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ArribaAbajoCapítulo III

Elementos fundamentales. Goethe, Byron, Víctor Hugo, Leopardi, Musset y Heine.


Meted en ideal alambique el escepticismo, la impiedad, la desesperación, el pesimismo, la ira, el sarcasmo, la blasfemia, el incesto, la preexistencia65, la mordacidad corrosiva, y cuanto constituye en lo psíquico el acervo común del romanticismo y esperad un instante su destilación. No será delicioso néctar lo que salga por la piquera, sino mortal veneno. Todo es como un avispero. ¿Como un avispero nada más? No, más aun, como un nuevo Cedrón rugiente y desatado, que arrastra cuanto halla a su paso, que lo salpica todo con su espuma, que inunda el aire de patética sonoridad. Si es el amor el asunto elegido por el poeta, no será el que inspiró Beatriz, Laura o la condesa de Gelves, sino una pasión blasfema, sacrílega, demoniaca como la del Don Félix, de Espronceda. Y no porque la mujer que provoca este amor sea por su enrevesada psicología la causa de tal desdicha, sino porque el poeta cambia toda pasión por pura e ideal que sea, en aborrecible y condenable furor de su alma. El romántico viene a ser a su modo, un nuevo Eautontimorumenos, un atormentador de sí mismo. Unas veces se creerá poseído del demonio, como Byron y tratará inútilmente de evitar su maligna influencia. Otras se considerará desahuciado de la vida e incompatible con ella, como Alfredo de Vigny, y se desterrará por propia decisión a la soledad y el regusto de su propio ser. Y sí no fueran éstas las causas de su desgracia, se creerá atacado de tuberculosis o de locura, cuando no esté realmente loco o tísico, como Gerardo de Nerval y Alfredo de Musset. El topo vive debajo de tierra y la lechuza en la oscuridad y el silencio de la noche. Los románticos detestaban también el sol bienhechor y fecundo y la paz de la conciencia, y el latir acompasado y firme del corazón. El equilibrio de la vida, la templanza de los afectos, la medida y contención de los deseos, les es insufrible. Prefieren el desorden anárquico de la vida interior, la umbría espiritual, donde todo lo que nos rodea adopta una lívida expresión precursora de la muerte. La oscuridad con sus sones miedosos, les incita en sus actividades creadoras. El dolor sin término, la desgracia sin remedio, les atrae de un modo irresistible. Fuera de este panorama moral, no existe nada. El mundo es un cementerio de cadáveres insepultos.

Si el poeta es un creador de la belleza, un vates de verdad, y está imbuido por la filosofía y por el conocimiento científico de cuanto alienta en torno suyo, el romanticismo entonces tomará un tono trascendental y metafísico. ¿No hemos aludido a Goethe con estas palabras? Pero Goethe es un espíritu fuerte, lleno de ponderación y de mesura. Se ha forjado como un pequeño cíclope del saber en las Universidades de Leipzig y Strasburgo. Cultiva la amistad de Herder, y entrañablemente la de Schiller. Recibe los agasajos del duque Carlos Augusto, en Weimar. Visita a Italia con el fervor estético de un enamorado de la antigüedad clásica. Desempeña altos cargos de Estado. Vive con holgura, sin que la inquietud de un presente azaroso, ni el temor de un futuro adverso frustren en su alma todo anhelo de bienestar y de alegría. Explana su teoría de los colores y sus observaciones sobre la metamorfosis de las plantas. Es un genio admirado y querido. Carlota Buff, Cristiana Volpius, Federica Brión, le rinden su albedrío, y esta última, aun preterida y rehusada por el poeta, todavía tiene la grandeza de renunciar a la mano de Reinhold Lenz, porque la mujer que había sido amada por Goethe no podía ser ya de otro hombre66.

¡Ay, qué distante está todo esto de la vida desgarrada, impetuosa, incluso demoníaca de lord Byron! Aquí reina el orden más perfecto entre las facultades intelectivas y las afectivas. Ningún sitio se ha dejado en el alma al azar, a lo fortuito e inesperado. El conocimiento profundo de la naturaleza nos ha traído algo de su propia serenidad, de su cardinal armonía. ¿No se concitan todas las fuerzas de un hombre así para la realización de su glorioso y triunfal destino? En un poeta de esta contextura psicológica el romanticismo no puede tener formas vagas, ni elementos de fondo inconexos y contradictorios. Lo que en los demás románticos es un chisporroteo, un haz luminoso que se desparrama en multitud de irisaciones, en Goethe es la lumbre misma, la brasa eterna con su rojez deslumbradora, y su calor fusivo, y sus chispas detonantes.

