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ArribaAbajoCapítulo V

Zorrilla y la Avellaneda. Otros autores dramáticos.


Si entre las modalidades creadoras de Zorrilla tuviéramos que elegir una, optaríamos, sin dudarlo, por la que dio como frutos ópimos y copiosos los romances y las leyendas. El inspirado autor de Margarita, la Tornera y El capitán Montoya es ante todo un poeta narrativo. Su imaginación, profundamente pictórica y musical, alza bajo el arcano de la noche los templos, con sus arbotantes y contrafuertes, sus ojivas y vidrieras; los castillos roqueros, de hurañas saetías, de fosos de aguas turbias y enverdecidas; describe las pinas y angostas callejas, con su patética hornacina, débilmente iluminada por algún farolillo o candil; el gemido del viento; el chirriar de tosca y claveteada puerta o el tañido lúgubre, sonoroso, de las campanas conventuales... Todo lo que es dilatorio, pintoresco, descriptivo; que puede hacerse música o color a través de su pluma; cubrirse de pulpa, de turgencia retórica, se da en Zorrilla con la espontaneidad del agua que fluye de la roca o bajo los helechos y lirios. Pero el teatro es concreción, principalmente; fábula contenida dentro de ciertos límites; caracteres dotados de vigorosos rasgos permanentes; pasiones en constante colisión, que se tuercen y retuercen a lo largo de la acción dramática, y el abundoso numen de Zorrilla soplándole, como un ventarrón, a la imaginativa, pero dejando abandonadas a sus propias fuerzas, la mente y la sensibilidad; no hizo sino trasplantar lo épico a lo dramático; combinar la acción sobre el resobado patrón del «drama de situaciones», y henchir de flato al héroe, que ya se encargarán los actores, después, de vociferar y dar manotazos a impulsos de ese vendaval interior.

Y para que el árbol fructifique de este modo, no es necesario cortar la excesiva hojarasca del vuelo; desmamonar el tronco y aguazar bien sus raíces para que la savia que circula bajo la corteza sea más rica y fecundante. Bastará dejarlo crecer. Así, Zorrilla, sin nutrirse de ideas, de lectura; sin domeñar con el estudio a la fantasía, y corregir sus desvaríos; sin calar hondamente los personajes históricos, y descubrir las intimidades de su psicología, a fin de darles más tarde en las tablas fisonomía propia y duradera; apresurando la elaboración de las obras para cumplir disparatados compromisos con las empresas o los actores; y pensando en determinadas condiciones escénicas de tal o cual comediante o actriz, que en las conveniencias ideales del arte, forjó un teatro más endeble y quebradizo aún, que el que acabamos de examinar en las páginas precedentes.

Zorrilla es un poeta verbal, caudaloso, incoercible. Como pasase algún tiempo en Toledo, a raíz de abandonar el Seminario de Nobles, en esa edad temprana en que todas las cosas que nos rodean tanta influencia ejercen sobre nosotros, diríamos que no sólo el hechizo medieval de la ciudad de Raquel, la amada de Alfonso VIII, con su plaza de Zocodover, y su Miradero, y su San Juan de los Reyes, y su puerta de Bisagra, por la que entrase triunfalmente Alfonso VI, ha tenido honda resonancia en el espíritu de nuestro poeta, sino la impetuosa corriente del Tajo, de la que tornó su fantasía su bravo empuje arrollador. No deja de ser por demás curioso, que quien tan expansivo, dilatorio y abundante se muestra en sus obras como corcel sin maniata, en mitad del campo, inscribiese, según cuentan sus biógrafos, en el aposento más angosto de su casa de la plaza de Matute, y sentado de frente a la pared526.

¡Qué ricos en emociones estéticas, en devaneos soñadores y románticos debieron de ser los días transcurridos en Toledo! ¡Cómo se le llenaría el alma, hasta ahitarse y rebosar, de moriscos amoríos, y lances caballerescos, y visiones levíticas y monásticas, y tañer de atabales y añafiles! Todo este mundo de romances y leyendas, jugo nutricio de la poesía española, y que constituía la parte más estimable y genuina de la obra de Zorrilla, pasó a sus dramas, y en más de un caso, fragmentos enteros de sus poesías narrativas, sin otras variantes que las de modificar los tiempos de los verbos, de acuerdo con las exigencias de la acción dramática, como por ejemplo, en El eco del torrente527.

Cuando el poeta vallisoletano se dio a conocer como dramaturgo, ya habían ceñido sus sienes los laureles del triunfo. Pero en el Helicón habitaban otras musas que no eran Euterpe, ni Caliope, y a las que debía rendirse también ferviente culto. Y nuestro vate alternó la lírica y la épica con la elaboración de las primeras obras dramáticas: Vivir loco y morir más, Más vale llegar a tiempo que rondar un año528 y Ganar perdiendo. En colaboración con García Gutiérrez, ya consagrado por la representación apoteósica de El Trovador, compuso el drama Juan Dandolo529, cuya fábula se desarrolla en Venecia a fines del siglo XV. La versificación es fluida y variada. En este mismo año de 1839 dio a la escena la comedia intitulada Cada cual con su razón530, compuesta de espaldas a la razón histórica, como paladina y graciosamente reconoció el mismo autor. Y unos meses531 después y con igual desenfado en cuanto a la fidelidad de los hechos históricos atañe, Lealtad de una mujer, cuyas principales figuras femeninas estuvieron confiadas al talento escénico de Bárbara Lamadrid y la Llorente.

Pedro I, de Castilla, el único hijo legítimo de Alfonso XI y nieto de Fernando IV, el Emplazado, ha sido de los reyes más traídos y llevados en nuestra literatura. Moreto dióle vida perdurable en su Rico hombre de Alcalá y el duque de Rivas le inmortalizó en sus bellos romances Una antigualla de Sevilla y El fratricidio, amén del Don Pedro de los romances viejos y del que otros autores dramáticos del XVI al XVIII -Lope, Tieso, Calderón, Moreto, Andrés de Claramonte, Alarcón, Vélez de Guevara, José de Cañizares, Hoz y Mota- adoptaron como héroe de sus obras, atraídos por cuanto hay de novelesco, dinámico y legendario en este monarca.

A esta prolificación literaria obedece el antagonismo que existe entre el Don Pedro imaginado por los poetas y el de los historiadores. Aunque todavía no se ha fallado de modo inapelable sobre quiénes fueron más veraces al interpretar la psicología y los actos de este rey, no creemos aventurado decir que el Don Pedro de los poetas será el que perviva indeleblemente en el recuerdo de los hombres. La historia se escribe con el entendimiento y con la memoria; pero la poesía se escribe además con el corazón. Más pronto llega a la mente del pueblo y en ella perdura, lo que es obra del sentimiento y de la imaginativa, que lo que lo es del saber y del raciocinio. El rey castellano que vieron los poetas, sea o no el verdadero, será el que sobreviva y triunfe, aun cuando el análisis y la investigación forjen otro monarca más conforme con la verdad histórica532. Y este Don Pedro pendenciero, enamoradizo, batallador, con la reciura de ánimo que heredase de su padre Alfonso XI, cualidad que no pasó a la dinastía de los Trastamara, fue el que Zorrilla escenificó en El Zapatero y el Rey533. Un Don Pedro lleno de vigor físico, de altanería; hábil desentrañador de las maquinaciones de sus súbditos; pródigo en galanías con las mujeres; justiciero, debelador implacable de los privilegios y bulas del señorío feudal; amigo de la plebe, a la que vindicaba en sus agravios, ya por sí mismo, ya valiéndose de tercero.

Dibujó Zorrilla esta figura con cariño y entusiasmo, pero sin el bien ponderado sosiego con que debió tallarse dadas sus gigantes proporciones. Tanto en la primera como en la segunda parte de El Zapatero y el Rey534 hay ramalazos de inspiración, a través de los cuales se descubren los rasgos más salientes y emotivos del rey justiciero. El claroscuro de su alma, en cuyo alborotado seno forcejean cierta bondad nativa, soterrada y poco propensa a comunicarse a los demás, y el sentimiento de una justicia primitiva y ruda, casi lindera con la crueldad. La voluptuosidad con que los espíritus fuertes destrozan todo lo que se les opone en su marcha. El ingenio audaz e inquiridor, que en tiempos de rivalidades, ambiciones y rebeldías socavadoras del poder real, desenmascara a los conspiradores y los entrega a la cuchilla del verdugo. Todo esto es lo que Zorrilla intuye en el héroe de su drama, y va como derramándolo en pinceladas y brochazos a lo largo de la acción dramática. Don Pedro proporcionando a Blas Pérez, el hijo del zapatero, el placer de la venganza, se deshace de su enemigo Colmenares. Se burla de Aldonza, que le creyó prisionero de sus hechizos femeninos y próxima víctima de la conspiración tramada contra él, pero que resulta ser ella la trasquilada y escarnecida. Enamora a Teresa, la hija de Diego Pérez, mas al descubrir el rango egregio de Don Pedro, átale la voluntad con estos dos versos:


Ama a Pedro desde lejos,
no se lo digas jamás.


535

y asistido unas veces del valor temerario y otras de la sagacidad para franquearse el paso a través de las arterias sediciosas de sus enemigos, llega siempre a tiempo de sorprenderlos y de ejercitar en cada uno el terrible magisterio de la justicia. Hasta que aquel Don Beltrán de Claquin, hecho después conde de Deza por Don Enrique de Trastamara, que así pagaba con título de nobleza la innoble hazaña de su servidor, exclamó:


Ni quito ni pongo rey,
pero ayudo a mi señor


536

a tiempo que sacaba a Don Enrique de debajo de Don Pedro y le ponía sobre éste, para decidir de este modo, a favor del bastardo, la pelea.

Tiene menos hojarasca lírica la primera parte de El Zapatero y el Rey, escrita en 1840, que la segunda, compuesta en el año siguiente. Pero los caracteres de Don Pedro y del capitán Blas Pérez están trazados más reciamente y las situaciones escénicas son de más subido patetismo, no faltando la imitación shakesperiana mediante la aparición, en el acto tercero, del espectro de Don Enrique. La lealtad, verdaderamente dramática de Blas Pérez a su rey, lealtad que excede todo límite humano, por cuanto para realizarse precisa el sacrificio de Inés, a quien tanto amaba el capitán, es otra circunstancia del drama que contribuye a enriquecer su contenido estético.

¡Qué pintiparadas debían venirle a Carlos Latorre las fanfarronerías de Don Pedro; sus transiciones y brusquedades e incluso lo varonil, montaraz y mocetudo de su persona, que también rimaban con la corpulencia y bríos de este actor!

Dejó Zorrilla como testimonio de su fecundidad literaria en este mismo año de 1842 y en cuanto al teatro se refiere, El eco del torrente537, Los dos virreyes538, Caín, pirata, cuadro de introducción al drama Un año y un día539 y la tragedia Sancho García540.

