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ArribaAbajoMesalina

-Debe saberlo, doctor. No es que quiera juzgar a la Mirtha, pero las cosas son cada día más complicadas. No puedo decir que sea buena o mala. Son cosas de la sangre. La madre fue igual, hasta el día en que murió. Enloqueció al marido. El pobre viejo vivía temblando. Se asustaba hasta de su sombra, cuando volvía a la casa. Se dio a la bebida para tener valor. Cuando abría la puerta del rancho no sabía quién iba a salir de adentro. La vieja dormía con cualquiera. Dormía es una forma decente de decirlo. Me confesó que le ardía la sangre. Igual que a la Mirtha.

-Que Euclides se aguante -decía- yo no quería casarme y él me hizo un hijo. Después cuatro.

Miraba la laguna como leyendo los recuerdos sobre el agua. Después continuó:

-La Mirtha fue la menor, y dicen que la más brava. Igualito que la vieja. Yo tengo miedo por mi hermano. Antonio mira hacia la puerta, al final de la galería, porque la mujer llegará con el tereré. El sol se esconde en el horizonte en una fiesta de rojos y violetas, que se reflejan en el lago. Es la hora del retorno de los pescadores. El ruido de los motores de las lanchas repiquetea como una melodía machacona y monódica, agregando una cuota de pesar y desesperanza al relato, que ni siquiera esconde una propuesta. Sólo expresa una mezcla de fastidio y temor.

El doctor Aníbal, silencioso interlocutor de la confesión de Antonio, ha transcurrido su vida profesional escuchando   —44→   historias parecidas. Ahora los fantasmas de tantos recuerdos se introducen en la bella casa sobre el lago, donde viene a olvidar su condición de abogado. Sin embargo no puede desembarazarse del problema.

La Mirtha es su casera desde que construyó la casa. Han pasado diez años y la mujer cumple su tarea con responsabilidad y dedicación campesina. Demetrio, el marido, es un buen hombre. En general todos los maridos son más o menos buenos hombres, cuando quieren preservar su hogar. Sólo que en este caso el hogar es transitado por personajes extraños. Demetrio lo sabe. No quiere reaccionar, ni se le ocurre cómo hacerlo. No es un cobarde. Parecería que sufre y entiende. Quiere a su mujer. En los últimos tiempos se ayuda con la bebida. Se emborracha y recorre los alrededores de la casa como sonámbulo. Se esconde detrás de los árboles para darle tiempo al sombrero1 de turno a terminar lo que ha empezado, porque no quiere recibir una puñalada o un tiro.

Los del pueblo no se burlan de la situación. Tampoco se compadecen. No les interesa. No se debe decir tonterías sobre cuestiones de la sangre, que de una u otra manera a todo el mundo apremian, con más o menos impaciencia.

El doctor Aníbal ha escuchado demasiados relatos relativos a las circunstancias críticas de la condición humana. Se siente atrapado. Es fácil dar respuesta a los problemas de la gente de paso, a quienes apenas se les ha visto la cara en dos o tres entrevistas en la cárcel. Sabe que Antonio tiene razón. La cárcel está llena de sombreros. Matan a los maridos.

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Al principio este hecho lo dejó perplejo. Debía ser al revés, pero no era así. Hasta que comprendió que la propia vida es para el sombrero más importante que el placer transitorio. La mujer es solamente un objeto que se usa y aun se comparte. Pero el loco del marido puede empedarse, arreglarse con algunos socios y clavarlo cuando vuelve a la casa, por haber usado cama y mujer ajena.

Por eso Antonio tiene miedo. No se preocupa por la improbable reacción de su hermano. Tampoco tiene opinión sobre el adulterio. Las cosas de la sangre no pueden juzgarse, ni tampoco aceptan calificativos. Todas valen, porque son parte de la vida.

Por eso, cuando le cuenta el asunto al doctor Aníbal, no dice que la mujer es una puta, porque no piensa que lo sea. Al contrario -dice- es una buena mujer que no puede luchar contra sus ganas.

-Le cuento esto doctor, porque es la mujer de mi hermano y no quiero que lo maten.

El doctor Aníbal piensa en ese pueblo chico recostado sobre el lago. Hay solamente dos autos y chocaron la semana anterior. Dicen que desde el cerro vecino al puerto de pescadores, el general, cuando era coronel, destruyó una cañonera de los liberales durante la guerra civil del 47.

