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ArribaAbajoCapítulo VII

La ternura: Enrique Gil. Otros poetas: Donoso Cortés, Pacheco, Corradi, García Gutiérrez, Hartzenhusch, Escosura (P.), Romea, Asquerino (Eusebio y Eduardo), Madrazo (P.), Cueto, Romero Larrañaga, Ros de Olano, García de Quevedo, Aguiló y Hurtado.


Dentro de las diversas modalidades que adoptó en sus creaciones la musa romántica, la ternura quizá sea una de las más fundamentales. Cabe improvisar el dolor aun cuando no se sienta de verdad, y el pesimismo, que envuelve todas las cosas en negros cendales o esa actitud escéptica frente a los pavorosos problemas que la razón tiene ante sí planteados, desde el mismo momento en que abre sus ojos ávidos, inquisitivos, anhelantes de conocer y comprender. La moda literaria y la corriente filosófica del siglo en que el escritor vive, pueden imponerle determinados patrones en la elaboración de sus obras, aunque sus íntimos sentimientos y sus ideas estables sean otros muy diferentes de los que proclama a cada paso. Sin embargo, hay en el arrebato con que se exteriorizan y en la abundancia de sus testimonios, como un indicio de falsedad, de convencionalismo. Parece algo así como si quien siente y piensa de esta manera no estuviese muy seguro de sus propios pensamientos y afectos, y acumulándolos copiosa y pródigamente ante sus ojos tratara de convencerse a sí mismo. Por eso la literatura romántica, salvo algunos casos no muy numerosos, en que la vida y el carácter del autor vienen a corroborar sus afirmaciones, a respaldar y refrendar sus sentimientos e ideas, adolece de fingimiento, pues es casi siempre o una simulación del estado de ánimo y de la «posición» mental respecto de la vida, o una deliberada hipérbole mediante la cual las operaciones del alma se abultan y agigantan hasta borrar por completo los límites de sus verdaderas proporciones.

Pero la ternura, cuando hace su aparición en la poesía, no es un producto de la simulación. Denota, por el contrario, que en el alma del poeta hay un enjambre de doradas abejas y que todos los afectos en que es tan rica no son otra cosa sino la miel que aquéllas van fabricando en el corazón. Miel que fluye a las palabras, a las imágenes, a las comparaciones y que las hace más golosas y apetecibles. Porque no sólo son tibios, blandos y dulces los sentimientos que le manan al poeta del hondón del alma, como diría Unamuno, sino también las palabras con que los expresa.

Pues bien, ni esta sinceridad de afectos, de ideas, de emociones; ni la idoneidad del lenguaje respecto de su contenido, se improvisan fácilmente. Versos de honda y delicada ternura los encontraremos en Espronceda y Miguel de los Santos Álvarez, por ejemplo, mas irán mezclados en ellos la incredulidad y el pesimismo, ya de un modo permanente, ya alternativo, y aun en este caso lo bastante para darles carácter específico y fundamental. Y una ternura entreverada de rasgos escépticos y de tonos sombríos, es más signo de inconstancia, de versatilidad, de cambiantes estados del espíritu, que substancial manera de ser suya, por lo que nunca podrá considerársela como elemento distintivo y caracterizante de una modalidad literaria.

Enrique Gil, en cambio, fue, a nuestro juicio, el poeta romántico que, no estando del todo libre de estas lacras, mejor dio esta nota de ternura, de idealidad, de dulce y soñadora melancolía. ¿Recordáis esos crepúsculos galaicos o esas melodías populares también del país de Rosalía, en que la sensación de vaguedad y de nostalgia está como diluida en la luz y en los sonidos, de tal manera que al ver declinar la tarde o al oír la gaita, nos sentimos presos de una vaga, indefinible tristeza? Pues esta misma impresión será la que experimentéis al leer las poesías de Enrique Gil327. Limpios y no del todo, como acabamos de notar, de las extravagancias y desvaríos de la escuela romántica; depurado de sus hieles, sin la pluma entenebrecida por el pesimismo sombrío y desolador de Leopardi, ni manchada de escepticismo y de impiedad, a lo Heine y Espronceda, la veréis detenerse en la contemplación de aquellos objetos de poesía que mejor riman con la infinita ternura de su alma: la gota de rocío y la violeta. Y las cantará con los sones más dulces, melancólicos, soñadores, de su lira. Como miel del espíritu muy concentrada que va derritiéndose al calor de la propia emoción, fluirán sus sentimientos a las poesías. Quizá a veces resulte tan extremadamente tierno y suave, tan suspiroso y vago, que se desnaturalicen las imágenes de las cosas y caiga ya en cierto sentimentalismo llorón, como esas melodías decadentes que de tan dulces, melíficas, enervan e inmovilizan el alma, dejándola casi sin aliento, sumida en una mórbida voluptuosidad.

La biografía de Enrique Gil328 es muy breve, pero muy triste. Nuestro poeta hizo sus primeros estudios en Ponferrada, con los Agustinos. En el monasterio de Espinareda y en el Seminario Conciliar de Astorga aprendió Filosofía y en la Universidad de Valladolid comenzó la carrera de Derecho, terminándola, tras graves dificultades económicas, en Madrid. Encargado de una misión diplomática en Prusia, murió en Berlín el 22 de Febrero de 1846 a consecuencia de una lesión pulmonar y tras el proceso patético propio de tan terrible enfermedad. Vivió treinta y un años.

El paisaje de su tierra natal está en sus poesías como marco o fondo de sus pensamientos y afectos. Fue un enamorado de la naturaleza. Bastará abrir cualquiera de sus libros para comprobarlo. Su lírica sentimentalidad diríamos que se recuesta sobre las cosas; que busca en las limpias aguas del lago Carucedo, o en el Sil, o en los montes y los sotos del Bierzo, un punto de plácido reposo en que apoyarse. El numen que lo estimula y pone en trance de crear, más simpatiza con las dulces emociones que provienen de lo humilde y pequeño, que con la fuerte reacción de la sensibilidad respecto de los fenómenos capitales. De aquí que puestos a elegir entre sus poesías, prefiramos Una gota de rocío, La caída de las hojas, La violeta, e Impresiones de la primavera, a Al dos de mayo, Polonia, Un recuerdo de los Templarios y la elegía A Espronceda. Y no porque no haya en estas composiciones versos primorosamente forjados, tanto por su contenido de honda poesía, como por lo estatuario de la forma. Pero son los tonos suaves, la voz apagada y misteriosa que va insinuando los tesoros de ternura, lo vago y etéreo de los sentimientos, como el aliento o suspiro de las cosas, lo que más nos atrae y seduce de este poeta.


Gota de humilde rocío
delicada,
sobre las aguas del río
columpiada;
la brisa de la mañana
blandamente,
como lágrima temprana
transparente,
mece tu bello arrebol
vaporoso
entre los rayos del sol
cariñoso.
¿Eres, di, rico diamante
de Golconda,
que, en cabellera flotante
dulce y blonda,
trajo una Sílfide indiana
por la noche,
y colgó en hoja liviana
como un broche?
¿Eres lágrima perdida,
que mujer
olvidada y abatida
vertió ayer?
..............................
..............................
¿O de amarga despedida
el triste adiós,
lazo de un alma partida
¡Ay! entre dos...?329


Los afectos son castos y dulces. La dicción poética de la mejor prosapia, como una túnica suave, sutil, aérea, que se ciñe delicadamente a las ideas y los sentimientos, denotando, merced a esta flexibilidad suya, sus contornos y perfiles.