La misma contradicción que acabamos de advertir entre el Don Pedro de la historia y el del romancero y poetas dramáticos de los siglos XVII y XIX, existe entre el Sancho García escenificado por Zorrilla y el de los historiadores, si bien no todos admiten como verdaderos ciertos hechos atribuidos a este conde de Castilla. El padre Mariana, aunque los refiere, no lo hace sino con mucho recelo y prevención, mientras que Lafuente y otros autores contemporáneos los rechazan por infundados y gratuitos.

Era Sancho García hijo de García I y de Aba, y se le achacaba el envenenamiento de su madre, a quien se la suponía enamorada de un moro muy dado a los placeres de la carne. Zorrilla vindica al conde de tan terrible imputación y le presenta como un esforzado y caballeroso paladín, amante apasionadísimo de su madre y enemigo tozudo e irreconciliable de la morisma. No faltan en la obra situaciones dramáticas y versos inspirados y vigorosos, pero aunque algunos críticos la consideren como de mérito relevante541 y Zorrilla se recree en la morosa explicación de cómo fue representada por Latorre y en particular por Bárbara Lamadrid, no suenan a macizas las figuras, como en El Zapatero y cl Rey, y son más los versos flojos y desmañados que los de apretada y sonora hechura. Esto sucede siempre que el personaje dramatizado no llena por sí mismo la escena, como el Don Pedro, de Castilla, y hay que perfilarlo y contornearlo bien, de modo que todas sus singularidades aparezcan trazadas con caracteres viriles y hondos, que dan fuerza, colorido y resonancia a la versificación.

El Sancho García de Zorrilla difiere notablemente de las dos tragedias que, sobre el mismo asunto, escribieron Cadalso y Cienfuegos. No sólo en cuanto hay de monstruoso y repugnante, como todo lo que va contra la naturaleza de las cosas, en el Don Sancho García y La condesa de Castilla, que son las dos tragedias a que nos referimos, sino también por el mecanismo escénico, los caracteres, mejor dibujados por nuestro vate, y el ropaje poético. Aunque, como ya hemos indicado, no sea siempre éste lo mismo de brillante y armonioso, supera en fluidez y espontaneidad a los pareados de once sílabas de Cadalso y al romance endecasílabo de Cienfuegos.

Zorrilla dio cruz y raya al más súbito improvisador de obras dramáticas. Ya hemos observado en el primer ensayo de este libro cómo se escribió El puñal del godo542. Nuestros autores románticos rivalizaban en prontitud y fecundidad. Rara vez se componían las obras con el pensamiento puesto en el arte, en un arte puro, desinteresado y nobilísimo. Se escribía para sacar de algún mal paso o atolladero a las empresas; para soslayar una disposición ministerial, como en El mal apóstol y el buen ladrón, de Hartzenbusch; para poner bien de relieve determinadas aptitudes de un actor o de una actriz o simplemente para demostrar lo pronto y repentino del ingenio. De aquí el fortuito hallazgo de tal o cual asunto, que surgirá no del estudio de la historia o de la meditación concentrada y aguda, sino de la casualidad o de cualquier diversión de la mente. Así se compuso en 1843 -año al que corresponden los estrenos de la comedia La mejor razón la espada543, imitada de Moreto, o mejor aún refundición de Las travesuras de Pantoja, de dicho autor; el drama El molino de Guadalajara544; la alegoría La oliva y el laurel545, escrita para las fiestas de la proclamación de Isabel II, y la tragedia en un acto Sofronía546-, la comedia en cuatro jornadas El caballo del rey Don Sancho547.

Tenía nuestro poeta un caballo andaluz, de la ganadería de Mazpule. Caballo que le había regalado su pariente Protasio Zorrilla. Solía salir de paseo en el negro y engallado bruto, «grande de alzada», «ancho de encuentros» y «rico de cabos», según su mismo dueño lo describe en sus Recuerdos. «La vanidad de lucir sobre la escena tan hermosa bestia» sugirióle la idea de componer mentada obra. Pero lo más gracioso del caso fue que el caballo, recelando de la batería del proscenio, inquietóse e impacientóse de tal modo, que no hubo medio de ponerle el caparazón, frontal y demás arreos traídos, al efecto, de la armería del duque de Osuna. Hubo, pues, que pensar en otro animal más dócil, y renunciar a que se luciera el fogoso pisador andaluz sobre las tablas del teatro de la Cruz548.

Veintidós días tardó nuestro autor en escribir esta obra. El padre Mariana le proporcionó las noticias que necesitaba; Juan Lombía y Bárbara Lamadrid su colaboración personal; el prócer antes citado sus arneses y armas, el escenógrafo Aranda su ciencia decorativa; el doctor Avilés su caballo isabelino y trescientos comparsas, su presencia en escena. El palenque; la rotundidad de algunos versos y el público bobalicón e impresionable aportaron lo que faltaba para que El caballo del rey Don Sancho obtuviera un éxito ruidoso. Bien es verdad que la crítica, como declara noblemente Zorrilla, de cuyos Recuerdos tomamos estos pormenores anecdóticos, enmudeció y que la comedia hubo que retirarla del cartel debido a que la prestación de cuantos elementos intervinieron en ella no podía prolongarse mucho.

Y henos ya en 1844, año en que reapareció sobre la escena española la figura de Don Juan, cuya dramatización por el numen de Zorrilla ha sido tan aplaudida y discutida a la par.

La leyenda de Don Juan, de este summus artifex, como le ha llamado Barrière, ha tenido un rico y variado desenvolvimiento literario. Cuando una tradición está hondamente enraizada en la conciencia estética de un pueblo, su realización artística ha de ser, por fuerza, múltiple y varia, porque es la consecuencia de las reacciones espirituales de cada uno. Estos tipos legendarios, de nacionalidad dudosa, pues todos los países se disputan su origen; extensos y profundos, porque en su constante desdoblamiento muestran siempre alguna faz o matiz nuevos que los ensanchan y ahondan hasta hacerlos inabarcables, se van ofreciendo al ingenio humano en porciones más o menos grandes, según la capacidad comprensiva y asimilativa del artista encargado de darles forma sensible. Así como nadie puede jactarse de ver de golpe, de una vez, el paisaje, no ya de una nación, como es lógico, sino ni siquiera de la región menos espaciosa, porque no hay pupila en que quepa imagen tan vasta, ni medio de situarse en el espacio para abarcarla, tampoco puede el genio creador, por abismal que sea, encerrar en un marco literario la pujante y varia fisonomía de una figura como la de Don Juan, Hamlet o Fausto; que hay que ir mostrando en partes, dentro, claro es, de un conjunto físico y moral, pero mínimo o fragmentario respecto de todo su volumen característico. Vislumbramos la figura de Don Juan, rudimentaria y primitiva, esto es, sin desbastar o como germen promisorio, en aquel Diego Gómez de Almaraz a quien pusieron en Plasencia el remoquete de El convidado de piedra, o en cierto romance popular asturiano en el que se cuenta lo sucedido a un libertino que invita a cenar a una calavera549. Aparece más tarde, ya mejor limitado y corporeizado en El Infamador, de Juan de la Cueva, en El esclavo del demonio, de Mira de Amescua, en La fianza satisfecha550 y Dineros son calidad, de Lope, y en El rufián dichoso, de Cervantes, para alcanzar su plenitud dramática en El Burlador de Sevilla, de Tirso. Y como no es cosa fácil poner fronteras al ingenio del hombre, veremos emigrar al famoso conquistador de unas literaturas a otras551. Goldoni le trasladará al italiano y Molière le dará forma más perdurable e influyente bajo el título de Don Juan ou le festin de Pierre, para reaparecer después en el Don Juan de Marana ou La chute d'un ange, de Dumas, el padre y el Lupo Liverani, de Jorge Sand. Cada época imprimirá en la figura del burlador su espíritu; cada país su clima moral; cada autor su carácter y su temperamento. Así le vemos difuminarse bajo el idealismo soñador de la literatura nórdica, adoptar un estilo apasionadamente romántico en Hoffmann, sentimental e intelectivo, trasunto del autor, en el Don Juan de Byron y escéptico, mordaz, malcarado, en la Morte de Don Joao, de Guerra Junqueiro552. La leyenda primitiva se ha ido enriqueciendo, estirando, diversificando. Aquel ser rudimentario y anecdótico, de una psicología enteriza, pero apenas desenvuelta; atisbos y relumbres que tendrán plenitud en tiempos más profundamente creadores, toma fuerza expresiva, se cubica, como si dijéramos, y este volumen moral que proviene, ya de la tradición originaria, ya de los añadidos y yuxtaposiciones que ha experimentado a lo largo de los siglos, tiene su resonancia propia en cada autor, porque cada uno ha visto un Don Juan que, entroncando en lo sustancial y básico del personaje, ofrece modalidades singulares y adjetivas.

Teodora Lamadrid

Teodora Lamadrid

[Págs. 472-473]

¿No ocurre lo mismo con la leyenda de Fausto? ¿Qué diferencias no cabría establecer entre el Fausto de Marlowe, el de Goethe y el Manfredo de Byron? Cada poeta ha forjado el suyo, porque no hay molde creador, por objetivo que aquél sea, que no contenga, en dosis más o menos notables, el carácter del autor, sus ideas, su temperamento, incluso su vida, ya que siendo todos estos elementos parte de un todo y entrando el todo, o sea el escritor, en la elaboración estética, ha de haber, por necesidad, rastro suyo en sus obras. De aquí el Fausto carnal, desgarrado, humano, de Marlowe, y el trascendental y ultraterreno de Goethe, y el de Byron, que tiene algo del uno y del otro, en la traslación de su propia idiosincrasia a la de Manfredo.

Y no se ha dicho cuanto antecede a humo de pajas. Hemos intentado probar y aún vamos a insistir sobre este respecto, que siendo una la leyenda varían notablemente sus encarnaciones literarias. De aquí que apareciendo bastante retrasado, con relación a sus predecesores, el Don Juan Tenorio, de Zorrilla, no deja por eso de ser original en cierto modo: esto es, de deber muy poco en su concepción a los demás Don Juanes. El Burlador de Tirso, aun cuando esté situado en un tiempo muy anterior al del ilustre mercedario, en el reinado de Alfonso XI, es un soldado del siglo XVII, desgajado del tronco de la familia; andariego, aventurero, bravucón, pero con cierto sentimiento del honor; destrabado de todo freno; embaucador de doncellas -duquesa Isabela, Tisbea, Doña Ana, Aminta- contra la que esgrime su ingenio o habilidad. Lo mismo le da que sean de linaje o villanas. Tan sólo busca en ellas la satisfacción de sus apetitos. Ama con los sentidos. Es un alma enquistada, endurecida por los vicios soldadescos, sin estímulos generosos, altruistas, ideales, que la aparten del medio grosero en que se mueve. No enamora a sus víctimas, las engaña. Se valdrá de todas las tretas imaginables; aprovechará cualquier circunstancia fortuita, como el cubrirse con la capa del marqués de la Mota; se hará pasar por el duque Octavio; deslumbrará a Aminta con la relación de su señorío; pero su corazón empedernido quedará siempre a salvo. Sus galanías y lisonjas, sus frases de amor no exteriorizan un sentimiento verdadero, sino su simulación. Siente la voluptuosidad de sus engaños y así lo declara sin el menor recato:


Sevilla a voces
me llama el Burlador, y el mayor
gusto que en mí puede haber
es burlar una mujer
y dejalla sin honor.