¿Qué síntesis genial no saldrá de todo este andamiaje humano? Y por si fuera poco este cúmulo de posibilidades creadoras, esta preparación metódica y magistral, que permite ver las cosas con mirada vertical y profunda, y asomarse a los abismos sin fondo de la conciencia, y robarle el secreto a cuanto nos rodea, la obra surgirá de una elaboración lenta, rítmica e incluso premiosa. No se trata ahora del Werther, escrito en cuatro semanas, según declara en sus Memorias Goethe67. No. El empeño es más grande, más codicioso. Se intenta coordinar y dar forma tangible a una serie de interpretaciones, sobre todo lo que existe en torno nuestro. La Naturaleza en la agreste multitud de sus manifestaciones, la conciencia abismada en su propia contemplación, la hermosura física, el apetito de la verdad y del bien, como metas o ápices de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad, el amor, y el dolor, y la riqueza, y la magia... ¿Pero cabe todo esto en molde humano? ¿Puede haber una vasija, y no de tosco y quebradizo barro, precisamente, sino de oro obrizo y enteriza, como labrada por desusado artífice, que contenga este trascendental conjunto de factores morales y físicos? Pues ahí está el Fausto en confirmación de cuanto decimos. Sus proporciones rebasan los límites presumibles a que puede llegar el verbo creador. No sabemos cómo ha podido ensamblarse tanta pieza diferente y sutilísima hasta alcanzar la armonía soñada. ¿Fue un milagro, un misterio? ¡Ay, toda alta, sublime manifestación de la mente tiene algo de milagrosa, tiene algo de enigmática! Por muy inteligente y plasmante que sea la fuerza genitiva de un poeta, hay siempre en ella no sé qué de intuitivo, de inconsciente, de semidivino.

Pero esta olímpica superioridad del hombre sobre la vida misma ofrece el magno inconveniente de que las obras que salen de su pluma tienen más contenido ideal que humano. Se forjan más en la mente que en el corazón, y constituyen una especie de arquitectura moral, cuyos cimientos están más cerca de lo abstracto y sutil con que aparece la hermosa fábrica, que de la robusta materialidad que debe servir de base a toda concepción por magníficamente elevada que sea. Ya ha observado la crítica sabia que la humanización del Fausto, de Goethe, es menos consistente que la del Marlowe y que la del Manfredo, de Byron68. ¡Ah, pero es que Byron -hijo de Fausto y de Helena, según dijo Goethe- es la antítesis del poeta alemán!

Recordemos sucintamente su vida, su carácter, su temperamento.

Ya en la infancia muestra en germen o embrión lo que va a ser cuando el desarrollo de su naturaleza y de su conciencia hayan logrado la plenitud. Los ascendientes fisiológicos auguran una vida vigorosa y enfermiza al propio tiempo, un polémico modo de ser originador de todos los extravíos y aberraciones imaginables. Es orgulloso, indómito, avasallador. Junto a la rosa de los sentimientos nobles y generosos, crece la flor de loto de la impiedad, del sacrilegio, de todos los móviles impuros y aborrecibles. Aquel niño voluntarioso y tímido, capaz según su biógrafo Maurois69, de recibir la mitad de bastonazos destinados a un compañero suyo de colegio, con tal de librarlo, en parte, de tan duro castigo, saltará por encima de las leyes morales y amará a su hermana Augusta con amor de la carne. Su soberbia y su mordacidad multiplicarán el número de sus adversarios. De un atractivo irresistible entre las mujeres que admiran en él, por dosis más o menos iguales, al hombre y al poeta, sabrá de todas las emociones y de todos los placeres, esto es, desde la romántica Annabella a la liviana Segati. Para demostrar su amor a Teresa se desgarrará el pecho con la punta de un puñal. No es un hombre de ciencia sometido a las disciplinas del saber. Aunque su formación cultural sea muy sólida, grande la retentiva y ávido el pensamiento, es superior la sangre que riega su cerebro, y los nervios que reciben las impresiones de las cosas, y su propensión a lo arbitrario y descomunal. Es una conciencia sin gobierno, sin leyes coercitivas, sin imperativos categóricos. Más fácil y deliciosa para una psicología así, la rampa del pecado, que el camino áspero y prono de la virtud, se deslizará por la pendiente hasta hervir y despeñarse. Con él revivirán en Newstead las orgías paganas, y la visión etérea y ultrasutil que tiene de María Duff se irá esfumando, como un ensueño irrealizable, en medio de esta atmósfera turbia y pasional. Trasegará el vino, no en copa de cristal o de oro, si se quiere, sino en una calavera, para que las libaciones tengan un sabor macabro y blasfemo. Y esta vida ardiente, romancesca, será abatida por la muerte en Missolonghi -su última aventura en holocausto de la independencia griega- bajo un cielo tempestuoso. Tempestuoso como el alma del poeta.

