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Hermosilla

Como un monolito de incomprensión respecto de todo nuevo principio estético, se levanta en el primer tercio del siglo XIX y entre las acres y apasionadas censuras de sus compañeros de letras, don José Gómez Hermosilla, autor del Arte de hablar en prosa y verso, y de un Juicio crítico de los principales poetas españoles de la última era, y traductor, muy aventajado, de Homero. El título de su preceptiva, que intentó justificar en las Advertencias a la misma, valiole la rechifla de algunos eruditos coetáneos. Gallardo, el más descontentadizo y malintencionado de todos, arremetió no sólo contra el flamante título del libro, sino contra su contenido y autor, vapuleando al uno y al otro sin piedad61.

Como ya advirtió Menéndez y Pelayo, cuantas veces traspasa Hermosilla, en el orden especulativo, la esfera puramente gramatical o retórica en que se mueve siempre, Condillac le proporciona su sentido sensualista y empírico de las cosas, y en el terreno literario las Lecciones de Blair, los materiales más importantes.

La parte que se refiere a la retórica es, sin duda alguna, muy superior al resto del libro. Gramático y preceptista más que crítico literario, esto es, mejor conocedor del mecanismo del lenguaje y de la técnica literaria, que intérprete y comentador de la belleza, pocos podían tratar dicha materia tan bien preparados como él. Su estudio de las reglas que deben observarse en toda composición literaria, de las distintas formas bajo las cuales pueden ser presentados los pensamientos, de las expresiones, y de la composición o coordinación de las cláusulas, es metódico, claro, preciso. Todo ha sido subordinado a hacer inteligibles y fáciles los preceptos que los amantes de las bellas letras han de conocer bien si aspiran a la mayor perfección posible en la realización artística. Porque el autor del Examen de la Ilíada, sostiene categóricamente, que sólo observando las reglas puede lograrse, a satisfacción, el fin literario que nos propongamos cumplir, ya que la ignorancia de ellas, o su voluntaria y consciente transgresión nos acarreará numerosos defectos, cuyo último resultado sería la decadencia y avillanamiento del arte.

¿Cómo llega Hermosilla a esta afirmación tan rotunda? ¿En qué razón fundamental y trascendente apoya dictamen tan severo e inflexible? Según él las reglas del arte no han sido fijadas en tal o cual época por este o aquel individuo de la especie humana. De haber ocurrido así, dichos principios podrían ser «falsos» y susceptibles de «caprichosas variaciones». Estos principios son «eternos y de eterna verdad»; provienen de la misma naturaleza de las cosas que son objeto de las artes, y consiguientemente «tan inmutables como la naturaleza». Ni Aristóteles, ni Horacio y demás legisladores de la literatura han establecido por su sola autoridad tales preceptos. Proceden éstos de «principios eternos e incontestables», de «la naturaleza misma de nuestro entendimiento y de nuestra voluntad». Las reglas a que se ajusta el arte de hablar y que no son «las quisquillas de los retóricos escolásticos», están «como envueltas en la esencia misma de la racionalidad del hombre, y en la de la facultad que tiene de comunicar sus pensamientos por medio del habla»62.

Establecidos estos principios, en su parecer, irrebatibles, pues ir contra ellos sería tanto como rebelarse contra la misma razón, la consecuencia de que sólo observando, con absoluta fidelidad, las reglas puede alcanzarse el fin estético apetecido, es absolutamente lógica. De aquí el hincapié que hace Hermosilla en que todo buen escritor se atenga a dichos preceptos cuando emprende una obra literaria, pues si no ha habido, ni habrá hombre indocto, esto es, ignorante de cuantas leyes rigen el mundo del arte, que escriba «una larga composición completamente buena» ni en verso ni en prosa, tampoco existirá ninguno, por culto que sea, que faltando conscientemente a tales principios no incurra en las monstruosidades de Shakespeare o de Lope.

Animado siempre de este afán de corregir, de traer a la colada los descuidos y lunares de los demás, Hermosilla presenta al lector en vez de buenos ejemplos clásicos que imitar en nuestras actividades creadoras, aquellos otros que por su notoria imperfección deben prevenirnos respecto de análogas torpezas. Esto que puede ser muy conveniente y didáctico, resta a la obra de Hermosilla amenidad y encanto, ya que los modelos de belleza más perfecta, por efecto de su propio primor y hermosura, irradian en torno su hechizo, mientras que los paradigmas de defectuosidad literaria, si se amontonan unos tras otros, fatigan al lector más que le llaman a repugnancia y aborrecimiento de ellos, y no sólo abaten su espíritu y lo contraen a lo torpe y prosaico, sino que dan al libro cierto tono pedestre y bajuno, y lo hacen plúmbeo e inaguantable.

La misma pereza de Hermosilla -o propósito deliberado- a buscar fuera de la Jerusalén, de Lope, y del Bernardo, de Balbuena estos ejemplos reprensibles, dado su sistema de mostrarnos más abundantemente los defectos de los poetas que sus méritos, contribuye a cansarnos y desalentarnos y nos induce a pensar que miraba con prevención y hasta con inquina, diríamos, a las dos predichas figuras de nuestro Parnaso. La Poética, de Martínez de la Rosa, menos tecnicista y didáctica, si se quiere, que el Arte de hablar, es, en cambio, más amena, fluida y elegante, y su lectura, en vez de fatigarnos y hacernos aborrecible la doctrina con que intentamos ilustrarnos, nos deleita y alecciona.

Declaró Hermosilla en más de un lugar de su obra que «las discusiones metafísicas sobre las sensaciones de sublimidad y belleza, sobre el placer que causa la buena imitación aunque sea de cosas desagradables en sí mismas» y otros temas análogos, corresponden a los estudios filosóficos y no a los tratados didácticos, en los cuales dichas disertaciones son «completamente inútiles», debido a que de ninguna de ellas se obtiene aplicación práctica alguna63. Pero si bien observó por entero esta teoría en los ocho libros en que divide su trabajo, en el Apéndice segundo al mismo trató, con sobriedad y buen juicio, de lo que en materias literarias se llama buen gusto, mal gusto. El empirista acérrimo del Arte de hablar, que bien por la razón que acabamos de decir, o por falta de afición a estas cuestiones trascendentales de filosofía estética, redújose al examen y aplicación de los preceptos literarios, sin invadir nunca la esfera especulativa, penetra ahora en ella con paso firme y seguro. Pero aunque sus ideas, como ya se ha advertido son de traza puramente espiritualista, no renuncia por eso del todo al lenguaje analítico y sensualista de Condillac.

«¿Hay en las composiciones literarias -se pregunta- cosas que sean en sí mismas buenas o bellas, independientemente del aprecio que merecen al que las lee y del juicio que de ellas forma?». La facultad de discernir lo bueno de lo malo, lo feo de lo hermoso en materias literarias, ¿es puramente mecánica, debida a nuestra sensibilidad, o es una actitud que procede del talento y cultura del que compone o juzga las obras? Hermosilla no duda un momento en contestar afirmativamente a la primer pregunta, porque las bellezas y fealdades de toda composición literaria son absolutas y en nada dependen del juicio que de ellas formemos. Y niega, con la misma resolución y bríos, que la facultad de discernir lo bueno de lo malo, lo feo de lo hermoso en el orden literario, «sea puramente mecánica, debida a la sola sensibilidad»64.

