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Sobre el español de San Ignacio

Manuel Alvar


Real Academia Española de la Lengua
State University of New York, Albany



No son muchos los textos que tenemos para conocer la lengua que hablaba San Ignacio y cómo la hablaba. Son escasos los documentos autógrafos, pues algunos de los que as í se llaman no son sino copias transmitidas por sus discípulos o dictados recogidos de su boca y acaso retocados por el santo. Sabemos que el texto español de los Ejercicios, al que se llama autógrafo, fue copiado «con toda probabilidad por el portugués Bartolomé Ferrão»1; la Autobiografía fue referida por San Ignacio al P. Cámara2 y, acaso, la parte española3 fuera vista por el propio narrador4, por lo que no nos puede valer para un estudio como el que ahora intento. Nos quedan, pues, las Constituciones de la Compañía y el Diario Espiritual5, algunas cartas, el voto para la elección de general en 1541, y apenas nada más. Estos son los materiales que se ofrecen a nuestro trabajo.

Sobre la lengua del Santo hay un estudio de Sabino Sola, S. I.6 en el que, al analizarla, tiene que rechazar el vasquismo lingüístico de Ignacio e insistir en su formación castellana para poder valorar con buen criterio lo que sean el lenguaje y el estilo ignacianos. Es de este trabajo de donde tenemos que partir, pues nada fiable aportan las exageraciones de Múgica7 y de Abad8. Creo que hay que desechar el vasquismo de San Ignacio y volver al castellanismo lingüístico9. En esto voy totalmente de acuerdo con Sola; en otras cosas creo que hay que matizar y rectificar10.

Que San Ignacio supiera castellano desde niño parece incontrovertible: para unos fue a Arévalo a los cinco o seis años; para otros, a los trece o catorce. Aun aceptando la fecha más tardía, pasó en Castilla casi quince años de su vida. No puedo creer que un muchacho de ilustre familia, como lo era Ignacio, fuera a Arévalo sabiendo mal castellano, ni creo tampoco que los nueve años que pasa con Velázquez (1506?-1517) y los otros cuatro (diciembre de 1517-mayo de 1521) con el duque de Nájera y Virrey de Navarra, no le sirvieran para perfeccionar, si lo hubiera necesitado, su castellano. Tenemos aquí unos informes que me van a servir más adelante, pero que es necesario tener en cuenta:

  1. Vive en Arévalo largo tiempo en una corte de Castilla la Vieja.
  2. Sirve como gentilhombre a don Antonio Manrique de Lara, duque de Nájera.
  3. El 20 de mayo de 1521 es herido en el castillo de Pamplona y ahí se acaban sus vinculaciones con los nobles castellanos.

Resulta, pues, que Ignacio tenía treinta años cuando abandona sus estancias castellanas. Si su latín, si su italiano, tarde y mal aprendidos se incrustan en sus escritos, ¿qué no le condicionaría un castellano vivido con gentes de Castilla y en una edad en que la asimilación lingüística es mucho más fácil? Pienso qué no haría un muchacho de quince años para no ser extraño entre otros mozos de su edad. Y eso en el caso de que su castellano no fuera perfecta mente correcto. Más aún, vivió en Arévalo, donde sus peculiaridades idiomáticas poco chocarían, pues los rasgos más característicos de la lengua de la época (pérdida de f- inicial, igualaciones de b y v, reducción del sistema de las sibilantes)11 era tan suyos como de los castellanos viejos, y aún añadiré nuevos testimonios del conservadurismo lingüístico del fundador.




En su lengua española

No tenemos testimonios de que Ignacio conociera otra cosa que la lengua de Castilla. Sabemos de su tardía instrucción, pues solo a los treinta y tres años empezó a estudiar latín12, pero, sin embargo, en su castellano se encontraría cómodo, pues no es de creer que de otro modo se hubiera decidido a copiar no pocas páginas en esta lengua. Sabemos que, convaleciente de sus heridas en Pamplona (después de agosto de 1521) e iniciado el camino de la santidad, conversando con sus familiares

todo lo gastaba en cosas de Dios, con lo cual hacía provecho a sus ánimas. Y gustando mucho de aquellos libros, le vino al pensamiento de sacar algunas cosas en breve más esenciales de la vida de Cristo y de los Santos; y así se pone a escribir un libro con mucha diligencia -porque ya comenzaba a levantarse un poco por casa-: las palabras de Cristo, de tinta colorada; las de Nuestra Señora, de tinta azul; y el papel era bruñido y rayado, y de buena letra, porque era muy buen escribano13.


De los días en Montserrat y Manresa (1522), volvemos a tener unos testimonios semejantes que facilita el P. Rivadeneira: Ignacio estaba obsesionado por el misterio de la Santísima Trinidad, tanto que «comenzó a hacer un libro desta profunda materia, que tenía ochenta hojas, siendo hombre que no sabía más que leer y escrebir» (p. 21 a). Por poca que fuera su cultura, no era escasa: leía, naturalmente en castellano; y escribía con buena letra, naturalmente en castellano.

Creo que cada vez se nos va cuarteando más el vasquismo lingüístico del santo. Quedaba, por si fuera poco, su propia conciencia lingüística. Camino de Jerusalén (mitad de mayo-mitad de agosto de 1523), recaló en Venecia; nuestro peregrino fue a ver al duque Andrea Griti y «al hablarle y contole en su romance castellano la suma de su deseo». Nada extraño encuentra Rivadeneira en la lengua del Fundador; antes bien considera suyo, propio, aquel romance castellano que comprendía el dogo, pues concedió a Ignacio la nave que pedía y aún hizo que lo llevaran gratis hasta Chipre. Todavía hay otro pasaje en la Vida que nos afecta muy precisamente. Rivadeneira14 habla del momento solemne en que todos los padres vienen a Roma. Mediaba la cuaresma del año 1538 y se reunieron en la casa de Quirino Garzonio:

Allí pasaron harta pobreza y necesidad, viviendo de lo que para cada día allegaban de limosna, mas presto comenzaron a dar noticia de sí, predicando por diversas iglesias: Ignacio, en su lengua española, en la Iglesia de Nuestra Señora de Monserrate; Fabro en San Lorenzo in Damaso, Lainez en San Salvador del Lauro, Salmerón en Santa Lucía, Claudio en San Luis, Simón en San Angel de la Pesquería, Bovadilla en San Celso15.


