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Siete ensayos sobre el Romanticismo español.

Tomo I

Pedro Romero Mendoza



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ArribaAbajoEnsayo I

Ambiente romántico



ArribaAbajoCapítulo I

Aspecto de Madrid en la segunda década del XIX. Calles y edificios. Conventos. Comercios. La botillería de Canosa. Las barberías. Cafés, pastelerías y fondas. La vida doméstica. Los viajes. Las diligencias. Las comidas. Los comensales.


Pocas veces habrá habido una compenetración tan perfecta, tan profunda, como la que existió entre nuestra literatura romántica y su tiempo. El arte, en su manifestación escrita, es el espejo a donde van a mirarse las ideas, los hechos y las costumbres de cada país, es decir, su historia sublime y vulgar. Este espejo tiene la virtud mágica de mostrarnos las cosas tal como son ellas de por sí o de cambiarlas al través del prisma del humorismo, de la sátira o de la ironía.

La literatura romántica no sólo impuso a sus autores un estilo de vida que rimase con los principios estéticos que observaban en sus obras, sino que extendió esta compenetración y afinidad a la sociedad misma. Que los poetas sean desarreglados, ignorantones, sucios y melenudos, no debe de sorprendernos, puesto que el arte que cultivaban nada tenía de ordenado, ni de culto, ni de pulcra espiritualidad. ¿Es que el escepticismo y el pesimismo no son como greñas del espíritu? Si la vida y carácter de un escritor influyen de manera decisiva en sus escritos, a una poesía sentimental hasta pecar de sensiblera, reñida con la luz y el aire por lo sombrío de sus ideas y lo enfermizo de sus afectos, ha de corresponder forzosamente una psicología delicuescente y vaga, unos gustos lúgubres, unas melenas mal cuidadas y un vestir desastrado. Tal arte tal artista. Pero no es tan natural que esta relación alcance también al público, y que sus inclinaciones, maneras, ideología y sentimientos sean los que corresponden a lo característico y fundamental de su literatura coetánea.

En medio de una sociedad inteligente, aristocrática en sus aficiones y costumbres, amiga de ir siempre a la moda, vestida por el mejor sastre y la modista de gusto más exquisito; en una nación muy ordenada, con buenos gobiernos, austera administración y vigoroso y temible ejército; en una ciudad de amplias calles, excelente alumbrado y buen pavimento, fondas limpias y arregladas, hermosos y cómodos teatros y casas higiénicas, soleadas, luminosas, nuestra literatura romántica no habría podido desenvolverse y prosperar como lo hizo entre nosotros. Diríase que el ambiente estaba dispuesto para recibirla y que todas las cosas conspiraban a la floración brillante y juvenil del romanticismo.

¿Qué aspecto presenta Madrid en estos días? ¿Cómo vive la gente y en qué forma distrae sus ocios? ¿Qué tal marcha la política? ¿Dónde se reúne la flor y nata de la intelectualidad y de la aristocracia y cuáles son sus gustos? Esta rápida ojeada no va a tener otro objeto que situar el arte literario en su verdadero elemento, y notar de paso la mutua correspondencia que se establece entre la literatura, sus representantes y el público.

La corte de España nos da la impresión de un país pobre y desaseado. Calles mal empedradas o sin empedrar y de edificios sucios y desiguales. Unas luces mortecinas y bastante distanciadas entre sí, alumbran la calle de Alcalá. Las Calatravas aparecen circuidas de casas muy modestas, todo lo más de dos pisos. Puertas claveteadas, con buenas trancas y cerrojos, y ventanas con gruesos barrotes de hierro. No se olvide que estamos en los tiempos de José María, el Tempranillo, de Jaime, el Barbudo y de los Siete Niños de Écija.

