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Sombras nada más

Enrique Cerdán Tato



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«¿En qué región? No la conozco. Allá todo encaja, una cosa se mete suavemente en la otra. Sé que esa región existe, en alguna parte, hasta la veo, pero no sé dónde, y no consigo acercarme.»


Franz KAFKA                


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De cómo con aquel sorteo extraordinario de la Natividad del Señor Jesucristo, se desvaneció, en Puebla, la loca fortuna del juego del loto


Tras una contumaz sequía de por años, aquellas vísperas navideñas, se desparramó sobre Puebla del Socorro toda una fabulosa lluvia de cientos y cientos de millones. Cuando menos, así lo proclamaron jubilosamente los periódicos de la tarde, las emisoras de radio y hasta la mismísima televisión, al cabo de la tensa pausa que abrió un número cantado por los infantes de San Ildefonso.

Pero la huerta abrasada, las acequias y los azarbes viscosos de bichas, las propias aguas corrompidas y pugnantes del Segura y el caserío ya de humo de tabaco capero evaporaron fugazmente la supuesta lluvia de beneficios, sin que de tal acontecimiento quedara ni el más leve rastro. Puebla del Socorro, ajena al alarde informativo, continuó, pues, sometida al sofocante proceso de aniquilación.

Desconcertados y abatidos, reporteros, fotógrafos y cámaras desistieron de nuevas e infructuosas pesquisas, después de golpearse reiteradamente con el unánime desprecio y el áspero sarcasmo de las ochenta y dos almas censadas en aquel desvaído villorrio. Sin saber muy bien cómo, la sensacional y socorrida noticia de cada 22 de diciembre, se les esfumó de entre las manos.

-No lo entiendo. No lo puedo entender, chicos. Pero me huelo que aquí no hay ni un puto duro -concluyó el sagaz enviado especial de un rotativo madrileño.

Mientras tanto, las sombras absorbían ya ávidamente el aliento beige del río, entre los cañaverales y el inmóvil pasmo de los teletipos. Josechu Aresti, de la agencia Eagle   —8→   Press, se alzó el felpudo cuello de la pelliza, me hostian, aseguran que comentó, mañana, me hostian. La noche cargaba a espuertas una humedad de espumas industriales. Algún cabrito nos ha pegado el gran pisotón. Algún cabrito, os lo digo.

Eran como insectos y se orientaron hacia las luces de Almoradí. A prisa, a prisa. Me muero por un cubata. O por un vodka, con mucho hielo granizado. O por una cerveza. Yo me conformo con una humilde cerveza. Como insectos urbanos e inermes, en medio de aquel sequedal, iniciaron la humillante retirada: el bolígrafo virgen, la grabadora virgen, la película virgen. ¡Qué desastre, santo cielo, qué desastre! Y el redactor-jefe (o el director, en persona, con los caninos triturando el egregio prestigio de un davidoff) toda una tremenda obscenidad machacona y acidulada, ¿y dónde, coño, se han metido esos cientos y cientos de millones, eh? ¿Dónde, coño, se han metido?

Pero atrás, en lo oscuro, Puebla del Socorro permanecía impenetrable, silenciosa, hostil, ajena al súbito y frustrado alarde informativo.

Al segundo whisky, Leo Ros decidió sacudirle un uppercut al enano afortunado. Sí. Primero, finta va, finta viene, lo arrinconaría entre las cuerdas. Sí, muy bien. Luego, zas, el certero y fulminante uppercut y ¡¡brrrruuuummmmmmm!! Ja, ja, ja... Sí, perfecto. Allí estaba K.-O. el repugnante hombrecillo de las pústulas redondas y numeradas, «El fanático por la lotería o el enano afortunado» (¿acaso no era más que el vaporoso recuerdo de un grabado del siglo XVIII?). Pero allí estaba, en el centro del ring, y él, Leo Ros, aclamado, una y otra vez, por sus enardecidos lectores, con la sustanciosa recompensa de aquella exclusiva, en el bolsillo. Lo vio todo bajo la llamarada de un repentino flash de alcoholes rampantes. Un nuevo asalto, quizá, o, quizá, un nuevo y copioso whisky, y asunto liquidado. Ja, ja, ja... Sí, sí. Lo vio todo: al hombrecillo groggy (¿acaso no era más que el cadáver inverosímil de un títere, con bicornio e ilusiones?), junto a los desbocados culos de trufa, de frambuesa, de papaya, que exhibían   —9→   dos golosas adolescentes, tetas afuera, ar, y ¡¡haaaaaaaammmmmmmm!! Le habían dicho que tenía el puño de hierro, cuando sus crónicas de Vietnam, ¿y los cojones, qué? Aún estornudando el fósforo vertido en las selvas de xanu, voló, de un solo trago (¿acaso no conoció nocturnamente, con el licor irisado del arroz, la suave voluptuosidad de una thailandesa esfínter elástico?) a San Francisco, para reintegrarse casi de inmediato (una fiesta de rosas en el paraíso hippy de Haight-Ashbury) a su corresponsalía neoyorquina -tres años, tres- gracias a la cual se agenció además una antediluviana underwood entrenada por su antiguo propietario -el columnista caquéctico del «Herald Tribune»-, para correr a fondo en el Pulitzer, y unas fastuosas venéreas obsequio de... de una compatriota becaria de ya no recordaba qué leches que le habían recomendado, ¡vaya mierda de recomendación! Otros tiempos y otro whisky, ¿no? Pues ahora los culines se rebullen ansiosos, en lo alto de los taburetes y el enano K.-O. Muy seco, el so joputa, después de aquel delicioso uppercut. Y es que Leo Ros nunca tiraba la toalla, como los folicularios de sus compañeros. Sí, folicularios, ¿lo oís bien? ¡¡foliculariiiiios!! Leo Ros tenía siempre a punto, siempre en forma, la musculada intuición periodística y husmeaba los cientos y cientos de millones, bajo las piedras de Puebla del Socorro (¿acaso no barruntó la caja registradora, en la palabra mordaz del viejo y astuto patán o en los ojos huidizos de la mujer del supuesto picapleitos, de soltera señorita murciana barriga verde?). Ja, ja, ja... Los había agarrado por el pescuezo. Pagó la consumición, ¿y los jóvenes culos trufados? ¿Dónde, coño, están mis jóvenes culos trufados? Preguntó. Eeeeeeeeh, barman, eeeeeeeeh. Preguntó, ¿de acuerdo?... Vale. Ni siquiera percibió el aire salinamente frío de la madrugada. Rambla abajo, corría un estruendo precursor de pitos, matracas y zambombas, el bullicio, en fin, de una exigua multitud que anticipaba vísperas pascuales. Leo Ros esquivó el encuentro, cruzó el paseo de palmeras y se asomó al mar. De pronto, vaciló al borde mismo de la doméstica lámina líquida lubricada de aceites luminosos y emprendió el regreso al hotel, muy próximo, como un mal tajo que decapita   —10→   la playa, un tajo afilado de especulaciones, te repito, y sé que me encuentro en Alicante, por supuesto. (¿Acaso no fue, en aquella ciudad, donde inició su irresistible ascensión, disculpas, querido Bertolt, veintimuchos años antes, su larga ascensión, por las largas piernas de gacela de Elsa, de Elsita, sumergidas en un excitante baño lunar, hasta las bragas rebosantes de rizados pelines en fuga y el incendiario ¡¡haaaaaaaammmmmmmm!! de un grupo de ocasionales voyeurs salidos como orangutanes?) Sí, que sí. Recordaba, con fluidez, con meticulosidad, el episodio: un carguero de bandera griega fletado por una productora británica, para filmar una rocambolesca aventura con Trevor Howard, Pedro Armendáriz y Elsa, Elsita Martinelli, en la isla de Tabarca. Y, dato para los cronistas oficiales de la siempre... ja, ja, ja... de la siempre fiel y etcétera villa, un automóvil desfloró la isla con sus cauchos michelín y los focos deslumbraron, eléctricamente y por vez primera, la nostalgia de los ancianos almadraberos. ¡Vaya que sí!... Por encargo de una revista cinematográfica, rindió (a golpes de ¿gin?, con el increíble Trevor y de fracasos con una Elsita muy puesta)... rindió, eso es, su... su... ¿cómo, coño, decirlo?... su lanzamiento en plan reportero. Y después redacciones calles sucesos estudios bodas y bautizos ecos de sociedad comentarios laborales (¡comentarios y laborales!) entrevistas (aún interviews, macho) artículos de fondo (¡artículos y de fondo!) guerras corresponsalías... ¡ah! y delegación, en París, de un hermoso disparate underground a las greñas con el TOP indicios racionales de criminalidad procesamiento fianza juicio y multa un bajo swing de la derecha. Era mucho, mucho vapuleo, para la reciente ley fraga artículo segundo, aquel semanario fajador descarado entrometido «El ojo de la cerradura» fisgón y sacamierdas. Sí, era mucho, demasiado... Ja, ja, ja... Y casi de repente ¡¡ooooooooh!! América. Haz las maletas, chico, te largas a los USA, ¡a los USA, ooooooooh!, de corresponsal. (¿Acaso no había viajado ya, en el relámpago del sueño glorificante, a la White Horse Tavern, para pegarse sus buenos tragos con Norman Mailer, por ejemplo, como se los pegara con Trevor Howard, bisoño y osado él, en la alicantina Rambla de Méndez Núñez?)   —11→   Finalmente, puño de hierro (¿y los cojones, qué?), firma de crédito y bien cotizada, se independizó de incómodas servidumbres y se fue de free lancer, por la vida, con una amplia clientela de publicaciones, agencias y cadenas de radiotelevisión, a sus espaldas (cuenta corriente en dólares, uno nunca sabe qué)... Ja, ja, ja...

Leo Ros diseñó el mundo como un cuadrilátero y la vida, como un round infinito. Le han castigado el hígado, se lo están destrozando sistemática y despiadadamente. Creo que asistimos a su naufragio, el editor de «Al rojo vivo» y «La espada de Damocles», dixit.

¡Mamones! ¡Pandilla de inútiles mamones! Os lo vais a tragar. Leo Ros todavía tiene pendiente una singular pelea. Y sacaré a golpes esos cientos y cientos de millones que se ocultan bajo las miserables ruinas de Puebla, joder con el enano afortunado... Pero si lo tengo, Dios, lo tengo...

La Sapa reapareció exactamente el día 15 de diciembre, después de una de sus enigmáticas y acostumbradas ausencias. Reapareció junto al fogón de la cocina de la Aguedica, con su letanía apenas audible, pero constante y solemne, y se deslizó, casi en vilo, hacia la penumbra de la cuadra. Tanto la Aguedica como Práxedes Rabasco, aún enfervorizados de remilgos nupciales, comentarían, en la intimidad del lecho, las frágiles palabras de la Sapa: durante siete noches seguidas he soñado con las siete Iglesias de Asia.

