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ArribaAbajoEl médico de sí mismo

§. I

1. Está recibido como axioma que los médicos no aciertan a curarse a sí mismos, y por tanto, en el caso de estar enfermos, deben llamar y rendir su dictamen a otro o a otros médicos.

2. Tocaron este punto Paulo Zachias en sus Cuestiones Médico-Legales, y Gaspar de los Reyes en su Campo Elisio; pero tan de paso, especialmente el primero, que aun se puede considerar la cuestión como indecisa. Pregunta Paulo Zachias si pecará el médico curándose a sí propio o a los suyos, padres, hijos o hermanos. A que dice lo primero, que la opinión del vulgo (por lo cual cita también a Rodrigo de Castro, médico lusitano) niega que esto le sea lícito. Dice lo segundo (declarando su mente) que más debe ser notado de imprudencia que de pecado   —65→   alguno el médico que, especialmente en las enfermedades más graves, se cura a sí propio. Esta resolución es por dos capítulos obscura: el primero, porque no declara, si en el caso propuesto absuelve al médico de todo pecado, dejándole sólo la nota de imprudente, lo que sólo tiene cabimiento si la imprudencia es invencible; porque la imprudencia vencible y voluntaria no puede eximirse de pecado más o menos grave, a proporción de la materia y daño que resulta. El segundo, porque aquella expresión, especialmente en las enfermedades más graves, deja ambiguo si en las menos graves carecerá de toda imprudencia el curarse a sí mismo, o si sólo será menor la imprudencia, por ser menor el riesgo. Noto también que este autor no responde al todo de la cuestión propuesta; pues pregunta no sólo si el médico puede curarse a sí mismo mas también si puede curar a sus padres, hijos y hermanos, y respecto de estos nada resuelve. Noto, en fin, que no apoya con fundamento alguno su resolución.

3. Reyes, aunque algo conciso respecto de la importancia de la materia, procede con más claridad y exactitud. Su sentir es que en las enfermedades leves y que no son acompañadas de fiebre, puede muy bien el médico curarse a sí mismo, pero no en las graves o cuando hay fiebre. La razón que da es que así la fiebre como los grandes dolores, intemperies y síntomas perturban algo la razón, por lo cual impiden al médico enfermo discernir lo que le conviene o daña.

§. II

4. Esta resolución, si se limitase más, no se apartaría de la razón; pero en la generalidad en que la deja el autor no debe aprobarse. La razón es clara, porque la experiencia muestra cada día, que no todo dolor agudo, no todo síntoma grave, y mucho menos toda fiebre perturban la razón. Muchos en enfermedades gravísimas la conservan cabal, y en las fiebres ordinarias casi todos. Lo que, pues, únicamente debería decirse es que se observe si el ardor de la fiebre o la fuerza de los síntomas han alterado   —66→   el uso del juicio, y en este caso no permitan que el enfermo se rija por su dictamen. Esta observación es fácil. Pero soy de sentir que no se fíe al médico asistente, sí que la tomen a su cuenta los amigos y domésticos del enfermo, que sean dotados de alguna prudencia.

5.Esto por tres razones. La primera, porque los que han tenido más trato con el enfermo cuando sano son los más capaces de discernir si el modo de razonar y discurrir que tiene en el estado de enfermo se aparta y cuánto del estado natural y modo de discurrir que gozaba en tiempo de salud. La segunda, porque éstos le tratan a todas horas, y el médico sólo en el breve rato de una casi momentánea visita. La tercera, porque algunos médicos, o por una astuta política o porque así se lo hace juzgar el amor propio, siempre que el enfermo con tesón resiste a sujetarse a su dictamen, le levantan que delira y de ahí a poco que rabia. Referiré a este propósito un chiste bastantemente reciente.

6. Entró el médico a visitar a una religiosa, levemente indispuesta, en ocasión que ésta acababa de tomar chocolate. Tentó el pulso, examinó la lengua, y viéndola con el tinte recién dado, exclamó asustado: Lengua negra, señal de muerte. Quiso luego tentarla con el dedo en la forma ordinaria. Mas la enferma, que había tomado el chocolate contra expresa prohibición del médico, y no quería que se lo conociese (como era forzoso conocerlo al tacto) acudió pronta, retirando la cara como con asco y diciendo: Quite allá, señor doctor, que anda entrando el dedo por esos hospitales en las bocas de bubosos y podridos, y me apestará si me toca la lengua con él. No bien lo oyó mi doctor, cuando volviéndose a otras religiosas que asistían, prorrumpió: Delirio declarado, no tiene remedio; y con esto se fue, dejando tristísimas las asistentes y dando carcajadas la que estaba en la cama. Ésta reía el disparate del médico y la burla que le había hecho; aquéllas lloraban el delirio imaginado y riesgo de su hermana.

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§. III

7. Volviendo al propósito, digo, que exceptuando el caso de observarse algo perturbado el juicio, puede y debe el médico enfermo dirigir la curación mucho mejor que otro de igual ciencia y experiencia. La razón es clara, porque él conoce mejor su temperamento que nadie. La sensación propia de la enfermedad y de sus síntomas le da idea más clara de ella y de ellos, que la que pueden adquirir los médicos más sabios del mundo con todas sus especulaciones; y si, como dicen los médicos, lo mismo es conocer la enfermedad que descubrir el remedio: Cognitio morbi inventio este remedii; él, pues, conoce mejor que todos su enfermedad, mejor que todos acertará con la curación. La medicina es toda experimental. ¿Qué experiencia más segura que aquella que cada uno tiene de sí propio? Si ha padecido otras dolencias de la misma especie, aquéllas le pueden servir de norma. En caso que no, suplen las observaciones generales de lo que dice bien o mal a su complexión. Uno de los principios de la incertidumbre de la medicina es la diferencia individual de unos hombres a otros, por la cual frecuentemente lo que a uno aprovecha a otro daña. De este individuo ¿quién tiene más conocimiento experimental que el mismo individuo? Cuando llega el caso de dudarse si hay o no fuerzas bastantes para algún remedio, ¿quién puede decidir la cuestión con tanta seguridad como el mismo médico que está enfermo? Allá dentro tiene cada uno una sensación oculta, una percepción evidente de su robustez o su debilidad, muy superior a todas las conjeturas que pueden formar los médicos más doctos y prudentes por las señales externas. En cuanto al régimen, es cosa notoria que sólo él puede prescribírselo a sí mismo con acierto. ¿Quién como él (mejor diré quién sino él) puede saber si tal alimento le asienta bien o mal en el estómago, si es proporcionado, o no a su complexión, si le disuelve fácilmente o con dificultad? No hay alimento tan bueno que sea bueno para todos, ni le hay tan malo que no sea   —68→   bueno para algunos. ¿Quién sino la experiencia propia de cada individuo puede mostrarle cuál le es conveniente o desconveniente? Estoy persuadido a que no hay dos hombres en el mundo que deban alimentarse con perfecta igualdad y semejanza, porque no hay dos complexiones en el mundo que sean perfectamente semejantes, o es caso metafísico el que las haya. La complexión consta de muchas partes, en cuya mixtura son infinitas las combinaciones posibles. Por esta razón es caso metafísico hallar dos caras perfectamente semejantes, y la misma milita, y aun con más eficacia en las complexiones.

§. IV

8. Veamos ya qué razones alegan los que, puestos de parte de la máxima vulgar, quieren que siempre se fíe a otro médico la curación. Una de ellas es la que ya hemos propuesto de Gaspar de los Reyes; pero ésta sólo prueba, como hemos mostrado. Otras dos propone el mismo Reyes, sin darles respuesta, ni determinar sobre su asunto cosa alguna.

9. La primera es que el amor propio es causa de que al médico enfermo se le representen sus males menos graves y peligrosos de lo que son, y juntamente de que resista los remedios, especialmente los que son más ásperos y desabridos; cuya dificultad sólo puede vencerse dando la obediencia a otro médico, que prescriba y haga ejecutar lo que juzgue conveniente.

10. Respondo lo primero, que el amor propio en la contemplación de bienes y males, tanto y aun más influye temor que esperanza. En esto hace mucho la diversidad de genios. Los muy alegres esperan que todo suceda bien. Los muy melancólicos siempre temen que las cosas vayan de mal en peor. Los de temperamento medio escuchan el dictamen de la razón. Respondo lo segundo, que siendo cierto, como ya hemos probado, que el médico enfermo conoce mucho mejor la gravedad de su mal que otro cualquiera que le asista, de nada serviría que otro médico sea de contrario   —69→   dictamen al suyo y le represente ser el mal más grave de lo que él piensa, pues siempre creerá más al juicio propio que al ajeno, especialmente sabiendo que aquél se funda en parte en la percepción natural y sensible que tiene allá dentro, y éste en meras conjeturas. Respondo lo tercero, que el médico enfermo mucho menos repugnará los remedios molestos, si su propio dictamen se los representa convenientes, que si solamente otro médico se los propone tales. Esto es tan claro que no admite duda. Y lo mismo que de los medicamentos se debe discurrir de los alimentos, para abrazar los provechosos y huir de los nocivos.

11. La segunda razón (como la propone Reyes) es, porque como algunos males al principio parecen leves y con el tiempo se van agravando, puede suceder que el médico paciente, o por temor o por incuria, no tome providencia para curarse, y así se aumente el peligro. Extraño argumento por cierto y que tiene más defectos que palabras. Vengo bien en que hay males hipócritas, que debajo de una benigna apariencia esconden profunda malicia. Pero si ésta se oculta al mismo médico paciente, ¿por dónde se ha de revelar a otro médico? Las señas externas unas mismas son respecto de entrambos, y el primero tiene la considerable ventaja de su percepción sensitiva, la cual no pocas veces manifiesta al enfermo más rudo la gravedad oculta de su dolencia, que no entiende el médico más sabio. Decir que el paciente por incuria omitirá su curación, ¿qué significa? Que porque él cuidará poco de sí mismo, llame a otro médico que cuide. Aquí hay una extravagancia y una implicación. La extravagancia es que el médico enfermo cuide menos de sí mismo que ha de cuidar de otro médico. La implicación está en que si por incuria deja de curarse, también por incuria dejará de llamar a otro médico. Conque pretender que cuando el paciente peca de incuria llame a otro médico que le cure, es pretender una contradicción, esto es, que cuide y no cuide simul et semel. En fin, decir que por temor omitirá la providencia debida es otro absurdo grande; porque antes bien el temor es espuela del cuidado y excitativo   —70→   de la providencia. Fuera de que si el médico por tímido no toma providencia para curarse, no llamará a otro médico, pues ésta es providencia para curarse.

12. También se alega por la opinión vulgar una autoridad de Aristóteles, la que no me embaraza poco o mucho, no dando Aristóteles razón alguna, y teniéndolas yo muy buenas por mi sentir. Fuera de que Aristóteles tocó muy de paso y por incidencia este punto (Politic., cap. 12), si lo hubiera mirado con la reflexión que yo, tengo por sin duda que sintiera lo mismo que yo. Y esto puede servir de respuesta a otras cualesquiera autoridades de hombres grandes que se me aleguen en las materias que no tratan de intento.

§. V

13. Mi pretensión en el presente discurso hasta ahora se puso en unos términos en que espero hallar muchos que la favorezcan. De aquí adelante toca en un extremo tan distante de la común opinión y práctica, que es de temer que escandalice, en vez de persuadir. Más, en fin, puede mucho la fuerza de la razón. Pretendo, pues, que no sólo el médico puede serlo respecto de sí propio cuanto está enfermo, mas cualquiera enfermo puede y debe serlo en parte respecto de sí propio.

14. El doctor Gazola, veronés, médico cesáreo, en su excelente librito intitulado: El mundo engañado de los falsos médicos, poco ha traducido del toscano en español, bien que sólo propone página 62, que teniendo el enfermo un ligerísimo conocimiento de la medicina puede curarse a sí mismo mejor que le curaría otro mucho más instruido en el arte; pero las razones con que prueba esta propuesta hacen derechamente al intento de la mía. Oigamos a este autor, que aunque el pasaje es algo dilatado, se compensa ventajosamente lo prolijo con lo útil.

15. «Supongamos -dice- que un enfermo sepa tanto de medicina cuanto baste para discernir los buenos de los malos médicos; no hay duda que éste no se engañará tan de ligero en la elección; y aunque no llegue a conocer el   —71→   mejor de todos, a lo menos se guardará de los malos, y antes que valerse de éstos, si los hallase todos de un calibre, se medicinaría por sí mismo. Para cooperar a la naturaleza propia una pequeña vislumbre que tengamos de esta ciencia es suficiente, porque es una indubitable verdad (conforme el dictamen del señor de la Chambre, lib. 1, Caract. de las pasiones), que en nosotros hay un secreto conocimiento de las cosas que conducen a nuestra conservación; de manera que con muy corta noticia que tengamos de la medicina podemos con facilidad ser médicos de nuestras enfermedades.

16. »La arte de medicinar es una purísima conjetura, y nadie mejor que nosotros mismos puede adivinar qué tales sean los desconciertos que pasan en nuestros interiores, pues ningún otro puede interpretar los destinos de la naturaleza propia, como los mismos enfermos con quienes en tan varias sensaciones muy frecuentemente se explica. Así las enfermedades se explican más sensiblemente con los enfermos, y es más probable que éstos adviertan las principales circunstancias de su mala condición, mejor que lo puede hacer ningún médico por la simple relación del enfermo. Por esta causa debió de decir Platón que para llegar uno a ser famoso médico era necesario experimentar en sí todas las enfermedades, juzgando que con dificultad podría saberlas con estudiarlas simplemente en sus libros; y quien no conoce bien el mal, y su causa jamás sabrá remediarle: Non intellecti nulla est curatio morbi. ¡Cuántas enfermedades han venido a ser por esto el oprobio de los médicos, porque todavía ignoran su esencia y su causa!