(p. 48 b)                


Los jesuitas sin duda predican en italiano. Sólo Ignacio lo hace en su lengua española, pues únicamente su sermones apostillado. Vamos teniendo unos años, 1521, 1522, 1523, 1538, y el Fundador no abandona el instrumento lingüístico que le es familiar. En 1538 ya hacía tiempo que residía en Italia (desde diciembre de 1535), ha estudiado en Venecia (1536), se ordena en Roma (1537), pero predica en español. Creo que no tiene mucho sentido decir que no poseía con perfección la lengua: era el instrumento imprescindible para sus fines y el lunes de Pascua de 1536, Carlos V la ha convertido -ante el Papa y su corte- en lengua universal16. El castellano de Isabel la Católica se ha trocado en español, como el romance castellano de 1523 se ha convertido en la lengua española de 1538. Las precisiones de Rivadeneira han acertado con unas dianas a las que tal vez no habían apuntado, pero no dejan de tener un valor significativo. Y aquel hombre que ya cuenta cuarenta y siete años sigue teniendo por suya una lengua de la que es dueño por derecho propio.

Además, ese hombre tenía los registros del instrumento en el que se comunicaba, tanto en sus rasgos de humor como en sus comportamientos sociales. Se cuenta una anécdota en la que juegan el pero procedente de p«i» breverum y el Pero salido de Petrus. Un día, refiriéndose a Rivadeneira, dice «ya verán como este Perico al cabo da buenas peras»17. En la Autobiografía se nos facilita otro informe valioso:

Él tenía por costumbre de hablar, a cualquier persona que fuese, por vos [...] Yendo así por estas calles, le pasó por la fantasía que sería bueno dejar aquella costumbre [...] y hablar por señoría al capitán y esto con alguno s temores de tormentos que le podían dar, etc. Mas como conosció que era tentación: -Pues así es, dice, yo no le hablaré por señoría, ni le haré reverencia, ni le quitaré caperuza18.


(Obras, p. 131)                


Hemos topado con el picajoso problema de los tratamientos, y el Santo eleva a condición moral lo que era una simple convención social, pero bien sabemos cómo podía mortificar y, si al leer las Constituciones19 nos asombra la minuciosidad con que atiende a las convenciones sociales20, no podemos por menos ahora que recordar alguna anécdota que se cuenta de Santa Teresa, y en ella también la vanidad de los tratamientos21. No era cosa baladí, y acaso tampoco lo siga siendo, pues cu ando se escribe la primera gramática quechua, fray Domingo de Santo Tomás se ocupa también del y del vos22. El Fundador poseía la lengua y la usaba con dominio. Tras tantas cosas como vamos viendo23, y, se han escrito, ¿podemos pensar que esa lengua estuviera empredrada de vasquismos?24




Latín e italiano

Hemos aludido a algo que se sabe, pero que no se ha dicho: no podemos comprobar que San Ignacio supiera vasco, pues no hay ninguna referencia en ninguna parte. Sabemos que su lengua era el castellano de la Vieja Castilla convertido más tarde en es pañol. Hasta aquí la certeza, pero poseemos otras seguridades. Muy tarde empezó con sus latines. En 1523, cuando va a pasar a Italia, «porque no sabía lengua italiana ni latina», le instaron a buscar acompañante que pudiera ayudarle, a lo que se opuso25. Al regresar dos años más tarde, Guisabel Roser y Jerónimo Ardévol le hicieron posible sus estudios latinos26 y el Ignacio de treinta y cuatro años27, movido por sus deseos de servir a Dios, «comenzó a aprender los primeros principios de la gramática y aquellas menudencias de declinar y conjugar, que, aunque no eran para sus años, las llevó bien el espíritu y fervor tan encendido con que deseaba vencerse y agradar a Dios»28. Su latín nunca fue bueno, y cuando entre los años 1528 al 1535 tradujo a él los Ejercicios Espirituales, su versión resultó «rudis atque impolita»29. Que su latinidad fuera así por 1528, nada tiene de particular; que diez años después siguiera siéndolo, tampoco. En diez años, y mediando tan graves ocupaciones como dar ejercicios, estudiar artes, ordenarse, teniendo que viajar, iniciándose en la teología, luchando contra unos y otros, no podemos pedir imposibles, cuando, además, los cuarenta y cuatro años que amagaban hacían difícil lo que en la adolescencia hubiera tenido menos asperezas. Pero este aprendizaje le llevó a dos fines distintos, pero aunados y que, de algún modo, tienen que ver con el español: Erasmo y Juan de Valdés. Veámoslo, pero hemos de recurrir al P. Rivadeneira que nos cuenta:

Prosiguiendo, pues, en los ejercicios de sus letras, aconsejáronle algunos hombres letrados y píos que para aprender bien la lengua latina, y juntamente tratar de cosas devotas y espirituales, que leyese el libro De Milite christiano (que quiere decir de un caballero cristiano), que compuso en latín Erasmo Roterodamo, el cual en aquel tiempo tenía grande fama de hombre docto y elegante en el decir. Y entre los otros que fueron deste parecer, también lo fue el confesor de Ignacio. Y así, tomando su consejo, comenzó con toda simplicidad a leer en él con mucho cuidado, y a notar sus frases y modos de hablar. Pero advirtió una cosa muy nueva y muy maravillosa, y es, que en tomando ete libro (que digo) de Erasmo en las manos y comenzando a leer en él, juntamente se le comenzaba a entibiar su fervor y a enfriársele la devoción.


(p. 30 a)                


Erasmo era bien conocido en España30 y a nuestra lengua se tradujo el Concio de Puero Jesu como Tratado o sermón del niño Jesú y en loor del estado de la niñez (Sevilla, 15,16), la primera versión del gran humanista a cualquier lengua moderna31, pero un español en Italia propagaba no el latín del maestro holandés, sino sus doctrinas religiosas. No olvidemos la cronología: los años en que Ignacio empieza a estudiar latín y a traducir los Ejercicios son de un carácter polémico: en 1527, Ignacio está en Salamanca y es denunciado de erasmismo; de haber leído al de Rotterdam, lo hubiera hecho en español, pues difícil parece que con menos de dos años de latín pudiera haber recurrido a los textos originales. Por otra parte, en ese 1527, tuvo lugar la conferencia de Valladolid en que se discutieron 21 proposiciones erasmistas que se creyeron contrarias a la doctrina de la Iglesia32. No gastemos espacio en explicar la gratuidad de las acusaciones, pues Ignacio salió absuelto, pero sí que

el libro espiritual que más traía en las manos, y cuya leción siempre aconsejaba, era el Contemptus mundi, que se intitula «De Imitatione Christi», que compuso Tomás de Kempis, cuyo espíritu se le embebió y pegó a las entrañas. De manera que la vida de Ignacio (como me decía un siervo de Dios) no era sino un perfectísimo dibujo de todo lo que aquel libro contiene (Rivadeneira, p. 30 b).

