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ArribaAbajoCapítulo VI

Escepticismo y pesimismo: Pastor Díaz, Bermúdez de Castro y Miguel de los Santos Álvarez.


Cada vez que extendemos nuestro radio de acción a otros poetas, comprobamos, con verdadera multitud de testimonios, la superabundancia de elementos poéticos de que hizo gala el romanticismo. ¡Qué riqueza de imágenes, comparaciones y antítesis! ¡Qué esplendente, fúlgida, cegadora dicción! ¡Cuánto derroche de colorido y de luz, como si todos los tonos de la paleta y todas las irisaciones en que puede descomponerse un rayo de sol, hubieran sido volcados en cada poesía! ¡Cómo se recrea la inspiración del poeta en insinuar sus ideas y sus afectos a través de una vaguedad misteriosa, como bruma o celaje del espíritu, que no dejara ver las cosas y tuviéramos que irlas adivinando en cierta instintiva confraternidad moral con quien las vistió de forma rítmica! Los colores se diversifican; el lenguaje se llena de mórbida voluptuosidad; los sentimientos acuden en tropel, enracimados, sin orden, ni medida, como una cabalgata, un poco anárquica, de elementos psicológicos, que levantase tal polvareda en torno suyo que no hubiera manera de distinguir los límites y rasgos de cada uno, y mucho menos la correspondencia o afinidad que guarden entre sí. Nunca estuvo la poesía tan rebosante de sonidos, de musicalidad, de ardimiento. Las pasiones invaden el campo poético de modo arrollador. ¿Presumís lo que ocurriría si se rompiesen de pronto las esclusas de un pantano? El agua lo inundaría todo; arrastraría cuanto se opusiera a su paso. Pues esa fuerte, pujante, avasalladora corriente espiritual del romanticismo, rotos los débiles muros de contención que la aprisionaban, se apodera de la poesía, se extiende por su ámbito ideal como una tromba. El poeta hace a larde de su poder y de su libertad. Se encara con cuanto atrae la curiosidad de su espíritu. Da golpes de ciego; socava, perfora, destruye, y en su febril demencia ni aún respeta el recinto sagrado de las verdades eternas. Unas veces cree, otras no. Ya se revuelve airado contra Dios mismo, ya lo proclama principio o causa de cuanto existe y pueda existir. La inestabilidad de sus ideas filosóficas y el desenfado de su carácter, capaz de todas las audacias imaginables, contribuyen a tal desenfreno o demasía. Es apasionado y desdeñoso; ama la vida y la aborrece. Su corazón se agita en un mundo de pasiones encontradas, y cuando cae en la cuenta de sus contradicciones cae en la desesperación más terrible, y agotado, enfermo, maltrecho, en el hastío y desistimiento de cuanto le rodea.

Es propio de las individualidades que dentro de una determinada escuela literaria ofrecen menos aliento y bizarría, el reiterar a lo largo de sus obras alguna o algunas de las características fundamentales del movimiento estético que representan. El genio creador es amplio y vario en sus manifestaciones. Se desdobla en multitud de matices, como esos magníficos mantones de Manila que al descogerlos muestran toda la riqueza de sus gayos colores. En cambio, los ingenios de menos capacidad creadora, aunque hagan también alarde de cuantos recursos poéticos pueda echar mano su inspiración, se aferran preferentemente a alguna de las modalidades típicas de la escuela literaria a que pertenecen, y a falta de un mayor florecimiento de rasgos intrínsecos, incurren en cierta uniformidad, que los hace más accesibles al prurito clasificador de la crítica.

Hemos estudiado ya en páginas precedentes, al juzgar la obra de capitales figuras del romanticismo español, los dos caracteres, tan principales y definidores de este movimiento artístico, con que intitulamos el precedente capítulo; pero vamos a verlos ahora como nota dominante de otros autores. Nos referimos a Pastor Díaz, Bermúdez de Castro y Miguel de los Santos Álvarez, por no citar sino a los más significados dentro de las particularidades que nos proponemos examinar.

