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ArribaAbajoDe repente, en el verano

Mario me alcanzó cuando salía del estadio.

-Te estuve haciendo señas. No me viste.

-Claro -lo miré sorprendido-. No podía verte entre tanta gente. ¿Cómo va todo?

Miré distraído alrededor. No me interesaba mucho la respuesta. Alguna gente abandonaba el estadio. Era demasiado tenis. El tercer partido llevaba dos horas y era imposible saber cuándo terminaría.

-Necesitaba hablar con vos. ¿Te acordás de Beatriz?

No me acordaba. Mario me recordó el personaje. Una linda muchacha que trabajaba en publicidad. Los había encontrado juntos en varios lugares. Pero a Mario se lo encontraba siempre con lindas mujeres en cualquier lugar de moda.

-Tengo un problema.

Guiñó un ojo. Había decidido que yo sería su cómplice. Se oían gritos de aprobación y aplausos. La gente desocupada de Punta del Este en el verano del 75 participaba de cualquier acontecimiento que distrajera de la rutina. Alguien había organizado un torneo de tenis. Seguramente un buen negocio. Mario trataba de saber si yo sería su cómplice. Generalmente sus problemas consistían en comprometer testigos falsos, para que su mujer pensara que era mentira lo que sin duda era verdad y le había contado alguna amiga indiscreta.

-Me voy mañana a Río con Beatriz.

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-Eso será solamente parte del problema -Mario era transparente.

-Necesito que me hagas un favor. -Estaba tenso. Parecía cosa de vida o muerte.- Mi mujer está en Buenos Aires. Tiene que atender su consultorio. -Recordé que era sicóloga. Empecé a preocuparme. Un rumor de voces creció como un huracán y arrasó las tribunas. Los que salían volvieron al estadio. Quería irme. El sol era insoportable y no había ninguna sombra para protegernos.

-Estoy con Claudia. ¿Te acordás de mi hija?

Me acordaba. Una flacucha fea y mal educada. Se entrometía en las conversaciones sin ninguna gracia.

-No puedo irme a Río y dejarla sola. No es que no pueda - se rectificó- no creo que deba. Es de mal gusto.

Mario no hacía cosas de mal gusto. Le pedí que cruzáramos la calle para refugiarnos bajo un árbol. No le importaba el sol ni el calor. Estaba en otro problema.

-Vos estás con tu mujer y tus chicos. Podés invitarla a la playa. Tal vez a comer, alguna noche.

Lo miré asombrado. Confusamente adiviné la propuesta. Me transfería la responsabilidad de la hija, durante la aventura en Río. Los únicos chicos que me gustan son los míos. Los ajenos me parecen insoportables.

-Juanito -el tono era lastimero-. En veinte años nunca me había dicho Juanito. Ni él ni nadie. Me hizo otro guiño. Esta vez con el ojo derecho. - No te va a costar nada. Cuando van a la playa la llevan. - A la noche... No dijo qué podíamos hacer con la nena malcriada por la noche, porque una pareja lo interrumpió.

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-Entendés, Juan. -Volvía a ser Juan. Lo de Juanito le debió parecer exagerado. Casi humillante. Vendría a casa a las ocho para que Claudia conociera a Julia. Me sentí derrotado. A mi aburrimiento en Punta del Este debía agregar la condición de niñero. Un aplauso ensordecedor indicó el final del partido. Eso pareció.

Eran más de las ocho cuando la empleada los hizo pasar. El tiempo había cumplido una juiciosa tarea. La niña era una belleza de largas piernas y melena lacia y negra. Me saludó con un beso. En la penumbra de la galería el brillo de los ojos fue un revoloteo de alas de mariposa. Enseguida llegó Julia.

-¿Esta maravilla es mi hija adoptiva? Qué orgullo. Hay que exhibirla a los amigos.

Se entendieron rápidamente. Una hora más tarde fuimos a un restaurante donde Mario había reservado mesa. Casualmente estaba Beatriz con una amiga. Les pidió que nos acompañaran.

-¿Negocios, sabés? Beatriz es la creativa de mi principal enemigo.

Admiré su astucia. Su enemigo terminaría pagando la semana en Río. Las mujeres miraron a Claudia. Un relámpago de estupor y fastidio. Para colmo era joven.