Bienvenido Rufete, pedáneo de Puebla del Socorro, es tuvo hasta el alba rumiando desazonadamente arcanciles crudos y pan cenceño. Lo levantó de un sobresalto el bisbiseo de la Sapa que se había cobijado junto a los rescoldos del camaranchón. Vencido el súbito pavor, el dormijoso pedáneo procedía a reanudar su descanso de estruendos, cuando le alcanzó, como un inquietante soplo, el aviso de la vieja: durante siete noches seguidicas he soñado con los siete ángeles de las siete trompetas del Apocalipsis. A buen árbol se arrimó la Sapa. Bienvenido Rufete ya no le quitó el ojo de encima, hasta que la sintió ascender, a pequeños y dóciles brincos, por los peldaños   —12→   de acceso a la sala. Entonces sobrevino el tremendo holocausto de alcachofas y pan ázimo, mientras devanaba interpretaciones.

Así, se cumplió el prodigio: la Sapa recorrió, por las volátiles galerías de Puebla, las dieciocho casas habitadas. En la de Rosa de la Luz, murmuró: durante siete noches seguidicas he soñado con los siete pecados capitales. No mucho después, y sin detenerse en su laberíntico itinerario, dijo en el despacho del licenciado don Felipe Ruiz de Peñamora: durante siete noches seguidicas he soñado con los siete sabios de Grecia. Al licenciado don Felipe, la voz liviana y remota de la Sapa, le dio el pasmo. Luego, repuesto de estupores, cogió un voluminoso tomo del diccionario enciclopédico y se dispuso a solventar el acertijo.

A los maitines, cuando Juan el del Melondra preparaba los avíos agrícolas, un aire de amatista revolicó el corral y le puso a mano a la Sapa: durante siete noches seguidicas he soñado con las siete colinas de Roma. Juan el del Melondra se rascó la pelambre pensativamente, se echó la legona al hombro y emprendió el camino hacia la tierra de las camarrojas, ¿qué había pretendido revelarle la Sapa?

El áspero esplendor de la mañana sumergió a Puebla del Socorro en una densa atmósfera de ansiedades y turbaciones impublicables. Con el tiempo, se barajaría la benévola hipótesis de una pasajera y versátil pestilencia (quizá, transportada por los ácidos y residuos mefíticos del río), que dejó a todos, en trance de sonambulismo. Pero nadie descubrió la insólita visita de la que había sido objeto la pasada noche, teniéndose como se tenía, cada quien, por depositario elegido -y casi mesiánico- de un secreto, cuya sutil naturaleza trataba ahora, ladina y obstinadamente, de indagar, muy para sus adentros.

Y aquel día transcurrió, pues, entre pálidas meditaciones e inseguros ajetreos, sin que ninguno de los vecinos soltara prenda. La cautela era tanto mayor cuanto se sabía, de fijo, que la Sapa habló, por última vez y notoriamente, doce años atrás. Desató su fluida y telúrica   —13→   oratoria un Viernes Santo y la estuvo evacuando a lo largo de ciento nueve horas consecutivas, sin pausa para dormir ni para tomar alimento alguno. Ni siquiera bebió. Fue una proeza. Ciento nueve horas.

-Ciento nueve horas, cinco minutos y dieciocho segundos, con dos décimas -puntualizaba, siempre que venía al pelo, Cuatro Santos Coronados Barragán, quien presumía de un portentoso e infalible cronómetro y llevaba registrados, en un libro de oro, con calcomanías florales, los récords de pruebas ciclistas y pedestres, de actos y solemnidades litúrgicos y de otros singulares acontecimientos.

Por Cuatro Santos Coronados Barragán se conocía igualmente, aunque sin tan rigurosas precisiones (yo no disfrutaba aún la propiedad de este autorizado instrumento de relojería), que la Sapa ya había mantenido un soliloquio de setenta y tres horas (más o menos, en el Rosskopf & Co de bolsillo, herencia del abuelo), el 14 de diciembre de 1966, justamente cuando se sometía a referéndum la ley orgánica del Estado.

-Mientras se procedía a efectuar el recuento de votos emitidos, la Sapa nos refirió la improbable ascensión a los cielos del canónigo magistral, don Nicomedes Gallardo que se esfumó, casi dos siglos antes, a raíz de un presunto levantamiento de labradores, cuando dieron con el verdadero origen de la huella del dedo índice de Nuestro Señor Jesucristo.

Por su parte, el pedáneo Bienvenido Rufete manifestó, en repetidas ocasiones y con síntomas de empacho, que personalmente escuchó a la Sapa durante once horas ininterrumpidas, relatar historias y más historias, poco o nada respetuosas (incluso, se arrimaba al sacrilegio), acerca de cierto gobernador del obispado de Orihuela.

-Fue en el 53. Y aunque no recuerdo bien la fecha, tengo para mí que coincidió con la firma del Concordato con la Santa Sede -concluía, como muy importanciero. Y agregaba, tras unos instantes de reflexión-: Todavía, entonces, la Sapa sacaba el sol de la cabeza, por el Corpus Christi, conjuraba los males del vientre y del corazón y limpiaba a los aojados, con aceite y mariposas.

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Y el ya difunto y venerado tío Maximino había jurado, hasta la saciedad y por todos sus muertos, que con noventa y seis años a cuestas, solo oyó hablar a la Sapa siete veces.

-La primera, de chiquitico, pues cuando lo de la regencia de doña María Cristina. Le dio hilo a la milocha todo un día, de cabo a rabo. No sé si cuanto contaba era embustería o asunto de ley, pero allí nos tuvo como mindangos, hasta que se acansinó, sin duda, de tanta palabra como soltó por su boca.

El tío Maximino jamás ocultó su devoción por la Sapa:

-La conocí con esa misma apariencia y la misma vejez y la misma gracia, para transferir las enfermedades de las bestias y de los humanos a los árboles o a las aguas, y para adivinar tesoros escondidos y vírgenes mucho antes de que se aparecieran a los buenos cristianos.

Conócete a ti mismo. ¿Y? El licenciado don Felipe Ruiz de Peñamora se encabritó con la espuela que le metía Thales, aquel pijo de filósofo fenicio, a través de los tiempos, como recriminándole sus inclinaciones nobiliarias; abominó al espartano Quilón, por sus rígidas advertencias morales; se ciscó en el ya emporcado Pitaco y en todas sus soporíferas lecciones; y, así, sucesiva y afanosamente, en una madrugada de consultas y papeleos, descalificó a los siete sabios de Grecia, anunciados por la Sapa, sin vislumbrar la solución del acertijo. Búscala en el número, le insinuó su mujer desde el lecho que desprendía un triste olor de pétalos disecados.

-¿En el número?... Yo no soy algebrista. Lo mío es la heráldica. La heráldica y la genealogía, ¿estamos?

Estamos, consintió Fuensanta, mientras reanudaba un mórbido sueño de caricias obscenas y apremiantes, en la desolación de la alcoba arrasada por el prolífico inventario de blasones ornamentados con yelmos, lambrequines, basiliscos y otras quimeras.

Pero, a partir de la trémula sugerencia de la esposa, don Felipe capituló, en secreto. Se recogió, en la inviolable quietud de la letrina, y discernió, con el acuciante   —15→   empuje ventral, los límites del cabalístico siete recibido en inquietante confidencia.

Menos especulativo, el pedáneo arrinconó trompetas y ángeles apocalípticos y echó cuentas, en tanto devoraba arcanciles crudos y pan cenceño. A Bienvenido Rufete las preocupaciones le estimulaban una voracidad insaciable. Y allí estuvo rumiando, a los pies del tinajero, hasta que, antes de romper el día, le llegó el resplandor de una aún desarticulada inspiración. Pero, cauteloso y desconfiado como era, no quiso precipitarse sin rajar, una por una, las palabras de la Sapa: tenía que sacarles los hígados, antes de invertir sus dineros, a tientas.

La Aguedica y Práxedes Rabasco, después de la aparición, se entregaron a las prácticas fornicarias. Sólo cuando hubieron cumplido las ardorosas urgencias conyugales, ambos, descoloridos y taciturnos, recitaron ritualmente, entre jadeos, los misterios de la Sapa: durante siete noches seguidicas he soñado con las siete Iglesias de Asia. Se proclamó de inmediato una breve pausa para asombros y conjeturas.

-Y eso del Asia, ¿por dónde queda?

-Muy largo, mujer. Muy largo -replicó Práxedes que había rendido el servicio militar en Melilla.

-¿Cómo de aquí hasta Alicante?

-Más. Mucho más.

-¿Cómo de aquí hasta Murcia? -insistió ella, saldando así los confines de todo su ámbito explorado, desde niña.

-Más. Mucho más todavía -calculó Práxedes, en un viril alarde de temeridad, latitudes y longitudes, en su exclusiva geografía de caqui-. Mira, mujer, el Asia es ya como territorio de moros.

La Aguedica suspiró y vertió su oscura y suplicante mirada en la estampa de Nuestra Señora de los Dolores, que presidía la alcoba. Me parece que la Sapa nos ha traído un milagro, en el nombre de la Virgen, musitó, con el semblante iluminado. Práxedes Rabasco le sobó los erizados pezones y no pudo aguantarse.

Para Rosa de la Luz, en su estrepitosa soledad de centellas que le habían reducido la cordura a cenizas, mucho   —16→   tiempo atrás, justamente cuando al novio un rayo lo convirtió en una espuerta de carbón animal, los siete pecados capitales que le recordó la Sapa, le trasladaron la helada memoria a las páginas del catecismo romano: hasta entonces, tan solo los había conocido, por el abyecto nombre de cada uno, sobre el papel que les leía el señor párroco. Pero, en medio de su inmóvil y antigua locura, Rosa de la Luz descifró el mensaje también como el mismo rayo.

Por su parte, Cuatro Santos Coronados Barragán confió el jeroglífico a los ingenios más sofisticados. Nada hay en todo el mundo que resista el sólido embate de la investigación científica, se dijo, siempre escueto, lapidario y pedagógico. Seguidamente, procedió a recopilar, con su soberbia caligrafía y en un cuadernillo de cubiertas malvas, los datos referentes a las intervenciones verbales y notorias de la Sapa, desde las postrimerías del siglo pasado: frecuencias, períodos, intensidades y posibles perturbaciones; así como el contenido de sus caudalosas e intermitentes historias. Por último, tras un examen clarividente y crítico del material acumulado, introdujo las cifras que estimó válidas y significativas, en una diminuta calculadora de cristal líquido, made in Singapore, y se entregó febrilmente a las más audaces e inverosímiles operaciones.

Durante siete noches seguidicas he soñado con los siete días de la semana planetaria, le había susurrado la Sapa, al oído, escasos minutos antes. De modo que la base de todo su artificio matemático no podía ser otra más que aquel dígito, repetido por dos veces consecutivas y sobre el cual creyó advertir un cierto énfasis, en la pronunciación de la benévola sombra.

A Cuatro Santos Coronados lo deslumbró la claridad espectral del alba, con el problema resuelto. Al pie de la hoja que clausuraba un cuadernillo abrumado de guarismos y comentarios, anotó, con lápiz rojo, una fecha: 22 de diciembre.