- (Jornada segunda, escena VIII).                


No es un incrédulo hasta la impiedad, como el de Molière; pero libre de temor, en cuanto se refiere a una segunda vida reparadora del mal hecho en esta otra, o pensando que ese castigo ulterior está muy lejos todavía, se burla de toda condenación futura con la consabida muletilla de: «Si tan largo me lo fiáis».

Un Don Juan así, insolentón, pero sin la fanfarronería del de don Antonio de Zamora; descreído, pero sin hacer ostentación de su escepticismo, y sobre todo, licencioso, disoluto, sin que nada se le ponga por delante cuando de saciar el desordenado apetito de sus sentidos se trata, es el tipo de burlador que corresponde a una época en que los metales preciosos y las ricas y abundantes mercaderías que nos llegan de Indias, permiten el despilfarro y la incontinencia, lindante con el libertinaje, en la bella ciudad del Betis553.

Goldoni traslada al italiano el Don Juan de Tirso y apenas aporta ninguna modalidad o matiz propios554. Molière lo desnuda más aún de todo sentimiento noble y el escepticismo irracional y pegadizo del burlador sevillano, que por estar siempre muy solicitado de las cosas terrenas, de las concupiscencias de la carne, ha ido dejando para luego el meditar sobre el destino de su alma, se convierte ahora en sacrílega impiedad. Es como un incipiente precursor de los tiempos de la Enciclopedia y de la Revolución francesa. Un corazón empedernido, sepultado bajo el cieno de las pasiones; en lucha perenne contra todo lo que sea norma regente de la conciencia. Si Riselo le pregunta si cree en el cielo, responderá; «¡Dejémoslo!». Sí en el infierno, exclamará entre burlón y asombrado: «¡Oh!». Y si en la otra vida, replicará con una carcajada. El Don Juan de Molière sólo cree en el diablo y en las verdades axiomáticas, como «que dos y dos son cuatro y cuatro y cuatro son ocho». Es un Don Juan discurseador, reflexivo, no ajeno a cierto filosofismo empírico; copioso en agudezas: hábil, experto, ingenioso para escapar de los trances apurados en que le pone su desmedida afición a las faldas. Se ha forjado él mismo una metafísica del amor, con la que intenta justificar sus inconstancias y veleidades. «No hay consideración de fidelidad jurada a una mujer -le arguye a su criado- que me estorbe amar a otra igualmente digna de ser amada; fuera injusticia que por nada del mundo cometería yo con una hermosa. Sé apreciar juntamente los méritos de todas, y el amor que siento por una no ciega mis ojos ante los encantos de las demás. Entre todas por igual reparto el corazón, y si mil corazones tuviera, mil corazones igualmente repartiría... Nada es mas gustoso en amor que los comienzos, y la mayor delicia comenzar un amor cada día... Pero ya conseguido ¿qué le resta al deseo? ¡Dulce gloria del vencimiento!»555. Ya no es el espíritu que duerme bajo la materia, mientras ésta se solaza y ahíta, sino la mente razonadora, sofistiquera, que intenta cohonestar con desenfadado estilo, más cerca de Aretino que de Petrarca, los excesos y liviandades de «el otro», como llamaba Javier de Maistre a la materia. Y como cúpula o cimborrio de esta fábrica literaria, la condenación eterna del héroe. Pero mientras Tirso cumple así también el fin teológico que se había impuesto, en virtud del cual la justicia divina se resarce de todo el mal hecho por el Burlador, Molière deja en el aire, como un penacho de su dicacidaz corrosiva, esta amarga queja del agudo Riselo: «¡Señor, señor! Se le han llevado. (A Don Juan, al Infierno). Con su muerte todo se satisface: el cielo ofendido, la ley atropellada, mujeres seducidas, esposos ultrajados... Todos quedan satisfechos... menos yo, que perdí mi acomodo y un año de salarios»556.

El Don Juan557, de Zamora es un mozo pendenciero, bravucón, de alma zafia y plebeya. A su lenguaje van enhebrados los desplantes y fanfarronadas, como los eslabones en la cadena o las bolas en el ábaco. No es un conquistador que entienda de galanuras y cortesanías, sino redomado pícaro, cuyos desmanes confirman a cada paso el turbio linaje de su conciencia. Un truhán de la peor calaña; embaucador de las mujeres, como el héroe de Tirso, pero sin rastro alguno de hidalguía o caballerosidad. Querelloso y camorrista por el más fútil pretexto. Si vienen unos bulliciosos estudiantes, con arpas y guitarras y un víctor pintado de verde, a turbarle en el disfrute de sus conquistas mujeriles, presto arremeterá a mandobles y cuchilladas contra la moceril turba. Riñe con Filiberto Gonzaga y con Luis Fresneda; mata a Don Gonzalo; se desentiende, altanero y procaz, de la estatua del Comendador cuando, abandonando su sepulcro, acude a reconvenirle y aconsejarle:

DON JUAN:
      No adelante
pases, y si el detenerte
es a fin de predicarme,
o deja el sermón o vete,
que para esos desengaños
es tarde...
- (Jornada segunda).                



Fuerza a Doña Ana, mas como ésta se resista sacando alientos de su propia flaqueza, y al ruido de las voces y del forcejeo lleguen los criados, abandonará el campo para tornar cuando la ocasión le sea más propicia.

Pero este jaque, valentón o perdonavidas, que dirime todos sus pleitos a punta o filo de espada; que se insolenta con Don Gonzalo y termina asesinándole; que atropella a cuantas mujeres encuentra en su camino, y que, con el mismo estribillo que el ilustre fraile de la Merced pone en boca de su héroe, se ríe de los castigos del cielo, cuando llega el supremo instante de su condenación eterna, y el Comendador, por su propia mano, le transmite el fuego del Infierno, prorrumpe en ayes, súplicas y lamentaciones, como cualquier adamicado pecador que se encontrase de pronto en los umbrales de la eternidad. Tiene, pues, el Burlador, de Zamora todos los defectos de este tipo legendario y ninguna de sus irresistibles bellezas. Porque si es cierto que en Don Juan hay un fondo que repugna y repele: su maldad ingénita, el pésimo uso que hace de su albedrío, es tan grande, por otra parte, la atracción que ejerce sobre nosotros la mocedad, el valor indómito, la audacia e intrepidez de que se visten sus bajezas y felonías, que no hay quien no se las perdone o sobrelleve.

Byron trasvasa a su Don Juan sus propios sentimientos; su escepticismo burlón; su mordacidad chispeante y amarga; su espíritu andariego, enamoradizo, sentimental e intelectivo. Es un Don Juan escrito delante de un espejo. De aquí que en vez de reflejarse en las páginas del poema la imagen del conquistador sevillano, se reproduzca la propia imagen del poeta. Ama mucho -Julia, Haidée, Dudu, Gulbeyaz, Catalina- pero con inconstante y tornadizo afecto, cual corresponde a la vida de Don Juan y del autor; filósofo a ratos; se apasiona de unas cosas y se burla de otras; viaja, va al Parlamento, bebe, ríe, escandaliza; es un cínico en cuyos labios el sarcasmo viene a ser como lanceta en mano de loco, y se deshilacha, por último, en multitud de encantadoras digresiones.

El Don Juan de Guerra Junqueiro es un exabrupto lírico. Tirso, Goldoni, Molière y Da Ponte558 condenan al Burlador. Zorrilla lo salva. Don Antonio de Zamora deja indeciso el destino ultraterreno de su héroe. No sabemos en definitiva si se salva o condena. Byron no terminó su Don Juan. Tenía el propósito de continuarlo hasta el Canto CL. Azorín lo mete en un convento. Pero el poeta portugués lo condena en vida. La Morte de Don Joao es la condenación expresa y solemne del mito tenoriano. Don Juan es un ser aborrecible. Toda su casta debe desaparecer del todo y para siempre. Guerra Junqueiro acaba convirtiéndole en un héroe de muladar, ulcerado, pustuloso, maloliente:


Su boca horrenda, oscura,
parece exactamente la boca de un tintero;
cuando él ríe da miedo. Por aquel agujero
brota un olor de estiércol, a corrompido fruto:
a su lado sería perfume el escorbuto.559


Nuestro Azorín, por último, noveló un Don Juan de edad indefinida; que viste pulcra y sencillamente; se pela casi al rape y usa barbita, en punta, corta. Inclinado a los censos y las estadísticas. Se pasa la vida entre un Presidente de Diputación, un Presidente de Audiencia, dos Gobernadores y un Coronel de la Guardia Civil. Como vemos es un Don Juan administrativo.

Dentro de la prole innúmera a que ha dado origen el mito de Don Juan, del que son afluentes, derivaciones o paralelos el estudiante Lisardo, don Miguel de Mañara, el clérigo Henríquez, Juan Salazar, el señor de Albarrán, don Antonio de Echenique, Juan de Salamanca y tantos otros, hemos elegido aquellas encarnaciones del Burlador que ofrecen entre sí características diferentes. Veamos ahora la mucha o poca relación que el Don Juan Tenorio de Zorrilla tiene con los que le precedieron o aparecieron después.

Don Juan está de vuelta de Nápoles. Comienza la acción dramática en Sevilla, en la Hostería del Laurel, a diferencia de la obra de Tirso, cuyo primer acto se desarrolla en la bella Parténope. Don Juan es un apuesto varón560, arrogante, ensoberbecido, indómito, con cierta fanfarronería caballeresca. Su vida licenciosa, sus engaños y villanías, el valor derrochado en mil lances y aventuras han hecho de él un hombre famoso y temible. «Monstruo de liviandad» le llama su padre Don Diego, y no se excede en el calificativo. Su nombre anda, pues, de boca en boca, y no hay en toda Sevilla quien no le conozca y se asombre de cuanto dice y hace. Por doquiera que va el escáncialo le sigue, como la sombra al cuerpo. En Italia tendrá un sinnúmero de desafíos; no habrá razón que no atropelle, virtud que no escarnezca, justicia que no burle. Escalará los claustros y malgastará su peculio en juegos de azar y lides de amor, sin mirar el linaje de sus conquistas:


Desde una princesa real
a la hija de un pescador,
¡oh! ha recorrido mi amor
toda la escala social.