A través de la turbamulta de elementos literarios del romanticismo; ya como base de todo el edificio poético, ya como cúpula que lo coronase o bien como adorno específico de su arquitectura: esto es, como incidencia de las poesías, toparemos en seguida con el pesimismo y la incredulidad, en sus diversas exteriorizaciones.

¿Fue sincero este movimiento del alma; esta inclinación morbosa de los poetas hacia la negación o la duda, hacia la desesperación o el hastío? No dudemos en dar una respuesta negativa a la pregunta. A los dieciséis años de edad se tienen ideas y sentimientos diferentes de los que Pastor Díaz nos comunica en su composición primeriza El amor sin objeto:


Vanamente mis ojos inquietos
por doquiera se tienden y giran,
vanamente mis labios suspiran
abrasados de fúnebre ardor.
Soledad espantosa me cerca,
noche eterna mi pecho ha cubierto:
para mí todo el mundo es desierto
pues que nadie responde a mi amor.307



¡A esa edad lo que sobran son respuestas, y, además, afirmativas! Tampoco se puede decir en serio, con cuatro años más, lo que nos quiere hacer creer en su poesía Ya tengo amor, Romero Larrañaga:


Pasó de mis años tiernos
la edad hermosa perdida;
ya han marchitado mi vida
las nieves de veinte inviernos.
Veinte años ya de existir
sin saber de una existencia!
Vivir en la indiferencia,
es en la nada dormir.308



Esto, que no es verdad, pudiera, por lo menos, ser poético. Pero, como verá el lector por la muestra, y sobre todo si se siente con ánimos de leer la composición entera, nada habrá más vulgar y prosaico que esa desenfadada impostura. Menos mal que el joven Romero Larrañaga que:


temió poderse engañar
también y pasó dormida
de esto que se llama vida
veinte años sin despertar.



consigue, por fin, mandar su sueño a paseo y dar con una mujer que le sorbe los sentidos y el corazón, y aunque tornan de nuevo los pensamientos lúgubres, acaba prometiéndoselas muy felices, con su amada, en la otra vida, al lado de Dios. ¡Como si Dios quisiera tener a su lado a gente que versifica tan mal!

El poeta romántico es víctima de la atmósfera que le envuelve. No le es dado o no quiere sustraerse a la enfermedad del siglo, que cantó Musset; a ese tedium vitae que traspiran los versos de Byron y Leopardi; a esa filosofía corrosiva, demoledora, de los pensadores materialistas, contra la que apasionadamente se alzó Flanmarión en su libro Dios en la Naturaleza. Y como el desconcierto, la sordidez y la impotencia del país en que vive, no han de alentarle en su camino, sino todo lo contrario, enfriar su fervor, si alguna vez lo tuvo; desarmarle para la lucha íntima de su conciencia, y empujarle incluso hacia el abismo de desesperación y de impiedad que tiene ante los ojos, le veremos caer en la negación destructiva y mortal o en la duda voluptuosa, blanda, enervadora, que renuncia a toda disputa interior, a todo deliberado impulso ascensional en busca de la verdad trascendente.