En los zaguanes de estas viviendas, oscuros, sombríos y apestosos, están los urinarios y el basurero. Las escaleras pronas, crujientes y llenas de polvo, débilmente iluminadas por la claridad que entra de la calle y sumidas desde el atardecer en la semipenumbra medrosa de un quinqué o de un candil. ¿Dónde encontrar la alegría en estas casas, ni el optimismo jocundo y alentador? Las celosías de las ventanas entorpecen el paso de la luz y del aire. Los pasillos tétricos y mal ventilados tienen la culpa de que la atmósfera sea densa y agria. No se conoce aún el entarimado o al menos es poco frecuente. Para solar las habitaciones se usa el ladrillo, que aparece como cubierto de un polvillo rojo. Las casas antiguas se reducen a dos o tres aposentos grandes y destartalados y a varios callejones sin fin. En las nuevas los cuartos son muy mezquinos, hasta el punto de que apenas si caben los muebles. Los vidrios del balcón, unidos por plomos, no pueden ser ni más feos, ni más pequeños, ni más irregulares. En estas casas de vecindad vive el tendero de la calle de Postas, y el tablajero de la del Pez, y el covachuelista que escribe memoriales, y el actor o autor de compañías, como se decía entonces, y el cesante, con la levita un poco raída por los codos, y la ancha y negra corbata deshilachada, y el rostro famélico, grave, taciturno, y el prendero, y la patrona, y el clérigo, y el guardia de corps, y el que vende bujerías, perfumes y cosméticos en un portal de la calle de Carretas o de la Plaza del Ángel.

Llegada la noche, que tiene no sé qué de siniestra bajo el trémulo y desvaído alumbrado de las calles, los transeúntes de levita y chistera cruzan como sombras de una a otra parte. Y no siempre, dicho sea en obsequio de la verdad, con el paso sosegado y firme de quien nada teme, ni nada malo espera1. Una mocería ensoberbecida por la indisciplina social reinante, y sobre todo por el entredicho que la tiranía ha puesto al pensamiento cuantas veces trata de exteriorizarse mediante la palabra escrita, desfogará su juvenil irritación de un modo extraño y pintoresco: rompiendo faroles y dando aldabonazos en las puertas. La semioscuridad en que está sumida la Villa y Corte a estas horas de la noche y la falta de vigilancia, pues sólo unos inofensivos serenos cuidan del orden, facilitan la audacia. Si median unos metros de distancia entre los noctámbulos transeúntes, su forma física tomará cierto aspecto fantasmal o ilusorio. Los jóvenes, que no son unos desarrapados precisamente, sino concomitantes de las Musas o dados a la oscura actividad política de la demagogia, se encararán con el primer farol que hallen al paso, y tras un juicio sumarísimo en el que se derrochará el ingenio a manta de Dios, unas piedras lanzadas con alevosa puntería darán al traste con la macilenta luz y su tosco recipiente de cristal. Los fuertes, briosos aldabonazos en las puertas cerradas o entreabiertas, si la hora elegida para la travesura está lindante con el anochecer, serán digno remate o colofón del terrible fusilamiento2. ¡Nada hay nuevo bajo el sol! Lo mismo hacían con ligeras variantes, los jóvenes disolutos de Londres, en los últimos años del reinado de Carlos II, según nos cuenta lord Macaulay.

Algo había contribuido Carlos III a mejorar la fisonomía de Madrid. Pero el ritmo de esta evolución de la salubridad y embellecimiento urbanos, de suyo lento, tenía que vencer todavía la indiferencia o insensibilidad del público ignaro, cuando no su propia repulsa. La luz, que es el principal hechizo de las cosas, ya provenga de dentro como parte integrante de ellas, ya sea ornato y alegría de lo formal y externo, apenas tenía sino miserables y esporádicas manifestaciones en el conjunto de la vida madrileña. Allí donde la naturaleza de un modo ciego, espontáneo y desinteresado no lleva su riente claridad, su colorido lujurioso, exuberante, el hombre se resigna y es un nuevo Trofonio en la oscuridad soterrada y profunda. Calles angostas, pinas, umbrías, de arbitrario trazado. Unas losas mezquinas, con grietas y resquebrajaduras, sirven de aceras. Viejos caserones pintarrajeados de amarillo o de un tono gris, pizarroso, cuando no de un pardusco indefinido. Casas achaparradas, con graves desportillados en las esquinas o el arimez. Ventanucas y luceras hostiles a la luz del sol. Cristales rotos, remediado el desperfecto con cartones o papeles unidos por obleas. Unos farolillos de enfermiza luz, muy distanciados entre sí a lo largo de la calle. Tenebrosos, patéticos portales en los que en pleno día casi, se puede decir que hay que entrar a tientas, y de los que sale una agria tuforada de humedad e inmundicia. Conventos de la Trinidad, de la Merced, de San Agustín, de paredes sucias, desaseadas, con erosiones que atestiguan la acción inexorable de los años. Sólo en la Carrera de San Jerónimo, punto de cita de todo Madrid, tenemos fronteros, los siguientes: el del Buen Suceso y el de la Victoria, las Monjas de Pinto y los Italianos, y ya más adentrado en la calle, el Espíritu Santo. La sociedad española de estos tiempos es santurrona, mendaz, conculcadora de los preceptos evangélicos aunque exteriormente alardee de arraigadas creencias religiosas.