No busquemos en la obra de Hermosilla fuera de estas breves escapadas a la filosofía ningún otro rasgo trascendental. Su concepción tan formalista y rígida del arte, la indolencia o incapacidad para salir de la explicación y práctica de las reglas, la sequedad del estilo, muy acomodado al temperamento mecanicista del autor, la escasa variedad de modelos aducidos en corroboración de los principios sustentados y el preferir en cada ejemplo, como queda dicho, los defectos a las perfecciones, hace desmerecer, en el común parecer de la crítica, este doctrinal literario.

A nadie puede sorprender la polvareda que produjo al salir de las prensas y conseguir, merced a la favorable situación política del autor, que por Real orden de 19 de diciembre de 1525, fuera impuesto como texto de estudio en nuestras clases de Humanidades. Aristarcos envidiosillos y escritores del prestigio y autoridad de Gallardo y don Agustín Durán lanzáronse al ataque, poniendo en la picota del ridículo, ya con doctas y prudentes razones, ya con intemperancias y personalidades y lo que es peor y más duele con epigramas y burlas echados al viento desde el anónimo, el extraño título de la obra, el contenido rastrero y formalista, la poca originalidad del autor y su absoluta ineptitud para percibir la belleza. No cabe duda que la pasión, el encono personal, las rivalidades del oficio, que en la república literaria, son más fuertes e irrefrenables que en cualquier otra actividad humana, entraron por mucho en tan ruidosa porfía. Pero había razón más que de sobra para impugnar con energía y severidad el estrecho código literario de Hermosilla. Su hermética interpretación del arte, la falta de espiritual impulso para elevar la mente y enfrontarla, en férvida y cálida contemplación, con la belleza; las restricciones y angosturas impuestas al alma creadora, que había de moverse, embarazosa y atada, en el férreo círculo de los principios neoclásicos, bien merecían, si no el desamorado y pérfido ataque personal, con lo que nada gana el arte y señorío de los escritores, la crítica sensata y vigorosa.

Tan apasionado alegato del neoclasicismo había de provocar un grande alboroto en una época como ésta de transición literaria. Los mismos neoclásicos -Quintana, Martínez de la Rosa, Javier de Burgos, Silvela- comenzaban a mostrarse menos intransigentes y severos en sus principios literarios. La vanguardia del romanticismo tomaba posiciones para dar en momento oportuno la batalla decisiva al ideal clasicista del siglo anterior. ¡Cómo no habían de parecer impertinentes y extemporáneas las doctrinas ultraclasicistas de Hermosilla! Se intentaba dar una mayor libertad de movimientos al espíritu creador; emanciparlo un poco de la tiranía de las reglas; sacar a la fantasía de la cárcel dorada que la habían forjado Boileau, Blair, La Harpe y demás estrechos imitadores de Aristóteles y Horacio, y venía esta preceptiva, inflexible y despótica, a reverdecer un ideal cuya caducidad no podía demorarse mucho. Y lo malo es que no sólo se trataba de la libre exposición de unos preceptos literarios que podían ser observados o rechazados por cuantos de un modo activo y directo rendían tributo al arte, sino de un tratado didáctico que habían de estudiar forzosamente los jóvenes y en cuyo molde, apretado y duro, tendría que conformarse el espíritu creador de los futuros poetas.

Siéndonos ya conocida la manera de pensar que en estas materias tenía Hermosilla, no puede sorprendernos la admiración que éste sentía por Moratín, el hijo, del cual fue uno de los más apasionados elogiadores. Tampoco ha de maravillarnos que, dejándose engañar de la aparente poquedad poética del romance, como siglos antes el Marqués de Santillana, hablase en forma despectiva de esta clase de composiciones. «¿Quién no ve -arguye en defensa de su opinión- que apenas un español ha leído una o dos coplas de versos octosílabos y con asonancia en e, o, se le vienen a la memoria, sin que pueda remediarles, las cachuchas y los caballos y está zumbando en su oído lo de:

caballo del alma mía,

caballo mío careto?65



No estriba el mérito de los versos en cambiar frecuentemente de rima dentro de las distintas tres mil novecientas, aproximadamente, terminaciones de nuestra lengua, que tuvo la paciencia de contar don Tomás de Iriarte. Pocos habrán hecho tanto derroche a este respecto, no sólo en cambiar las rimas, sino en buscar y conseguir las más difíciles, como Bretón de los Herreros y, como poeta lírico siempre ocupará un modestísimo puesto en nuestra literatura. En cambio, Bécquer que no empleó, de ordinario, más terminación que la asonantada, ¡qué tesoro de lirismo, de honda y verdadera poesía nos ha dejado! Los romances y romancillos de Góngora, que no podía por menos de conocer Hermosilla, prueban también a qué grado de perfección pueden llegar estas composiciones cuando son forjadas en el áureo yunque de un poeta de verdad. Meléndez Valdés y el Duque de Rivas, el uno en el orden de la poesía trascendental y el otro en el histórico y descriptivo, son dos testimonios más de lo que venimos sosteniendo. Y el ya citado autor de las Rimas, con su bellísima composición Cerraron sus ojos... demuestra también el hondo patetismo y la pavorosa interrogante filosófica que pueden encerrarse en unos hexasílabos asonantados. Ha de parecernos, pues, a todas luces equivocada la actitud de este intransigente preceptista, con relación al romance. Llamar «tabernaria» a tal clase de poesía y «canijos» y «copleros» a los que la escriben es revelar falta de gusto y de sensibilidad.

No cabe duda que Hermosilla tenía razón al considerar condición sine qua non de todo buen escritor, la fidelísima observancia de los preceptos literarios, dado que estos están embebidos por el arte mismo, como principios eternos y de eterna verdad, derivados de la naturaleza de las cosas que son objeto de lo bello. Pero erró gravemente al medir por igual rasero todas las reglas, y al mostrarse tan inflexible respecto de las que son consubstanciales al arte, como de las que señalan una época o un punto de vista subjetivo de este o aquel legislador del Parnaso. Cierto de toda certeza, que la unidad de acción, por ejemplo, es absolutamente necesaria en cualquier creación artística; que no nos explicaremos un cuadro, una escultura, una epopeya, una novela; un drama, en los que se falte abiertamente a este principio, ya que todos los elementos estéticos que intervengan en cualquiera de estas manifestaciones del verbo creador deben formar un conjunto verdaderamente armónico y concorde. ¿Pero se podría decir lo mismo del número de actos que según el vate venusino ha de tener la tragedia? ¿De que en la escena, cuando se trate de este género de representaciones, no llegarán a cuatro los actores? Nec quanta loqui persona laboret ¿De que no debe ser ensangrentada? ¿Que el poema épico ha de estar escrito, forzosamente, en octavas reales? ¿Que lo trágico y lo cómico no deben ir emparejados aun cuando la propia realidad venga a demostrarnos lo contrario, ya que la vida es una alternativa constante de ambas cosas? Porque la acción de la Ilíada dure cincuenta días y la de la Eneida un año, como observa muy juiciosamente Silvela, ¿es preciso, que todo poema épico dure por lo menos cincuenta días y no exceda de trescientos sesenta y cinco, o cuando más, añadiremos nosotros, de trescientos sesenta y seis, si la acción épica se desarrolla en un año bisiesto? ¿Han de observarse ineludiblemente las unidades de lugar y tiempo? Si concedemos que el espectador de una tragedia no está en Roma o Atenas, sino en el teatro del Príncipe, de Madrid; que el actor Máiquez o la comedianta Rita Luna, vamos a saludarlos, a la mañana siguiente de la representación, en el Prado; que ni los reyes, ni los príncipes hablaban en verso y que el templo de Delfos, o el palacio de Edipo, o la plaza de Atenas no eran de cartón, ni de papel, sino de riquísimo mármol de Paros, ¿qué inconveniente hay en dar al autor dramático más libertad para moverse en el tiempo y el espacio? Tal licencia ha de ensanchar, sin menoscabo del arte, los dominios de éste, con lo que determinadas situaciones y trances de la vida; no ocurridos en un solo lugar, ni mucho menos en lo que dure la representación, vendrán a enriquecer nuestro acervo dramático y el de los demás pueblos.