Goethe aparece en sus obras con la impersonalidad de un creador clásico. Su arquitectura estética tiene una débil resonancia humana. No es que sean sus personajes entelequias humanizadas, que no circule la sangre caliente por sus venas, que los músculos estén mal formados y que los huesos quebradizos apenas sostengan la ideal persona. No es eso. Mas a poco que nos paremos a contemplarlos advertiremos que, en su viviente dualidad, entra en superior medida lo abstracto, respecto de lo real y verdadero. Pudo más la cabeza que el corazón, a pesar del equilibrio de sus facultades morales. Hay una trasplantación de Goethe a sus obras de rango tan psicológico e ideal que no es posible concretar en ellas la humanidad del poeta. ¿Quién no adivina en Don Juan, y Sardanápalo, y Lara, y Childe-Harold a lord Byron? El héroe y el poeta vienen a ser lo mismo. La vida humana está aquí en una total eflorescencia de sí misma. Los personajes respiran y piensan. Andan, comen, beben, se agitan. Son fuertes y apasionados. Nos dan la impresión de que nos tocan al pasar. Oímos sus resuellos y sus quejidos. La voz tiene una recia sonoridad humana. Y a través de esta palpitación vital columbramos lo que pueda haber de simbólico en la obra. Carlota Buff podrá ser la heroína del Werther, y Goethe, Fausto en lo que tiene de reencarnación moral. Pero ¿quién duda hoy que Manfredo es el poeta inglés, y Astarté su hermana Augusta, y Mirra la condesa Guiccioli?