El P. Rivadeneira pone esa nota tras la referencia a Erasmo33. Cronológicamente no debe serlo, pues seguimos creyendo que su latín entonces no llegaba para tanto. Kempis se tradujo al español en 1490 y hay ediciones de 1493 y 1512, pero esto no afecta a la cuestión que estoy debatiendo34. Saltemos al año 1552: Ignacio trata de poner orden en el matrimonio de Ascanio Colonna y Juana de Aragón y el interés aumentaba con algo que tiene que ver con nuestro objeto: la duquesa frecuentaba el círculo de Juan de Valdés. Los trabajos no fueron escasos, pero doña Juana fundó en 1566 el noviciado de San Andrés del Quirinal35.

El latín de Ignacio quedó para subvenir necesidades inmediatas y lecturas piadosas. Tampoco lo necesitaba para más, pero el texto del Diario espiritual fue salpicado de latinismos (fiduçia36, 87, 1; fiducia, 95, 9; moçion, 88, 41; lacrimar, 361, 371; 103, 44, etc.36; igneo, -a, 90, 83; (in)sólito, -a (90, 83; 96, 24; 97, 59; 129, 39, etc.; esférica, 118, 62; 118, 65, etc.; o locuciones y palabras sin adaptar (en genere, 90, 91; tandem, 96, 24 y 26; 124, 34, etc.; in cremento, 104, 67; distinte, 109, 8; id est, 109, 12; 122, 90; 123, 6, etc.; in modo, 110, 31; tamen, 111, 51; 116, 4; mediate vel inmediate, 113, 11; simile, 121, 5837; ad bonum, 122, 88; gradatin, 124, 50, etc.). No tengo en consideración palabras que desde hacía siglos estaban ya en el acervo común (lágrimas, ánima, súbito, estrépito) por más que su cultismo sea evidente. Antes de 1525, en que comienza sus estudios latinos, no podemos decir qué términos estaban ya en la lengua del Fundador38, sí en los escritos posteriores a esa fecha, pero hay una nueva dificultad: no siendo autógrafos tales textos, es insegura cualquier afirmación que podamos formular. En esa incertidumbre algo nos queda seguro: a pesar de todo, se acreditan las palabras cultas, no los latinismos repetidos sin ninguna suerte de asimilación o de aceptación ulterior. Si los Ejercicios fueron empezados a escribir en Manresa por agosto-septiembre de 152239 y en 1527 entregó esos papeles en Salamanca, tendremos que pensar que por entonces se produjo la modificación de su lengua escrita e iría incorporando los crudos latinismos que aparecen, si es que no son obra de Bartolomé Ferrão, su probable copista40. Ello estaría de acuerdo con saluo meliori iudicio y obligatissimos de 154241 o con el ajunge de 154542.

En el libro de J. E. G. DE MONTMORENCY, Thomas a Kempis, his Age and Book, London 1906, no se cita ni una sola edición española.

El latín del Fundador afectó al español, pero no se trataba de conformar una lengua mejorando sus condiciones, sino que introdujo en ella latinismos que habitualmente nada tuvieron de ornantes o formas que nada traían de la antigüedad clásica, sino que pertenecían a un latín escolar o eclesiástico. El que aprendería en las argumentaciones escolares practicadas, sobre todo, en París cuando estudió gramática durante algo más de un año, sus cuatro cursos de filosofía (1529-1532) y otro más en el que preparó su grado de maestro en artes43.

En cuanto al italiano, las consideraciones que podemos hacer son harto semejantes a las que acabo de formular. Había pasado por Italia en 1523 y en 1524, y sabemos que entonces no hablaba italiano; en diciembre de 1535 estaba enfermo en Bolonia; e n 1536 estudia en Venecia y ya no abandonará Italia; más aún, establecido en Roma (1537) apenas salió de la ciudad (a Tívoli en 1548 y 1549 y a Alvito para hacer las paces entre Ascanio Colonna y Juana de Aragón, 1552). El italiano, como el latín, penetró en el Diario espiritual: dulcesa 'dulzura' (p. 368, falta en MH), sacando las cartas 'sacando los papeles' (95, 21), dubio 'duda' (94, 48), disturbo 'perturbación', (p. 107, 51; 138, 16), voltándome 'volviéndome' (p. 11 5, 79), verso alguno 'hacia alguno' (p. 118, 75), locanda 'cuarto por alquilar' (p. 124, 30), etc. Se trata de voces identificadas como dolcezza 'dulzura' (bien documentada siempre), levando o togliendo, carta (='papel') dubbio, disturbo, verso, voltado y (est)locanda, anuncio para indicar que se alquilan cuartos.

Los italianismos no parecen darse fuera del Diario, pero en ellos significan un acervo nada desdeñable, y, como los latinismos, sirven para ilustrar de algún modo el español. Casi veinte años en Roma le dejaron algunos restos en el léxico. No muchos, ni demasiado expresivos: aislados, sin coherencia en el sistema, no hacen sino manifestar los resultados de un contacto lingüístico. Ignacio, con treinta y siete años dejó definitivamente España. Murió a los sesenta y cinco: más de la mitad de su vida apartado de la patria terrena. Siguió usando fielmente el español aunque negocios y gentes le obligaron a otras cosas. ¿Qué le quedó de su devoción a París? Del francés, nada, pues la lengua universitaria era el latín y sus compañeros hablaban español, o para entenderlos le bastaba con una sabiduría puramente pasiva: los portugueses (Cámara, Rodrígues) no le obligaban a mucho y ahí estaban Laínez, Salmerón, Bobadilla, Francisco Javier, con los que hablaba «en su lengua española». Italia le exigía más, pero posiblemente tampoco mucho más: el español era lengua muy difundida, españoles había en su entorno y tampoco el italiano le ofrecería dificultades insalvables. Siguió con su lengua, aunque, de una parte, el latín escolar, de otra, el italiano del mundo que le rodeaba, le forzaron a algunas «impurezas». Pero esto importaba poco; en ninguna lengua trataba de ser estilista, ni al hablar, ni al escribir. Sus fines eran otros y se valía de una comunicación eficaz. En la Compañía pronto hubo maestros de latinidad44, y dueños del italiano. A él le bastaba con hacerse entender y para eso poseía la lengua que, en sus años, era universal. Pero, ¿cómo era esa lengua?