Cambian los tiempos y no los fundamentos eternos del arte, pero sí sus modalidades adjetivas. Lo más probable es que Hermosilla dudase de que una composición breve, pequeñita, como los lieder de Heine, pudiera encerrar en tan angosto espacio, tantísima poesía, pensamientos y afectos tan profundos y bellos. Parecíale que tal fondo lírico precisaba la oda o la silva, que opulenta y holgadamente manejaron fray Luis, Rioja, Quevedo, Argensola y Herrera. Sin embargo, el sublime autor del Intermezzo, del Regreso y de la Nueva primavera, vino a demostrarnos unos años después de los que vivió Hermosilla, que la poesía puede comprimirse, o como desgranarse en este sartal de piedras preciosas, y meterse luego en nuestros corazones poniendo en tensión todas sus fibras.

Menéndez y Pelayo, que era ante todo un humanista, tan chapado de clasicismo como es lógico, tras de declarar el desdén que al principio le inspiraba este género de poesía, acaba reconociendo no sólo su existencia, sino su mérito singularísimo66.

Si el intemperante dogmatismo literario de Hermosilla hubiera triunfado, imponiéndose de un modo imperativo e indeclinable a las futuras generaciones creadoras no habrían sido posibles ni el Don Álvaro, ni El Diablo Mundo, ni Juan Lorenzo, ni La mariposa negra, ni tantas obras más, dramáticas o líricas de nuestros románticos. Pensad por un momento que la arquitectura griega se hubiera impuesto de tal forma al mundo entero que cuantas construcciones la sucedieron hubieran respondido a los mismos principios y cánones por que ella se regía. ¿Habría habido una arquitectura románica, gótica, plateresca, barroca, etcétera? No comparemos entre sí estos estilos arquitectónicos. Podrán ser, y desde luego lo son, superiores unos a otros. Pero ¿no queda de esta manera bien demostrada la vena varia y fecunda de nuestro espíritu creador? Además, el proceso ideológico de la humanidad, sus mudanzas y transformaciones a lo largo del tiempo, exigían esta acomodación del arte a las ideas y sentimientos propios de cada edad. Una revolución religiosa tan honda y eterna como la producida por el Cristianismo tenía que provocar en los dominios del espíritu una trascendental mutación de sus modos operantes, y el arte, en cualquiera de sus manifestaciones tangibles, había de denotar los nuevos principios observados en su elaboración.

Los griegos, dado aquel sentido esférico, podríamos decir, que tenían del universo y de sí mismos y debido al cual, no lanzaban sus inquisiciones filosóficas más allá de esa ideal esfericidad en que se creían integrados, construían sus templos, dándoles un remate horizontal, limitativo, sin el menor asomo de ansias de infinito. Pero el Cristianismo, embebido de idealidad, de una vida ulterior y definitiva, tuvo forzosamente que sustituir la rasante techumbre de los templos griegos, por ese nuevo estilo del gótico, en que las cúpulas, las ojivas, los aéreos capiteles, señalando el infinito, muestran ya, bien claramente, un concepto nuevo de la vida humana67.

Enumeradas quedan las principales características de la crítica literaria, desde Luzán hasta los precursores de la independencia espiritual de nuestros románticos. Hemos visto cómo se alzaba en pleno siglo XVIII, contra la incontinencia de los culteranos y conceptistas, el severo preceptuario del humanista aragonés. La más amplia comprensión de Quintana, Lista y Martínez de la Rosa, que aunque plegados a los imperativos del ideal clásico, no lo sostuvieron con la irreflexiva ceguera o incondicionalidad, al menos, de los eruditos y retóricos de la centuria anterior. El atavismo doctrinal de Hermosilla, último paladín, fogoso y recalcitrante, de la escuela neoclásica. Y los vientos de renovación literaria, algo incipientes y tímidos en D. Manuel Silvela, y muy vigorosos y desplegados en el Discurso de Durán. Hora es ya, pues, de que nos enfrentemos con las figuras capitales de la crítica romántica.

Capítulo segundo

Clásico-románticos

Gil y Zárate

Los autores que vamos a estudiar ahora o tuvieron algún parentesco espiritual con el romanticismo o por ser coetáneos de este movimiento literario le dedicaron en sus escritos una mayor o menor atención sin integrarse en él, pero aun en el caso de cierta afinidad con la expresada escuela quedaron muy distanciados de ella en carácter, entusiasmo e incondicionalidad respecto de sus principios. Traer aquí a estos escritores, sin hacer la precedente advertencia, sería confundir al lector poco experto en estas lides y ganarnos la disconformidad de los bien enterados. Excluirlos en razón a sus rasgos borrosos e indistintos, constituiría una mutilación injustificada, ya que al examinar un movimiento estético, cualquiera que sea, no basta el enfrontarse con sus figuras más genuinas, sino que conviene abarcar también aquellas otras subalternas o francamente adversas que aumentan o subrayan, por contradicción, las particularidades y trazos del cuadro general objeto del análisis.

Pero si no hemos emitido a estos autores en el presente estudio, sí los hemos sacado del sitio que cronológicamente les corresponde, para formar con ellos un grupo que ofrezca las características enunciadas y que venga a completar nuestro trabajo.

Ya hicimos notar en otra parte de este libro que la verdadera aportación romántica de don Antonio Gil y Zárate a la literatura española del siglo XIX fue su Carlos II, el Hechizado. Aquí rompió con todos los principios de la escuela clásica. El café de la calle del Príncipe, donde se reunían los exaltados partidarios del nuevo credo estético, contribuyó mucho si no fue la causa fundamental del cambio de rumbo. Del Parnasillo salió El trovador, de García Gutiérrez, para ser representado. Así lo cuentan Díaz Escovar y Lasso de la Vega en su Historia del teatro español. El drama del poeta gaditano ya estaba escrito; pero sin el espaldarazo de Espronceda y demás corifeos del romanticismo, los cuales, tras de haber primeramente tomado a chacota al neófito dramaturgo de Chiclana, diéronle después el exequatur para presentarse ante el público, sabe Dios el tiempo que habría pasado hasta el estreno de la obra y las vicisitudes y eventos que ésta hubiera sufrido. Pues allí también; entre las acaloradas porfías de los contertulios sobre artes tan opuestos como el clásico y el romántico, y las chirigotas de los más dicharacheros y revoltosos, y el fluir y refluir de gustos y fanatismos literarios, nació la idea de componer un drama que dejara como en mantillas cuantas obras renovadoras habían pisado ya la escena.