¡Qué abismos de concepción estética existen entre estos clásicos del romanticismo -Goethe, Schiller, Heine, Byron, Hugo Fóscolo, Leopardi- y el autor de las Orientales y de El noventa y tres! El equilibrio, la mesura, el orden, la medida exacta de todas las cosas, el sentido humano de la vida e incluso el simbolismo trascendental y metafísico han desaparecido casi por completo. Pero si tuviéramos que elegir entre los poetas románticos a uno que representase honda y típicamente los rasgos más genuinos de la nueva escuela, no titubearíamos en poner por tal a Víctor Hugo. Sus exorbitancias y desmesuras, la elevación y caídas de su pensamiento, el empuje soberano de su inspiración, su versatilidad política, furibundo partidario de la monarquía primero y acérrimo demagogo después, su estrepitosa ignorancia, tan profusa en anécdotas y sucedidos por demás chistosos, como el que refiere Turgueneff sobre la paternidad del Wallestein70 y sus extravagancias, traídas tan juiciosamente a la picota del ridículo por Valera71, hacen de Víctor Hugo el poeta romántico más castizo y representativo. Tan grande es cuando se encarama al pináculo de lo sublime, a impulso de una fantasía ardiente y destrabada de todo atadero racional, como cuando se sumerge en el mar de lugares comunes que le circunda. Las situaciones difíciles, varias en absoluto de sentido real, las salva a fuerza de talento o al socaire de su estilo vigoroso y brillante. Como carece de profunda formación cultural y la imaginativa es en él más fuerte que el discurso, sus obras, así en verso como en prosa, están llenas de excentricidades que acabarán por crispar los nervios del lector más ecuánime, Sus reacciones morales frente a las cosas que le rodean no pasaron por el estrecho tamiz de la razón y se traducen en verdaderos estallidos. Los personajes parecen forjados en el yunque de los cíclopes. Son duros como el granito, pero no muestran siempre la misma fortaleza a lo largo de la narración. Ya se elevan sobre el nivel corriente humano, ya caen en vertical descenso para tornar a alzarse y tocar con la cabeza casi, en la bóveda azul donde esplenden los astros. La temperatura de su espíritu creador es intermitente, y tanto los poemas como las novelas -que en su mayor parte son poemas también- denotan en su estructura el temple de los héroes, la quemazón febril de una conciencia en plena actividad, y lo enclenque y quebradizo de las formas irreales o falsas. ¡Cuánta elevación y reciura en La leyenda de los siglos, con sus imágenes deslumbradoras e hirientes, con el maravilloso abultamiento de las cosas, que de tan empinadas sobre la verdad parece que forman parte de una verdad ininteligible y escurridiza, como esos fantasmas que, aun teniendo traza humana, están hechos de materia tan sutil que se hacen impalpables! Pero como reverso de tal sublimidad, qué cúmulo de extravagancias y desatinos. Por eso los héroes de Víctor Hugo -Juan Valjean, Cuasimodo, Fantina, Esmeralda, Cimurdain- no digamos los elementos de la naturaleza no pensantes, como los astros, el tiempo, el espacio, la eternidad, los abismos, el mar, los animales, la luz, las tinieblas, personificados tumultuosamente en sus poemas, son bellos y deformes, suben y bajan en la escala de los valores estéticos, tienen la fuerza persuasiva del bien o se deshumanizan de contrahechos y mendaces, atraen con el poder irresistible de la hermosura moral o repugnan como todas las cosas feas cuando no llevan dentro de sí la luz radiante de lo bueno, ni de lo verdadero.

Víctor Hugo es como un titán que con un cincel y un martillo diera forma original a una naturaleza en bruto. Sólo el rayo hendirá la piedra con más fuerza que él. Pero no se inspirará en la estatuaria griega, que es decir elegancia y primor de líneas y contornos, al batir el martillo sobre la roca ingente, sino en las deformidades y abultamientos de las esculturas primitivas. ¡Qué delirio, qué borrachera, qué caos de lo humano y de lo divino en sus poemas! Allí conviven en violenta y forzada unión los dioses, los titanes, los reyes, los monstruos, los filósofos, los cerdos, las flores, los demonios, los santos, los tiranos, y el reino animal y la naturaleza inorgánica... ¡y hasta Fernando VII y Riego! ¡Oh, portentosa mano capaz de juntar elementos tan dispares entre sí! ¡Qué revoltijo o batahola de imágenes, de comparaciones, de apóstrofes, de prosopopeyas, de metáforas! Víctor Hugo es la retórica en marcha. Aquella mente desordenada, rebelde a los principios inflexibles del bien razonar, autónoma y arbitraria respecto de cualquier código literario por excelente que sea, tiene módulos propios para medir las cosas, y original noción de cuanto existe en torno, y una comezón o prurito incoercible de cambiar el semblante de la vida, iluminándolo unas veces con luz maravillosa y cegadora o entenebreciéndolo otras a fuerza de chafarrinones y tizonadas.

¿Qué poeta antes ni después de él se ha permitido tanta audacia y exabruptos? El relámpago es una «mueca rápida», «el espacio llora como niño recién nacido», «el granito es la tosca deformidad de la noche», las esferas celestes «imitando a los transeúntes desconocidos» pasan y se van, Juan Jacobo «es un tizón», el cielo estrellado «un esputo de Dios», los príncipes «augustos pillos, ¡miserables traficantes del honor!», Carlos V «fue el buitre» y Felipe II «el búho», «el beso robado es el otoño de las bocas», y la nodriza «el lugarteniente del pezón materno».