¿Cronología o geografía?

Se ha dicho reiteradamente que el español de San Ignacio es un español «preclásico»45. Para mí hay un error de planteamiento: se barajan los años de ese periodo (1474-1525, más o menos), como si se hubieran establecido unas cancillas que limitaran la cronología, pero esos cincuenta años no son cifras inmutables. El Santo nació en 1491 y murió en 1556. Si nos atenemos a esto, Garcilaso, que nace en 1501-1503 y muere en 1536, sería un autor totalmente preclásico, lo mismo que Juan Valdés (finales del siglo XV-1541). No nos valen estos juicios, pues por 1491 hemos de situar el nacimiento de unos hombres a los que en modo alguno podemos enmarcar dentro de ese adjetivo; más aún, Menéndez Pidal, al fijar el Período de los grandes místicos (1555-1585), dice que «los santos españoles del periodo anterior, Ignacio, Francisco Javier, Francisco de Borja, no eran escritores»46. El período anterior nada tenía de preclásico, era, sencilla mente, el período de Garcilaso, pero no el de Nebrija. Y en él, con abalorios distintos de los líricos, está inserto nuestro gran Fundador. Tenemos, pues, nítidamente definido el valor de esas fechas en las que Ignacio cumplió su vida mortal. Para mí la cronología tiene un valor relativo y, en nuestro caso, me parece que nulo. Hemos de buscar otras razones. Yo diría que geográficas. Vizcaya es una región marginal dentro de la lengua y, por tanto, arcaizante, según los razonamientos de los «lingüistas espaciales»47. El aislamiento del dominio impondría una modalidad conservadora a sus hablantes, digamos menos evolucionada que la norma toledana obligada por los usos cortesanos. Una y otra razón se pueden justificar: cuando el futuro San Francisco de Borja decidió tomar el hábito de la Compañía, «se recogió a Vizcaya, como a provincia más apartada y quieta»48. El apartamiento determinaba tranquilidad, es decir, conservadurismo y no innovación. Pero un segundo testimonio. ayuda a aclarar el otro presupuesto que acabo de formular: la Vieja Castilla tenía unos caracteres lingüísticos muy otros que la Nueva. Recordemos a la Reina Católica, nacida en Madrigal de las Altas Torres (y en 1 451), se considera como «prototipo del Renacimiento»49, hablaba una modalidad arcaizante, que la hacía sentirse necia cuando escuchaba a las toledanas50. Ignacio, vasco recriado en la provincia de Ávila, en la que Isabel había nacido, no modificó la modalidad de su castellano porque, sencillamente, no pudo. Después, Cataluña, Tierra Santa, Italia, Francia, no le ofrecieron oportunidad de corregirlo y siguió con su arcaísmo. Por otra parte, su despego de las perfecciones estilísticas, hablando o escribiendo, no le fue propicio para buscar refinamientos cortesanos, y, no se olvide, sus íntimos Francisco Javier o Polanco eran de regiones (Navarra, Burgos) tan arcaizantes como aquellas en que él aprendió y practicó su español. Por eso, comparar, y acercar, los usos lingüísticos de San Ignacio a los de Cisneros tampoco tiene mucho sentido, pues el gran franciscano había nacido en Torrelaguna (Madrid), pero casi sesenta años atrás, en 1436. Lo que en San Ignacio era geografía en Cisneros era cronología. Tampoco es mucho más probatorio aducir el caso de Juan de Valdés y Rivadeneira: Juan de Valdés era de Cuenca (no de Toledo), pero había viajado mucho y pasó a las cortes de Clemente VII y del Emperador51 y en ella había sido amigo de Garcilaso52, pero él sí que modificó su lengua porque el ideal que practicaba era innovador en todos los actos de su vida y el arcaísmo lingüístico se le quedó inútil, aunque no siempre se supiera defender de él. Que Rivadeneira discrepe del Fundador no es para mí un problema cronológico, pues la íntima con vivencia de maestro y discípulo permitió la coexistencia de dos normas diferentes (como coexisten, y las diferencias son mucho mayores, la peculiaridad innovadora de mis alumnos granadinos y la muy conservadora mía, aragonesa). Esas dos normas no fueron motivadas por la cronología: -Rivadeneira era toledano. La geografía impuso una vez más su carácter imperativo53, no una cronología que salta hecha añicos cuando situamos al Santo en su tiempo. Rivadeneira no es «purista», o al menos habrá que aclarar lo que con ello se quiere decir; para mí reflejaba la norma de los grandes escritores del siglo XVI, basada en la discreción y el buen uso54; sobre él, que se atenía a unos recursos literarios de carácter clásicos55, «la influencia del maestro fue decisiva»56. Claro que no en la lengua, sino en la virtud. Tampoco el discípulo condicionó al maestro: le corregiría su mal latín o lo exhortaría a mejorar su italiano, pero en ninguna par te consta que le corrigiera el español. Rivadeneira practicaba los usos del siglo XVI por más que se le pudiera tildar de arcaizante57. No podemos contraponer cronológicamente uno al otro, si acaso especificar una elegancia y una cultura clásica en el discípulo de las que anduvo horro el maestro.