- (Acto I, escena XII).                


Lo mismo que el Don Juan, de Zamora, que:


... hecho el yerro, ¿qué más tiene
el ser noble que villana?
Además, que yo ninguna,
(en teniendo buena cara
para complacer el gusto)
le averiguo la prosapia.


- (Jornada primera).                


Es un malvado, que sólo por ganar la apuesta hecha a Don Luis, mata a treinta y dos contrincantes y logra el favor, por cualquier medio, de sesenta y dos mujeres. Un día tardará en enamorarlas, dos en sustituirlas y una hora en olvidarlas. Y si esto fuera poco para retratarle, amenazará a su rival Mejías con quitarle a su prometida Doña Ana de Pantoja, y a Don Gonzalo con arrebatarle a su hija Doña Inés. Su audacia no tiene límite, su perversidad y libertinaje tampoco. Nada puede oponerse a su voluntad. Está acostumbrado a trasponer todas las fronteras que las leyes humanas y divinas han establecido en este mundo para que no se perturbe el orden moral sin el que la vida sería un anárquico desconcierto. Fía todo a su espada, dirimente de los graves trances en que se ve comprometido. Burla a Doña Ana, secuestra a Doña Inés, mata a Don Luis y asesina al Comendador.

Sin ser el Burlador, de Zamora, más cerca está de él que del de Tirso. El Don Juan de Tirso no es pendenciero, ni alardea a cada paso de sus triunfos con las mujeres. Su valor está contenido dentro de ciertos límites racionales, y hay en toda su persona como una ponderación o equilibrio que le hace más humano y verdadero. Zorrilla, en cambio, acumuló en su personaje cuantos elementos psicológicos y circunstancias episódicas se han ido forjando en torno de Don Juan, ya derivados de la leyenda, ya añadidos por cuantos le han llevado a la escena o al libro. Merced a esta particularidad la figura de Don Juan es contradictoria, quebradiza, más imaginada que real; carece de reciura; sin perder del todo su aire caballeresco, petardea y fanfarronea como cualquier truhán. Sus desplantes se visten de una arrogancia que no vemos en las groseras bravatas del Burlador, de Zamora; pero este alardoso decir y hacer suyos, esta hinchazón o hipérbole de su figura: quimerista, conquistador, jactancioso, pródigo, sensual, libertino, relapso, en una palabra, de varios pecados y vicios, le da un empaque como forzado y contrahecho. No hallaremos, pues, en él la naturalidad que le rezuma al Don Juan de Tirso en todos sus actos, ademanes y dichos. La misma bravuconada de invitar a cenar al Comendador, es a todas luces irrespetuosa y sacrílega en la obra de Zorrilla; producto más bien de un loco, de un despechado, temerario e impío. No así en la comedia del fraile de la Merced, en que reaccionando Don Juan contra el insulto que se le infiere en la inscripción grabada en el sepulcro de Don Gonzalo:


«Aquí aguarda del Señor
el más leal caballero
la venganza de un traidor».


- (Jornada 3.ª, escena XI).                


exclama, sin el menor asomo de baladronada o majeza:


¿Y habeisos vos de vengar
buen viejo, barbas de piedra?
[..............................]
Aquesta noche a cenar
os aguardo en mi posada.
Allí el desafío haremos,
si la venganza os agrada.


- (Jornada 3.ª, escena XI).                


¿Es posible que un Don Juan de este linaje; que engaña, estupra y asesina; que nada le detiene en su desenfreno, salve su alma?561. Y sin embargo, reconocido cuanto hay de convencional en la salvación del héroe de Zorrilla, esta idealización de su figura quizá sea una de las razones de la preferencia que el público ha mostrado respecto de este drama. El siglo XIX no era el siglo XVI, ni XVII. Zorrilla es ante todo un poeta imaginativo, poco inclinado, por consiguiente, a las ataduras que nos impone la realidad y la razón. Tirso, en cambio, era un religioso que había de estar absorbido, por fuerza, por la teología: ciencia desarrollada e imperante en su tiempo. Y lo que constituía un deber indeclinable para el insigne mercedario, ejemplarizar a sus oyentes con un final dramático en que la moral quedase satisfecha, no era tal imperativo para un poeta como Zorrilla, desentendido de toda influencia doctrinal; preponderantemente imaginativo e idealista, más propenso, en virtud de cierta hipertrofia del sentimiento, esto es, del romanticismo afectivo y soñador, a las glorificaciones que al trascendente correctivo de una moral rígida e inapelable. Tirso hizo bien en condenar a Don Juan. Reparó así las terribles consecuencias de la maldad y del pecado. El desenlace de su obra fue, pues, justa retribución impuesta al alma de Don Juan, alma empecatada, luciferina, reincidente en el vicio y la impiedad. Zorrilla, menos austero; ganado más bien de esa bondad ciega que disculpa y perdona los extravíos mundanos, por graves que fueren, si hay un solo instante de inspiración divina, de contrición verdadera, que borre, cual prodigiosa esponja, todo un pasado criminal y aborrecible, salva a Don Juan562, adelantándose de este modo a esa literatura idealista y glorificadora del Burlador que cultivaron más tarde Echeverría, Tolstoy, Baudelaire y Laverdant, entre otros563.

Pero si el Don Juan de Zorrilla no es enterizo y recio, como el de Tirso, si bien más pulido y mundano, la Doña Inés, como la Elvira de Espronceda y la de Molière, es una bella concepción femenina; un alma pura, ideal, rutilante por su mismo candor e inocencia; verdadera paloma entre las garras de gavilán del conquistador. Sobre este fondo de espiritual nitidez destácase la figura turbia, tenebrosa, cambiante, de Don Juan. No es Doña Inés como las demás mujeres conseguidas por el Burlador. Ni Isabela, cuya virtud perece a manos de Don Juan cuando éste toma para lograr a la duquesa, el nombre del duque Octavio564; ni la Beatriz, de Zamora, que es imitación, inferior desde luego al original, de la Doña Elvira, de Molière; ni Aminta y Tisbea, bellas creaciones de Tirso y de muy lucida intervención en su comedia, pero que también sucumben al varonil encanto de Don Juan, pueden compararse con Doña Inés. Cae ésta en poder del libertino sevillano como consecuencia lógica de la fascinación que ejerce sobre ella. Pero hay en todo esto como una intima y deliciosa turbación del alma que prevé el peligro y no acierta a hurtarse a él; como una anulación de la voluntad, traspasada de amor, herida y encadenada, sin fuerzas con que resistir al hechizo que la cerca. Tan es verdad cuanto decimos; tal es la diferencia entre esta virginal colegiala, cuyos sentidos apenas se han abierto a la vida, y las otras mujeres logradas por Don Juan, que los recursos que emplea el Burlador para conseguirla difieren mucho de sus hábiles tretas con las demás. Aquí el amor tiene una intervención muy notable. El lenguaje de la carta que Don Juan dirige a Doña Inés y que Brígida hace llegar a manos de la novicia, es verdadero y casto decir del corazón. No se trata de una celada ingeniosa tendida a la inocente doncella. Es la expresión apasionada y palpitante de un corazón que no está irremediablemente perdido para el bien. Sólo así, la idealización y glorificación de Don Juan es posible. Porque el débil asidero que tiene Doña Inés para salvarle, es éste precisamente; este recóndito ser de Don Juan, este fondo de nativa bondad, que ha desaparecido bajo las aguas turbias y pestilentes del vicio y del deshonor.

Lectura de una obra de Ventura de la Vega

Lectura de una obra de Ventura de la Vega

[Págs. 480-481]

¡Qué gran verdad es que el amor hace milagros! Empédocles fundó en esta fuerza irresistible y prodigiosa todo un sistema filosófico, una interpretación trascendental de las cosas. El orden universal no es más que la atracción honda, permanente y recíproca de cuantos elementos integran el mundo. Atracción que es amor, mutua correspondencia entre los seres creados. Y en este personaje legendario que anda a todas horas a estocadas y cintarazos; rapta novicias; se burla de la ley; atropella la virtud y escarnece el honor; es monstruo de liviandad y piedra de escándalo, fue el amor también el que realizó el prodigio de su salvación. Por haber amado mucho le fueron perdonados sus pecados a la Magdalena. En esta llama, aunque tardíamente brotada del corazón de Don Juan, se purifica su alma encenagada y relapsa, que sólo por tan alto y maravilloso modo puede abrirse paso a través del éter, en ascensión triunfal hacia el cielo.

Cuando Don Juan torna de Sevilla, tras de haber servido a las órdenes de Carlos V -que Zorrilla sitúa la acción de su drama en los últimos años del Emperador, en vez de en el reinado de Alfonso XI, de Castilla, como hizo Tirso- y visita el cementerio en que su padre Don Diego Tenorio ha convertido su señorial mansión, ¡con qué entrañable ternura se dirigirá a Doña Inés, a través de su sepulcral estatua! Otras mujeres ha conseguido. La lista de sus conquistas, leída en la Hostería del Laurel, hace ascender éstas a setenta y dos. Pero ninguna perdura en su recuerdo, alienta en su corazón. Cada una de estas mujeres satisface una vanidad. Es un eslabón de la cadena. Pregonan al Burlador, al libertino impenitente, contumaz, que por doquiera deja doloroso testimonio de su impudor. Pero Doña Inés no es una cifra más en la escandalosa lista de sus triunfos. Y cuando Don Juan la habla en el Panteón de la familia de Tenorio, el lenguaje está transido de amor; es un lenguaje lírico, arrebatado, latiente como el corazón mismo. ¡Qué distantes nos encontramos ya de las fanfarronadas de la Hostería; de aquella cínica distribución del tiempo para conseguir a las mujeres y para abandonarlas! Nada tiene que ver tampoco este nuevo modo de ser de Don Juan con la metafísica del amor que, para su particular uso, se había forjado el Burlador de Molière. Pero ¿hay algo más lógico que esta transformación? Don Juan ya no es un mancebo irreflexivo, versátil, licencioso, desenfrenado. Pasados los días en que el corazón se derrama, por decirlo así, en un sin fin de conquistas y aventuras eróticas, el amor tiende a concentrarse, a buscar un objeto al que dirigirse, con abstracción absoluta de todo otro empeño. Estamos en esa madurez otoñal del espíritu en que huimos de los despilfarros, de las diversificaciones, de lo pasajero y efímero, para buscar el aquietamiento que nos brindan las cosas perennes y hondas. ¿Quién puede absorber mejor nuestras potencias en este trance que aquella mujer virginal, idealizada por nuestro pensamiento, puesta aparte y en altar de devoción íntima y profunda respecto de cuantas nos atrajeron y regalaron con sus caricias y sus hechizos? ¿Y no es esta mujer ideal Doña Inés, aérea y pura encarnación de lo eterno femenino; arrebatada a la soledad del claustro; bocado sabrosísimo y apenas gustado? Aquel dulcísimo coloquio de Doña Inés y Don Juan, en la quinta de éste a orillas del Guadalquivir; ferviente confesión de amor, estallido o desbordamiento del alma:


¡Don Juan! ¡Don Juan! Yo lo imploro
de tu hidalga compasión;
o arráncame el corazón,
o ámame, porque te adoro.