Las actividades, los negocios, el comercio en una palabra, concuerda con el aspecto miserando de la ciudad. Modestas abacerías, de toscos anaqueles o estantes, se instalarán en los tétricos zaguanes de las casas, y tiendas de tejidos no mal abastadas de crespones, rasos, encajes, organdíes, popelines, mazandrán, paliacats, gros de Nápoles, barabin, terciopelo punzó, guirindolas, lustrina Zaz de Saint-Cir, alepín y ante, que satisfarán los caprichos de un público más bien sobrio y desaliñado3. Regatones vocingleros, estrepitosos, recorrerán las calles con su mercadería a cuestas o todo lo más sobre los lomos peludos y trashijados de algún descendiente de Rucio. Y por el mismo procedimiento se llevará la cal y el yeso a las construcciones, y el pan a los consumidores, y la carne a los tablajeros. En el barranco de la Tela habrá muchas carretas de bueyes que a cambio de una modesta retribución se emplean también para el acarreo de objetos y materiales de albañilería. El golpe seco, opaco, que trasciende de algún penumbroso y nauseabundo portal denota la presencia del talabartero. De las mulas que tiran de las carrozas, tartanas, carromatos, calesas, galeras o calesines aquí se fabrican los arreos y guarniciones. Y de trecho en trecho habrá una botillería. La de Canosa4, en la ya mentada Carrera de San Jerónimo. En estos angostos habitáculos, sombríos y sucios, de tosco y averiado moblaje, se expenden bebidas frescas o alcohólicas, bien a los parroquianos que penetran en la botillería y se sientan en bastas sillas de pino, bien a los que, montados en calesa o tartana, reclaman desde la calle la presencia del botillero.

Silla de estilo romántico

Silla de estilo romántico

[Págs. 16-17]

Sofá de estilo romántico

Sofá de estilo romántico

[Págs. 16-17]

Las barberías no habían perdido como las de ahora su sabor castizo y su rango de mentidero público. Fígaro aparecía allí con su típica y genuina fisonomía. Y sobre la puerta o a ambos lados de ella, la vacía, de dorado metal, con su escotadura semicircular, y algún que otro pintarrajo, alusivo al oficio, en la pared propincua nos mostrarán la índole del establecimiento. Cuchitril donde además de rasurarse el rostro se hablará de lo divino y de lo humano, con esa graciosa sans-façón española que permite al ignorantuelo menestral echar pestes de Fernando VII, el Narices, y tutear a Martínez de la Rosa o Romero Alpuente.

No será nada raro ver entrar de pronto en la barbería a un hombre sudoroso, jadeante, casi sin resuello. Cubre su testa con un sombrero de picos, pues el sombrero gacho había desaparecido ya por orden prohibitiva, y cuelga de sus recios hombros de jayán una larga, amplia y vistosa capa blanca. Requerirá, entre aspavientos y visajes, al maestro o al primer oficial de la tienda para que en su compañía venga a remediar la situación de un enfermo atacado de apoplegía, de fuerte torzón o fiebre perniciosa. Tomará el barbero en sus manos vellosas la redoma de las sanguijuelas y juntamente con el fornido recadero o criado cruzará calles, pasadizos y plazuelas hasta embocar con la casa del paciente, que será a lo mejor un nuevo Torres de Villarroel sometido a los más malolientes menjurjes salutíferos, emplastos y sangrías.

Por que no se piense un instante que en este Madrid polvoriento, sucio, desdibujado, sin una arquitectura arrogante, ni un empedrado uniforme limpio, bruñido, pero eso sí, con las calles llenas de animales domésticos. gallinas, pavos, cerdos, se da un nuevo ejemplo de la frugalidad ateniense. Pese a la pobretería urbana de la Corte, a su desaliño y abandono, la gente engulle de lo lindo, ya en casa, ya en La Fontana de Oro, en el café de San Luís, en el de la Cruz de Malta, emplazado en la calle de Caballero de Gracia, y en tantos otros de menos pretensiones y vistosidad, como el de San Sebastián, por ejemplo. Nada puede sorprendernos por consiguiente, que el mucho tragar y beber dé origen a terribles torzones e incluso a apoplejías fulminantes.