Tengo que aducir un testimonio que nada agradaría a San Ignacio: en esa primera mitad del siglo XVI en que él vive, la norma toledana (precisamente la de Rivadeneira) se había convertido en modelo para la gente culta. Juan de Valdés, gana do por la norma cortesana, la había de defender58. Esta era una cuestión de habla, la realización de una u otra variante, pero lo que valía para los dos hombres, que tan enfrentados estuvieron espiritualmente, fue el «escrivo como hablo; so lamente tengo cuidado de usar de vocablos que signifiquen bien lo que quiero dezir, y dígolo quanto mas llanamente me es possible, porque a mi parecer en ninguna lengua sta bien el afetacion»59. Ignacio escribió como hablaba, salvo cuando recurría a sus latines escolares para los que también podría socorrerle Valés: «quanto al hazer diferencia en el algar o abaxar el estilo según lo que scrivo, quando lo mesmo que vos el latín». Lo que Valdés no le hubiera aceptado son esos latines de poco vuelo y nula belleza artística. Sin embargo coincidían en usar «un lenguaje de expositores y teóricos. Más que las cualidades del exorno, le interesa la precisión. Precisión y sencillez sobre todo»60. O con otra fórmula de Menéndez Pidal, la autoridad que procede del «habla común y corriente»61. Así era el español de San Ignacio. Si miráramos hacia adelanté veríamos que su fórmula valdría también para Santa Teresa: simplicidad y llaneza. Acaso otro camino d e acercamiento de los reformadores carmelitas al padre de la Compañía de Jesús.




Los libros de caballerías

Es un tópico hablar de las lecturas profanas de San Ignacio, como lo es de Teresa de Jesús. Ya no es tanto ver cómo pudieron influir en el español que escribió. Porque del Fundador sabemos que, en los días que estaba convaleciente d e las heridas de Pamplona (1521), era

muy curioso y amigo de leer libros profanos de caballerías, y para pasar el tiempo, que, con la cama y enfermedad, se le hacía largo y enfadoso, pidió que le trujesen algún libro de esta vanidad. Quiso Dios que no hubiese ninguno en casa, sino otros de cosas espirituales, que le ofrecieron; los cuales él aceptó, más por entretenerse en ellos que no por gusto y devoción. Trujéronle dos libros, uno de la vida de Cristo nuestro Señor, y otro de vidas de santos, que comúnmente llaman Flos Sanctorum62.



Después, como en tantas cosas los conquistadores, tomó como ejemplo estas historias mentirosas y disparatadas y decidió, como caballero novel, velar las armas ante la Virgen de Montserrat. Ahora, la Autobiografía nos es más precisa y explica de dónde le vino la idea:

Como tenía el entendimiento lleno de aquellas cosas, Amadís de Gaula y de semejantes libros, veníanle algunas cosas al pensamiento semejantes a aquellas; y así se determinó de velar todas sus armas, toda una noche, sin sentarse ni acostarse, mas a ratos en pie y a ratos de rodillas, delante el altar de Nuestra Señora de Montserrate63.



Sabemos que el Santoral de que dispuso fue la traducción de la Leyenda aurea, prologada por fray Gauberto M. Vagad64. En cuanto a los libros de caballerías, el propio Santo nos ha puesto sobre la pista, y podemos precisar. El Amadís se había publicado por vez primera en Zaragoza (1508)65, y se sabe de otra edición de Roma 1519 y de las dudosas de Salamanca (1510) o desaparecidas Sevilla, 1511; Roma, 1519. Ya no pudo utilizar la de 1521, porque se acabó de imprimir el 30 de julio y la convalecencia de Ignacio fue en agosto-septiembre. Me inclino, ante tantas vacilaciones, por creer que leería la de George Coci Alemán (Zaragoza, 1508). Si Ignacio fue muy aficionado a estas lecturas, aparte del Amadís, explícitamente alud ido, pudo conocer otros libros ya impresos en sus días, el Oliveros de Castilla (1499), el Tristán de Leonis (Valladolid, 1501), Las Sergas de Esplandián (Sevilla, 1510), Florisando (1510), Tirante el Blanco, en castellano, (Valladolid, 1511), Palmerín de Olivia (Salamanca, 1511), el segundo Palmerín (Salamanca, 1516), el Floriseo del mismo año, la primera parte del Clarián del Landanis (1518)66.

El Amadís de 1508 es un «virtuoso caballero», que pudo ser también acicate para el Fundador, como lo fue el Doncel del Mar en el capítulo IV del Libro I: armas en la capilla, oración en el altar, caballero de hinojos, y partida. Una s palabras del rey Lisuarte quedarían en el aire: «Yo espero en Dios que vuestra fama será tal que dará testimonio de lo que con más honra se deuía hazer»67. Veremos más adelante cómo la lengua de este Amadís pudo acercarse de algún modo a la de Loyola, por más que estén separadas por un abismo de diferencias y a pesar de que García-Rodríguez de Montalvo se esforzó en corregir los viejos originales «corruptos y mal compuestos en antiguo estilo [...] Quitando muchas palabras superfluas y poniendo otras de más polido y elegante estilo». No serían ignacianos los propósitos del editor, pero consten en este momento. Volveré sobre ello.




Pretendidos arcaísmos

Y ese escribir como se habla en el jesuita se reflejaba en el uso de arcaísmos como asaz68, empleado con deliberada intención, pues en una ocasión tachó mucho para escribir su forma familiar69, aunque Valdés le hubiera reprendido: «No asaz, sino harto» (p. 59). Sin embargo, resulta curioso que no utilice otros muchos que enumera Juan de Valdés, ni tampoco caiga en vulgarismos de los que registra70. Por el contrario, aparecen arcaísmos fonéticos de muy diverso tipo:

  1. Vacilación de las vocales átonas (impidimento, Monumenta, 112, 94; escuro, 117, 41; calorosa, 122, 95), que, aparte del Diario, dejarían testimonio de su presencia en otras obras, ya se tratara de la alternancia vocálica en los prefijos (desgustos, p. 11671; emprempta, p. 135; complirias, Monumenta, 115, 69; entervalos, Id. 123, 4) o en las formas verbales sin cambio de la e en i (escrebir, p. 723'2; hezimos, p. 739). Juan de Valdés corregiría:
    • M.- En algunos vocablos avemos mirado que muchos de vosotros ponéis i donde otros ponen e [...]: vanedad o vanidad, envernar o hivernar, escrevir o escrivir, desfamar o disfamar, etc.
    • V.- Si bien avéis mirado en ello, en todos essos pongo yo siempre i y no e, porque me parece mejor; y porque siempre lo he usado assí, y veo que los más primos en el escrivir hazen lo mesmo72.

    La discusión entre ambos contertulios se acalora y Nebrija resulta culpable del uso arcaizante, pero el pulcro y elegante Rivadeneira no tenía empacho en poner pedistes (p. 60 a), escrebían (p. 63 b) o debujar (p. 85 a). Formas más escasas que en el Fundador, pero no extrañas.