Me sorprendí ajeno a la conversación, observando a la muchacha. Escuché sus comentarios sobre el torneo de tenis. Una andanada apabullante de humor e ironía. Agudos comentarios sobre la gente no deportista y de pronto sorprendentemente aficionada al deporte. Mario y Julia le festejaban las ocurrencias. Beatriz y su amiga comían en silencio   —20→   y la observaban con una sonrisa helada. No podía reconocer a la muchachita que molestaba en las reuniones de los mayores.

-Juan, Juan.

Julia llamó mi atención, para decirme que Claudia hacía caza submarina.

-Ya tenés una ocupación para la mañana. Por favor Claudita -el tono era de humor y fingida humildad- el pobre madruga y se aburre durante la mañana. Eso lo pone de mal humor. Al medio día nadie puede soportarlo. Por favor, llevalo a hacer caza submarina.

Mario dijo que había sido siempre la pasión de su hija.

-Vale la pena, Juan. El fondo del mar es un espectáculo alucinante. -Calló pensativo-. Uno debiera dedicarse a bucear. Tal vez allí se encuentra el sentido de la vida.

-Claudia -continuó Julia en un tono ligeramente burlón- descubrile a estos viejos el sentido de la vida. Parece que asombraste a tu padre. Ahora, asombrá a Juan. -Se volvió a las mujeres ensayando un susurro confidencial -voy a poder dormir en paz toda la mañana.

Cuando al día siguiente llegué al edificio de departamentos Mario salía para el aeropuerto. Después de un confuso «gracias hermano» trepó a un taxi que lo esperaba. En ese momento desapareció de mi vida. Claudia traía unos tubos de aire y patas de rana. Se cubría, si así puede interpretarse, con una salida de playa blanca de toalla, ceñida a la cintura por un grueso cinturón del mismo material. Descalza. Me sonrió como una niña buena, que ofrece un ramito de violetas a la salida del cine, esperando que se apiaden   —21→   de ella. Sin embargo la impresión no era clara. Resultaba confusa. Una caja de metal con instrumentos de pesca estaba al lado de la puerta. La había bajado Mario.

La mañana era cálida y el cielo muy azul, con algunos chisporroteos dorados y rosados. No había una nube.

En mi auto marchamos hacia la punta, flanqueando el puerto de yates, inmóviles como en una postal. La salida de playa se había abierto y las largas piernas color caramelo agregaron una cualidad inquietante a la serenidad de la mañana.

Dejamos el auto al borde del acantilado y descendimos hasta una angosta playa de arena blanca, que rodeaba un golfo de aguas profundas. La playa se interrumpía a veces con el acantilado, que descendía hasta el fondo del mar.

Era un lugar solitario, íntimo, divorciado de la ciudad. No se escuchaba otro ruido que el de las olas golpeando los arrecifes, desparramándose sobre la angosta faja de arena que desaparecía bajo el agua.

Acomodamos los aparejos de pesca, los tubos de aire y las patas de rana, en profundas cuevas cavadas por las olas en el acantilado. Nadie podía imaginar en la ciudad, la existencia de este lugar extraño y fascinante.

Claudia se quitó la salida de playa. No pude contener una exclamación de asombro, que cualquiera podía atribuir a la belleza del lugar. En una pequeña bikini negra exhibía un cuerpo bello, armonioso, involuntariamente provocativo. Se movía con naturalidad, preocupada por organizar la sesión de caza submarina. Tengo la impresión de que en ese momento un esbozo de sonrisa pasó brevemente por sus labios. Se colocó las patas de rana, los tubos y el visor y   —22→   me indicó que hiciera lo mismo. Le obedecí sin saber muy bien lo que haría, una vez que tuviera puesto el equipo completo.

Claudia se introdujo en el mar y desapareció bajo la superficie. La playa descendía bruscamente hacia la profundidad de una hondonada natural, cavada por el mar a lo largo de un tiempo parecido a la eternidad.

Descubrí que no es fácil hacer caza submarina. Particularmente cuando se inicia la aventura abruptamente, sin preparación previa y se tienen cuarenta años. Resbalé al fondo de la hondonada. Me resultó imposible coordinar la respiración, con el dominio de los movimientos del cuerpo. Sentí que me ahogaba. No podía respirar. Los tubos me pesaban y las patas de rana en lugar de facilitarme los movimientos, me generaban una torpeza mayor.

