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Siglo pasado


Leopoldo Alas «Clarín»



  -5-  

ArribaAbajoPrólogo

Lo debía haber escrito el autor del libro: así lo había convenido con el editor. Se le hubieran remitido a Oviedo las pruebas, y con las últimas, corregidas, hubiera mandado unas cuartillas explicando la razón del título y haciendo algunas consideraciones acerca de los trabajos insertos en el volumen. Y esas cuartillas hubieran sido el prólogo, según tenía pensado el autor. Así lo decía, en carta que tenemos a la vista, pocos días antes de enviar   -6-   a este Centro el original: «Ya tengo título para el libro -Siglo pasado-, por ser cosa de otro tiempo, el otro siglo. Esto me dará tema para el prólogo».

La muerte, indiferente siempre a los planes de los hombres, truncó este, como otros propósitos del maestro, y el prólogo pensado no fue escrito.

Bueno hubiera sido, en efecto, explicar el sentido general de este libro; pero no habiéndolo hecho Clarín, no hay que poner mano en ello; sería una profanación: a lo menos a nosotros nos lo parecería.

Vayan en su lugar estas líneas, como testimonio sincero de admiración y respeto a la memoria de Leopoldo Alas.

Sean la expresión del sentimiento amargo producido por su muerte, sean la manifestación de nuestro pesar, de nuestro duelo, de nuestra gratitud.

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Gratitud, sí; por lo mucho que nos complacimos en sus obras, por lo mucho que en ellas aprendimos.

¡Qué dolor ver desaparecer a hombres como este, cuando están en la plenitud de sus energías intelectuales, cuando guardan, tal vez, sin cristalizar, en los misterios del pensamiento, que ha de remover la inspiración, ideas y propósitos que pudieron ser fecundos y de provechosa enseñanza si, como otros de la misma procedencia, se hubieran exteriorizado!

¡Qué pena perder en la república de las letras un hombre sabio, un hombre bueno, un hombre sincero, cuando el pan de cada día es tropezar con hombres necios, con hombres malos, con hombres farsantes!

¡Ah!, sí; Clarín era sabio, era bueno, era sincero. Expresándose con más o menos violencia, quizás con crudezas   -8-   de lenguaje que levantaban en túrdigas el pellejo de los aludidos, nunca dijo más que la verdad; lo mismo cuando trabajaba, en cumplimiento de un deber de conciencia, que el vulgo de las letras acaso no comprenderá, en desacreditar a muchos medianos escritores, que cuando ponía en su verdadero punto el mérito de no pocos a quienes la rutina, el convencionalismo literario y la pereza intelectual habían consagrado como primates. Esto en cuanto a su labor más conocida y más apreciada, quizás, por la frivolidad de los lectores.

Que en su otra labor, en la de los cuentos, en la de las novelas, en la de la crítica seria, ¡qué tesoros de pensamientos delicados, qué tesoros de profundos conocimientos de gran observador de almas, qué expansiones tan hermosas y espontáneas de un corazón noble, grande, honrado!

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Y, sobre todo, desde que encauzó su pensamiento -y lo diremos con palabras suyas, que lo mismo pueden ser nota crítica de un novelista francés (Pablo Bourget) que exacta manifestación autobiográfica, consciente o inconsciente-, sobre todo, desde que encauzó su pensamiento «en esa dirección de idealidad franca y noblemente religiosa que siguen gran parte de las letras contemporáneas, particularmente en las generaciones jóvenes» y en la que Clarín entró, «sin impulso ajeno, con entera originalidad», «marcando las principales etapas de ese que no debe llamarse Camino de Damasco porque no hay exactitud en la frase».

No, no hay exactitud, entre otras razones, porque Clarín no necesitó convertirse como Saulo.

Aunque, a semejanza de Saulo, fue vehemente y entusiástico y sincero apóstol   -10-   de una verdad; la verdad en el supremo arte de las Letras.

Fue lástima que muriese tan pronto; doble lástima en atención a las circunstancias de tiempo que corremos. Mas con todo, su labor fue provechosa; hizo mucho bien a las letras patrias.

¡Dijo la verdad! ¡Cumplió con su deber!

¡Bienaventurados los hombres de quienes, al morir, puede decirse, con justicia, semejante elogio!

JUAN ALFONSO VALDÉS.





  -11-  

ArribaAbajoRomano

¿Romano? Sí; o Romanos, si lo queréis decir en griego; pero entonces no digáis Sinesio, sino Sinesios también. ¿Y quién fue Romano? Hay muchos que lo saben, pero tal vez abundan más los que lo ignoran, y como para los más son estos trabajos, hablaré de mi héroe como si por completo fuera desconocido.

No lo es por completo, pero como si lo fuera, aun para muchos autores que parece que debían tener obligación de conocerle. Sanctus Romanus veterum melodorum princeps; así le llama J. B. Pitra al publicar por primera vez (primam in lucem) sus Cantica sacra, sacados de códices manuscritos del   -12-   monasterio de San Juan, en la isla de Patmos, en el año del Jubileo pontificio (1888). Se trata, pues, de un santo poeta, melodo; y nada menos que príncipe de los poetas melódicos o melodo se le llamó por antonomasia. Es Romano el mejor, el más alto poeta cristiano entre los primitivos: Píndaro de la poesía rítmica le llama Bouvy; príncipe de poetas Pitra; Krumbacher opina que debe colocársele como gran iniciador de la poesía cristiana bizantina1, a la manera que un Homero está a la cabeza de la poesía griega, y Dante al principio de la verdadera poesía italiana; y luego añade: «La historia de la literatura del porvenir acaso celebre a Romano como el más grande poeta eclesiástico de todos los tiempos». (Die Littereturgeschichte der Zukunft wird vielleicht den Romanos als den grósten Kirchendichter aller Zeiten feiern.-Véase Geschichte der Byzantinischen Litteratur.-München, 1891.)

¡El más grande poeta eclesiástico, además   -13-   santo, y para los más desconocido! La lectura ordinaria de un aficionado a las letras, aunque sea aficionado también a la devoción, no es fácil que le sugiera noticias de nuestro hombre. Como santo que fue... Sanctus Romanus, se os ocurrirá ir a buscarlo, por ejemplo, a la hermosa y muy extensa Leyenda de oro; trabajo inútil. Aunque estas «Vidas de todos los santos» reúnen los trabajos de Croisset, Butler, Godescard, Ribadeneyra y el Martirologio Romano íntegro, no busquéis allí a nuestro Romano, porque no aparece. En el índice general se asegura que en el día 24 de julio se ha hablado de un Romano... pero no hay tal cosa; en la Leyenda de oro se ha olvidado hablar de ese Romano que, de todas suertes, no sería el nuestro. La fiesta del Romano melodos es el día 1.º de octubre. Excusado es decir que de los ocho San Román de que trata la leyenda, ninguno es nuestro Romano. No busquéis tampoco sus himnos, con su nombre, en vuestros Eucologios, Horologios, etc. Allí hay rastros de su genio, pero sin su huella. El Dies irae, el sublime Dies irae,   -14-   sublime a pesar del jarro de agua crítica que le echa Renan en su obra póstuma, el tomo V de la Historia de Israel, el famoso Dies irae, atribuido, y con justicia en cierto modo, al insigne Tomás de Celano, el noble, sencillo, inspirado historiador de San Francisco de Asís, es, a los ojos de peritos como Deutsmann, obra que ha tenido por modelo (als Vorbild) el himno de Romano al Juicio final. También el llamado «Himno ambrosiano», cuya redacción ha sido con verosimilitud, según Deutsmann, reputada por obra del siglo VI, parece, en parte, como reminiscencia de una poesía de Romano. Mas, pese a estas imitaciones, la gran poesía del mejor poeta eclesiástico no aparece en los libros de devoción, no ya de la Iglesia romana, lo cual se explica por causas generales y algunas particulares y concretas, sino que en el mismo Oriente, en la misma literatura de la Iglesia bizantina, se obscurece pronto la fama de Romano, el cual, con solemne ingratitud, es como desdeñado por los mismos griegos; en los libros litúrgicos bizantinos son preferidos   -15-   al antiguo poeta cristiano, de más elevada inspiración que todos, los himnógrafos posteriores. Como caso especial se menciona el famoso Himno de Nochebuena, de nuestro poeta santo; himno que en Santa Sofía y en la iglesia de los Santos Apóstoles se cantaba en el coro cada año, por Nochebuena, todavía en el siglo XII.

Por lo que toca a la literatura profana, a la que debiera recordar al gran bizantino, si no por santo, por poeta, y poeta cristiano, tampoco se encontrará, en los libros que es corriente leer acerca de tales asuntos, noticias ni experiencias lejanas siquiera, las más veces. No acudáis a ciertos diccionarios biográficos de literatura ni a ciertas enciclopedias; ¡es inútil! Vapereau, por ejemplo, no sospecha la existencia de Romano. Gubernatis, que escribe cerca de dos docenas de tomos dedicados a una Historia universal de la literatura, para nada se acuerda del mejor poeta cristiano bizantino; ni le menciona en el tomo de la Historia de la poesía lírica, ni copia nada suyo en el Florilegio. César Cantú,   -16-   que tiene en su Historia de la literatura griega muchos capítulos para la decadencia, para las letras greco-cristianas, y habla mucho de Gregorio Nazianceno, y copia sus inspiradas frases de amor ferviente religioso, y trata de Sinesio muy detenidamente, de Romano no sabe que existe. Yo no recuerdo que Chateaubriand se valga del mérito de Romano en sus famosos paralelos entre clásicos y cristianos del Genio del Cristianismo; en los escritores y oradores extranjeros y españoles que cantan en elocuentes y eruditos párrafos las glorias de la Iglesia cristiana, yo no estoy acostumbrado a oír sonar el nombre de Romano cuando se habla de himnos y cuando se pone por las nubes, v. gr., el genio de Prudencio...

