por la parte de la derecha al otro lado del convento, que yo me voy por la izquierda. Si pudiera ser, sería mejor evitar un encuentro con los cazadores y retirarnos a la cueva al momento que se haga el robo.

-Se hará como deseáis -respondió Zacarías con mucha humildad- y vuestro siervo os obedecerá; servum erat... erat... ¡Maldita memoria la mía! Me alegro de hacer este servicio al señor de Cuéllar, que tiene trazas de ser un bendito.

Dicho esto contó su gente, llevándose seis hombres consigo, y entre ellos a Usdróbal, predicándoles por el camino que no jurasen, sino, al contrario, imitasen su devoción, no dejándose tentar del demonio, etc.; y el Velludo, seguido de su mastín, echó a andar con otros tantos hacia la parte opuesta del bosque.

En este tiempo los cazadores habían soltado los balcones, que, ya remontándose hasta las nubes, ya deteniendo el vuelo, ya desprendiéndose por los aires, habían levantado una garza que perseguían.

El tropel de los caballos lanzados a la carrera resonó al punto por todo el bosque, y Leonor de Iscar, que acompañaba efectivamente a su hermano, como el halconero avisó al Velludo, no había sido la última que a rienda suelta seguía el vuelo del pájaro cazador, muy ajena de la celada que le preparaban. El estrépito que traían dio a conocer al Velludo el camino que debía seguir sin ser visto, aunque más de una vez, oculto entre las ramas, vio pasar la divertida tropa no lejos de donde estaba, y la rubia cabellera de Leonor, que ondeaba suelta en elegantes rizos sobre su espalda, brilló como un rayo de sol entre los árboles a los ojos del bandolero. Seguida de su hermano y algunos otros, aguijaba un generoso caballo tordo con tanta bizarría y atrevimiento como el cazador más experimentado, y a su agilidad y a la presteza de su carrera se la habría podido tomar por una sílfide, volando en alas del viento, llena de belleza y de gallardía. Cualquier mal paso que se ofrecía a su camino, cualquiera zanja, era ella la primera que la saltaba, a pesar de los gritos de su hermano, que trataba de contenerla, y con admiración de todos los que la veían; y su halcón, que había sido el primero lanzado sobre la garza, parecía querer imitar a su señora en el empeño con que la acosaba, de lo que iba ella no poco vanagloriosa. Ya se cernía sobre su presa con airosa confianza, o ya, calando de lo alto, se arrojaba con velocidad, mientras la garza, dando temerosos graznidos, buscaba en vano dónde acogerse de su enemigo. Por último, Leonor vio a su halcón caer sobre ella y venir ambos pájaros al suelo revoloteando.

Era entonces el momento de gloria para los cazadores, que miraban como un triunfo la dicha del que llegaba primero a arrebatar al halcón su presa. Todos en aquel momento espolearon a sus trotones con más ahínco que nunca, impeliéndolos con la velocidad del rayo, y cortando por diferentes caminos para llegar antes al sitio donde el halcón y su presa se habían derribado luchando. Leonor fue la primera que lo vio y la que primero arrojó su buen tordo por el sendero que se le presentó delante.

Ya unos a otros se atropellaban, trabajando éste por ganar y aventajar al que tenía a su lado, aquél por interponer su caballo y detener al que le seguía y trataba de adelantárse, y Leonor, sola delante de todos, volaba sin reparar en zanjas y precipicios. De repente el caballo de su hermano se precipita y llega a juntarse al suyo, y un hoyo hondísimo y de bastante anchura parece oponerse a su velocidad. Era preciso torcer a un lado o, de lo contrario, despeñarse en aquella sima, que no habría podido saltar el trotón de más ligereza. Ya iba Leonor a tomar la vuelta cuando, volviendo la cabeza para ver qué distancia llevaba a los que la seguían, ve el caballo de su hermano, furioso de la carrera, desbocarse y precipitarse, y, sin que bastasen a contenerle el freno ni la destreza de su jinete, abalanzarse desesperadamente hacia el precipicio. No era tiempo de pararse a reflexionar. Leonor lanza un grito, da vuelta de pronto a su palafrén y como un viento se pone entre su hermano y el despeñadero, coge la rienda del desenfrenado animal y, tirándole fuertemente de un lado, corta el ímpetu de su carrera y salva la vida de su hermano, dejándole, más que nunca, sorprendido de su agilidad.

Este suceso fue causa de un momento de detención; no obstante, Leonor se arrojó la primera a quitar al halcón la desdichada garza, apeándose de su caballo, y cuando los demás llegaron, ya el pájaro vencedor pulía las plumas de su pecho airosamente posado en la mano de la intrépida cazadora. Alzaron todos mil aplausos a su victoria, y Hernando (que así se llamaba su hermano) no pudo menos de abrazarla cariñosamente, jurando que le debía la vida.

-¿Y qué hubiera sido de mí en el mundo si te hubiese perdido? -respondió Leonor con una dulce sonrisa-; ¿a ti, al único apoyo que me ha dejado mi padre? Pero tú dices eso sólo por galantería.

-No, a fe de caballero -replicó Hernando-; tan cierto es eso como que nadie puede disputarte el triunfo en la caza, no sólo entre las damas, sino entre los más ágiles caballeros.

-¿Te burlas, Hernando? -respondió Leonor-. Te he visto más de una vez sujetar tu caballo a tiempo que me alcanzabas; pero dejémonos de cumplimientos y vamos a ver qué tal nos dan de comer estos buenos monjes que nos aguardan.

Diciendo así, con aquella gracia que presta la hermosura de una mujer a cuanto dice, saltó sobre su caballo con mucho donaire y delicada soltura, y habiéndola imitado Hernando, se encaminaron todos hacia el convento que a lo lejos entre los árboles se descubría.