En ese momento sentí que Claudia me quitaba de la boca el terminal de goma de los tubos de aire y me obligaba a aceptar entre los dientes, el terminal de su equipo. Me sostuvo con su cuerpo en un abrazo protector. Creo que mi miedo terminó cuando giró hasta ponerse frente a mí, y me indicó que alternáramos el uso de la boca de aire.

Sus pechos fumes y suaves resbalaban sobre mi cara, mientras nuestros cuerpos se entregaban a ridículas contorsiones con el objeto de dominar el movimiento de las olas y llegar a la playa. Este esfuerzo de supervivencia duró una eternidad. Como casi todas las cosas que tienen al mar como escenario y a la vez como protagonista.

Me derrumbé sobre la arena. Conservaba la sensación angustiosa de quien estuvo a punto de ahogarse. Claudia reía.

-Olvidé algunas instrucciones previas. No pensé que nunca hubieras usado tubos de oxígeno. Hay que abrir la válvula.

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Respondí que sólo había usado oxígeno en mis cinco últimos infartos, pero era la enfermera quien operaba los tubos. Rió, nuevamente. Yo también. Semi ahogado, me sentí feliz y libre.

Ordenó que intentáramos nuevamente la aventura. Esta vez sin tubos, solamente con el visor que se prolongaba en un aparato de goma y plástico que emergía del agua para respirar.

El fondo del mar se veía mágicamente repleto de vida. Peces, tortugas, caballos marinos. Nos rodeaba una actividad incesante en el silencio. Por el contrario, parecíamos inmersos en una misteriosa inmovilidad. Claudia me guiaba por los rincones de ese mundo sorprendente, como una experta que exhibía un territorio exclusivo, de belleza deslumbrante. Me rodeó los hombros con su brazo, orientándome en la semipenumbra, mientras descubría con señas y gestos la diversidad de moluscos, peces y plantas acuáticas confundidos en un espectáculo de gran belleza. Nuestros cuerpos se estrechaban involuntariamente. Un abrazo inocente forzado por su voluntad didáctica. Los rayos del sol quebraban el hermetismo de las sombras profundas, multiplicando los colores, fugaces y cambiantes, como en un caleidoscopio.

Los ojos de Claudia bajo el mar, expresaban una fiesta de alegría y excitación. Su piel se había convertido en una condición insustituible de ese viaje encantado al pasado, si es verdad que allí están nuestros orígenes.

Salimos del mar gateando, todavía abrazados. Con púdica delicadeza nos separamos lentamente. Nos acostamos en la arena caliente, sumándonos al silencio de ese refugio cavado por el tiempo. Cerré los ojos. El recuerdo del mundo que acababa de descubrir fue sustituido por las fragmentarias   —24→   y torturantes imágenes del cuerpo de Claudia, desplazándose en el agua a mi lado.

-¿Te gustó?

-Sí.

-¿Volveremos?

-Claro.

Me resulta imposible recordar cómo pasó el tiempo. En el puerto de pescadores comimos mejillones y tomamos vino blanco helado. Nos divertimos recordando historias del verano, en las cuales los protagonistas eran siempre los otros. Después buscamos a los chicos y la niñera y los llevamos a la playa.

Me sentí extrañamente desconcertado. Pensé si los confusos, tiernos y a veces violentos apretujones en el mar, habían tenido alguna cualidad diferente al azar, o al accidente originado por mi torpeza. Claudia miraba la gente y el mar. Los veleros quebraban la línea del horizonte.

Jugó con mis hijos pequeños, buscó berberechos entre los remolinos de arena producidos por las olas, cuando retrocedían, antes de lanzarse sobre la playa con renovada energía. Saludó alguna gente.

Yo había dejado de existir, si es que había existido alguna vez. Era una sospecha enredada en la fantasía de mi inconsciente. No me miró en ningún momento. Imaginar que pudiera ser diferente me pareció una pretensión ridícula. Extemporánea. Llegó Julia y desapareció completamente la magia. Las mujeres se sumergieron en una intensa, variada y convencional crónica del verano.

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Esa noche fuimos a una fiesta. Claudia nos acompañó y distribuyó generosamente encanto y sonrisas. Nos marchamos durante la breve y profunda oscuridad que precede al amanecer. A las ocho, después de algunas horas de vigilia impaciente, toqué el timbre del departamento, en el momento en que Claudia abrió la puerta. Me dio un rápido beso y se volvió hacia el interior.