Byron

Byron

[Págs. 72-73]

No, ningún poeta, ni Licofrón en la antigüedad, ni Góngora en la edad moderna, y hasta me atrevería a decir que ni los archimodernistas de hoy, con sus inversiones de las cosas, y sus desahogos líricos, y su exaltación imaginativa, han llegado a estas sublimes extravagancias72. Pero bien tenemos donde cobrarnos de estos dislates, rarezas y desvaríos. ¿Quién como el autor de Hojas de Otoño, Rayos y sombras, las Baladas y los Burgraves ha aportado al acervo común del arte tal riqueza de colores, tanta fuerza de evocación, tal brillantez de imágenes y comparaciones, tan copiosa y varia producción, que abarca la poesía con sus diversos géneros, la novela y el teatro, aunque no fuera este último ejemplo de su fecundidad el de más subidos quilates? Él removió con la palanca poderosa de su genio creador cuanto existía en el mundo real y en el más anchuroso y profundo de la fantasía y de la metafísica, si bien en este punto quedó muy por bajo del simbolismo goethiano. Enriqueció el lenguaje poético con el vocabulario de más gloriosa estirpe literaria en Francia, dilató y contrajo el ritmo, ensanchó los dominios de lo bello y de lo feo, cuyo consorcio era una de las conquistas de la escuela romántica e imprimió a sus personajes cierto sentido apostólico y reformador, torpemente ensayado por Sué, Jorge Sand y Soulié, y que casi coetáneamente y con más limpia y honda grandeza moral habrá de traer también a la esfera del arte el autor de Resurrección y Ana Karenine.

Leopardi fue la antítesis de Víctor Hugo, así en sus obras como en su vida. Con esto queda dicho que sus aportaciones a la escuela romántica, dentro del cuadro general de sus modalidades estéticas, fueron ínfimas si no nulas del todo. El autor de Los Miserables sobrepasó los ochenta años de edad, intervino activamente en los acontecimientos políticos de su tiempo, ya como orleanista, ya como republicano moderado, ya como revolucionario empedernido, y su salud envidiable le permitió emplearse sin tregua ni descanso, en el cultivo amoroso de las letras. Leopardi, enfermo de la médula y de la sangre, tuvo una vida breve y dolorosa, como Novalis, que murió a los 29 años. Desdeñó las actividades del Estado si bien no podía serle indiferente el movimiento nacionalista de Italia, paralelo al romanticismo y de grande influjo en él por cuanto los poetas italianos anhelaban la libertad política y la unificación nacional.

¿Contribuyeron los duros padecimientos y privaciones de Leopardi a su amargura y desesperación? No falta algún crítico que niegue, dejándose llevar demasiado de su natural optimismo, tal influencia. Pero más nos inclinamos nosotros a creer lo contrario. No nos podemos imaginar a Job escribiendo, en medio de sus terribles males, un libro lleno de buen humor, de serenidad y de alegría. Job era creyente y volvía sus ojos a Dios para ofrecerle el tributo de sus desdichas. El poeta de Rocanati era descreído hasta el ateísmo y se revolvía contra todo en cantos amargos y desesperados. Nadie como él arrancó a la lira del dolor tan profundos y patéticos sones. Su filosofía, precursora del pesimismo de Schopenhauer y Hartmann, le lleva a negar toda posibilidad de ser feliz en este mundo, y huyendo de las cosas que le rodean busca, sin embargo, a través de ellas en cuanto son caminos abiertos hacia el infinito o promovedoras de tal sentimiento poderoso, el dulce y hondo aquietamiento de su alma. Y como éste no llegue nunca a alcanzarse por entero, el desaliento y el dolor se trenzan en sus poesías, que tienen la transparencia cristalina y aérea de todos los deseos auténticos de nuestro ser moral, y la penumbra vaga, crepuscular, indefinida que la imposibilidad de lograrlos pone en el fondo íntimo de las cosas. Si el autor de los Paralipómenos de la Batracomiomaquia, de los Pensamientos, de los Diálogos, del Epistolario en vez de ser un místico de la incredulidad hubiera encontrado a Dios en el serio abismal de la conciencia o a través de la armonía universal, como su centro o su mente ordenadora, creemos firmemente que nadie o muy pocos le habrían superado al cantarlo. Tal albura y majestad hay en sus conceptos y sentimientos, juntamente con esa forma escultórica, impecable, de sus versos, forjados como en el yunque de una geometría del estilo. No en vano, como aquellos grandes poetas del Renacimiento, uno de los cuales -Petrarca- ejerció sobre él cierta ingrávida influencia, educó su espíritu en las letras griegas y latinas73.