Este edificio aislado, de que hoy día quedan algunas ruinas, estaba situado, yendo de Iscar a Cuéllar, a la derecha de los pinares sobre las márgenes del Pirón; su arquitectura gótica, sus puntiagudas torres y su fachada lóbrega y espaciosa correspondían al gusto del siglo en que se construyó, y solo en aquel desierto, era un asilo muy a propósito para los que deseaban retirarse a la soledad. Un extenso cercado, que servía de huerta, daba entrada a un cementerio, donde estaban enterrados los primeros poseedores del castillo de Iscar, y en que se contaban hasta veinte lápidas escritas con los nombres y hazañas de los ilustres abuelos de los dos hermanos. En otro tiempo había habido en aquel sitio una ermita dedicada a un santo célebre por sus milagros, pero la devoción y las limosnas de los señores de Iscar la convirtieron por último en un convento, engrandeciéndola con sus dádivas, y desde entonces todos los propietarios del castillo habían tomado a los monjes bajo su protección, habiendo hecho allí grabar las armas de su nobleza y establecido su panteón. A pesar de las vicisitudes de los tiempos, la fe y devoción de los habitantes de Iscar no había perdido nada de su primer ardor. Y así Hernando como si, hermana acostumbraban de tiempo en tiempo a ofrecer a Dios en aquel templo oraciones y a visitar los sepulcros de sus antepasados.

El abad, a quien de antemano habían avisado, los aguardaba ya en una habitación fuera de clausura en el vestíbulo del convento. Había hecho disponer allí una abundante comida para los señores, mientras para los criados se preparó el banquete a la sombra de los pinos con la misma abundancia, aunque con menos preparativos. Todos los pobres de los alrededores habían acudido al gaudeamus que les esperaba, porque en tales festines tenía todo el mundo entrada libre, el vino iba a cántaros y el regocijo era general.

Los señores de Iscar, cuando llegaron, fueron recibidos con mil vivas de los parásitos que aguardaban hartar su hambre a costa ajena aquel oía, y el abad del convento, hombre respetable por sus años y grave aspecto, salió a recibirlos acompañado de otros padres, y en llegando a ellos los saludó inclinando la cabeza ligeramente:

-El Señor sea con vosotros.

Ambos hermanos, apeándose de sus caballos, hincaron rodilla en tierra y le besaron la mano, uno después de otro, con mucho respeto, y el abad, levantándolos con majestad y como acostumbrado a recibir semejantes muestras de consideración, los llevó a la iglesia para que orasen.

-Ya, hijos míos, que habéis venido hoy a visitar los humildes siervos de Nuestro Señor -dijo el reverendo-, os pagaremos con la mejor voluntad la honra que nos hacéis, porque en la mesa del pobre no hallará el rico lo que arroja de la suya para sus perros.

-Señor -respondió Hernando-, si esta mansión es, agradable a Dios, ¿por qué no lo ha de ser para los potentados de la tierra?

-El que se humilla ante Dios será ensalzado.

Entraron luego en la iglesia, arrodillándose todos, y rezaron sus oraciones. No obstante el recogimiento de la hermosa hermana de Hernando, no pudo menos de distraerla y admirarla el éxtasis de un hombre que, a poca distancia suya, ya se golpeaba furiosamente el pecho, ya besaba la tierra, o ya, puesto en cruz, parecía como enajenado. Era alto, seco y amojamado, y no era la primera vez que aquel día se había presentado a sus ojos, figurándosele, y no sin fundamento, que le había visto ya en el bosque tan cerca de ella, y siguiéndola a todas partes, como si fuese su sombra. A despecho de la humildad que manifestaba, su apariencia no le era muy favorable, teniendo más trazas de hipócrita consumado que de verdadero religioso, y, sin saber por qué, Leonor sintió cierta repugnancia al verle, que no pudo menos de comunicar en voz baja a su hermano. Pero éste, sin reparar casi en él, le contestó que era una simpleza tener miedo de un hombre que sería, sin duda, algún pobre atraído allí por el olor del banquete como otros muchos. Con esto Leonor quedó tranquila, o aparentó quedarlo, y al tiempo que estaban en todo el fervor de su devoción, el supuesto padre vino andando de rodillas hacia ellos, como si quisiera llegarse así hasta el altar en un éxtasis tan profundo que sin reparar en Hernando tropezó con él, de lo que éste muy irritado, y sin poder contenerse, indignado de la torpeza de aquel villano, le dio un empellón sin mirarle que le arrojó de sí haciéndole caer en tierra. Pareció el pobre llevar este golpe con resignación yéndose a otro lado al instante, sin interrumpir sus rezos al parecer, donde después que estuvo en oración algunos minutos se levantó y salió de la iglesia andando de espaldas hacia la puerta.

De allí a un rato, Hernando, su hermana y el abad salieron también de la iglesia, y cuando entraron en la sala del comedor, Hernando echó de menos un rosario de oro que llevaba colgado al lado, y que no pudo hallarse por más que se buscó en todas partes.

Sin duda el pobre se lo había llevado por equivocación. Pero este suceso, no habiendo alterado en ningún modo la alegría de los convidados, el abad bendijo la mesa, y los dos hermanos se sentaron a la cabecera mientras que algunos otros gentileshombres de su comitiva se colocaron a los extremos.

-¿Y qué tal, buen padre, ahora que no interrumpen las armas la paz de vuestro retiro -preguntó Hernando al abad-, se ha repuesto el convento de las pérdidas que sufrió en las últimas disensiones?

-Dios prueba al justo en las tribulaciones -respondió el abad-, pero ahora que se ha servido dar la paz a sus reinos, gozamos de bastante tranquilidad.

-¿Y vos creéis que esta paz sea duradera?

-Nosotros al menos lo deseamos -replicó el abad.

-Pues yo no -repuso el señor de Iscar-; ni lo deseo, ni creo tampoco que el usurpador del trono de su padre goce largo tiempo del poder que con tan poca razón ejerce, y día llegará...

-Hijo mío -interrumpió el abad-, los caminos de Dios son desconocidos al hombre; cuando yo en otro tiempo vestí la cota en vez de la cogulla, no deseaba menos que vos la guerra, pero era contra los infieles enemigos de la religión y no contra mis propios hermanos, como ha sucedido ahora, y como esperáis que vuelva a suceder dentro de poco tiempo.