A este estado de ánimo han contribuido, si bien de un modo indirecto y por una equivocada interpretación nuestra de su pensamiento, los escritores religiosos, y muy especialmente los ascéticos y místicos. A primera vista quizá parezca esto una paradoja o una herejía, si no ambas cosas a la vez. Pero nada más lejos de mí que incurrir en lo uno y otro. Mientras fray Luis de Granada, por ejemplo, llega al conocimiento de Dios, mediante la enumeración y contemplación de todos los seres creados, esto es, de un modo inductivo: justificando con la hermosura y grandeza de las cosas, la grandeza y hermosura del Todopoderoso, Santa Teresa, San Ignacio de Loyola, fray Juan de los Ángeles, San Pedro de Alcántara, etcétera, hacen aborrecimiento del mundo, previenen a los excesivamente confiados de las engañosas apariencias que adoptan las cosas para deslumbrar y atraer a los incautos; consideran esta vida valle de lágrimas, campo de experimentación de la virtud, tránsito para la otra, angustiosísimo y de peligros lleno. Absortos, ensimismados en la contemplación de Dios; desasidos de todo goce mundano, aún por honesto que sea; viendo en el mundo al enemigo del alma, al demonio acechando en todas partes, a la envidia, a la concupiscencia, a la soberbia; desentendidos de cualquier actividad mundana que los aparte del camino de su salvación o que los retrase en la ruta emprendida; menospreciadores, en fin, de lo terreno, que es barro, cuando no cieno, y anhelantes los unos, tan sólo, de unimismarse, mediante la vida unitiva, con el alma divina, y los otros, de conseguir la gloria como premio de sus mortificaciones. Aquel: «Vivo sin vivir en mí - y tan alta vida espero - que muero porque no muero», de la Santa de Ávila, o aquel llamamiento a la muerte, del comendador Escrivá: «Ven, muerte tan escondida - que no te sienta venir - porque el placer de morir - no me vuelva a dar la vida», proclaman, por alto modo poético, el desprecio del mundo, lo larga que se les hace una existencia que, no sólo no puede proporcionarles deleite y contento algunos, sino que es rémora y enojosísimo trámite para alcanzar la unión con Dios o disfrute de su inefable compañía. ¿No es todo esto un hastío a lo divino, producido por el retraso en lograr el cielo? Pues bien, el hombre del siglo XIX, influido no solamente por esta concepción despectiva del mundo, por esta subestimación de la vida, sino también por las doctrinas materialistas del filosofismo dominante entonces y el empuje arrollador de la moda literaria en los países que iban a la cabeza de la civilización, cayó en el mismo aborrecimiento de cuanto le rodeaba, y como le faltaba la idea sublime de Dios, como compensación del despego y menosprecio del mundo, su hastío o tedio, no buscó, como término suyo, sino la muerte, y una muerte destructora y anuladora de cuanto el ser es y representa, sin ulterior destino. Tan escéptico pesimismo es propulsor de la inspiración romántica; tema y aliento fundamental de sus poesías, y por tratarse de un carácter tan típico y entrañable del romanticismo, el que adoptan, como tónica de sus composiciones, los escritores que encabezan este capítulo.

Los griegos, que supieron dar a la vida el valor que tiene, no derivaron de un modo sistemático a estos tonos sombríos y descorazonadores de nuestros románticos. ¡Hay que estar muy ciegos para no descubrir en la vida todos los atractivos que nos ofrece, o ser unos falsarios de la literatura y pintar con negros colores lo que se nos muestra, por el contrario, con tal variedad de risueñas y placenteras tonalidades!

Don Nicomedes Pastor Díaz309 fue uno de los poetas más afectados por esta dolencia espiritual. A juzgar por sus versos, pocos hombres habrá habido tan infortunados como él. La cuerda de la lira que más hiere su plectro es la del dolor. Siempre está tensa. Sus notas, vibrantes y acordadas, son íntimos y desgarradores lamentos del corazón. Los sentimientos fluyen de su pluma con cierto desorden lírico, cual conviene a la verdadera poesía. Otras veces, y esto es lo más frecuente, con la disciplina, ponderación y trasparencia propias de los poetas clásicos, en los que alzándose la razón, vigilante y severa, contra cualquier desconcertado impulso del corazón, hace abortar toda extravagancia o desbarro.