Esta composición tan alada, sin otras galas que las precisas; de una metrificación ennoblecida por el estro de uno de nuestros mejores poetas, abrió al autor de Un día de soledad y Meditación las puertas de la celebridad. Después las cuerdas de su lira, se hicieron más tensas y vibrantes, y aun cuando la delicadeza y la ternura siguieron siendo sus acordes más felices, la elocución trocó su vaga e imprecisa musicalidad primera, en grave canto y los sentimientos escondieron en sus entrañas como un dejo de amarga filosofía.

No tuvo esta faz de su espíritu creador, el gesto duro, sarcástico o impío de un Heine, de un Leopardi o de un Espronceda. Ni las complicaciones psicológicas de los dos primeros, llenos de abismos y despeñaderos; ni la bravía incontinencia del último. Mas, así y todo, la época, el ambiente moral en que se desenvuelve Enrique Gil, las contaminaciones de otros poetas nacionales o de allende las fronteras, que tanto alarde hacían de su sombrío escepticismo, inclinaron su alma, algunas veces, del lado de la moda imperante.

Lo que pudiéramos llamar necromanía literaria, es decir, propensión del escritor a llenar sus obras de elementos fúnebres: el sepulcro, el panteón, la huesa, la «lúgubre campana», el «acento funeral», la muerte, el ataúd, «la noche sepulcral», etc., fue contribución que pagaron con creces nuestros románticos. ¡Qué pocos, por no decir ninguno, se salvaron de tan reprensible manía! Enrique Gil también pagó este tributo. Sus versos ofrecen múltiples testimonios de que no fue de los más remisos en acudir a la llamada de Young, el autor de las Noches lúgubres.


Que es la voz de la campana,
voz de alegría y tristeza,
de alegría en la mañana,
triste en la noche cercana,
sepulcro de la belleza.
..............................
¡Bendita esa lúgubre campana!
¡Bendito sí, tu acento funeral!


- (La campana de la oración).                



Crímenes y virtud juntos descansan
¡Oh mi Dios! en la noche de la huesa.


- (La caída de las hojas).                



Y un mundo de justicia y confianza,
detrás del ataúd.


- (A... Sentimientos perdidos).                



Ver que solamente existe
en la noche sepulcral.


- (Un recuerdo de los Templarios).                



Cruzas también el mundo de la pena,
envuelta de la muerte en el capuz?


- (La nube blanca).                


Esta perversión del sentido de lo bello, no nos sorprendería en el dueño de una funeraria, que, sintiéndose solicitado de las Musas, se diera a versificar sobre las cosas que tuviese en torno suyo, pero es imperdonable en una persona de la cultura, sensibilidad y buen gusto de Enrique Gil. No quiso desentenderse de los imperativos de la moda, como tampoco se mostró exigente consigo mismo en la búsqueda del consonante -que cuantas veces escribía «ojos», vendrán detrás los «enojos», «abrojos» o «despojos»330 ni evitó ciertos descuidillos del lenguaje; tales como decir «te se», por «se te» y ponerle una «s» final -licencia muy generalizada entre los poetas-, a la segunda persona del singular del pretérito indefinido. Pero todas estas cosas son pequeños lunares que en nada rebajan el oro de ley de sus versos. La lírica poetización que nos hace de la naturaleza, del paisaje nativo; la ternura que palpita temblorosa y dulce en la mayoría de sus composiciones; esos elegantísimos cuartetos en que cantó a la humilde violeta, nos resarcen sobradamente de cualquier pequeña desilusión sufrida, de la contrariedad de un consonante excesivamente manoseado o de un lapsus gramatical. Muchos han sido los que han cantado a las flores, desde Francisco de Rioja hasta él; pero en este coro de altísimos poetas, no desmerecerá nunca la voz simpática, llena de emoción y de dulzura, de Enrique Gil.

Ya hemos observado antes que el romanticismo español estuvo representado por una pléyade de poetas muy numerosa. Si la calidad de éstos hubiera estado en razón directa de su número, difícil habría sido encontrar, a lo largo y a lo ancho de nuestra historia literaria, una época de mayor florecimiento y esplendor que la romántica. Pero no todos los poetas volaron a la misma altura ni ofrecieron caracteres idénticos. Los hubo, como Donoso Cortés -que también echó su cuarto a espadas sobre la debatida cuestión de clásicos y románticos331-, que apenas tuvieron contacto con las célicas habitadoras del Pindo. Otros, como don Leopoldo Augusto de Cueto y el famoso comediante don Julián Romea, mostráronse oscilantes e indecisos entre los dos polos opuestos del espíritu creador, y ya caían en las tenebrosidades y turbulencias del romanticismo, como volvían los ojos al ideal clásico, arrancando a la lira sencillos y armoniosos sones, llenos de serenidad y sosiego. Y no faltaron los que más afortunados y celebrados en las lides de la oratoria, como don Fernando Corradí, o del periodismo, la novela y el teatro, como don Patricio de la Escosura, o de la política y el foro, como don Eusebio Asquerino y don Joaquín Pacheco, respectivamente, obtuvieron más lauros en estas actividades, que en sus correrías por las faldas del sacro monte.

¡Tal era la atracción que la literatura ejercía en los individuos cualesquiera que fuesen sus quehaceres profesionales!

El autor del Ensayo sobre el calolicismo o del Ensayo a secas como lo llama, un poco hiperbólicamente, el padre Blanco García -¡a qué exageraciones nos lleva la simpatía nacida de ideas comunes!- no estaba desprovisto del todo de aptitudes para aspirar al título, tan codiciado siempre, de poeta. Sin embargo, sus actividades intelectivas tomaron el derrotero de la política y de la especulación filosófica, aplicada a los candentes problemas religiosos y sociales que España tenía planteados en aquellos días, y sus tentativas poéticas redúcense a contadas composiciones.

Dentro de éstas quizá no sea aventurado reputar como la primera su canto épico sobre el cerco de Zamora332. Además de este ensayo épico, escrito en octavas reales -algunas de ellas bien forjadas y no huérfanas de bizarría y alardes tropológicos- compuso una elegía a la muerte de la duquesa de Frías, inferior, sin duda alguna, a la de don Juan Nicasio Gallego y las estrofas denominadas La venida de Cristina, que no figurarán nunca, ciertamente, en ningún florilegio.

Aquel corazón fogoso, henchido de altos ideales, pronto a arder por sus cuatro costados en relumbres polémicas, reivindicadoras de firmes, anchas, profundas convicciones religiosas y políticas, apenas podía moverse entre las angosturas del metro y de la rima. Su verbo creador gustaba más del período opulento y torrencial; de las amplificaciones, que van descogiendo el contenido ideológico hasta extenuarlo y consumirlo bajo la turgencia del ropaje literario. Todo lo contrario del verso, que es apretadura y concisión, quintaesencia y levedad.

La palabra, como a fray Luis de Granada y don Antonio de Solís, y Castelar, se le desbocaba, sin que entredicho alguno bastase a contenerla. En manos como éstas la lira, nada o muy poco tenía que hacer. Por eso, cuando el marqués de Valdegama, arrimando los labios a la fuente Hipocrene, le sorbía su linfa inspiradora y fecundante, no era el verso lírico el que mejor forjado salía de su pluma, sino aquel otro bizarro y sonante, ahito de arrogancias épicas, de la poesía narrativa y conmemoradora de nuestros fastos históricos.