-¿Y vos, que habéis recibido tantos agravios de uno de los primeros favoritos del rey don Sancho, quiero decir de Rodrigo Saldaña, que tanto ha perseguido vuestro reposo, cómo no deseáis vengaros de vuestros enemigos? -exclamó el joven señor de Iscar con impetuosidad.

-La venganza es un sentimiento profano que no entra nunca en el pecho del humilde siervo de Dios -repuso el abad-, y el señor de Cuéllar desaparecerá como su impío padre, y sobresaltarán su vida los remordimientos.

-Así es -dijo Leonor-, que he oído decir que Sancho Saldaña no tiene una hora de tranquilidad. Hernando y yo le hemos conocido cuando éramos aún niños, y ¿quién había de pensar que aquel Saldaña sería el mismo que hoy hace hablar de su impiedad en todos estos contornos?

Poco después de esta conversación, y habiéndose levantado de la mesa los dos hermanos, salieron al campo y Leonor repartió entre los pobres que más infelices le parecieron algunas monedas que llevaba para el efecto. Colmada de bendiciones de los ancianos, y admirada de los jóvenes por su belleza, volvía ya adonde su hermano y el abad disputaban sobre el derecho que tenía a la corona Sancho el Bravo, rey de Castilla en aquella época, cuando notó que una mujer cubierta de pies a cabeza de una almalafa o capa morisca, cuya capucha le cubría el rostro, la seguía tirándole del vestido como tratando de detenerla. Ya había vuelto Leonor la cabeza más de una vez a mirarla, y habiéndola tomado por una pobre, le había dicho con dulzura que se retirase y no la molestase más, pues había dado para todos la limosna que le pedía. Pero no por esto la impertinente pobre dejaba de seguirla sin querer separarse de ella, y tirándole del vestido cada vez con más fuerza. Viendo Leonor su tenacidad, creyó sería alguna más infeliz que las otras que no tenía bastante con lo ya dado, y sacando una moneda de oro, alargó la mano para dársela sin pararse. Pero cuál fue su sorpresa viendo que aquella mujer que con tanto empeño la perseguía, y que ella creía una de las más miserables, se negaba a recibir el dinero que habría llenado de regocijo al más descontentadizo mendigo.

-Mujer -le dijo entonces- ¿qué quieres de mí?, ¿ni qué otra cosa puedo yo darte?

-Yo no quiero ni necesito nada de ti -le respondió una voz suavísima en tono tan bajo que Leonor tuvo que acercarse para oírla bien-; al contrario -prosiguió-,vengo a hacerte un favor; no desoigas la voz del que habla en mí, y si no quieres antes de la noche que se trueque en lágrimas tu alegría, retírate ahora mismo a tu castillo y no vuelvas a los pinares, porque hay quien te cela, y sigue, y te ojea, y antes de tres horas te tendrá en su poder.

En diciendo esto se retiró y ocultó entre la confusión de la multitud, sin que Leonor, que había quedado atónita y sorprendida, pudiese seguirla ni aun preguntarle quién era el que así la seguía y trataba de robarla cuando parecía más arriesgado que nunca intentarlo, en un día en que iba rodeada de un séquito numeroso y pronto a sacrificarse por ella. En medio de estas reflexiones la buscaba, no obstante, vanamente, preguntando por ella a cuantos hablaba, sin poderla encontrar en ninguna parte, no habiendo visto nadie semejante mujer, lo que aumentando el misterio redoblaba su curiosidad.

El hombre seco y devoto que había sin duda robado el rosario de oro a su hermano en la misma iglesia, era el único que ella había visto algunas veces a su entender como si la observara; pero fuera de que un hombre solo no podía acometer semejante empresa, hubiera sido ridículo creer capaz de ella a un viejo villano a quien Hernando de sólo un leve empellón habría hecho rodar por tierra. Sin embargo, un secreto presentimiento la molestaba cuanto más se decía a sí misma:

-¿Qué fin podría llevarse esta mujer en engañarme tan neciamente? Lo mejor será decírselo a mi hermano y dejar para otro día la prueba de los galgos, que harto tiempo queda para correr una liebre. ¿Y si se mofa de mi, diciéndome que creo en brujerías? ¿Y si piensa que desdoro mi linaje y me reconviene de tener temores indignos de una dama de mi jerarquía? No, no se lo diré, él dispondrá lo que guste, y cúmplase la voluntad de Dios.

Pensando así, y esforzándose a disimular el sobresalto que a su despecho alborotaba su corazón, llegó adonde su hermano, que ya había concluido su disputa con el abad, examinaba dos galgos nuevos, hablando con un montero mientras se disponía todo para probarlos. Estaba tan ocupado de su diversión, que no percibió la mudanza del rostro de Leonor, que en vano se animaba interiormente a sí misma y procuraba disfrazar su sobresalto bajo la máscara de la alegría.

-Veremos si esta tarde -le dijo Hernando volviéndose a ella con muestras de mucho contento- te llevas la palma en la caza de liebres, como esta mañana en la del halcón.

-Mejor sería -le respondió su hermana con timidez- dejar para otro día la prueba...

-¡Cómo! -repuso su hermano-; ¿tú, la reina de la caza, y que aguardabas esta tarde alcanzar nuevos triunfos, quieres retardar ahora la prueba de los dos mejores galgos que han acosado una liebre?

-No..., pero... -replicó Leonor sin saber qué decir-, ya ves... el cielo está muy nublado, y por la parte de Olmedo parece anunciar una tempestad.

-Puede ser -le contestó Hernando echando una ojeada hacia arriba-; pero antes que la tormenta empiece habremos nosotros acabado nuestra faena, y al contrario, mejor, porque así el sol no nos molestará como esta mañana y el aire es más fresco.

-Entonces haz lo que quieras -dijo Leonor viendo que eran inútiles sus excusas-, pero te ruego que no te separes de mí durante la caza.

-¿Tienes miedo? -le preguntó su hermano riendo.

-No -replicó Leonor-; pero ya ves, así estaremos más cerca y podremos auxiliarnos en caso de algún peligro.

-Es cierto -repuso su hermano-; podrás tú auxiliarme a mí como esta mañana, que si no es por ti me desdeña el brioso en aquella sima.