- (Acto IV, escena III).                


suena aún en sus oídos y remueve cuanto hay en los senos recónditos de su conciencia. Y la réplica que da Don Juan a Doña Inés, no es una galante palabrada más, retórico atuendo de que se vistiera un sentir simulado y falso, sino verdadero alegato de la pasión de Tenorio y promesa elocuentísima de la metamorfosis que se había de operar en su persona;


No es, Doña Inés, Satanás
quien pone este amor en mí;
es Dios, que quiere por ti
ganarme para Él quizás.
No; el amor que hoy se atesora
en mi corazón mortal,
no es un amor terrenal
como el que sentí hasta ahora,
no es esa chispa fugaz
que cualquier ráfaga apaga;
es incendio que se traga
cuanto ve, inmenso, voraz.
Desecha, pues, tu inquietud,
bellísima Doña Inés,
porque me siento a tus pies
capaz aun de la virtud.


- (Acto IV, escena III).                


La presencia de Don Gonzalo y de Don Luis en la quinta, desbarata estos propósitos de regeneración. Don Gonzalo insulta a Don Juan con terrible dureza y Don Luis se burla de él, atribuyendo a cobardía su actitud mesurada y conciliadora. Arrecian los apóstrofes, las injurias, y Don Juan, vejado y acorralado por ambos adversarios, sucumbe a su natural violento y a la tiranía de su pasado, de su propia historia. De un pistoletazo mata al Comendador y de una estocada a Don Luis. Pero él va también herido, con herida honda, irrestañable, mortal. Pues no cabría de otro modo su idealización y glorificación ulteriores. La imagen de Doña Inés; su candor angelical; su hermosura vaporosa y etérea, como de cosa soñada más que de persona humana; la inefable confesión de amor oída de sus labios; aquella como predestinación de sus corazones a amarse y confundirse en un solo sentimiento, están a todas horas bien visibles en el alma de Don Juan. La aparición sobrenatural y maravillosa de Doña Inés hará todo lo demás. Y el prodigio de la salvación; el tránsito de esta vida terrena a la eterna y celestial se realizará como término glorioso de esa pasión recíproca, profunda, entrañable, que ha unido en un solo latido los corazones de Doña Inés y de Don Juan. Don Juan ha descubierto una verdad que se daba en él de modo rudimentario e indefinido, y que por eso mismo se hurtaba a su conocimiento. Que hay por encima de la voluptuosidad torpe y grosera de los sentidos, sobre la mera posesión carnal, otra voluptuosidad íntima, sutil, quintaesenciada, deparadora de goces más llenos y profundos. Que la fuerza, imperio de la pasión y del instinto, turbina que todo lo remueve y agita, es más hermosa cuando está sabiamente gobernada; y que el orden moral es una necesidad impuesta por la misma naturaleza de las cosas, su instinto de conservación en los que no tienen conciencia refleja de sus actos; la determinación inteligente de nuestra voluntad en los que hemos de decidir por nosotros mismos de nuestra continuidad en el tiempo y el espacio, para lo cual es preciso el orden, el respeto mutuo, la subordinación a la ley divina y a la ley de los hombres. Todo esto estaba como latente o adormecido en el corazón de Don Juan. Bastó una mujer, que no era la copa de barro cocido en la que el Burlador solía calmar su sensualidad, sino de oro obrizo y ricamente labrado, para que el velo que cubre a toda verdad honda y eterna se rasgase y entrara Don Juan en posesión y disfrute de ella.

Este es el pensamiento capital del drama; la razón de que se salve el alma de Don Juan. Pero ¿cómo pone Zorrilla en ejecución tan trascendental idea? De modo defectuosísimo. Don Juan torna en el cementerio a sus insolencias y bravatas, sin que lo sagrado del lugar, ni la memoria de los muertos por él o por causa suya pongan mesura en sus palabras y continencia en sus ademanes. Desafía a Don Luis y al Comendador, y se prepara a hacerles frente por segunda vez si, saliendo de sus sepulturas, vinieran a tomar venganza de su matador. Convida a cenar a Don Gonzalo, empleando para ello el lenguaje más irrespetuoso e impío, puesto que declara no haber creído nunca en la otra vida. Muere dos veces: una a manos del capitán Centellas y otra en el cementerio. Se arrepiente de sus treinta años de maldad y corrupción cuando ya está muerto. Lo cual es una herejía en el orden teológico, como observó D. Manuel de la Revilla en su estudio intitulado El tipo legendario de Don Juan Tenorio y sus manifestaciones en las modernas literaturas. Se atribuye a Dios la elaboración de un pacto entre Él y el alma de Doña Inés, en virtud del cual la salvación eterna de esta alma dependerá del destino de la de Don Juan; esto es, que si Don Juan perseverase en el mal y en su idea de que no existe vida futura alguna, el alma de Doña Inés, que está en el Purgatorio como en rehenes de la de Don Juan, iría derecha al Infierno, juntamente con la de Tenorio565. Y por si no bastaran estos reparos para probar lo torpísimo que estuvo Zorrilla al ejecutar su obra, las constantes contradicciones del héroe, que aparece unas veces piadoso y creyente, y otras escéptico y sacrílego; valeroso hasta la temeridad o empavorecido e irresoluto si el peligro es verdadero; esclavizado por el recuerdo de Doña Inés e irrespetuoso con la estatua del Comendador, padre de ella, confirman y revalidan nuestra apreciación de que Zorrilla cometió graves desatinos e incongruencias al componer su Don Juan.

De los demás personajes, Don Diego Tenorio tiene intervención más modesta y reducida en esta obra que en la de Tirso. El Comendador está rodeado de gravedad y de grandeza en el Don Giovanni, de Lorenzo Da Ponte; es excesivamente sobrio en la condenación del Burlador en la comedia de Molière; solemne, severo y vengativo en el final de la de Tirso, y de menos empaque y trascendencia en el drama de Zorrilla, debido quizá a lo dilatorio de las escenas en que interviene, pues sabido es que no hay mejor resorte para producir la emoción estética, cuando culmina la acción de una obra, que la brevedad y sobriedad de los recursos dramáticos.

Tiénese por poco afortunada novedad el haber colocado frente a Don Juan la persona de Don Luis Mejías, arguyéndose en favor de tal disentimiento que es doblar la figura del Burlador. Y el hecho de que modernamente los señores Marquina y Hernández Catá hayan escrito una obra de la que es protagonista Don Luis, parece confirmar la oportunidad de dicha observación. Consideramos nosotros, por el contrario, un acierto de Zorrilla el poner frente a Don Juan esta figura que, por su mayor consistencia, constituye un rival digno de Tenorio y que al ser vencido por éste, más tiende a auparle y darle fama que a rebajar su gloria y popularidad.

Ciutti, el criado de Don Juan, según cuenta Zorrilla en sus Recuerdos era un camarero del café del Turco, de Sevilla, como Buttarelli -el hostelero que había hospedado a nuestro poeta en la calle del Carmen, en el año 42, esto es, dos años antes del estreno de Don Juan Tenorio, y que era muy conocido por lo bien y pronto que preparaba unas esparrilladas chuletas, con las que se chupaban los dedos de gusto cuantos las probaban. Aventaja Catalinón -el criado de Don Juan en el Burlador de Tirso- a Ciutti en lo lenguaraz y entrometido, y ambos inferiores al Riselo de Molière, cuyo garboso ingenio y picardía son de mejor ley.

Pi y Margall y Revilla optan por el Don Juan de Tirso. Nosotros también. Es más humano, verdadero, enterizo. Más tosco y avulgarado, sin el refinamiento y ornato de los Don Juanes que vinieron después, pero libre de sus incoherencias y contradicciones. Su condenación eterna es el castigo condigno a sus pecados. Más hermoso es salvar el alma de Don Juan, pero desde el punto de vista estético, a condición de que al ejecutar esta idea lo hagamos de un modo perfecto, solemne, grandioso. Como grandiosa es la condenación del Don Giovanni, musicado por Mozart y lo sería también la del Burlador de Tirso, si como ya se ha advertido por la crítica del siglo XIX, se hubieran evitado ciertas chocarreras irreverencias de Catalinón, en momento tan pavoroso. Faltóle a Zorrilla como siempre, y así lo reconoció él mismo, precisión y esmero en la elaboración dramática. Estudio y reflexión para coronar felizmente su trabajo, por demás complejo y dificultoso, y dio de barato todo lo que requería concienzudo esfuerzo. Pero si el plan constructivo fue desdichado, la forma rítmica de que vistió el drama, la variedad y opulencia de las imágenes, la musicalidad de los versos, su colorido y turgencia, y cuanta ternura y lirismo contienen son circunstancias que lo avaloran sobremanera y le harán vivir eternamente en el recuerdo de todos los amantes de la bella literatura566.

De 1844 a 1849 nuestro autor compuso la tragedia La copa de marfil567, los dramas El Alcalde Ronquillo568, antigua tradición española traída también a la poesía por Hartzenbusch y que Zorrilla dramatizó para, sin burlarse de la fantasía popular, paridora de tan portentoso acaecimiento, mostrar cómo fue destreza y habilidad del ingenio lo que se tuvo por cosa extrahumana y diabólica, El Rey loco, La reina y los favoritos, La Calentura, El Excomulgado, el espectáculo teatral La Creación y el diluvio, y Traidor, inconfeso y mártir569.

El rey Don Sebastián, hijo póstumo del infante Don Juan y cuya pérdida en la batalla de Alcazarquivir ha sido cantada en sonoros versos estatuarios por nuestro divino Herrera, tuvo, merced a su mal comprobada muerte, varios impostores que se hacían pasar por él, y uno de los cuales, bajo el nombre de Gabriel Espinosa y con la profesión de pastelero en Madrigal, provocó de tal modo la indignación de nuestro monarca Felipe II, a quien se le ha considerado alentador de la descabellada empresa de Don Sebastián en África, que fue condenado a morir en el patíbulo. La fastuosa figura de este personaje histórico y el valor sin par con que sostuvo durante todo el proceso que se le siguió e incluso hasta el trance de la muerte, pues expiró sin confesar la impostura que se le atribuía, su regia personalidad, ha sido brillantemente escenificada por Zorrilla. Preclábase éste de ser el autor de tan bella composición dramática, escrita expresamente para el beneficio de Matilde Díez, y no dejaba de ser razonable y justa esta dilección de nuestro poeta por su obra.