¿Quién no ha oído hablar de la pastelería de Ceferino, de la calle del León, de la casa de comestibles de Perico, el Mahonés o de la fonda de Genieys, del Postigo de San Martín? En todos estos sitios se cocinaba bien y barato. Se hacía repostería y tanto la clase encopetada y pudiente, como la gente de medio pelo, hambrona y zafia, allí satisfacían sus gustos gastronómicos. Ni que decir tiene que la minuta, como está mandado escribir ahora, no estará inspirada por la alta ciencia culinaria de un Marqués de Villena, de un Trimalción o de un Roberto de Nola. Pero también es verdad que el público de entonces era poco descontentadizo y exigente. La indisciplina social con sus algaradas, motines y behetrías había borrado o disimulado, hasta cierto punto, las fronteras de clases y en esta mezcolanza perecieron el buen gusto y la nativa distinción tan característicos de nuestro pueblo. ¿No había cantado un notable poeta de días no muy anteriores a éstos el arrojo y arte del matador de toros Pedro Romero? ¿No sonó después el grito oprobioso de «¡Vivan las caenas!» y se abrió la Escuela de Tauromaquia para recreo e instrucción de tagarotes y desocupados? ¿No tenían a gala los próceres de la época, como el Marqués de Torrecuéllar, por ejemplo, el vestirse a lo majo? La falta de un refinamiento exquisito, que en estos días terribles, agitados, bullangueros, habría sido como pedirle peras al olmo o amanecer por occidente, trajo la negligencia, la despreocupación, el rasero de la ordinariez a todas o casi todas las manifestaciones de la vida. Existía por parte del público una benevolencia espontánea, nada discursiva, proveniente más bien de la naturaleza misma de las cosas. Se disculpaba todo, se hacía la vista gorda por los que podían haber formulado reparos, y el vulgo, que a la sazón tenía holgados límites y desembarazada actividad, apenas caía en la cuenta de las torpezas y descuidos ajenos. En casa del Mahonés se preparaban sabrosos condumios aderezados con lujo de ingredientes, y se servía a domicilio en las faustas solemnidades de la Navidad, fin de Año y la Epifanía. A la pastelería de Ceferino se iba a endulzar la boca y también a comer pescado. En el café del Ángel se reunía la gente ociosa, que para todo tenía tiempo menos para emplearse en cosa de provecho, y se expendían ricos helados y bebidas frescas durante la estación estival, además del café con su plus o tostada, y en La Fontana de Oro no sólo se cumplían todos los fines cafeteriles, sitio que además se conspiraba por todo lo alto, que era el plato más apetezido por la voracidad demagógica de aquellos tiempos.

Pasemos de la calle al interior de la vida doméstica.

Fuera de los palacios señoriles, donde la gente de prosapia come en vajilla de plata, sale de paseo en carroza con adornos de carey, tirada por una pareja de mulas, con un rígido cochero en la parte delantera del andante armatoste y dos orondos lacayos en la popa, todo es miserable y ramplón aunque se disimule con dedálica habilidad, esto es, distribuyendo ingeniosamente por las habitaciones muebles y objetos5. La sillería será de caoba, y si los recursos económicos no fueran muy holgados, de cerezo, de nogal o de pino imitando caoba. Una consola lucirá sobre su tablero más o menos brillante, un áureo reloj, unos floreros vacíos de cristal labrado y unos candeleros de plata con sus arandelas de vidrio. El sofá no solamente tendrá tosca hechura, sino que repelerá por su incómoda dureza a pesar de su respaldo de cerda. De percal blanco con franjas de tafetán encarnado, las cortinas. Un espejo o trenor, si hemos de decirlo al uso de entonces, decorará la pared, y no faltará en un ángulo del marco el consabido ramo de flores o algunas plumas de pavo real. En el centro de la sala habrá de seguro un brasero6 de cobre, con su correspondiente sustentador, ya simplemente liso y circular o imitando unas garras de león7. No faltarán tampoco las socorridas rinconeras con algunas figurillas de yeso de las que vendía el popular Cavalcini. En un ángulo de la sala habrá un velador ochavado y encima de él un velón con relojera de piedra, de cristal el fanal y la peana de caoba.