En esto ya los cazadores estaban a caballo aguardando las órdenes de su señor, los perros alborotaban con sus ladridos, pudiendo apenas los monteros contener su alborozo, y los caballos, hiriendo, la tierra con sus ferradas manos, mostraban con sus relinchos y su inquietud el fuego que los animaba. Leonor y su hermano se despidieron de los buenos padres, y en particular del abad, que habiéndoles echado su bendición volvió al convento, mientras ellos, saltando a caballo, rompieron la marcha entre los gritos de la multitud, que aún se entretenía con los restos del banquete y algunas botas de vino, puestos acá y allá en diferentes corrillos sobre la arena. En uno de ellos estaba sentado el piadoso Zacarías, que cuando vio pasar a los dos hermanos tuvo buen cuidado de encogerse y agazaparse, ocultándose detrás del que tenía al lado, no gustando sin duda de darse a la luz a causa de su humildad. Luego que los hubo visto alejarse, dio en el hombro al bizco y al musulmán, entre quienes se había sentado, y, poniéndose en pie, tomó una bola diciendo:

-Hijos míos, vaya el último trago; tú, fariseo, levántate, y tú, hijo bizco, ve si puedes hacerlo también. No sé por qué bebes vino sabiendo que te hace mal. ¿No sabes que la gula es un enorme pecado? Es verdad que no has bebido arriba de diez cuartillos, pero si no te sienta bien, ¿por qué quieres tentar a Dios? Y tú, morisco, tampoco debías beber vino por tu religión; pero tú eres un moabita enemigo de Israel.

-Yo lo bebo a la salud de Mahoma -respondió el morisco-, y así no creo que lo lleve a mal.

-Vamos, vamos, ayuda a ese hombre -respondió Zacarías- y no perdamos tiempo, que ya viene la caza por este lado.

El morisco ayudó a su compañero a levantarse, que apenas podía abrir los ojos, y que puesto en pie se quedó con mucha gravedad mirándolos, y siguiendo con la parte superior de su cuerpo el movimiento pausado de una péndola de reloj.

-Cuida que no te vea el capitán -le aconsejó Zacarías-, no sea que te haga dormir la borrachera de modo que no vuelvas a despertar, y ve por dónde te escondes, y hasta la vuelta.

-Creo -le dijo el morisco- que con el vino se te han puesto los ojos derechos; adiós, hasta que se te pongan torcidos.

Zacarías y el moabita echaron a andar, dejando a su compañero apoyado en el tronco de un árbol hablando solo, y dando tales berridos de cuando en cuando, que atrajeron a su alrededor a los que ya no teniendo más que comer, hallaron para postre en su borrachera un agradable entretenimiento.

Entre tanto las dos divisiones de los bandidos habían ido poco a poco estrechando la distancia, viendo el punto que los cazadores habían tomado, sin perderlos nunca de vista, con la esperanza de que Leonor en el calor de la caza echaría por algún sendero sola, o acompañada a lo más de su hermano y alguno de sus servidores. En toda la mañana se les había ofrecido ocasión para poner su intento en ejecución, y el Velludo, ya desesperado de no poder cumplir la palabra que había dado al señor de Cuéllar, bramaba de coraje, sin haber querido probar bocado, dudoso ya si los embestiría con su gente y la arrebataría por fuerza. Era este el plan más acomodado al carácter del capitán, y el que, a dejarse guiar por su corazón, hubiera él llevado a efecto con más placer. Pero la promesa que había hecho al de Cuéllar encerraba justamente la cláusula de no ejecutar nada a la fuerza, y esto le tenía ligadas las manos, porque él sabía muy bien que así Hernando como su tropa no dejarían robar a Leonor sin vender antes sus vidas tan caras como pudiesen. Esto le traía pensativo, y mucho más viendo que Zacarías, el más ingenioso de los suyos, y en quien él, en asunto de tramoya tenía toda su confianza, no había ideado nada hasta entonces que le sacara de aquel apuro. Distraído así estaba y apesadumbrado, cuando poniendo por casualidad los ojos en su mastín, que estaba tendido al pie de un árbol, pensó que la astucia de aquel animal podía serle de utilidad.

Era este perro uno de los personajes más principales de la partida, leal a toda prueba y valiente como un león. Le había enseñado su amo a obedecer a la voz, entendiendo con tanta prontitud y haciendo tales cosas, que parecían increíbles si no tuviésemos en el día tantos ejemplos del instinto particular de estos animales. A una voz acometía y, se retiraba, reunía los bandidos donde le mandaba su amo, era un centinela incansable, cazaba como un lebrel, buscaba los rezagados en las noches oscuras y los conducía adonde estaban sus compañeros, atraía los viajeros perdidos y se los entregaba a su amo para que los despojase, siendo su inseparable compañero en todas las expediciones. La vista del perro le sugirió un pensamiento que reanimó su esperanza ya decaída, y haciendo llamar a los seis hombres que tenía en acecho, les ordenó reunirse y marchó con ellos al encuentro de los cazadores, habiendo enviado orden a Zacarías para que estuviese más vigilante que nunca, pues le iba a enviar la dama por aquella parte. El ladrido de los perros y el sonido de las bocinas indicaba el camino que seguía la liebre a la alegre tropa de Hernando, que, muy ajena del peligro de su señora, seguía a rienda suelta la pista. Leonor, sin embargo, temerosa aún del aviso de aquella mujer, no se entregaba a su diversión con el arrojo que había manifestado por la mañana, siguiendo siempre el camino menos espeso de árboles y al mayor número de cazadores, sin atreverse a separarse nunca, yendo siempre detrás de ellos en la carrera.

De repente Sagaz, a la voz de su amo, sale ladrando de entre los pinos, embiste a su caballo, y clavando los dientes en las ancas del animal le asusta y alborota de modo que poniéndose de manos coge el freno con los dientes, y sin poderlo sujetar la dama escapa dando botes arrebatado de todo brío, y sin cesar perseguido del inteligente mastín, que cada vez le acosa más, mordiéndole cuantas veces puede alcanzarle.