Fuera de esta estrepitosa interpretación de nuestro último rey austriaco, nada o muy poco existe en el haber artístico de Gil y Zárate que pueda presentarse como un testimonio más de incondicionalidad romántica.

En 1842, cinco años después de la primera representación de Carlos II, el Hechizado y el mismo año en que se estrenó Guzmán, el Bueno, las dos obras que, por conceptos diferentes, granjeáronle crédito y nombradía, salió de las prensas su Manual de Literatura. Tras un siglo como el XVIII dado por entero ora a la especulación estética, ora a la reglamentación del arte, el componer una nueva preceptiva que venía a engrosar el número de las ya escritas y que apenas difería de éstas, poco o ningún esfuerzo representaba. Ítem más. Librado ya el reñidísimo combate entre los cultores del ideal clasicista y los que profesaban la nueva fe literaria, cabía suponer que cualquiera legislador del arte que recogiese en un haz sus principios fundamentales, juntamente con sus normas subalternas y adjetivas, aludiría en su trabajo a las flamantes ideas estéticas de los innovadores, bien prohijándolas, bien repudiándolas. Pero trasciende a manifiesta timidez, en tal momento, si no eludir del todo la cuestión, escamotearla casi al resolverla con un sentido hereditario, clasicista, entreverado de débiles rasgos de emancipación estética, que esto viene a ser el Manual de Literatura: ¿Cómo quien atropelló cual desbocado corcel, las reglas aristotélicas y horacianas, mostrábase ahora tan poco audaz y ambicioso, contentándose con reproducir, plus minusve el antiguo doctrinal literario? Así y todo el trabajo de Gil y Zárate, por la claridad y buen método que lo avaloran, se lee, reconocida la modestia del empeño, con gusto y simpatía.

Consta el expresado Manual de dos partes. Contiene la primera los preceptos que deben observarse en la variedad de escritos literarios. Constituye la segunda un resumen breve, «pero crítico y razonado» de nuestras letras. Algunos trozos de esta segunda parte, relativos al arte dramático, han sido escogidos para ilustrar ediciones de Lope, Tirso, Calderón y Alarcón68. Apenas comenzamos la lectura del Manual sabemos ya a qué atenernos respecto de la filiación estética del autor. Gil y Zárate no participa de la creencia tan generalizada entre los románticos y prácticamente observada por casi todos ellos, de que las reglas «coartan la imaginación y el ingenio» 69. Del mismo modo que las dificultades de la versificación no han impedido existan grandes poetas, es equivocado parecer el de los que sostienen que el acto de crear ha de ser libre e independiente, esto es, ha de estar destrabado de todo precepto, restrictivo al fin del numen poético. «Sólo la debilidad se asusta de tales estorbos; la fortaleza no los teme».

Más adelante reconocerá que Góngora es uno de nuestros vates que vino al mundo del arte mejor pertrechado y adornado de brillantes cualidades. Pero así que faltó a los principios consagrados por la autoridad clásica, «se convirtió en una especie de delirante [...] haciendo alarde de extraviarse por nuevas y extrañas sendas».

Nuestra afición a los libros franceses, sigue observando el autor de Rodrigo y Don Álvaro de Luna, ha sido causa de que nuestra lengua, menos sujeta que la de allende el Pirineo a un riguroso orden gramatical, pierda su majestad y opulencia, es decir, «el atrevido vuelo» con que se manifestara en los tiempos áureos. La poesía no ha perdido la libertad de sus movimientos; todavía se muestra «libre y animosa en sus giros», más la prosa se arrastra humilde, y sin desembocar en la afectación sería bueno devolverla, el número y rotundidad que ha perdido.

Al tratar de los principios filosóficos comunes a todas las composiciones literarias y por ende de la belleza, no comparte la afirmación aristotélica, aceptada más tarde por los escolásticos, de que nada existe en nuestra alma que no haya estado antes en los sentidos: Nihil est in intellectu quod prius non puerit in sensu. O lo que es igual, que el alma nada entiende sin fantasma: anima nihil sine phantasmate inteliegit. Pero como de tal principio se deduce que la belleza proviene de la imitación, que una obra será más perfecta cuanto más y mejor se hayan observado los distintos elementos que integran la naturaleza física, así como los que corresponden al orden moral e intelectivo, redargüirá que todo esto constituye una contradicción de principios, pues «¿cómo habría ocurrido al artista esa idea de reunir las cualidades bellas esparcidas entre varios seres, si no hubiera existido en su mente la concepción de un tipo más acabado que los que le presentaban los sentidos?»70. Si al ver lo bueno, no presenta la idea de lo mejor ¿cómo concebir tal cosa? -añade.

Tras de rebatir la teoría de la imitación pura, por considerarla mezquina e incompleta, si hemos de seguir la adjetivación de Gil y Zárate, afirmará que son dos los elementos que integran las creaciones de la imaginativa. «Las impresiones de los sentidos con los recuerdos que de ellas conserva la memoria y la concepción racional de la belleza»71. Lo bello literario y artístico, prosigue, es una concepción intelectiva que sugiere a la mente la idea de una forma, si no acabada del todo, más próxima a lo ideal, a la perfección, que la percibida por nuestro sensorio. De esta premisa hemos de deducir que el placer o gozo que proviene de tal idea de lo bello no es sólo material, ya que por el contrario participa de él, de un modo muy considerable, el entendimiento. «Por esta razón pueden ser bellos -remata nuestro autor su raciocinio-, considerados bajo este punto de vista, objetos que en realidad serían horribles o asquerosos. La parte que tiene en ellos el entendimiento, les quita toda su fealdad, convirtiéndolos en objeto de placer»72.

Seguidamente definirá lo sublime como una belleza inexpresable. De aquí que lo infinito sea sublime: porque no tiene forma que lo exprese, y por cierta remota analogía, el mar, una proceridad, una sima sin fondo, el huracán vertiginoso, la fuerza terrible de las tempestades.

El gusto, que en su significado literal, es uno de los sentidos corporales, mediante el cual percibimos y diferenciamos las impresiones que causan determinados cuerpos en nuestro paladar,73 aplicado a las artes es la aptitud que tenemos de «percibir, conocer y apreciar» los elementos que constituyen la belleza, los cuales producen en cada uno de nosotros una impresión de placer o desagrado denominándose también así la cualidad que poseemos74 para distinguir lo bueno de lo malo, lo bello de lo que es deforme o contrahecho. En el hombre hay un origen variable de tal capacidad o aptitud, y otro permanente. El que procede de los sentidos es el variable, y permanente el que nace de la inteligencia. Esta y la sensibilidad, son las dos facultades que forjan en la mente el ideal de la belleza: tipo o modelo que sirve de término de comparación al gusto.