-Ayudame a cargar los tubos. Yo llevo las patas de rana. Pensé que no vendrías. Nos acostamos muy tarde. Una fiesta estúpida. Bueno, casi todas lo son.

La salida de playa era color verde agua. Habló sin parar durante el viaje hasta la punta. Bajamos del auto y descendimos hasta la playa. Era domingo. El silencio parecía haberse acentuado, si es que corresponde esa absurda presunción relativa al silencio. Dejamos los tubos, las patas de rana y los visores. La bikini era color rosa viejo. Renuncié a mirarla.

Me senté en la breve playa con las piernas cruzadas, como un Buda. La posición del loto, dicen los yoguies. Se sentó a mi lado en silencio y puso su brazo sobre mis hombros. Suavemente jugueteó con mi pelo. Entonces me volví y comencé a besarla.

Desprendí el sostén mientras Claudia me desabrochaba la camisa. Desnudos, rodamos sobre la arena hacia la hondonada profunda del mar. Trepamos nuevamente a la angosta franja de arena. Nos amamos con furia. Con deleite. El largo y suave grito de placer de Claudia se incorporó al rumor de las olas. Una bandada de gaviotas estalló en un revoloteo de plumas sobre el mar inmenso, terrible, mágico, profundo, misterioso como la aventura de los sentidos. Quedamos abrazados, silenciosos, temblando. Me pareció   —26→   descubrir en sus ojos una dulce y rara ternura desconocida. Me sentí absolutamente feliz. En un segundo entendí que la vida sin ella carecería de sentido.

Durante seis días repetimos la comedia apasionante de la caza submarina. Claudia se incorporó plenamente a nuestra vida familiar y cotidiana, desempeñando roles diferentes pero necesariamente complementarios. Fue una niña tierna, verdaderamente dependiente, solitaria, inteligente y bella admirada por todos. También fue la mujer apasionada. Una tormenta en la arena y en la cama de su dormitorio.

Ejercicios complicados y excitantes de amor bajo el agua en la pequeña bahía de la punta, rodeados de peces de colores diferentes y cambiantes. Imágenes fantásticas de seres desconocidos, entre el brillo de las plantas acuáticas que relumbraban en la profundidad como oro viejo.

Nos hicimos el amor en el mar, en la playa, en su departamento, en el auto. Fuimos a playas distantes para gozar en otros escenarios. Para recordar y saborear recuerdos que serían eternos, totales, sin tiempo.

Supe que Mario había vuelto de su viaje a Río, cuando el viernes, a las ocho de la mañana, llegué al departamento y el encargado me dijo que el día anterior habían viajado a Buenos Aires, en un avión particular. «Sí, el señor y la niña. No dejaron ningún mensaje».

Permanecí inmóvil en mi auto sin saber qué hacer. De repente el verano se había vaciado, como si fuera posible la existencia de una obra de teatro sin personajes y sin argumento. Ella no estaba. Me convertí en una expectativa frustrada en un horizonte sin vida.

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Volvimos a Buenos Aires. Marzo había llegado con su frío temprano y la aridez de una rutina inevitable. La llamé por teléfono muchas veces. Nunca estaba. Acababa de salir o estaba en la facultad. Sí, tal vez a la noche podía encontrarla.

La voz de la empleada de la casa sonaba igual que las respuestas impersonales, y sin emoción, de una eficiente operadora de la compañía de teléfonos.

Cuatro días más tarde Claudia atendió el teléfono.

-Te llamé varias veces -dije.

-Sí. Imaginé que eras vos porque no dejaste ningún recado.

-Te extraño mucho.

Mi voz parecía el lamento estrangulado de un condenado sin esperanza. No hubo respuesta.

-¿Me escuchás?

Continuó un largo silencio. Pensé que la comunicación se había interrumpido. Tenía proyectos que me acosaban impacientes y resumían una nueva alternativa para mi vida. Escuché su voz.

-Juan... El verano ha terminado. ¿Entendés? Eso fue todo.