Iba Leonor, como hemos dicho, la última, y los cazadores, ocupados en perseguir la liebre, no vieron su apuro ni oyeron sus gritos por el momento. Su hermano, que nunca la abandonaba, fue el único que al ver su riesgo volvió su caballo con intento de favorecerla. Su primer impulso fue arrojar al perro la jabalina o lanza corta de que venía armado; pero ya fuese que el ímpetu de la carrera o la precipitación con que la arrojó no le dejasen tiempo bastante para apuntarle, la jabalina, sin herir en su blanco, quedó temblando clavada en tierra hasta la mitad.

La violencia del palafrén de Leonor obligó al señor de Iscar a lanzarse en su seguimiento a toda la furia del suyo, y así por esto como por ser el bosque muy espeso, por pronto que a su voz acudieron algunos de los suyos, no pudieron acertar el camino que habían tomado. El Velludo, viéndolos que volvían, mandó a su gente que dieran voces andando sin detenerse para atraerlos hacia otra parte, lo que haciéndoles creer que era aquel el camino que habían tomado sus amos, acabó de trastornarlos del todo, obligándolos a que siguiesen la dirección enteramente contraria. El sendero que primero se ofreció al desatentado caballo de la afligida Leonor era precisamente aquel donde se habían emboscado Usdróbal y Zacarías, y el Velludo no dejó de darse el parabién de haber salido adelante con su empresa cuando pensó que dentro de poco estaría la dama en poder de sus dos satélites. Entre tanto ya había sentido Zacarías el ruido de los caballos que se acercaban, y echando mano al cuchillo avisó a Usdróbal que se preparase.

-Hijo mío -le dijo-, ya llegan los enemigos; ten caridad, enfrena la ira; a sangre fría no hay que dejarse arrebatar de la cólera; tú cuidarás de la dama; pero ten cuenta que la carne es frágil, y no caigas en tentación. ¡Ahí están, hijo mío!

A ese tiempo, saliendo de donde estaban ocultos en el momento en que el caballo de la hermosa cazadora pasaba en toda la violencia de la carrera, Usdróbal se arrojó encima, y apoderándose de una rienda le hizo volver de pronto, haciéndole parar de golpe con tanta furia, que la dama perdió los estribos y estuvo a pique de caer al suelo. El caballero que la seguía metió entonces las espuelas hasta los talones a su caballo, tratando de libertarla; pero Zacarías, que aunque rayaba ya en los cincuenta era listo como una pluma, se interpuso entre él y la dama con tal presteza, dando el lado para estorbar que le atropellase, que le cortó al momento al animal los tendones del brazo con un cuchillo, haciéndole caer de golpe con su jinete.

-¡Bravo, Usdróbal! ¡La espada parece que es la de Absalón! ¡Ha echado por tierra al soberbio! -exclamó Zacarías enseñándole su cuchillo-. Monta a caballo y toma en brazos a esa dama, que se ha trastornado del susto.

-Vamos, hijo mío -y dando dos silbidos, se presentaron al momento el morisco y los otros dos que estaban ocultos en aquel lado.

-¡Perros! -gritó el caballero que había caído debajo de su palafrén, y forcejeaba por levantarse-: soltad esa dama, si no, voto a tal... juro... villanos... Pero no, venid, tomad mis tierras, mis castillos, mi vida; venid, yo os daré oro, todo os lo daré por ella, ¡infames!

-Vamos de prisa, hijos míos -dijo a Usdróbal el moralista-, porque yo soy, compasivo y me enternecen los lamentos de ese infeliz. En mí puede mucho la caridad: ¡vamos, vamos, que no vuelva yo a oír los gritos de ese pobre hombre, porque me rasgan el corazón!

-Por cierto -dijo Usdróbal conforme iban andando-, que la presa que llevamos vale más que el trabajo que nos ha costado ganarla.

-Usdróbal, hijo mío, no mires la belleza de esa dama -contestó Zacarías a tiempo que le echó él una mirada a hurtadillas, y no de lástima-. Las mujeres perdieron a Salomón. Señora, no lloréis -añadió dirigiéndose a ella-; Dios prueba nuestra paciencia en las adversidades, y si tenéis la conciencia limpia, no os debéis apesadumbrar por nada. Aquí no se os quiere mal; sólo que nuestro capitán es tan caritativo, que siempre está dispuesto a socorrer a las doncellas menesterosas. No es mala alhaja ésta -prosiguió, echando mano al collar de la dama-, yo no soy inteligente, pero...

-En verdad, maestro Zacarías -exclamó Usdróbal-, que como pongáis la mano en cualquiera cosa de esta señora, que a pesar del respeto que merecéis nos hemos de ver las caras.

-Por poco te enojas, hijo mío -respondió Zacarías-, y no sabes mucho de caridad cuando ignoras que la mejor ordenada empieza por uno mismo.

-Por ahora -repuso Usdróbal- no quiero atender a vuestras lecciones; me queda demasiado tiempo para aprender.

Y volviéndose a la dama, se esforzó a consolarla, excusándose como mejor pudo de su tropelía, y ofreciéndose por su defensor entre aquella gente. Hasta entonces había oído ésta sin notar casi lo que la pasaba, y en medio de su trastorno se había imaginado más de una vez que todo aquello era un sueño. Pero la voz de Usdróbal, dándole a conocer que su desgracia era cierta, le hizo al mismo tiempo tomar ánimo y, volviendo hacia él sus hermosos ojos llenos de lágrimas, mostró en ellos una expresión tan dulce de lástima y de dolor, que Usdróbal no pudo menos de jurarle que moriría primero que permitir la ofendiesen en su presencia.

-Yo os doy gracias, mancebo -le respondió Leonor con un eco de voz que penetró a lo más íntimo de su corazón-; yo os doy gracias, pero mi desventura no es menos cierta por eso. Con todo, aun hay una cosa que la haría menor si vos me quisierais informar de ella. ¿El caballero que me seguía, qué es de él? ¿Era suya la sangre que me parece que vi correr por su vestido al tiempo de su caída?