Romano, en general, es desconocido.

Gloria y fortuna es de León XIII que por él y para él, con ocasión de su célebre Jubileo, los Analecta Sacra hayan dado gran publicidad al mérito del poeta eclesiástico insigne. Verdad es que no es por casualidad y sin merecimientos tan buena suerte, pues no   -17-   es digno de menos, quien, como el Pontífice liberal y noble que hoy gobierna la Iglesia, abre los secretos de la Biblioteca Vaticana a un sabio ilustre como Pastor, para que este pueda en su Historia de los Papas, honra de la ciencia histórica alemana, defender el pasado de la Santa Sede, no con apologías sistemáticas, sino con la verdad... casi desnuda, pues no son muchos los velos que el ilustre profesor de Inspruk echa sobre las fealdades morales de algunos siervos de Pedro.

* * *

Romano, el mayor poeta de la antigüedad bizantina, apenas es conocido, por lo que toca a su vida, más que por una leyenda religiosa que dice de él que: o horios Romanos, el santo Romano, vino al mundo en Siria, fue diácono en la Santa Iglesia de Beryto y fue a Constantinopla en tiempo del Emperador Anastasio: «Una noche, estando dormido, se le apareció en medio del sueño la Santísima Madre de Dios, y mostrándole un pergamino de los que sirven para apuntar los himnos del coro,   -18-   dijo: Labe jarten cai catafague auton, toma el pergamino y cómelo... Desde entonces Romano se vio favorecido por la gracia con el don de poesía, fue, de parte de Dios, el autor de los himnos de la Iglesia más altamente inspirados, más dignos de una fama que hoy reaparece tardía...

Vino a Constantinopla bajo el imperio de Anastasio, pero ¿qué Anastasio? Si fue el primero, hay que remontarse a los años 491-518, si fue Anastasio II, hay que venir al siglo VIII (713-716). Las opiniones en este punto, de real importancia, se dividen: Christ, profesor de Munich, y en cierto modo Jacobi, se deciden por el Anastasio más próximo a nosotros; Bouby se inclina a pensar que hay que suponer el sueño de la leyenda en época intermedia entre ambos Anastasios; Pitra y Stevenson prefieren creer que se trata de Anastasio el antiguo. Aquí no se puede tratar con detenimiento esta cuestión; baste decir que me parecen decisivos los argumentos con que Krumbacher, privat-docent en la Universidad de Munich,   -19-   refuerza la última opinión, fundándose, entre otras razones, en que la leyenda no parece revelar el conocimiento de que existiera un segundo Anastasio; en que Romano, al cantar a la Virgen, no se vale de la multitud de atributos con que la nombra Sergio, himnógrafo de siglo posterior en que el culto de María había adquirido gran preponderancia. Hay más: Andrés de Creta, que vivió entre 650-720, parece ser que imita en cierto himno el hermoso Proemio de Romano; Psuje mou, psuje mou, anasta, ti cazeudeis; to telos enguidsei... Alma mía, alma mía, levántate, ¿por qué duermes?, el fin se acerca...

Por otra parte, la obscuridad que rodea la historia de Romano, esta falta de noticias relativas a tan notable poeta, no se explicaría, sería de extrañar, dice Krumbacher, si hubiera que suponerle contemporáneo de Juan de Damasco. Entre los escritores religiosos no se explicaría este silencio por pura malicia, pues se trata de un poeta reconocido por santo y que tenía que aparecer simpático a los defensores de la veneración,   -20-   cada día más exaltada, de la Theotocos de la Madre de Dios. De los escritores profanos, sólo Suidas alude a Romano o melodos; en cuanto a los comentaristas de la poesía religiosa, Zenaras, Prodromos y Gregorio de Corinto, no parece que sospechen siquiera la existencia de tal poeta; toda su atención y admiración la consagran a Gregorio Nazianceno, Juan de Damasco y Kosmas.

No importa; si Romano aparece aislado tal vez por falta de noticias referentes a sus precursores; si después otros himnógrafos se llevan toda la fama que él merece, los peritos aseguran que el mérito supremo a él le queda. Krumbacher habla del valor objetivo de su obra, representación poética, lírica, sí, pero real, no de pura idealidad personalísima, sino propia para expresar la común creencia, el sueño místico, la epopeya fantástica de todos los creyentes. Para cada fiesta cristiana, para cada momento capital del dogma, tiene Romano su himno, en el cual no eclipsa el fervor lírico, el subjetivo transporte, la plástica representación que   -21-   importa señalar para alegría, edificación y entusiasmo de los fieles que han de oír el cántico sagrado. Y al mismo tiempo, aunque los asuntos se los dan hechos la tradición eclesiástica, la fe común, el culto, en ellos brilla su originalidad, su inspiración elevada, su pensamiento y sentimiento profundos.

Léase ahora lo que el citado Bouvy, cuya fina crítica ensalza el profesor de Munich, dice de nuestro poeta bizantino:

«S. Romano es el primero de los Melodas por el genio poético. Sus obras representan el himno litúrgico, o más bien el drama religioso, en su perfección. Imaginemos al cristiano de hinojos, al monje en oración, al santo en éxtasis: ante sus ojos van pasando las grandes figuras de uno y otro Testamento; ve los patriarcas y los profetas, los oye y medita sus palabras; contempla al Salvador de los hombres y a su Madre, a los apóstoles y a los mártires; asiste como testigo atento y entusiasta a todos estos acontecimientos del pasado, cuyo héroe es el mismo Dios. Esta contemplación del mundo sobrenatural excita   -22-   sus potencias, exalta su mente y su corazón. Prorrumpe en actos de adoración, de alabanza, de gracias. Si dais al que así contempla, para interpretar lo que ha visto y oído, ritmos fáciles, graciosos, armoniosos, populares, y por alimento el fuego sagrado de su genio al incomparable auditorio de las basílicas orientales; si vuestra imaginación puede remontarse a tal hombre, no en Atenas, ni aun en Constantinopla en tiempos de San Gregorio y de San Crisóstomo, sino en Bizancio, en el verdadero Bizancio de los bizantinos; si le veis subir al ambon (púlpito en el coro) de Santa Sofía en Nochebuena, después de un sueño milagroso, y si oís el preludio de su gran cántico


   He parzenos sémeron
ton huperonsión tiktei...
(La Virgen hoy
lo supersustancial parió:
y la tierra a una cueva
lo inaccesible atrajo...)



no admiréis todavía, esperad hasta el fin, dejad que se desenvuelva la majestuosa serie   -23-   de las veinticinco estrofas (tropaires, dice Bouvy). No juzguéis siquiera por un solo cántico, seguid al Meloda en todas las fases del ciclo sagrado, desde la fiesta de Esteban, el primer mártir, hasta las solemnidades de las Pascuas, la de la Ascensión, la de Pentecostés, y acaso concluiréis pensando y diciendo que el cristianismo no debe envidiar a la antigüedad ninguno de sus poetas líricos».

Y ¿qué nos queda de este gran poeta cristiano? Según el autor de la leyenda, produjo cerca de mil composiciones (contaquias), pero aunque esta suma sea exagerada, si, como dice Krumbacher, poseemos todavía, a pesar de la gran pérdida que hay que lamentar de tan interesantes producciones, cerca de 80 himnos, supone esto una actividad poética considerable.

* * *

Aun después que por la imprenta se divulguen los himnos de Romano, y aun después de que sean traducidos (con lo cual perderán   -24-   infinito), es probable que su fama no se extienda todo lo que fuera justo. Lucha, primero, con el misoneísmo, odio a lo nuevo, que en materia de celebridades es evidente; los apologistas de púlpito, Revista y periódico han de acostumbrarse difícilmente a salir de los tópicos seculares de sus alabanzas para admitir al lado, por lo menos de los Naziancenos, Prudencios, etc., etc., a este nuevo poeta cristiano.

Pero además, ha de perjudicar no poco a Romano el pertenecer a la literatura bizantina, la cual, fuera de unos cuantos hombres que, gracias a la Iglesia, han recibido absolución general, lleva consigo cierto estigma de inferioridad que los más no se explican ni saben en qué puede consistir, pero que ha pasado en autoridad de cosa juzgada por la gran jurisprudencia popular de las frases hechas. Hoy se llama bizantina a cualquier cosa que se quiera despreciar como decadente, viciada, de poco momento y de complicación inútil; y en arte, en poesía, en historia,   -25-   en política, en todo, se juzga en montón, por una palabra y en una palabra, cosas que a veces son excelentes y bien distintas de aquellas con que se las agrupa.

En el arte bizantino, que después de haber estado en auge, rechazan ya los más, no queriendo, por ejemplo, que haya influido en la arquitectura de este y el otro país occidental, ha tenido, sin embargo, no poco que aprender e imitar más de un país que hoy desdeña tales relativos orígenes; Bayet, huyendo de exageraciones en uno y otro sentido, reconoce en su Art Byzantin (Ed. Quantin), primero: que no ha habido en tal arte la uniformidad constante que se le atribuye, y que ha tenido épocas de ensayo, de desarrollo, de florecimiento y de decadencia; además, durante varios siglos, el arte de Bizancio brilló sobre la Edad Media. La civilización de Constantinopla se extendió hasta muy lejos, por todas partes, y si no hay que ver ni el arte gótico ni el florentino, cuando llegan a su esplendor, como debiendo al bizantino su gloria, tampoco se ha de negar,   -26-   en justos límites, la influencia de los maestros de Oriente.