  2. Falta de la inflexión de la e. La yod no afecta a vestiendome (Monumenta, 93, 4; 95, 11), sentiese (94, 91; 106, 7), sentiendo (pgs. 94, 89; 93, 62; 115, 66, etc.), veniendo (pgs. 93, 42; 109, 80; 114, 46; 120, 17, etc.), advertiendo (p. 113 , 28), deziendo (p. 127, 22), podiendo (93, 59; 105, 97)73. Valdés no separa estos de los casos anteriores, pero su documentación consta en el Amadís74, donde acaso pueda tener cierto antecedente leonés. Si así fuera, su presencia en la prosa de Ignacio tendríamos que echarla en la cuenta de los años pasados en Arévalo. Fuera del Diario espiritual hay ejemplos en otros escritos inspirados por el Santo: vestio (p. 111), venieron (p. 125), inviar (p. 726), etc.75
  3. El grupo bd. En el Diario espiritual no he encontrado sino los cultismos más crudos (dubitar, Monumenta, 93, 66; 125, 73; dubitando, 94, 97), dubitaçión (125, 29), mientras que en la Autobiografía hay dubdas (pgs. 117, 139), ciudad (pgs. 120, 123, 142) y, en los Ejercicios, cobdicia (p. 254). No creo que estos casos fueran raros en la primera mitad del siglo XVI76, pues Juan de Valdés había escrito:
    • M.- Veo que en vuestras Cartas que en algunos vocablos ponéis b adonde otros no lo ponen, y dezis cobdiciar, cobdo, dubdar, súbdito. Querría saber: ¿por qué lo hacéis assí?
    • V.- Porque a mi ver los vocablos están más llenos y mejores con la b que sin ella, y porque toda mi vida los he scrito y pronunciado con b77.

    No creo que éste sea un rasgo del español preclásico, sino de una indecisión que duró no poco. Rivadeneira no atestigua el grupo -bd-, lo que nos deja una puerta abierta a la explicación geográfica, que valdría también para Valdés: toda la vida escribió y pronunció la b; toda la vida serían también los años en Cuenca, ciudad en la que bien entrado el siglo XV, Juan de Huete escribía çibdad, dubda78.

    Rivadeneira escribe baptizar (p. 80 b), baptismo (id.), baptizasen (ib.), Baptizado(s) (p. 102 b)79 y el totalmente evolucionado recaudos (p. 113 a). Se debatía, pues, entre una grafía pretendidamente erudita y la evolución popular, mientras que Ignacio se acogía a una tradición viva y nada arrumbada y no sólo en el grupo -bd-, pues, en la carta A los habitantes de Azpeitia, aparece absente (Epp., 7, 162), como en el Amadís80, y mantiene la b en el cultismo subtil (p. 223).

  4. Asimilaciones y metátesis de rl. Llama la atención que algunos rasgos que estuvieron muy difundidos en la corte del Emperador y que acabaron por ser arcaísmos, no aparezcan en el Diario. Así el grupo rl (infinitivo + pronombre) se atestigua como rl: desearlas (Monumenta, 128, 42), haberlas (p. 404), nombrarlas (id.)81, mientras que en otros escritos no autógrafos suyos, como la Autobiografía, las Anotaciones a los Ejercicios, los Ejercicios espirituales, aparecen no escasamente: comunicalle (p. 114), escallentalles (p. 123), prendelle (p. 1131), visitalles (p. 142), demandalle (p. 143), pagalle (p. 145), derrocalle (p. 224), lanzallo (p. 269), etc. El autógrafo de San Ignacio va con la preferencia de Valdés, aunque sus copistas modernizaran y con ellos fuera el afectísimo Rivadeneira que escribe alcanzalla (p. 20 a), saltalle (p. 105 a) y combatilla (p. 105 b). La doctrina de Valdés era ampliamente tolerante, pero posiblemente actuaba en él un aprendizaje lingüístico ajeno a la corte, y por ello podía escribir:
    • M.- En los verbos compuestos con pronombre hay muchos que convierten una r en l, y por lo que vos decís dezirlo y hazerlo, ellos dizen dezillo y hazello; dezidnos acerca desto lo que os parece.
    • V.- Lo uno y lo otro se puede dezir; yo guardo siempre la r porque me contenta más. Es bien verdad que en metro muchas veces stá bien convertir la r en l por causas de la consonante82.

    De acuerdo con Valdés también va el Amadís: ponerle (p. 388 b), fazerlo (p. 416 b), embrauecerle (p. 493 a), dezirles (579 b), etc. Creo que este ejemplo es un testimonio valiosísimo, pues sirve para modificar la distribución geográfica del tratamiento: -rl- pasó a -tl- desde el siglo XIII, pero -rl- se conservó en muchos casos, según el testimonio de los gramáticos, pero los ejemplos del Amadís, de Valdés y de San Ignacio nos muestran que la conservación no era un fenómeno del centro y sur de la Península, como apuntaron Amado Alonso y Raimundo Lida83. Las transcripciones de Loyola no podemos creerlas arcaísmos sino un tratamiento geográfico que aún duraba en su tiempo y que, salvo la moda de la época imperial, estuvo más generalizado que la ll.

  5. En el tratamiento de la consonante verbal con los pronombres enclíticos, la Autobiografía documenta echaldo (p. 131) y condenaldo (p. 143), que constan también en Rivadeneira (guardaldo, p. 89 a; pedilde, p. 114 b), pero no he recogido ningún caso en el Diario. Valdés aceptaría ambas formas, pero preferiría -dl-)84.
  6. Formas sincopadas y metatizadas. En los testimonios del condicional y del futuro se da la síncope de la vocal del infinitivo (debría, Monumenta, 182, 184; 132, 68) como corista en Valdés85 y la metátesis de las consonantes (ternán, p. 745; ternéis, p. 740)86, documentada en Rivadeneira (ternia, p. 112).
  7. La alternancia -ades / -áis, édes / -éis87 está en la copia de algunas cartas (abíades, Epp. 7, p. 119; deseabades, id.; pensasedes, p. 148), mientras que la terminación -eis procede de un fragmento autógrafo (tenéis, ternéis, p. 122; deseáis, id.), con lo que, acaso, tengamos que pensar que Ignacio se inclinaba por las formas sincopadas, como acabarían imponiéndose; la alternancia (frecuentísima en el Amadís, aunque con predominio de las formas con -d-) dependía de que la terminación fuera esdrújula o llana y esto dio lugar a complejidad de tratamientos, con alternancia de formas con -d- o sin ella88.