Hizo Donoso Cortés confesión de fe romántica en su prólogo a El cerco de Zamora. Pero su confesionalismo literario está lleno de tolerancia. Admite e incluso aplaude el ideal clasicista que presidía las actividades de la Academia Española en aquellos años tan turbulentos y renovadores. Y cuando se pone a discurrir sobre tema tan controvertido como la clásico y lo romántico, proclama que «Virgilio con los pensamientos de Dante o Dante con las formas artísticas de Virgilio, serían el tipo acabado, inimitable, ideal de lo sublime y de lo bello»333.

Don Joaquín Francisco Pacheco334 también entreveró sus piezas oratorias, de jurisconsulto, parlamentario y ateneísta, de poesías líricas, tres obras dramáticas y prosa histórica, que recogió en 1864, bajo el título de Literatura, Historia y Política, en varios volúmenes, con el natural deseo, propio de todo espíritu creador, de que sus tentativas y ensayos perdurasen en la memoria de los hombres.

Patricio de la Escosura

Patricio de la Escosura

[Págs. 336-337]

No fue Pacheco, en cuanto toca a sus composiciones líricas, un poeta romántico. Sus versos están llenos de reminiscencias clásicas, de citas mitológicas, de las que abominaba el movimiento literario que venimos estudiando; de reduplicaciones y otras elegancias poéticas más concordes con el estilo de Quintana, Martínez de la Rosa, Lista y Gallego, que con el de Espronceda, Zorrilla y Pastor Díaz. Recordemos, de pasada, sus estrofas A D... y sus cuartetos intitulados Meditación, pues los sonetos que figuran al lado de estas poesías carecen de la rica cinceladura y elevación final que requiere este género de composiciones.

Pacheco, como Corradi335, el autor del poema Torrijos o las Víctimas de Málaga336 sobrevivirá al olvido que el tiempo inexorable va tejiendo en torno de las personas cuyos títulos y merecimientos no alcanzaron la cumbre de la celebridad, por sus discursos parlamentarios y sus actividades en el foro y la prensa, respectivamente, que por sus escarceos con las musas, las cuales les fueron más esquivas que propicias y acogedoras.

Aunque la fama de García Gutiérrez y de Hartzenbusch proviene, sin duda de ninguna clase, de sus obras dramáticas, no debemos omitir en esta sucinta enumeración de poetas románticos o semi-románticos, con que quisiéramos completar nuestro trabajo, algunas composiciones líricas de aquellos dos singularísimos ingenios, sobre todo, la traducción de La Campana, de Schiller, que bastaría a dar renombre a Hartzenbusch, si no tuviera en su haber otros triunfos y lauros.

Cabía esperar de García Gutiérrez, dadas las largas tiradas líricas en que incidía en sus obras dramáticas, valiosos testimonios de su talento poético respecto de este género de composiciones. Sin embargo, ni sus poesías líricas, ni las narrativas a que propendía su numen, pueden enfrentarse, en cuanto a su valor intrínseco se refiere, con sus dramas.

Las primeras tentativas literarias del autor gaditano, fueron unos versos a Belisa, aparecidos en el Cínife. Consagrado ya por el triunfo apoteósico de El Trovador, que sí es una obra de audacia y bríos juveniles, queda muy por bajo de otras creaciones posteriores de García Gutiérrez, como veremos en su lugar adecuado. Publicó en 1841-42 dos tomos de poesías. El título del segundo volumen -Luz y tinieblas- ya denota la ascendencia romántica, que se inicia en sus primeros ensayos poéticos, si bien éstos aparecen entreverados de otras influencias clasicistas como el género anacreóntico y las coplas de pie quebrado de Jorge Manrique.

Cultivó la poesía legendaria en la tradición yucatana El duende de Valladolid337, el romance morisco en Zulima338, el cuento rimado en Las dos rivales339, la lírica en La dádiva del poeta, Recuerdos y La noche de verano. Estas dos últimas composiciones, sobre todo Recuerdos, son profundamente románticas. El poeta canta su dolor con sones graves y melancólicos, y busca en la oscuridad y tristeza de una noche estival, el bálsamo piadoso que dulcifique la inquietud de su alma.


Silencio y sombras buscan mis enojos
silencio y sombras anhelando están
..............................
Ahora puedo llorar! De mis querellas
el eco en tu silencio morirá,
y la tímida luz de tus estrellas
mi llanto solamente alumbrará.340


Enojos y querellas que en Recuerdos341 se visten ya de sombras tenebrosas, que empañan la transparente limpidez del cielo azul. El poeta llora los recuerdos de una fugaz aventura. Su amada ha muerto, y es tan grande la desesperación que se apodera de él, que maldice la vida y pide al cielo la muerte, como única deparadora de la quietud ansiada.

De las tres últimas composiciones líricas que acabamos de citar, esta es, sin disputa, la que mejor refleja el estado de ánimo, más fingido que verdadero, pero hondamente característico, en que caían de ordinario nuestros poetas románticos.

El talento literario de don Juan Eugenio Hartzenbusch, abarcó varias actividades. Como autor dramático son muy estimables sus aportaciones al acervo común de nuestro teatro. Bastará recordar los títulos de Doña Mencía, Alfonso, el Casto, La jura de Santa Gadea y Los amantes de Teruel. Esta última, la de éxito más ruidoso y definitivo, ofrece puntos flacos y vulnerables que ya señalaremos al tratar más adelante de nuestro teatro romántico.

Como investigador se dejó la luz de los ojos, casi, en su brega a través de los archivos y bibliotecas. Comentó a los clásicos y enmendó sus ediciones, no siempre con el mismo tino y fortuna.

Sus fábulas -La Zarca y la Roca, El Cangrejo, El látigo, Los viajes, El caballo de bronce-, no superarán las de Iriarte y Samaniego, sus predecesores más inmediatos, pero compiten ventajosamente con las de Príncipe, don Cayetano Fernández y don Felipe Jacinto de Sala, coetáneos suyos.

Tradujo a Schiller y a Lessing y escribió artículos de costumbres, tan en boga en su tiempo. No había de faltar, pues, dada la variedad de géneros en que empleaba su ingenio, la poesía lírica, de irresistible atracción para cuantos toman carta de vecindad en la república de las letras; aunque no todos se den maña a arrancar a la lira, que compusiera Mercurio con las tripas de una oveja y el duro caparazón de una tortuga, dulces, hondas y sutiles armonías.

Fué Hartzenbusch un poeta correcto, como correspondía a un hombre de su talento y de su preparación literaria. Con estas armas venció las dificultades que oponíale la falta de inspiración342. Pero si la llama fulgurante y abrasadora del sentimiento lírico, no lo fogueaba por dentro, el tibio aliento de un alma señoril, pulcra y afanosa, tejió algunas composiciones dignas de mención, como Al busto de mi esposa, El alcalde Ronquillo, Antón Berrio343, escrita en fabla antigua y muy lozana y garrida, así por el pensamiento, de homenaje al grande lírico Quintana, como por el atavío literario, y el breve y patético romance La cama de matrimonio, ya señalada por don Aureliano Fernández-Guerra, como una de las mejores.

Mas donde brilló su talento a considerable altura, fue en la puesta en castellano de La campana de Schiller.