17. »Por el contrario, ¿queréis saber cuán fácil sea medicinarse por sí mismo? Observad todos los animales curarse con el puro instinto de la naturaleza; porque como quiere Catón: Sua cuique natura est ad vivendum dux; ella es la primera que facilita el camino y los medios de su conservación. Ni me puedo persuadir que les falte a los hombres este beneficio, mayormente viendo a menudo   —72→   muchos enfermos que abandonados de los médicos y administrándoles aquello que apetecen, se les quitaron aquellas dolencias de que estaban oprimidos. Ellos se sienten estimular con ciertos deseos que, así que los cumplen, se recobran, reconociendo en ello su convalecencia.

18. »¿Y es otra cosa todo esto que un puro instinto, o por mejor decir, inspiración de la naturaleza, que hace desear aquello que les puede ser de alivio? Verdaderamente, si los tales enfermos quisiesen en esto tomar antes el parecer del médico, jamás se cumpliría lo que interiormente sugiere la naturaleza próvida, porque lo juzgarían manifiesto desorden el condescender en semejante apetito, por no poder entender ni concebir con los axiomas de su doctrina escolar, que con medios tan extravagantes fuesen libres de semejante enfermedad. ¡Y cuántos sucesos de éstos se leen en sus mismos libros, y cuántos oímos cada día que ellos propios refieren en sus familiares conversaciones haber curado ya a uno, ya a otro de gravísimas enfermedades, con sólo haber cumplido el enfermo su apetito! Por lo cual, filosofando modernamente el padre Malebranche, vino a decir: Itaque dubium non est quiu sensus nostri sint interrogandi etiam in morbo, ut ab iis discamus rationem restituendae sanitatis. (De Inquir. verit.)

19. »Sin embargo, podrán aquí replicar algunos en defensa del arte médico, no negando que haya un gran número de casos semejantes, que no se sabe por el contrario cuántos hayan muerto por no haber obedecido al médico y querido satisfacer sus viciados apetitos. Esto no puede ciertamente negarse, pero también es mucho más probable que la naturaleza haga apetecer a los enfermos cosas por lo común antes convenientes que dañosas, solicitando ella, y estando como empeñada siempre en la conservación del propio individuo: Natura omnia pro hominis salute agit. (De Inquir. ver.) A más de esto, ¿cuántas veces creéis vosotros que los médicos prohíben aquello puntualmente que debieran ordenar? ¿Y cuántas ordenan aquello que nunca mejor que entonces debieran prohibir? De   —73→   aquí nace que los enfermos por lo común tienen aversión a ciertos remedios, como cosas perjudiciales a la salud, sintiendo interiormente la repugnancia de la naturaleza y los presagios de su calamidad. ¡Cuántos con esto habrán muerto, por haberles obligado el médico a recibir la sangría, a tragar la purga u otro brebaje contra la voluntad de los miserables! Cada cual siente estos secretos impulsos, y parece que su alma tiene un género de presciencia de los sucesos futuros, y de ordinario hace ella que se sospeche anticipado el riesgo.

20. »Hay a más de esto muchas cosas que, aunque sean bonísimas, pero encuentran con temperamentos a los cuales son dañosas, y, por el contrario otras, que por lo común son dañosas y, sin embargo, a ciertas complexiones les son antídotos en sus males. Por lo que no debemos maravillarnos que de tantas cosas que a nuestro parecer habían de dar salud a los enfermos, les sean algunas las más perniciosas, y que de otras muchas, cuyo uso juzgábamos perjudicial, reciban manifiesto beneficio: Ultimae rerum differentiae nobis ignotae sunt; ni toda la especulativa del arte médico puede llegar a comprenderlo, y es más fácil que el enfermo tenga alguna vislumbre con la propia experiencia y movimientos interiores, que el médico con toda su conjetura; y siendo cierto que lo que agrada nutre, tanto mejor podrá curar y servir de remedio, pues no puede haber mejor medicina que la que al mismo tiempo puede servir de alimento; porque nutriendo las partes vivifica la naturaleza y le da más fuerzas para superar la enfermedad. Ello es cosa que no debe dudarse; que hay en nosotros una cierta individual filosofía, con la cual, si quisiésemos hacer discreta reflexión, cada uno vendría a ser protofísico de sí mismo; que por esto Tiberio se maravillaba cómo hubiese hombre sabio que se dejase tomar el pulso de ningún médico, y no hubiese aprendido a medicinarse por sí en el curso de su edad.»

21. Tres principios se señalan en el propuesto pasaje de Gazola, por donde el enfermo puede mejor que el médico   —74→   conocer su mal y prevenir su curación. El primero es la experiencia de su complexión; el segundo la sensación de la enfermedad; el tercero el apetito o repugnancia a lo que puede dañar o aprovechar. Por estos tres principios pretende el doctor veronés que con poquísimo conocimiento que tenga el enfermo del arte médica se curará mucho mejor a sí mismo que le puede curar uno de los médicos vulgares; y yo, sin disentir a este aserto, añado que de los mismos se infiere que, aunque el enfermo carezca enteramente de las noticias del arte, se le puede y debe fiar en parte su curación. No pretendo que el enfermo no consulte al médico, pero quiero que el médico consulte también al enfermo, por cuanto éste tiene unos principios prácticos conducentes al conocimiento y curación del mal, de los cuales carece el médico, y a quienes debe atemperar los axiomas o aforismos que ha estudiado. Nuestros sentidos solos -dice el padre Malebranche- son más útiles para la conservación de nuestra salud que todas las leyes de la medicina experimental, y la medicina experimental es más segura que la teórica. Pero la medicina teórica, que atiende mucho a la experiencia y mucho más al informe de nuestros sentidos, es la mejor de todas (De Inquir., verit., in conclus. trium prim. Libr.).

22. En este punto quiero que se pongan las cosas. Los médicos que consultando a secas sus aforismos, desestiman enteramente el dictamen de los enfermos, ya en la graduación de la dolencia, ya en el uso de los remedios, ya en la elección de manjares, aunque por otra parte parezcan muy doctos y echen de carretilla cuatrocientos textos de los autores más escogidos, son unos bárbaros, y en vez de aprovechar dañan.

§. VI

23. Empezando por la graduación de la dolencia no es dudable que en Hipócrates y otros autores se hallan muy buenas reglas para discernir si el mal es grave o leve, si carece o no de riesgo, si es mortal o venial. Pero ¿cuántas veces las señas externas que se mandan observar son equívocas, de modo que no se conoce a punto   —75→   fijo su carácter? ¿Cuántas veces están complicadas y opuestas, de modo que unas inspiran confianza, otras miedo? ¿Cuántas veces la enfermedad es tan profundamente hipócrita, que no revela en alguna seña externa su malicia? En estos casos es no sólo importante, sino necesario atender al dictamen del enfermo sobre la gravedad de su mal, porque él suele tener allá dentro una sensación oculta y casi inexplicable, que le representa al vivo el estado de gravedad de su dolencia. El percibe un género de desabrimiento, molestia o pesadilla para quien no tiene voces, y que no ha percibido en otras indisposiciones, que parecían de igual o mayor gravedad. El siente confusamente la decadencia y postración de alguna facultad interna, a quien acaso hasta ahora los físicos no dieron nombre determinado. De hecho se ve (como yo lo he visto y observado infinitas veces) que discrepando notablemente el médico y el enfermo sobre la graduación de la enfermedad, lo común y comunísimo es que el éxito compruebe el dictamen del enfermo.

24. Mas esto se debe entender con dos limitaciones. La primera es que el enfermo no sea de genio muy pusilánime y aprehensivo, porque éstos en cualquiera ligera indisposición imaginan una enfermedad mortal, por lo que convendrá que el médico se informe de los domésticos si su genio adolece de este defecto o si en otras indisposiciones leves es combatido de los mismos temores. Por el contrario, también puede ser el genio tan audaz, confiado y arrogante, que no deje escuchar o que sofoque las voces con que se explica la naturaleza, lo que asimismo podrá el médico saber por el informe de los domésticos. La segunda limitación es que si las señas de gravedad y peligro que ha calificado una constante experiencia son claras y conspiran uniformes, el médico puede y debe despreciar el dictamen del enfermo, por más que éste asegure que su indisposición no es de cuidado; en cuyo caso se puede sospechar un delirio diminuto que perturba el juicio en orden a la enfermedad o cierto vicio del celebro, por el cual no ejerce   —76→   la debida sensación. No es tan ideal mi conjetura que no me la haya comprobado con algunas observaciones la experiencia. Comúnmente, cuando en la concurrencia de señas claras de gravedad el enfermo obstinadamente porfía que su mal es levísimo, o el delirio, creciendo después, se hace manifiesto, o el vicio del cerebro se declara en algún afecto capital.

§. VII

25. En cuanto a los medicamentos se debe también atender a la mayor o menor repugnancia del enfermo. Dije a la mayor o menor repugnancia, porque el que haya alguna, especialmente respecto de los mayores, viene a ser como transcendente, en atención a que son molestos y desabridos. Pero una cosa es aceptar el medicamento con alguna repugnancia por el miedo de la molestia, y otra resistirle por un especial horror que allá dentro inspira la naturaleza, como que está señalando con el dedo a su enemigo. Así sucede no pocas veces; como otras al contrario, con una secreta y fuerte propensión a tal o tal cosa, está dictando la naturaleza el remedio que le conviene. ¡Cuántos -como advierte el doctor Gazola- abandonados ya de los médicos que los habían desahuciado convalecieron, rigiéndose únicamente por su antojo!

26. Fuera de esto, en dos casos debe ser preferido el dictamen del enfermo a las comunes reglas del arte, en orden al uso de los remedios. El primero, cuando el enfermo tiene experiencias bastantes de que el remedio le es nocivo u otro distinto provechoso. No por ser una misma en especie la enfermedad aprovechará en distintos individuos un mismo remedio, así como no por ser los hombres todos de una especie los nutre bien a todos un mismo manjar. Lo que tiene de particular cada individuo sólo lo puede enseñar su particular experiencia. Estando enfermo no ha muchos años en Salamanca el doctor don Pablo Carvajo, catedrático de Medicina en aquella Universidad, todos los médicos de ella conspiraron en ordenarle la quina. Resistiola mucho el enfermo con repetidas protestas de que conocía le había de   —77→   ser fatal el uso de aquel medicamento. Al fin venció, como suele suceder, la multitud, en que también tuvo su parte la falsa persuasión de que el médico no puede curarse a sí mismo. Tomó el enfermo la quina, y fue como si tomara cicuta, porque se conoció al momento el daño y tardó poco en llegar la muerte. Refirióseme el suceso en la forma que le escribo.

27. El segundo caso en que debe ser preferido el voto del enfermo es cuando alega falta de fuerzas para resistir el remedio. Cada individuo conoce su robustez o la falta de ella por una experiencia sensible y manifiesta, harto mejor que todos los médicos del mundo por el pulso, el cual es un indicante falacísimo, pues por mil causas diferentes puede suceder que estando postrada alguna de las facultades en que estriba la vida, circule la sangre con la actividad que es necesaria para dar movimiento vigoroso a la arteria. El caso lamentable de aquel incomparable varón Pedro Gasendo puede escarmentar a médicos y enfermos sobre este asunto. Nueve sangrías le habían hecho dar los médicos en su última enfermedad, y no contentos con ellas, aún querían que se sangrase más. Representoles Gasendo la suma postración de sus fuerzas, y ya inclinaba a los más de los médicos a la revocación de su sanguinario decreto, cuando uno entre ellos, el más arrogante y feroz, disputando obstinadamente en contrario, volvió a afirmar a sus compañeros (acaso contra el propio dictamen) en la sentencia cruel. Digo acaso contra el propio dictamen, porque, ¿cuántas veces sucede que por no tener valor un médico modesto para sufrir o resistir la insolencia y dicacidad de otro que es vocinglero y osado, le deja salir con lo que quiere, y el pobre enfermo lo paga? Fuele fatal a Gasendo en esta ocasión aquella dulcísima docilidad de genio que siempre tuvo. Consintió en admitir más sangrías, conque a paso acelerado fue perdiendo el residuo de sus fuerzas, de modo que al acabar de recibir la última le faltó casi enteramente la voz, cuyo uso había gozado hasta entonces, y tardó poco en rendir el espíritu a su Criador.

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§. VIII

28. En orden a los alimentos, no sólo tiene el enfermo el primer voto, mas aun casi debe ser el único árbitro. Cuál es el alimento más conforme a la complexión de este individuo sólo él puede saberlo. Discrepamos (como ya se insinuó arriba) unos hombres de otros, tanto en las complexiones como en las caras. Siempre me he reído en la observación de algunos que atienden al régimen o género de manjar y bebida que usaron tal o tal hombre de los que llegaron a edad muy crecida, y toman para sí aquel mismo régimen, juzgando de este modo vivir tanto y con tanta salud como aquéllos. ¡Observación ridícula! Lo que para aquéllos fue bueno, para ellos será malo, y acaso vivirán menos rigiéndose por esa imitación, que si fiasen enteramente a su apetito natural. Fuera de que hay hombres de tal complexión, que de cualquier modo que se alimenten gozan salud y viven mucho; y otros que de cualquier modo que se traten viven con trabajo y mueren presto. El hábito tiene también una grandísima parte en lo provechoso del alimento; y de aquí viene que alimentándose con suma diferencia los individuos de diferentes naciones, no se observa desigualdad sensible, ni en la prolongación de su vida, ni en su salud o robustez. Los franceses son comedores de carnes; los italianos, de ensaladas. ¿Qué alimentos más desemejantes que carnes y hierbas? Sin embargo, no se nota que vivan más o menos sanos unos que otros. De cualquiera de los dos principios, hábito o complexión, que provenga ser el alimento saludable, cada individuo sabe cuál le es conveniente.