El Santo Padre vive en Roma, como Dios, en tanto nosotros nos jodemos en la miseria y en la injusticia, su padre se lo gritó y lo gritó también públicamente, en las volanderas lonjas de contratación de brazos, hasta que   —17→   lo destrozaron los máuseres, junto a las tapias del cementerio. Pero jamás tuvo noticia de aquellas siete colinas de Roma. Quizá, por eso, la revelación de la Sapa lo dejó tan intrigado que anduvo, por la tierra de las camarrojas, sin percatarse de dónde procedía. Juan el del Melondra adivinó su destino, en un remanso de aguas, donde flotaba el cadáver inflado de una bestia.

A la mañana siguiente, Puebla del Socorro amaneció inmersa en un aire comprimido de ansiedades y recelos. Las gentes iban y venían, ensimismadas, por sus etéreos y ociosos itinerarios. Pero nadie, nadie soltó prenda. Mucho tiempo después, se hablaría anecdóticamente de una efímera e incógnita epidemia de sonambulismo, provocada, según todos los indicios y observaciones al respecto, por ciertas sustancias químicas residuales que vertían, en el río, las industrias conserveras.

Sin embargo, el 17 de diciembre, es decir, veinticuatro horas más tarde de aquel colectivo trastorno, se produjo una inaudita y sigilosa movilización. Apenas despuntó el día, los hombres abandonaron Puebla, en distintas direcciones y enmarañados en un mutismo pétreo. Y así, caminos, sendas y atajos, se desbarataron, con la novedad de unos tránsitos precipitados y entusiastas. La matinal desbandada anticipó todo un calendario de portentosas vicisitudes, que habrían de sucederse, en el curso de las próximas semanas.

No, no son cientos, sino miles de millones los que hemos repartido, se ufanó el administrador de la lotería de Elche, asaltada por una arrebatadora pirotecnia de relámpagos fotográficos, de chorros incandescentes, de zumbidos, de indiscretas grabadoras, mientras una muchedumbre desconsolada se entretenía haciéndole muecas a las bruñidas lentes de los atractivos instrumentos.

El administrador, trémulo y fascinado, declaró a la prensa su perplejidad por la repentina demanda de un número nada o muy poco solicitado por la clientela habitual. Y va ven: la suerte también se reserva sus particulares   —18→   favores, como las putas, sentenciaba, en el colmo de aquel deslumbrante protagonismo.

El desaforado fenómeno principió mediada la tarde del pasado día 17 y culminó a lo largo del 18, período durante el cual despachó cerca de ciento cincuenta décimos correspondientes al premio mayor. Por la ventanilla, desfilaron sucesiva y solitariamente, unos treinta hombres de muy diversa catadura, pero todos identificados tanto por una actitud inequívoca de cautela, cuanto por el tono confidencial de sus peticiones. En efecto, le pareció reconocer, entre los compradores, a algunos vecinos de cierta partida rural denominada Puebla del Socorro. En cualquier caso, este reconocimiento sería corroborado posteriormente, por varios otros loteros de la comarca e incluso de la propia capital, quienes, por aquellas mismas fechas, soportaron tan extravagante afluencia de gentes huidizas y empecinadas en la adquisición del número siete.

Leo Ros tomó el primer avión, para Madrid. El flash de alcoholes rampantes lo mantuvo en un convulso sueño a diez asaltos. El enano afortunado se le abalanzó, de pronto, como un formidable hooker y le castigó las mandíbulas. En el séptimo round, Leo Ros que sentía cómo se le evaporaban los sesos, logró derribar a su adversario sobre la lona, de un tremendo uppercut. El árbitro inició la cuenta, con un movimiento pendular de su brazo. Pero el repugnante hombrecillo de las pústulas redondas y numeradas, se levantó y prosiguió la pelea.

Cuando sonó la campana, Leo Ros descolgó el auricular, dijo que bien y se metió bajo la ducha. El último asalto aún estaba por resolver. Dejó la habitación del hotel impregnada de un agrio efluvio de whisky y hostilidades, y un taxi lo depositó en el aeropuerto de El Altet, somnoliento y abatido. Era el 23 de diciembre.

Ya a bordo, algo más confortado, se prometió firmemente que regresaría, en breve, para desempolvar el misterio y exhibirse, en el centro del ring. Pero si lo tengo, Dios, lo tengo. Sacó del portafolios un block, escrutó por   —19→   entre el espeso banco de nubes y comenzó a escribir: Tras una contumaz sequía de por años, aquellas vísperas navideñas, se desparramó sobre Puebla del Socorro toda una fabulosa lluvia de miles y miles de millones.



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ArribaAbajo- 2 -

Noticia urgente de la llegada de don Erasmo de Figueroa, a quien seguían toda su prole, dos mozas de servicio, un chófer pagano y el gran danés


A mediados de junio, Cuatro Santos Coronados Barragán furtivamente se apostó en el lugar más umbrío y elevado del naranjal, enfocó su anteojo de larga vista y obtuvo la imagen de una hermosa mujer desnuda que se desperezaba, indolente y procaz, sobre el lecho devastado, sin duda, por la refriega del amor. Y aun conociendo los principios y las leyes de la óptica, no pudo reprimir la enfebrecida tentación de la carne y estiró el brazo, en un esfuerzo heroico y doloroso, por acariciar aquel cuerpo que los prismas le revelaban con impúdica minuciosidad.

A Cuatro Santos Coronados se le tambaleó su acendrada fe en la ciencia, si bien de manera eventual. Pero, después de varias semanas de frustrado espionaje y persistente merodeo, recibió, por fin, una estampa gratificadora de los enigmáticos huéspedes de aquella finca de recreo, que había permanecido cerrada, desde la proclamación de la República. Luego, anotaría, en el libro de oro decorado con lánguidas calcomanías florales, sus embriagadoras exploraciones: tetas aproadas de pezón ígneo v un vello pubiano, como la melaza.

Sin embargo, tantos trajines y desvelos no aportaron aviso alguno que viniera a esclarecer la filiación de los extraños, ni tampoco su dudosa procedencia. Por eso, Cuatro Santos Coronados Barragán decidió mantenerse al acecho, enardecido, ahora, por la excitante visión del suculento desnudo femenino.

Cuando supo la noticia, el licenciado don Felipe Ruiz   —22→   de Peñamora sufrió un repentino ataque de bilis, increpó a los intrusos capaces de profanar todo un ámbito de sutiles reliquias, pronosticó nuevas calamidades comunitarias y, en señal de duelo, abandonó temporalmente la confección del intrincado árbol de su linaje. Mientras, en su alcoba abigarrada de soledad, Fuensanta proseguía bordando, con los hilos de una muy contenida concupiscencia, su propia y bárbara violación, sobre un campo de gules.

-Le repito que no me atosigue usted, don Felipe. Que la vara de mi autoridad ni siquiera le saca un palmo a ese rastrojo -replicó Bienvenido Rufete, con fastidio-. Además, qué se me importa si los forasteros llevan o no mierda, en los garrones. ¡Qué cada cual se las apañe como pueda! Le repito a usted, don Felipe.

Pero, apenas transcurrió una semana, el pedáneo de Puebla del Socorro se plantó en aquella casa de espacios corrompidos por la prolongada ausencia, donde la gripe del 18 causó estragos y el advenimiento del régimen republicano clausuró, con la misma precipitación del aire que, medio siglo después, la saneaba a base de postas de azahar y estridentes insectos. Bienvenido Rufete soportó el delirio de unas mudanzas vertiginosas, a cambio de la altiva indiferencia de los recién llegados, quienes se limitaron a dedicarle unas confusas advertencias referentes al espanto agresivo del gran danés.

Es cosa de cómicos ambulantes y de prestidigitadores, le dijo a Rita Senabre, poco después de su desventurada incursión y en tanto se reponía de asombros y resuellos. Porque, una vez más, su insidiosa e irresistible curiosidad lo había arrastrado a una empresa que terminó llevándolo al borde del descalabro. Le refirió su rígida presencia, en medio del desorden de aquel vestíbulo restaurado con mapas de países recónditos, cuyos nombres sólo los muy instruidos podían pronunciar, y repleto de cachivaches domésticos, cajas y baúles por los que asomaba un artificio alcanforado de ropas estrafalarias.

Bienvenido Rufete sintió que se le paralizaba el corazón, cuando vislumbró, en la penumbra de la hornacina donde en otras épocas se erguía la estatua del arcángel   —23→   San Miguel, al mismísimo John Wayne que se le acercaba lentamente, con el revólver amartillado. Sitting Bull lo está olfateando, buen hombre, no haga ningún movimiento sospechoso, susurró al pasar junto a él, sin detenerse. Luego, John Wayne se desvaneció, en el antiguo refectorio familiar, para reaparecer, como por ensalmo, en lo alto de la escalera, con un mecanismo musical que repetía obstinadamente unos fragmentos majestuosos de un preludio de Johann Sebastian Bach. Cuidado, le advirtió, Sitting Bull desconfía de usted. John Wayne, inerme y frágil, se exhibía de nuevo, con unos pantalones cortos de raso color cardenala, Sitting Bull es carnívoro, anunció de paso hacia la puerta trasera, con cuya aldaba peleó acústicamente, hasta arrancarle las costras de herrumbre. El juego de ilusionismo se prolongó con la fugaz presencia de una sugestiva joven que descendió los escalones, casi en cueros y como una princesa durmiente, y se encerró en el excusado, segundos antes de que John Wayne hiciera su último papel, luciendo un vistoso uniforme de mariscal y tocado con un gorro de castor. Bienvenido Rufete seguro ya de que era víctima de una artimaña urdida por individuos hostiles, se preparó a conciencia, para hurtarse del asalto del gran danés que proseguía inmóvil, a muy pocos metros, mostrándole regocijadamente unos colmillos premonitorios. Pero la oportuna llegada de don Erasmo Figueroa disipó aquella angustia penitencial que lo mantenía sudoroso y petrificado.

Incluso muchos años después de cometido el atroz parricidio, recordaría, sin embargo, tales acontecimientos como la más apasionante peripecia de toda su vida. Don Erasmo ni siquiera escuchó las excusas de su imprevista audiencia y se limitó a recomendarle que se abstuviera, en lo sucesivo, de nuevas e intempestivas presentaciones. A Sitting Bull le soliviantan los impertinentes y fisgones, reflexionó el anciano de semblante austero y curtido, sobre el que se acomodaba un impoluto bigote a la fernandina. Luego, despectivamente, con su bastón de ébano apuntó hacia la puerta del zaguán. El pedáneo de Puebla del Socorro salió disparado. Pero aún pudo barruntar cómo, en la destartalada rosaleda, un negro corpulento y   —24→   de aspecto feroz ponía en pie un más feroz ídolo de madera.

Herejes y paganos, le dijo a Rita Senabre, todavía con la voz apagada por el terror. Y agregó, mientras se comía una olla de legumbres, que daría cumplida cuenta de sus circunstanciales averiguaciones a la comandancia de la Guardia Civil y a la sede episcopal. Se valen de trucos y juegos de magia, para ocultar la verdadera naturaleza de sus prácticas abominables, afirmó, sin que su mujer se atreviera a levantar la vista del costurero. Aquella noche, Bienvenido Rufete rearmó sus convicciones, con la lectura siempre confortativa del «Catecismo Patriótico».