Bellísimas son sus composiciones Mi inspiración, La mariposa negra, La sirena del Norte y A la luna310, que no dudamos en colocar al lado de las mejores de nuestro Parnaso. ¡Qué rico, original y elegante el lenguaje tropológico! ¡Qué brillante dicción poética! ¡Qué versos más musicales, cincelados y rítmicos! ¡Pero qué desolación interior! ¡Qué umbría y fúnebre tristeza se apodera del alma del poeta! Parece como si el sol, jocundo y fecundante, que preside, desde un cielo azul, limpio, encendido, todas las operaciones de la naturaleza, se hubiera apagado del todo o irradiase su luz tan sólo entre negros nubarrones. Como si el espumoso mar de las costas, en cuyas agitadas aguas van a mirarse fugazmente los astros, no tuviera otro objeto que el asordarnos con el lúgubre batir de sus olas en los acantilados. Y no hubiera cristalinos arroyos, que murmurasen entre la agreste maleza de los bosques; ni noches claras y ledas, vestidas con la plata refulgente de la luna; ni céfiros blandos que apenas meneasen la floresta; ni corazones de mujer que prodiguen amorosas ternuras; ni alegres y honestos placeres que proclamen la salud moral de los hombres y el excelente concierto de la vida, deparadora de alegrías y satisfacciones. Todo es, por el contrario, negro, árido, fúnebre, luctuoso, desolador. Las últimas lucecitas de la esperanza se han apagado. Los pensamientos más tristes, llenos de una enfermiza melancolía otoñal, se han posesionado de la mente, como una bandada de cuervos. El corazón ya no late acompasadamente al estímulo de dulces afectos, o es un volcán de pasiones siniestras o un cadáver insepulto.

Jamás en nuestra literatura sonó la voz de las almas, con acentos tan amargos y desconsoladores. El pesimismo es densa atmósfera moral que envuelve al poeta y le ahoga con los pútridos elementos de que está formada. La imaginación ha suprimido todo objeto, idea y sentimiento que no se avenga a este estado del ánimo. Y el poeta hurga voluptuosamente en su corazón, porque al exacerbársele así el dolor siente el placer negativo de toda mortificación patológica.

En este aspecto tan característico de nuestra poesía romántica, pocos aventajarán al autor de A la muerte, Una voz y Desvarío. La musa que le inspira no tiene la gracia y serenidad, verdaderamente célicas, de las que habitaban el sacro Pindo. Es una musa torva, áspera, sombría, fantasmal, aunque el poeta la repute «deidad radiante». Su vestido es blanco, pero «un negro velo» oculta su hermosura. Si


alza fugaz los móviles crespones



mostrará sus facciones celestiales, pero nada más que «un rápido momento», que una siniestra nube teñía de palidez «sus formas Bellas»,


y sus ojos luciendo como estrellas



denotarán recientes lágrimas. Su voz, débil y suspirante, nunca ha repetido los ecos del Parnaso. Sólo ha acompañado los acentos con que suspira el alción en su viudez o los gritos del náufrago al morir. Habita entre las rocas; preside el horror y las tempestades; visita las tumbas y entrega a los poetas, para que canten sus fúnebres pasiones, un laúd de ébano y concha, es decir, negro, como la madera del árbol indostánico, y frío, como la materia que cubre el cuerpo de los animales testáceos.

Nicomedes Pastor Díaz

Nicomedes Pastor Díaz

[Págs. 320-321]

No debe, pues, sorprendernos que musa de tales atributos, galas y calidades, sólo inspire composiciones como las ya citadas. El poeta oirá silbar el aquilón, bramar el torbellino y rugir las olas; o retumbar con lúgubre son la campana que anuncia la agonía. Verá losas funerarias, sepulcros, esqueletos, fantasmas


derramando en su mirada,
fuego el alma depravada
sangre el corazón feroz.311



manos heladas, de muertos, las cuales se posarán férreas, duras, como monte de hielo, sobre su frente. No bastarán las aguas del Eresma, ni incluso las del mar, para calmar la ardiente sed que le abrasa y consume. El mundo será un cementerio, la sociedad un yermo, cieno «la esqueletada vida». No habrá ilusión, ni encantos, ni hermosura, que la muerte implacable reinará sobre la naturaleza. La luna, en cuyo loor los poetas han tejido lindas guirnaldas de versos, es hoy, sobre el helado cielo


un peñasco que rueda en el olvido
o el cadáver de un sol que endurecido
yace en la eternidad.312