29. Verdad es que el genio de la enfermedad suele alterar esta proporción, y hace que ahora sea nocivo lo que en el estado de salud era provechoso. Mas no deja explicar entonces la naturaleza esa mudanza con la variación del apetito. Así se ve que aun los hombres vinosos, en el estado de febricitantes aborrecen el vino. Con aquella repugnancia del apetito explica la naturaleza que no le conviene entonces.

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§. IX

30. Pero, ¿podrá el médico tomar por regla general para la forma del régimen el apetito del enfermo? Esta pregunta representa toda la dificultad que ocurre en la presente materia; porque si se responde a ella asertivamente, se opone que muchas veces los enfermos apetecen cosas que les son nocivas. Si se responde que no, se debe señalar alguna regla para discernir cuándo se ha de fiar el médico y cuándo no al apetito del enfermo, y en defecto de ella cuanto hemos dicho es inútil.

31. El doctor Gazola, citado arriba, dice que por lo común el apetito explica la indigencia de la naturaleza, aunque en tal cual caso engañe. De aquí parece pretende inferir que el médico absolutamente se gobierne por él, porque el juicio prudencial se forma por lo que regularmente acontece, y aunque no siempre acertará, pero acertará muchas más veces prescribiendo comida, y bebida según el apetito del enfermo, que según las reglas ideales del arte.

32. Yo quisiera decir alguna cosa más precisa, por no dejar la materia en esta vaga incertidumbre. Y lo primero que me ocurre es que se atienda si el apetito del enfermo nace de algún hábito inveterado y depravado. El ejemplo que luego se presenta es de algunos hombres extremadamente dados al vino, que aun en el estado de fiebre le piden y apetecen. ¿Y qué se ha de hacer con éstos? ¿Negarles el vino absolutamente? No soy de ese sentir; sino que se les conceda con mucha moderación. La experiencia ha mostrado muchas veces que aun a éstos les es conveniente. Tengo presentes varios ejemplares de hombres muy vinosos, los cuales, negándoles el médico totalmente el uso del vino en la enfermedad y yendo siempre de mal en peor, hasta verse deplorados, con algunos tragos de vino que les ministró, o importunado de sus ruegos o por considerar que ya nada se aventuraba juzgando la muerte de todos modos cierta, algún asistente, felizmente se recobraron y vivieron después muchos años.

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33. Haciendo reflexión y filosofando sobre la causa de este fenómeno, me parece la más verisímil el que los hombres muy vinosos, si se les niega el vino enteramente, caen en un notable languor y postración de ánimo y de fuerzas, por lo cual la enfermedad, aunque en sí no sea muy grave, los rinde y oprime como si lo fuese. Esto se ve aun en los sanos. Si a un hombre dado bastantemente al vino se le quitáis por uno o dos días, le veréis luego desalentado, triste, sin vigor o actividad para ejercicio alguno ni mental ni corporal. ¿Cuánto más sucederá esto en aquel que sin el subsidio de aquel licor que le anima, tiene sobre sí el peso de la enfermedad que le bruma?

34. Muchas veces he pensado que algunos hombres mueren de pequeñas enfermedades, y no quiero decir solamente que en los principios lo sean, sino que aun son pequeñas en aquel estado de aumento en que matan. Probaré y explicaré esta paradoja con un ejemplo sensible. ¿Será menester para derribar un hombre al suelo, que el que le haya de derribar tenga la fuerza de Hércules? Claro es que no. Tan débil puede ser, que otro hombre de poquísima fuerza, como sea algo superior a la suya, le derribe. En esta situación me figuro yo, respecto de muchos enfermos, las fuerzas de la naturaleza y de la enfermedad; ésta no muy valiente, pero aquélla muy lánguida; en cuya concurrencia es tan seguro que aquella derribará a ésta, desbaratando su natural armonía, como es cierto que un hombre de pocas fuerzas vencerá a otro que tenga menos.

35. En aquel estado, pues, de languor que tiene un hombre vinoso cuando le privan enteramente del vino, es muy posible que poca enfermedad le postre mucho. Por eso, pues, la naturaleza próvida, explicándose por medio de un constante apetito en las enfermedades de algunos de éstos, insta y porfía continuadamente sobre que la socorran con aquel espiritoso licor, y logrado este socorro, casi en un momento revive.

36. Y verdaderamente los médicos, que obstinadamente niegan a todo febricitante el uso del vino, me parece que   —81→   no van consiguientes a sus propias máximas. Ellos no niegan que éste sea un poderoso cordial, y aun el más eficaz de todos. Potentissimum omnium cardiacorum est vinum, dice Etmulero. La experiencia lo hace palpar; pues cuanta pedrería, hierbas y confecciones hay en las boticas no confortan, animan y alegran tanto como dos sorbos de vino generoso. ¿Por qué no se ha de usar, pues, este cordial, cuya virtud es sensible y manifiesta con preferencia a otros, o de actividad más lánguida o que se duda razonablemente si tienen alguna? Responderanme que el vino, aunque pueda aprovechar por lo que conforta, daña por lo que enciende. Pero a eso tengo dos réplicas que oponer. La primera es que ese encendimiento en muchos casos aprovechará, conviene a saber, en aquellos en que la fermentación es muy remisa, y conviene promoverla y fomentarla para segregar la causa morbífica, antes que lo impuro con la mucha detención inficione y corrompa lo que está sano. La segunda es que muchas veces es notablemente mayor el bien que resulta de la confortación que el daño que puede resultar de aquel aumento de incendio. Esto es claro, porque muchas veces peligra más el enfermo por la falta de las fuerzas, que por el ardor de la fiebre. ¿Cuántas veces los médicos conciben mejores esperanzas de un joven robusto que está padeciendo una fiebre muy intensa, que de un anciano débil que padece otra mucho más remisa? Luego convendría aquí, por ocurrir a lo que más urge, prescribir lo que es confortativo, aunque tenga algo de inflamatorio.

37. Médicos he visto que tienen presente esta máxima, pero que yerran la aplicación, porque usan de ella sin consultar el apetito del enfermo y aun con manifiesta repugnancia suya, en cuyo caso siempre he visto que el vino, lejos de decir bien al estómago, le altera, irrita y perturba, de modo que o le arroja luego, o si le retiene, las fuerzas no se reparan y el enfermo padece una inquietud desabridísima. Soy, pues, de dictamen que nunca se haga esto, repugnándolo el enfermo; pero sí cuando muestre   —82→   inclinación o apetito, aunque se debe proceder con distinción. Y aquí entra lo segundo que me ocurre en la materia.

§. X

38. El apetito puede considerarse en dos partes: en el paladar y en el estómago, y no siempre están estas dos partes de acuerdo. Tal vez la comida o la bebida hacen sensación grata en el paladar, y el estómago no las recibe bien. Tal vez, al contrario, el estómago pide una nueva refección, aunque al paladar no agrade. A poca reflexión que haga el enfermo, discernirá de cuál de las dos partes nace el apetito. Pero prescindiendo de su informe, creo se puede dar por regla general que cuando el apetito es muy vehemente proviene del estómago. Vese esto en la sed, la cual, cuando nace de la sequedad del paladar o de las fauces, fácilmente se tolera o con dos gotas de agua se quita. Pero cuando viene de falta de humedad en el estómago, se sufre con mucho mayor dificultad, y va creciendo por instantes hasta hacerse del todo intolerable. Casi lo mismo sucede cuando algún humor acre, punzando las túnicas del estómago, produce en ellas una sensación semejante a la que causa la falta de humedad. Cuando, pues, el apetito nace únicamente del paladar no se debe hacer aprecio de él, sino proceder sobre otras reglas. Mas cuando el paladar y el estómago estén conformes en la inclinación, se debe atender ésta como voz de la naturaleza, que pide lo que le conviene o por lo menos con motivo suficientísimo para que el médico poco a poco vaya tentando a ver cómo le va al paciente, concediéndole a trechos y en cortas porciones aquello que solicita con ansia.

39. He oído decir no pocas veces que los enfermos siempre apetecen lo que les es nocivo. Máxima irracional, que dirigiendo la bárbara práctica de algunos asistentes ha hecho mártires no pocos enfermos, quitándoles la vida después de un tormento dilatado. ¿Cómo es creíble que sea tan madrastra nuestra la naturaleza, que cuando más necesitamos de su socorro nos inspire sólo una infeliz propensión   —83→   a lo que nos es nocivo? No es sino benigna madre, que estimulando el apetito, propone lo conveniente. Vese esto en todas las indigencias naturales del hombre y de todos los demás animales, porque cada una tiene su apetito correspondiente, que señala el tiempo en que se ha de acudir a su socorro. La hambre dicta cuándo es necesario el manjar, la sed cuándo necesitamos de bebida, la inclinación al sueño cuándo es preciso el reposo; aun para la segregación de lo excrementicio se siente en todos los conductos destinados a este ministerio, cuando llega el punto de ser necesaria una eficaz pretensión que la determina. Brevísima sería la vida de todos los animales, si la naturaleza no les enseñase con la voz del apetito lo que es conveniente para su conservación.

40. Esta bárbara máxima, fecunda de infinitos intolerables abusos, ha quitado, digo, después de un dilatado martirio, la vida a muchos enfermos. De aquí ha nacido precisarlos a un determinado manjar, que el médico o los asistentes juzgan provechoso (pongo por ejemplo carne o huevos) y por más que lo repugnen y aborrezcan con toda el alma y con todo el cuerpo, y lo han de masticar rabiando o se han de quedar sin alimento alguno, sin advertir que hace aquella repugnancia por instinto natural el estómago, por serle tal alimento entonces desproporcionado, lo que ya algunos médicos de mucho nombre han advertido. De aquí ha nacido hacer morir de sed, exhaustos, ardidos, medio desesperados algunos febricitantes, sin omitir por eso las sangrías y otras evacuaciones, que aumentaban la necesidad de bebida. ¡Práctica tirana y detestable! En un autor médico he leído, que habiéndose anatomizado los cadáveres de algunos que la padecieron, se les hallaron las venas y arterias totalmente vacías. ¿Qué mucho que no quedase gota de sangre en ellas, si por una parte la lanceta la evacuaba, por otra la fiebre la consumía, por otra la sed la agotaba?

  —84→  

§. XI

41. No llega a este punto la severidad de los que tienen algún uso de razón. Pero dicen que por lo menos no se debe fiar la dieta de los enfermos a su apetito; pues se ve que muchas veces los daña aquello mismo que apetecen. Ya hemos visto que el doctor Gazola responde a esto que así sucede una u otra vez, pero lo frecuente es lo contrario. Pero lo primero, yo quisiera que me dijesen de dónde consta con certeza que eso sucede algunas veces. No puede alegarse otra cosa sino la experiencia de que este, aquel y el otro enfermo, después de comer o beber, llevados del apetito, alguna cosa contra lo prescripto por el médico, empeoraron y murieron. Pero, ¡válgame Dios! ¿No se experimenta también a cada paso que este, aquel y el otro enfermo, después de observar exactamente cuanto prescribió el médico (aunque sea el médico más sabio) empeoran y mueren? La experiencia es totalmente uniforme: conque o probará que en este segundo caso la obediencia al médico los mata, o no probará que en el primero los mata la obediencia a su apetito. Decir que en el segundo caso los mata la fuerza insuperable de la enfermedad y no los preceptos del médico, es lo mismo que no decir nada, porque la misma solución se puede aplicar al primer caso. ¿Qué ángel ha revelado si el enfermo murió por beber un poco de agua a media noche o porque la enfermedad de su naturaleza era mortal y le mataría, que bebiese, que no bebiese? Los médicos, o muy ignorantes, o muy astutos, siempre que después de observar alguna aparente mejoría en el enfermo ven que se explica de nuevo con mayor fuerza la dolencia, claman que no puede menos de haberse cometido algún exceso, y entonces ha de pasar indispensablemente por exceso, si no hay cosa más abultada de que echar mano, cualquiera fruslería ridícula de que den noticia los asistentes, como enjuagar la boca, mudar la camisa, sacar un brazo fuera de las sábanas, cortar las uñas, etc. Mas es que con esto   —85→   queda acreditado el médico de sapientísimo, como que con su profunda perspicacia conoció al momento la causa del daño, y fácilmente le creen que si no fuera por el exceso cometido le llevaba ya del todo sano. ¡Oh, necia credulidad! ¿Por ventura no hay sus altos y bajos en todas o casi todas las enfermedades, por más uniforme y arreglado que sea el porte del enfermo? ¿Qué dolencia hay donde no asome en uno u otro intervalo de tiempo algún rayo de mejoría? ¿Y cuán común es suceder luego mayor nublado a aquella engañosa serenidad?