Por su parte, Cuatro Santos Coronados chalaneó con destreza el descubrimiento de su observatorio y le sacó cien pesetas a Juan el del Melondra, por cada orgasmo que experimentara contemplando, a través de su catalejo, la satinada desnudez de aquella hembra de almanaque ilustrado a todo color. Durante casi dos horas, Juan el del Melondra acarició el aire vegetal de los naranjos, se llevó puñados de hojas ovaladas a la boca, ensalivó sus labios de clorofila, amordazó un tropel de relinchos y suspiró, por fin, desahogadamente. Al sexto suspiro, se derrumbó, extenuado, sobre un suelo de fragancias inmemoriales, y entregó a Cuatro Santos Coronados el fecundo anteojo y ciento veinte duros. Es todo cuanto tengo, dijo.

Cuatro Santos Coronados Barragán se embolsó los dineros pactados y le invitó a que echara un último vistazo, por su cuenta, puntualizó. Juan el del Melondra aún con los estragos del amor a distancia impresos en la lividez del rostro, atisbó a la combativa hembra que yacía tumbada boca arriba, en el lecho, con las piernas separadas, los brazos cruzados bajo la nuca y el gesto complacido, como si también ella hubiera consumado, por el invisible conducto de las corrientes aéreas, las volcánicas pasiones.

Ya de regreso a Puebla, Cuatro Santos Coronados alabó las ventajas del placer establecido por el milagro del prisma y las enumeró sumariamente: ventajas higiénicas y ventajas económicas.

-No se requiere de preservativo, ni tampoco de mercurio   —25→   dulce ni de permanganato potásico, por cuanto se elimina todo posible contagio del mal gálico y de otras más descomunales enfermedades venéreas. Con lo que anotas, en el capítulo de tu haber, el ahorro de prevenciones y medicamentos. Aparte, claro está, de las mil pesetas que te cobra madame Duchamp, por los servicios de una cualquiera de sus bien distribuidas pupilas.

Juan el del Melondra se detuvo junto a las tapias del cementerio y las tanteó, con ternura, buscando, como siempre desde niño, los impactos del plomo que desmenuzó el cuerpo de su padre. Se santiguó y entonó unos latines fúnebres. Me los aprendí, cuando era monaguillo, comentó.

De este modo, las ochenta y dos almas censadas en aquel desvaído villorrio, se conmovieron, en una u otra medida, con el solapado advenimiento de los atrabiliarios personajes, a quienes casi nadie había visto, pero sobre los que se derramó un verdadero diluvio de extravagantes conjeturas, sospechas e invectivas. Rita Senabre centró el círculo vicioso de los infundios y se hizo cruces, mientras desataba su reprimida locuacidad con los apuros de su marido custodiado por un animal fantástico y sometido a la burla soez y al desprecio de unas criaturas sulfúreas y cambiantes, muy probablemente, sin la fe de bautismo, en regla. Las palabras de Rita Senabre se envenenarían, aún más, con nuevos e inauditos episodios, hasta que el paso del tiempo atemperó tanta y tan disparatada habladuría.

Puebla es un sumidero de desperdicios, dijo el tío Maximino Meroño, al primer embate de una muerte que se le vino encima, cuando cumplía justo un siglo de pesadumbres y desolaciones. Y os lo anticipo: llegará la vez, en que alguien echará por los cielos todas estas ruinas y todas estas tierras y descubrirá, en el fondo, restos y cosas repugnantes, pronosticó. El cadáver del tío Maximino se descompuso velozmente, en una sucesión de perfumes remotos, apenas lo empaquetaron en el ataúd.

El presagio resolvió la confusa memoria de una cronología incompleta y desbaratada, por epidemias palúdicas, inundaciones, crisis religiosas, levantamientos populares,   —26→   saqueos y catástrofes indescifrables, sin el supremo recurso, para su recuperación, de las antiguas actas de un ayuntamiento cancelado, ni de los antiguos archivos de una parroquia también cancelada. Maximino Meroño no desvarió, pues, en una agonía que pareció infundirle más clarividencia que nunca. Así que, tras su fallecimiento en olor de membrillo y de maíz torrado, los vecinos de Puebla del Socorro cayeron en una transitoria melancolía, propiciada por la precariedad de las cosechas y el ilusorio rastreo de la lluvia.

Desde su misma e incierta fundación (atribuida por algunos insignes eruditos a la piadosa y salubre usanza del purpurado Luis Antonio Belluga, virrey y capitán general de Valencia), Puebla del Socorro conoció una sola época de esplendor demográfico, la llamada década glorificante de copiosos débitos y embarazos matrimoniales, para precipitarse a renglón seguido (y coincidiendo con la insospechada virtud volátil del canónigo don Nicomedes Gallardo), en un paulatino e irreversible destrozo, recrudecido últimamente por los anuncios de una prometedora deserción.

Quizá por esa manifiesta y resignada actitud frente al desastre perpetuado, la súbita irrupción de los forasteros evacuó aquel cúmulo de expectaciones. El tío Capacho se quedó atónito, cuando vislumbró, entre la polvareda del sinuoso y destartalado camino, los dos automóviles: el primero, oscuro y largo, como un vagón de mercancías; el otro, con los pasajeros a la intemperie y un gran cofre instalado en la parte trasera.

El tío Capacho alertó al vecindario, hasta sacudirles los posos acídulos de la postración. Poco después, se desbordaría el estupor comunitario, con la noticia de que los intrusos habían profanado la atmósfera honorable y pútrida de «Villa Soberana», propiedad solariega de la familia Pardines O’Donell, quienes la abandonaron en dirección a Lausanne, un martes, 14 de abril, y a propósito de unos conturbadores avisos del telégrafo, procedentes de la municipalidad de Éibar.

No tardaría mucho en desperdigarse el vértigo de las murmuraciones y aun de los improperios, con el percance   —27→   de Bienvenido Rufete y las diatribas de don Felipe Ruiz de Peñamora que vaticinaba la destrucción vandálica de aquel patrimonio donde se podían admirar vestigios de un delicioso rococó, junto a elementos finiseculares del Style nouille.

Pero la impetuosa y subterránea ofensiva de maledicencias y bulos, contra los inaccesibles huéspedes de «Villa Soberana», se diluyó en un inocuo fogueo de ocasionales y aburridos comentarios, una vez consumidas todas las cábalas acerca de unos supuestos desmanes que, en ningún caso, alcanzaron a cobrar entidad propia. De manera que aún habría de transcurrir un inminente verano de ásperas acometidas africanas, antes de que don Erasmo Figueroa y uno de sus hijos se dignaran visitar la aldea. En modo alguno, pues, fructificaron las diligencias del pedáneo Bienvenido Rufete: el comandante en jefe del cuartelillo de la Guardia Civil le advirtió, en tono desabrido, que se ocupara de sus asuntos y que dejara en manos de la autoridad competente las cuestiones relativas al orden público; mientras que el cura párroco, después de recriminarle su pecadora suspicacia, lo arrastró al confesionario y le impuso el rezo penitencial de quince docenas de avemarías.

-Pero si me azuzaron al perro...

-Eso no es óbice.

-Y me hicieron pases mágicos, padre.

El pedáneo protestó en vano, porque el sacerdote regurgitaba latines rutinarios, en la soporífera penumbra preservada por la celosía.

Más inclinado a conciliaciones y armisticios, Cuatro Santos Coronados Barragán se afanó en ampliar la clientela de su ambulante comercio y se llevó sus buenos cuartos ponderando la profilaxis del vicio artesano y vendiendo fornicios al ojeo. El próspero trajín se vendría abajo, mediado el mes de julio, y a raíz de ciertos singulares acontecimientos que le aconsejaron cautelosamente prescindir de tan sustanciales ganancias.

El fenómeno se operó, sin duda, merced a la intervención de un soplo de azahar, así como también a las viriles y abundantes eyaculaciones que se vertían, entre los naranjos,   —28→   pero cuya real destinataria permanecía sujeta a una muy estricta, muy vehemente y muy lasciva observación (¡si parece una tía de esas que salen en las páginas de las revistas eróticas!, suspiraba, por lo común, el arrendatario de turno del rentable catalejo). Con el tiempo, aquella voluptuosa y tentadora criatura comenzó a experimentar desazones uterinos y estremecedores deseos, mientras se le enardecían los pechos y un viento abrasador le hurgaba las entrañas y le ponía la lujuria a punto, hasta provocarle un intenso y reiterado placer que la dejaba, por último, vencida, exhausta y trémula, sobre unas sábanas húmedas y en medio de un remanso de olores primitivos y fulminantes. El lance se repetía, cada mañana, a las ocho u ocho y media, matemáticamente (como una posesión múltiple y simultánea, recordaría, con añoranza, en su prematura viudez).

En un principio, concedió tan excitantes e involuntarios deleites a los efectos de un factible síndrome de abstinencia conyugal. Durante las pasadas noches, su marido se metía en la cama y, a los pocos minutos, desalojaba una monótona tormenta de ronquidos, en absoluto ajeno a los poderosos encantos que ella se cuidaba de exhibirle, con todo lujo de detalles y composturas.

-Entre ese bandido de Marotti y la restauración de la pajarera, estoy agotado -se excusaba, con un par de bostezos, Isaías Dallas.

Pero, semanas después y en vista de los persistentes asaltos de que era objeto y cuyas causas no lograba discernir, Gisela, desfallecida y pálida de tanta y tan encarnizada incontinencia, le confió a su marido sus cotidianas infidelidades.

Isaías Dallas se quedó de una pieza. Luego, la tomó por los hombros y la zarandeó brutalmente.

-Pero... ¿Con quién? -gritó.

Gisela, con la mayor serenidad del mundo, dijo:

-Lo ignoro. Mis amantes son invisibles.

La desconcertante y arrebatada revelación puso en vilo a Isaías Dallas Figueroa.

-¿Amantes... invisibles? -reflexionó, entre incrédulo e impresionado, por el impacto.

  —29→  

-Sí, cariño. Invisibles.

Al inicial exabrupto, sobrevino una pausa de controvertidas deliberaciones. Por fin, despachó titubeos e incertidumbres, y preguntó cínicamente:

-¿Y cuántos?

-Tampoco lo sé... Dos... Quizá, tres...

Isaías Dallas cogió a Gisela por los hombros y la empujó, hasta el lugar más recóndito y discreto del jardín, persuadido de que algo anómalo estaba sucediendo. Bajo el frondoso eucalipto, Gisela le refirió los pormenores de aquellas obscenas e intangibles visitas sin anuncio ni tarjeta, que recibía a primeras horas, apenas él abandonaba la alcoba matrimonial. Entonces, Isaías Dallas concentró su probada capacidad deductiva en el tema y pronto sacó en conclusión que su mujer era presa de una versátil calentura y que, en consecuencia, todo cuanto le había confesado no pasaba de una mera relación ciertamente pornográfica. Sin embargo y con el gentil propósito de tranquilizar los afligidos ánimos de Gisela, efectuó, en su presencia, un minucioso reconocimiento del vasto y oreado dormitorio.