Esta hermosísima poesía verdadera joya del Parnaso alemán, tuvo en nuestra habla cincelado y primoroso escriño, y fueron las manos inteligentes y amantísimas de este venerable autor, las que labraron condigno estuche.

Dentro de la numerosa prole literaria del romanticismo español, la figura de don Patricio de la Escosura fue una de las más típicamente representativas. No nos referimos al valor intrínseco de sus obras. Si aisláramos su labor literaria de todo elemento ajeno a su propia naturaleza, la figura del autor de Bárbara de Blomberg y Ni Rey, ni Roque, se vería un poco restringida a nuestros ojos. Pero si contemplamos la personalidad de Escosura a través de los diversos aspectos que presenta, nos sentiremos empujados hacia él por una corriente de simpatía.

Numantino, como el cantor de Teresa, abandona el suelo patrio antes de verse cautivo del gobierno en oscura y húmeda prisión. Militar pundonoroso y arriscado, despliega su celo y bizarría a las órdenes del general Córdova. En la política, su adhesión y fidelidad al poder público, le aboca, como durante su actuación de Gobernador de Guadalajara, a graves peligros y eventos. La envidia, la maledicencia o la casualidad de los hechos, que a primera vista parecen condenarle, le atribuyeron ciertas concomitancias con el pretendiente don Carlos: circunstancia que le privó, pasajeramente, del servicio activo.

Es algo impetuoso, pero con nobleza. Desenfadado y pronto en el argüir y replicar a sus adversarios políticos.

Compone obras dramáticas; novelas históricas, no horras de interés, si bien de lenguaje más descuidado que correcto; versos líricos y épicos. Colabora asiduamente en la prensa; traduce; viaja; se avecinda en París, en la sentimental alegría del Barrio latino... Hombre dinámico, despilfarrador de energías, impenitente de la política trajinera de aquel periodo histórico; andariego de todos los caminos de la literatura, aunque no llegase nunca a término glorioso.

Ferrer del Río, su biógrafo o semblancista, mejor dicho, de quien tomamos las noticias precedentes, le retrata de este modo sintético y agudo: «Sátira del ocio y prueba auténtica del movimiento continuo»344.

La lírica de Escosura tiene dos caras o fases. Neoclásica la primera. Descubre la ascendencia de su maestro Lista, como el Pelayo, de Espronceda. Hernán Cortés, en Cholula, poema incompleto, del que sólo compuso la introducción y dos cantos, y la epístola dedicada a Gallego, denotan la férula rígida del autor de Al sueño y La muerte de Jesús. Así como es de estilo moratiniano su primera tentativa teatral El amante novicio. En cambio su leyenda El bulto vestido de negro capuz345, representa un paso, firme y seguro, hacia el romanticismo.

Versa la composición, escrita en dodecasílabos cruzados, sobre el trágico fin del comunero Alfonso García, que en el mismo instante casi en que cae sobre su cabeza la afilada cuchilla del verdugo, recibe el postrer beso de labios de su amada Blanca. La leyenda, además de su patético asunto, muestra ya esos rasgos y singularidades propios del romanticismo, como el «ave nocturna», de «voz agorera», «las densas tinieblas», la tormenta, que precede a la trova del anónimo juglar, y todo el colorido torvo, hostil, misterioso que dio el poeta a los personajes y al suceso.

Aquel varón de armoniosas proporciones físicas; ancha la frente, negro, brillante y alisado el pelo, con raya a un lado: la mirada cordial y luminosa; dechado de elegancia y naturalidad, así en la ropa como en los ademanes y gestos, que en vida se llamó don Julián Romea346, más propenso estuvo siempre a moldear sus obras líricas en el crisol clásico, que a darse, turbulento y desaforado, a los extravíos y exageraciones del romanticismo. Sus versos, transpiran, de ordinario, sencillez, mesura, corrección. Sirve de pórtico a sus Poesías347 una composición intitulada El Tiempo, pesimista y sombría, en que el poeta ve aparecer ante sus ojos, bajo la grandeza de la noche estrellada, y «cual gigantes espectros» a los imperios que pasaron. Los luceros que arden en sus altas cumbres semejan


dorados blandones
sobre inmensos ataúdes


Y, en fin, la negra musa que inspira a Romea en estos serventesios y romances, presagia un trágico epílogo para la humanidad:


Cuando el sol hecho pedazos
de Dios ministro sañudo,
a hacer cenizas los orbes
caiga en ardiente diluvio.
Entonces irá el magnate
que rica corona tuvo
rozando su altiva púrpura
con el pordiosero inmundo:
Entonces, iguales ambos,
y en su miseria confusos,
llegarán ante su Dios,
triste barro, polvo mudo.


¡Vamos, que entran ganas de no haber nacido!

Pero estas poesías tan lúgubres y terroríficas, suenan más bien a cosa extraña, inusitada, en la lira del ilustre comediante. No podían faltar, dado el vigoroso e irresistible influjo de la moda literaria a la sazón, estos excesos necromaniacos que vuelven a prodigarse, con tonos más o menos sombríos, en Noche sin sueño y Mi esperanza. Sin embargo, los versos que traspiran espontaneidad y lisura, como nacidos de un estremecimiento íntimo del corazón del poeta, no son los más frecuentes y los que más hieren nuestra atención. Sus sonetos Dos años después y Un barco, el romance El paseo y las denominadas Elvira, Ella, A Zaragoza y A un lucero348 se leen con gusto, y dejan en el ánimo, pese a algún que otro verso vulgar o poco cadencioso, una delicada huella de ternura o de emoción viril.

Romea cultivó la musa religiosa en El primer cántico de Moisés, A María, Salmo CXXXVI y A Cristo en la Cruz y tradujo libremente a Petrarca, Dante y Julvio Testi.

Los hermanos Asquerino se significaron mucho por sus actividades políticas. Don Eusebio349 fue uno de los fundadores del partido republicano. Murió en el Hospital provincial de Madrid. Don Eduardo350, del mismo linaje materialista de los Büchner y Moleschott, dirigió La América, al frente de la cual estuvo después su hermano Eusebio, y El Universal. Ambos llevaron a la arena candente de la política y del periodismo, su carácter batallador y dinánico. Concurrían asiduamente a la tertulia del Parnasillo. Allí hacían palabrero derroche de sus ideas avanzadas y de sus gustos literarios. Uno y otro tuvieron fácil acceso a los camarines de los dos principales teatros que se disputaban los favores del público, pues ya individualmente o en fraterna colaboración, escribieron numerosas obras para la escena.

Quienes habían ensayado tantos y diversos géneros de actividad espiritual: la política, el periodismo, el drama histórico, la refundición de obras antiguas, la crítica literaria y artística, con más o menos discreción y fortuna, no podían ser indiferentes a la musa lírica. Don Eusebio dio a las prensas en 1849, sus Ensayos poéticos y en 1872 Poesías. Su hermano don Eduardo Horas perdidas, en 1842, Ensayos poéticos en el 49, y en la Habana, cuatro años más tarde, Ecos del corazón.

Las célicas moradoras del Helicón, no les fueron esquivas del todo. Calurosos sentimientos íntimos unas veces, y otras arrebatados afectos nacidos al fuego de la controversia política de aquellos turbulentos días, son rasgos fundamentales de sus versos.