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La lección
de música

La lección de música



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ArribaAbajoAngélica es un ángel

Ignacio Aguirre recibió el título de abogado en el mes de mayo. Antes que pudiera festejar el acontecimiento, durante el mes de junio, su padre lo llevó al estudio jurídico del doctor Ludovico, su amigo y socio, en la construcción de casas baratas.

El señor Aguirre y el doctor Ludovico eran correligionarios.

La actividad del estudio no se limitaba al ejercicio de la abogacía. Con lúcida eficiencia y acierto político, además de buenos resultados, el estudio manejaba los problemas de los muchachos del comité. Robos, accidentes, homicidios, demandas por cobro de pesos y tramitación de pensiones a la vejez. Actividades que requerían contactos e influencia y se confundían con especulaciones aritméticas proyectadas hacia la próxima elección.

El doctor Ludovico y el padre de Ignacio habían logrado ejercer una particular gravitación en la zona.

Ignacio por su parte estaba convencido de que a partir de su egreso de la facultad, le cabía una misión particular, engendrada en el silencio y la soledad de sus estudios.

Pretendía iniciar un análisis inteligente y profundo de la Constitución, con el objeto de cambiar los parámetros sobre los cuales se había desarrollado su articulado original, vigente todavía, para incorporarle una condición social   —30→   hasta ahora ajena a los principios sectarios y exclusivos, que inspiraron a la vieja clase dirigente del país.

-Cambiar para progresar -decía- para hacer un país eficiente, moderno y con beneficios para toda la comunidad.

El señor Aguirre interrumpió el discurso del abogado recién recibido, cuando advirtió que los ojos del doctor Ludovico se empañaban con una mezcla de aburrimiento y fastidio, que podía amenazar la eventual ubicación del muchacho en el estudio «Ludovico Pracaris y Asociados».

Aspiraba a que su hijo fuera incluido en el segundo término: asociado. Para lo cual debía desarrollar servicios, en beneficio de la comunidad política, olvidando esa estupidez de la Constitución y del nuevo mundo, porque los correligionarios requerían su apoyo y solidaridad ahora, no después que a este mocoso de mierda se le ocurriera la fatigosa e inútil tarea de cambiar el mundo.

El primero y único término verdadero, en la composición formal de la sociedad jurídica, el doctor Ludovico Pracaris, volvió del más allá, extraña región a la que lo conducían sus meditaciones transcendentales sobre el destino de la patria, e irrumpió en el embarazoso silencio impuesto por su amigo Aguirre. Dijo:

-Mirá pibe, hay un problema concreto. Será tu primer trabajo para el estudio. ¿Oíste hablar del asunto de Angélica Maldonado, la chica acusada de matar una vieja en Pompeya?

-Sí, escuché. Leí en el periódico que la mató en complicidad con un desconocido.

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-Bueno. Nosotros pensamos que son todas mentiras. Calumnias de los mitristas, diría mi finado abuelo. Lo que ocurre es que esa chica es hija del Chino Maldonado, jefe del sindicato de camioneros de larga distancia y con influencia en la coordinadora de transportes de la capital. Un peso pesado. Es nuestro amigo.

Escrutó en silencio la cara de Ignacio. No encontró ningún rastro que pudiera señalar alguna luz de comprensión o de alerta. Continuó.

-Quieren comprometer a la chica, para sacarlo de circulación al Chino. Como te imaginarás, no es buena recomendación tener una hija homicida. Sobre todo si la víctima es una buena viejecita de ochenta pirulos, a la que el barrio decía respetar porque cada uno quería adivinar dónde escondía la plata. Así presentaron el caso los periodistas, que como vos sabés, son todos unos degenerados que buscan sensacionalismo y nada más. La chica es inocente. Te lo digo yo. Esa es tu misión en este estudio. Demostrar que es inocente, lo cual te resultará relativamente fácil si sos ingenioso.

Terminó el discurso.

Venticuatro horas más tarde, después de leer los antecedentes del caso, Ignacio descubrió que no bastaba el ingenio. El mismo Mandrake retrocedería temeroso ante la necesidad de demostrar que la chica era inocente.

El lunes siguiente, después de inútiles y angustiosas reflexiones, resolvió alternativamente rechazar la responsabilidad   —32→   e inmediatamente después asumirla. Recordó la vidriosa mirada del doctor Ludovico, se levantó temprano y marchó al Buen Pastor.