-Nada, ¿te das cuenta, eh? Ni pasadizos secretos, ni puertas ocultas, ni armarios de doble fondo... Nada de nada.

Luego, zanjó la enojosa y ridícula ofuscación, con unas caricias y un beso convencional, como si pretendiera transferir a Gisela más audacia y sensatez. A veces, comentó, con una sonrisa comprensiva e hiriente, los delirios nocturnos nos descontrolan el sentido de la realidad.

Al día siguiente, Gisela, lívida y taciturna como nunca, corrió a verlo a la desvencijada pajarera que trataba de recomponer y, con una hebra de voz, suplicó:

-Perdóname, Isaías Dallas. Pero he vuelto a cometer adulterio.

Isaías Dallas estrelló herramientas y clavos contra un suelo de tierra apelmazada y le gritó que ya estaba harto de sus alucinaciones. Ella lo miró con descaro, se levantó la falda y le mostró una reciente mordedura, en uno de los muslos, muy cerca del sexo, y te aseguro que no se me ha descontrolado el sentido de la realidad.

  —30→  

-Cuatro veces consecutivas, cariño.

-¿Cuatro?... Pero, ¿cómo es posible?

-No lo sé... No lo sé -sollozó Gisela.

Que se la tiran, en tus propias narices, imbécil. Y te la van a desgraciar. Por eso se resolvió Isaías Dallas y bien de mañana, se apostó en las inmediaciones del balcón de hierros forjados que accedía al dormitorio, con la carabina rémington montada. Previamente, recomendó a su mujer que permaneciera en la cama, desnuda, como de costumbre, no soporto dormir con nada encima, y cerró la puerta, con la única llave que ahora sentía entre su ombligo y el elástico de los shorts color cardenala. A las ocho y cuarto, percibió una sarta de jadeos y apasionados gemidos, que, sin ninguna duda, provenían de su habitación. No pudo aguantar más y preguntó, refrenando angustias y cóleras:

-¿Adulterio?

Le llegó un desmayado sííiiiiiiii. Subió de tres en tres los escalones, penetró huracanadamente en la alcoba y allí se encontraba Gisela, sobre un lecho mojado y revuelto, pellizcándose los pezones y con los ojos enrojecidos y fulgurantes, tan provocativa en su actitud de abandono que Isaías Dallas, muy a pesar del fracaso de aquella operación, se tumbó a su lado y le succionó el cuello, no, cariño, no más, estoy rendida, déjame, por favor, déjame.

El nuevo y caluroso amanecer sorprendió a Isaías Dallas, con la rémington a la bandolera, registrando los alrededores de la finca, muy enérgico y vindicativo. Escudriñó atajos y sendas, huertos y herbazales, y apuró el dispositivo de la rigurosa vigilancia, con la ayuda de Bumba, el chófer de la familia. A las ocho, se colocó justo bajo el balcón y permaneció rígido y atento, hasta que le sacudieron los temidos triquitraques y oscuros jadeos. Boca abajo y con las uñas hincadas en el almohadón, Gisela les ofreció unas nalgas estriadas por las huellas, aún ardientes, de decenas de dedos terribles. Y ella, esto es demasiado, cariño, demasiado, voy a morirme de gusto, si continúa, y él recomendándole paciencia, los cazaremos, prometió, mientras Bumba afirmaba que parecía un hechizo, sin levantar la vista de aquel soberbio cuerpo.

  —31→  

Y, por fin, a la otra mañana, cesaron repentinamente las violaciones y Gisela le tendió los brazos, alborozada y mimosa, ven, cariño, ven. Los amantes invisibles se marcharon, cuando Cuatro Santos Coronados se envainó el catalejo y capituló, por su cuenta, cogido entre dos fuegos: de un lado, la carabina del marido o lo que fuese, pero con trazas de matón de película; de otro, la furibunda carga de madame Duchamp y su tropel de putitas muy pintadas, con los colores del oficio y de la guerra, pisándole los talones. Sopesó de inmediato sus estratagemas y rindió el fortín casi áureo del naranjal. No tenía nada que hacer. Luego, Cuatro Santos Coronados asumió gallardamente las obligadas reparaciones de la derrota y, con toda pesadumbre, pero honrado y grave en el trapicheo, reintegró a los clientes que aguardaban su turno, el anticipo del importe de un polvo ocular, impuesto establecido a raíz de la abrumadora demanda que suscitó su invento.

Cuando conoció la causa que menguaba su parroquia y dejaba materialmente a sus chicas con el culo al aire, madame Duchamp dijo, masticando palabra a palabra, que Cuatro Santos Coronados, con tanta guarrada, no era más que un Cuatro Santos Coronados de mierda y un asqueroso pervertido que me está amariconando a la gente, con la cosa esa de los cristales, ¿o no? A los hombres de verdad les tira el pelo y no tienen por qué darse a las aberraciones sexuales de artefactos y costumbres decadentes del extranjero, ¿o no? Y Urbano Meseguer, su confidente y correveidile, eunuco por herida de guerra, la mira siempre largo y mordaz:

-Es el progreso, señora Candelaria.

-Madame Duchamp -corrige ella, con un gesto de irreprochable altivez.

¿Madama? Pues no la tengo yo vista haciendo la carrera, en Cartagena. Que me casé y bien casada, con un caballero muy fino de Montpellier, chéri. Y ya viuda, regresó a la vega y montó una casa de placer, por todo lo alto, cerca del río y en un paraje solitario y discreto, para favorecer el incógnito de la parroquia. Mira lo que   —32→   te digo, Urbano, material de primera, ya sabes, y pronto, dos virguitos. Será en alcohol, señora Candelaria.

Madame Duchamp lo mandó a buscar a don Felipe Ruiz de Peñamora. Felipito, le dijo, quiero ponerle un pleito a ese desgraciado del catalejo, por competencia desleal e intrusismo. Y Felipito que se estrenó de estudiante de Derecho, con la por entonces Candelaria Ramírez, la Cande, prostituta de postín, en un lupanar alicantino, le contesta que lo intentará. Nada de eso, chéri, lo harás o te armo el cirio con quien yo me sé.

Pero había que recuperar el prestigio, entre tanto. De modo que le encargó también una colección de dibujos seductores y así te solazas y te dejas un tiempo esa manía tuya de pintar escudos y coronas de la nobleza. Diligente como era, para los negocios, madame Duchamp le puso en seguida a cuatro de sus más exuberantes mancebas, en cueros vivos, para que le sirvieran de modelos. Don Felipe tomó unos apuntes, con agilidad y esmero, mientras aquellas muchachas se movían de un lado para otro, entre ondulaciones e impudicias, ya está, ya está, les gritó, enardecido don Felipe de tanta carne aceitosa por las cremas y transpiraciones, de tantos senos acalambrados, de tanta boquita oferente, ordenó sus papeles, en un par de días, te lo termino y vuelvo, Cande.

-Madame Duchamp -corrige ella, impertérrita y altiva.

Con la luna desvelándole los emboscados impulsos del deseo, en el abigarrado despacho, revisó los bocetos y se percató de unas desnudeces insulsas, escuálidas, de pequeño calibre, para encabritarle los apetitos venéreos, jóvenes, pero casi masculinas, sin las formas magníficas de una Elena Fourment que despabiló la fecunda inspiración de Rubens. Ay, hijas mías, talmente desmedradas, como la tragasantos de mi señora que andará soplando sueños del martirologio. Don Felipe Ruiz de Peñamora se levantó, con sigilo, y revolvió en un portapliegos, hasta dar con unas novelitas verdes, de tintas desvaídas, pero con ilustraciones de opulentas y desenfrenadas matronas. Aquí, sí que hay lo que se dice tomate. Eran rocambolescas y licenciosas aventuras de marquesas, con cocheros, doncellas   —33→   y lacayos, que les vendía, a algunos clientes conocidos v de acreditada confianza, un librero de viejo, cerca de la Colegiata de San Nicolás, en su época de universitario, de los nueve primeros viernes de cada mes y de los himnos de exaltación patriótica, en el cinematógrafo. Decididamente, optó por aquellas estampas.

Madame Duchamp sufrió un vahído, cuando examinó los dibujos de encargo.

-Pero, Felipito, ¿qué has hecho, con mis niñas?... ¡Si tienen diez arrobas de más, cada una!...

Don Felipe argumentó razones estéticas y efectistas, de cara a una clientela muy viril, potente y con ganas de agarrarse a unas mollas bien cumplidas. Y, para suplir el énfasis y soslayar irritaciones y vituperios, añadió que sus viñetas de líneas clásicas además de conferirle empaque artístico y cierto tono de distinción, a la casa, constituían una novedad en las técnicas del reclamo publicitario.

La urgencia del asunto pulverizó dudas y reticencias, que ese bastardo de Cuatro Santos Coronados de mierda nos deja a pan y agua, de modo que escribe, Felipito, escribe lo que yo te diga y vamos a ver cómo salimos del paso. Y escribió, con caligrafía magistral: Madame Duchamp y sus exóticas bellezas le ofrecen todos los servicios en el palacio del placer. Francés. Enemas. Relax. Show lésbico. Erotismo de alta calidad. Suite cósmica. Maciza toda fuego. Dúplex. Sauna thailandesa. Ambiente selecto. Sexo a tope. Sado. Cuero. Beso negro. Disciplina inglesa.

Don Felipe, despavorido, levantó la cabeza y preguntó qué significaba todo aquello tan cruel y abestiado.

-Ay, Felipito, que tú no tienes apaño... Mira, son las nuevas modas en el arte de hacer el amor. Modas internacionales, por supuesto.

Le puso en las mismísimas narices un periódico de Barcelona y le mandó, sin más contemplaciones, que continuara escribiendo al dictado, con su elegante letra itálica. Muy pronto, dibujos y frases vaporosas se imprimirían clandestinamente, en un prospecto que circuló, entre   —34→   polémicas, jaculatorias y complacencias, por todos los ámbitos de la comarca.

El día 9 de julio, con el meteoro de los vientos saharianos llenándoles de arena los pulmones, don Felipe se acercó a Cuatro Santos Coronados Barragán y le dijo:

-Estás perpetrando una indecencia tras otra. Si reincides, me veré en la obligación de empapelarte. -Y ya más distendido, le advirtió-: Cuídate de madame Duchamp. Te persigue, dispuesta a aplicarte la disciplina inglesa.

Aproximadamente, una semana después, Cuatro Santos Coronados divisó al individuo de la carabina rémington, husmeando por las cercanías de «Villa Soberana» y comprendió que había perdido la partida. Se envainó el anteojo de larga vista, abandonó el lucrativo parapeto del naranjal y disolvió, para siempre, todas las compañías de amantes invisibles reclutadas por los encantos de aquella hermosa y desconocida mujer.