El carácter dé Gabriel Espinosa; su figura novelesca, llena de atrayente misterio; la dignidad y ternura de Doña Aurora y la recia estampa del astuto y pérfido Don Rodrigo de Santillana, alcalde de casa y corte, son tres verdaderos aciertos, de cabal y vigorosa pintura. Escribióse esta obra, sin duda, con menos precipitación y sin que la fantasía improvisadora de otras concepciones más quebradizas y deleznables, tuviese otra intervención que la conveniente. Porque hubo estudio, y se aquilataron los factores empleados, surgió de primorosa traza, elegante, señoril, ingenioso, valiente, con la entereza indómita que había que suponer en el romancesco héroe lusitano, el impostor pastelero o rey Don Sebastián. Su aparición en la escena, tras aquella habilísima preparación dramática del acto primero; su soberano ingenio, en abierta y constante porfía con el no menos diestro y avisado Don Rodrigo; el tesón y aplomo con que resiste a las embestidas del juez; la simpatía que inspira en torno suyo, incluso entre los que han de vigilarle y guardarle; su delicada ternura con Doña Aurora, que al saber de modo impensado que no es hija de Espinosa trueca su amor filial en arrebatada pasión de amante, son circunstancias valiosísimas, que realzan toda la obra y la hacen ganar en jerarquía artística respecto de las demás del mismo autor.

El interés dramático está sostenido, en gran parte, por la duda que asalta a cada paso a Don Rodrigo y Don César sobre la verdadera personalidad de Gabriel Espinosa. Este reiterado fluctuar entre la evidencia de tener delante al mismísimo Don Sebastián y la sospecha de ser objeto de una criminal impostura, da origen a escenas de intensa emoción, que culmina en el dramático desenlace del ajusticiamiento de Espinosa y de la certeza, por parte de Don Rodrigo, de estar en presencia de su hija Doña Aurora, la cual le repudia como causante de la muerte de Doña Inés y de Gabriel. Lo fluido y armonioso de la versificación y el diálogo esmaltado a ratos de sutilezas y disimulaciones, tendentes a sorprender y desorientar a las capitales figuras del drama, contribuyen a hermosearle y proporcionarle mucho atractivo.

Hízose lenguas nuestro autor del arte desplegado por la comedianta Matilde Díez y el actor y poeta Barroso en la interpretación de Doña Aurora y Don Rodrigo. Los periodos y estrofas salían de la boca de Matilde «como esculpidas en láminas invisibles de sonoro cristal, y los versos y las palabras, como perlas arrojadas en un plato de oro». Su dicción clara, melodiosa, perfecta; la voz llena de inflexiones y de matices, más que seducir electrizaban al público, continúa diciendo Zorrilla, el cual compara la voz de Matilde al romper a hablar y apoderarse de la atención de los espectadores, con el violín de Paganini, cuando, heridas sus cuerdas tan sólo para dar el tono a la orquesta, «despertaba la atención del auditorio con un atractivo magnético que parecía que hacia estremecer y ondular las llamas de las candilejas»570.

No ocurrió otro tanto con Julián Romea en el desempeño de Gabriel Espinosa. El esposo de la gran actriz interpretaba siempre sus papeles con una irreprochable naturalidad, desemejándose mucho, pues, del amaneramiento y rimbombancias de los otros actores coetáneos. Esto quiere decir que en la comedia de costumbres fue el primero, y muy distante de los demás en su arte. Pero las características que se daban en el famoso Pastelero de Madrigal; cuanto había en él de fabuloso, romántico y extraordinario, requería otras aptitudes y estilo, que sin caer en las exageraciones de Latorre o Valero, sirvieran para sacar del personaje legendario todo el partido dramático que tenía.

Si no bastara a probarnos el talento y la inspiración de Doña Gertrudis Gómez de Avellaneda el ramillete de hermosas poesías líricas que, a su debido tiempo, hemos comentado en este libro, sus obras dramáticas Alfonso Munio571 y Baltasar atestiguarían el valor literario de tan esclarecida dama. Muchas han sido nuestras celebridades del lado femenino: Santa Teresa, Sor Juana Inés de la Cruz, Doña María de Zayas, Fernán Caballero, Rosalía de Castro, Concepción Arenal, la condesa de Pardo Bazán; pero si exceptuamos a la Santa de Ávila y a Doña Emilia, ninguna otra aventajará a la ilustre autora de El príncipe de Viana y Recaredo en lo vario, abundante y hondo de su genio creador.

Antera Baus

Antera Baus

[Págs. 488-489]

El día 6 de junio de 1840 y bajo el título de Leoncia se representó por primera vez en la ciudad del Guadalquivir este ensayo o tentativa dramática de la Avellaneda, que si era ya conocida por sus versos líricos y sus traducciones de notables poetas franceses, no había hasta entonces arribado con sus obras a la escena. Aunque primeriza en estas lides su drama ya mentado tuvo resonancia en la prensa local, y cuando estrenó en Madrid, cuatro años después, Alfonso Munio, el nombre de la Avellaneda, ungido ya de los óleos del triunfo, recordaba al de la Peregrina, bajo cuyo anonimato había hecho, la celebrada escritora, sus primeras armas victoriosas en el teatro.

Nuño Alfonso, rico-home de Castilla y décimo Alcaide de Toledo, a quien Conde compara con el Cid, por su bravura indómita y lo arriscado de su carácter; grande paladín debelador de la morisma y caballero pundonoroso y sin tacha, muy pagado del fino temple de su honor, tenía una hija llamada Fronilde, a la que da muerte violenta por haberla sorprendido en su casa con el príncipe Don Sancho de Castilla en circunstancias que sólo podían inducir a creer en su deshonra. Sobre este hecho la Avellaneda ha urdido una fábula sencilla y patética. Sin efectismo, sin esos desahogos líricos tan frecuentes en los dramas de García Gutiérrez y Zorrilla; dejando que la acción se desenvuelva rectilínea y tajante, nuestra autora logra situaciones verdaderamente trágicas, como la escena final del acto III, en que hasta los elementos desencadenados contribuyen a su patetismo, y el encuentro entre el héroe de la obra y Don Sancho, en que el impulsivo y fiero Alfonso Munio reconoce su error irreparable de haber asesinado a su propia hija, que era inocente.

Si siguiendo la costumbre de aquella época, fue compuesta esta obra en menos de ocho días, no denota su escueta y vigorosa estructura la precipitación con que fue forjada. Y si hubo más tarde refundición, en días de madurez literaria, redújose el tal arreglo a rectificaciones de forma que en nada o en muy poco afectaban al fondo dramático. Bien podía colegirse de esta segunda tentativa teatral, dada la fuerte trabazón de los elementos escénicos empleados y su sobriedad singularísima, que las tablas españolas iban a enriquecerse con las aportaciones de esta mujer, fácilmente acomodable a las más diversas manifestaciones del arte literario.

Para nosotros, que hemos sabido conciliar las exigencias del honor con la piedad cristiana, es algo incomprensible la conducta de Alfonso Munio. Tampoco llegamos a comprender esa intangibilidad casi sagrada que nuestros antepasados atribuían a la regia persona. De aquí que hoy nos explicáramos cualquier reacción espiritual y física contra el rey o el príncipe que faltando a su deber moral causase nuestra mancilla. En los tiempos en que se desarrolla la acción de esta tragedia -en 1142- los vasallos de los reyes o príncipes rompían la espada antes de alzarla contra su señor, y preferían como este agreste y corajudo Alfonso Munio, vengar su ultraje en su propia hija. A este canon caballeresco, de bárbara y ruda hidalguía, corresponde este hecho histórico, del cual nuestra inspirada autora ha sabido obtener todo su palpitante y aterrador efectismo.

Halagada por el lisonjero éxito de esta primera obra representada en Madrid, no había finalizado aún el año 1844 cuando dio a las tablas El príncipe de Viana572. Los escrúpulos que sintió la Avellaneda respecto de la inclusión de este drama en la colección de sus obras -que fueron disipados por la Fernán Caballero, la cual lo estimaba, en atención a algunas bellas escenas, digno de publicarse- no dejaban de estar justificados. El príncipe de Viana ni superó su creación anterior, ni llegó a acercársele siquiera. La falta de vigor y bizarría de los caracteres, las situaciones presentadas de modo poco conveniente para conseguir los efectos apetecidos y el desenfado con que la autora había falseado la verdad histórica, no sólo dando crédito a la maledicencia popular, sino imputándole al canciller Peralta, padre de Doña Isabel, la más odiosa y aborrecible complicidad en el envenenamiento del infortunado Don Carlos, contribuyeron sin duda a la depreciación literaria de El príncipe de Viana. No vamos al teatro a recibir lecciones de historia, sino de arte; pero tampoco debemos supeditar la verdad de los hechos a una alquimia dramática que los desnaturalice y falsee sin la menor contemplación, puesta la mira únicamente en emocionar y conmover a los espectadores, aun cuando para ello condenemos al oprobio una reputación que nadie puso en tela de juicio. Y si por otro lado el arte no compensa con su esplendor y galas este desmoche de la realidad histórica, tendremos que relegar a segundo término, dentro del ámbito de los valores literarios, obra que ofrece tales características.

Ni Alfonso Munio, ni El príncipe de Viana presentan la menor consanguinidad con el romanticismo. Alfonso Munio, por la sencillez y derechura de su argumento, recuerda el modo constructivo de Alfieri. Se observan en esta obra, de inspiración tan robusta y brillante, las unidades dramáticas y el único metro empleado en toda ella es el romance endecasílabo. El príncipe de Viana ya no es de la misma hechura clásica; pero aunque no se observen las unidades tampoco puede considerarse como un drama romántico. Su elaboración parece indicar una menor rigidez en la interpretación y seguimiento de los cánones neoclásicos, mas todavía se advierte, a través de sus escenas y de su metrificación, un aire de familia que nos retrotrae a los tiempos de Quintana y Cienfuegos. Recaredo573, en cambio, está escrito en diversidad de metros: romances octosílabos y endecasílabos, octavas, redondillas y quintillas. No se respetan en él las unidades de tiempo y de lugar; circunstancias que le apartan más de las anteriores concepciones. Sin embargo, ni este drama sobre la unión religiosa y política del imperio visigótico, ni Saúl, ni Baltasar rompen del todo con la severidad y desnudez del teatro clásico. A la Avellaneda habría que colocarla un poco aparte de sus coetáneos en la literatura dramática. No será fácil encontrar en sus creaciones, dado el fino sentido del arte que poseía y su ecléctico distanciamiento de los extremismos de escuela: las complicaciones exageradas, el excesivo lirismo, las truculencias melodramáticas, los abultamientos y deformación de los caracteres y la incontinencia, salvo raras excepciones, respecto de la verdad histórica, de que hicieron gala y alarde nuestros autores románticos.