Esta guerra de la sangre es más complicada que el manejo de la artillería.

La mujer, gorda y de vivaces ojos azules, trae la jarra del tereré. Antonio guarda silencio mientras el doctor sorbe   —46→   lentamente por la bombilla de plata, decorada con la estrella solitaria del partido. Antonio piensa que las mujeres de ojos azules no son confiables. No se puede creer en las gringas.

Dos pescadores trepan por la franja de arena que se inicia en el lago y termina al pie de la galería. Ofrecen con un gesto mudo el resultado de la faena. Aníbal le indica a Mirtha que compre lo que necesita para la cena. La mujer en un gesto innecesario se recoge la pollera y con un movimiento ágil, que parece contradecir su figura, desciende los escalones y entierra los pies descalzos en la arena.

Los pescadores dejan la carga en el suelo y la desparraman para que pueda elegir mejor. Hablan sin parar y se ríen. La operación se convierte en una breve fiesta privada cargada de erotismo. Aníbal y Antonio no pueden escuchar el diálogo, rápido y confuso, que tiene lugar al pie de la escalera, sobre la playa gris con reflejos dorados. El sol se hunde en el horizonte desdibujando la línea de la costa.

La mujer trepa por la escalera y desaparece al final de la galería en dirección a la cocina. Los pescadores levantan la mano hacia el doctor Aníbal en un saludo de despedida.

-Gracias, patrón.

-¿Ve, mi doctor? -dice Antonio-. Ella no puede con su manera de ser. Tiene que seducir a todos. Es su naturaleza.

Después llega Demetrio. Hace un largo relato sobre las dificultades que tuvo para pintar la casa, arreglar la bomba de agua y clavar los postes del embarcadero que están construyendo sobre el lago. Todo parece muy difícil. Tal vez es   —47→   difícil. El doctor Aníbal imagina que el problema personal del casero, aparentemente insoluble, se expresa en la rutina cotidiana. Nada puede advertir en el rostro impasible del mestizo. Una madera tallada a hachazos.

-Es una gorda de mierda -piensa el patrón.

Cuando Demetrio se va, Antonio le pide que hable con la mujer.

No sabe qué decirle. Intenta hacerla reflexionar sobre el hogar, la familia y lo que murmuran los vecinos. Ella le dice con firmeza sin emoción que quiere divorciarse.

La decisión complica las cosas. No complica los problemas personales de Mirtha y Demetrio, que de esa manera pueden terminar, sino los problemas que se le presentarán al doctor Aníbal. La infidelidad de la mujer rebota en el orden de la casa. Los dos son útiles. Cada uno en su rol. La separación amenaza la cómoda rutina que funcionó durante diez años.

El doctor se sorprende. Piensa que Demetrio no objeta su condición de cornudo, es la mujer quien no puede soportarlo. El hombre solamente se emborracha para darse valor. Tiene miedo de volver a la casa, porque un sombrero puede estar esperando detrás de la puerta.

El doctor Aníbal reflexiona sobre esa manía de matar a los maridos. Parece una manera de adelantarse a sucesos fatales e inevitables. No se pelea por la mujer. Es casada y un poco pasada, porque ha llegado a los treinta. Se trata de cuidar la propia vida. Si el marido se emborracha y junta   —48→   unos socios, mata al sombrero cualquier noche en una calle oscura. Todas las noches parecen túneles sin salida en el pueblito estirado sobre el lago.

El doctor Aníbal debe volver a Asunción, y la opinión sobre el divorcio queda en suspenso hasta el próximo viaje.

-Tengo miedo por mi hermano -le recuerda Antonio. El pobre Demetrio ya no es una persona.

Durante las semanas siguientes Mirtha acentúa su desparpajo y retiene al sombrero de turno hasta la madrugada, para provocar a Demetrio. Lo agrede con su desprecio. El hombre amanece dormido en el patio, sentado contra un árbol o en la playa fría y desolada, en el gris sucio del amanecer.

El viernes Demetrio se queda en el almacén hasta las cuatro de la madrugada. Ha tomado una botella de caña. Sale cuando el patrón cierra el negocio. Marcha tambaleándose, apoyado en el hombro de un vecino, que desde la esquina se queda mirando su marcha vacilante, mientras se hunde solitario en la oscuridad.