Sentía una nauseabunda presión en el estómago y desagradables golpes de acidez le inundaban la boca, anticipo invariable de un inevitable fracaso. La misma sensación irrumpía durante los exámenes, cuando no preparaba suficientemente las materias.

En este caso era al revés. Había leído todo el expediente judicial. Sabía del crimen más que la víctima y los victimarios, de manera que no tenía ninguna posibilidad de equivocarse. Sencillamente, fracasaría.

La humedad chorreaba por las paredes de la sala de abogados del viejo edificio del Buen Pastor, lo cual agregaba otra condición de incomodidad y fastidio a la espera.

Una jovencita de unos dieciséis años entró acompañada por una monja. Ignacio pensó que le traían un personaje equivocado. La monja se apresuró a confirmarle que esa niñita de ojos celestes, pelo rubio y figura de adolescente, era la que había descargado el martillo sobre la cabeza de la octogenaria.

La monja montó guardia al otro lado de la puerta. Ignacio quedó a solas con la muchacha, que con voz suave y sugestiva relató su historia.

Había obtenido el trabajo de dama de compañía sin ninguna recomendación. Leyó un aviso en el que ofrecían el trabajo. Su tarea consistía en acompañar y atender a una   —33→   anciana sola. Le gustaba ayudar a los viejos, pensaba que era parte del deber de los jóvenes, que se proponen devolver a los mayores lo que recibieron en su vida. De esa manera fortuita llegó Angélica a la vida de doña Inés Barrientos, y posteriormente a su muerte, circunstancia que no estaba prevista en las expectativas laborales.

Llegó a amar a la viejecita. En poco tiempo intercambiaron confidencias. La anciana hablaba del pasado mientras la muchacha anticipaba sus proyectos sobre el futuro. Doña Inés expresó un afecto comprensivo y solidario con las inquietudes y esperanzas de la adolescente, que pasaba más de diez horas a su lado, preparaba la comida y cepillaba sus dientes. A veces le higienizaba el trasero, porque la anciana se movía poco, y con dificultad para afrontar sus necesidades elementales.

Angélica lavaba a mano alguna que otra ropita interior, que podía destruirse en el lavarropas. Nada pesado. Tal vez no se trataba de una actividad placentera, para quien desconociera el deber hacia el prójimo. Pero ese no era su caso. Una vez, seguramente como expresión de alguna misteriosa excentricidad senil, le pidió que extendiera las manos con las palmas hacia arriba, solicitud a la que accedió. Fue sorprendida por un acto inesperado. La viejecita descargó sobre sus manos una rama de fresno, dura y a la vez elástica. Dijo que ese gesto tenía un carácter casi sacramental, porque le recordaba su infancia y la buena educación que le dieron sus padres. Un reconocimiento póstumo. A ellos se debía el aprendizaje que la condujo a valerse   —34→   por sí misma, durante tanto tiempo. Ahora tenía una dama de compañía, es cierto, aunque no era precisamente una dama de compañía. Sólo una niña. Una presencia viva y cálida, que le permitía transferir los conocimientos adquiridos mediante la aplicación ocasional de la varita de fresno. La misma que utilizara su padre y, según dijeron tiempo atrás algunos parientes, desaparecidos como consecuencia de una inexorable fatalidad biológica, la misma vara que había utilizado el abuelo con su padre.

El hecho de que Angélica se hubiera incorporado a esa rutina, formativa y excitante, porque el episodio se repitió, aunque no con frecuencia, implicaba una prolongación generosa de la tradición docente de la familia, integrada por gente sólida y responsable, e impulsada por una vocación mesiánica, a velar por los otros.

El extraño y doloroso voluntarismo docente de la anciana, no alteró el afecto de Angélica hacia ese ser simple, bondadoso y desvalido. Al contrario, despertó su admiración.

Con una sonrisa colmada de ternura, la muchacha explicó que decidió enajenar horas de descanso, disimulando compensaciones tardías y generalmente incompletas. Entendió, como una expresión de confianza y necesaria interdependencia, los excesos de una anciana cargada de temores y falencias. De manera que terminó asociando su vida a la casa de la calle Perú, que empezó a considerar como un segundo hogar.

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La prolongada exposición fue un murmullo, que invadió de calidez la sucia humedad de la sala de abogados. Angélica era un ángel.