Ni a don Pedro de Madrazo351, hermano del notable pintor de retratos, don Federico; ni a don Leopoldo Augusto de Cueto352, marqués de Valasar, se les recuerda hoy por sus obras líricas. Ambos talentos fueron más críticos que creadores; más estudiosos y eruditos, que dados a las hondas e íntimas exaltaciones de la poesía subjetiva. La posteridad de don Pedro de Madrazo se debe principalmente a sus trabajos arqueológicos y de crítica artística, como los tomos dedicados a Córdoba, Sevilla y Cádiz, en Recuerdos y bellezas de España, y a sus Comentarios al Tratado de Derecho Penal, de Rossi, obra que le acreditó de excelente jurisconsulto. Cueto será siempre más conocido y admirado por su Historia crítica de la poesía castellana en el siglo XVIII, y sus ensayos sobre El Realismo y el idealismo en las artes, Los hijos vengadores en la literatura dramática, etcétera, que por sus poesías líricas, las cuales, con prólogo de Menéndez y Pelayo vieron la luz, en volumen, en 1903, juntamente con las dramáticas.

Si comparásemos entre sí a ambos poetas, Cueto aventajaría en elegancia y dulzura de dicción a Madrazo. Aunque Valera, llevado de su natural benévolo haga notar en su breve noticia biográfica respecto del autor de Las tres hermanas del cielo, que el padre Blanco García fue excesivamente severo con este poeta, más cerca estuvo el ilustre agustino de la verdad, que el colector del Florilegio, contentadizo e indulgente más de la cuenta, con Madrazo y otros del mismo dudoso mérito.

Los versos de Madrazo, escritos casi todos en su juventud y publicados en El Artista, No me olvides y Semanario Pintoresco, carecen de verdadera inspiración. El lenguaje, por su falta de musicalidad, hiere el oído en vez de recrearlo. Salvo algunas composiciones religiosas y la más arriba citada, en la que la belleza del fondo tiene su adecuado atavío rítmico, las demás, antes confirman que contradicen el parecer del Padre Blanco353.

Cueto fue un poeta pulcro y atildado, cual correspondía a su saber. Sus poesías son elegantes y delicadas. Ya giran en torno de las ideas y afectos que movieron siempre el alma de nuestros cantores líricos, ya se entretienen en amatorias galanterías y golosos devaneos, propios del hombre de mundo que fue su autor; ya trasfloran etérea espiritualidad. Pero el ardor y arrebato de la verdadera poesía lírica, con sus resonancias íntimas, del hondo vibrar del alma, ausentes estuvieron de este cultivador de las musas, como de la mayor parte de cuantos sucintamente venimos examinando en este capítulo.

Así como en la lírica, Espronceda, y en la épica o narrativa, Zorrilla, proclaman, en las cumbres de la poesía, las excelencias del romanticismo, don Gregorio Romero y Larrañaga354, desde los abajaderos y angosturas de su torpe inspiración, sólo pudo ofrecernos el reverso de la medalla. El romanticismo cayó, como ya hemos observado reiteradamente, en multitud de extravagancias y desvaríos, que los buenos poetas, aún siendo reos de tales demasías, neutralizaban con su ardimiento lírico, su espontaneidad creadora y los primores de la dicción poética. Pastor Díaz, Enrique Gil, Bermúdez de Castro, Miguel de los Santos Álvarez, fueron excelentes poetas, no merced a dichas extravagancias, sino a pesar de ellas. Las cuerdas de la lira, tensas y vibrantes, exhalaban quejas y suspiros o arrebatados fervores del corazón, y entre tanto afecto verdadero y dulces y acordados sones, podía disculparse cualesquiera excesos de la fantasía o enfermiza inclinación del sentimiento. Mas cuando falta el estro lírico y la paleta sólo ofrece tonos deslucidos, sin fuerza expresiva alguna, como esas alfombras que comidas de la luz y las pisadas, pierden la viveza y hermosura de sus colores, sólo quedan bien visibles los defectos: la sensiblería empalagosa; la tenebrosidad huraña y deprimente; la dilución de los afectos y pasiones, que si concentrados, hieren y cautivan, apoderándose del ánimo por entero, desleídos en sucesión de imágenes y epítetos vulgares, fatigan y empachan, hasta hacérsenos incluso insoportables.

Romero y Larrañaga, a pesar del benévolo y alentador dictamen que el marqués de Molins355 elevó a la junta del Liceo, a fin de que, bajo sus auspicios, se diesen a las prensas las poesías de este autor, fue medianísimo poeta, desprovisto de cuantas cualidades requiere la lírica para emocionarnos y conmovernos. Y si se nos dijera, que tan altas virtudes sólo son privativas de un reducido número de poetas, redargüiríamos, que ni siquiera, el talento mínimo, la habilidad, gusto y corrección que se necesitan, al menos, para salvar la ausencia de verdadera inspiración, hallaremos en la obra poética del autor de Una lágrima, Don Sancho, El de Peñalén y Una noche en Granada.

Juzgue el lector por sí mismo y discúlpesenos del holgado espacio que concedemos al señor Larrañaga:



Inundada la campaña
y los pinos
chascados del Aquilón,
al suelo ruedan con saña;
y crecen los remolinos
y el turbión.

En aquella noche oscura
de tempestad,
tan tremenda y espantosa
se desliza una figura
cual sombra en la oscuridad,
vaporosa.

Un relámpago cruzara
y lucieron
dos ojos negros, brillantes
en pálida, bella cara,
noble fuego despidieron
insinuantes.


- (La noche de tempestad).                


Los epítetos, cimera o airón de las cosas, no pueden ser más prosaicos y ramplones. En vez de destacar y embellecer el sentido del nombre, restringen o avulgaran su alcance estético y vienen tan sólo a completar el número de sílabas que necesita el verso. La representación poética de cuanto el autor ve, siente o piensa, carece de viveza y fulgor, con lo que las imágenes constituyen una simple y rastrera referencia de las ideas y de los afectos exteriorizados.

Tampoco podemos encarecer el casticismo del señor Larrañaga:


Negros cabellos flotaban
por su frente
dulcísima, varonil
que los vientos azotaba: su ademán era imponente.


- (Ib.)                


No conocemos otros «imponentes» fuera del imposant francés, que admite varios significados, que los que van a depositar su dinero en los Bancos y Cajas de Ahorro356.

Y un poeta357 como éste, adornado de tan pobres galas; sensiblero y dulzón; de alicorto y terrero numen; sin un rasgo de honda y verdadera exaltación lírica, intentó imitar a fray Luis de León y a Garcilaso. ¡Pero buena imitación nos dé Dios! Los versos llenos de majestad, de sosiego, de elevación, de sobriedad y de soltura, del primer poeta, seguramente, de la lengua castellana, tórnanse ahora ramploncillas y desmayadas liras, como podrá ver el lector por la muestra:



Tan sólo la embellece
el tardo caracol, con variada
concha, que resplandece
a la luz, que dá entrada
la yedra por mi mano entrelazada358

..............................
No costosos manjares
se sirven en mí mesa limpia y pobre;
mas, libre de pesares,
quiero que en ella sobre
apetito, y mi calma no zozobre.


- (La vida oscura).                


¡Qué rastreros, desacordados y ñoños, si se los compara con el modelo! ¡Qué falta de armonía, de ritmo, de elegancia, de dulzura, de entrañable, sutil y etérea espiritualidad! La inspiración se arrastra, trasijada y asmática; impotente para elevarse a las cumbres del entusiasmo lírico. Las imágenes, desteñidas y pobres, como débiles balbuceos de la imaginación, apenas hieren el espíritu; pasan por él, como la luz por el cristal, sin dejar rastro. La dicción poética, ni suena delicada o vigorosamente, ni fulgura como piedra preciosa, ni palpita a impulso de su contenido ideológico o sentimental.