42. Lo segundo digo que no se ha de seguir ciegamente el apetito de los enfermos; o por mejor decir no se han de fiar ciegamente los enfermos a su apetito. Deben proceder respecto de él con reflexión; deben examinar si la naturaleza le inspira, o si nace de un hábito de glotonería que han adquirido contrario a la misma naturaleza (bien que esta advertencia debe servir para minorar la cantidad, no para condenar la calidad) si es vehemente o remiso; si tiene su asiento en el paladar o en el estómago. En fin, deben aplicar la atención, a fin de averiguar si allá dentro sienten alguna repugnancia a lo mismo que apetecen. Esta es la más importante advertencia de todas, aunque parece implicatoria. Siendo varias las partes, facultades y disposiciones de nuestro cuerpo, puede suceder y sucede que se apetezca por una lo mismo que se repugna por otra. El que tiene los pies fríos y la cabeza ardiendo por razón de la opuesta disposición de estas dos partes, ama la cercanía del fuego y la repugna. El que tiene el paladar escoriado o llagado, con el estómago apetece el manjar, porque le necesita; con el paladar le repugna, porque le moleste. Al contrario, apetece a veces el paladar lo que repugna el estómago: y me parece que es caso nada extraordinario en muchas fiebres. Todo o casi todo febricitante, por razón del ardor de la calentura y sequedad de la boca, apetece agua fría. Mas si el enfermo con alguna reflexión, por poca agua que sea, atiende a la disposición presente de su estómago, sucede muchas veces no reconocer en él exigencia   —86→   de agua, antes alguna repugnancia. Y en efecto, llegado el caso de beberla, en el paladar siente no poco deleite, mas al bajar la agua por el esófago, se advierte claramente que el estómago no la admite bien, y en este cuarto interior del animado edificio es recibido el huésped muy distintamente que en la antesala.

43. Aun dentro del mismo estómago puede haber esta complicación de repugnancia y apetito respecto de la misma agua. Es el caso que en el estómago hay la disposición propia y característica de tal entraña, y hay la disposición preternatural de la fiebre común a todo el cuerpo. Por razón de la primera suele resistir el estómago la agua, y, sin embargo, apetecerla por razón de la segunda. Ni se me diga que ésta es una sutileza metafísica. Tan física y sensible es la materia que trato como la que más; pero es como otras muchas, para cuya percepción animal basta la materialidad del sentido, mas para explicarlas inteligiblemente piden mucha sutileza del discurso. No habrá febricitante alguno, por rudo que sea, el cual teniendo el estómago en el estado en que ahora le pinto, si hace reflexión, no perciba que hay en él dos sensaciones opuestas respecto de la agua: la una de deleite, la otra de displicencia; aquélla por el alivio que siente el estómago en el refrigerio del incendio; ésta porque a su constitución propia, según el estado presente, es la agua contraria y nociva. Díganme los que han padecido fiebre, si entonces cuando bebían sentían que la agua asentase en el estómago con aquella conformidad, con aquel amigable consorcio que experimentan cuando la beben sedientos en el estado de sanos. Si me responden que sí, resueltamente digo, que en ese caso les era provechosa. Si me responden que no, ve ahí lo que digo yo de las dos opuestas sensaciones, la una de deleite, por prestar la agua el alivio del refrigerio; la otra de desagrado, por ser contraria a la constitución presente del estómago y aun de todo el individuo.

44. Y otra cosa muy importante se debe notar aquí, porque aclara y juntamente persuade con eficacia la máxima   —87→   que seguimos. Sucede muchas veces que bebiendo el enfermo hasta determinada cantidad, más o menos, según el grado de su verdadera indigencia, le asienta el agua perfectamente bien en el estómago; pero si pasa de allí, ya éste empieza a admitirla con una especie de desagrado, tanto mayor cuanta la cantidad fuere más excedente, sin embargo de que por otra parte goza del alivio del refrigerio, y por este capítulo aún no se ha quitado la ansia o saciado el apetito. Esta es una seña fija de que aquella determinada cantidad era proporcionada a la indigencia del estómago, y por tanto, provechosa, pero pasando de allí empieza a ser nociva.

45. De lo dicho en este párrafo se infiere que el apetito natural del alimento, a quien le examina con reflexión y cuidado, nunca engaña. En cuya conclusión, sobre deberse tener presentes todas las excepciones y distinciones que hemos señalado, se debe atender también a si el enfermo padece una especie de delirio diminuto: lo que debería sospecharse si pidiese cosas muy extravagantes y absurdas, salvo si padeciese aquella especie de enfermedad que los médicos llaman pica.

46. Y porque sobre esta enfermedad se nos pudiera hacer alguna objeción, pues en ella los enfermos apetecen y devoran con ansia cosas sumamente contrarias a la naturaleza, como tierra, yeso, carbones, ceniza, etc., decimos lo primero, que como no hay regla general sin alguna excepción, no tendría inconveniente exceptuar esta enfermedad, por el carácter específico que tiene de consistir en un apetito depravado. Lo segundo, digo que Avicena, a quien siguen en esta parte muchos médicos graves, advierte que aun en la pica apetece el estómago cosas que son contrarias al mismo humor pecante, y así vienen a ser curativas de la enfermedad, aunque no nutritivas: y por esto Etmulero quiere que no se les prive absolutamente de aquellas cosas absurdas, sino que con ellas se les mezclen alimentos substanciosos que los nutran; lo cual viene a ser alimentarlos y curarlos a un tiempo. A mí me parece admirable   —88→   este método, y creo que la peoría que tal vez se observa en los que comen aquellas cosas absurdas no proviene del aumento del humor pecante, sino del defecto de nutrición.

47. Concluímos, pues, que no sólo el médico puede serlo respecto de sí mismo estando enfermo, mas todo enfermo debe tener mucha parte en la curación de sí mismo y entonces podrán ir las cosas medianamente (no me alargo a más) cuando no sólo el enfermo consulte al médico, mas también el médico al enfermo sobre los tres capítulos graduación del mal, uso de remedios y elección de régimen.

APÉNDICE CONTRA EL DOCTOR LESACA

48. La materia de este Discurso me hace presente lo que contra mí escribió el doctor Don Juan Martín de Lesaca, Médico del ilustrísimo Cabildo de Toledo, en el capítulo último del libro que intituló: Apología Escolástica, en defensa de las Universidades de España, contra la Medicina Scéptica del doctor Martínez.

49. Verdaderamente la Apología es tal, que después de leerla toda, juzgando haberme equivocado, volví a mirar el título, a ver si decía en defensa o en ofensa de las Universidades de España. Quien sale a público desafío por tantas Repúblicas literarias debe reputarse por uno de sus más famosos campeones. Ningún ejército, cuando se ofrece el caso de certamen singular, fía su reputación a la flaqueza de un inválido o a la ignorancia de un bisoño; porque si se experimenta inhábil el que sale al campo por todos, no se hace mejor juicio, antes peor, de los que quedan en las filas. El doctor Lesaca maneja en todo su libro tan infelizmente la principal arma de la escuela, conviene a saber, el raciocinio, que si por él se hubiese de hacer juicio del resto de sujetos que componen nuestras   —89→   Universidades, estos serían los primeros que saldrían a reñir el duelo con él, como ofendidos. Siendo así que este doctor es tan preciado de dialéctico, que temo que recete a veces por el antidotario de Bárbara, Celarem, prescribiendo a los enfermos confecciones de silogismos, no hay en todo aquel capítulo cláusula, argumento o solución donde no se note o alguna equivocación portentosa o alguna inadvertencia notable o algún paralogismo evidente. Notarase compendiariamente cuanto dice contra mí, dejando su derecho a salvo al doctor Martínez, por lo que toca a él, pues no necesita de mi auxilio ni del de otro alguno, aun para enemigos muy superiores en esfuerzo al doctor Lesaca.

50. Página 239. Para impugnar lo que yo dije sobre la nimia confianza que hacen los enfermos de los médicos, me arguye así: O se curan hoy los enfermos bien o mal. Si se curan bien, ¿qué los pueda dañar el tener alguna más confianza de la que debieran? Si se curan mal, es preciso que con más desconfianza y menos confianza se curen peor.

51. Este argumento peca por tantos capítulos, que más necesita de absolución que de solución. Lo primero: la pregunta disyuntiva está mal formada, y contra toda buena lógica, porque bien lejos de precisar a la afirmativa de uno de los dos extremos, ambos se deben negar. La razón es, porque como la proposición indefinita equivale a universal (esta es lógica que estudió el señor doctor en Alcalá y de que hace tanto aprecio) lo mismo será decir los enfermos se curan bien, que decir todos los enfermos se curan bien, y lo mismo será decir los enfermos se curan mal, que decir todos los enfermos se curan mal, de las cuales una y otra es falsa, conque no se puede afirmar ni uno ni otro extremo de la disyuntiva; y no afirmando alguno de ellos, es preciso que el señor doctor se quede con las consecuencias que saca de uno y otro en el cuerpo.

52. Lo segundo: tiene otra nulidad considerable la disyuntiva, que es preguntar cuál de los dos extremos es verdadero al mismo que lleva por dogma, que en esto no   —90→   hay certidumbre alguna, y en esto funda la desconfianza o menor confianza que se debe hacer de los médicos. Yo digo que por la grande oposición de opiniones y de práctica que hay en la Medicina, es incierto si los médicos curan bien o mal, y así no se debe confiar tanto en ellos. Querer, pues, precisarme a mí a que afirme, o que curan bien o que curan mal, ¿qué es sino haber perdido el tino con el calor del argumento?

53. Lo tercero: el consiguiente que infiere el señor doctor del primer extremo está muy mal inferido. La nimia confianza siempre es necedad, y la necedad en cualquiera materia es dañosa al sujeto en lo que concierne a ella. Determinémoslo a la presente. Aun suponiendo que todos los médicos curen bien, cabe nimiedad en la confianza, y esta nimiedad sería nociva a los enfermos. Puede el enfermo tener tanta confianza, que juzgue que por más desórdenes que haga le ha de curar el médico. ¿Quién duda que esto le será perjudicialísimo? Item: puede tenerle por infalible en el pronóstico de que ha de sanar, y con esto, por muy malo que se halle, descuidará de prevenirse cristianamente para la muerte, lo cual le puede ser mucho más perjudicial que lo primero. ¡Ojalá no hubiera sucedido esto infinitas veces! Ni esto es contra el supuesto que se hace, porque suponer que el médico cure bien, no es suponerle incapaz de errar una u otra vez así en el pronóstico como en la curación. Supónese que su ciencia es humana, no celestial o divina. Item: puede el enfermo, sobre la fe de que cuanto recete el médico le aprovechará, importunarle a que recete mucho, y éste condescender por una viciosa docilidad: lo que frecuentemente sucede y se lo he oído confesar a algunos médicos. ¿Y quién duda que aunque cada remedio por sí solo considerado sea oportuno, la nimia copia de ellos es nociva? Ni se me diga que en este caso el médico curará mal, lo cual es contra el supuesto que se hace; porque lo que hace derechamente a mi propósito de corregir la nimia confianza de los enfermos es que el médico mismo,   —91→   que sin esa nimia confianza curaría bien, por la nimia confianza cure mal.

54. Lo cuarto: tampoco sale el consiguiente que infiere el señor doctor del otro extremo, antes al contrario. Si el médico cura mal y el enfermo desconfía o tiene una confianza diminuta, no se pondrá ciegamente en sus manos, no aceptará todos sus remedios, consultará sus fuerzas cuando se trate de los mayores, su misma desconfianza hará que el médico se vaya con más tiento. Ve aquí cómo la desconfianza o menor confianza no hará que el enfermo se cure peor, sino que se cure menos mal. Dar tanta fuerza a la confianza en el médico para la curación y querer comparar el remedio que se toma con confianza al manjar que se come con apetito, es sacar las cosas de sus quicios. El apetito nace de la misma naturaleza; la confianza en el médico malo es únicamente hija de una aprehensión errónea. Mas: El manjar, aunque sea de menos buena calidad, siempre es manjar; esto es, capaz de nutrir; la receta errada no prescribe remedio que sea verdaderamente remedio sino en el nombre. Ve aquí lo que es, descubierto en la análisis aquel argumento bicornuto que el señor doctor con tanta satisfacción suya propone.

55. Página 240. Achácame el señor doctor la proposición universal de que los médicos no pueden conocer las enfermedades ni sus causas. En cuanto a la segunda parte, vaya; pero en cuanto a la primera, ¿cuándo o dónde he echado yo ese absoluto? Ni he estampado, ni de cuanto he escrito se puede inferir que nunca los médicos conocen las enfermedades. Lo que siento y dictan la razón y la experiencia es que muchas veces no las conocen y toman una por otra. En esto hay mucho más y menos, según son los médicos y según son las enfermedades. Entre los médicos, según sus desiguales talentos, unos conocen más, otros menos. Entre las enfermedades hay unas más descubiertas, otras más ocultas. Sería sin duda equivocación atribuirme aquella absoluta. Y es lástima, porque gasta en la impugnación cerca de tres hojas, donde   —92→   vierte un buen trozo de súmulas alcalaínas, que el lector le perdonaría de buena gana.

56. En este intervalo (pág. 241) revuelve también el doctor Lesaca contra el doctor Martínez sobre esta cláusula de su Carta defensiva: Confieso la ignorancia de las causas morbíficas (pues quién negará que se ignora lo que se disputa) pero admito los caracteres por donde experimentalmente se distinguen y curan. Pretende el doctor Lesaca que en esta cláusula se contradice el doctor Martínez: pretende, digo, que es imposible conocer y curar experimentalmente las enfermedades sin el conocimiento de las causas morbíficas. ¿Quién creyera tal de un médico tan docto? Dígame el señor doctor: ¿no conoce experimentalmente una terciana? ¿No la distingue de un tabardillo? ¿No sabe curarla? Dirame que sí. Pregunto más: ¿conoce su causa morbífica? Aunque me diga que sí, yo sé ciertamente que no, salvo que Dios se le haya revelado. Es tan intrincada, tan abstrusa, tan escondida la causa del recurso o repetición periódica de las fiebres intermitentes, que después de innumerables modos de opinar que se han excogitado en esta materia, confiesan los médicos que hasta ahora está por apear la duda. He tocado este punto, porque también me toca a mí y no sólo al doctor Martínez.