¿Qué rastro podía dejar un poeta de estas condiciones en nuestros románticos? Mucho y ninguno. Mucho, porque el pesimismo de Leopardi, los gritos desgarradores de aquella alma suya en perennes tinieblas respecto de su ulterior destino, el terrible desencanto que sufría al contemplarse a sí mismo o derramar su ávida atención en torno, habla de influir por fuerza en espíritus como los de nuestros románticos, tan dados, ficticia o verdaderamente, al escepticismo, al hastío e incluso a la desesperación. Ninguno, porque nuestros poetas de 1830 eran desaliñados e incorrectos, de pésimo gusto y de instrucción tan escasa que se podría de seguro encerrar todo su saber en un librillo de papel de fumar, y sobrarían muchas hojas. ¿Qué aprecio había de hacerse en tales circunstancias de aquella cincelada forma leopardiana, en que palabra, imagen, ritmo, acento y metro eran piezas sutilísimas del más pulcro, terso y mágico estilo que cabe imaginar? En nuestros románticos la espontaneidad, la improvisación, la fantasía, el demasiado desorden lírico, ocupaban más terreno en sus poesías que la claridad y exactitud del concepto, y su rango magistral y filosófico, y el orden y temple de los afectos dirigidos a un mismo fin. Cualidades son estas que no pueden provenir tan sólo del talento natural, ni de la imaginación febril, ni del sentimiento herido por el aguijón de las cosas que hay en derredor, sino que será necesario que una esmerada educación sentimental e intelectiva ponga a nuestra capacidad creadora en condiciones de realizar la belleza: supremo y único objeto del arte.

Alfredo de Musset, por ser coetáneo de nuestros románticos y haber logrado fama universal después de muerto, como casi todos los grandes artistas, mal o medianamente comprendidos por sus contemporáneos, poco pudo influir en nuestro movimiento literario del año 30. Y sin embargo, debido a esa coincidencia de afinidades, tan corriente entre los representantes de una misma escuela, no sería difícil establecer cierta identidad de afectos y de ideas entre el autor de Las Noches y Espronceda, Santos Álvarez y Pastor Díaz. No hablamos ya de la semejanza en el modo de vivir de los dos primeros, porque el llamado mal del siglo, el tedio misantrópico y enfermizo, la honda decepción que de verdad o convencionalmente les producía la humana existencia, agrupaba a unos y otros en similitud de sentimientos, de aficiones y de deseos. Difícil será encontrar a lo largo de toda la literatura, desde sus balbuceos hasta su madurez, una continuidad tan absoluta entre la vida y la obra de los poetas. Túvose por modelo a lord Byron, estrepitosamente famoso más allá de sus propias fronteras y es lógico que al coincidir en él todos los que cultivaban la poesía en su tiempo o inmediatamente después, convinieran entre sí respecto de los rasgos más característicos.

No tenía Musset esa exterioridad brillante y cegadora de Víctor Hugo, ni la calidad aristocrática de Alfredo de Vigny o de Chateaubriand, ni esa segunda faz política de Lamartine, circunstancias que aunque ningún mérito acerven para la valoración literaria de un escritor, contribuyen mucho, sin duda alguna, a la resonancia humana, social, de las personas. De aquí que en su tiempo el autor de Andrea del Sarto y Souvenir fuera menos célebre que después de muerto, en que la perspectiva o lejanía va dando a los valores estéticos las proporciones que en realidad les corresponden, y el juicio de la crítica, desconectado de las pasiones o mezquindades que circundan, ya para exaltar demasiado o empequeñecer con exceso las obras en sus días, atribuye a éstas su verdadero alcance.