El espíritu de Senancour, de Fóscolo, de Leopardi, del falso Ossián, del Young de Las noches lúgubres, de Kierkegaard, de Heine, en el ápice de su morbosa melancolía y de su tajante escepticismo, insuflado en el de nuestro poeta. No puede atribuirse tan negra y desesperada tristeza a la región nativa de Pastor Díaz. Galicia, como la parte septentrional de Portugal, ha infundido en el alma de sus vates una crepuscular melancolía, llena de un fondo tibio y soñador, que puede provenir, fácilmente, de la afeminada ternura del paisaje y del clima húmedo, neblinoso, dulzón, sin patéticas anfractuosidades, ni calenturas de sol, ni sequedades de meseta castellana. Pero nada tiene que ver con ese declinar luminiscente y voluptuosa blancura, llena de íntima nostalgia de las cosas, de la literatura galaicoportuguesa, lo lúgubre, sombrío y necromaniaco de la obra poética de Pastor Díaz. Menos juicioso aún sería enraizar esta propensión del espíritu de nuestro autor en un amargo y doliente pasado. El poeta de Vivero tuvo la vida más propicia que adversa. Fue Secretario del Gobierno Civil de Santander, después de haber sido Oficial del de Cáceres; jefe político de Segovia y de Cáceres, diputado y senador. Nada sabemos de reales y tangibles tribulaciones suyas, de fracasos y renunciaciones que entenebrecieran su corazón, o de amores contrariados como los de Fígaro. Hay que creer, pues como ya hemos observado reiteradamente en estas páginas, que todo fue fruto de la tiranía imperante y de la ductilidad eminentísima de algunos talentos poéticos para amoldarse a los patrones de la moda.

Y como el poeta afirma y niega, sin tener que atenerse al rigor científico del filósofo; más bien por arrebato del corazón en mínimo consorcio con el entendimiento, con la misma seguridad con que observa que no hay Dios, proclamándole luego se desdice. Deja abierta la interrogante para que otros respondan por él, o le deniega en nombre de la razón, mientras su corazón doquiera le revela:


Y cuando henchido de delicia y vida
te bañes en tan plácida dulzura,
niega entonces a Dios, y la natura
te lanzará su justa maldición.
¡Mira y adora! su brillante gloria
desde el abismo hasta los cielos llega;
que si orgullosa la razón lo niega
lo revela do quiera el corazón.313



La precedente estrofa corresponde a un pequeño poema intitulado Dios, de la misma tendencia filosófica de otros de Víctor Hugo, e incluso de alguno de igual denominación, de este poeta francés tan dado a la poesía trascendental; hermosa y brillante por los fulgores de la forma, pero, en mucho, disparatada, extravagante y pretenciosa, si nos atenemos a su contenido. Esto es lo bueno que tiene la poesía, aunque no recomendemos nosotros libertad tanta; que se puede energumenizar en ella cuanto se quiera, con tal de que el vaso en que brindamos el menjurge sea de cincelado oro y pedrería.

Precitada composición, que juntamente con otras de diverso asunto y género aparece en el libro cuyo título indicamos más abajo, fue escrita por D. Salvador Bermúdez de Castro314, más tarde duque de Ripalda; hermano de D. José, el cual le supera, cosa que parecerá imposible a quien conozca Tristezas del espíritu, En un templo, La duda y Sepulcros y misterios, del primero, en arrestos románticos, si por tal se entiende esa literatura luctuosa, fúnebre, tremebunda, de muertos que interrumpen el sueño eterno para organizar una zambra gitana, diríamos, bajo la losa del sepulcro o para ir a pedirle explicaciones a su mujer, de su infidelidad315.