57. Página 246. Para responder e impugnar lo que yo digo sobre la incertidumbre de la Medicina por la variedad de opiniones alega una autoridad de Hipócrates, que dice puntualmente lo mismo que yo, aunque con restricción a las enfermedades agudísimas. Pero añade luego al punto lo que dice Valles sobre aquel texto, el cual, después de proponer la objeción que se hace contra la Medicina, fundada en que frecuentemente los médicos discrepan en la curación, de modo que lo que uno prescribe como provechoso otro lo juzga nocivo, prosigue así: Verum haec dicteria popularium sunt et viris sapientibus indigna: non enim adeo dissentiunt medici periti. En castellano: Pero estos dicterios son propios de gente popular e indignos de varones sabios, porque no discrepan tanto   —93→   los médicos peritos. Hasta aquí Valles y hasta aquí el doctor Lesaca, el cual con este texto de Valles queda tan satisfecho como si me echara a cuestas una demostración matemática.

58. ¿Qué negocio hace con ese texto el señor doctor? Lo primero es que Valles sólo dice que no discrepan tanto los médicos peritos. Esto es confesar la discrepancia y negar el tanto. ¿Y qué tanto es éste? El mismo que Valles acaba de proponer en boca de los calumniadores de la Medicina, conviene a saber, que casi en cosa ninguna convienen jamás los médicos sobre la curación de las enfermedades agudísimas: Ut vix ulla de re eodem modo videantur sentire; sed quae alius vituperat, alius commendat. Este tanto niega Valles; y como yo no me he metido en determinar el tanto o cuanto de la discrepancia de los médicos, ni éste es designable, porque unas veces es la discrepancia mayor que otras, nada dice contra mí el señor Valles. Lo segundo es que yo hablo o hablé del estado presente de la Medicina, y en el estado presente es mucho mayor la discrepancia de los médicos, que en tiempo de Valles. La razón es clara, porque entonces reinaban sin oposición Galeno y Avicena; y así la discordia sólo estaba en la varia inteligencia de estos dos autores. Ahora a este capítulo de discrepancia se añade otro de mucho mayor bulto, que es la oposición de un gran número de médicos a Galeno y Avicena. Lo tercero, demos que sea poca la discrepancia de los médicos peritos, (de quienes únicamente habla Valles) queda lugar a que sea mucha la de los médicos peritos con los imperitos, y de éstos unos con otros. Los enfermos, por lo común, no disciernen los peritos de los imperitos, antes creen pericia donde quiera que ven perilla: así para el efecto de su confusión, perplejidad, incertidumbre y desconfianza queda en su punto la dificultad después de la decisión de Valles. Finalmente, diga Valles lo que quisiere, ¿qué fuerza hará contra lo que está viendo y palpando todo el mundo? Si se registran los autores, a cada paso se halla   —94→   que lo que éste decreta como conveniente para tal enfermedad, aquél lo condena por nocivo. Se atienden las consultas de los médicos asistentes, sucede lo mismo; y esto no sólo en las enfermedades agudísimas, pero aun en las menos graves.

59. Página 248 hace un argumento sumulístico a favor de Galeno contra Erasístrato, de que éste se reiría muy bien si Galeno se lo hubiera propuesto. Decía Erasístrato que en ninguna plenitud es necesaria la sangría. Opónele el doctor Lesaca, que esta proposición, como universal en materia contingente, no puede menos de ser falsa. ¡Oh bien empleadas Súmulas! Erasístrato negaría sin duda y debía negar según sus principios que la materia de esta proposición sea contingente. Es claro, pues él decía que nunca faltan otros medios más cómodos que la sangría para minorar la plenitud, como son la dieta, ejercicio, baños, etc.

60. Página 249 sienta que son mejores para nuestra enseñanza y curación los autores médicos españoles que los extranjeros, por cuanto aquéllos están experimentalmente instruidos en la calidad de los alimentos, en el temperamento de los individuos y en las condiciones del clima. Esta máxima mira a cercenar el crédito de los autores que yo he citado. Pero es notable inadvertencia no considerar la terrible y evidente retorsión que está saltando contra su Hipócrates, contra su Galeno y contra Avicena. Todos estos tres próceres de la Medicina fueron asiáticos: Hipócrates de la isla de Coo, en el Archipiélago, que se cuenta por perteneciente a la Asia; Galeno de Pérgamo, en la Troade; Avicena de la ciudad de Bochara, en el Zagatai; de modo que la patria del más cercano dista de la nuestra más de setecientas leguas. Pues señor doctor, ¿en qué ley de Dios cabe que descartemos por extranjeros a los médicos de Italia, Francia, Inglaterra, Holanda y encartemos como naturales a los de Asia?

61. Página 250 me arguye que aunque no haya certeza   —95→   en la Medicina, puede haber una prudente confianza en el médico. A esto se dice que conforme confiare el enfermo y conforme fuere el médico. Si el enfermo confía que el médico hará todo lo que sabe y puede por curarle, respecto de los más médicos será esta confianza prudente. Si confía que ciertamente le curará, podrá ser la confianza o prudente o imprudente, según fuere el médico y según fuere la enfermedad. Pero el doctor Lesaca arguye y responde, tomando las cosas a bulto, sin distinguir ni dividir: lo que es muy de extrañar en un hombre tan preciado de lógico, pues la división es uno de los tres modos de saber que enseña la Dialéctica. Así los símiles de que usa para probar su máxima no son del caso. ¿Qué importunidad mayor que parificar la confianza que tiene el enfermo de que el médico le ha de curar, con la que tenemos los cristianos de que Dios nos ha de salvar? ¡Notable absurdo! Pues aquélla se funda en la ciencia del médico, que es sumamente falible; ésta en el auxilio divino, que es seguro e infaliblemente logrará su efecto, cooperando el hombre (como puede) con su libre albedrío.

62. Página 251 me atribuye haber dicho que la Medicina se funda en la experiencia, sin el concurso de la razón. Y ni yo he dicho ni podía decir tan monstruoso disparate. La experiencia sin razón es cuerpo sin alma. El caso está en saber qué razón ha de ser ésta. Lo que yo condeno son aquellos discursos ideales, deducidos de cualquiera de los sistemas filosóficos, porque como estos todos son inciertos, es fundar en el aire el método curativo. Pero admito como precisas las ilaciones de las mismas observaciones experimentales, bien reflexionadas y combinadas. En mi Apología, añadida a la segunda edición de la Medicina escéptica, puede ver el doctor Lesaca cuán de intento me declaro contra los que usan de los experimentos a bulto, y cómo discurro y razono sobre algunos que allí propongo.

63. Página 252 me propone que no debe creer lo que   —96→   algunos autores médicos dicen contra la doctrina galénica, porque son enemigos de Galeno. ¡Oh qué bien! Tampoco deberé creer a los que alaban la doctrina galénica, porque son amigos suyos: conque queda empatado el pleito. Aquí no hay otra prueba de amistad o enemistad, que reprobar o alabar. Si prueba enemistad lo primero, prueba enemistad lo segundo. ¿Pues a quiénes hemos de creer? A los indiferentes. Pero éstos serán los que no hablan ni bien ni mal de Galeno, y por consiguiente no nos dicen nada al caso. Es así, señor doctor, que no se debe creer ni a éstos ni a aquéllos ni a los otros, sino según el mérito de sus razones y fundamentos, y eso es lo que yo hago. ¿Qué daño les hizo Galeno a ésos que están contra él? ¿Matoles padre o madre? Puede ser que acaso con su doctrina lo hiciese; y en ese caso tienen mucha razón para no estar bien con sus escritos, ni aun con sus huesos.

64. Página 253 quiere reprobar los autores ingleses, y holandeses, anatematizándolos por el capítulo de herejes, como arriba los desterró por la nulidad de extranjeros. Y de la misma calidad le cae esto a cuestas que lo otro. ¡Mire qué buenos católicos fueron Hipócrates, Avicena y Galeno! El primero idólatra, el segundo mahometano y el tercero (que es lo peor) no se sabe qué religión tuvo; sólo sí que se declaró contra la cristiana, y es lo más verosímil que fue ateísta práctico, pues constituyendo el alma racional en la armonía de los cuatro elementos o cuatro cualidades elementales, necesariamente le negaba la espiritualidad e inmortalidad.

65. Concluye el doctor Lesaca, razonando sobre el texto del Eclesiástico: Honora medicum, etc., sin hacer otra cosa que repetir lo que otros muchos han dicho y a quienes sobradamente se ha satisfecho.

66. Esto es todo lo que me ha opuesto el doctor don Juan Martín de Lesaca. Y siendo todo tan fútil, tan sin fundamento ni razón, y aún tan contra la dialéctica que ha estudiado en Alcalá y que aprecia tanto, no puede   —97→   menos de mover ya a admiración, ya a risa el que en todo aquel capítulo me hable con aire insultante y magisterio despótico: Desengáñese el padre maestro; sepa el padre maestro; para que vea el padre maestro. Pero todo es nada en comparación de aquel fallo concejil a la página 254: pues sepan el padre maestro y el doctor Martínez, que no saben lo que se dicen. No lo dijo con más elegancia Tito Livio. ¡Oh varón verdaderamente urbano y culto, qué bien se aprovechó de la frecuente comunicación que tiene con aquella insigne escuela de sabiduría, urbanidad y modestia, digo el ilustrísimo Cabildo de Toledo! Y esto, ¿por qué es? Porque no pudo responder a lo que arguyeron el doctor Martínez y el padre maestro contra aquel aforismo de Hipócrates: Concocta medicare oportet, non cruda, etc., y así dio en vez de respuesta un embrollo arábigo, mezclado con una mala construcción latina: porque dice que concocta y cruda se pueden entender en ablativo, id est, materia: lo que es tan evidentemente opuesto al contexto gramatical del aforismo, que no habrá medianista que no le condene; pues siguiéndose después nisi turgeant, y no habiendo nominativo correspondiente a este verbo sino el cruda, es claro que cruda se debe tomar en plural, y en acusativo, pues si se entendiera cruda (id est materia) en singular y en ablativo, había de decir nisi turgeat.

67. Creyera yo que el doctor Lesaca, por atender nimiamente a la dialéctica había olvidado la gramática, si no viese que en el presente asunto igualmente peca contra aquella facultad que contra ésta. Es el caso que equivocó mi argumento con el del doctor Martínez, tomándolos por uno mismo, siendo así que proceden por distintos medios; y lo peor es que la solución con que pretende escaparse del doctor Martínez, le hace caer de hocicos debajo del mío. El doctor Martínez dice que estando cocidos los humores viciosos es excusada la purga, porque por la cocción se han contemperado y reducido a la mediocridad, en cuyo estado ya no son nocivos. Responde   —98→   a esto el doctor Lesaca que Hipócrates habla en aquel aforismo, no de los humores naturales, sino de los excrementicios segregados ya de aquéllos. Demos que esta solución sea buena (que a la verdad le falta mucho para serlo); ve aquí que con ella dio en mi Escila, huyendo de aquella Caribdis; porque mi argumento procede de esos mismos humores excrementicios, probando que es excusada la purga, porque cuando están cocidos, la naturaleza los evacua por sí misma, como se está experimentando a cada paso. Véase el Discurso quinto del primer tomo del Teatro Crítico, núm. 43. Así yo no recurro a la contemperación de los humores, como el doctor Martínez, para juzgar inútil la purga, sino a la evacuación que sin ella hará la naturaleza.

68. De aquí es que se engaña infelizmente el doctor Lesaca en pensar que yo tomé este argumento del doctor Martínez. El doctor don Gaspar Casal, sabio y digno médico al presente del ilustrísimo Cabildo de Oviedo, puede testificar que más de cinco años antes que saliese a luz el primer tomo de la Medicina escéptica del doctor Martínez le había propuesto yo esta dificultad.




ArribaAbajoPeregrinaciones sagradas y romerías

§. I

1. El acto de visitar los lugares sagrados distantes de la región o pueblo donde se habita, para adorar las reliquias de los Santos o aquellas imágenes suyas,   —99→   que por más milagrosas se hicieron más ilustres, siempre en la Iglesia Católica fue reputado laudable y meritorio. Autorízanle algunos Concilios, celébranle los Padres, su misma antigüedad le recomienda; pues si bien que los herejes modernos dicen que las peregrinaciones jerosolimitanas no empezaron hasta el tiempo del gran Constantino, de algunos lugares de San Jéronimo, San Cirilo jerosolimitano, Eusebio y otros consta que ya en los tiempos anteriores a Constantino estaban en uso.

2. Los herejes que impugnan la adoración de las sagradas imágenes y reliquias, consiguientemente imprueban las peregrinaciones que tienen por objeto este culto. Los petrobusianos, llamados así por Pedro Buis, de quien tomaron varios errores al principio del duodécimo siglo, aún con más rigor las condenaban, pues no sólo querían que no hubiese imágenes que adorar, más ni aún templos donde orar, usando del falaz argumento (como refiere San Pedro Venerable) que como Dios está presente en todas partes, en todas podemos invocarle y en todas nos puede oír.