En otras habitaciones más recónditas y tenebrosas hallaremos una severa cómoda donde el ama de la casa guarda sus vestidos, prendas y adornos. La mantilla blanca o negra, que en aquellos lejanos días no sólo se llevaba al coso taurino, sino al paseo, a las visitas, al templo, pues al teatro las damas encopetadas iban de sombrero; los corpiños o spencer, las dulletas, el traje de maja, bien guarnecido de abalorios; la castiza peineta española con su brillante pedrería, las cintas a la Maintenon, los rizados boas y en sus escriños o joyeros las ricas alhajas que realzarán los primores de quienes las ostenten en fiestas y saraos, cuando no en los paseos públicos.

Los extranjeros que arriban a nuestro país para ver los monumentos, estudiar las costumbres y enterarse del estado de nuestra literatura, se quejan de las diligencias y de las fondas, y se admiran por último de lo sobrio que somos para divertirnos. ¿No habrá en todo esto algo de exageración? Estamos tan habituados a que se nos achaquen defectos que no tenemos, que a nadie puede sorprender que pongamos, de momento, en cuarentena aquellas afirmaciones. Veamos que hay de verdad en ellas.

Allá por el año treinta, si determinados asuntos nos hacían emprender un largo viaje, teníamos que recorrer Madrid de punta a punta y posada por posada -la del Peine, la de los Segovianos, la de los Huevos, la de la Gallega- hasta topar con el vehículo o caballería que había de transportarnos8. Podía ser éste un coche de collera, una galera, carromato o simple tartana, y a falta de ellos unas bestias cuyo aspérrimo aparejo e incómoda andadura repelían al jinete. ¿Será necesario decir que estos medios de locomoción no estaban al alcance de todas las fortunas? A los próceres les correspondía viajar en los coches, los funcionarios públicos que se trasladaban de un lugar a otro por exigencias de su profesión, lo hacían en las galeras, tiradas por mulas, el primer tranco enfrenado y los otros confiados a un zagalón que iba a horcajadas en el mingo delantero, y las caballerías y carromatos quedaban reservados para negociantes, predicadores y estudiantillos no sobrados de numerario. Vienen después las diligencias remolcadas por tres o cuatro parejas de caballos. En la enorme vaca aparecen hacinados los paquetes, atadijos, baúles, cofres, sombrereras, alforjas, cuévanos... Dentro del coche, ya delante, ya en la rotonda y como sardinas en banasta, esto es, encima unos de otros y metiéndose los codos en la barriga al menor vaivén de la diligencia, una docena o más de gente abigarrada, sudorosa y locuaz.

¡Y qué viajes aquéllos! Dando tumbos por carreteras descuidadas y mal construidas. Un traqueteo horrible y agotador. Baches y aguazales en los que se hunde la diligencia hasta el eje. Frío, nieve y viento en la invernada. Calor, polvo y moscas en el estío. Asientos duros, ventanillas que cierran mal, posadas y fondas que tienen a la incomodidad también por huésped. Y sin embargo, qué hechizo, qué singular y embrujado encanto el de estas caminatas por valles, puertos y llanadas. Con qué emoción evocamos aquellos tiempos. Un espíritu de despierta y aguda sensibilidad ha de sobrecogerse, honda y dulcemente, ante este cúmulo pintoresco de rasgos, modalidades y caracteres de la vida española al promediar casi el siglo XIX.