Demetrio decide entrar a su casa de cualquier manera. Arrastra los pies sobre la tierra del patio y llega a la puerta. Trata de abrir pero está trancada por dentro. La rabia y una profunda tristeza le hacen golpear con furia, con asco, con desesperación. La puerta se abre y la figura de un hombre se recorta contra la media luz del cuarto. Demetrio alcanza a reconocerlo.

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En ese momento Antonio le dispara en la cara con su revólver. El estampido recorre la playa y se escurre como un escalofrío sobre la superficie inmóvil del lago.

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En la lucha

En la lucha



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ArribaAbajo«Las cosas no terminan así»

«Esta gringa me tiene podrido». La cara morena, se le amorataba de rabia. Después de una larga carrera de Don Juan exitoso la tipa vino a complicarle la vida. El jefe intentó prevenirlo, pero no quiso creerle. Siempre había salido bien de los compromisos. El problema era que esto ni siquiera parecía un compromiso. Era peor, pero no podía definirlo.

El jefe le dijo: «Eligio, esa rubia le va a dar problemas. Tiene ojos de loca». Eligio se rió, porque los ojos de Eileen, eran azules como los del jefe. Eso fue al principio. Después el jefe no habló más del tema.

Como siempre, los problemas vienen del silencio. Cuando ya no se puede hablar o cuando uno está dispuesto a hablar y antes de empezar sabe que será inútil. Hablar entonces no es conversar. Tampoco discutir. Apenas una forma de odiarse. Porque la gente no quiere admitir que las cosas terminan. La gente. En realidad, a Eligio no le importaba la gente. Sólo las mujeres.

La gringa vino a complicarle la vida. Al principio fue una condecoración que lució con orgullo. A los cuarenta años recién cumplidos, coronel de aviación, rico y con la confianza del jefe, tenía el mundo en las manos. También era guapo y macho. Así decían las mujeres. Las que se habían acostado con él y las otras, que de alguna manera pensaban hacerlo o fantaseaban con la idea.

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Terminó de afeitarse. Se miró en el espejo del baño y aprobó el resultado. Eileen lo observaba desde la cama. Ajena a las reflexiones de Eligio, adivinaba que todo se moría.

Era una hermosa mujer. Apenas había superado la barrera de los treinta. ¿Por qué una barrera? Porque a los treinta las mujeres cambian. Como después de los cuarenta. Sobre el mundo y la vida de las mujeres después de los cincuenta Eligio no sabía nada. Nunca había accedido a esa nebulosa impenetrable. Las mujeres a los cincuenta llevan mucha carga de tristeza, dolor, soledad y obligaciones. Eligio pensaba que habían pasado la etapa de considerarse mujeres. Por lo menos, él no las miraba como tales. Las mujeres eran otra cosa. En todo caso, debían ser otra cosa. Objetos para el placer, para el orgullo, para la afirmación de poder. Para el sexo.

La gringa había sido un triunfo. Se la presentaron en la embajada. Estaba de paso. Sólo una turista. Después decidió quedarse. Llevaban ocho meses juntos. ¿Ocho meses? No, mucho más. Parecía toda una vida. Le había destruido la existencia. Ella no lo criticaba. Opinaba sobre todo y sobre todos. Machistas, decía. ¿Y qué? Le replicaba Eligio, los de tu país deben ser putos. Apelaba a la brutalidad para salir del paso. Para salvarse y no zozobrar, porque se ahogaba. La mujer quería hacerlo pensar y a él no le importaba pensar. Solamente hacer el amor. Como al principio.

Fue una linda locura. La noche de la fiesta la invitó a volar a la estancia. Una aventura para la gringa sentirse en   —53→   la negra oscuridad del cielo del Chaco, mientras la pequeña luz verde de la cabina le permitía, apenas, descifrar el perfil de Eligio. Un mestizo hermoso. Un centauro audaz y provocativo que penetró con su mirada, hasta el punto más vergonzoso e inconfesable de su sensibilidad. La desvistió lentamente, con los ojos negros y terribles, entre más de doscientas personas, el ruido, los olores y el calor. Eileen descubrió que el calor excitaba los sentidos en lugar de embotarlos. No podía ser de otra manera, porque el resultado fue ese vuelo a mil metros de altura en una frágil avioneta, tomada de la mano del hombre que acababa de conocer. Una locura. Suavemente le acarició la mano. Se multiplicaban los minutos y el deseo.