Algo habremos de detenernos, naturalmente, al examinar con toda la brevedad que nos sea posible, las diferencias esenciales que entre la literatura antigua y la moderna señala Gil y Zárate en el capítulo quinto de su Manual75. Bajo el título adicional o complementario de Clasicismo y Romanticismo se enumeran estas desemejanzas siendo la más importante de todas, la que resulta del cotejo de dos civilizaciones tan distintas a su vez como la griega y la cristiana, o lo que es lo mismo, la antigua y la moderna. Cada civilización tuvo sus características esenciales, sus rasgos típicos, genuinos, inconfundibles y forzosamente las literaturas que nacieron de ellas tenían que presentar, entre sí, faces diferentes. Gil y Zárate al determinar cuáles fueron los rasgos propios de unas y otras letras, no hace sino reproducir cuanto ya observaron sobre igual tema, críticos predecesores como Quintana, Lista, Martínez de la Rosa, don Agustín Durán, Silvela y otros.

La poesía clásica, afirma nuestro autor, es la poesía del placer, de los goces. Se fija tan sólo en el presente. La moderna, que oscila entre el pasado y el porvenir, alimentándose de recuerdos y presentimientos, es la poesía del deseo. Si la una ofrece, como peculiaridad más saliente, la energía y el patetismo, no obstante la serena interpretación que aquellos pueblos antiguos daban a la vida, y buena prueba de ese aspecto enérgico y terrible ha sido la tragedia griega, la otra se complace en emplear todos los tonos que existen entre el placer y el dolor, entre la tristeza y la alegría. Los acordes que lanza su alma son más hondos, más íntimos, más entrañables, la imaginativa menos sensual, la mente más razonadora. Pero no se crea que los límites que fijan dichas particularidades están siempre bien marcados. En la realidad se confunden a veces y los objetos no aparecen en todo momento separados unos de otros. La melancolía o vaguedad inefable de las letras modernas no se muestra con la misma intensidad en todas las literaturas de Europa. En los pueblos nórdicos76 donde el espíritu propende a la contemplación y la naturaleza circundante por su especial carácter excita la innata melancolía del hombre, la literatura se impregna de este dulce y vago sentimiento. En cambio, otras naciones, como consecuencia del clima o de ascendientes literarios, presentan rasgos y singularidades distintos.

Los antiguos fundaban su ideal en la armonía y proporción de sus facultades. Los modernos, «que tienen el sentimiento profundo de una desunión interior» veían en la naturaleza humana una doble faz «que hacía imposible la realización de aquel ideal. Su literatura aspira sin cesar a conciliar, a unir íntimamente los dos mundos entre los cuales nos sentimos divididos, el de los sentidos y el del alma. Da un alma a las sensaciones, y un cuerpo al pensamiento»77.

Tras estas especulaciones de orden abstracto y metafísico, Gil y Zárate denomina literatura clásica la de los tiempos antiguos y las que pretenden troquelarse en los mismos moldes que la griega y la latina, y romántica la que vino en la Edad-Media, como resultado de la civilización cristiana, al mundo del arte. El autor de Rosmunda y El Gran Capitán no se inclina preferentemente por ninguna de estas dos escuelas, considerando que entrambas son buenas, si son producto de la espontaneidad y de la originalidad.

Para no dilatarnos demasiado en el examen de esta parte primera del Manual, añadamos sucintamente que su autor censuró la tendencia funestísima de los novelistas franceses coetáneos, de «presentar los vicios más torpes e inmundos de la sociedad»; consideró imposible en nuestros días el poema épico, y pensando que el mérito capital de estos no estriba precisamente en la máquina o maravilloso, afirmó que dichas creaciones podían prescindir de él; y en cuanto se refiere a las unidades dramáticas se mostró transigente y severo a la vez. Si la única razón que existe para desentenderse de estas reglas es la de que impiden la libertad de movimiento de nuestras facultades anímicas, Gil y Zárate no la tendrá en cuenta y se inclinará por la observancia de las mentadas unidades. Sólo los ingenios de segundo orden pueden sentirse un poco embarazados en presencia de tales limitaciones. «¿Sirve el precepto de las tres unidades -interroga el autor del Manual de Literatura- para hacer mejores dramas, o hay en él algo que, sea contrario a la esencia de esta clase de obras, algo que se oponga a la perfección del arte? Este es el verdadero punto de la cuestión»78. Las tres unidades, prosigue, cooperan sin duda alguna a la más completa verosimilitud dramática o ilusión de la realidad, y será la obra más perfecta aquélla que además de observar las otras condiciones del arte escénico, se atenga con toda fidelidad, es decir, «rigurosamente» a las precitadas reglas. «Si produce más bellezas la observancia de las unidades, guárdense79; si por el contrario son preferibles las bellezas que resultan de las demás circunstancias opuestas, entonces sacrifíquense las unidades, pero sólo en aquella parte que sea absolutamente necesaria»80.

Si bien se declaró partidario en la tragedia del verso endecasílabo asonantado y proscribió categóricamente el uso de la prosa, y adujo razones para que no se empleasen el endecasílabo libre, por carecer de flexibilidad y precisar, para sostenerse, de un tono elevado; los pareados, por ser monótonos; la silva porque puede degenerar en floja y el romance de ocho sílabas, la redondilla y la quintilla, porque si es cierto que son aptos para exteriorizar diversos estados del alma, quizá desentonen respecto del rango artístico de la tragedia, esto es, del «aire de grandiosidad» que le es preciso, afirmó que, con habilidad, en determinados asuntos y situaciones podrían usarse con fortuna tales combinaciones métricas, así como otras no enumeradas y se conseguiría huir de la pesadez o monotonía.

Por último al convenir en que el drama es susceptible de presentar al público acaecimientos, tipos y caracteres que repugna la tragedia, advierte, incitado a ello por la propensión de muchos dramaturgos contemporáneos de llevar a la escena los vicios, crímenes y excesos más reprensibles, que no debe mancharse el arte dramático con tales impurezas y desbarros. «El poeta que esto hace, se degrada, y tiene pobre idea de lo que es el drama»81.

Como vemos no hay ninguna novedad en este trabajo de Gil y Zárate. Hallándose, cuando fue escrito, en franca colisión las dos escuelas literarias esencialmente antitéticas del neoclasicismo y del romanticismo, nuestro autor en vez de decidirse resueltamente por una de ellas optó por colocarse a distancia de los extremismos que representaban, pero sin romper, ni mucho menos, con el ideal clásico. Su Carlos II, el Hechizado, había sido el fruto de una contaminación literaria, más pasajera y superficial que permanente y honda. La rigidez dogmática de los pseudoclásicos y las intemperancias y exageraciones de los innovadores constituían dos mundos aparte, pero entre los que existía una zona templada, sin yermos ni escarpaduras, en qué establecerse. Cuando estas personalidades equilibradas carecen de verdadero genio creador, es decir, no son como Molière entre los pseudoclásicos franceses, ni como Goethe o Schiller entre los románticos apasionados y demagógicos, aparecen en su eclecticismo desdibujadas e insubstanciales. Nos queda de ellas una impresión epidérmica, porque actúan sobre nosotros de modo vago, indistinto, sin una vibración que nos hiera, que despierte nuestra sensibilidad y halague nuestra mente.