Resulta que la lengua de San Ignacio se nos muestra un tanto paradójica. Mantiene arcaísmos, pero no hemos de cerrar los ojos: buena parte de esos arcaísmos vuelven a aparecer en Rivadeneira y estaban en el Amadís; era un rasgo el de la inestabilidad vocálica conocido en el siglo XVI, cuando Ignacio escribe, y aunque, proscrito por Valdés, continuó mucho tiempo: escrebir está en Garcilaso. Crea que la lengua del Fundador practica una determinada norma, si acaso acentúa la frecuencia del uso, pero no podemos pensar que esté fuera de su cronología, como no lo está la conservación del grupo -bd-, pero aquí es disidente: no lo practica en los textos rigurosament autógrafos (donde emplea muy crudos cultismos) con lo que venía a resultar más progresista que Valdés.

Del mismo modo que repugna la solución -ll- al grupo -rl- del infinitivo seguido por pronombre, coincidiendo con Valdés, aunque fuera de los Ejercicios, la norma cortesana (comunicalle, prendelle) abunda y abunda en Rivadeneira, pero no la usa el Amadís. Tendremos aquí otro arcaísmo fonético hacia el que el Santo no manifestó preferencias, porque aquel hablar pulido y cortesano no era su ideal para la evangelización. Otros rasgos (-ld- por -dl-, -rn- por -n(d)r-) tampoco son específicamente suyos, sino que aparecen en escritores de otras regiones. Alternaba en el uso de la terminación -ades con -áis, según normas coexistentes, aunque él se inclinaría por la síncope que acabó imponiéndose.

La conclusión que facilitan todos estos hechos es muy clara: San Ignacio usa de arcaísmos, pero no son de una cronología periclitada, sino viva en los años que le toca vivir; a veces es innovador (-bd-) o rechaza el neologismo (-ro, con lo que se inclina a una evolución que acabaría imponiéndose (-áis, -éis). No digamos cronología arcaizante, sino usos comunes hasta después de su muerte; es posible que insistiera en algún rasgo conservador y es cierto que rechazó otros cortesanos innovadores. Todo ello da un aspecto dudosamente arcaico a su lengua, distanciada de los rasgos que eran cortesanos, porque él quería hablar con gentes que no tuvieran sólo las exquisiteces de la corte. Y resultó la fórmula «escribo como hablo». Con cierta tendencia al arcaísmo que le mantenía unas vacilaciones o que, con certeza, le hacía rechazar otras89. Y no olvidemos que las vacilaciones y alternancias muchas veces llegaron hasta el siglo XVIII.




Las grafías

Las grafías cultas abundan en los escritos ignacianos, pocas en el Diario espiritual (indifferente, en una variante de la edic. crítica, Monumenta, p. 128, nota 52; loquela, p. 136, 77, etc.), pero son muchísimas en los demás escritos: affectada (p. 225), offcio (id.), suffrido (p. 239), Offresceran (p. 247), etc., addicion, -es (pgs. 225, 242, etc.), peccador (p. 243), redempcion (p. 249), subiecto (pgs. 225, 236, etc.), conoscimiento (p. 240), aborrescimiento (id.), etc.90. Sería algo de aquel esmero que San Ignacio exigía a sus copistas y que tan poco se cohonestaba con que su español hubiera sido deficiente. Ya en el prólogo de Lafuente a las Obras de Rivadeneira dice que cuando entró de secretario al servicio del Fundador

desde aquel día principió a valerse de él como amanuense, haciéndole escribir mucho, sacar copias, reproducir circulares, y sin dejarle pasar falta alguna de ortografía, ni de gramática, ni aun de caligrafía (p. VII).


Mucho exigir sería tanto. Pero sí sabemos qué cuidado se exigía al escribir una carta y cómo las repetía para que se ordenaran a sus propósitos: tenemos el testimonio al p. Fabro y las indicaciones que llevó a cabo el propio Fundador91. Si me atrevo a copiar aquí unas líneas, que trataré de resumir cuanto pueda, es porque acercan la psicología de Ignacio a la de Teresa de Ávila:

Y porque en esta parte en todos veo falta, a todos escribo esta carta, copiada, [...] que siempre escribiendo la carta principal [...] después, tornándola a remirar, la escribáis o hagáis escribir otra vez, y así escribiendo dos veces, como yo lo hago, yo me persuado que las letras vernán mas concertadas [...]; que así no viere que hacéis [...], seré forzado escribiros, y mandaros en obediencia, que cada carta [...] la tornéis a escribir o la hagáis escribir después de así corregida.


(Obras, p. 764)                


Santa Teresa ponía el mismo esmero: una noche, «teniendo muy mala la cabeza» y habiendo escrito una carta muy larga, creyó que en la carta «iba una palabra no muy cierta»; no la quiso pasar, aunque su compañera le decía no era de mucha importancia, pero la Santa prefirió su dolor de cabeza, copiar el dilatado texto y sufrir las altas horas, antes de quedarse con la incertidumbre de una palabra dudosa92. No lejos de todo esto anduvo el ideal cortesano de fray Antonio de Guevara, cuando recomendaba en las cartas renglones derechos, letras unidas, razones apartadas, buena letra93.






Conclusiones

Ignacio hablaba el castellano de una región periférica y lo practicó en el corazón de Castilla la Vieja. De eso a creer que lo tenía transido de vasquismos hay mucho camino que recorrer y testimonios que aducir. Habló, como las gentes cultas de su tierra, la lengua común, y en esa lengua leyó libros profanos y piadosos. Granado en años, empezaron sus peregrinaciones en busca del saber y lo vemos en una estampa emocionante: «Se parte Ignacio solo, camino de Barcelona, a pie, llevando un asnillo delante, cargado de libros»94. ¡Cuántos de nosotros, cien veces en la vida hemos tenido que enfardelar nuestros libros y emprender el camino del éxodo! Y esos libros que Ignacio lleva serían textos latinos, que aún no le servirían para mucho, y, sobre todo, libros castellanos de espiritualidad.