Ignacio advirtió que el destino, siempre imprevisible, lo enfrentaba a ese caso extraordinario. Vio con claridad la compleja trama en que se enredaba lo fortuito, lo imaginado y lo supuesto. Una suma de obvias injusticias.

La ineficiente frialdad policial y la neurótica agresión de una comunidad desprevenida, manipulada por el periodismo, se habían asociado contra una muchacha sencilla, de buena educación y finos sentimientos, incapaz, no solamente de descargar un martillo sobre la cabeza de nadie, sino de empuñar ese martillo, por desconocer, básicamente, su específica funcionalidad y el equilibrio de peso y volumen, entre el mango y la cabeza.

Una verdadera ecuación esotérica y sumamente complicada, más allá de la obtusa intención de los acusadores, la arrastraron como un vendaval hasta las celdas del Buen Pastor y la hermética frialdad de las monjitas.

Ignacio supo que ése era su caso. Fue consciente de la sagacidad y capacidad de penetración sociológica del doctor Ludovico, por elegirlo para la tarea. No era una carga. Era una misión para la cual estaba dotado intelectual y espiritualmente. Las reformas éticas y funcionales que imaginó alguna vez, para las instituciones de toda la comunidad, se expresaban en el hecho unitario, pero universal, que protagonizaba   —36→   Angélica, víctima de la podredumbre oportunista de policías ineptos, jueces abúlicos y periodistas irresponsables.

Había llegado la hora del éxito y de la fortuna. La notable presencia de la ocasión, única y veleidosa, a la que no dejaría escapar por negligencia ni cobardía.

Más allá de las consideraciones que apuntaban al éxito profesional, estaba la decisión de reparar una injusticia. Porque Angélica era sin duda, víctima de la pereza mental de los policías, que preferían una alternativa fácil en lugar de una alternativa verdadera.

El oficial de guardia le dio la información sobre el crimen.

-¿Usted investigó el asunto?

-No. El sargento García hizo la investigación.

El sargento era un gordo escéptico, de buen humor.

-No se gaste tordo. La guachita lo mató. No encontramos las joyas ni los veinte mil dólares que guardaba la vieja. Se los llevó la guachita con cara de ángel.

El comentario desagradable del sargento lo convenció de que su intuición era correcta. Se había impuesto la línea del menor esfuerzo. Hubo que encontrar rápidamente algún culpable, aunque no lo fuera, para que asumiera la responsabilidad.

-Le digo que se equivoca, tordo. El martillo tenía las huellas digitales.

El sargento quería ayudar. Le gustaba ese joven abogado que pretendía reparar injusticias.

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Ignacio argumentó:

-Tomó el martillo en un gesto espontáneo. Quizá irracional. La señora estaba tirada en el piso con el martillo encima. ¿Cómo no tomarlo? Es un acto reflejo. Incontrolable.

-Puede ser. También lo contrario -insistía el sargento.- Tuvo tiempo.

-No, sargento. No tuvo tiempo. Los vecinos dicen que entró y en menos de un minuto volvió a salir pidiendo auxilio. No tuvo tiempo de matarla, robar las joyas y el dinero, esconder todo en algún lugar inaccesible hasta ahora y salir a la calle pidiendo auxilio. ¿Un minuto? Vamos... sargento. El sargento se limpiaba las uñas con un cortaplumas. Lo miró por encima de sus manos unidas, como para disparar el cortaplumas o rezar una oración.

-¿Qué le hace pensar que fue todo en el mismo momento? Ella era la única que tenía acceso a la casa. La última en salir y la primera en llegar. Robó las joyas y el dinero el día anterior. Tal vez muchos días antes. Después, el último día, fue todo teatro.

Ignacio lo miró con desprecio. El razonamiento era primitivo. Elemental. Demasiado simple para ser cierto. Lo tenía agarrado.

-Y entonces, ¿por qué la mató?

No hubo respuesta. Ignacio visitó a Angélica dos veces por semana, en los meses siguientes.

Ella dijo: cuando el día del crimen entré a la casa de la calle Perú, vi a doña Inés tirada en el suelo en medio de un   —38→   charco de sangre. El martillo estaba sobre el pecho. Alguien había entrado trepando la pared del fondo que da a un baldío, porque la cerradura no había sido violada. Yo era amiga de la señora. Era su confidente. Me prometió que alguna vez me haría muchos regalos, porque yo era buena y disimulaba sus malos humores. Nunca más usó la vara de fresno, destinada a poner orden y obediencia. No había ningún desorden y yo era obediente. Bueno, nunca más no, la usó algunas veces.