En literatura, en filosofía, en ciencias, en la vida política y militar, épocas hubo en Constantinopla de verdadero florecimiento, de vida normal y rica en elementos de cultura estable y sana, como, v. gr., bajo la casa macedónica (867-1057).

El bizantinismo vale más estudiarlo, para hacerle justicia, que considerarlo sólo con una palabra que es un sambenito, y a los más les ahorra todo género de investigaciones.

No se olvide que bizantina es, en su última forma, la llamada actual, la legislación que ha sido y es en gran parte como una especie de derecho universal, racional, en la civilización a que pertenecemos; pues el derecho romano bizantino es el que inspiró muchos Códigos actuales europeos, los americanos, como el famoso de Livingston, y es la ley que rige todavía en gran parte la vida civil de pueblo tan importante como Alemania. No se olvide que la religión cristiana   -27-   misma es en gran parte bizantina por sus dogmas, por sus concilios, por sus liturgias, por su arte, por sus historiadores y apologistas, y por sus poetas como Gregorio, Sinesio... y Romano.



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ArribaAbajoLa contribución

Tragicomedia en cuatro escenas



Escena I

 

Estación de Pinares. Al amanecer. El campo cubierto de escarcha. Mucho frío. El tren parado delante del andén. Algunos viajeros de tercera corren a la cantina, donde se sirve café malo, pero caliente. Muchos se soplan las manos, otros dan patadas fuertes contra el suelo, otros se pasean, mientras se les prepara el café. Los empleados, pocos y mal vestidos, de la estación, muestran actividad extraordinaria. Es que en un coche de lujo, en un break, viajan altos funcionarios de la Compañía y un Ministro, el de Hacienda.

 

UN VIAJERO DE 3ª.-   (Enfermo, de color de aceituna, muy débil, vestido con un traje claro muy ligero; se acerca, andando y hablando con dificultad, al JEFE DE LA ESTACIÓN, que pasa con mucha prisa.)  ¿Me hace el favor?

JEFE.-   ¿Qué hay?

VIAJERO DE 3ª.-  ¿Cuántos minutos para aquí?

  -30-  

JEFE.-  ¿No lo ha oído usted? Cinco.

VIAJERO DE 3ª.-  Pero como decían... que hoy... que se habían bajado unos señores que tienen que hacer ahí fuera... y se les esperaría... Pensaba yo.

JEFE.-  Eso no es cuenta de usted ni mía.  (El JEFE desaparece sin oír las excusas del VIAJERO DE 3.ª, que teme haber ofendido a aquel personaje.) 

VIAJERO DE 3ª.-   (A otro EMPLEADO de la estación.)  ¿Se puede saber cuánto pararemos aquí?

EMPLEADO.-  ¡Uf! Lo menos un cuarto de hora ¿No ha visto usted que se han apeado esos señores para ver las obras del puente? Lo menos un cuarto de hora.

VIAJERO DE 3ª.-   (Con expresión de alegría y agradecimiento.)  Muchas gracias, muchas gracias... Pero ¿está usted seguro que un cuarto de hora lo menos?

  -31-  

EMPLEADO.-   (Con el humor del JEFE.)  Hombre, ¿quiere usted una hipoteca?  (Se va.) 

VIAJERO DE 3ª.-  No, señor, gracias... Usted dispense... Basta la palabra... ¡Quince minutos! ¡Oh, sí, me decido! ¡Dios mío, dame fuerzas!  (Con gran trabajo, respirando con dificultad, se dirige hacia... lo que no puede decirse.)   (Lee:)  Señoras... ¡Aquí no!  (Da otros cuantos pasos con gran dificultad.)   (Lee:)  Caballeros.  (Vacila; muestra gran desaliento.)  No hay más... Sí, aquí debe de ser.  (Desaparece.) 

 

(Pasan tres minutos. Suena una campana.)

 

UNA VOZ.-  Señores viajeros, ¡al tren!

 

(Los personajes del break ya han ocupado su coche. Al parecer tienen prisa. Uno de ellos se dirige al JEFE DE ESTACIÓN, que se cuadra.)

 

EL PERSONAJE.-  Sí, sí; ahora mismo. Pite usted. El Ministro se siente mal y hay que llegar cuanto antes a la ciudad...

 

(El EMPLEADO de marras habla en voz baja al JEFE y señala al lugar por donde ha desaparecido el VIAJERO DE 3ª. El JEFE hace un gesto de contrariedad y se encoge de hombros. El PERSONAJE se retira de la ventanilla. El JEFE espera unos segundos. El EMPLEADO   -32-   y algunos viajeros, que se dirigían corriendo al tren, hacen señas, como de quien mete prisa a alguien, en la dirección por donde ha desaparecido el VIAJERO DE 3ª.)

 

EL EMPLEADO.-  ¡Vamos, hombre, a escape...! Que se queda usted en tierra...

UN VIAJERO.-  ¡Que se va el tren!  (Suena el pito.)  ¡Que se va!... ¡Ese pobre hombre!... ¡Que no puede!... ¡Que se cae!... Allá ustedes.  (Monta corriendo en su coche.) 

EL EMPLEADO.-  Pero ¿qué le pasa?  (El tren empieza a moverse.) 

VIAJERO DE 3ª.-    (Aparece, arrastrándose casi, con una mano apoyada en el suelo y otra sujetando la ropa. Lívido, aterrado, habla con voz debilísima; quiere llegar al tren, que marcha.)  ¡Socorro! ¡Favor!.. ¡Ayudarme, ayudarme! ¡No puedo, no puedo!...  (Toca con una mano el estribo, un mozo de la estación y el EMPLEADO de antes se precipitan hacia él para contenerle.) 

EL EMPLEADO.-  ¡Imprudente!... ¡Desgraciado!... ¡Que le arrastra, que le deshace el tren!...

  -33-  

VIAJERO DE 3ª.-  ¡Por Dios!... ¡Arriba!... Quiero morir allá... en Cardaña... junto a mi padre... ¡Falta tan poco!... ¡Ayuda, arriba!...

MUCHAS VOCES.-  ¡Imposible!...  (Quieren ayudarle los de dentro y los de fuera. Se abre una portezuela, se tienden varias manos. Todo inútil. El tren sigue, el VIAJERO DE 3.ª cae sin sentido en brazos del mozo de la estación. Todas las ventanillas, las del break inclusive, llenas de cabezas. Curiosidad inútil. El tren desaparece.) 

VOCES EN EL TREN.-  ¿Quién es? ¿Quién será?

OTRAS VOCES.-  Dicen que es un soldado de Cuba que viene por enfermo...



Escena II

 

Cardaña. La estación. Mucho frío. Muy poca gente en el andén. Un VIEJECILLO ochentón, apoyado en muletas, rendido de fatiga se arrima a una columna de hierro y mira con ansiedad hacia la parte de Pinares, por donde va a llegar el tren. Llega el tren. Nadie se apea. ¡Un minuto de parada!, grita una voz. Suena inmediatamente una campana, luego un silbido, y el tren emprende la marcha.

 

EL VIEJO.-  ¡Dios mío! ¿Qué es esto? Nadie, nada... ¿Se habrá dormido? No, imposible. Es que   -34-   no viene. ¿Dónde se ha quedado? Si debía llegar ahora, sin falta... ¡Enfermo, enfermo por el camino!... ¡Mi Nicolás, Nicolás!... Nada; no viene... y ya se aleja el tren... ¡No viene... no viene!... ¡Dios mío!...

EL JEFE DE LA ESTACIÓN.-  ¿Qué es eso, señor Paco? ¿Qué le sucede? ¿Le han arrojado ya de su casa esos caballeros mandones?

EL VIEJO.-  No... si ahora no es eso... No es la casa... Es mi hijo... Nicolás, que vuelve de Cuba muy enfermo, deshaciéndose... y debía llegar en este tren... ¡y nada!

EL JEFE.-  Calma, hombre; vendrá mañana.

EL VIEJO.-  No, no; ¡me da el corazón una desgracia!... ¡Hoy, hoy, era hoy!... Algo le pasó en el camino.

JEFE.-  Vaya, que es usted el rigor de las desdichas. Pero ¿qué hay de eso? ¿Es verdad que   -35-   le han vendido a usted la huerta y la chozuca por mal pagador, por rebelarse contra el comisionado?... ¡Ja, ja! Usted, señor Paco, siempre tan... faccioso. Pero ¿no sabe que el que no paga la contribución... la paga de todas maneras?

VIEJO.-  Yo no podía pagar. ¡Les abandoné mi pobreza! Pero de mi rincón no me han echado todavía... ¡Ni me echarán! Quiero mi cama en mi choza para mi hijo, que viene enfermo de Cuba...

JEFE.-   ¡Pero si le han vendido la choza, si ya no tiene allí nada suyo más que la cama!... Usted lo dice, se lo abandonó todo.

VIEJO.-   (Irritándose.)  Sí, lo abandoné porque no podía pagar trimestres y más trimestres... Me pedían un dineral... Una injusticia... Mientras pude trabajar, pagué a regañadientes, pero pagué; ahora, solo, baldado, inútil, sin trabajo... apenas como... y he de pagar...   -36-   ¿Con qué? ¡Rayos! ¡Mi casa, la huerta!... Se la llevaron, bueno; ya es de otro... ¡Rayos! Pero si Nicolás llega enfermo, ¿dónde le meto? ¡Vive Dios! ¡En mi choza, en su casa!