¿A qué obedece este hecho? A nuestro juicio, a que el hervor literario de 1835 y años siguientes había pasado ya cuando la Avellaneda advino al teatro. La exaltación creadora que había producido el Don Álvaro, El Trovador y Los amantes de Teruel se iba trasformando en mesura y aquilatamiento de los valores estéticos, y lo que se perdía en ímpetu, lozanía y abundancia se ganaba en equilibrio y conformidad con la naturaleza de las cosas. Ventura de la Vega, que si pagó algún tributo al gusto de la época, estuvo siempre muy apartado de sus exageraciones, daba a la escena en 1845 El hombre de mundo, valiosísima joya de nuestro teatro y espléndido despuntar de una nueva modalidad dramática que había de tener notables cultivadores en don Adelardo López de Ayala y don Manuel Tamayo y Baus. Las riadas no pueden durar eternamente. En cuanto los revueltos elementos se serenan y aquietan, devolviendo la haz a las cosas creadas, las aguas vuelven a su nivel ordinario. Los arrestos con que nuestros autores románticos pusieron su planta en el recinto de Melpómene, a quien habían despojado de sus atributos más característicos: la calidad de los personajes, la grandeza y señorío de los afectos, la serenidad y sencillez de la forma, empezaban a constreñirse de acuerdo con normas prefijadas y contrastadas por el arte mismo, y como consecuencia de esta mudanza desaparecieron, si no del todo, muy considerablemente, los excesos románticos.

Ofrece Recaredo una interesante y emotiva figura de mujer: la princesa Bada. ¡Qué callada e íntima lucha la suya para desterrar o sepultar, al menos, en su corazón, la fuerte pasión amorosa en que se consume! El arzobispo Mausona anula en nombre de Dios el voto contraído por la princesa cristiana y hace así posible su enlace con Recaredo, y su exaltación, por consiguiente, al trono de España. Las escenas XVI y VI de los actos II y III, respectivamente, tanto por su bella forma poética como por su contenido dramático, son las que más vivamente han retenido nuestra atención.

El Saúl de la Avellaneda recuerda algo el de Alfieri. Antes de escribir este drama bíblico574, favorablemente acogido por las celebridades del Liceo, pero que al ser representado por primera vez en el teatro Español575 obtuvo dudoso éxito, habíase ocupado nuestra autora en la traducción del Saúl de Soumet. Aunque se esforzase en componer un drama original, dando más ancho marco al primer rey de Israel, no pudo salvar del todo, como ella misma reconoce noblemente en la advertencia o prólogo a su Saúl576, las dificultades que a ello se oponían.

La figura bíblica de Saúl, envidioso de David, en quien ve un solapado enemigo que viene a despojarle de su regia calidad entre sus súbditos; la tierna y delicada Micol, ciegamente enamorada del vencedor de Goliat y de los filisteos, y el desdichado Jonathas que, por tremendo e irreparable error, recibe la muerte de manos de su propio padre Saúl, son personajes de intenso dramatismo, muy a propósitos para ser llevados a la escena y para producir el hondo escalofrío de la emoción. Y aunque en la tragedia de Alfieri haya una mayor majestad dramática, un desnudo, sereno y grandioso desenvolverse de la acción, de acuerdo con los principios del ideal clásico, no faltan en el Saúl de la Avellaneda momentos de alta inspiración y escenas de profundo y verdadero patetismo.

Pero no han sido las obras que acabamos de examinar las que han dado fama imperecedera a la Avellaneda, aunque reconozcamos sobre todo la bizarra y brillante creación de Alfonso Munio y la nada vulgar de Saúl.

Fue el Baltasar, con su alto sentido filosófico, y el bien dibujado carácter del protagonista, y la elegancia y sonoridad de los versos, el que encumbró a la Avellaneda hasta el pináculo de la gloria. Pocas obras teatrales de este período literario habrán sido acogidas por el público y la prensa de modo tan unánimemente favorable. Pues si no faltaron rumores de disconformidad y sórdido regateo del triunfo, e incluso ciertos impedimentos para que el drama se estrenase577, celebróse la primera representación, pese a todas las malintencionadas artimañas, en el teatro de Novedades en Abril de 1858578.

El rey Baltasar, descendiente de Nemrod e hijo de Nabucodonosor, Nabucodrosor o Nabocolassar, pues bajo cualquiera de estos tres nombres se conoce a este monarca, quizá no fuera tal como nos lo presenta nuestra autora. Aunque Valera haya querido ver su etopeya en ciertas palabras del Eclesiastés579, dando a entender así que en aquellas remotas edades también existían la decepción y el hastío, que parecen ser más bien espirituales dolencias de nuestros días, más nos inclinamos nosotros a creer que el rey babilónico de la Avellaneda está visto a través de la atmósfera moral del siglo XIX, y con el modelo por delante del Sardanápalo del poeta inglés. En épocas guerreras y batalladoras, poco propicias a la sensibilidad del espíritu, aunque sí a la molicie y la crápula, no debe producirse, lógicamente pensando, una conciencia como la de Baltasar, que parece inoculada del virus ponzoñoso y mortal que destilaron un Heine, un Leopardi o un Musset. Pocos o ningún héroe, no ya de entonces -Nemrod, Nabucodonosor, Fraortes, Jerjes, Alejandro- sino de tiempos más recientes, devotos impenitentes del dios de la guerra, duros y arriscados paladines, más atentos a los azares de la lucha y víctimas de la ambición desmedida, que a aquellas actividades del alma que pueden acarrear el escepticismo, el tedio e incluso la desesperación, han sido, si a los testimonios históricos hemos de atenernos, corazones dolientes, amargados, entenebrecidos por el hastío, la incredulidad y el desaliento. Estas enfermedades del espíritu son más bien de nuestros días; producto de la irritabilidad que los complejos fenómenos de la sociedad moderna -ciencias, artes, especulaciones metafísicas, instabilidad de los sistemas filosóficos, cambios de régimen político, revoluciones, desengaños y fracasos de la vida de relación, penuria económica- causan en nuestra pobre y traspillada naturaleza.

La ambición de gloria, las ideas imperialistas, la desenfrenada lujuria y los placeres gastronómicos no riman, por lo general, con el hastío, que es la renuncia tácita o expresa que hacemos de las cosas cuando desestimamos o negamos los valores que contienen.

Por dos caminos distintos podemos llegar a este estado del ánimo. Por el de la posesión o por el del análisis. El cansancio y desprecio de la vida provienen, comunmente, del goce de cuanto nos rodea, si no hemos puesto el espíritu en cimas más altas que las que podemos tocar con nuestras manos. En apariencia no hay hastío sin posesión, como no hay crepúsculo sin plenitud solar. Sin embargo, existe un hastío que es el más terrible de todos, por cuanto es más desinteresado y trascendente; que no procede de la conquista y disfrute de las cosas, sino del sentido de vacío, de negación o de insuficiencia que descubrimos en cada una, y de aquí que, sin alcanzar a poseerlas y gozarlas, las desdeñemos. Este tedium vitae hondo, trascendental, metafísico, es el más desgarrador e incurable; el que más profunda llaga abre en las almas, sin que sea posible restañarla o mitigar, al menos, el dolor con que se manifiesta. Y este tedio, de índole más intelectiva que vital, nacido repetimos, de la fricción del espíritu con las cosas, pero en función de análisis de cada una, más que en un gozoso poseerlas, es el que al exteriorizarse adopta modos y particularidades muy sugestivos. En el primer caso tenemos a Byron, en el segundo a Leopardi, que sin poseer las cosas más que a través de su espíritu, las desdeñaba e incluso aborrecía. Pero en el fondo de este desengaño del mundo, producido por dos causas diferentes, la posesión de la vida o su análisis sin conquistarla, hay una común reacción filosófica, un desistimiento racional, discursivo, de cuanto tenemos en torno. Actitud eminentemente intelectiva y a nuestro modesto entender, anacrónica y extemporánea en un hombre del siglo VI antes de Jesucristo.

Bajo la figura histórica de Baltasar, -el Tonos Concotéros, de los griegos- se ha levantado un alma devorada por el hastío y la impotencia. Un alma escéptica, impía580, herida de todos los males a que nos puede conducir la soberbia humana, la concupiscencia, la ambición insaciable, en una palabra, la transgresión de toda ley moral. Conciencia que reacciona con un sentido filosófico, deliberado o irreflexivo si se quiere, pero profundamente señoreador de los sentimientos propios y de la naturaleza de la vida. No es, pues, Baltasar el guerrero que a través de la afeminada molicie en que está sumido, como en atmósfera deletérea y corrupta, muestra un corazón rudo y viril, testimonio de los días pugnaces del imperio, sino el alma transida como de una otoñal desilusión de todo lo creado, hundida en su propia impotencia.

Baltasar es un tirano, un déspota. Multitud de satrapías rendíanle vasallaje. El placer, la riqueza fastuosa, el lujo asiático -frase que ha servido después para hiperbolizar el derroche y suntuosidad de próceres y magnates-, giraban en torno suyo, como astros de un sistema planetario del que fuera él eje. «Saciado de mando, grandeza y goce» según le describe en la obra el profeta Daniel, las primeras arrugas surcábanle el rostro y el tedio más enervador marchitaba su alma. Consumido por la impotencia; prisionero de la incredulidad, que tan solo vio «en sus dioses vanos nombres»; empachado de su propia magnificencia y de su poderío, puesto en manos de su madre Nitótris y enfermo de la más terrible dolencia; el hastío, porque no supo darse como objeto de la voluntad un fin que estuviera por cima de la grosera materialidad en que estaba sumido, tropieza con una mujer, más bien una niña por su juventud y pureza: Elda, que el hábil cortesano Rabsares le pone delante de los ojos, para despertar su corazón y estimular su deseo.

Pero Elda, que es cristiana y está unida en matrimonio a Ruben, de la misma religión, como es lógico y nieto del anciano ex-rey de Judea, Joaquín, no puede satisfacer la pasión que su belleza, lozanía y sobre todo, valerosa e inquebrantable resistencia respecto de las ardientes solicitaciones del monarca, habían provocado en él.


      ¡Sí, rey; que si ambicionas
comprarme la virtud, que es mi tesoro,
no basta de cien mundos todo el oro,
ni son nada en tu frente mil coronas!581


Esta virtud cristiana, de temple vigoroso, sorprende y maravilla a Baltasar, que por su concepción pagana e idolátrica del mundo, no concibe la resuelta actitud de Elda. Pero le sorprende y admira no por la cegadora resplandecencia que lleva en sí toda virtud cristiana, sino porque es altísimo e infranqueable valladar opuesto a la satisfacción de sus apetitos.