Pocos poetas como Musset sintieron la vida tan hondamente y comunicaron este sentimiento con ardiente y apasionado estilo a sus poesías. Pocos como él desnudaron su alma ante los demás, con aquel impudor suyo mezclado de malicia, de ingenuidad y de insolencia. Bebía en su copa, en su propia copa, pequeña pero suya, como él decía, dando a entender con esto cuán grande era la sinceridad de sus afectos y la originalidad de su arte, que a nadie recordaba fuera de algunas reminiscencias byronianas, de las cuales no salía menoscabada su integridad literaria. Poeta del corazón, vigoroso y sutil, deshilachaba sus sentimientos en una multitud de matices que constituía como un tornasol del espíritu. La vida desgarrada y estrepitosa que hizo, ya por imperativo de su natural erótico y bohemio, ya por inclinación del siglo a los frutos ácidos y revenidos, le brindó variedad de temas pasionales que él vistió con la pulpa lírica de sus versos, desaliñados a ratos si se quiere, pero fuertes, profundos, emotivos, con ese claroscuro con que se asoman al arte la impudicia y el candor de las almas envenenadas. Almas que aun perseverando en sus caídas y claudicaciones, llevan allá, en sus entresijos, la luz leve y temblorosa del bien.

No fue menos sincero, espontáneo y brillante en la expresión de sus afectos bajo la forma rítmica, Enrique Heine, sin ser tan apasionado como Musset, a quien se ha comparado con un caballo de raza en impetuosa carrera a través del campo74, tuvo en cambio mayor sutileza espiritual, salpimentada de ironía; estilo más correcto y puro, como Leopardi y Byron, y sobre todo esa vaguedad ensoñadora, idealista, inaprehensible, de los poetas nórdicos, que como un tul finísimo se ciñe a las cosas, espiritualizando sus contornos y llenando de misterio cuanto se vislumbra en el seno inefable de los sentimientos y de las ideas. Sus breves poemas, que han imitado Bécquer y Florentino Sanz entre otros, inconscientemente quizá el primero75 y deliberadamente el segundo, son como leves visos áticos que contuvieran un elixir fuerte y mareante, bajo cuya influencia estimuladora nos lanzáramos a poetizar por nuestra cuenta. Hay en estas composiciones diminutas, verdaderos comprimidos líricos, un fondo sentimental e intelectivo que no sólo nos seduce por cuanto significa, sino por cuanto nos deja adivinar o presentir. La poesía que va más allá de su apariencia, que no tiene límites determinables porque se enseñorea del espacio y del tiempo, yendo en todas direcciones y escapándose de la tupida red de lo temporal y finito, está tejida de verdades y de ensueños, es luz de lo conocido y aprehensible, y crepúsculo o penumbra de lo ignoto y suprarreal. Quien se columpie, por decirlo así, en medio de estos dos polos del espíritu: la verdad y lo que está más allá de nuestra verdad, como región sólo franqueable a las almas superiores, afanosas de infinito, es un grande poeta, y tantas veces hiera con su plectro las cuerdas de la lira, inundará nuestra alma de inquietud, de hondo y grave desasosiego. Byron, Musset, Espronceda, llenaron la copa de sus versos a fuerza de estrujarse el corazón sobre los bordes de ella, hasta que se colmó y desbordó. Rico y substancioso mosto hecho con la vid de todas las emociones y afanes de nuestra vida. El autor del Intermezzo, de El mar del Norte, del Regreso, de la Alemania, idealizó estos duros aletazos de la realidad circundante y de nuestra propia entraña, como esa luz un poco incierta, del crepúsculo, que en vez de destacar las formas de la naturaleza las desvanece y estiliza, proporcionando a nuestra imaginación lírica la voluptuosidad de descubrirlas.

Estas son en cifra o compendio, pues no cabe dilatarse más dados los límites en que hemos de desenvolvernos, las principales características del romanticismo, estudiadas a través de sus figuras representativas y contradictorias o desemejantes, al menos. Insistir en este examen de rasgos y caracteres románticos con la traída a colación de otros autores -Schiller, Manzoni, Vigny, Coleridge, Wordsworth, Ruckert, Shelley, Merimée- sería analizar los mismos fenómenos literarios con relación a otros escritores, o todo lo más aportar alguna variante, matiz y pormenor que en nada o en poco afectaría al cuadro general que del romanticismo forastero acabamos de trazar en las precedentes páginas. No será ocioso sin embargo tornar al Fausto, como verdadero monolito de la escuela romántica.