-Tranquilizaos, señora -repuso Usdróbal-, la sangre era de su caballo, y él vino al suelo sin más daño que haber caído debajo del animal. Fue un golpe maestro de mi caritativo director que aquí veis, incapaz de hacer mal a una hormiga si no es forzado de la necesidad, como él dice, y sin dejarse arrebatar de la cólera.

La dama pareció tranquilizarse, y aun animarse, con la noticia del caballero. Puso entonces los ojos con más cuidado en su defensor, que no quitaba los suyos de ella, y su juventud, nobleza y alegre fisonomía la hubieran acabado enteramente de tranquilizar si los hundidos ojos de Zacarías, su rostro seco y sin barba, su talante hipócrita y su paso de gato que va en acecho no le hubiesen dado a conocer al distraído devoto que la había seguido aquel día y tanto le repugnaba. Había éste echado delante un rato para servir de guía, y como descuidado de lo que pasaba detrás de él, iba, según su costumbre, entregado a sus oraciones con un rosario en la mano y los ojos bajos, y detrás venían el morisco y los otros hablando de su compañero el bizco, y riéndose de su borrachera. Era voz común entre los de su partida, que cuando Zacarías parecía más distraído y devoto sin levantar los ojos del suelo, veía y oía más que el que parecía más atento. A pesar del poco tiempo que hacía que andaba Usdróbal con él, su sola penetración le había enseñado a desconfiarse de todos sus gestos, palabras y movimientos, y así, aunque su deseo mayor era entablar con la dama una conversación útil tal vez para en adelante, el recelo que le inspiraba su director le hizo contentarse con soltar al descuido tal cual pregunta de cuando en cuando.

-Si yo supiese quién sois -dijo en voz muy baja a la dama, y conteniendo el paso de su caballo-, avisaría a vuestros parientes y amigos para...

-Usdróbal, hijo mío, ¿qué haces?; aguija presto -dijo a esta sazón Zacarías sin volver la cara y sin perder un paso-; no te dejes tentar del demonio de la concupiscencia; la carne es frágil.

-Voto a tal -murmuró Usdróbal-, que ese maldito hipócrita no parece sino que tiene hecho pacto con el demonio. ¿Vuestro nombre? -añadió en voz muy baja.

-Leonor de Iscar -respondió la dama.

-No creo, amado discípulo mío -interrumpió Zacarías continuando su camino, y en tono de voz muy dulce, sino que esa dama y tú os habéis conocido antes, o que tú, siguiendo mis lecciones, vas oyendo sus pecados y la exhortas a la paciencia.

-Así es como vos decís -repuso Usdróbal sin titubear-, trato de salvarla de las garras de Satanás (que te lleve a ti y a tu casta) -añadió más bajo.

En esto llegaron a la orilla del río a la entrada de la cueva, donde el capitán había vuelto ya con su gente, y se alegró mucho de la llegada de Zacarías.

La compañía no era de las más a propósito para una dama. Todos voceaban, todos hablaban a un tiempo, estaban comiendo entonces a la redonda, y ya habían apurado más de una bota de vino, y sólo se oían gritos por razones, amenazas y rústicos juramentos. Las diversas lenguas que hablaban, sus caras quemadas del sol, su traje, sus armas, sus maneras salvajes y las recias carcajadas con que celebraban de tiempo en tiempo sus dichos, todo contribuía a hacer más horrible la escena que se ofreció a los ojos de la delicada Leonor, que no pudo por menos de estremecerse considerando su situación y las gentes con que se hallaba. El Velludo se adelantó a recibir la dama con más muestras de cortesía que lo que prometía su apariencia, y habiéndola ayudado a apearse mandó a Usdróbal que echase pie a tierra diciendo:

-Tú, Usdróbal, cuidarás de esa dama; creo que de todos nosotros eres el que puedes tratarla con más atención.

-Así es -continuó Zacarías-, creo que no necesita de mis lecciones. Todo el camino ha venido predicándole un sermón acerca de la paciencia en los trabajos y la caridad hacia nuestro prójimo, con tanta madurez y elocuencia como podría hacerlo yo mismo. Y la dama, a lo que me pareció, le escuchaba con aire contrito y con tanta atención, que edificaba mirarla.

-Hola... -gritó el catalán, que había salido de su Cueva a recibir a sus compañeros-. ¡Lladre de donas!

-Señor -dijo la dama al Velludo-, si sois aquí el jefe, por Dios que mientras esté bajo vuestro poder que no permitáis se me ultraje. Sea cualquiera vuestro designio, yo os prometo un buen rescate si queréis devolverme mi libertad.

El aire de nobleza y resignación con que pronunció estas palabras no dejaron de sorprender al Velludo, acostumbrado a ver temblar siempre delante de él, no ya mujeres débiles, sino hombres intrépidos y forajidos. No obstante, en vano trataba Leonor de encubrir bajo una apariencia firme la turbación que agitaba su alma; una lágrima se desprendió a pesar suyo por sus mejillas, como una gota de rocío sobre la rosa de la mañana, y sentía su sangre helada mientras se esforzaba a mostrarse con tranquilidad.

-Yo, señora -respondió el Velludo-, no entiendo de obsequiar damas, cumplo con mi oficio en teneros apresada, y os aviso que en vano tratará de libraros el que lo intente, pero os juro por la bendita Virgen de Covadonga que el tiempo que estéis con nosotros seréis respetada de todos, o dejaría de llamarme Roque el Velludo.

-¿Y no puedo esperar más de vos? -preguntó la dama.

-Aunque me ofrecieseis el tesoro del rey de Marruecos no haría más que lo que os he ofrecido.

Alzó Leonor los hombros en muestras de resignarse a su desventura al oír las palabras del capitán, y no pudiendo más se sentó al pie de un árbol, y cubriéndose la cara con ambas manos derramó un mar de lágrimas agobiada de su pesadumbre.

-Buena cara tiene la muchacha, y ya me alegraría yo de hallarla en el paraíso cuando vaya allá de este mundo -dijo a este tiempo el morisco contemplándola con brutal codicia, y acercándose a ella para mirarla.

-Cuando tú dejes el pellejo colgado de algún árbol en este mundo -repuso otro de la compañía-, irás al infierno a acompañar a los diablos en sus quehaceres.