3. Esta es puntualmente (según cuenta Josefo) la misma razón de que se valió el impío Jeroboán para persuadir a los israelitas que no fuesen a visitar el templo de Jerusalén: Populares míos -les decía-, bien creo que conocéis que en todo lugar está Dios, en cualquiera parte oye nuestros votos y atiende a los que le dan culto. Por tanto, no me agrada que vayáis a Jerusalén por motivo de Religión62.

§. II

4. Sin embargo de ser este error opuesto, como hemos dicho, a una doctrina recibida de toda la Iglesia, hay casos en que se pueden y aun deben persuadir las peregrinaciones sagradas. Este es un acto de religión, no hay duda; pero no obligatorio, sí supererogatorio, y en las obras de supererogación no se ha de considerar   —100→   sólo la bondad intrínseca que tiene por su naturaleza el acto, mas también lo que dicta la prudencia, consideradas todas las circunstancias; porque como es imposible que sea acto virtuoso el que no es regulado por la prudencia, puede suceder (como de hecho sucede muchas veces) que el acto que considerado en sí precisamente es virtuoso y laudable deje de serlo en este o aquel individuo en esta o aquella ocasión, y en vez de pertenecer a la virtud de religión, pertenezca al vicio opuesto a esta o a otra alguna virtud, como si es impeditivo de otra obra obligatoria, o si trae consigo riesgo grande la violación de algún precepto, si estorba mayor bien, etc.

5. Así se hallan en San Gregorio Niseno y en San Jerónimo positivas disuasiones de la peregrinación a Jerusalén. El primero escribió una oración o epístola con el título de los que van a Jerusalén, donde respondiendo a la consulta hecha por unos monjes que meditaban aquella peregrinación, los aconseja que peregrinen de la tierra al cielo, no de Capadocia a Palestina. Y aunque algunas razones de que usa el Santo sólo miran a los religiosos, otras comprehenden a todos los cristianos: Cuando el Señor, -dice- llama a los benditos para conseguir la herencia del reino celestial, no cuenta entre las buenas obras que conducen a este fin la peregrinación a Jerusalén. Cuando anuncia la Bienaventuranza no comprehende esta especie de obra meritoria. Considere, pues, cualquiera que tiene entendimiento, qué motivo puede haber para ejecutar una obra, la cual no conduce (entiéndese, no es necesaria) para conseguir la bienaventuranza.

6. San Jerónimo, escribiendo a San Paulino, obispo de Nola, le disuade la visita de los Lugares Santos de Palestina con las mismas razones que propone a aquellos monjes San Gregorio Niseno: No haber estado en Jerusalén -dice el santo- sino haber vivido bien en Jerusalén, es digno de alabanza. No se ha de desear aquella ciudad que mató los profetas y derramó la sangre del Redentor, sino aquella que alegra el ímpetu del río, (la celestial) la que   —101→   colocada en el monte no puede encubrirse, la que llama el Apóstol Madre de los Santos. Y poco más abajo: Patente está la Corte Celestial a los que quieren ir a ella desde Inglaterra, como a los que quieren ir desde Jerusalén. El reino de los cielos dentro de vosotros está. El grande Antonio y todos aquellos enjambres de monjes que hubo en Egipto, Mesopotamia, Ponto, Capadocia y Armenia no vieron a Jerusalén, sin que por eso dejasen de hallar abierta la puerta del Paraíso. El bienaventurado Hilarión, con ser natural de Palestina, sólo un día vio a Jerusalén. Viola porque no pareciese que despreciaba los Lugares Santos, estando tan vecino; pero viola sólo una vez, para dar a entender que no sólo en aquellos Lugares Santos estaba Dios.

7. Si las razones de estos dos santos se miran sin la debida reflexión, parecerá no sólo ser las mismas de que usaban Jeroboán y los herejes petrobusianos, sino que caminan al mismo fin. El fundamento de estar Dios en todo lugar y estar patente a todas las regiones del orbe la puerta del paraíso es el mismo; como tampoco tiene duda que en una y otra parte es verdadero. Dios por razón de su inmensidad todo lugar ocupa, y a la celestial Jerusalén pintó San Juan en su Apocalipsis con puertas correspondientes al Oriente, al Poniente, al Septentrión y al Mediodía, para dar a entender que de cualquiera parte de la tierra hay camino para el cielo. Pero como de un mismo principio se puede usar o con menos o con más extensión, y tirar las consecuencias o hasta la línea adonde deben llegar o pasando de ella, lo primero hicieron los dos padres alegados, lo segundo los herejes.

8. Para condenar generalmente un acto virtuoso de supererogación nunca puede haber motivo; mas para disuadirle en varias ocasiones y circunstancias pueden ocurrir muchos y muy razonables; y entonces entra bien la razón de que Dios está en todas partes; como si dijéramos, no siendo necesario ese acto de supererogación para conseguir la salud eterna, ni aun para arribar a mayor perfección, pues se puede suplir con otros muchos que   —102→   Dios, como presente en todo lugar, se ve y acepta, se debe omitir en tales o tales circunstancias, según el dictamen de la prudencia.

§. III

9. Cuanto hasta aquí hemos dicho viene a ser como disposición o preludio, para lamentar los abusos que estamos tocando en las peregrinaciones sagradas de este siglo, y solicitar, si fuese posible, el remedio, sin que pueda mordernos la calumnia con la nota de que condenamos la substancia de la obra, cuando ni alguna siniestra intención la estraga ni se ejecuta por mera hipocresía.

10. A dos especies podemos reducir las peregrinaciones sagradas que están en uso. Las unas propiamente tales, que son las que se hacen a santuarios muy distantes, como las que todos los días están ejecutando bandadas de gente de otras naciones, especialmente de la francesa, a la ciudad de Santiago, con el motivo de adorar el cadáver del Santo Apóstol que allí está sepultado. Las otras son las que con voz vulgarizada llamamos romerías, y tienen por término algún santuario, iglesia o ermita vecina, especialmente en algún día determinado del año, en que se hace la fiesta del Santo titular de ella.

11. En cuanto a la primera especie, no pienso que de parte de nuestros españoles se ministre mucha materia, ni para que aplaudamos su devoción, ni para que corrijamos su abuso. Son harto raros entre nosotros los que salen de España con el título de visitar santuarios extranjeros. Mas los que de otras naciones vienen a España con este título son tantos, que a veces se pueden contar por enjambres, y abultan en los caminos poco menos que las tropas de gallegos que van a Castilla a la siega.

12. La desigualdad que se nota entre la nación española y las demás donde reina el catolicismo tocante a este punto, motiva luego un reparo sobre la materia. Es cierto que no son los españoles menos piadosos, religiosos y devotos que franceses, italianos, alemanes,   —103→   flamencos y polacos. Pero se sabe que son menos curiosos y andariegos. Esta advertencia funda la sospecha de que la frecuencia de los extranjeros a los santuarios de nuestra nación y de otras no nace por la mayor parte de verdadera piedad, sino de un espíritu vagante y deseo de ver mundo.

13. Tengo presente que entre las muchas revelaciones con que favoreció la singular ternura del amor divino a mi gloriosísima Madre y admirable Virgen Santa Gertrudis la Magna, hay una en que Dios la manifestó el especial motivo que tenía para ilustrar el sepulcro del Apóstol Santiago con la frecuencia de los peregrinos, más que a los de otros Apóstoles. Mas como vemos que no sólo es grandísimo el concurso de los extranjeros a Santiago, mas también es muy grande, y con grande exceso sobre los españoles, su frecuencia a los santuarios de otras naciones, sin negar la parte que en semejantes peregrinaciones puede tener la inspiración divina, se hace como preciso dejar otra gran parte a la curiosidad humana.

14. Las observaciones que sobre esta materia hemos hecho parece que no dejan lugar a la duda. Sábese de algunos extranjeros, que con el pretexto de ir o volver de Santiago se están dando vueltas por España casi toda la vida. Vi en esta ciudad de Oviedo un flamenquillo de catorce o quince años, natural de Lila, de admirable viveza de ingenio y bien cultivado, pues era buen latino, mediano filósofo, hablaba razonablemente la lengua francesa y lo bastante para explicarse la italiana y la española. Decía éste que pasaba a Santiago con el motivo de voto que había hecho en una grave enfermedad. Como me constase que era pobre, tanto movido de la piedad como prendado de su espíritu, le ofrecí sustentarle y darle estudios en esta Universidad de Oviedo. Aceptó el muchacho para la vuelta de su peregrinación. Pero no volvió a Oviedo hasta ahora y dudo haya vuelto a su país. Por lo menos tres años después le he visto   —104→   hecho vagamundo en otro lugar, donde él mismo, transitando yo por una calle, me conoció y llegó a hablarme. Hago memoria de este suceso, no por singular, sino porque me lo estampó más en la memoria el dolor de ver perdida una bella habilidad, por la pasión desordenada de la tuna. En lo demás puedo decir que he notado bastantes ejemplares de extranjeros que con la capa de devotos peregrinos son verdaderos tunantes, que de una parte a otra, sin salir de España y sin piedad alguna, se sustentan a cuenta de la piedad ajena.

15. Aumenta mucho la presunción del gran número que hay de tunantes con capa de peregrinos, el que los que acá vemos con el pretexto de ir a Santiago, comúnmente dan noticias individuales de otras santuarios de la cristiandad, donde dicen que han estado y visitar tantos santuarios, para devoción es mucho, para curiosidad y vagabundería nada sobra. Quiero decir que haya uno u otro que únicamente con el fin de hacer a Dios ese agradable sacrificio, quieran dedicar una buena porción de su vida a las peregrinaciones sagradas, muy bien lo creo; pero que sean tantos se me hace sumamente difícil; y mucho más el que Dios excite tan frecuentemente con su gracia a esta obra de piedad a los extranjeros y tan pocas veces a los españoles, siendo estos no menos, antes más adictos al culto y actos de religión (creo que sin injuria puedo decirlo) que otras algunas naciones de la cristiandad.

16. Es cierto que cualquiera interés de Dios debe preponderar a todas nuestras conveniencias; y así debiéramos dar por bien empleado cuanto consume España en limosnas para sustentar tantos forasteros, si éstos viniesen con verdadero espíritu de devoción a visitar nuestros santuarios. Pero si la piedad española, a vuelta de cuarenta o cincuenta votos, sustenta millaradas de tunantes, es bien lamentar el dispendio temporal que en esto padece nuestra nación.

  —105→  

17. Y no se piense que este abuso esté adicto a nuestro siglo, de modo que en alguno de los antecedentes no se haya observado el mismo y procurado remediar. El canon décimosexto del Concilio Salegunstadiense, celebrado el año 1022 ordena que nadie vaya a Roma en peregrinación sin licencia del ordinario: Nullus Roman eat sine licentia sui episcopi vel ejus vicarii. Sin duda que ya entonces se había experimentado un grande abuso y digno de la aplicación del remedio. ¿Qué mucho, pues, que en nuestro siglo lloremos el mismo mal y solicitemos, si es posible, la cura? Si a alguno pareciere que en esta invectiva contra las peregrinaciones hemos excedido de lo justo, le pondremos delante la sentencia del gravísimo autor del libro De imitatione Christi (ora sea Tomás de Kempis, ora, como sienten otros con gran probabilidad, nuestro abad Gerson): Qui multum peregrinantur, raro sanctificantur63. Los que peregrinan mucho, rara vez se ponen en estado de gracia.

§. IV

18. Pero el inconveniente que hay en esta especie de peregrinación es casi de ninguna monta en la comparación de los que se observan en la otra especie de las que llamamos romerías. Con horror entra la pluma en esta materia. Sólo quien no haya asistido alguna vez a aquellos concursos dejará de ser testigo de las innumerables relajaciones que se cometen en ellos. Ya no se disfraza allí el vicio con capa de piedad: en su propio traje triunfa la disolución. Coloquios desenvueltos de uno a otro sexo, rencillas y borracheras son el principio, medio y fin de las romerías. Eso se hace, porque a eso se va. A la reserva de poquísimos, puede decirse que la más inocente intención que se halla en tales concursos es la de los que acuden a ellos sólo por ver o por ser vistos. Aun el que va con algo de devoción recoge el espíritu muy de   —106→   paso en el templo y le desahoga muy de intento en el atrio. Las resultas aún son peores que los antecedentes. Allí nacen deseos, que después pasan a ejecuciones. Todas las circunstancias conspiran a hermosear el objeto y a avivar el apetito. La alegría es el retoque más bello que tiene la naturaleza para los colores de un rostro, y de parte del que la contempla es la disposición más eficaz para que haga fuerza su atractivo. A que se añade, que como la tristeza en todo finge peligros, la festiva constitución del ánimo representa desarmados de inconvenientes los mismos riesgos. Todo es fiesta en la fiesta. Todo es jovialidad en la romería. En las conversaciones, pretextando el regocijo, se pasa la raya de la decencia. Habla la lengua más de lo que dicta la razón, y los ojos hablan algo más que la lengua. Hácese generoso el más mezquino: promete con largueza el que no tiene que dar aún con escasez. Todo se cree, porque el distraimiento del espíritu estorba toda cuerda reflexión. A la sombra del bullicio crece en un sexo el atrevimiento y en otro la confianza. Menos máquinas bastan para derribar muros, que a veces caen a soplos. Oculta después la noche las consecuencias del día, y no pocas veces descubre el discurso de muchos días lo mismo que ocultó aquella noche.