En octubre, cuando los más apremiantes trabajos de restauración de la solariega finca estuvieron listos, por vez primera, desde su llegada, don Erasmo Figueroa se presentó en el caserío. Oscurecía ya y paseó solemnemente, de uno a otro extremo, la única calle, en medio de un silencio casi religioso. Le acompañaba uno de sus hijos, aunque ni él mismo podía asegurar si se trataba de Isaías Dallas o de Jeremías Kansas. Eran tan idénticos, como sus respectivas madres, las hermanas María Micaela y María Magdalena, de una de las cuales se enamoró y con la otra contrajo nupcias, puestas ambas de acuerdo, en una muy hábil artimaña, para conjurar la soltería de cualquiera de ellas. Luego, las dos se le declararían esposas legítimas y se turnarían los beneficios del lecho y de la despensa. De este modo, a don Erasmo Figueroa le correspondió un mundo por duplicado.

Pero aquella tarde otoñal y destemplada, se metió en la taberna de Puebla, donde se despachaban también ultramarinos, artículos de mercería y verduras frescas, y pidió un par de vasos de tinto, con su voz grave y autoritaria,   —35→   mientras los ocho o diez parroquianos, lo observaban de soslayo y con una especie de miedo supersticioso. Don Erasmo apuró el trago, se acodó en el sórdido mostrador y masculló despectivamente:

-Reto al dominó, a quien quiera y disponga de las necesarias agallas.

Hubo una pausa, para la sorpresa y el malestar.

-¿Qué?... ¿Les falta valor?

De una mesita sumergida en la penumbra del fondo, donde apenas si alcanzaban los destellos del candil, se irguió el tío Capacho, imbatido desde casi su adolescencia y bien reputado, en aquel juego que era ya algo así como la razón final de su vida. Se miraron y se midieron porfiadamente, inalterables y tensos. De pronto, el forastero ordenó:

-¡Fichas!

A los puntos, don Erasmo y su hijo frente al tío Capacho y Florencio el Panizo. La partida se inició a las siete, y me llevo la mano, gritó con júbilo Florencio el Panizo, mientras golpeaba el velador con el seis doble. Siempre frío y calmo, el viejo del impoluto bigote a la fernandina, lanzó una fugaz ojeada y puso sus tablillas boca abajo. Luego, sacó el «ABC» de uno de los bolsillos de su chaqueta, se acomodó, como mejor le fue posible, en la silla de anea, y comenzó a leer, indiferente a cuanto le rodeaba. Sin embargo, no había que avisarlo, para nada, porque, cuando le tocaba la vez, y sin apartar la vista del periódico, tanteaba las fichas, con las yemas de los dedos, y escogía inequívocamente la justa. Resultaba aquello cosa tan de prestidigitación que de la concurrencia brotó un gesto unánime de estupor: el extraño don Erasmo colmaba todas las previsiones.

Pero una hora más tarde, aún se produciría un nuevo y espectacular fenómeno que dejó medio lelos a los parroquianos: como por ensalmo, apareció un joven igual, calcado en cada rasgo, en cada detalle y en cada ademán, al hijo de don Erasmo que, por cierto y con la mayor cortesía, acababa de cerrar con el cinco cuatro. Don Erasmo, aún embebido en su lectura del «ABC», asintió, con un tajante movimiento de cabeza, y se operó el relámpago   —36→   del relevo, en un espejismo de complicidades que se evaporó al instante, sin que prácticamente se interrumpiera o se modificara el curso del juego.

Que no se me acongoje, buen hombre. Que el próximo sábado, a la misma hora, le concedo la revancha. Don Erasmo se levantó y vámonos. Había ganado, por una diferencia abrumadora y el tío Capacho andaba mohíno. Y así andaría, en las semanas subsiguientes, sin que de nada le valiera la afanosa búsqueda de otros y más despejados compañeros de partido. Es cl demonio, es el demonio y se santiguó tres veces consecutivas.

Debió de ser el 20 o el 27 de noviembre (en cualquier caso, un sábado seguro, mi sargento, habría de declarar), cuando el pedáneo Bienvenido Rufete que asistía a los ya célebres desafíos de dominó, en Puebla del Socorro, percibió una muy turbadora y breve conversación, en el también ya usual acto del relevo de los hermanos Figueroa que tenía lugar invariablemente a mitad de la partida.

-¿Padre?

Don Erasmo no dejó la lectura del «ABC».

-Dime, Isaías Dallas.

-Soy Jeremías Kansas.

-Dime, Jeremías Kansas.

-He liquidado a Marotti.

Don Erasmo pasó la página del periódico.

-¿Cómo?

-De dos disparos, padre.

Don Erasmo bostezó imperceptiblemente.

-En fin, espero que mejores esa puntería, hijo mío.

-Sí, padre. Te prometo que lo procuraré -contestó humillado Jeremías Kansas.

-¿Y el cadáver?

-Aún está tendido y caliente, en medio del camino.

Don Erasmo chasqueó los dedos.

-¿Te has percatado de la situación, Isaías Dallas?

-Sí, padre. Y es peligrosa.

-Pues apresúrate. Sepulta el cuerpo de Marotti, cuanto antes, y concluyamos de una vez, con esta repugnante historia.



  —37→  

ArribaAbajo- 3 -

Acerca del tenaz y delirante sitio que Leo Ros dio en poner a tan desgraciadas gentes


Leo Ros ya está ahí, muy temprano, con cinco o seis cafés barajándole pesadillas y resaca, apunta su asahi pentax y zas zas zas, el ronroneo del motorcito de arrastre entre los cañares cuando se le metió, por el tele zoom 100-300, Juan el del Melondra. Las fotos lo mostrarían macabramente husmeando tumbas, ¡miserable necrófilo!, de madrugada casi.

Toda una semana le llevó hacerse con las imágenes de las ochenta y dos almas censadas en Puebla del Socorro, a escondidas, y gracias a su poderoso arsenal de cámaras y sofisticados accesorios que tantas vueltas le había dado al mundo de la catástrofe, de la violencia y del riesgo.

-Ochenta y dos almas no, señor. Ochenta y dos personas de hueso y menos carne. Que almas, lo que se dice almas, sólo me sé de una y en pena.

Al confidente de Almoradí se lo ganó a base de cubatas, de billetes y de promesas: a tres columnas te sacamos, amigo Cañizares, y a todo color, palabra, en cuanto disponga de una buena información. Y Tonico Cañizares se ve, de pronto, así, como flotando en el universo de la fama, al lado mismo de Rocío Jurado, de Maradona o de Ronald Reagan. Que sí, don Leo, lo que usted mande. Tomaron unas copas en el bar del camino de Catral, donde solían encontrarse.

Salió de Madrid bastante después de lo previsto, un sábado, 3 de enero, con una Lidia abrupta y erizada reprochándole el incumplimiento de la Epifanía, que si los   —38→   niños, que si los Reyes Magos, que si el arbolito de intermitencias multicolores y frutos enlazados de grandes almacenes, para la sorpresa fingida de cada año, y él, con maletas y cachivaches, pasando entre tanta catilinaria casi cotidiana, vamos, vamos, Asun, ayúdame. Y Asun: sí, señorito. Ambos, por fin, en el ascensor a toda leche, verticalmente hacia el apartamento subterráneo. Esta Asun revienta la blusa, en cualquier momento, ¡qué tetas tía!, y se puso a reír, con el motor en marcha, hasta alcanzar la temperatura precisa. A la altura de Aranjuez, emergió del radiocassette toda la melancolía de un siku andino y Leo Ros percibió un soplo quechua emparejado al instrumento de carrizo, tan diáfano que se le ve el hombre, como se vio a sí mismo; en el Sheraton de La Paz, auscultando presumibles alteraciones políticas, en una Bolivia siempre efervescente, con el acreditado pretexto de unos reportajes acerca de los restos arqueológicos de Tiwanaku («cabezas calvas», Puerta del Sol, templo de Kalasasaya, pirámide de Akapana, conversaciones subrepticias con dirigentes mineros, con estudiantes, con periodistas), ¡ay, qué tiempos! ¿La Roda ya? Embebido en el recuerdo, no muy lejano, el ford «Granada», cinco marchas, se le adelantó, se le adelanta y contempla, va a contemplar el futuro, en las aguas del río Segura, del Bajo Segura. Pero antes, café en La Roda, café en Chinchilla, café en Villena, café en Alicante, en la habitación del hotel de Alicante, en medio de una avalancha de valijas, magnetofones, underwood (la del caquéctico columnista del «Herald Tribune», para correr a fondo en el Pulitzer), rheinmetall, olivetti, equipo fotográfico a tope, y mira satisfecho aquella galaxia tan intrínsecamente suya, prepárate, enano maricón, prepárate. Ya estoy aquí.

Aquella noche, demoró lo justo para el trago, en el gimnasio del bar, me gusta hacer guantes antes de meterme en la cama, llamó por teléfono a Lidia y se interesó de pronto por sus hijos. Lidia seguía irritada e intransigente, tranquila, mujer, tranquila, y compréndeme, es mi oficio, compréndeme, insistió, sin ningún entusiasmo. Luego, se durmió un sueño de prosperidades, cuidado, Leo Ros no concede tregua, Leo Ros arrasa.

  —39→  

El automóvil de exhalaciones metálicas, entre el reverbero de las salinas, dejó la costa a un acelerón de Guardamar y enfiló una carreterita apacible, hasta Almoradí. Y Leo Ros invadió las calles, seguro en su atmósfera fresca de after shave, vestido de limpio, cazadora de lona cruda con cuero, mocasines, pantalones Gromm, y tomó el camino de Puebla del Socorro, la cámara balanceándose a un costado. Pero todo su porte se desmoronó frente a la huidiza y astuta actitud de Bienvenido Rufete que está usted muy equivocado, señor, que alguien se inventó ese cuento de la lotería, que no se burle más de nuestra miseria, que ya tenemos bastante castigo con la sequía y esas aguas contaminadas del río, señor, que le pido, en el nombre de la Virgen, que nos deje en paz de una vez.

Leo Ros no concede tregua ni cuartel. Leo Ros arrasa. Y decidió instalar su estado mayor, en Almoradí. Porque advirtió los caudales ocultos, en la sarcástica súplica del pedáneo y en el rubor de la mujer del supuesto picapleitos, de soltera señorita murciana barriga verde. Una semana de subrepticios merodeos full time le llevó conseguir, con el auxilio del tele zoom, las fotografías de las ochenta y dos almas censadas en aquel maldito caserío.

-Que no, señor, que almas, pero lo que se dice almas, tan sólo hay una y en pena.

La espontánea y sugestiva revelación impulsó al infatigable reportero a nuevas indagaciones, por los difluentes contornos de Puebla, ahora al acecho de la Sapa. ¿La Sapa, dijiste?

-La Sapa, don Leo. Pero no es cosa de retratos, créame -le avisó Tonico Cañizares muy alterado, por las atrevidas incursiones nocturnas.

-Dame quince o veinte días y tendrás la mejor historia del mundo, en exclusiva.