En la lengua de Castilla o de España se refugió en sus actividades: para visitar a los grandes de la tierra y para hablar a los pecadores, pues «ya en Italia assí entre damas como entre cavalleros se tiene por gentileza y galanía saber hablar castellano»95. Rodeado de gentes de muy diversas provincias, su castellano se mantuvo tal y como lo trajo de Vizcaya, excelente, con sus peculiaridades y con unos rasgos que lo hacían propio de él y de cuantos con él hablaban. Para nada necesitó liviandades cortesanas o melindres, pues mejor que para los amigos de Juan de Valdés servía para él aquel juicio del Diálogo de la lengua: «Me parece cosa fuera de propósito que queráis vosotros agora que perdamos nuestro tiempo hablando en una cosa tan baxa y plebeya como es punticos y primorcicos de lengua vulgar» (p. 6). Claro que el latín y el italiano le traerían unas necesidades de comunicación que no modificarían el estado de su lengua propia, aunque sí lo perturbarían, en ocasiones, por el arraigo de los usos escolares o por las obligaciones cotidianas. De París se trajo no pocos fósiles latinos, unas grafías harto afectadas y, acaso, cierto gusto por algunas flores retóricas que empezamos a ver en los Ejercicios espirituales. Me refiero a la duplicidad de términos (contemplación o meditación, p. 243; astucias y suasiones, p. 297) que mil veces aparecen en su prosa y, que de ser suyo, culminaría en el siguiente párrafo de una carta a Isabel Roser:

se dispone a lançar la cosas altas, abraçando las cosas baxas, queriendo lleuar por un hilo lo alto y lo baxo: honra y deshonra, riqueza o pobreza, querido o aborrecido, acogido o desechado; en fin, gloria del mundo o todas injurias del siglo96.



Recurso trivializado por Rivadeneira, y bien conocido en la prosa del siglo XVI97, con antecedentes clásicos, pero lo que Ignacio no imita son las construcciones ampulosas que desde el Amadís hubieran podido llegarle. Lo que del latín no quiso adquirir fueron las virtuosidades estilísticas que le brindó el conocimiento de Erasmo; antes bien temió por su devoción y lo repudió, como más adelante tuvo que repudiar el proselitismo que intentaba Juan de Valdés. Se quedó con un latín de andar por casa, aunque siempre estimulara a sus hijos espirituales a que lo practicaran; en primer lugar Rivadeneira98, después cuanto los jesuitas tomaron para edificiar a los fieles, empezando por San Francisco de Borja, y cuanto tomaron de Trento99, por más que la Compañía, en pluma de Mariana, hubiera hecho retroceder los estudios latinos100. El latín sirvió para unos usos muy precisos: estudios en París, graduación; el italiano, casi veinte años en Roma, par a tomar unos cuantos préstamos de ese contacto lingüístico, y muy poco más. Nada fue decisivo en su lengua, porque no pretendía otra cosa que el entendimiento y la gracia que Dios ponía para sus propósitos101.

El español de San Ignacio no es un español «preclásico», lo que pugna incluso con el concepto elemental de la cronología. Contemporáneo de Garcilaso y de Valdés, mal podemos tildarlo de arcaico; tuvo arcaísmos, sí, pero no debidos a la cronología sino a la geografía. Digamos la situación periférica de Vizcaya, que obligaba a ciertos usos conservadores; pensemos sus quince años en la Vieja Castilla, pero así y todo los usos que practicó eran corrientes en todas partes; si acaso recurrió con mayor abundancia a alguno de ellos, por lo que su lengua resultó conservadora, pero no tanto que casi todos sus rasgos no se documentaron en Rivadeneira y no en el Amadís, y no tengo en cuenta la sintaxis de los libros de caballerías porque basada en mil recursos estrictamente retóricos acabaron por no decir nada a aquel hombre que buscaba la relación directa con sus adoctrinados. Le quedó algún arcaísmo deliberado (asaz), numerosas vacilaciones en el timbre de las vocales átonas, la persistencia de -rl- sin llegar a ll, no aceptó mantener la b de cobdicia, debió vacilar en la suerte de -dl->-ld- y presentó formas verbales con síncopa (debría), futuros y condicionales metatizados (ternían) o alternancia de la terminación -ades/-áis. Hoy podemos pensar que esto fuera arcaico, pero en sus días, no. Lo que la lengua de San Ignacio manifiesta es una lengua en trance de evolución, con rasgos que llegarían hasta el siglo XVII o más tarde, con unos arcaísmos que estaban en vía de desaparición y con las vacilaciones que presentaban los grandes escritores. Creo que nada de esto autoriza a pensar en un escritor rezagado, pues no estuvo solitario en su rezago, sino que se mantuvo equilibrado: pertenecía a una tradición regional perfectamente elaborada y rechazó lo que pudieran ser modas ocasionales, superadas ya (-bd-), o en trance de difusión (-rl->ll). Otras veces, alternaba con dos posibilidades. Es decir, su lengua era una lengua de tipo medio que no se ha estabilizado definitivamente, pero esto no ocurrió hasta el siglo XVII y, sobre todo, hasta el siglo XVIII. Miraba al pasado y no siempre lo admitía; miraba al futuro y no se dejaba ganar totalmente. Por los días en que él vive, Juan de Valdés escribe el Diálogo de la lengua. Acaso no podamos tener mejor contrapunto para la lengua de Ignacio que las doctrinas lingüísticas del conquense. Entonces vemos cómo el Fundador coincide con él en no pocas cosas, pero en otras siguió la evolución de la lengua (lo opuesto a fosilización) y caminó sin aceptar novedades, que resultaron ser pasajeras. Ecuánime también en esto.

Rivadeneira protesta de su fidelidad a la figura del maestro102. He buscado en él las referencias lingüísticas que hubieran confirmado hipótesis anteriores, que me han resultado sumamente atrevidas; me atengo lo que el Fundador escribió y a lo que su discípulo nos contó. Valgan unas palabras cargadas de emoción:

Mas escrebimos de un hombre que fue en nuestros días, y que conocieron y trataron muy particularmente muchos de los que hoy viven, para que los que no le vieron ni conocieron entiendan que lo que aquí se dijere estará comprobado con el testimonio de los que hoy son vivos y presentes, y familiarmente le comunicaron y trataron (p. 10).



 
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