JEFE.-  Juicio, juicio, señor Paco. Con los mandones no se juega. No haga usted un disparate. Y salga, que esto se queda solo y yo me voy arriba.

VIEJO.-    (Saliendo de la estación hacia el pueblo.)  ¡Dios mío! Pero ¿dónde está mi hijo? ¡Enfermo!... ¡Abandonado en el camino!... ¡Muerto, acaso muerto!



Escena III

 

La tarde del mismo día. Calle de aldea, solitaria, delante de la casucha del SEÑOR PACO. El ALCALDE y dos hombres mal encarados, vestidos a lo ciudadano, pero con mala ropa, se acercan al SEÑOR PACO, sentado a la puerta de su casa.

 

EL ALCALDE.-   ¡Ea, señor Paco, esto se acabó! La paciencia, y todo, se acaba.

EL SEÑOR PACO.-  ¿Qué quiere usted decir, señor alcalde?

  -37-  

EL ALCALDE.-  Que estos señores vienen a tomar posesión de lo que es suyo. Que esta casa ya no es de usted. Que usted ha dejado que la Hacienda se incautase de sus bienes, y sin mezclarse usted en nada, despreciando la ley, como si esta no tuviera que cumplirse, ha visto sin moverse que, paso tras paso, como pide la justicia, se fueran llenando todos los requisitos para dejarle a usted en la calle... Y ahora que eso ya es de otro, de este caballero que acompaña al señor comisionado, a quien usted conoce...

SEÑOR PACO.-  Sí, demasiado.

EL ALCALDE.-  Ahora que usted no tiene ahí dentro más que unos pocos muebles, ni quiere sacarlos, ni se va con la música a otra parte... y eso no está en el orden. Haber pagado a su tiempo.

SEÑOR PACO.-  No tenía con qué.

  -38-  

EL ALCALDE.-  Eso no es cuenta mía. Ni esto tampoco... Entendámonos: estos señores recurren a mí porque, por la presente, y a falta de mejor... postor... eso es, soy la fuerza pública, vamos al decir. Está usted ejecutado; la ley ya no tiene más que hacer... a no ser que quiera que materialmente se le eche a patadas...

EL SEÑOR PACO.-  ¡Atrévase usted, señor alcalde!...

EL ALCALDE.-  No, yo no. Es usted un pobre viejo. Pero vendrá la guardia civil, ya que es usted tan testarudo. Este caballero ya ha estado aquí tres veces. Tiene razón al quejarse de que no se le haya hecho salir de aquí a usted a su debido tiempo. Por lástima han hecho todos la vista gorda hasta llegar al último momento... Pero esta es la de vámonos. Tanto derecho tiene usted a estar en esta casa como en la mía. Yo, por motivos de orden público, digámoslo así, vengo a darle   -39-   el último aviso por las buenas. Este señor ya está cansado de aguantarle... Conque, o deja usted libre la puerta... o vienen los guardias ¡y hay violencia!

EL SEÑOR PACO.-  ¡Que venga un ejército! Que me maten... de aquí no me muevo. Espero a mi hijo... a Nicolás... que viene muy enfermo... ¡Dios mío! ¡Si llega! ¿En dónde le acuesto? Viene de Cuba, deshaciéndose... Mi cama es suya... ahí, en ese rincón donde nació... donde moriremos los dos abrazados... en nuestra casa, donde murió su madre, mi choza... mía, pese a todas las contribuciones del mundo. No pago porque no puedo... ¡pero mi casa es mía!

EL COMISIONADO.-  Señor Paco, esta casa es de este caballero, que la ha adquirido del Estado en la forma que señala la ley y con todos los requisitos del caso; hace mucho tiempo que está usted aquí de sobra. Bastante se ha levantado   -40-   el brazo. Si usted no hubiese sido terco... si hubiera pagado...

EL SEÑOR PACO.-   (Sombrío, como trastornado.)  Esta casa es para mi hijo... Ahí, en esa cama moriremos los dos... abrazados... ¡Si viene! ¡Si no ha muerto por el camino!

EL DUEÑO NUEVO.-  Nada, nada; yo no sirvo para ver estas cosas. Que se cumpla la ley en todos sus extremos. Yo me voy y volveré cuando la fuerza me haya dejado mi propiedad libre de estorbos... Con Dios, señores.

EL ALCALDE.-  Espere usted. Ea, tío Paco, ya se me sube a mí el humo a las narices. Aquí ya no hay civiles que valgan: yo soy el alcalde... y me basto y me sobro... Deje usted libre el paso... o me lo llevo a la cárcel...

EL SEÑOR PACO.-   (Blandiendo una muleta.)  Moriré aquí dando palos al que se acerque... En muriendo los dos... ahí dentro, en   -41-   esa cama, cargad con todo. Llevadnos de limosna al campo santo... y todo es vuestro. Pero me da el corazón, miserables, que si os abandono la choza antes que él venga... no vendrá, se habrá muerto en el camino, en el barco, entre las ruedas del tren, ¡qué sé yo! Si le aguarda su cama, en su choza... en el rincón donde nació... vendrá, sí, vendrá... ¡Se lo pido a Dios de rodillas!

 

(Se arrodilla temblando y apoyando las manos en el suelo. Silencio solemne. Aquellos cafres callan con respeto, relativo, a la desgracia y a la oración del anciano.)

 


Escena IV

 

Se oye el ruido estridente de las ruedas de una carreta del país. Aparece por la calleja que desemboca frente a la choza del SEÑOR PACO, una carreta de bueyes guiada por un ALDEANO y escoltada por dos civiles. Dentro de la carreta un bulto largo cubierto con un lienzo gris.

 

UN GUARDIA CIVIL.-  Aquí es. Señores, ¿no vive aquí el señor Paco Muñiz de la Muñiza?

EL ALCALDE.-  Ahí le tienen... A buen tiempo llegan, señores guardias... Yo soy el alcalde del pueblo, y este hombre...

  -42-  

EL GUARDIA.-  Espere un poco, señor alcalde. El caso es...

EL SEÑOR PACO.-   (Como iluminado por una revelación al ver la carreta, se dirige hacia ella, sin apoyarse en las muletas, que arroja; levanta el lienzo gris, descubre un cadáver y se abraza, entre alaridos, al muerto.)  ¡Nicolás! ¡Mi hijo! ¡Mi Colasín!

EL ALDEANO.-   (Al ALCALDE.)  Se nos ha muerto en el camino. Es un soldado de Cuba que venía por enfermo. Se bajó en Pinares... no pudo montar en el tren... y se moría. Suplicó que por caridad se le trajera a Cardaña... a morir en su casa, junto a su padre...

EL SEÑOR PACO.-   (Incorporándose airado, como un loco.)  ¡Miserables, dejadme lo mío! ¡Ya pago, ya pago! ¿No me robáis porque no pagaba?... ¿Y ese hijo? ¿Y esa vida? ¡Alcalde, ahí tienes la contribución! ¡Entiérramela!  (Con las manos crispadas señala al muerto.) 



 
 
TELÓN MUY LENTO
 
 


  -43-  

ArribaAbajoRenan

La voz del pueblo, que a veces acierta, lo ha dicho unánimemente en Francia y fuera de Francia.

Desde la muerte de Víctor Hugo, no ha habido otra más importante, de más efecto para la Francia intelectual, y aun pudiera añadirse para el mundo de las ideas.

El telégrafo apenas ha tenido tiempo para comunicarnos esta opinión general que se impone como una gran justicia que la posteridad comienza a hacer al gran espíritu francés desde el día siguiente al de su muerte.

Decía que la voz del pueblo acierta... a   -44-   veces, porque, sin adulación, no cabe ocultar que en muchas ocasiones se equivoca.

Suele acertar al borde de un sepulcro.

Cuando faltó Víctor Hugo, la justicia definitiva popular se impuso a los reparos y mezclas frigoríficas de la envidia y la crítica hostil; aunque hacía algunos años que la manera del gran maestro no estaba de moda en los cenáculos literarios, la gran masa de los admiradores del poeta impuso el fallo que fue de gloria, sin pararse en distingos ni atenuaciones.

Hasta en nuestro país, donde la opinión pública está mucho menos ilustrada, aunque los instintos generosos de entusiasmo por lo grande no son menores, cuando murió Moreno Nieto, el pueblo... que no lee siquiera, ni acude a los Ateneos, adivinó en el sabio modesto que desaparecía un santo del pensamiento, un apóstol del bien.

Renan, que para las masas de la mayor parte de los países latinos era ante todo el heresiarca moderno, el enemigo de la Iglesia; Renan, que tan mal comprendido y tan poco   -45-   conocido, en rigor, era aun para los que se permitían hablar de él con escasa y distraída lectura de sus obras, a las veinticuatro horas de morir recibe un universal homenaje de admiración y respeto, y el mundo entero comienza por hacer justicia a la rectitud de sus intenciones, a la austeridad y al decoro de su vida, a la grandeza de su ingenio, a la belleza de sus obras. El Renan que no había visto bien la crítica maleante y ligera, el fanatismo contrario a sus doctrinas, los rivales, los sectarios de escuelas diferentes y el vulgo letrado, distraído y superficial, es adivinado por el instinto popular, y en todas partes y en todos los tonos se dice hoy de él lo que hace poco sólo pensaban algunos; que es un hombre genial, que es un grande hombre, el primero de los que hoy tenía Francia. Sabe hasta el último periodista que La Vida de Jesús no es todo ni lo principal en la obra de Renan, y ya hasta el fanático más lenguaraz e ignorante se guarda de decir que ha muerto el diablo, que ha fallecido el Antecristo.