Sin la dicción poética, verdaderamente egregia y escultural, de Pastor Díaz, que en fulgores y cincelado de lenguaje nada tuvo que envidiar dentro de su época, pero también con vena pródiga en lo tocante a imágenes y comparaciones, vigor en los trazos descriptivos y desorden lírico, cual corresponde a quien se arrebata e inflama por dentro; ya al estímulo de los pavorosos problemas de la conciencia, ora merced al soberano espectáculo de la naturaleza, Bermúdez de Castro trató también en sus poesías los temas de la duda, del dolor, de la desesperación, infundiéndoles el mismo sentimiento sombrío y desolador que hemos observado en el poeta lugués, e incluso terrorífico en determinadas composiciones.

De la lectura de estos versos, cuando, como me ha pasado a mí, hay que leerlos sin interrupción, ya que exigencias de tiempo en la redacción de este libro, no me permiten intercalarlos de otras poesías de diferente fondo, sale el espíritu contristado, y si se me consintiera una metáfora un poco prosaica, si se quiere, pero muy gráfica, diría que saburroso, merced a las materias dañosas en él acumuladas. Tanto trafagar entre sepulturas, esqueletos, fantasmas, sombras y gusanos; tanto decir que la vida universal


es nacer, sufrir, morir.316



que «está yerto el corazón gastado»


y más yerto lo siento cada hora:
rompe el dolor el cuerpo fatigado:
cansancio atroz mi espíritu devora.317



proclamar, a cada paso, que la terrible duda les acongoja y consume:


Infeliz, nada sé, nada creo;
una nube fatal sólo veo,
sin belleza, sin luz, sin color.
Porvenir angustioso, insensible
me presenta mi triste existencia,
que no tengo ninguna creencia
que me anime a su dulce calor.318



esos escrúpulos empapados de enfermiza melancolía; esa clorosis de la luna, que parece padecer o estar abocada a una tisis galopante, acaban por fatigarnos y empacharnos. Ganas me entran ya de encararme con estos poetas y espetarles, como dos y dos son cuatro: «-Crean en todo o duden ustedes de todo cuanto les venga en gana. Vivan ustedes muchos años o muéranse de repente si les place; pero déjenme en paz de una vez, que ahora mismito me voy a dar un buen paseo al sol».

¡Ah, si toda esta superabundancia creadora se hubiese diversificado, esparcido a través de otros muchos temas y sentimientos que solicitan el laúd de los poetas! Si el radiante numen de tan notables cantores; su esplendente dicción poética; la riqueza de sus imágenes y comparaciones; la variedad de metros y el copiosísimo vocabulario de que disponían hubieran sido mejor empleados, con más depurado gusto, más concentrado lirismo y apretada forma, quizá no fuera hiperbólico decir, que habría sido difícil encontrar, a lo largo de nuestra historia literaria, un periodo más brillante que éste. Pero el vasallaje rendido a la moda, que a través de nuestro temperamento, impresionable por demás, se agudizó y cundió en delirios y extravagancias fuera de toda disculpa, hizo caer, no sólo ya a los ingenios profundamente románticos, como Espronceda, Zorrilla, Pastor Díaz, los hermanos Bermúdez de Castro, Salas y Quiroga319, Sazatornil320, Güel y Renté321, etcétera, sino a otros más ponderados y menos accesibles al influjo romántico, como la Avellaneda y Tomás Aguiló, por ejemplo.

Volviendo al autor de Ensayos poéticos, digamos, por último, que son muy bellas las composiciones tituladas La Fragata, A un águila, La trova en la Alhambra y A los astros, si bien en esta última, a través de sus serventesios, primorosamente forjados, asoma el negro pesimismo que da carácter distintivo a casi todas sus poesías.