-Voto va Deu -gritó a esta sazón el teniente- que la moza es guapa, y tin una cara como una reina.

-Yo no sé por qué hemos de trabajar siempre para otros -dijo el morisco-, y nadie es mejor que nosotros, que tan buenos los he visto yo servir de pasto a los grajos, y estar colgados por los caminos.

-No, pues como no tuviera otro que la defendiese más que ese a quien se la ha encargado -dijo el bizco, que a duras penas había acertado con la cueva, saltándole aún el vino por los ojos, abierto de piernas y con una bota en la mano izquierda-, juro a Dios que todos se habían de ir a cazar hembras al otro mundo si antes que ellos no cataba yo de la caza. Vamos, reina mía, no esté vuestra merced tan triste; veamos esa carita de rosa -añadió, alargando una de sus callosas manos al rostro de la desdichada Leonor-, no estéis tan triste, que aquí los podéis elegir como peras.

Hasta entonces Usdróbal había sufrido la mofa que le había hecho sin decir palabra, y había reprimido el deseo de despertarle de su embriaguez. Pero cuando vio la mano grosera del bandido tocar a la dama, no pudo contener su cólera por más tiempo y alzando la mano le descargó la más recia bofetada que pudo engendrar su cólera, y dio con él a sus pies. Hecho esto, y antes que los otros tuviesen lugar de dar crédito a lo que habían visto, saltó sobre él, y echando mano a la espada se puso en estado de defenderse y ofender al que le acometiera. Algunos de ellos tiraron al punto de sus puñales, y hubiera ciertamente perecido víctima de su honradez si el capitán en este momento, esgrimiendo su formidable hacha en alto, no se hubiese arrojado en medio de la pelea.

-Alto, canalla -gritó con voz de trueno-, que en bebiendo una gota de vino no parece sino que todos los demonios del infierno están dentro de vuestros cuerpos. Voto a tal, que al que no envaine su espada le envainaré yo el hacha hasta los dientes en el cerebro.

Callaron todos atemorizados y pararon en su contienda, retirándose cada uno al puesto que ocupaba antes de la pelea.

-Bravo, Usdróbal -añadió el Velludo-; defiendes la dama como el mejor paladín. Estas buenas gentes -prosiguió, tratando de excusarse con la doncella- han bebido un trago de más, y hasta que yo no mate uno de ellos no sacaremos partido. Levántate tú, belitre -añadió, dando con la punta del pie al ladrón que había derribado Usdróbal, y cuyo vino había hallado allí su centro de gravedad-, y juro por la Virgen de Covadonga que al que vuelva a mentar esta dama le cierre yo la boca para mientras viva. Vamos, que ya va llegando la noche, y el cielo parece que anuncia una tempestad; entremos en nuestra cueva y descansemos hasta mañana.

Entraron todos en ella, y Usdróbal y el Velludo, ayudando a Leonor, la bajaron en brazos casi desmayada al sombrío recinto que servía de habitación a los bandoleros. La noche, entre tanto, había cerrado ya enteramente, adelantada por la tempestad, en medio de los estampidos de los truenos, que retumbaban en las concavidades de las montañas. Las tranquilas aguas del río corrían ahora con alborotado rumor en medio del silencio de la oscuridad, y el ruido sordo de los árboles agitados y el graznido de las aves nocturnas, que volaban a buscar un asilo contra la tormenta, presagiaban un espantoso huracán. De repente sus bramidos zumbaron entre los pinos, semejantes al estruendo que produce a lo lejos el motín y las voces de una populosa ciudad. El crujido de los añosos árboles, tronchados por la violencia del huracán, resonó de tiempo en tiempo, y cielo y tierra parecieron envueltos y confundidos en la furiosa discordia de los elementos.

Una lámpara moribunda ardía en medio do la cueva y derramaba su ondulante reflejo acá y allá sobre las feroces caras de los bandidos. Algunas camas de hierba seca sobre que estaban sentados o recostados era el único adorno de aquella triste mansión, y en una especie de hueco que parecía servirles de chimenea había un asiento a un lado, donde habían sentado la dama. Estaba Usdróbal más atento a cuidarla y a defenderla que si fuese la joya de su felicidad, y el capitán, a cierta distancia, teniendo a sus pies su perro, reposaba, tal vez con menos interés por ella pero no con menos cuidado. Algunas lágrimas centelleaban en los párpados de la desventurada Leonor, y, su belleza pálida pero angelical formaba un raro contraste con los semblantes cruelmente estúpidos de los ladrones. Hubiérase creído que era un ángel celeste que había bajado de la mansión de los justos a alegrar las regiones infernales con su presencia.

De tiempo en tiempo algún relámpago que penetraba velozmente al interior de la cueva, llenándola de lúgubre claridad y realzando la triste hermosura de la prisionera, redoblaba el horror que la rodeaba.

Los bandidos, como hemos dicho, en sus camas, hablaban unos con otros, excepto el capitán y Usdróbal; mientras el bizco y el caritativo maestro, que apartado de todos había cesado en sus meditaciones, dormían profundamente en un ángulo de la cueva.

-Buena noche hace para la maga que vive ahí cerca -dijo el morisco-, que esta noche parece que se ha desencadenado el infierno.

-Ella será quizá la que habrá movido la tempestad -dijo otro-, que ya la he visto yo en noches como ésta volar de pino en pino sobre una nube de fuego dando unos alaridos que os confieso que me estremecía al oírlos.

-Una noche me la encontré yo -dijo un tercero-, y llevaba tantas luces detrás y delante de ella, que parecía un entierro. Por cierto, que mientras pasó, que no iba media vara de mí, me acordé de los rezos del señor Zacarías y me pesó de no haber aprendido algunos, por lo que no pudiendo hacer más me estuve santiguando hasta que la perdí de vista.

-Pues yo -dijo el segundo que había hablado- propuse en mi corazón dejar esta vida y hacerme fraile; pero luego pensé que para que me llevase el diablo al fin de mis días lo mismo era este oficio que otro cualquiera.

-A mí darme una figa con la maga -gritó el catalán-, voto va Deu, que es una dona que no fa mal.