* * *

  -46-  

Pasemos rápida revista a algo de lo mucho que de primera intención, improvisando, se ha dicho al día siguiente de morir Renan.

Comencemos por casa.

En general, los periódicos españoles han comprendido la importancia del triste suceso y le han consagrado excepcional atención, sin duda.

En la información ha habido notables deficiencias. Comenzaron ciertas agencias telegráficas por decir que el ilustre profesor del Colegio de Francia había muerto en Londres. El error lo deshicieron las primeras noticias directas de París.

Las noticias biográficas y bibliográficas de la Prensa madrileña se resintieron en general de falta de conocimientos directos de las obras de Renan. Se consultó, generalmente, los consabidos remedia-periodistas enciclopédicos que suelen ser inexactos y que suelen estar atrasados de noticias.

Al dar la lista de los tomos de que consta la Historia del Cristianismo, la obra capital de Renan, casi todos los periódicos se equivocaron   -47-   y, copiando algún diccionario antiguo o el catálogo de algún tomo de Renan, antiguo también, aseguraron que a la Vida de Jesús, Los Apóstoles, San Pablo y El Antecristo había seguido otro tomo, último de la obra, titulado La Iglesia Cristiana. Y la verdad es que al Antecristo siguieron tres tomos, Los Evangelios y la Segunda generación cristiana, La Iglesia Cristiana y Marco Aurelio y El fin del mundo antiguo.

En general, el juicio propio de nuestros periódicos reflejaba esa opinión general a que antes aludí; todo era admiración y respeto; las virtudes y el gran talento eran generalmente reconocidos.

Entre los periodistas que adelantaron su opinión espontáneamente, se distinguió a mi juicio un redactor de El Liberal, Tomás Tuero, que así como a la ligera dio sin embargo una de las notas más justas, que coincidió con la que al día siguiente hacía oír Mauricio Barrès en El Fígaro de París, bien en oposición por cierto con el sesudo pero frío y deficiente artículo de Deschamps en el   -48-   Journal des Debats, de que era Renan colaborador. Tuero, como Barrès, señaló en el servicio de Renan a la causa de la civilización moderna con aspecto religioso. Bien señalado está. Digan lo que quieran los que exageran la nota dilettante de Renan, o los que ven exclusivamente en él al sabio experimentalista, por algo se había tenido por exacta aquella frase célebre según la cual, Renan era una catedral vacía... El mismo había dicho de sí una y otra vez que él era en el fondo un clérigo.

-El que fue cura, lo es, como dijo Víctor Hugo.

El espíritu religioso es una tendencia ante todo, un punto de vista, casi pudiera decirse una la digna postura, postración ante el misterio sagrado y poético; no es, como creen muchos, ante todo, una solución concreta, cerrada, exclusiva.

En este último sentido, Renan no era religioso; en el primero, sí. Claro que en las obras se encuentran textos aislados para todas las conclusiones (pues esto obedece en   -49-   él a un sistema), pero yo al incógnito sabio experimental, pedante sin duda, que desde El Fígaro trata con cierto menosprecio al autor de los Diálogos filosóficos, le diría que no es verdad que pueda afirmarse rotundamente que Renan negara a Dios, pues infinidad de veces se inclina a afirmar su realidad; que yo recuerde ahora, de repente, en L'Abbrese de Joaurre, cuando alguien dice: «Dios; más probable que la inmortalidad del alma». Y al final del famoso prólogo de su último libro Feuilles ditonchees (1892) escribe: «El amor es tan eterno como la religión. El amor es la mejor prueba de Dios, es el cordón umbilical que nos une con la naturaleza, nuestra verdadera comunión con lo infinito». Y a estas palabras dignas de un Carlyle, añade: «Padre celestial, yo te agradezco la vida».

En otra parte que no puedo ahora puntualizar porque cito de puro recuerdo, exclama parecidas palabras: «Padre nuestro, el que menos cree en ti, desea tu existencia catorce veces al día». Y en el mismo prólogo citado dice: «Nada nos prueba que existe en   -50-   el mundo una conciencia central, un alma del Universo; pero nada nos prueba lo contrario».

Luego ni aun en los textos menos favorables al deísmo, niega a Dios. Es más: el sabio incógnito de Fígaro dice que niega a Dios pero reconoce lo divino. Pues tanto monta porque lo divino, no siendo para el idólatra, para el antropomorfista, es el Dios que racionalmente puede pensarse que haya.

* * *

Volviendo a mi revista de lo que han dicho o callado los periódicos, advertiré que El Siglo Futuro no aprovecha la ocasión para decir pestes del Antecristo y se limita a imprimir los telegramas de las agencias con todos sus elogios.

¡Todo progresa, hasta El Siglo Futuro!

La Época, el primer día no dijo nada. El segundo copió a El Imparcial.

En general, ha habido bastante valor para poner la fama de Renan en su sitio, sin miedo a lastimar creencias; sino donde los periodistas   -51-   comprendieron que hasta los neos y fanáticos pasaba el tiempo enseñando y que hoy todos comprenden, menos tal vez el Padre Zacarías, agustino, que Renan en lo que negaba no era más que uno entre mil, como historiador, exégeta y filósofo, y en lo que afirmaba era un idealista de los que más han trabajado para combatir al enemigo común, el materialismo de escalera abajo y el pedantesco y corto de vista de lo que por antonomasia se llama ciencia, no siendo más que el empirismo particular de algunos estudios experimentales, en el fondo hipotéticos meramente.

Grande es mi admiración por Renan; sin embargo, no veo en él fórmula última y más propia de la actualidad filosófica; soy partidario de su modo entre literario y mundano de atreverse con las grandes conjeturas filosóficas; venero su rigorismo metódico en lo que respecta a la investigación de los conocimientos parciales relativos, pero... opino con Barrès que su estado general de pensamiento desde el punto de vista de lo que le   -52-   es común con su medio, con su tiempo (no es lo personal, genial) corresponde al movimiento intelectual que sigue a la revolución del 48 y llega a los cuatro o cinco años siguientes a la guerra franco-prusiana. Renan era una catedral, pero no era lo que Vogüe llamaría una cigüeña.



  -53-  

ArribaAbajoNo engendres el dolor

Llegó la hora, cogí la pluma de hacer pesetas, como un pendolista de billetes de Banco de iniciativa individual, la pluma de falsificar 50 pesetas de literatura jocosa, de esa que no le gusta ahora a Doña Emilia Pardo, porque sopla de vendaval... rasqué el ingenio... y nada.

A la otra puerta.

Me fui al Casino, cogí La Época, que es mi musa en casos tales... y nada. Dos o tres quisicosas del revistero de salones que no eran materia imponible.

Estaba avergonzado de mí propio. Temblaba   -54-   como literato y como padre de familia. ¡Dios mío!, pensaba, ¿qué es esto? ¿Es impotencia?... Era la primera vez en mi vida que tan radicalmente se me negaba el diablillo de las bromas sin picardía a dictarme cuatro cuchufletas.

Mi desairada situación me parecía semejante a la de aquel robusto amador, que nos describe Balzac en sus cuentos drolatiques, el cual amador ama once veces, si no recuerdo mal, cumplidamente, y a la dozava ama en vano.

-Pues tan viejo no soy -me decía- para tales lances...

Luego me acordé de lo que me había sucedido la noche anterior, que me hacía comprenderlo todo, y que era materia suficiente para un artículo.

* * *

Dormía yo, como dormimos nosotros los justos, cuando, de repente, sentí un sacudimiento, desperté y oí una voz (por estas, que   -55-   son cruces), una voz que me sonaba en el cerebro y me decía:

-No engendres el dolor.

Si esto fuera mentira, no tendría gracia; pero es absolutamente cierto. Si en la antigüedad los que soñaban cosas tenían que ir a los sabios a que les interpretasen el sueño, ahora han cambiado los tiempos; ello fue que mi conciencia desvelada, alerta, no vaciló un momento en penetrar el consejo o mandato de la voz nerviosa, de la voz de ese otro yo que llevamos todos, o los histéricos por lo menos, con nosotros mismos, según demuestran los sabios que cita Binet en su reciente artículo sobre las perturbaciones de la personalidad, y según ya hace muchos años pude comprender por dolorosa experiencia. La conciencia desvelada me dijo, pero esta sin voz, que aquella frase, porque era una frase, aludía a los recientes arañazos crítico-satíricos, a los articulejos en que había yo hecho daño a una y otra persona.

Después que me levanté, perdí el sentido íntimo de la frase, su alcance, su valor de   -56-   imperativo, aunque no categórico; y hasta llegué a olvidar el incidente nocturno; porque ni soy supersticioso, ni me hacen gracia estas vocecitas que no prueban nada sobrenatural, pero sí que no está uno completamente bueno.

Tengo yo un amigo, erudito y filósofo, el autor de Los nombres de los dioses, obra traducida al alemán y elogiada por Max Müller, y de La filosofía de lo maravilloso positivo, libro alabado por Juan Valera, un amigo que se llama Sánchez Calvo, el cual les saca mucha miga a estas cuasi alucinaciones, a estos despliegues de personalidad, etc., etc., y si lee estas líneas, puede que se preocupe con lo que le pasó a este su admirador, que tiene el honor de no creer en lo maravilloso positivo.