19. Este es el plazo en que se cumple aquella amenaza divina, estampada con la pluma del profeta Malaquías: Dispergam super vultum vestrum stercus solemnitatum vestrarum. Sobre vuestro mismo rostro esparciré el estiércol de vuestras solemnidades64. ¿Qué son sino estiércol, inmundicia, abominación, eso que se llama solemnidad, fiesta, romería? ¿Qué son sino torpes cultos al ídolo de Venus, en vez de devotos obsequios a Dios y a sus Santos? Y al fin, ese estiércol, ¡a cuántas desdichadas les sale a la cara pasados algunos meses! Yo no hice ni pude hacer observación alguna sobre esta materia. Pero por relación de algunos eclesiásticos que la hicieron, colijo que las romerías son como   —107→   unos cometas de larga cola: hoy lucimiento, mañana estrago.

20. Mas no todos los cultos se los lleva en estas solemnidades el ídolo de Venus: también hay víctima para el de Marte, y muy frecuentemente ocasionadas éstas de aquéllos; en que asimismo tiene su influjo Baco para uno y otro. Parécense estas fiestas a las que la fábula representa en las bodas de Piritoo e Hipodamia, donde en vez de luminarias festivas ardieron tres llamas funestas. La del vino encendido en los centauros convidados, la de la concupiscencia, y la de la concupiscencia suscitó entre centauros y lapitas la de la ira. Así se terminan éstas como aquélla. Tienen por una parte visos de comedias, donde logran su fin los galanteos, y por otra de entremés, donde los gracejos paran en palos: Tantum Religio potuit suadere malorum? Lucret.

§. V

21. Este es el fruto espiritual que se saca de las romerías; esta la ganancia que Dios tiene en estos cultos. Mas ¿qué remedio? ¿Que se quiten enteramente? No me atrevo a proponerlo, porque las reformas extremas, que por precaver los abusos quieren no sólo cortar las ramas viciosas, mas también arrancar las raíces, suelen tener gravísimos inconvenientes. ¿Que se permita a la frecuencia del concurso no más que la mitad del día, hasta concluir la Misa solemne? Creo que será muchas veces impracticable. Sólo dos expedientes cómodos me ocurren. El uno, que como en Madrid asiste un Alcalde de Corte a las comedias, para las romerías se diputase un Ministro de Justicia, con especial comisión de velar a atajar todo género de desórdenes. El otro, que se prohibiese con proporcionadas penas el que concurriese alguna mujer joven, que no fuese acompañada o del padre o del hermano o del marido o por lo menos de algún pariente cuyo respeto la sirviese de preservativo, con la precisión   —108→   de no faltar jamás de su lado. Pero en este último se debe prevenir, o que sea mucha la proximidad de la sangre, o mucha la distancia de la edad. De otro modo se puede dar en Escila, huyendo de Caribdis y resultar del remedio más grave enfermedad.

22. Usando de estas precauciones se podrá lograr juntamente con el culto de los Santos una honesta diversión, nada reñida con aquel acto de virtud: Non enim (digo con el Nacianceno, orat. 44. in. S. Pentec.) animi relaxationem interdictam volo, sed coerceo petulantiam. No la recreación, sino la disolución es la que mancha las solemnidades. Antes la modesta alegría se puede decir que es parte del culto. San Gregorio el Grande permite que haciendo de tejidos ramos apacibles tiendas de campaña junto al santuario mismo, con sobrios convites se celebre en ellos la fiesta: Tabernacula sibi circa easdem Ecclesias de ramis arborum faciant, et religiosis convivis solemnitatem celebrent65. Y añade luego que es conveniente mezclar a los espíritus débiles con los actos de religión exteriores regocijos, porque el entretenimiento les facilite la aplicación a la piedad: Ut dum eis aliqua gaudia exterius reservantur, ad interiora gaudia consentire facilius valeant. Esto es poner las cosas en el debido punto. No está la alegría mal avenida con la virtud. Los que sólo predican una devoción o toda asperezas o toda melindres, no logran otra cosa que desviar los ánimos de aquello mismo a que quieren atraerlos. Deben señalarse con puntualidad los confines a la virtud y al vicio, de modo que ni a aquélla se le corte algún espacio a sus naturales ensanches, ni se extienda de modo que pase a ajenos límites.



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ArribaAbajoEspañoles americanos

§. I

1. Una pluma destinada a impugnar errores comunes nunca se empleará más bien que cuando la persuasión vulgar, que va a destruir, es perjudicial e injuriosa a alguna república o cúmulo de individuos que hagan cuerpo considerable en ella. Así como es inclinación de las almas más viles deteriorar la opinión del prójimo, es ocupación dignísima de genios nobles defender su honor y desvanecer la calumnia.

2. Habiendo yo tocado en el segundo tomo, discurso XV, número 21, la opinión común de que los criollos o hijos de españoles que nacen en la América, así como les amanece más temprano que a los de acá el discurso, también pierden el uso de él más temprano, un caballero de ilustre sangre, de alta discreción, de superior juicio, de inviolable veracidad y de una erudición verdaderamente portentosa en todo género de noticias (entretanto que no le nombro, no tendrá en este elogio que reprender la prudencia ni que morder la envidia), me avisó que esta opinión común debía comprenderse entre los errores comunes, proponiéndome tan concluyentes pruebas contra ella, que si añado algunas de mi reflexión, noticia y lectura, será, no porque aquellas no sobren para el desengaño, sino para dar alguna extensión al presente discurso, en el cual pretendo desterrar una opinión tan injuriosa a tantos españoles (algunos de alto mérito), que la transmigración de sus padres o abuelos hizo nacer debajo del cielo americano.

  —110→  

3. Ciertamente que esta materia da motivo para admirar la facilidad con que se introducen los errores populares y la tenacidad con que se mantienen, aun cuando son contrarios a las luces más evidentes. Que en un rincón del mundo, cual es el que yo habito y otros semejantes, donde apenas se ve jamás un español nacido en la América, reine la opinión de que en éstos se anticipa la decrepitez a la edad decrépita, no hay que extrañar. Pero que en la corte misma, donde se ven y han visto siempre desde casi dos siglos a esta parte, criollos que en la edad septuagenaria han mantenido cabal el juicio, subsista el mismo engaño, es cosa de grande admiración. En este asunto no cabe otra prueba que la experiencia. Ésta ésta abiertamente declarada contra la común opinión, como se verá luego en los ejemplares que alegaré, eligiendo algunos más insignes y omitiendo muchos más que han llegado a mi noticia, y no logran igual lugar en la estimación pública.

§. II

Todos los que se siguen son criollos, nacidos en varias partes de la América

4. Conocido fue de toda España el ilustrísimo señor don fray Antonio de Monroy, arzobispo de Santiago. Este piadoso, prudente y sabio prelado llegó a la edad nonagenaria sin la menor decadencia en el juicio. A muchos sujetos que lograron la conversación de su ilustrísima en los últimos años de su vida, oí celebrarla de docta, amena, discreta, dulce y elocuente, y que cuando se tocaba en puntos de gobierno, cuantas máximas vertía eran prudentísimas (algunas me refirieron), a que añadía el sainete de algún dicho o suceso chistoso con que ilustraba el asunto, deleitando juntamente el oído.

5. Poco ha que murió en la corte, de ochenta y seis años, el señor don José de los Ríos, sirviendo hasta aquella edad su plaza de consejero de Hacienda, con la asistencia y conocimiento que si no tuviese más de cincuenta.

6. Hoy está en la misma corte el señor marqués de Villarrocha, septuagenario, presidente que fue de Panamá, y ha cuatro años que vino del mar del Sur por las Filipinas   —111→   y el cabo de Buena-Esperanza a Holanda. Es insigne matemático e instruido en toda buena literatura. Conserva en tan avanzada edad, no sólo una gran entereza y agilidad intelectual, mas también un humor muy fresco y una viveza graciosísima.

7. Hoy es virrey de México el señor Marqués de Casa-Fuerte, cuya adelantada edad se puede colegir de que ha cincuenta años que está sirviendo a su majestad en varios empleos políticos y militares. Este señor, bien lejos de ser notado de que los años le hayan deteriorado el juicio, está sumamente aplaudido por su cristiana y prudente conducta, de modo que es voz común en México, que no se vio hasta ahora gobierno como el suyo; y en medio de estar padeciendo continuamente, postrado en la cama, los rigores de la gota, incesantemente asiste al despacho.

8. En los últimos años del señor Carlos II, fue capitán general de la real armada don Pedro Corvete, sin que jamás descaeciese por los años (que eran muchos) de la entereza de genio y hermosura de espíritu que tuvo.

9. Hoy es inquisidor decano en Toledo el señor Ovalle, que pasa de sesenta años, sin que nadie haya notado ni podido notar menoscabo alguno en su prudencia y conocimiento.

10. En Lima reside don Pedro de Peralta y Barnuevo, catedrático de prima de matemáticas, ingeniero y cosmógrafo mayor de aquel reino, sujeto de quien no se puede hablar sin admiración, porque apenas (ni aún apenas) se hallará en toda Europa hombre alguno de superiores talentos y erudición. Sabe con perfección ocho lenguas, y en todas ocho versifica con notable elegancia. Tengo un librito, que poco ha compuso, describiendo las honras del señor duque de Parma que se hicieron en Lima. Está bellamente escrito, y hay en él varios versos suyos harto buenos en latín, italiano y español. Es profundo matemático, en cuya facultad o facultades logra altos créditos entre los eruditos de otras naciones, pues ha merecido que la academia real de las Ciencias de París   —112→   estamparse en su historia algunas observaciones de eclipses que ha remitido; y el padre Luis Feville, doctísimo mínimo y miembro de aquella academia, en su Diario, que imprimió en tres tomos en cuarto, le celebra mucho. Lo mismo hace monsieur Frezier, ingeniero francés, en su Viaje, impreso. Es historiador consumado, tanto en lo antiguo como en lo moderno; de modo que sin recurrir a más libros que los que tiene impresos en la biblioteca de su memoria, satisface prontamente a cuantas preguntas se le hacen en materia de historia. Sabe con perfección (aquella de que el presente estado de estas facultades es capaz) la filosofía, la química, la botánica, la anatomía y la medicina. Tiene hoy sesenta y ocho años o algo más; en esta edad ejerce con sumo acierto, no sólo los empleos que hemos dicho arriba, mas también el de contador de cuentas y particiones de la real audiencia y demás tribunales de la ciudad, a que añade la ocupación de presidente de una academia de matemáticas y elocuencia que formó a sus expensas. Una erudición tan vasta es acompañada de una crítica exquisita, de un juicio exactísimo, de una agilidad y claridad en concebir y explicarse admirables. Todo este cúmulo de dotes excelentes resplandecen y tienen perfecto uso en la edad casi septuagenaria de este esclarecido criollo.

11. El famoso partidario don José Vallejo y mi paisano el coronel don Nicolás de Castro Bolaño (a quien hizo glorioso la infeliz empresa de Escocia de los años pasados, porque con solos quinientos hombres que comandaba en país extraño, sin esperanza de socorro y a vista de casi veinte mil de los enemigos, sacó las ventajas que fueron notorias así en la amnistía general para los naturales que seguían nuestro partido, como en las condiciones de salir armados con banderas desplegadas, a son de cajas, con todos los pertrechos y municiones que habían desembarcado), pienso que hayan arribado ya a la edad sexagenaria, sin que por eso deje de fiar su Majestad al primero el gobierno de Gerona, y al segundo el regimiento de infantería de Santiago.

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12. No sé a qué edad arriban el excelentísimo señor marqués del Surco, dignísimo ayo de su alteza el señor infante don Felipe, los señores don Nicolás Manrique y don José de Munive, consejeros de guerra, y el señor don Miguel Núñez, consejero de Órdenes (de quien tengo especial noticia por su riquísima y bien aprovechada biblioteca). Pero es cierto que si la edad no los constituye fuera de la cuestión, todos cuatro y cada uno de por sí, hacen una gran prueba en el asunto. Como quiera, no serán inútiles para él los cuatro nombrados porque hay muchos que anticipan aún a los cincuenta años la decrepitez de los criollos, y aún a algunos oí decir que a los cuarenta empiezan a vacilar.

13. A los españoles citados podremos agregar una ilustre francesa, porque la opinión de la anticipada decadencia del juicio no comprende a solos los originarios de España, sino a todos los de Europa que nacen en la América, y ya se ve que la razón, si hubiese alguna, respecto de todos sería una misma. Esta ilustre francesa es la famosa madama de Maintenon, criolla de la Martinica, cuya discreción y capacidad se dio a conocer a todas las naciones por el especial aprecio que hizo de ella el gran Luis XIV. Es voz pública que en los últimos años de este monarca llevó la dirección del gabinete, y es constante que estaba entonces en una edad muy avanzada, pues se había casado con Pablo Scarron, su primer marido, en el año de 1750, como refiere en sus Memorias anécdotas monsieur de Segrais, que conoció bien y trató mucho a uno y otro consorte. Aún en caso que la voz de que ella era el primer móvil del gabinete fuese falsa, se infiere por lo menos que en París, de donde dimanaba esta especie, conocían estar aún robusta y nada vacilante su capacidad.

14. Los ejemplares alegados son concluyentes en la materia que tratamos, especialmente si se observa que no son escogidos entre millares ni aún centenares de criollos   —114→   sexagenarios, sí sólo se propusieron aquellos que sus sobresalientes méritos y empleos hicieron ocurrir más presto a la memoria, en que también se tuvo la atención de nombrar sujetos tan conocidos, que sea a todos fácil la comprobación de que la edad no indujo en su juicio el menor detrimento.

§. III

15. Mas para no dejar duda alguna al más preocupado de la opinión común, coronaremos la cuestión con un argumento de sumo peso, del cual usó poco ha en Roma un docto religioso, convenciendo con él a un señor cardenal. Cónstame el hecho por testimonio de un caballero muy veraz, a quien el mismo religioso lo refirió.