-Escúchame bien, Leo: estás loco -observó fríamente César Valdés, director del semanario «Entrevista».

-¿Loco? -parecía fuera de sí-. ¿Acaso no lo estaba, cuando me jugué el tipo, en Beirut, para ponerte a flote?... ¿O cuando te cubrí los fusilamientos de Kenitra, para satisfacer la morbosidad de los lectores de tu sucia revista?... ¿Qué, amigo César Valdés, lo recuerdas?

  —40→  

Sí, lo recuerda y sabe, además, que Leo Ros no renuncia a su factura. Arroja el pall mall, aún a medio consumir, y enciende otro, de inmediato. Obviamente, la situación le resulta incómoda. Por fin, se decide.

-Tú ganas, muchacho. ¿Necesitas algún anticipo?

-No necesito nada, en absoluto.

César Valdés contempla de soslayo a aquel remoto ejemplar: todavía lo admira, en trance ya de extinción.

-Entonces, será mejor que te pongas en marcha.

Leo Ros está ahí, muy temprano, con cinco o seis cafés barajándole pesadillas y resaca, un miércoles 12 de enero, apunta su canon y zas zas zas, el ronroneo del motorcito de arrastre entre los álamos, inútilmente porque se le velaría la película.

-Se lo advertí, don Leo. Es tan sólo una sombra.

Desde la ventana de su escritorio, el licenciado Felipe Ruiz de Peñamora había espiado muchas de aquellas inquietantes peripecias entre iracundo y estremecido. Sin embargo, no lograba sistematizarlas, por cuanto el intruso actuaba de una forma caprichosa e imprevisible.

-Otra vez ese impertinente, con su endiablada máquina ¡Copón! Se la podía meter en el culo.

Bajó a la cuadra y le dio un repaso al destartalado seat 850. Examinó el agua del radiador, el depósito de gasolina y el nivel del aceite: todo en precario. Meticulosamente, repuso fluidos y comprobó la batería, vomitando bilis y blasfemias. El ya frondoso árbol de su linaje florecía ácaros del moho de tanto y de tan escueto descuido, mientras Fuensanta bordaba al hilo de la nostalgia y de una insatisfecha y ávida plenitud de hembra, toda una dilatada noche de amores despotricados.

-Tengo que ir a Orihuela, mañana a primera hora -le dijo su marido-. Y si alguien viene, en mi ausencia, tú, la boca bien cerrada, ¿está claro?

Era cosa de prevenirse. Sin duda, más de un vecino trataría de husmear su paradero, en particular el azuzón de Bienvenido Rufete. Por eso, se lo dejó caer, un par de días antes, con cierto disimulado fastidio, sí, amigo Rufete, el estudio de la heráldica requiere de mucho sacrificio, de mucha sabiduría y de mucha paciencia, se lo aseguro.   —41→   El pedáneo lo observaba con una mueca sarcástica. Que se lo aseguro, hombre de Dios, ya ve, de nuevo voy a quemarme las pestañas en los archivos de la Catedral, pero qué remedio, los asuntos de la vocación no tienen apaño. Y agregó:

-Mire lo que le digo, anda por aquí un individuo que no me hace ninguna gracia, pero que ninguna, ¿eh? De manera que usted, con su autoridad, me lo pone como un guante, o yo lo empapelo, por mi cuenta.

-Usted a lo suyo, don Felipe -le recomendó, indolente y resuelto-. Usted a sus legajos. Y no me atosigue, que conozco mis obligaciones y las cumpliré, si llega el caso.

Bienvenido Rufete no pudo reprimir una sonrisa de alivio. Su hijo le había cambiado bujía y platinos a la motocicleta, todo a punto, pues. Que me acercaré a la capital, por razones del cargo, anunció, muy jactancioso, sin que Rita Senabre levantara la vista de los calzoncillos que estaba remendando. Pero aún tuvo que esperar, hasta que una mañanica opaca de celajes, vislumbró el automóvil del licenciado dando tumbos, por un apenas transitable atajo, hacia la carretera.

Cuando Leo Ros percibió el estruendo de aldabazos, en la puerta de su alcoba, intuyó la desbandada y se reprochó la negligencia de unas vísperas exploratorias, por los confines del meretricio genuino y del licor. Tonico Cañizares se precipitó, trémulo y vociferante: el coche de don Felipe le había pasado, por delante de sus propias narices, en la amanecida brumal, en tanto que, en dirección opuesta, y unos minutos más tarde, divisó al Bienvenido, como la centella, en su moto. Leo Ros calmó la jadeante retórica y paseó reflexivamente, por el espacio dormitorio de la fonda, hasta que se detuvo y exclamó: «Y, sin embargo, se mueven.»

En cualquier caso, no debía bajar la guardia, con los días contados y las investigaciones tan frágiles todavía, tan disueltas en el insólito palacio del placer de madame Duchamp, con los estertores próximos del río, y un tropel de putuelas casi adolescentes, ofreciéndole bien sobadas mercancías y una exquisita nómina de montajes porno duro. Me recuerda usted a mi difunto esposo, todo un   —42→   caballero muy fino, natural de Montpellier. Y Leo Ros le sacudía a la botella inhibidora y rechazaba educadamente las voluptuosas invitaciones, mientras, finta va, finta viene, metía, entre las cuerdas del ring al enanito maricón y viscoso de las pústulas recontadas y ¡¡brrrruuuummmm!! el certero, fulminante y definitivo uppercut, allá va. Madame Duchamp, complaciente y recatona, le desplegó el catálogo de la casa, con los últimos modelos en materia de caprichos nefandos, encontrará lo que usted quiera, señor, por exigente que sea, que mire usted, tal como en Amsterdam o Bangkok, que una también ha corrido lo suyo, y de gargantas profundas, no hablemos. Leo Ros se empina la botella de aguardiente, sin inmutarse por el frenesí de aquellos cuerpos que le acosaban, sinuosos y mercenarios. Se irguió y dijo tempestuosamente que arrasaría Puebla, que demolería sus ruinas, que levantaría las tierras de punta a punta, y que reventaría los vientos, con miles y miles de billetes de banco, papel moneda, ¿entendéis?, papel moneda de curso legal, como éste, y la estancia de divanes desvaídos, de desnudos al óleo, de flores artificiales, de butacas peceñas, de lámparas de luz helada, con dos ruiseñores disecados en lo alto de unas ramas de laurel, aletea con el confeti del dinero malva y verdeceledón, entre brincos y alborozos, qué señor, qué señor, tan fino como mi difunto esposo, tan apuesto, tan desprendido, y madame Duchamp registraría, luego, a sus pupilas, una por una, cuando ya Leo Ros chapaleaba en el fondo de sus pesadillas.

Y, sin embargo, se mueven. Refrenó la retahíla incongruente de Tonico Cañizares y decidió comprarle, aquel mismo día, un ciclomotor, para que pudiera seguirles de cerca la pista a los sospechosos tránsfugas de la aldea. Necesito saber dónde van, qué hacen, con quién hablan. Por su parte, había visitado ya, en dos ocasiones, al lotero de Elche, con un álbum de ochenta y dos fotografías, éste podría ser uno de ellos y éste otro quizá, aunque tampoco estoy muy seguro, comprenda, pasa tanto personal que resulta difícil reconocerlos. Sí, sí, por supuesto, sé que se trata de don Felipe, pero ignoro si adquirió algún número, para el sorteo de Navidad, ¿se hace usted cargo?   —43→   Aquel individuo asomaba una expresión levítica, por la ventanilla de arco de medio punto, lo que aún le confería una apariencia más sólida de confesor escrupuloso, en tanto, periódica y delicadamente, se frotaba el lóbulo de su oreja izquierda, descolgada y traslúcida. Estaban solos y el reducido ámbito de la administración le recordó, tal vez por las frecuentes destilaciones de una clientela devota del enano maricón, la penumbra de una capillita doméstica y consolativa. Qué país, siempre embeleñado entre el milagro y el azar.

-Lo lamento, créame. Pero no puedo ayudarlo.

Iba ya a decirle lo que decía, en momentos de indulgente efusión, acerca de la volandera fortuna y de sus particulares favores de cortesana, pero se contuvo movido por su solvencia profesional: no se le antojó ni oportuno ni rentable.

Durante tres días consecutivos, Leo Ros indagó en decenas y decenas de sucursales y oficinas bancarias, esparcidas por toda la comarca, interrogó, con suspicacia y aperitivos, a visitadores y jefes de producción, sin que lograra sacarles más que excusas y vagas referencias. Devoraban gambas a la plancha como tiburones con el vademécum bajo el brazo, pero no soltaron prenda los muy cabritos. Y el tiempo vuela, como que es una verdad despiadada, y yo sin un resquicio, por donde meterme de una puñetera vez en harina.

A las veinte horas del viernes 14 de enero, y en el bar del camino de Catral, Tonico Cañizares le comunicó que el pedáneo Bienvenido Rufete acababa de regresar de la capital, según había averiguado, por Juan el del Melondra, a quien sorprendió, cuando salía de Puebla del Socorro, hacia Dolores, que voy a pasar el fin de semana, con mi tío el Pernales que anda ya con un pie en la sepultura, el desgraciado.

Pero, al día siguiente, cuando Tonico Cañizares se trasladó a Dolores, para comprobar lo que había de cierto, en las palabras de Juan el del Melodrama, según le encomendó Leo Ros, se encontró con un anciano de aspecto saludable, desarrugado y adusto.

  —44→  

-No quiero saber nada de mi sobrino. Para mí, tan muerto como su padre.

Luego, se descompuso: ¿Yo?... ¿Yo, con un pie en la sepultura?... El Pernales escandalizó al vecindario, con sus desaforados gritos. Se le desencajó el semblante de cruentas evocaciones, escupió una sarta de atrocidades por su boca y la emprendió con él que era inocente de una guerra, en la que el Pernales y su hermano, es decir, el padre de Juan el del Melondra, habían luchado en bandos enemigos. Casi me lisia, con los mandobles de su garrote, don Leo, mismamente un basilisco, ¡la Virgen!

Todo aquello no vino sino a confirmar las hipótesis de Leo Ros. Los recientes y furtivos trajines que se estaban operando en Puebla, lo animaron a estrechar el cerco y a montar una guardia más estricta. Dándole vueltas al asunto, comprendió que se imponían los pactos y las secretas alianzas, para llevar adelante la voluble empresa. Pero, ¿con quién? Tampoco podía andarse con demasiados remilgos, las hojas del almanaque apuraban el plazo y César Valdés certificaría su ya tantas veces insinuada defunción. Leo Ros está acabado, se lo advertí y no quiso ni escucharme, comentaría, engreído y clarividente, en las redacciones y en los consejos del holding editorial. Repasó concienzudamente las fichas de cada uno de los habitantes adultos de la aldea, y se detuvo en la correspondiente a Cuatro Santos Coronados Barragán Illescas, treinta y cuatro años, feriante y chamarilero de abundante y fluida labia («Trafica con fantásticas antiguallas y con cipotes y chuminos de poliuretano, con cristos y querubines de buena leña y con artículos de ilusionismo, con lo que a usted se le ocurra, oiga, por muy raro que pueda parecerle el pedido»). Era además el tal Cuatro Santos Coronados Barragán Illescas, ilustrado en relojería y otros artificios de alta precisión, y, sobre todo, honrado y circunspecto en sus tratos, ¡pero, joder, si ya tengo el mirlo! Mando, en seguida, a Tonico Cañizares, con el recado de una cita de negocios, dile que quiero comprarle algo, dile que pago bien y al contado, y tú lo sabes. Que allá estará de fijo, don Leo, y lo ha jurado por sus muertos.