Sea como sea, ahora recuerdo (tal vez porque es otra vez de noche, cerca del amanecer) que las palabras que oí al despertar, no engendres el dolor, tuvieron para mí un profundo esplendor ideal, me dijeron cosas que mi pluma no podría expresar aproximadamente.

  -57-  

Era algo así, pero con mucho más sentido, con más verdad inmediata de conciencia: «Tú, hombre, no eres capaz de crear la dicha, de llevar las contingencias de la realidad por el camino de una felicidad segura para tus semejantes; el bien seguro no se sabe de dónde viene; pero el mal, sí, puedes crearlo; no todo el mal, es claro, pero cierto mal. El dolor nace de muchas fuentes, pero una de ellas es la voluntad; el bien que tú quieras hacer puede convertirse, al salir al mundo exterior, en daño, en mal; ser perecedero, deleznable; todo por contingencias indefinidas; pero el mal puede salir de ti infalible; te basta con querer hacer mal para que ya lo haya; y no hay contingencias que puedan trocar tu mal querer en bien; mortal, está seguro de esto, puedes hacer daño; hay, entre tantos dolores, algún dolor que sale originariamente de ti. Por eso... no engendres el dolor. El mal que causa tu pluma, el daño que produce tu censura agria y fría en el amor propio ajeno, es cosa tuya por completo; eres creador de algo en el mundo   -58-   moral; de ese daño, de ese dolor. No engendres el dolor...». Y por ahí adelante.

Ya he dicho que durante el día siguiente olvidé todos estos tiquis-miquis; pero ellos por dentro, en el yo de refresco, seguían trabajando, sin duda; y por eso yo (o él) no estaba para bromas, ni se me ocurría ninguna malicia, ni aun leyendo La Época. Me sentía más lírico que epigramático. Hubiese preferido que se ganase el sueldo recitando La noche serena de Fray Luis, o dando limosnas, o perdonando a Velarde, porque no sabe lo que se versifica.

Estos estados de ánimo pre-rafaélicos son muy bonitos, pero de escaso provecho crematístico. Como no es cosa de que yo salga ahora con un tomo de Odas (y aunque saliera no me valdría dinero), quiero, necesito reaccionar, como dice (y hace) Cánovas, contra tal excitación, que no conduce a nada práctico.

Recuerdo que en un estado semejante escribí un artículo titulado Balart, poeta... y a poco (verdad es que sin conocer el artículo),   -59-   el Sr. Balart me salió con un escobazo y diciéndome que ya me guardaría yo muy bien de tal y de cual.

¡Ay! No se puede ser romántico, ni nervioso, ni sensitivo.

Hay que ser naturalista, como Doña Emilia Pardo, y tener una salud de roble, como dicha señora, salud que se haga hasta antipática de puro sana; y hay que tomar con mucho calor las quisicosas de la vecindad literaria; por ejemplo, empeñarse en que le hagan a uno monja en clausura, o académico, o por lo menos que se lo hagan a la Sra. Arenal, que es lo que ahora pide Doña Emilia, por aquello de que... pobre que pide por Dios, pide por dos.

La sensiblería no lleva a ninguna parte; por lo cual, en otra ocasión demostraré a la voz de marras que tengo derecho, y en cierto modo deber de engendrar el dolor, dentro de ciertos límites, porque... ahora que es de noche y va a amanecer no se me ocurren argumentos.

Pero cuando sea pleno día y no me tenga   -60-   miedo a mí mismo, ¡oh, entonces!, ya me vendrán a la pluma razones de peso; como aquella de:


...ces haines vigoureuses
que doit donner le vieux âmes vertueuses...





  -61-  

ArribaAbajoDel Quijote

Notas sueltas


Acabo de leer el Quijote otra vez. Soy de los que cumplen, en realidad, con aquel buen consejo de leerlo cada dos o tres años.

Carmen nostrum necessarium llamaba Cicerón a las Doce Tablas, que los buenos romanos aprendían de memoria.

El Quijote debiera ser el Carmen nostrum necessarium de los españoles.

Por desgracia, no lo es. Hay que confesarlo; entre nuestras muchas clases de decadencia hay que contar también esta; decae la lectura del Quijote. En los escritores nuevos   -62-   se va notando cada vez más lo poco que en su espíritu influye el mejor libro que tenemos, y el mejor que en su género tiene el mundo.

Se siguen citando ciertos tópicos quijotescos, las aventuras más sonadas; pero los más se conoce que citan... sin haber leído, como se repiten los refranes históricos sin saber de dónde vienen. Casi siempre se citan las mismas cosas; las más de la primera parte, y otras pocas de la segunda, que siempre son las mismas.

Una confesión general de los españoles declarando si han leído el Quijote entero y cuántas veces, nos daría un doloroso desengaño. Más vale que esa confesión sea, de puro difícil, casi imposible.

* * *

Un escritor francés, no despreciable, decía no ha mucho estas o parecidas palabras:

«¡Pobre Don Quijote, cómo se le va olvidando!».

Yo creo que en la vida intelectual contemporánea, el Quijote influye mucho menos   -63-   de lo que podría; porque, en efecto, es poco leído. Ciertas apariencias que un candoroso patriotismo se apresura a convertir en substancia nos dan la ilusión de que los grandes espíritus extranjeros leen mucho a Cervantes. Pero no hay tal cosa. Y es lástima, porque jamás ha habido tiempo (hablo de las alturas intelectuales) en que el Quijote pudiese ser comprendido, sentido y aprovechado tan bien como en el nuestro.

Mil veces, leyendo a mis filósofos, sabios, poetas y novelistas favoritos, de extrañas tierras, he pensado: ¡Qué lástima que este espíritu no hubiese penetrado y recordado bien el de Cervantes! La cita del Quijote estaba muchas veces indicada... y no venía. En Carlyle, en Renan, por ejemplo ¡cuántas veces la asociación de ideas llamaba al ingenioso hidalgo... y no venía!

Fuera de aquí, como aquí, las alusiones quijotescas abundan; pero en lugares comunes de generalidad evidente, que no revelan el directo e íntimo estudio del Quijote.

* * *

  -64-  

Shakespeare ha tenido mejor suerte. Ha sido estudiado, descubierto por la gran crítica, aun fuera de la misma Inglaterra, principalmente en Alemania. Shakspeare2, traducido en alemán por un gran escritor, Shakspeare escribiendo en una lengua de genio semejante, en parte, al nacional alemán; Shakspeare interpretado, comentado; adorado por hombres como Schlegel y el Júpiter de Weimar, llegó a ser en el continente casi tan gustado y penetrado como en su isla.

Para Cervantes... ¡cuán distinta fortuna!

Verdaderamente familiarizado con él, yo no conozco a ningún grande hombre... Un día, en Covadonga, lugar sublime, pensé algo semejante: ¡Aquí no ha estado jamás ningún grande hombre, de esos de primera clase verdadera, de los que saben leer en la Naturaleza todo o casi todo su simbólico misterio!...

Llegar a Covadonga, mirar a la cueva, ver y oír la cascada... (y no ver las mil profanaciones que hay en torno), hace un efecto...   -65-   épico, semejante, no sé por qué, a los tercetos del Dante. ¡El Dante en Covadonga... creyendo, como creería, en algo de Covadonga... y viendo aquello!...

No, en Covadonga no ha estado el Dante, ni cosa parecida.

El Quijote no lo ha visto, como él merece, ningún Gœthe. A Cervantes le pasa muy en grande lo que, no en pequeño, le está sucediendo a Pereda, y le sucedería a Zorrilla si quisieran traducirlo...

A Pereda le tienen asco los traductores en cuanto son un poco discretos. Ven que aquel español tan español y tan de su amo... en rigor no se puede traducir.

A Cervantes le han traducido; pero... ni siquiera un Pope o un Chateaubriand... un Viardot, por ejemplo; y Cervantes, por su españolismo, es un Pereda elevado al cubo. De otro modo: Don Quijote, no siendo en castellano, no es ni la sombra de Don Quijote; no se puede penetrar todo lo que en idea-forma y en forma-idea vale el Quijote, sin tener el castellano en los tuétanos.

  -66-  

Y yo no sé de ningún grande hombre extranjero (digo grande hombre, no digo erudito) que haya sabido el castellano de esa manera.

En tal sentido, lo mejor de Don Quijote está por descubrir.

* * *

Es claro que halaga mucho ver de cuando en cuando uno de esos elogios fervorosos, sinceros, que un gran pensador, un gran poeta extranjero, dedican incidentalmente al Quijote. Pero, ¡es eso tan poco en comparación de lo que sería si esos mismos hombres pudieran gozar del libro en todo lo que vale!

Lo común es que los más sustanciales y originales de esos elogios se refieran a la quintaesencia quijotesca, más o menos simbólica y subjetiva.

¡Y el mérito grande del Quijote no está ahí; es un mérito estético, literario, que brota en la forma, aunque viene de muy adentro!

¡Cuánto, por ejemplo, le agradecí yo a Boileau un espontáneo elogio de Cervantes en una carta a Racine, si no recuerdo mal!

  -67-  

Y a Heine, al querido Heine, ¡con qué ternura le admiré y amé allá en mi juventud, cuando llegué saboreando su hermoso lirismo, a aquel pasaje en que cuenta su entusiasmo por el caballero andante, y la lástima, la caridad que le inspira!

Y hace poco, ¡qué emoción tan fuerte y dulce la mía, al ver a Tolstoy3, al extraño, pero simpático místico... o lo que sea, penetrar, a fuerza de genio, la sublimidad (¡verdaderamente asombrosa!) del último capítulo del Quijote, de aquel resucitar a la razón de Quijano el Bueno!