Hemos leído detenidamente las composiciones de este autor, en nuestro deseo de hallar alguna que poder celebrar y aplaudir, Pero, si exceptuamos su narración oriental El de la cruz colorada, de estilo más rico, airoso, musical y brillante, aunque festejada más de la cuenta en tiempos de su autor, todas las demás poesías Amar con poca fortuna, El sayón359, etcétera, no merecen el honor de ser exhumadas.

Como en los siglos áureos de nuestra literatura, en el XIX también aparecieron hermanadas las letras y las armas. Don Antonio Ros de Olano360, fue militar y escritor de la más varia vena creadora. Ambas actividades tenían en aquellas calendas, campo adecuado para su desenvolvimiento. Los vaivenes de la política requerían frecuentemente el concurso de la espada, ya para ayudar a la consolidación del régimen, y dentro de éste, de tal o cual partido, ya para derrocarlo e instaurar nuevas doctrinas. Y la escuela literaria que un plantel de moceriles ingenios acababa de establecer en la república de las letras, continuadora del ideal neoclásico, también ofrecía ancho estadio en que moverse, a los devotos de las Musas. La espada y la pluma, pues, del señor Ros de Olano, tuvieron noble ocupación y la bizarría de la una y el ingenio nada vulgar de la otra, pronto se granjearon el respeto y la admiración incluso de las gentes.

Se ha tildado al autor de El diablo las carga y El Doctor Lañuela, de enrevesado y logogrífico. Nadie hasta ahora ha conseguido descifrar el enigma de estas narraciones en prosa; bien por falta de estímulo y decisión para intentar la hazaña, ora porque el misterio sea tan profundo e impenetrable, que no basten sagaz hermenéutica y constancia a prueba, para descorrer el velo.

Aunque afiliado a la escuela romántica y amigo entrañable del más relevante corifeo de ella, el autor de El Diablo Mundo, el romanticismo de Ros de Olano diverge algo de los cánones establecidos por las figuras más representativas de dicho movimiento. Hombre de varia lectura; de original interpretación y exteriorización de las ideas; poco o nada dócil a los magisterios por autorizados que sean, e inclinado, por el contrario, a sentir y pensar con su corazón y su mente, nos le representamos como un pequeño islote en el mar proceloso de nuestro romanticismo.

Ni su melancolía fue enfermiza y contrahecha; ni su escepticismo burlón por demás y sacrílego; ni las pasiones y afectos de que hace gala en sus poesías, explosiones terroríficas, deformadoras del auténtico ser de las cosas. Todas las singularidades que dieron carácter al nuevo credo estético, están en él contenidas, pero con cierta mesura. La forma de que se visten sus ideas y sentimientos, no tiene la blandura y delicuescencia de los poetas poco concentrados y embebidos en su propio lirismo. Son versos, generalmente, de apretada hechura; bien cincelados y rematados; en cuya riqueza léxica alternan las voces arcaicas con las de nuevo cuño, sin que ese extraño maridaje repugne al lector culto y de buen gusto, que antes se siente atraído por la simpatía de tal desenfado.

Ros de Olano observó con mucha fidelidad casi siempre su postulado estético de «pensar alto, sentir hondo y hablar claro». Si falló en más de una ocasión este código poético no fue en la lírica, sino en las creaciones en prosa, destrabadas de toda ley discursiva, sumidas en la voluptuosidad de lo misterioso y enigmático. En este respecto ya lo hemos dicho, sus obras son infranqueables. Y no sabemos si aplicarles el criterio de aquel moderno escritor que discurría así: «Cuando no entiendo a un autor, digo: ¡Tonto yo!. Lo leo por segunda vez y si sigo sin comprenderle, me pregunto: ¿Tonto yo o tonto tú? Y si tras un tercer intento continúo sin entenderlo, exclamo resueltamente: ¡Tonto tú!».

Bien henchida su mente de ideas, toca en sus sonetos temas graves y transcendentes, como el titulado En la tribulación y El hombre ante Dios. No desentonarían en este género de composiciones, quizá el más difícil de todos361, por la elevación del pensamiento y el repujado de la forma, los sonetos II y III, de En la soledad, En el nacimiento del Ebro, El simoun, Fatalidad, Progresión y Funerales, al lado de los de nuestros mejores sonetistas. Ya por la fuerza y hermosura de los afectos y del lenguaje; ya por su primor descriptivo, ora por la ternura e ingravidez de su lirismo, estas composiciones bien merecen el honor de ser traídas a primer término en este sucinto examen del poeta caraqueño.

No siempre es Dios, el amor, el campo o la melancolía, el impulso que mueve su alma ardiente y dolorida. Pero cuando se chancea de las cosas y le sube la risa a los labios, no todo es contento, jocundidad del corazón, desentendido pasajeramente de las hondas inquietudes que le asaltan de ordinario. A través de las palabras, en el fondo mismo de cada una, advertimos un dejo de amargura, como en las breves composiciones de Heine, pero sin dedadita de hiel. Las octavas La Gallomagia, poema a espuela viva, como el autor lo llama, están escritas con soltura y dicacidad. Inferior a la Gatomaquia, de Lope y La Mosquea, de Villaviciosa, entre otras razones de fondo y forma porque el empeño del poeta fue más modesto y no hubo mucho lugar para lucirse, sale con ventaja si se la compara con otros poemitas épico-burlescos del siglo XVIII, como La Perromaquia y El Fabulero, de Nieto y Molina, y los más vulgares aún, si bien no exentos de gracia satírica, del marqués de Ureña362.

Dentro de la producción lírica del señor Ros de Olano, el Lenguaje de las Estaciones, representa el más serio y ambicioso empeño. El autor no ha tenido para nada en cuenta otros poemas anteriores parecidos, como los de Pope, Thompson y Saint Lambert. Ya hemos observado más arriba que el señor Ros de Olano fue hombre muy independiente, de original ingenio, que, pagado de su propio vigor y carácter, era poco dado a beberle a nadie los alientos, ni a seguirle los pasos. Como buen romántico repugnaba toda deliberada imitación clasicista y sus arrestos no consentían ayuda de nadie. Si en el fondo de sus composiciones breves, tales como Entre cielo y tierra, Melancolía, Las Playeras, Los sueños y Sin hijos, hay algo que nos recuerda el alma dolorida e hiriente del autor del Intermezzo, no es calculado remedo, sino afinidad de sentimientos y, en cierto modo, semejante actitud del espíritu ante la vida.

El Lenguaje de las Estaciones, abunda en bellos trozos descriptivos, que declaran la dilección, honda y sincera, que el autor sentía por el campo. La viveza y animación del estilo, la feliz representación poética de las cosas, en la que alterna la bizarría de la imaginativa con la ternura de los afectos y el desenfado epigramático que trasluce a ratos la narración, prestan al poema singular hechizo.