Si hubiera podido, le hubiera hecho el amor en la cabina de la avioneta, mientras volaban rodeados de una oscuridad impenetrable. No hablaron. El ruido monótono del motor parecía el ronroneo indefinido de un gato, con expectativas inescrutables. Eileen inventó la sorprendente figura, porque desde niña le gustaba identificarse con los gatos. El ronroneo tenía una cualidad erótica.

Eligio no hablaba. Concentraba la vista en misteriosas imágenes invisibles, cuya aparición debía ser consecuencia del cumplimiento de las órdenes que había impartido por radio.

Algunas luces, como perlas incandescentes, brillaron sobre el horizonte. Una sonrisa distendió la cara de Eligio. Llegamos, dijo. Se volvió apenas y la miró. Todavía no podía creer que la gringa le hubiera hecho caso. Le propuso el   —54→   viaje a la estancia como si le propusiera un viaje a la luna. Una fantasía de fin de fiesta. Pero la gringa aceptó y por primera vez Eligio pensó que se había enredado con una mujer diferente.

Tres semanas más tarde descubrió, sorprendido, que esa mujer podía lograr cualquier cosa. No porque fuera una gran amante, aunque lo era. Tampoco porque fuera inteligente. Sabía enfrentarse a esa condición. Su extraña energía provenía de una cualidad indefinible, difícil de expresar y casi insoportable.

Un sometimiento primitivo, antiguo y poderoso, le recorría la mente, la columna vertebral y le producía una inquietante laxitud en los brazos y las piernas. Como si fuera un niño, manejado con cariño y a la vez con firmeza por una mujer desconcertantemente irreal. Madre, niñera, gobernanta, amante, hija.

«Gringa de mierda -dijo Eligio- me quiere dominar».

Cuando llegó a esa conclusión Eileen ya lo dominaba. Las primeras semanas fueron de pasión. Eligio la llevaba a la cama y Eileen fingía escapar. Eligio la perseguía, supuestamente enloquecido por el deseo. La diversión, excitante, implicaba un rito erótico terrible y deseable, por innecesario. El juego terminaba con una posesión violenta, angustiosa, desesperante, en cualquier habitación de la casa, en la cocina o en el sótano.

Eileen imponía las condiciones. Eligio las aceptaba desconcertado y las vivía con una extraña inquietud. Se sentía incapaz de rechazar el juego.

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Advirtió que no podía manejar la relación. La gringa gritaba, lloraba, gozaba y gemía. Ni siquiera se divertía. Eileen se quedó en la estancia. Eligio viajaba a la capital por su trabajo y porque quería alejarse de la mujer. Viajaba solo, conduciendo su avioneta o con Maciel, el piloto.

En Asunción, la vida adquiría una sensación de sólida realidad. Se reunía con sus antiguas amantes, comía con ellas, se divertía, hacía el amor y fingía que la gringa no existía. Pensaba que todo había sido una fantasía y que nadie lo esperaba en la estancia. Pero no era una fantasía y la impaciencia por volver le resultaba insoportable.

Eileen trazó un límite imaginario a su alrededor y definió su mundo privado. En el centro, como motivo, condición, principio y fin de todas las cosas, instaló a Eligio. Él no lo sabía.

Si hubiera escuchado una descripción de ese Eligio que Eileen había ubicado en el centro de su mundo, no lo hubiera reconocido. Eileen estableció un abismo imaginario, pero vívidamente real, entre el pasado y el futuro. El desorden inevitable ocurrió por ignorar que Eligio concebía solamente el presente. No el pasado, y mucho menos el futuro.

Imaginar el futuro le resultaba una carga intolerable. Como vivir la misma vida dos veces.

De manera que Eileen, sin razón ni justificativo, comenzó a vivir hacia el centro de su mundo. Por su parte Eligio luchó por preservar una vida libre en la periferia, lo cual le permitía fantasear con la hipótesis de la fuga.

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No se decidía a llevarla a Asunción y decirle que todo había terminado. Era imposible. ¿Por qué imposible? Se hacía esta pregunta cuando viajaba a la ciudad. Tenía la respuesta cuando volvía a la estancia y era envuelto por su piel blanca, casi traslúcida, y los ojos azules, que parecían penetrar asombrados las historias baratas de la semana, con sus buenas, saludables e intrascendentes antiguas amantes. Se sentía humillado y vejado, en su amenazada independencia de macho montaraz.