Todo eso -con otro poco así que hay- es algo... pero casi nada, comparado con lo que debiera ser, con lo que sería, si Europa pudiera conocer a Cervantes tan bien, tan íntimamente, como conoce a Shakspeare.

A Cervantes le pasa con los extranjeros lo que le sucedería a Wagner... si hubiera que conocerle por las compañías de ópera de la legua...

* * *

  -68-  

¿Y los de casa?

Sin entrar a ver si aquí hemos tenido Goethes, Heines y algún Tolstoy que otro, me apresuro a señalar el hecho de que ningún gran pensador, crítico o poeta, ha estudiado profundamente a Cervantes.

No entra en el asunto de estas notas una burla cruel e injusta de los cervantófilos ordinarios que todos conocemos, y a muchos de los cuales apreciamos.

Si no a todos, a no pocos de ellos hay que perdonarles sus extravíos por la misma causa que hizo a Jesús perdonar los de la Magdalena.

Ni siquiera a los que han arrimado el ascua del cervantismo a la sardina de la propia vanidad o de las propias preocupaciones me decido a quererlos mal; pues tratándose del Quijote, el enemigo único es el que no lo conoce pudiendo conocerlo.

Harina de otro costal son los eruditos, sin manía, que han ilustrado la vida y obras del Manco de Lepanto, descartando a los pedantes insufribles y cortos de vista; para   -69-   los eruditos esos no puede haber más que respeto, gratitud y... asiduo estudio de sus indispensables noticias.

Sin el trabajo minucioso y prolijo de la erudición literaria, que respecto del Quijote ya está hecho en gran parte, no se podría avanzar seriamente en una crítica más honda, psicológica y estética. Los eruditos, pues, han preparado el terreno para esa otra crítica... pero no han entrado en él; y los más prudentes, discretos y sabios no lo han intentado siquiera.

Creo que era Menéndez y Pelayo quien no hace mucho lo reconocía así; y hasta me parece que invitaba a D. Juan Valera a emprender tal camino, que nadie, con justicia, podrá llamar trillado.

Cosa rica sería, en efecto, un libro de Valera dedicado al Quijote por dentro, y acaso es el español de hoy más a propósito para tal empeño el autor de Morsamor...

* * *

  -70-  

En mis sueños de loca ambición vanidosa, de esos de que después nos da vergüenza, aun sin habérselos contado a nadie, no pocas veces se me ha ocurrido a mí dedicar mi vejez, si llego a ella, a escribir un libro que se titulase Cervantes. Más de la mitad de él sería para el Quijote...

Le decía Un bachiller a Mefistófeles, creyéndole Fausto (El Fausto, -segunda parte):

«Mientras que nosotros (los jóvenes) hemos conquistado la mitad del mundo, ¿qué habéis hecho vosotros? (los viejos). Dormitar, reflexionar, soñar, pensar; ¡planes y siempre planes!».

Pues en esa edad a que me acerco, quisiera yo que este progreso indudable del juicio que siente uno dentro de sí (a cambio de tantas cosas que se van perdiendo) me hiciese digno de comentar el Quijote; no con los propósitos de un Clemencín -aunque sí aleccionado por la erudición de todos los Clemencines que hiciera al caso- sino con fines de psicólogo, estético y moralista.

No querría yo más recompensa que, para   -71-   entonces, mi conciencia primero, y además amigos como Menéndez y Pelayo y otros pocos que me creyeran maduro ya para atreverme a decir algo del Quijote, con prudencia, sin sobresaltos de neurasténico, me aconsejaran tal empresa.

Mucho hay de vanidad en todo esto -atrás queda reconocido-, pero si alguna disculpa puede tener mi soñado atrevimiento es el considerar cómo la experiencia propia me ha demostrado ser verdad eso, que tantas veces se dice, de que la lectura repetida del Quijote es una medida del adelanto de la propia psiquis.

Sí, sí; yo, por lo que a mí toca, lo juro; he observado el fenómeno. Siempre que vuelvo a leer nuestro libro, la Biblia profana española, veo en él cosas nuevas, cada vez más sustanciosas, más profundas. El libro siempre dice lo mismo, pero yo lo voy entendiendo más y mejor, según la vida va enriqueciendo mi experiencia con acciones y pensamientos.

¿Por qué en sueños de ambición a lo menos,   -72-   no he de atreverme a desear que mi vejez aumente el peso de mis reflexiones serias, saque el jugo mejor de mis lecturas, y por esto la del Quijote entonces me haga ver en él algo que no sea indigno de que los demás lo sepan, aun siendo obra de quien ni siquiera puede llamarse sin eufemismo, una medianía?

Por sí o por no, y por si yo llego a la suprema etá en aquel estado en que el mismo Marco Aurelio ve cosa tan triste que sólo le encuentra como remedio el suicidio, bueno será que D. Juan Valera, que llegó joven a la vejez, nos deje algo de lo que a él le hace pensar y sentir el Quijote.



  -73-  

ArribaAbajoJorge

Diálogo, pero no platónico


¿Qué hay de libros nuevos? -me preguntó Jorge, suspirando como distraído, dejando de pensar en mí y en lo que me había preguntado.

Estaba pálido, ojeroso, con cara de sueño y de mal humor. Yo le miré con atención y fijeza, y dando cierta intención maliciosa a mis palabras, contesté:

-Acabo de ver que Carlos Groos, ya sabes, el docto alemán que publicó en 1896 Die Spiele der Thiere (Los juegos de los animales),   -74-   publica ahora Die Spiele der menschen (Los juegos del hombre).

-¡Sí!, ya me acuerdo... Los juegos de los animales... no hay más juego que ese. Porque... ¡valientes animales son todos los que juegan!

-Hombre, no juegues tú con el vocablo...

-Ya sé que es feo jugar de boca... Y, en rigor, está prohibido... Véase el artículo...

-No digo eso. Juegas con el vocablo; porque animales...

-¡Sí!, ya te entiendo. Se trata de los animales... no humanos. Bueno, pues el señor Groos los calumnia. Los animales no juegan. Sólo juega el hombre, que es el único ser metafísico y jugador. Es un efecto de la dichosa evolución. ¡Qué remedio! Yo quería corregirme, dejar el vicio... pero... imposible... Es cosa de la herencia... de la raza. Lo he leído en Ihering, en la Historia de los Indo-europeos antes de la separación. Aquello desconsuela. Nuestros patriarcales y bucólicos ascendientes remotísimos... eran unos empedernidos jugadores. Mataban el tiempo,   -75-   el tiempo monótono de aquella vida lacia, sin variedad, sin emociones nuevas, jugando y jugando... Y esto, generaciones y generaciones... ¡Ya ves! ¿Quién puede más que el hábito incrustado en la herencia?... Pastores... y jugadores...

-Basta de disculpas prehistóricas y darwinistas... No me has entendido, o no has querido entenderme... o todo te sabe a lo que te pica. El juego de que habla Groos no es ese; es el juego como diversión o recreación, según dice el Diccionario, en que no se persigue otro propósito que la distracción misma...

-A propósito del Diccionario. Los que hablan mal de ese libro académico, no conocen su gran mérito. Es un libro de moral... A lo menos a mí casi me convirtió. Verás lo que pasó. Un día, viéndome encenagado en el pícaro juego, sin poder remediarlo, convencido de que eran inútiles los propósitos de enmienda, quise saber a lo menos cómo se definía académicamente el vicio que me dominaba y me fui al Diccionario oficial y   -76-   leí: «Juego, pasatiempo, recreación, aquello que se hace por espíritu de alegría y sólo para divertirse y entretenerse». No era esto: ¡mi juego no era pasatiempo ni alegría!, ¡era un infierno!... Seguí leyendo: «Ejercicio recreativo sometido a reglas, y en el cual se gana o se pierde». Lo de ejercicio no me llenaba, porque ¡se hace tan poco ejercicio pasando doce horas sobre el tapete verde! Y lo de «se gana o se pierde», no es exacto, porque muchas veces se queda... a juego, ni se pierde ni se gana. Si el banquero abate con nueve y yo también... ni pierdo ni gano. Y si salgo del Casino con el mismo dinero con que entré... ni pierdo ni gano. «Para darle mayor aliciente -continúa el diccionario-, aventúrase en él con precaución algún dinero». Los académicos deben de ser peseteros por la manera de hablar. «Merece reprobación -sigue la Academia- cuando la ganancia o la pérdida puede ser importante; cuando se juega por vicio o cuando el jugador no tiene por objeto divertirse o entretenerse sino hacer suyo el dinero ajeno». Al leer esto   -77-   sentí toda la sangre en el rostro: ¡estaba muerto de vergüenza! ¡Qué lección inesperada me daba el léxico oficial! ¡Cuánto había leído yo contra el juego! Pero nunca aquella bofetada de moralidad me había azotado el rostro. Tolstoy con su moral de maniaco, combatiendo, lo mismo que el juego, el vino, el tabaco... el servicio militar y el trabajo, no me había hecho sonrojarme. Siempre que se atacaba el juego como vicio, yo me disculpaba con la decencia que pueden tener los viciosos. El juego me parecía diabólico, pero noble, jugando como caballero, es claro. ¡Cuántos sofismas habré inventado yo para disculpar mi vicio! Le había encontrado analogía con mil cosas malas, pero no bochornosas. Así como el amor ilegal es pecado, pero no sórdido, no bajo, el juego me parecía incompatible con la vida económica, ordenada de la sociedad... pero no infame, no vil, no mezquino; sin relación con la codicia, con el robo. ¡Jesús, el robo! Y de repente el Diccionario ¡zas!, me daba aquella bofetada... ¡No me había fijado! Al juego se iba para hacer   -78-   suyo el dinero ajeno... Era verdad, a eso se iba. Lo mismo que los usureros y que los ladrones... para hacer de uno el dinero ajeno... contra la voluntad de su dueño también; porque nadie tiene voluntad de perder. ¿Que se expone el dinero propio en cambio? También el avaro expone la salud, la vida; el usurero se expone a quedarse sin lo prestado, y el ladrón... a ir a presidio. Sí, ¡no cabe duda!, el juego es eso, desear quedarse con el dinero ajeno. ¿Querrás creer que me dio asco el juego? Vi en mí un pecado de la índole ruin de que siempre me había creído libre; un pecado sórdido de injusticias con el prójimo, de repugnante psiquis... (Pausa.)