Cuando el despótico rey se entera que Elda está casada con Ruben, entrega a éste a las iras del ensoberbecido populacho babilónico, que clama contra los judíos, a quienes odia con furor y cuya muerte desea. Ruben perece a manos de los idólatras y su esposa Elda pierde la razón. Y al finalizar la obra, en un delirio de su locura, presiente la destrucción de Babilonia. He aquí el drama íntimo, dilacerante, del rey asirio. Sus grandezas, su soberanía jamás discutida, la voluptuosa y regalada atmósfera de que se rodea, no bastan a hacerle feliz:


¡Oh, Neregell si es verdad
que el agradarme es tu intento,
¡hazme olvidar un momento
mi inmensa felicidad!582


Sus dioses no le inspiran ni devoción, ni respeto. Con tal de ganarse la estimación de Elda y congraciarse con Ruben y Joaquín, ordena que al Dios de los hebreos le alcen altares. Y si tal resolución hace exclamar sorprendido a su ministro Neregel:


¡Cómo, señor!... ¿Prestas fe
a ese Dios del extranjero?


responderá con un dejo de irónico escepticismo:


¡Oh! ¡muy grande! No lo dudes.
¡Tanta fe... como a los nuestros!583


Aquel déspota desamorado de todo, corroído por el tedio o cansancio del mundo, ahogado en su propia dicha; que no encuentra en las cosas el jugo recóndito y sabroso qua dé nuevo y delicioso gusto al paladar de su espíritu; sumido en su propia inercia disolvente y anárquica respecto de todos los valores morales; que en una explosión satánica revelará así a Neregel su hastío:


¡Dame un poder que rendir...
crímenes que cometer,
venturas que merecer
o tormentos que sufrir!
¡Dame un placer o un pesar
digno de esta alma infinita,
que su ambición no limita
a sólo ver y gozar!...
¡Dame, en fin -cual lo soñó
mi mente en su afán profundo-
¡algo... más alto que yo!584


tropieza de pronto en su camino con dos recias voluntades, cuya fortaleza moral, le asombra y subyuga: Elda y un esclavo: Ruben. Sin que todo su poder, el áureo cetro que fulge en su diestra como un sol a ella encadenado y a cuya sola vista tiemblan las naciones: ni la fabulosa riqueza; ni su efímera piedad respecto de su prisionero Joaquín y del esclavo Ruben, sean suficientes a derrotar y sojuzgar la férrea virtud de la cristiana. Y como su «alma es infinita», según él mismo proclama enardecido, y cuantos goces se le brindan son terrenos y quebradizos, sin la anchura y plenitud de todo lo que lleva en su penetral recóndito el aliento divino, no aspira, como tantas otras veces, a la posesión de un cuerpo, sino del alma que en él hay encerrada.

Juan Lombía

Juan Lombía

[Págs. 496-497]

Todo este proceso psicológico nos induce a pensar, dadas sus complejas y enraizadas modalidades, que estamos en presencia de un rey Baltasar en cuya materia deleznable y finita se hubiera insuflado el espíritu incrédulo, pesimista y desdeñoso de nuestro tiempo. Así, bajo la apariencia externa de un egregio déspota asirio, tendremos la faz moral del desdén, del escepticismo, del tedium vitae con su contrapartida de aspiración a goces no alcanzados y saboreados. Baltasar, en fin, es el sujeto que no ha poseído hasta ahora más que la flor de loto y se encuentra de súbito e impensadamente ante otra flor que une al perfume de la violeta la albura del lirio. ¿Pudo darse un alma así en el siglo VI antes de la Era Cristiana? Negarlo rotundamente sería temerario. Carecemos de estudios psicológicos sobre los héroes del imperio asirio. No se han escrito, o al menos nosotros no los conocemos, verdaderos retratos morales sobre Sardanápalo, Nabopolasar, Nabucodonosor, Baltasar, de los que pudiéramos deducir la verdad o ficción del protagonista de la Avellaneda. Que pudo haber más de subjetivo que de objetivo en la elaboración de personaje tan atrayente y fastuoso, nos lo sugiere el hecho de que nuestra autora en muy poco o en nada tuviera las narraciones de Herodoto, Jenofonte, en su Cyropedia o de las Sagradas Escrituras; al componer su obra. Hubo, pues, un delineamiento del protagonista nada contraído a los módulos históricos; una realización de la fisonomía moral del rey de Babilonia casi libérrima, desentendida de toda restricción impuesta por los hechos auténticos y comprobados o recogidos por los historiadores antiguos. Sabemos, en cambio, que han existido déspotas y tiranos asirios que entraban a saco en las ciudades, colgaban de las vides las cabezas de sus moradores; pasaban a cuchillo a sus adversarios tras de haberlos vencido en descomunal pelea, o los mutilaban o quemaban vivos, con horrenda voluptuosidad criminal; incendiaban los pueblos, arrojando a las llamas a las mujeres y a los mozos, como tierna hojarasca o ahilados troncos, y todo por no haber pagado a tiempo los tributos o no haberles rendido a los monarcas y sátrapas el homenaje debido. Si el rey Baltasar estuvo más cerca de estas cualidades de los grandes tiranos de su raza o de otras parecidas, que no del alma escéptica y desdeñosa, de Byron, Leopardi o Espronceda, es algo que no nos atrevemos a afirmar ni a negar, sí bien propendemos a creer, en compañía de otros críticos de la pasada centuria, que el Baltasar de la Avellaneda constituye un tremendo anacronismo585. Además ¿qué nos importa que haya habido suplantación, si el alma suplantadora es de tanta hermosura estética? ¿Renunciaríamos a las bellezas del Orestes, de Esquilo, del Edipo, de Sófocles o de la Ilíada si la crítica histórica llegase a probar que ni existieron tales personajes, ni hubo tal guerra de Troya o que de existir los unos y haber la otra no fueron tal como nos lo pintan y la describen Esquilo, Sófocles y Homero, respectivamente?

El Baltasar de la Avellaneda es una creación hermosa, que quizá pudiera competir con el Sardanápalo de Byron, si no fuera éste más humana y candente personificación de la raza a que pertenece y no hubiera a su lado una figura tan interesante como la de la griega Myrrha. La persona del monarca asirio emociona y subyuga por los cambiantes destellos de su alma, por la grandeza y fastuosidad que le rodea, por el drama íntimo, profundo, patético, que se desenvuelve en su pecho, bajo la espiritual vestidura del hastío. A través de lo que pudiéramos creer concepción materialista de la vida, hay en su alma un aura inefable de soñación, de anhelo de otros horizontes más altos, misteriosos y prometedores, como ese sol que aparece entre brumas y que acaba disipándolas, y esplende en los cielos como encendida y cegadora ascua. Tan grande y hermosa es la figura de este rey, modelado por las manos de la Avellaneda, que los demás personajes se nos antojan menos enterizos y vigorosos. La poca talla de cada uno viene a encarecer más la reciura, variedad y armonía con que está forjado el héroe. Él lo llena todo. Lo demás es, como si dijéramos, el relleno de su figura. El valiente e impetuoso Ruben; la entereza moral de Elda; el infortunado ex-rey de Judea, que a tan alto precio conquista su libertad; el profeta Daniel, con sus intervenciones como delegadas de Dios; la «política y sagaz» Nitótris, como le llamara Herodoto, la cual a pesar de su condición de mujer pagana e idólatra no repugna a nuestro espíritu opuesto, porque hay en su bondad nativa como un reflejo de la misericordia cristiana, son creaciones menos estimables.

Queden apuntados estos reparos, pero no se crea que, por virtud de ellos, desmerece la obra en su conjunto. Tenémosla por magistral e inscrita con firmes e indelebles caracteres en el libro de la inmortalidad. Cuantas vinieron después586 y aunque descubran algún noble rasgo de delicada y exquisita femineidad, como su comedia La hija de las flores o todos están locos587 o sean como el marco de una reacción espiritual de la autora respecto de ciertas contrariedades de su vida, como Oráculos de Talía588, ni mejoraron sus producciones anteriores, ni aportaron ninguna modalidad nueva al teatro.

Deliberadamente y desentendiéndonos de todo rigor cronológico hemos dejado para este momento el mencionar a determinados autores que, si coadyuvaron numéricamente al espléndido desarrollo del teatro en aquellos días, no brillaron por su genio creador. Difícil era, cuando los próceres del teatro habíanlo llenado de las resonancias de su espíritu, acertar con nuevos caracteres dentro de la tónica general del romanticismo. Como es imposible cuando un imperio se ha apoderado con sus tentáculos vigorosos de todo lo que estaba dentro de sus posibilidades aprehensivas, adueñarse de nuevos territorios. Nuestra revolución literaria había dado de sí cuanto podía y los que se sumaban, atraídos por sus fulgores y novedades, a la flamante escuela estética, que no eran ya príncipes ni adelantados de ella, sino figuras subalternas, apenas hacían otra cosa que repetir los métodos y patrones conocidos, pero sin darles aire, ni traza original y relevante. Venían a ser como esas estrellas de muy secundaria magnitud, que parece que están en el cielo para hacer destacar más la poderosa refulgencia de otros astros capitales. Emplearon, pues, los mismos procedimientos, pero cayendo más en sus defectos que confirmando sus virtudes. Ni la frescura del verbo creador; ni el ímpetu y gallardía de la imaginación, bien por su propia fuerza, bien por su ludimiento con las cosas exteriores; ni el esplendor de la forma, apretándose y constriñéndose en sonoros versos, llenos de majestad o dislocándose en multitud de metros; ni el desembarazo para moverse en la escena, con absoluto olvido de las unidades clásicas, habremos de encontrar, pese a todo paciente estudio, en las obras de Escosura, Ochoa, don José María Díaz, Pacheco, Romero Larrañaga, Castro y Orozco, Príncipe, García de Quevedo, Eusebio Asquerino, Ariza, Fernández-Guerra -más sobresaliente por su erudición que por sus cualidades de autor dramático, si bien hemos de apuntar en su haber La rica-hembra, escrita en colaboración con Tamayo-, Navarrete, García Ontiveros, Morera, Calvo Asensio, Bofarull, Huici, Víctor Balaguer, Borao y en las del resto de dramaturgos, comediógrafos, que cita el señor Hartzenbusch en el prólogo a las Obras escogidas de Don Antonio García Gutiérrez589.

Hemos advertido, con reiteración, a lo largo de estas páginas, que nuestro propósito no es historiar puntualmente el movimiento romántico español, ni mucho menos agotar el tema, empeño que está fuera de nuestras posibilidades. Intentamos recoger aquí las principales características de esta revolución literaria, examinadas a través de las obras más importantes de cada romántico. Ya habrá observado el lector cómo nos hemos detenido, de exprofeso, en el estudio y comentario de aquellos dramas que en más número que calidad contienen los elementos típicos y fundamentales de la nueva escuela590.