La segunda parte del Manual es un resumen de historia literaria de España. Sin grandes amplitudes, que además no estaban en el propósito del autor, se hace en dichas páginas, escritas en prosa suelta y animada, la enumeración y examen de nuestros ingenios. Calderón, como veremos también en los juicios literarios del marqués de Molins, es asimismo para Gil y Zárate, que se complace en reproducir literalmente los elogios de Shlegel respecto del mentado autor y en notar cuánto hay de excesivamente severo y de sectario en el parecer de Sismondi, el príncipe de nuestros dramáticos. Pero no dejándose deslumbrar por el crítico germano que juzga al autor de A secreto agravio, secreta venganza «desde las alturas de la más elevada poesía» y le sitúa «en el punto culminante del romanticismo», observará: «el juicio verdadero de Calderón puede resultar de la mezcla de ambos juicios». Pues si Schlegel, arrebatado por la propia elevación o idealidad de su teoría estética, lleva la alabanza más allá de sus justos límites, en cambio, Sismondi, midiendo las figuras con la regla y el compás del pseudoclasicismo francés, rebaja en demasía el mérito de nuestro grande poeta dramático, mas no sin acertar a veces en la censura.

En términos generales, los representantes más egregios de nuestra dramaturgia del siglo XVII, y en especial Lope y Calderón, han sido en todo tiempo excelente toque de la crítica clasicista y de la romántica. La exaltación pasional del segundo, su fantasía exuberante e incoercible, sus temas predilectos: el honor caballeresco, la hidalguía, el valor, el sentimiento cristiano y el amor puro e ideal, y el fecundo y desenfadado ingenio del otro, la variedad admirable de su talento, la imaginativa pujante y desbocada, el desparpajo para faltar con deliberado propósito a las reglas del arte, han promovido en las sucesivas épocas literarias a la alabanza y a la censura. Cuando el rígido patrón francés de los días de Luis XIV y de su sucesor el Muy Amado servía de modelo a nuestros críticos, Lope y Calderón eran el blanco de sus diatribas y burlas. Si rotas las fuertes ligaduras del neoclasicismo recobrábamos libertad de movimientos, el desembarazo y prolificencia de nuestros autores del siglo XVIII, los bríos de su verbo creador, sus transgresiones de todo canon estrecho y falaz, constituían los más poderosos excitantes del elogio y de la admiración. Por eso Montiano y Nasarre han volcado sus dicterios sobre Cervantes, Lope y Calderón, y los precursores del romanticismo o sus principales representantes y legisladores, les han encarecido y ensalzado. Una actitud equidistante de ambos extremos, como la de Gil y Zárate al juzgar en su Manual de Literatura, a Lope y Calderón nos confirma esa especie de eclecticismo que hemos atribuido antes a nuestro autor, si bien dentro de esta suavidad de tonos o medias tintas, se nota cierta preponderancia del ideal clasicista.

A Lope de Vega, observa Gil y Zárate, le faltó la fuerza y el arte precisos para combinar debidamente sus fábulas. Tirso de Molina dio a sus obras un aire por demás licencioso y procaz. Moreto, si no carecía de inventiva, andaba escaso de ella. Alarcón tampoco poseía la idealidad conveniente. Y Rojas pecaba de afectado y culterano. Precisábase, pues, continúa el autor de Guzmán, el Bueno, un ingenio que reuniese en sí mismo el artificio indispensable para combinar todos los recursos del arte escénico, la urbanidad y el decoro, la imaginación creadora, que es tanto como decir rica y fecunda, la dicción poética; juntamente con las cualidades de los autores citados, como la facilidad, abundancia, ideal caballeresco, garabato, trascendentalismo filosófico, o lo que es igual sublimidad del pensamiento y conocimiento del corazón y de sus pasiones. Este cúmulo de excelentes dotes se dio, según nuestro crítico, en el glorioso poeta de La vida es sueño, del Tetrarca de Jerusalén y de El príncipe constante.

Gil y Zárate reconoce, de muy buen grado, la grande influencia que ejerció el Fénix de los Ingenios en el desarrollo y culminación de nuestro teatro. Antes de Lope todo habían sido balbuceos, primero, tentativas82, después, más o menos felices; pero sin la debida concatenación de elementos dramáticos, sin la soltura, vigor, variedad e interés que tuvo la escena tan pronto como asomó a ella el amante de Elena Ossorio. Mas si fue el padre del teatro español y nadie le ganó en inventiva, estuvo lejos de poseer en la misma intensidad el arte de disponer la fábula. «Las escenas, los diálogos y los versos se hacen dictando la musa de la fantasía; pero la disposición y el enlace de las diversas partes del drama, de modo que camine artificiosamente a su fin, prepare la catástrofe y mantenga al espectador siempre suspenso, esto requiere mucha meditación y gran detenimiento».83

Lope, añade, igual que el hombre pródigo, dilapida sus tesoros, en vez de hacer de ellos el uso que demanda la cordura, y «en medio de tantas riquezas, aparece muy a menudo pobre y miserable». Para colocarle en el sitio en que la crítica le ha puesto, ha sido necesario que acuda ante nosotros con todo el inmenso caudal de sus concepciones. Si las miramos en su conjunto, quedaremos verdaderamente anonadados. Tal es la grandiosidad del número que constituyen y cuanto representan en lo que toca a inventiva, fecundidad, potencia creadora. Mas si las examinamos una por una, baja en mucho el mérito y reputación de Lope y en más de un caso nos consideraremos defraudados. «Se pueden comparar a un inmenso paisaje -observa nuestro autor en ese estilo amplificativo y pintoresco tan propio de la época romántica- que desde lejos presenta imponentes masas de árboles y montes, nubes y variados celajes: el conjunto sorprende y asombra; pero internándose en él se desvanece la ilusión, y a par de bellas flores, sombras agradables y fuentes deliciosas, se encuentran sitios agrestes, rocas incultas, extensos eriales, cenagales inmundos; y por todas partes la maleza ahoga la vegetación, que de lejos parecía tan lozana»84.

La obra que acabamos de analizar es el trabajo más completo y orgánico, en materia literaria, de Gil y Zárate. Si no ofrece grandes novedades de interpretación, ni en el orden estético constituye una labor metódica, clara, desenvuelta, sin intemperancias innovadoras, ni rigurosidades neoclásicas. Además de estos libros salieron de las prensas en 1855 y bajo el título de La Instrucción pública en España tres volúmenes más, que, por caer del lado de las actividades profesionales de Gil y Zárate, ninguna obligación tenemos, dada la índole de nuestro estudio, de traerlos a examen. Tratan del origen de las escuelas en España, de su auge y decadencia; de los planes de estudios desde 1771 hasta 1845; de la secularización de la enseñanza; instrucción primaria, Escuelas normales, de párvulos y adultos, educación de las mujeres; historia, organización y gobierno de las Universidades; establecimientos especiales y otros temas docentes o aspectos diversos de los que quedan enumerados.

Colaboró Gil y Zárate con el pseudónimo de Rabadán en El Entreacto y con las iniciales de su nombre y apellidos y sobre asuntos históricos, biográficos o de crítica teatral, en el Semanario Pintoresco Español.

Aribau

En el año 1823 y en el mes de octubre, esto es, una década antes de la primera representación del Don Álvaro en el teatro del Príncipe, salió a la luz El Europeo85.