Réstanos decir que La Galatea, no por ser una refundición de la composición francesa de igual nombre, debe desmerecer a nuestros ojos. Si falta originalidad, hay, en cambio, en ella, versos de correcta y vigorosa entonación, como en las Meditaciones al pie del Cedro Diodara, escrita ya en los últimos años del poeta. La copiosísima gala que de mitos paganos hace nuestro autor en La Galatea, robustece nuestra sospecha de que el señor Ros de Olano no aborrecía del todo el ideal clásico, y que si irresistibles influencias de la moda literaria le arrastraron al romanticismo, con el que tan bien se avenía su natural melancólico y huraño, su varia lectura le hizo arribar más de una vez a nuestras letras áureas, y tenerlas muy presentes, para no incurrir en las extravagancias campanudas y risibles de la escuela romántica.

El Padre Blanco García ha tratado con excesiva brevedad y rigor censorio al señor Ros de Olano. Entre la severidad, quizá un poco sectaria del ilustre agustino y la cordial indulgencia del señor Alarcón, prologuista de las poesías del poeta caraqueño363, nos decidimos por ésta, más próxima a la verdad del valer literario de nuestro autor.

Otro poeta también venezolano de nacimiento, fue don José Heriberto García de Quevedo364. Si entre el hombre y el escritor no debe haber ninguna contradicción fundamental, ya que el uno explica al otro, pocas veces se dará una compenetración tan perfecta de ambos como en el autor de Catalina de Médicis y El Proscripto.

No siempre existe esta identificación. Rousseau proclamaba en sus obras unos principios que estuvo muy lejos de observar en la vida. Y el secretario de Anatole France puso a éste en la picota del ridículo al revelarnos el abismo que existía entre el escritor y el hombre. No pierde con estas cosas el valor trascendental o estético de una obra; pero sí la sinceridad de su contenido. Nuestro poeta, por el contrario, fue un vivo ejemplo de la absoluta conformidad entre su carácter, hechos y circunstancias, y el valor moral de sus creaciones literarias. Toda la altivez, sin fanfarronería, de su espíritu; toda la hombría de bien que le rezuma; todo el entusiasmo de su vida por una ideal coordinación de cuantos elementos integran el mundo, están impresos con marca de fuego, en sus obras líricas y épico-líricas.

Su ardiente anhelo de progresión social, no en cuanto se refiere a la vida mecánica y materialista de los pueblos, sino en lo que atañe a su conciencia moral, le indujo a concebir y ejecutar sus tres poemas humanitarios Delirium, La segunda vida y El Proscripto365.

Hemos dicho poemas humanitarios y no epopeya, como con harta impropiedad y ambicioso empeño la llamase el autor, porque, como ya observó juiciosa y perspicazmente Valera366 no es posible, no ya respecto del genio creador de García de Quevedo, sino de cualesquiera otros más potentes y egregios, componer en pleno siglo XIX una verdadera epopeya.

Los tres poemas están enlazados por una idea capital: la regeneración y ennoblecimiento de la humanidad por el amor. Este quijotismo poético falla en el conjunto de la obra y en cuanto a su valor literario, por lo deficiente del plan. Defecto de nuestros románticos fue, como ya hemos hecho notar más de una vez en estas páginas, la incoherencia de los elementos estéticos empleados. Debíase este desajuste, principalmente, a la precipitación con que elaboraban sus poemas. Las escenas se amontonan con menoscabo de la unidad poemática. El interés decae y se arrastra, como tullido que carece de soltura en sus movimientos. Los episodios, no siempre justificados y de la necesaria jerarquía artística, entorpecen la acción que se dilata en demasía. Pero si, en su conjunto, los tres poemas citados, más tienen de farragosos que de amenos, y más cansan al lector que le recrean y hechizan, no faltan en ellos fragmentos de verdadera poesía, trozos inspirados, de vigorosa versificación o de tal ternura intrínseca -El Viaje, Reverie- que bien merecen el honor de ser leídos con moroso detenimiento.

Abundan los alfilerazos contra personas e instituciones que hicieron difícil y áspero el camino del autor, pues Alfredo es García de Quevedo, como Byron fue el héroe de sus poemas, y Stendhal su Fabricio del Dongo, y su Julián Sorel. Debido a la ausencia de verdadero genio creador, los personajes son romos y blandos, contrarios, por consiguiente, a la naturaleza del arte, ya que son las aristas y angulosidades de las cosas las que hieren más pronto y reciamente nuestra conciencia. Se recreó en pintar situaciones que pugnan con la razón y el buen gusto, pagando de esta manera diezmo o tributo a una moda literaria que propendía a lo extravagante, espectacular e hiperbólico. La metrificación es variadísima. Parece como si intentara emular al Padre Ovecuri en sus ciento cincuenta maneras de versificar. El poeta se complace en cambiar a cada paso de metro, no para plegarse más fácilmente a la índole del asunto, sino para deslumbrar al lector con la riqueza de sus combinaciones y seguir además el ejemplo de los grandes poetas románticos, a este respecto tan despilfarrados y pródigos. La triple forma empleada, le permite expresar sus afectos e ideas en la lírica, ser ameno narrador, como en algunos trozos de Delirium y mostrar desenvoltura, animación y viveza en el diálogo.

Imitador de Manzoni, compuso los himnos ¡A Italia! y A Pío IX. Cuanto había de arrebatado y ardiente en el alma de García de Quevedo; de amor a la libertad y a la fe cristiana, pues fue apasionado liberal y firme creyente, está contenido en estas dos bellas y vigorosas composiciones.

Inclinado a derramarse en sus poesías con excesiva abundancia, sin duda por un imperativo de su talento poético, de su elocuencia y exaltación lírica, pues todo era en él fogosidad, ardimiento, anhelo irreprimible de cuantas cosas pueden apetecerse, no son estas odas donde más se expansionó y dilató su numen. Las ideas y los afectos que mueven el alma del poeta haciéndola cantar con inflamado entusiasmo están exteriorizados, con más orden y sobriedad de lo que se podía esperar dados los fuertes estímulos con que García de Quevedo acudía siempre a la realización de sus obras líricas y su falta de freno para constreñir su inspiración y arrebato.

Sucedióle a nuestro poeta lo que a tantos otros cultivadores de las Musas, que sin medir sus fuerzas o midiéndolas con vanidosa largueza, se dirigen hacía objetivos que están fuera de sus posibilidades creadoras367. El metro de nuestros románticos no era la diezmillonésima parte de un cuadrante del meridiano terrestre, sino una medida convencional nacida de la sobre-estimación de cada uno. De aquí el craso error padecido por muchos, incluso por el mismo Espronceda, al creer que había la más perfecta ecuación entre el fin que perseguían y los medios con que contaban para lograrlo. Pero haya habido o no desproporción de las cualidades poéticas respecto del encumbrado propósito, y pese también al altivo carácter y quijoterías de García de Quevedo, que le llevaron más de una vez al campo del honor y que fueron causa de su muerte en París368, su ambicioso empeño y batallar literario, ya componiendo odas a Italia, o ese vasto poema humanitario que acabamos de comentar, ya ejerciendo la crítica literaria, ya escribiendo obras de teatro, por sí solo o en colaboración con el marqués de Auñón, ya traduciendo a Manzoni, Byron y Filicaia o tejiendo a medias con Zorrilla la Corona poética de María, Un cuento de amores y Pentápolis, siempre hallarán un eco de simpatía y de respeto en el corazón de todo amante de las letras369.