La posteridad quizá haya sido demasiado severa con el señor Bermúdez de Castro. Muchos de sus versos, de un alto valor estético, deberían ser conocidos hoy por los amantes de la poesía, que de seguro no saldrían defraudados de la lectura. ¡Cuántas composiciones coleccionadas en antologías y florilegios detentan un lugar que correspondería ocupar a las de este poeta! De aquí que nos sorprenda que colector de tanto gusto como don Juan Valera, no haya reservado espacio apenas en su Florilegio de poesías castellanas del siglo XIX, al señor Bermúdez de Castro.

El Pílades de Espronceda, amigo inseparable y amantísimo, continuador, en un canto, de El Diablo Mundo, don Miguel de los Santos Álvarez322, a pesar de su ingenio chispeante y burlón, de la suave ternura que trasciende, como un efluvio, de buena parte de sus versos, y de haber sido considerado, en razón a su novela La protección de un sastre, como uno de los mejores humoristas del siglo XIX, también cayó de hoz y de coz en los excesos y desvaríos que hemos censurado antes.

De quien venía pertrechado de tan bien templadas armas, habría cabido pensar en cualquier otro campo de acción de su talento poético, menos en el elegido. El dicaz desenfado de sus digresiones, los finísimos rasgos líricos en que abunda su obra literaria, poco copiosa por cierto, debido quizá, según observan algunos comentadores suyos, a su descorazonamiento respecto de lograr la gloria, dados los medios de que disponía, y sobre todo, la dulce afectividad de su estilo, la trasparencia y suavidad del lenguaje, que fluye con naturalidad encantadora, auguraban otro género de poesía que aquél a que corresponde el fragmento poemático Al mar y los sonetos que comienzan: «¡Con menos esperanz a que ventura»... y «¡Vuela, vuela inocente fantasía»...323.

Si nos dejáramos llevar del humorismo de que está tan hondamente impregnada su novela La protección de un sastre, diríamos que los versos intitulados Al mar, podrían haberse llamado Dos luces o Entre dos luces o La lux buena y la lux mala. Y hay que reconocer que tal fragmento es excelente testimonio de la inspiración del señor Álvarez, de su ardimiento lírico, de su elegante, primorosa dicción poética. Hay calor, entusiasmo, imágenes muy bellas, espontaneidad y prontitud en los versos, que no denotan la menor premiosidad constructiva. Pero falta la unidad interna, ese concierto ideológico y afectivo que debe existir siempre a través de todo desorden lírico, para que la emoción estética se produzca profunda e intensamente.

Nutrida la mente de ideas filosóficas poco estables; sumergido el espíritu en las aguas turbias e inquietas, y en muchos casos turbulentas, del pensamiento racionalista del siglo XIX, que afanoso de clavar su escalpelo disector en todas las graves cuestiones planteadas a la curiosidad del hombre, más las enredó que las hizo comprensivas y accesibles, el autor de María sigue los mismos pasos escépticos de sus coetáneos Pastor Díaz, Espronceda y Bermúdez de Castro.

Burlóse con irreverente soltura de la impotencia de los sabios, de los pensadores, para descifrar tanto misterio como nos circunda:



Pero siga adelante nuestra historia,
que el hablar de las almas es simpleza,
pues nadie sabe nada de su gloria,
ni de su espiritual naturaleza;
hay quien dice que tiene su memoria,
entendimiento y voluntad, y empieza
por estas tres magníficas tajadas,
a dar mil ontológicas erradas.

A cada paso se oye un no y un sí...
algunas veces se oye un ya se ve...
Se habla de Dios, defínesele así,
diciendo, que Dios es un ente a se;
el alma no es a se, ni vive en sí,
que vive en Dios por quien creada fué...
quien me entienda me entienda, porque yo,
ni entiendo al que me entienda, ni al que no.

Y esta obscura, intrincada y mala octava,
es fiel imagen de la ciencia nuestra,
cuando llena de orgullo, pobre, acaba
de dar de su poder alguna muestra.