Traía este periódico la misión de propagar entre nosotros el nuevo dogma estético y era la voz íntima y exaltada de un grupo de escritores integrado -con esa hermandad y camaradería del arte, más propenso siempre a lo universal que a las limitaciones nacionalistas- por españoles y extranjeros. De fronteras acá estaban don Buenaventura Carlos Aribau86 y don Ramón López Soler, primer imitador en España de Walter Scott87, ambos catalanes, barcelonés el uno y manresano el otro. De Italia, huidos por razones políticas, Florencio Galli y Luis Monteggia. Inglés C. E. Cook. Adviértase cómo el título de dicha publicación indica ya una ambiciosa concepción literaria; un anhelo ecuménico, de independizarse y universalizarse, por cuanto Europa era entonces, como sigue siendo hoy, la sede de la cultura, del saber científico y literario.

Aribau fue el principal preconizador del nuevo ideal estético. Sus versos no le granjearon la estimación pública. Eran de un estilo resonante y bombástico. Escribió en la lengua de Maragall y Verdaguer su oda A la Patria88 y en español sus Ensayos poéticos89. Pero si las Musas le fueron adversas o esquivas al menos, la crítica literaria se enriqueció con valiosas aportaciones suyas, cuyo mérito persiste aún. El entusiasmo con que se enroló en las filas románticas no ocupole por entero el alma. Como tampoco el doctrinal político que profesaba, los cometidos que su tierra nativa le encomendó cerca del Poder público y su franca actitud proteccionista frente al librecambismo forastero y pujante, deben inducirnos a considerarle desamorado y desdeñoso respecto de los grandes valores hispánicos. Prueba de cuanto decimos es la Biblioteca de Autores españoles, debida a su talento afanoso y diligente. Consta esta publicación, como es sabido, de setenta tomos, y las biografías, juicios literarios y escolios que contiene, provienen de doctas y estudiosas plumas que estaban dedicadas a la investigación y a la crítica. Si los trabajos en este orden, del señor Aribau, son inferiores, en nuestra opinión, a los compuestos para dicha Biblioteca por don Aureliano Fernández Guerra, don Eustaquio Fernández de Navarrete, el marqués de Valmar y don Pascual Gayangos, por ejemplo, no desmerecen al lado de ellos y atestiguan un copioso caudal literario, un claro discernimiento crítico.

Aribau escribió una Vida de Cervantes, inspirándose principalmente en la de Navarrete y teniendo también a la vista un curioso manuscrito de Arrieta sobre el príncipe de nuestra literatura, y la biografía que de él hizo Quintana para su obra Vidas de españoles célebres. La de don Leandro Fernández de Moratín procede asimismo de Aribau y el Discurso preliminar sobre la primitiva novela española, juntamente con el sucinto Prólogo a Elegías de varones ilustres de Indias, de Juan de Castellanos90.

No pretendía Aribau rivalizar con los biógrafos de Cervantes que le precedieron. Tampoco era necesario apurar la propia investigación o beneficiarse ampliamente de toda la labor realizada con anterioridad respecto de la vida del egregio manco. El gustoso trabajo que se había impuesto Aribau tenía sus límites en la índole de la publicación que corría a su cargo y al del señor Rivadeneyra. Y dada la misión divulgadora y enalteciente de esta Biblioteca; poner a nuestros clásicos en manos del público y orientar a éste, así en lo que toca a las vicisitudes de cada autor como en cuanto se refiere a los méritos y peculiaridades de sus obras, bastaba con las dimensiones dadas a su estudio.

Hay un fragmento de él, que por lo que tiene de verdadero y de elegíaco, no nos resistimos a la tentación de reproducirlo aquí. Sirva de aliento y lenitivo a cuantos, salvadas las naturales distancias respecto de quien promovió tal elegía en prosa, sufren el mal de la indiferencia o del desvío incluso y han de emplearse en actividades vulgares y agotadoras, tan divorciadas y distantes de su vocación y calidad.

«Corazón muy duro es preciso que tenga quien no se sienta penetrado de lástima al ver a Cervantes condenado a ocupaciones tan ajenas de su carácter, minuciosas, pesadas, capaces de yermar la imaginación más fecunda y de abatir los más altos pensamientos. Lejos de su casa, sin fija residencia,91 sin los consuelos de su familia, atenido a una mísera retribución, luchando con la miseria de los contribuyentes, con las reclamaciones de las justicias y con las marrullerías de los arrendatarios; sujeto a las caprichosas fórmulas oficinescas y a las estafas de los mercaderes de mala fe, mal agradecido por aquéllos a quienes servía con el mayor esfuerzo que puede hacer el hombre, cual es el sacrificio de las propias inclinaciones, expuesto continuamente a ser encausado y perseguido por partidas dudosas, cuya tenuidad nos da vergüenza, Cervantes debió sufrir extremadamente en esta época de su vida. ¡Oh! bien seguros estamos de que en medio de tanto fastidio y tanta humillación, su ánimo altivo echaba de menos cada día las húmedas mazmorras de Argel, el duro trato de sus amos, el peligro de la vida y aquella tarea incesante de combinar planes generosos, cuyo acicate era la esperanza y cuyo premio la libertad»92.


Al hablar Aribau de las Novelas ejemplares, observará, muy juiciosamente, que, en general, las dotes de Cervantes de buen narrador se ponen más de manifiesto en las fábulas de asunto festivo y picaresco que en aquellas otras en las que el asunto es serio y grave. «Cervantes sentía muy bien, no hay duda; -añade- pero al expresar los sentimientos se echaba unas veces a sutilizar y otras veces a disertar. Conmueve cuando se propone conmover, pero raras veces arranca una lágrima. Dejadle trazar caracteres ridículos, describir costumbres extravagantes, contar travesuras, dialogar chismes y socarronerías, y veréis cómo todo se anima, todo adquiere movimiento y viveza; en vano querréis contener la risa, él la hará estallar. Este era su elemento, éste el arma privativa de su poder intelectual»93.

La vida, desgarrada y heroica, de aquellos tiempos; las frecuentes disputas bélicas, con su cohorte de subalternos episodios de la soldadesca y la truhanería; el ancho mundo por escenario en vez del recoleto afanar hogareño; el hombre de la calle: el soldado, el rufián, el espadachín, el pícaro, sustituyendo al padre o a los hijos, la mujer o la esposa, más inclinaban al espíritu del lado de las agudezas y las burlas que del sentimiento y la ternura. Quitad a los místicos, que derramaron su corazón en sus escritos y no en un fluir y refluir afectivo, sino por medio de mil sutiles filosofías, y todos los demás antes agitarán nuestras almas con los estallidos de la pasión o nos harán reír a causa de sus donaires y ocurrencias, que nos conmoverán honda y dulcemente hasta humedecer nuestros ojos y acelerar los latidos de la sangre en nuestras venas.

No desdeñó Aribau a nuestros clásicos, a pesar de ser un ardiente propugnador del romanticismo. Pero si estos dos cultos pueden conciliarse respecto de algunos clásicos, considerados como precursores lejanos de la mentada escuela, pugnarán entre sí tan pronto optemos por aquellos otros cuya naturaleza literaria difiere en lo sustancial y característico del credo romántico. Ya haremos notar esta particularidad cuando traigamos a don Patricio de la Escosura a la luz de la crítica. Precisamente en lo que toca al mismo autor: a Moratín, el hijo. Aribau escribió con singular cariño la biografía de don Leandro. Había conocido a éste personalmente y sometido a su autoridad los primeros ensayos de su numen. Y si fue parco en los juicios, atendiendo más a las vicisitudes y contrariedades de su vida, del Molière español, que al carácter y valor de sus obras, el ocuparse en tal estudio ya demuestra que no existía en su corazón ni en su mente repugnancia alguna respecto de dicho trabajo, y que era posible preconizar en 1823, desde las columnas de El Europeo, las excelencias del romanticismo, y encargarse de traer de nuevo a la estimación del público, la figura más notable de nuestro siglo XVIII, pero la más desemejante de aquel modelo literario, exaltado y glorificado por la crítica de la primera mitad del XIX, y seguido fielmente por los poetas, novelistas y autores dramáticos de ella coetáneos.