Eileen nunca preguntó qué hacía en la ciudad. Tal vez no le interesaba, lo cual agregaba una cualidad despectiva al desinterés por las actividades de su amante, cuando no estaba a su lado.

La relación entre la gringa y el mestizo se convirtió en interdependencia neurótica. Eligio era feliz con ella, pero no la soportaba.

Eileen llegó a convencerse de que nunca se iría de la estancia. Eligio satisfacía las fantasías que había perseguido inútilmente en sus aventuras sentimentales. Era su hombre. La expresión contenía una poderosa carga posesiva, más allá de la anécdota erótica.

No importaba la realidad del amado, sin duda diferente a la imagen elaborada por la fantasía. Cuando Eligio se iba, para asumir sus responsabilidades en la ciudad, no se sentía abandonada. El hombre continuaba a su lado. Un fantasma vivo, poderoso e inmaterial, que existía solamente para su satisfacción.

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El tiempo también transcurrió para Eileen. Sólo que las expectativas, las frustraciones y el deseo, se orientaron en sentido inverso al de su amante.

Se propuso demostrarle que la vida era una sola. Lo que ocurría ahora y ocurriría en el futuro, formaba parte de la historia escrita en el misterio de un tiempo remoto, sin que ellos hubieran tenido participación consciente, ni voluntad alerta para cambiar las decisiones.

Una noche los peones escucharon rumores en el desierto y el capataz dijo que los subversivos estaban cerca. Eligio ordenó que los hombres se armaran y transmitió por radio la información al Comando en Jefe. Se paseaba por la galería escrutando inútilmente la oscuridad, buscando algún indicio que delatara la presencia del enemigo.

La gringa se dedicó a preparar una buena comida. Cuando estuvo lista lo buscó.

Eligio se sentó en el comedor, irritado por la fría indiferencia de la mujer, ante la hipótesis de circunstancias terribles. «Vivís en la luna» dijo, y golpeó el revólver sobre la mesa con gesto dramático. La mujer disimuló una sonrisa. «No va a pasar nada, no llegarán. No está previsto». Eligio se negó a considerar qué era lo que podía estar o no previsto y por quién.

La noche transcurrió en un silencio tenso, apenas alterado por el lejano ladrido de perros salvajes. Al amanecer llegó un jeep del ejército con un teniente y dos soldados. La   —58→   marcha de los subversivos había sido detenida a cincuenta kilómetros de la estancia. El teniente dijo: «Eran pocos y se desbandaron. Los buscan, pero seguramente ya cruzaron el río».

La gringa miraba el horizonte. Eligio se sintió vencido. En el atardecer de ese día, resolvió terminar su relación con la mujer.

«Esto no puede continuar» -dijo desde la cama, mientras ella se desvestía. Eileen lo miró. Vaciló un momento, terminó de desvestirse y se acostó a su lado. Eligio se volvió hacia el otro lado evitando su contacto. «Las cosas no terminan así» -dijo la mujer.

Al día siguiente Eligio le dijo que preparara sus cosas, porque volvían a la ciudad. Impartió algunas instrucciones a su capataz y llamó a Maciel. «Vamos a Asunción».

Eileen no hizo ningún comentario. No protestó, ni trató de cambiar la decisión. Sabía que el destino se preocupaba por definir los hechos profundos o intrascendentes de la vida.

La avioneta carreteó pesadamente en la pista de pasto y se elevó sobre el desierto bajo un sol de fuego. Eligio conducía, Maciel a su lado, se revolvió inquieto en el asiento, acosado por una premonición, desde que se dio cuenta de lo que ocurría. Eileen acumulaba un pesado silencio, en el asiento posterior.

-«Me voy a librar de vos, gringa. Yo soy hombre para vivir solo». -La voz se mezclaba con vibraciones mecánicas y alboroto de bielas. El viento silbaba por las ventanillas de la avioneta.

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Eileen dijo, suavemente: «Las cosas no terminan así. El destino. ¿Sabés, Eligio?»

Entonces fue cuando el hombre sintió el frío cañón del revólver en la nuca. Recordó el 38, olvidado sobre la mesa del comedor. El disparo le rompió el cuello y la cabeza cayó hacia adelante. El cuerpo de Eligio se aplastó sobre los controles y el avión entró en picada.

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Sorprendida

Sorprendida