Si alguna cosa mala nos faltaba,
ya la tenemos, pues con tal maestra,
no es raro que enojada, echando ternos,
se vaya la verdad a los infiernos.324



Pero, pese a esa incompetencia del siglo, de la ciencia, de los hombres, para darnos ideas ciertas, estables y profundas, de cuanto apetecemos conocer y poseer en verdad axiomática o poco menos, el autor de Villancicos y ¡Pobres niños! pagó su tributo a la sabiduría de su tiempo, no sólo dando más de una prueba de su escepticismo, sino empedrando sus negaciones o dudas de chistes, burlas e irreverencias.

Y lo que menos nos explicamos, pero que viene a confirmar la tornadiza y cambiante hechura de su ingenio, son esos fuertes, espesos brochazos de pesimismo que advertimos a lo largo de sus obras.


¿Y qué ve el corazón?... Allá muy lejos
en inmenso fantástico horizonte,
do quiera que se vuelva en derredor,
de esta luz tan hermosa a los reflejos,
ve un mundo igual... el mundo del dolor!
¡Ácido, triste, yerto,
grande de largos años de camino!...
¡Está en la lejanía todo muerto,
como está muerto todo lo vecino!325



El ansia siempre acuciante, por insatisfecha, de infinito, exclama dolorida, desesperada:


¡Ay! ningún sentimiento
es grande en mi!... ¡Miseria,
todo miseria y vanidad y viento!...
¿Y este espíritu vago, que sediento
de eternidad, maldice a la materia,
por qué cruel me agita,
por qué dentro de mí vive y palpita?...
¡Yo no sé, no sé más que son crueles
muy crueles mis penas,
muy cruel mi amargura,
que esta dolencia mía no se cura,
que es un veneno de escogidas hieles
la sangre de mis venas!...
¡Que solo y a la orilla
del quejumbroso mar grande y desierto
ni para el mar ni para mi alma brilla
astro alguno de paz y de concierto!...326



Toda la obra de Miguel de los Santos Álvarez es incompleta y fragmentaria. Añadió un Canto a El Diablo Mundo, de Espronceda. Sus versos Al mar formaban parte de un poema del que nada sabemos. Los que empiezan «¡Pobre, pobre alma mía...» los había de improvisar un personaje de un cuento fantástico. María consta de un solo Canto. Y preferible es que así sea, pues hubiera sido una verdadera pena que la angelical criatura que nuestro poeta pinta con tonos tan delicados y bellos, hubiese tenido el mismo doloroso y trágico fin de Lucía, la amante de don Luis, en el séptimo Canto de El Diablo Mundo, que compuso y añadió a este poema nuestro vate, como ya queda dicho más arriba.

¡Qué fluido, terso y abundante el estilo poético del señor Álvarez al describirnos lo que fueron galas y hechizos de Doña Tomasa! Si imperativos de espacio, muchas veces contravenidos con dilataciones en las que no podíamos dejar de incurrir tratándose de gloriosos autores, no impidiesen trasladar aquí, por entero, tan lindo fragmento del poema, hiciéramoslo de bonísimo grado, para que el lector se recrease y holgase en la lectura. La lira de nuestro poeta, que también sonó primorosamente en el soneto que comienza: «¡Cuán bella sale la naciente aurora...» lanzó sus más dulces, apasionados y ternísimos acordes en esta tentativa poemática! Pudo y debió dejarnos, tan peregrino ingenio, algo más que estos contadisímos, breves e incompletos testimonios de su numen. Culpa fue de aquel siglo batallador, dinámico, inconstante, aurora de todo y cenit de nada, en que la mente, activa unas veces, perezosa otras e irresoluta siempre, se derramaba en las operaciones más contradictorias o diversas, sin alcanzar nunca la sazón de toda labor bien dirigida, entrañable y fecunda.

Miguel de los Santos Álvarez

Miguel de los Santos Álvarez