«Variarán las opiniones sobre los medios de agradar y de conmover; observa Aribau al final de la Vida de Moratín -pero Moratín, que agradó y conmovió, será siempre venerado como uno de los grandes maestros del arte, como un autor de inmensa influencia sobre su siglo, como el Molière94 español»95.


En su Discurso preliminar al volumen de novelistas anteriores a Cervantes dirá que la novela «viene a ser la relación ingeniosa de una acción fingida, pero verosímil entre personas particulares». En lo fabuloso o imaginativo se diferencia de la historia y de la biografía; en lo verosímil, de los apólogos y mitos, y de la epopeya en la calidad de los que ejecutan la acción, si bien en lo que a este punto se refiere, los personajes pueden pertenecer a una escala tan extensa, que va desde las clases más abyectas de la sociedad hasta los hombres más esforzados y generosos. De aquí que sea difícil fijar las fronteras que la separan de los poemas épicos. En síntesis, la novela tiene la misma correspondencia con la epopeya, que el drama trágico con las diferentes composiciones que abarcamos bajo la genérica denominación de comedias96.

Esta idea literaria de Aribau sobre la degeneración de la epopeya, con la novela como término suyo, la encontraremos con anterioridad a él en don Alberto Lista y desarrollada ya con más aparato discursivo y filosófico en la crítica sabia de la segunda mitad del siglo XIX, principalmente, en Menéndez y Pelayo97.

Aribau atribuye el origen de la novela a la tendencia narrativa del hombre. El placer de oír es parejo al de contar. Y así como los niños escuchan fruitivamente todo cuento o narración que cualquiera les relate, la propensión de referirlos crece en nosotros con los años, hasta constituir regalado goce de la ancianidad. No procede la novela del Oriente, como98 producto suyo, espontáneo y peculiar, que, emigrando más tarde de él, vino a enriquecer el acervo literario de las demás partes del mundo, sino en razón a ser aquélla la cuna del género humano. De haber sido otra ésta, y siendo propio del hombre el contar sucesos, ya ocurridos, ya imaginados, la novela habría nacido allí también, porque no es privilegio de un país determinado el inventar y narrar fábulas, sino cualidad característica del hombre el hacer lo uno y lo otro. De aquí que la novela no emigrase de pueblo en pueblo, «propagándose y aclimatándose por imitación, sino que nació espontáneamente do quiera había hombres capaces de inventar y de comunicarse recíprocamente los frutos de su fantasía»99.

Esta teoría de Aribau sobre la novela autóctona no es nada aventurada. Se ha disputado mucho sobre la influencia de unas literaturas en otras y respecto del100 sentido emigratorio de cuentos, fábulas y demás productos de la imaginación creadora. Bédier en sus Estudios de literatura popular y de historia literaria de la Edad Media (París, 1895) negó que la cuna de los cuentos populares fuese la India. Es indudable que el contacto establecido entre los pueblos por virtud de las guerras de conquista, la utilización fuera de sus fronteras de los productos naturales de cada uno, lo que supone una relación comercial directa entre ellos y el espíritu curioso y aventurero del hombre, para el que no hay distancias, ni barreras, contribuyó a que el fruto de la inventiva de un país pasase a otro, pero no debe extremarse esta creencia hasta el punto de negar la fuerza original y creadora de cada literatura. Impugnar la influencia de Calila y Dimna en las letras occidentales sería rebelarse ciegamente contra multitud de testimonios que la acreditan: Poner en cuarentena la inventiva de la musa popular o privada de Europa que pudo coincidir muchas veces, mas no copiar, ni imitar siquiera, respecto de otras ficciones de la imaginativa oriental, es desposeernos torpe y equivocadamente de esa propensión humana a narrar y oír acontecimientos fingidos y fabulosos, que no es privativa de nadie y cuya existencia supone por fuerza una ingénita capacidad creadora.

Aribau emprendió su trabajo sobre la primitiva novela española sin precedentes literarios casi en los que inspirarse y documentarse. Los estudios de Liebrech (1851), Chassang (1862), Du Meril (1865), Max Muller (1870), etcétera, son posteriores al empeño de Aribau. La novelística es una ciencia relativamente moderna. Quien pudo beneficiarse más ampliamente de todo el arsenal crítico formado con los trabajos de investigación y análisis respecto de la inventiva literaria de cada pueblo y emigración de sus ficciones más notables, fue el señor Menéndez y Pelayo, que agotó, puede decirse, la materia en su Introducción a los Orígenes de la novela. El Discurso preliminar de Aribau supone, en aquella época, un considerable esfuerzo. Don Marcelino es el primero en reconocer el buen sentido selectivo que presidió la edición del tercer tomo de la Biblioteca de Autores Españoles101. Las omisiones cometidas, como por ejemplo, el no incluir en el expresado volumen, las novelas pastoriles de Jorge de Montemayor, Gaspar Gil Polo, continuador de la Diana y Luis Gálvez Montalvo, las sentimentales y amatorias de Diego de San Pedro y autor desconocido (Cuestión de amor) y las satíricas102, de Cristóbal de Villalón y Antonio de Torquemada, fueron salvadas más tarde por Menéndez y Pelayo. Sin embargo puede atribuirse esta enmienda a un mayor refinamiento erudito y bibliográfico, muy en su punto en los días del ilustre polígrafo montañés y disculpable en la época, más de iniciación que de madurez, de Aribau.

El juicio literario que le merece Juan de Castellanos por la paternidad de sus Elegías de varones ilustres de Indias ningún correctivo merece. No fue un poeta, nos dice, por cuanto implica de creador esta palabra, mas sí un escrupuloso historiador, que103 eligió la forma rítmica y desdeñó la prosa, para contarnos los acaecimientos terribles, o cómicos, los combates más enconados y onerosos, las andaduras, fiestas, cultos, paisajes, etc., de Indias, escenario amplísimo y grandioso de nuestro espíritu aventurero y conquistador.

No se detuvieron aquí las actividades de Aribau. El tributario de las Musas en Ensayos poéticos, innovador estético a través de las páginas de El Europeo y biógrafo y crítico en la Biblioteca de Autores Españoles, moviose también de un modo vigoroso y dinámico, dentro del área de la política104 y de la economía. Los intereses de su tierra nativa tuvieron en él un paladín. En el periódico intitulado La Verdad económica, fundado por él mismo en 1861, desarrolló con dura dialéctica y frente a sus enemigos los librecambistas, las ideas proteccionistas que profesaba. Un año después escribió una Historia de la Hacienda española, que no ha salido de molde aún según nuestras noticias y que a juicio de las personas que la conocen, es trabajo importante y de mérito. Mas no es a nosotros a quienes corresponde estudiar este lado de su varia fisonomía.