Es don Tomás Aguiló370 un testimonio más de los muchos que podrían aportarse para significar la irresistible influencia que el romanticismo ejerció sobre todos los espíritus, cualesquiera que hayan sido sus características fundamentales. Las modas literarias semejan verdaderos vórtices que atraen a su centro todo cuanto en torno de ellos existe. En circunstancias tales es necesario tener una vigorosa personalidad propia, para proceder siempre de acuerdo con sus capitales directrices, sin pagar diezmo o alcabala a la novedad estética imperante. Y a un entendimientos poderosos, númenes de arrebatada fuerza poética, como Lope y Calderón, por ejemplo, cayeron, aunque de modo esporádico y pasajero, en vicios de pensamiento y de forma, muy generalizados en su tiempo. Lo nuevo siempre cautiva, como la mujer joven, porque como en ella, aunque haya defectos y lunares graves, la lozanía y fragancia de la poca edad los oculta o disimula. El arte recién nacido ofrece también la juventud y frescura de sus factores estéticos, y a pesar de las imperfecciones y manchas que lleve en su fondo, agrada, atrae y concluye por atraparnos en sus redes, como cualquier enhechizo en las suyas.

El autor de Rimas varias371 fue más clásico que romántico. Como Valera, Fernández-Guerra, Cueto y Romea se inclinó del lado clásico, y sólo a modo de tentativa o ensayo, pero en todo desacorde con la auténtica faz íntima del poeta, desembocó en el romanticismo. También Valera, tan ardoroso devoto del arte clásico; traductor de las Pastorales de Longo o de quien fuesen y autor del bellísimo diálogo filosófico Asclepigenia, tuvo en sus primerizos tiempos literarios efímeras y pueriles concomitancias con el romanticismo. Pero el goce de afectos ordenados y pulcros, la elevación de la mente a la íntima contemplación de nobles y sanas ideas, curadas de toda nebulosidad y extravíos, y la ingénita propensión a zonas más sencillas, castas y elegantes, respecto de la exteriorización del sentimiento, les redimió casi por completo de las afinidades tenidas con una escuela literaria, que tanto pugnaba con el verdadero ser estético de cada uno.

Aguiló fue poeta de variada inspiración. Corre por sus versos, como rica vena nacida del corazón mismo de nuestro autor, una dulzura de sentimientos, una afectividad candorosa y juvenil, que aunque matizada por el dolor, más que herirnos nos canta y arrulla. No hay en sus composiciones grandes llamaradas de entusiasmo, hondos arrebatos lirícos que delaten el quid divinum, animador y propulsor de la verdadera poesía, pero la fluidez armoniosa del verso, la elegante dicción que cubre, como trasparente, sutil velo, las ideas y afectos del poeta; la sinceridad con que nos va comunicando cuanto piensa y siente, nos compensan, en cierto modo, de la falta de alto y robusto numen.

Cantó el amor, la tristeza de la ausencia, las aves, las flores, los contrastes del humano corazón, en que la paz y la inquietud dañosa se disputan la posesión de tan augusto ámbito. Las estaciones, con su varia fisonomía poética, la primavera o iniciación de la vida, la dorada plenitud estival, el crepúsculo del otoño, que presagia la muerte, y el frigidísimo invierno, sudario o mortaja de todas las cosas. Pulsó la lira de Jorge Montemayor y de Montalvo, en la letrilla La pastorcilla desdeñosa y en varios sonetos; ensayó el canto épico en Rugero de Flor; compuso una colección de poesías narrativas sobre leyendas y tradiciones de Mallorca; versos jocoserios, amatorios y de circunstancia, y tradujo a Byron, Lamartine y Grossi. Del primero y quedándose naturalmente muy lejos del original, las Melodías hebraicas, la oda A Napoleón Bonaparte y Las tinieblas, entre otras; del autor de Jocelyn, Tristeza y del poeta italiano Folquito y La Golondrina372.

Su principal tributo al arte romántico, aparte de pinceladas dispersas, de sombrío pesimismo y lacerados afectos, fueron las composiciones tituladas Aridez y Tristeza. Aquí el poeta mallorquín echa mano de los negros colores, de las angustiosas sequedades del alma, devorada por las turbulencias de insana pasión, y abandona la ternura y castidad de que suele hacer gala su musa en poesías como A mi palomita, A un jacinto, ¡Pobre niño!, El lirio de noche, etcétera.

Esta es, en nuestro concepto, juntamente con su poesía religiosa, a la que no falta elevación de pensamiento, entusiasmo lírico y acicalado y terso lenguaje, la faz más sugestiva del autor de Resignación.

Cuando la crítica juzgó a don Antonio Hurtado373 como poeta narrativo, púsole junto al duque de Rivas y a don José Zorrilla. ¿Qué mejor elogio cabe hacer de su persona en este aspecto de su producción literaria? Una crítica severa quizá descubra en los versos de Hurtado ciertos descuidillos de forma rara vez notados en los romances, al menos, del duque de Rivas. Meter en los versos que deben ir libres de rima, una asonancia o dejar incompleto el número exacto de sílabas métricas, son defectos con los que nada gana la poesía. Pero aparte estos lunares que si no deben omitirse tampoco hay por qué valorarlos excesivamente, los octosílabos del romancista cacereño son fluidos, de una musical sonoridad y tiñense de colorido mediante un acertado empleo de los recursos pictóricos.

Cantó a su Patrona la Virgen de la Montaña; compuso el madrigal que empieza: «Recoge, niña, en tu sin par guirnalda» ...; El Romancero de la Princesa374, dedicado a Isabel II; el de Hernán Cortés375, el poema Faón y Safo, amén de otras poesías breves, dispersas en periódicos y revistas. Pero la obra que más ha contribuido a que perdure el nombre de este poeta en la memoria de todo buen amante de la literatura, fue la denominada Madrid dramático376, colección de leyendas de los siglos XVI y XVII. Aquí es donde brilló sobremanera la lozana inspiración de Hurtado, y estas páginas narrativas fueron las que movieron sin duda a los críticos a colocarle al lado de nuestros dos primerísimos romancistas del siglo XIX, Rivas y Zorrilla.

Aparecieron estas composiciones con el subtítulo de Cuadros de costumbres de los siglos XVI y XVII. En todas ellas se muestra como un excelente pintor de este pasado histórico, tan del gusto de nuestros poetas de la centuria décimo novena, y más concretamente del período romántico. Porque si don Antonio Hurtado advino a la literatura cuando ya empezaba a apagarse aquella grande hoguera que alimentaron con su inspiración el autor de El Diablo Mundo, Rivas, Zorrílla, Hartzenbusch, García Gutiérrez, Pastor Díaz, la verdad es que no andaba muy distante su musa de la de estos poetas. Los dos Pérez, leyenda de fuerte vigor dramático, La Maya, en redondillas, romance y seguidillas, la más festejada de todas cuantas contiene el volumen y cuyo asunto fue escenificado por nuestro autor, la Muerte de Villamediana, escrita en sueltas y sonoras décimas, dan fe de la diestra mano con que Hurtado compuso estos cuadros de costumbres de nuestros siglos áureos.

Añadamos a estos títulos más sobresalientes los de Los padres de la Merced, Un drama oculto de Lope, Un lance de Quevedo, El facedor de un entuerto, En la sombra, La ejecución de un valido, El Acero de Madrid, y Las gradas de San Felipe y habremos mentado todas las leyendas que integran Madrid dramático. Algunas de éstas ya habían sido traídas al mundo de las letras por Lope, don Cristóbal Lozano y Zorrilla.