-¿Y qué?

-Pues nada. Que estuve sin jugar... mucho tiempo.

-Mucho, ¿eh?

-Sí, ¡varias semanas!

-Pero, ¿cómo volviste a lo sórdido, a lo ruin, a lo que... (perdona, tú lo has dicho) se parecía al robo?...

-Verás. Eché mis cuentas. Según mis   -79-   cálculos, yo, en conjunto, llevaba perdido mucho más dinero que ganado. Todavía me tenían por allá algunos miles de duros. Iba por el desquite. Iba por lo mío. Aquello no era jugar, y no hacía mío el dinero ajeno... sino el mío.

-Vamos, sí, les habías hecho una señal a las monedas y a los billetes, y cuando no eran los tuyos los que ganabas... los devolvías.

-Ya sabes que el dinero se considera como cosa fungible...

-Pues ¿entonces?... Además, tus deudores (!), es decir, los que te habían ganado a ti, ¿eran los mismos a quienes tú ganabas?

-Ese argumento tiene menos fuerza que el que empleó para anonadarme la pícara realidad...

-¿Y fue?...

-Que aquellos señores, que no eran los que me habían ganado... me ganaron también. (Nueva pausa.)

Me daba lástima del pobre Jorge. No quise molestarle con nuevas observaciones   -80-   virtuosas tan fáciles de encontrar. ¡Es tan fácil lidiar los vicios desde la barrera cuando no se tienen!

-¡El juego! -continuó el jugador-. Los filósofos no saben lo que es. Montaigne, que ha hablado de tantas cosas, de tantos vicios, no tiene ningún capítulo dedicado al juego. Montaigne hablaba de lo que sabía, de lo que había experimentado. Renan se queja de que los filósofos no han tomado el amor en serio del todo, y su verdadera filosofía está sin hacer. Y es verdad. Y la causa será que los filósofos no suelen enamorarse de veras. Lo mismo les pasa con el juego. ¡La estética del juego!, existe, pero no es ese de que hablan esos libros nuevos... Como que el juego... no es juego... no tiene nada de juego, en ese otro sentido de finalidad sin fin de que ya Kant hablaba. No debiera usarse la misma palabra para cosas tan diferentes. Una opinión, muy generalizada entre los estéticos, es que el arte... es juego. Schiller, en sus célebres cartas sobre la ciencia de lo bello, siguiendo a Kant, desenvuelve admirablemente la teoría...

  -81-  

-Sí; y ahora la estética de tendencia positivista, y mejor acaso la que estudia lo bello y el arte en su aspecto psico-fisiológico, sigue el mismo criterio. Spencer, como es sabido, también admite la teoría del arte del juego...

-Y se ha dicho que el juego es un exceso, una sobra de vida..., lo mismo que se ha dicho del amor. Renan le preguntaba un día a Claudio Bernard por el misterio del amor, y el gran fisiólogo le decía: «No; no hay cosa más sencilla que el amor; es la vida que sobra...». De modo que amor y juego son plétora, lo que rebosa...

-El juego, según este Groos de que hablábamos, es un ejercicio natural de los aparatos sensoriales y de los motores, de las facultades del espíritu (inteligencia se entiende) y de los sentimientos en atención al placer... La actividad, por el placer mismo de la actividad, tal es el juego...

-¡Qué cosa tan diferente del otro juego, de mi juego! El jugador no busca el placer... y en eso se engañan muchos que ven las cosas   -82-   desde fuera... Busca la ganancia; sólo que la busca en la forma picante, misteriosa, inexplicable... de la suerte. ¡La suerte! Estoy por decir que el jugador es un metafísico apasionado, que interroga de cerca y con interés el misterio metafísico en cada jugada... ¿Hay ley? ¿No hay ley? ¿Es casualidad? ¿Qué es casualidad? ¿La Providencia se mezcla en estas cosas? ¿El cálculo de las probabilidades hasta dónde sirve?... Y después... ¡una cosa terrible! Lo que a mí, al fin, me ata al juego hasta por la filosofía... quiero decir, por el sofisma, es... que la vida es juego. Sólo el que aspire al nirvana, a la abulia, a la apatía, puede decir que no es jugador. Los demás todos juegan. La vida y la muerte son un modo de copar la banca. Cada latido del corazón es un golpe de fortuna, una carta que se juega; cada vez que respiro puedo perder o ganar la vida... La riqueza o la miseria... juego...; el mérito... juego. ¿De dónde vienen las judías y las cristianas, los nueves o las figuras?... Del misterio, del horrible cincuenta por ciento..., del   -83-   abismo que se llama pares o nones, cara o cruz...

«Esto... o lo otro». En esa o, en esa disyuntiva está el símbolo del juego... y de la existencia... Voy ahora a casa...; ¡mis hijos, mis entrañas, estarán durmiendo... o muertos!... ¡Quién sabe!... Están durmiendo; ¡bien! ¡Qué hermosos! ¡Qué inocentes! Pero, ¿mañana? El porvenir, la carta que les tocará... la vida que les espera... ¿Qué puedo yo para conseguir su dicha futura? Todos mis cálculos, mis previsiones, mis cuidados, mis ahorros, ¡inútil martingala! Mis esperanzas... ilusión, como las supersticiones del jugador... En el fondo de la magna cuestión del libre albedrío, de la libertad y la gracia, de la libertad y el determinismo, de la filosofía de la contingencia, que hoy da nombre a una escuela, lo que se ve es el quid del juego... No; el juego, el mío, no es diversión, no es broma, no es desinterés, no es finalidad sin fin... Es todo lo contrario; el interés, la ganancia, el egoísmo en lucha con la suerte...; lo mismo que la vida non sancta,   -84-   que es la vida de casi todos. Los grandes hombres, los héroes, decía Carlyle, toman la realidad, el mundo, en serio; no son dilettanti. Lo mismo el jugador. El azar, para mí o contra mí... Esta es su idea, siempre seria, siempre con fin, siempre interesada...

Sin embargo, en el juego, no el tuyo, el otro, el juego por el placer de la actividad, se llega, según nuestro autor, a lo que él llama el placer del mal, a jugar con el propio dolor. Además, hay la catarsis de Aristóteles, el placer de la calma tras la borrasca...

-No; no importa. Ni por ahí existe afinidad entre los juegos y el juego. El jugador no busca el dolor del juego, que es grande, por el dolor, por el placer de saber que es un dolor buscado, querido; no; porque él sabe bien que la pasión le domina y que aquel dolor no es voluntario; y además tolera el dolor por la esperanza de ganar, no por el gusto de poder triunfar de él. En cuanto a la catarsis, no tiene aplicación... Porque la calma, para el jugador nunca llega. Todo es borrasca. Después de ganar... quiere, necesita   -85-   ganar más. Es un judío errante; no para nunca su ambición.

-Groos habla también de juegos guerreros, los del placer de luchar, de vencer a un contrario...

-Tampoco en eso hay afinidad entre los juegos y el juego. En La Traviata, el tenor juega para ganar a un rival... Eso es música. El jugador de veras no quiere el dinero de Fulano, quiere el dinero; en el juego hay disputas, pero no hay rivalidades, ni personalismos, ni rencores; no hay más enemigo que la contraria; suerte, ganancia, pérdida. Esas son las categorías.

-Pues Groos dice textualmente que las apuestas son juegos guerreros, y los juegos de azar apuestas intelectuales. El juego de azar tiene, para él, tres elementos: el placer de ganar, que crece con la importancia de lo que se arriesga; el placer de una excitación fuerte, y el placer de la lucha...

-Sí; pistolas de salón, de viento. Ese juego, lo hay... la lotería de los viejos... ¡y aún! No; en el juego verdad no se reciben esas   -86-   emociones pueriles; se quiere dinero, ganancia, y se quiere por el único camino del jugador: la suerte.

Que salga cara, si jugamos cara; que sean pares, si jugamos pares... y no por acertar, sino por ganar. Suerte, interés, eso es todo. ¡La excitación fuerte! Esa no es incentivo, aunque el jugador cree que sí. Es un castigo; es una maldición del juego, como el remordimiento, la vergüenza de perder después. Desengáñate, el juego... no es broma. Es como la vida; es como la metafísica... La vida racional quiere penetrar en el misterio para saber de su destino, porque teme y quiere esperar ser feliz... El jugador, igual. Ser o no ser, esa es la cuestión... Venir o no venir... esa es la cuestión. Estar a la que salta; eso hace el jugador, y eso hace el que no renuncia a las contingencias de la realidad: O ser santo... o jugar...

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