Para Sevilla se sale a las tres de la mañana, de la calle de Alcalá y se viene a andar unas cuatro leguas por hora. Los gritos del mayoral y de los postillones, el ruido de los cascabeles y el constante vaivén del vehículo ahuyentarán el sueño en estas frías y largas horas de la madrugada. Si sentimos el amor de la naturaleza, a poco que se tiña de lívido claror el horizonte nuboso no perderemos pormenor del paisaje. Oyarzun, Astigarra, Salinas sí venimos del Norte a la meseta. Puerta Lápiche, de los Perros, Cacin, Écija en las rutas del Sur. ¡Qué feroz vocerío en la remuda de los caballos! Cuánta palabrota castiza, vigorosa, tajante, de los zagales al enganchar los tiros. ¿Y el restallar del látigo al emprender la marcha? ¿Y el crugir del carricoche o galera sobre el duro empedrado? Aguerridas mozas de ajustado corpiño, grueso refajo de color y trenzas sueltas sobre la espalda, aguardan en los anchos portalones de las posadas y hosterías. Dentro hay un corral con alguna parra cabe las enlucidas paredes o sobre el pozo de brocal y carrucha. Posiblemente, para llegar al interior de la venta -¡oh Parador de los Tres Reyes, de las Ánimas, del Peto, del Mesón Grande!- habrá que atravesar la cuadra como en los cortijos. Una tuforada de estiércol nos saldrá al paso. En la amplia cocina encalada, con su llar, su garabato, su humero, su piedra trashoguera y sus tajuelos, preparan el clásico cocido español, con su buen trozo de vaca o de pollo, chorizo, tocino y jamón, amén de los ricos garbanzos, la verdura y la sopa humeante y rojiza, bien espolvoreada de pimienta. Del comedor nos llegará el ruido de los platos, cubiertos, jarros o alcarrazas -cada una de éstas vale doce cuartos- que una opulenta maritornes va colocando sobre rameado mantel. Los cuartos de dormir serán anchos, espaciosos, de alto techo, enjalbegadas paredes y aljofifado suelo. Un grato olor de ropa limpia y oreada, y su nívea blancura herirán nuestros sentidos deleitosamente. ¿Pero quién duerme en estos lechos más bien chiquitos, con su flamante cobertor y su telliza o sobrecama y sus nítidos cabezales, si no fuera porque el cansancio del camino echa una pesada losa sobre nuestros ojos? No ha alboreado todavía y ya están los gallos del corralón lanzando al aire su estridente quiquiriquí. Paredeña hay una herrería, y los golpes secos, metálicos, uniformes del martillo sobre el yunque o el áspero rozamiento de la terraja espabilarán el sueño al mismísimo Morfeo. Y apenas el sol se remonte un poco sobre el horizonte, el tablajero de enfrente descuartizará con su hacha la res sacrificada aquel día. Después sonarán los alegres cánticos de las mozas, y el relincho de los caballos apunto de ser enganchados a la diligencia, y las vociferaciones del mayoral, con la tralla en la mano, que ya se ha puesto su chaqueta de astracán y pasa revista a los arneses. Y por último veremos a los viajeros engullir el chocolate y las mantecadas de Astorga o las bizcotelas de Mendaro, porque es tarde y han dado la voz de partir. Otra vez los tumbos, los vaivenes, el calor y las moscas o el frío penetrante como punta de estilete. Chillarán los cristales de las ventanillas, entrará el aire por las juntas y rendijas, chocarán entre sí los cuerpos de los viajeros en los baches y revueltas, y se meterá en los oídos el atiplado repiqueteo de los cascabeles de las colleras y el ruido de los cascos sobre el suelo.

Reconozcamos lo poco grato que debía de ser el trasladarse en estas condiciones de una capital a otra. Quien nos lo dirá, morosa y prolijamente, es Teófilo Gautier en su Viaje por España (1840).

Las fondas, dicho sea también en honor de la verdad, parecen testimonios vivos e irrefutables de nuestro atraso, desaseo y sordidez, incluso. Se come mal por diez reales y nada bien por veinte. Sopa de yerbas, estofado de vaca, riñones, ternera mechada, pollo o gallina, sesos, criadillas, manos de cordero, con su poco de vino y postres. Manteles sucios, servilletas manchadas de grasa, algún plato desportillado -la vajilla procedía generalmente de la fábrica de la Moncloa- y una servidumbre de pésimos modales y nada complaciente9.

Conviene con este cuadro lo desairado de la figura de cuantos se sientan a la mesa o de la mayoría, al menos. Por lo común, unas melenas descuidadas, sino greñosas del todo10. Barba puntiaguda, como la de Espronceda. Algo deslucida la levita y a veces hasta raído el pantalón. La nota característica de esta sociedad, con raras excepciones, como la de Larra, por ejemplo, tan pulcro, atildado y correcto, es la desidia, la hurañía y el poco aprecio de la limpieza y esmero en el vestir. Característica que se dilata de una persona a otra, cualquiera que sea su condición social y su profesión u oficio. El desarreglo, las greñas y la misantropía se dan en el poeta que escribe versos fúnebres, llenos de tristeza y desaliento, y en el empleado, a pesar de su sencilla espiritualidad, y en el cómico que hace llorar o reír a la gente. Es el mal del siglo. Su spiritus intus.



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