En punto, llegó Cuatro Santos Coronados, en bicicleta.   —45→   Consultó su infalible cronómetro y saludó muy ceremoniosamente.

-¿Qué quiere comprarme?

-Información.

Cuatro Santos Coronados no se inmutó.

-Quizá le interese una auténtica reliquia...

-Sólo busco información.

El vendedor ambulante aún se resistía, parapetado en un luminoso inventario de objetos en oferta.

-... O unos manuscritos procedentes de la remota Orcelis...

Leo Ros sonrió, con desgana, y le tendió dos billetes de a mil pesetas.

-Es un pequeño adelanto. Acéptalo.

Cuatro Santos Coronados reflexionó, mientras se embolsaba el dinero.

-Mmmmmmmmmm... Está bien, hombre, está bien -guiñó un ojo a Tonico Cañizares-. Dígame usted qué desea.

-Que me cuentes todo lo de la lotería -dijo.

Cuatro Santos Coronados pidió cerveza. De puta madre, ya lo tenía en su terreno y, según sus cálculos, puso en marcha un evasivo recurso de insidias y titubeos.

-¿Eso?... A mí, no me importan las cosas ajenas -dio un estrepitoso trago y se le quedó la espuma burbujeando, entre el bigotito sedeño e incoloro-. Además, son habladurías. Yo de usted, mejor lo dejaba estar.

A Leo Ros lo soliviantó aquella actitud desdeñosa y preventiva. No iba a tolerarle semejantes acciones ni martingalas. Así que extendió el brazo, con la palma de la mano bien abierta.

-Devuélveme mi dinero -exclamó, con un tono furiosamente contenido.

-Cálmese. Cálmese usted y no me eche el carro por el pedregal -Cuatro Santos Coronados sonrió, conciliador y porfiado-. Tan sólo me he permitido un consejo, señor mío. Pero soy hombre de palabra y cumplo, se lo juro a usted por todos mis muertos, que se lo diga éste -y señaló a Tonico Cañizares.

Por fin, se pusieron de acuerdo: Cuatro Santos Coronados   —46→   le llevaría noticias de aquel condenado asunto y Leo Ros se las pagaría, a buen precio, siempre y cuando coadyuvaran a resolver el enigma.

-No pierda usted cuidado que si hay algo de cierto, lo tendrá.

Disponía aún de diez o doce días, pero le advirtió al chamarilero:

-Te doy una semana.

A la tarde siguiente, con el viento alborotando los carrizos, Cuatro Santos Coronados le confirmó la súbita desaparición de los habitantes de «Villa Soberana». El miércoles, 22 de diciembre último, don Erasmo Figueroa y toda su familia, inclusive el chófer negro y el gran danés, abandonaron precipitadamente la casa, no mucho después de que la radio transmitiera el confuso anuncio de que el premio gordo de Navidad había correspondido íntegro a Puebla del Socorro. Los vio salir, a toda pastilla, el propio tío Capacho que andaba como apaleado de tanta y tanta derrota al juego del dominó. ¿Le sirve, don Leo? Me sirve, Cuatro Santos Coronados, y le largó otras mil pesetas.

El tío Capacho barruntó los vehículos, entre la polvareda del tortuoso y desbaratado camino: el primero, con el pasaje al aire y un gran cofre instalado en la parte posterior; el segundo, oscuro y largo, como un furgón de cola. A través de los cristales, don Erasmo le dedicó un amable saludo. Ojalá te partas el alma, tonto del pijo, murmuró el tío Capacho.

Cuando casualmente escuchó, entre la letanía de cifras, el tremendo aviso, don Erasmo Figueroa sufrió un transitorio pasmo, apagó el transistor y ordenó preparar el equipaje. A prisa, a prisa. Dentro de nada, esto se pondrá imposible de estúpidos y entrometidos periodistas y empezarán las averiguaciones. Conviene que nos pongamos fuera de su alcance, me asquean esos impertinentes fisgones, vamos, a prisa, a prisa. Isaías Dallas, Jeremías Kansas y el antillano Bumba cargaron las maletas y el pesado cofre, cerraron puertas y ventanas, y pusieron en marcha los automóviles. Y así, una hora más tarde, partieron, abatidos e incómodos, en dirección desconocida. Muy cerca aún de «Villa Soberana» y entre los remolinos de polvo,   —47→   don Erasmo descubrió al tío Capacho y lo saludó de pasada. Viejo imbécil y zafio nunca conseguirás ganarme al dominó, dijo en voz imperceptible.

-¿Y qué sabes de ese tal don Erasmo Figueroa?

Apenas si sabía nada. Él y su gente llegaron, de sorpresa, meses atrás y se instalaron en aquella hermosa finca que durante muchos años permaneció desocupada. Casi en ningún momento mantuvieron relaciones con sus vecinos de Puebla, a excepción de las partidas de dominó, protagonizadas muy en especial por don Erasmo y el tío Capacho, que se celebraron todos los sábados de aquel otoño, de siete a nueve, sin que prácticamente, en el curso de las mismas (que constituían ya un espectáculo, en la comarca), se intercambiaran más que unas muy ponderadas frases convencionales, ni sucediera otra cosa fuera del siempre fascinante relevo de los gemelos y de los gruñidos desconsolados del pobre tío Capacho, quien nunca se resignaba a digerir las periódicas y descomunales derrotas. No, al menos que él supiera, no había fotos de don Erasmo Figueroa, ni de ningún miembro de su familia. Ahora bien, si don Leo lo deseaba, él podría hacerle una minuciosa descripción de los extravagantes forasteros, los cuales, y como dato complementario, plantaron en medio del jardín y no más llegar a «Villa Soberana», un espantoso ídolo o algo parecido de caoba. ¿Le sirve todo esto, don Leo? Me sirve, Cuatro Santos Coronados, y le entregó un nuevo billete de a mil.

-¿Y «Villa Soberana»? ¿De quién era «Villa Soberana»?

-Según sé, por don Felipe, y hasta no hace mucho, siempre fue propiedad solariega de una estirpe de banqueros, los Pardines O’Donell, los cuales, con aquella conmoción de la República, se largaron al extranjero, a Suiza, si recuerdo bien, y desde entonces no han dado señales de vida. Vamos, eso dice don Felipe.

Leo Ros anotó: visitar notarías y registro. Urgente. El repentino desembarco en escena de los evanescentes personajes, le obligaba a modificar, en muy considerable medida, el ya embrollado esquema de sus investigaciones. Pero le iba y le venía lo que, a todas luces, se le figuraba   —48→   una fuga y no simple coincidencia. Por otra parte, su afilado olfato profesional se orientaba hacia la misteriosa casa de recreo que había trasvisto, en varias ocasiones, pero sin concederle el menor interés (y se censuró ásperamente el desatino), más allá de un extenso huerto de naranjos. Así incentivado, le propuso a Cuatro Santos Coronados una descubierta por tan insinuantes dominios.

-Que nos metemos en un avispero, don Leo. Mire usted que esos individuos no son nada de fiar -advirtió, dubitativo y reticente-. Sin embargo y para que no me lo tome usted a mal... le acompañaré.

¿Le sirve, don Leo? Me sirve, Cuatro Santos Coronados, me sirve, y echó mano a la cartera.

A lo largo de la noche, se despachó una botella de whisky, mientras examinaba las vainas metálicas de dos proyectiles del calibre treinta y ocho, que había encontrado en el frondoso jardín de «Villa Soberana», cerca de una prominente pajarera recién enlucida y al pie de una mata de geranios. El turbador hallazgo lo dejó casi groggy, en tanto en cuanto rebasaba muy por encima todas sus hipótesis. Algo más que raro sucedía en aquella apartada aldea. Algo que él, Leo Ros el del puño de hierro (¿y los cojones, qué, cojones?), iba a poner patas arriba, a cualquier precio. Decididamente, extremaría la vigilancia y estrecharía a tope el cerco.

-Ándese con tiento, don Leo -le dijo Cuatro Santos Coronados, al conocer sus propósitos-. Las gentes de Puebla se están irritando, con sus pesquisas, y el Bienvenido prometió, la tarde pasada, en la taberna, que daría cuenta a la Guardia Civil de esta intolerable situación.

-Que exploten, que exploten de una vez. Así, me facilitarán las cosas.

-Tiento, don Leo, mucho tiento. No los presione usted en demasía que le pueden sonar la pavana, créame.

Un lunes, a mediados de enero, se le vino encima Tonico Cañizares, demudado y con tiritonas, que el Práxedes Rabasco le había metido los voraces dientes de la hoz en el pescuezo, que me ha quedado la señal, don Leo, que esta faena es muy arriesgada, le dijo, en un sollozo.

-Lo seguí hasta cerca de San Fulgencio y allí mismico   —49→   me agarró, por sorpresa, y casi me mata, don Leo, hecho un verdadero animal-. Tonico Cañizares tenía el semblante con el color de los hámagos.

Anochecía, cuando Cuatro Santos Coronados lo informó de que efectivamente, aquel día, Práxedes Rabasco había ido a Guardamar, no sé a qué leches, pero su mujer se encuentra cada vez peor, dicen que no tiene apaño.

También hoy ha llegado a Puebla un hermano de Rosa de la Luz, la que está como ausente, desde que un rayo le quemó al novio.

Leo Ros pidió un vodka y Cuatro Santos Coronados, una botella de vino, con muslo de pavo. A eso de las nueve, Leo Ros se despidió completamente ebrio. Hacía frío, se equivocó en aquella maldita encrucijada y tomó el camino de El Saladar, el enano maricón se me escabulle, pero lo tumbaré al final, ya lo creo que sí, menudo uppercut te reservo... Ja, ja, ja, lo pondré fuera de combate y me llevaré toda la bolsa... Ja, ja, ja... Echó una turbia ojeada a su alrededor: ni una sola luz y el viento soplaba firme, entre los árboles. Vaya, es obvio que no estoy ni en Park Avenue ni siquiera en el Village, pero... entonces, ¿dónde, coño, estoy?... ¡Ah! Claro que sí, en Arkansas, en una cabaña de pescadores de Arkansas, con mi amigo Portis que se dispone a escribir un impecable best-seller... Ja, ja, ja... un impecable best-seller fórmula uno... Ja, ja, ja... mientras yo, amigo Portis, mientras yo... bueno, tú ves... Perdió el equilibrio, se desmoronó al pie de una morera y vomitó.

-Yo... Yo sólo busco la evidencia... Sólo la evidencia.

Leo Ros está ahí, llorando.



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