Se le inundaron los ojos de lágrimas.

-Pobrecita -continuó- creía que me estaba haciendo un bien. -Se llevó a los ojos el pañuelo que le extendió Ignacio-. Por eso nunca se lo reproché.

-Hablan de un chico...

-No sé quién inventó esa versión. Entré sola. No había pasado un minuto cuando volví a salir y pedí auxilio. Nadie me acompañaba. Era muy temprano y la calle estaba vacía. Podía haberme ido, sin que nadie me viera. Pero hice lo correcto. Me di cuenta que podía estar muerta. Pedí auxilio. Tal vez no estaba muerta y era posible salvarla.

Ignacio le rodeó los hombros con su brazo. Intentaba consolarla. La monja se asomó y le echó una mirada de reprobación.

La acusación y la defensa eran igualmente cerradas, herméticas y sin fisuras. El juez estaba por dictar sentencia, de manera que había que apurarse.

Ignacio tenía que encontrar un nuevo argumento. Algún   —39→   dato que probara la hipótesis del intruso que pudo entrar saltando la medianera. Además, no podía no haber rastros. Había rastros. Nadie se introduce en una casa para robar, calzado con zapatos y botas. Lo lógico era que hubiera usado zapatillas y éstas dejan huellas. Tal vez rastros de tierra en el patio interior, en el lugar en que Angélica encontró a la anciana.

-Fue baldeado después que se llevaron el cadáver -dijo el sargento.

-La policía científica -ironizó Ignacio ante el juez- borró las huellas del asesino.

El almacenero de la esquina recordó que había visto un tipo desconocido, rondando el barrio.

-Ahora que me lo pregunta, le digo que me acuerdo bien. Se lo dije a la policía, pero los tiras no me dieron pelota. Desde el principio dijeron que había sido la chica. ¿Cómo está la chica? ¿En el Buen Pastor, no? Pobre, se va a comer un montón de años. Un desperdicio, porque si no recuerdo mal, estaba bastante buena.

También Ignacio se había dado cuenta de que estaba bastante buena, como había comentado con vulgaridad el almacenero. Sabía que ese hecho no tenía que ver con la intensidad de su trabajo. Tampoco con su convicción de que era inocente. El vecino aceptó, a regañadientes, acompañarlo a conversar con el juez.

-¿No me voy a meter en líos, no?

-No amigo, se trata de una buena acción. Solamente decir la verdad. ¿Recuerda cómo era el tipo?

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-Sí. La mañana del crimen también lo vi. Rengueaba un poco. Por eso me llamó la atención. Traté de pasar el cordón policial para decirle a un oficial que ese tipo parecía sospechoso. Me sacaron a empujones. Dijeron que no molestara. Al día siguiente hablé con el oficial que vino a inspeccionar la casa. Me miró con bronca. Le traía un problema.

-Vamos a decírselo al juez. Ese sospechoso le cambia el caso a la policía. Y a mí... También al juez.

No encontraron el desconocido que rengueaba, pero Angélica salió en libertad amparada por el beneficio de la duda. En el estudio festejaron el éxito de Ignacio, que se incorporó definitivamente al segundo término de la fórmula, como asociado.

Se veían todos los días con Angélica. El agradecimiento amistoso fue convirtiéndose en un sentimiento profundo que terminó, por suerte para ambos, en la cama del departamento del joven abogado. Fue la consecuencia de una invitación espontánea respondida con igual espontaneidad. Todo anduvo bien. La dulce Angélica, entre besos y caricias, le confesó que muchas veces, en la soledad del calabozo, vivió la fantasía de amarlo, imaginando locas alternativas eróticas.

Se sentía feliz y agradecida. Por eso al día siguiente, durante la noche, para no llamar la atención de su familia, trepó a una silla de la cocina y buscó sobre el aparador una vieja lata oxidada de café. La abrió con alguna dificultad.   —41→   Después apartó el paquete de las joyas. Separó cinco billetes de cien dólares, del fajo de veinte mil.

Quería hacerle un regalo a su salvador. Se lo merecía, por haber confiado en ella.

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El laberinto

El laberinto