-Tú como ya eres diablo -repuso el tercero- no tienes miedo de tus compañeros, que todos sois lobos de una camada.

-No habléis así -repuso el ladrón anciano, y cuya cara llena de cruces indicaba que había visto de cerca más de una vez las espadas del enemigo-, no habléis así con mofa a estas horas, ni repitáis tanto el nombre del diablo. ¡Jesús me valga! -añadió santiguándose-, porque os puede suceder lo que le sucedió a un caballero, de quien fue escudero mi padre muchos años, y que se burlaba de todo.

-Vaya, contadlo, señor Tinieblas, y así pasaremos el rato -dijo el morisco.

-¡Cuento, compañeros, cuento! Hagamos corro -dijo el segundo bandido. Y reuniéndose todos alrededor del viejo, le rogaron que les contase la historia de su caballero, y el veterano, viéndolos a todos atentos, empezó luego de esta manera:

-Érase que se era un señor de Castilla, que era dueño del castillo de Rocafría y de otros muchos castillos, lugares y tierras, y capitán de más de trescientas lanzas. Tenía este hombre muy mala vida, y no creía en Dios ni en el diablo, y juraba que desearía verse a solas con Lucifer... ¡Jesús me valga! -interrumpió con voz más fuerte el historiador, y todos se estremecieron.

En este tiempo el mastín se había levantado de donde estaba, y con más muestras de miedo que de arrogancia se acercó a la boca del subterráneo, y en dando dos o tres ladridos volvió atrás todo trémulo, rabo entre piernas, y despidiendo aullidos tan prolongados y lúgubres que podían cuando menos entristecer el ánimo más esforzado.

-Silencio, Sagaz -le gritó su amo-: ¿qué diablos tienes que estás temblando?

El perro calló a la voz del Velludo y se volvió a echar a sus pies todo azorado, como si viese delante de él sueños o sombras de aparecidos, que era lo que se creía entonces cuando los animales, sin motivo aparente, se agitaban y entristecían.

-Me parece que oigo un ruido como de muchas cadenas -dijo uno de los ladrones.

-Es el viento, que grita con la voz de cien condenados -replicó el morisco.

-Pues como iba diciendo -continuó el veterano-, tenía este caballero amores con una dama, y no la podía alcanzar porque era muy honesta y hermosa, que me parece que la estoy viendo. Sucedió, pues, que yendo días y viniendo días, el caballero se desesperó, salió al campo y compró una cuerda para ahorcarse muy retorcida, e iba maldiciendo el día en que nació y la hora en que vio a la dama, y maldijo luego su alma y llamó al demonio. ¡Jesús me valga! -interrumpió de nuevo, persignándose como tenía de costumbre.

-Y como digo -continuó- que iba desesperado, se levantó de repente una tempestad tan negra que no se veía a sí mismo, y el viento era tan recio que tuvo que echarse al suelo más de una vez para que no lo llevase como una paja; un relámpago...

En este momento la luz del que penetró en la cueva fue tan viva, que deslumbrándolos y asustándolos interrumpió el cuento tercera vez. El trueno que le siguió pareció retumbar encima de ellos con tan continuado y espantoso estrépito, que no creyeron menos sino que desgajado el cielo en mil rayos se había desplomado, hecho piezas, hasta el centro de los abismos. Quedaron todos asordados y aturdidos por largo rato; y hasta el capitán y Usdróbal agacharon la cabeza como amedrentados. La dama besó una reliquia que traía pendiente de un collar, toda sobrecogida y llena de devoción. Zacarías, que estaba como hemos dicho durmiendo, se levantó de repente despavorido, se hincó de rodillas, y empezó a pedir perdón de sus culpas como si hubiese llegado su última hora. El bizco en medio de su letargo, empezó a gritar que callaran, que no podía dormir con el estrépito que traían, y que el suelo se había hundido por donde él estaba. Por último, pasado el primer susto e informado Zacarías de lo que era:

-Mala hora -dijo- es ésta para cuentos, y mejor sería que cada uno, como mejor supiese, rezase y examinase su conciencia poniéndose a bien con Dios.

-Así es -añadió el veterano-; pero el suceso de este hombre puede servirnos de ejemplo, y no será malo concluirlo ya que he empezado a contarlo.

En esto el viento había redoblado su furia y azotaba con pavoroso bramido la entrada de la caverna; los relámpagos se sucedían sin interrupción y el trueno dilataba su voz, estallando de tiempo en tiempo, con estampidos más horrorosos. Sagaz corría a un lado y otro de la cueva lleno de espanto, desatentado, todo erizado y aullando.

-Siento otra vez el ruido de las cadenas -exclamó el mismo que había primero esta observación.

-¡Santa María me valga! -gritó el veterano sobresaltado-. ¡La maga está entre nosotros!

-¡La maga! -gritaron todos a un tiempo, y huyeron a refugiarse al fondo de la caverna. Un espantoso fantasma vestido todo de negro, con una antorcha en la mano, se apareció en este instante. Sus ojos lanzaban llamas, su semblante era lívido, y sus brazos largos, secos y descarnados, semejaban a los de un desollado cadáver, mostrando todos sus músculos y ligaduras. Brillaba en medio de los relámpagos como un espectro rodeado de luz y vestido del nebuloso ropaje de las tinieblas.

-¡De profundis exaudime! -gritó Zacarías tapándose los ojos y volviendo la cara a un lado.

-¡Bendita Virgen del Tremedal! ¡Miserere mei Domino! -exclamó Usdróbal, levantándose todo azorado.

-¡Virgen de Covadonga! -gritó el capitán andando hacia atrás dos o tres pasos, mientras su perro temblaba con la cola baja, fijos los ojos en la fantasma, y aullando muy tristemente-. Por Santiago, yo te conjuro.

La maga entretanto tendió su mano izquierda a Leonor, que, pálida como la muerte y temblando, se dejó coger su derecha sin tener ánimo para desasirse, y agitando la antorcha y haciéndole señas que la siguiera la sacó medio arrastrando de la caverna, sin que ninguno de los bandidos reuniera bastante espíritu para oponerse.



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