16. Hallándose en Roma poco ha el padre maestro fray Juan de Gazitua, dominicano, catedrático de Santo Tomás en la universidad de Lima y uno de los sujetos más célebres de aquel reino, concurrió alguna vez con el señor cardenal de Belluga en la celda del señor cardenal Selleri, que era entonces maestro del sacro palacio. Ofreciéndose en la conversación hablar de libros, dijo el padre Gazitua las grandes diligencias que hacía para encontrar algunos exquisitos que nombró. Admirado el señor Belluga, le preguntó qué edad tenía, y el padre Gazitua le respondió que cincuenta y siete años. A que con mayor admiración replicó el cardenal si para solos tres años que podía lograr su uso se fatigaba tanto en la solicitación de aquellos libros. Medio asustado el padre, le preguntó al señor Belluga,: «¿Qué revelación tenía de que no había de vivir más de tres años?» «Ninguna, -respondió el señor Belluga; ni yo lo digo porque V. Rma. no pueda vivir mucho más sino porque, como los indianos, que más largamente conservan el uso del juicio, a los sesenta años le pierden, llegando a esa edad ya no le podrán servir a V. Rma. los libros. Asombrado estoy (ocurrió el sabio religioso) de oír a V. eminencia semejante proposición;   —115→   pues V. Eminencia se ha hallado en las congregaciones donde se trató la beatificación de santo Toribio Mogrobejo y San Francisco Solano, y en las informaciones pudo y debió ver V. eminencia que la mayor parte de los testigos presentados y examinados eran hombres de letras, eclesiásticos, religiosos, abogados, y que raro era el que no pasaba de sesenta años. Vea V. eminencia si la Iglesia en un juicio tan serio y de tanta importancia se gobernaría por las deposiciones de fatuos o decrépitos. Convencido quedó y aún corrido el Cardenal, por constarle con evidencia ser verdad lo que el padre decía como también el que los testigos alegados eran originarios de España, nacidos en la América; conque no había que responder al argumento.

§. IV

17. Sucedió en este caso lo mismo que yo me lastimo de que sucede en otros muchos. No faltan luces bien claras para desengañar a los hombres de mil envejecidos errores; sólo falta reflexión para usar de ellas. No sé qué tinieblas echa la preocupación sobre los ojos del entendimiento para que no vea, por cercano que le tenga, el desengaño. No hay duda que a veces (y así sucedió en el caso propuesto) es una mera falta de ocurrencia de la especie o noticia que había de dar conocimiento de la verdad. Pero la experiencia me ha mostrado que en los más de los hombres reina una mala disposición intelectual, por la cual las opiniones comunes son para ellos como un velo que oculta las verdades más evidentes.

18. Lo más es que esta mala disposición intelectual se halle tal vez en hombres por otra parte discretos y agudos. Propondré un ejemplo harto notable en comprobación de esta máxima. Lactancio Firmiano, que sin duda fue un grande hombre, muy docto, muy agudo, y sobre todo muy elocuente, por cuya razón se le dio el epíteto de Cicerón de la Iglesia: Lactancio, digo, en el libro tercero de las Divinas instituciones, capítulo XXIV, tratando   —116→   de si hay antípodas, no sólo los niega existentes (que eso no sería mucho) mas también posibles. Esto es mucho errar. Lo peor es que la razón en que se funda es únicamente aquella que sólo hace fuerza a los niños y a los hombres del campo, esto es, considerar a los antípodas como péndulos en el aire, pies arriba y cabeza abajo, que, por consiguiente, no podrían firmarse en la tierra, antes necesariamente caerían precipitados por las regiones aéreas. Estribando en un fundamento tan vano y tan erróneo (que es lo mismo que ninguno), insulta y desprecia a algunos antiguos filósofos que creyeron la existencia o posibilidad de los antípodas, como si defendiesen la más ridícula paradoja. Lo más es que se propone a sí mismo el argumento con que los contrarios evidentemente prueban que es error pensar que los antípodas caerían precipitados; conviene a saber que esa caída es imposible, pues si cayesen, caerían hacia el cielo, el cual por todas partes circunda la tierra, y eso no sería caer sino subir, pues así el cielo como el aire que rodea el globo terráqueo, están más altos que éste. ¿Qué mayor quimera que decir que caerían hacía arriba? El que cae con el movimiento mismo de la caída, baja acercándose más al centro de la tierra; luego es una implicación manifiesta discurrir que caerían, apartándose del centro de la tierra y acercándose más al cielo. De aquí se sigue evidentemente que los antípodas tan firmes pisarían (y de hecho sucede así) la superficie de la tierra como nosotros. Propónese, digo, este concluyente argumento Lactancio, y ¿qué responde a él? Nada. ¿Hace por responder? Tampoco. ¿Dase por convencido? Nada menos. Pues ¿qué hace? Pasa adelante, firme en su opinión, haciendo burla de los contrarios y del argumento con que la prueban. Nótense estas palabras suyas que están inmediatas al argumento propuesto: «No sé qué me diga de estos filósofos que, habiendo empezado a errar, constantemente perseveran en su necedad, y con razones vanas defienden opiniones vanas, sino que juzgo que a veces se ponen a filosofar   —117→   por chanza, y voluntariamente se empeñan en defender mentiras por ostentación de ingenio».

19. Hasta aquí puede llegar la tiránica invencible fuerza de la preocupación. En tiempo de Lactancio era universal la opinión de que no había antípodas, y frecuentísima la de que no podía haberlos, porque no se había hecho atenta reflexión sobre la materia. Persuadido de la opinión común Lactancio, o por mejor decir cegado por ella, aunque asistido de luces muy superiores a las del vulgo por no usar de ellas, cree lo mismo que el vulgo. Tiene delante de los ojos la verdad, y no la ve; pegada a la mano, y no la toca; háblale al oído, y no la escucha.

20. ¡Oh, cuántas veces han practicado conmigo hombres de alguna doctrina lo mismo que Lactancio con aquellos antiguos filósofos! ¡Oh, cuántas veces se me ha dicho que no hablaba de veras! ¡Cuántas que introducía novedades contra mi propio sentir, a fin de ostentar ingenio! ¡Cuántas que defendía paradojas ridículas! Estos mismos veían mis razones, y veían que no podían darlas solución competente. Todo era recurrir o a alguna falsa escapatoria o al asilo vulgar de que antes se debía creer a tantos y tales hombres doctos que a mí. ¿Qué era esto, sino que la tiranía de la preocupación tenía puesto en cadenas su entendimiento?

§. V

21. Vuelvo ya a los españoles americanos de los cuales me restan que decir dos cosas. La primera, que no menos es falso que en ellos amanezca más temprano que en los europeos el discurso, que el que se pierda antes de la edad correspondiente. Yo me he informado exactamente sobre esta materia y descubierto el origen de este error. Sábese que en la América, por lo común, a los doce años, y muchas veces antes, acaban de estudiar los niños la gramática y retórica, y a proporción en años muy jóvenes se gradúan en las facultades mayores. De aquí se ha inferido la anticipación de su discurso; siendo así que este adelantamiento se debe únicamente   —118→   al mayor cuidado que hay en su instrucción y mayor trabajo a que los obligan, y proporcionalmente en los estudios mayores sucede lo mismo. Acostúmbrase por allá poner a estudiar los niños en una edad muy tierna. Lo regular es comenzar a estudiar gramática a los seis años, de suerte que a un mismo tiempo están aprendiendo a escribir y estudiando, de que depende que por la mayor parte son malos plumarios, siendo el mayor conato de los padres que se adelanten en los estudios; por cuyo motivo los precisan a una aceleración algo violenta en la gramática, no dejándoles tiempo, no sólo para travesear, más ni aún casi para respirar.

22. De este modo, no es maravilla que a los doce años, y mucha antes, empiecen a estudiar facultades mayores. Éstas se estudian por los seculares en colegios, de los cuales, los de fundación real están a cuenta de los padres de la Compañía. No escriben curso alguno sino que estudian alguno impreso, pero no a su arbitrio porque a cada colegial graduado se le señala cierto número de discípulos, a quienes explica todo lo que han de estudiar y tomarles juntamente la lección como en la gramática, castigando a los que no cumplen, sin exceptuar la vapulación que es el castigo ordinario de los imberbes. Estudien lo que estudiaren, mientras son cursantes sólo el domingo pueden salir después de haber estudiado hasta las nueve del día; pero aún esto no se permite si las lecciones de la semana no han sido buenas, en cuyo caso todo el día de domingo se les precisa a estudiar. A la noche siempre se recogen a las seis, y hay su hora de conferencia antes de cenar tanto los días festivos como los feriales. Juntas todas las vacaciones que hay entre año, sólo componen un mes, por lo cual, en dos años solos absuelven toda la filosofía; pero echada la cuenta, según la práctica de las universidades de España, que en cada año tienen casi seis meses de vacación, mayor porción de tiempo dan al estudio de la filosofía allá que acá. Y si se hace cómputo del exceso en el número de horas que estudian cada día, y de lo que se añade en los   —119→   días de fiesta, sale el tiempo más que duplicado.

23. Lo mismo se hace en las demás facultades respective; Conque bien mirado todo, el aprovechamiento anticipado de los criollos en ellas no se debe a la anticipación de su capacidad, sí a la anticipación de estudio y continua aplicación a él. Si en España se practicara el mismo método es de creer que a los veinte años se verían por acá doctores graduados in utroque, como en la América.

§. VI

24. Esta continuada tarea de la juventud produce otra insigne utilidad, y es que ocupada sin intermisión y fatiga con el estudio aquella edad en que, como primavera de la vida brotan las inclinaciones viciosas, se mantiene incorrupta hasta que llega otra en que empieza a minorarse la fuerza de las pasiones, y crece la del juicio para tenerles tirante la rienda.

Heu, quantum haec Niobe Niobe distabat ab illa!

En nuestras universidades, bien lejos de marchitarse en los cursantes la viciosa fecundidad de las pasiones, se cultivan infelizmente en los intervalos del estudio y brotan furiosamente antes de tiempo; de modo que vuelven a las casas de sus padres aquellos jóvenes mucho peores que salieron de ellas, y a tanto cuanto que ayude una siniestra índole, al acabar sus cursos son mejores galanteadores y espadachines que filósofos.

§. VII

25. Bien sé que muchos autores celebran, no sólo como iguales a los europeos, más como excelentes los ingenios de los criollos. Tales son el padre fray Juan de Torquemada en su Monarquía indiana; Garcilaso de la Vega en sus Comentarios reales de los Incas; el señor don Lucas Fernández Piedrahita, obispo de Panamá, en su Historia del nuevo reino de Granada; el padre Alonso de Ovalle en su Historia de Chile; don José de Oviedo y   —120→   Baños en su Historia de Venezuela; el padre Manuel Rodríguez en su Historia del Marañón. Todos estos autores hablan de experiencia porque vivieron en aquellos países cuyas historias escribieron. A que podemos añadir Bartolomé Leonardo de Argensola en su Historia de la conquista de las Molucas y el eminentísimo señor cardenal Cienfuegos en la Vida que escribió de San Francisco de Borja, donde con la ocasión de haber sido el santo autor de la Fundación de las provincias de la Compañía del Perú y Nueva España, llena dos capítulos enteros con elogios grandes de los ingenios de aquellos reinos. Y aunque estos dos últimos autores no salieron de Europa, no dejan de hacer mucha fe porque el primero escribió de orden del Consejo, y así se le franquearon los instrumentos auténticos y relaciones jurídicas de que necesitaba su historia. El segundo se debe creer que (según el estilo de la Compañía) escribió sobre memorias remitidas por los padres que residen en la América.

26. Por la misma razón no se debe omitir el testimonio del discretísimo jesuita francés el padre Jacobo Vaniere, quien en el libro VI de su excelente poema intitulado Praedium rusticum, ponderando la riqueza y fertilidad del territorio de Lima, añade que aún es más rico y fértil de ingenios y genios excelentes:


Fertilibus gens dives agris, aurique metallo,
Ditior ingeniis hominum est, animique benigna
Indole.

27. Digo que no ignoro todo esto, antes puedo añadir algunas observaciones mías que lo confirman. Las principales son las siguientes. Echando los ojos por los hombres eruditos que ha tenido nuestra España de dos siglos a esta parte, no encuentro alguno de igual universalidad a la de don Pedro Peralta, de quien se habló arriba. Puse la limitación de dos siglos a esta parte para exceptuar a aquel Fernando de Córdoba, de quien damos noticia en el discurso sobre las Glorias de España. Si discurrimos por las   —121→   mujeres sabias y agudas, sin ofensa de alguna, se puede asegurar que ninguna dio tan altas muestras (que saliesen a la luz pública), como la famosa monja de Méjico sor Juana Inés de la Cruz. Estando yo estudiando teología en Salamanca, fue a graduarse a aquella universidad (no sé si en la facultad civil o la canónica) el señor don Gabriel Ordóñez, que después fue doctoral de Cuenca. Tenía entonces, según oí decir, de veinte y dos a veinte cuatro años, y acababa de llegar de Indias. Fue voz pública en toda la ciudad de Salamanca, que habiendo tomado puntos para el examen de la capilla de Santa Bárbara, se le observó no haber tenido más de una hora de recogimiento por toda prevención para aquel arduísimo acto, que quien sabe lo que es, no podrá menos de asombrarse. En teología, filosofía natural, moral y medicina es mucho más fácil, y no dudo que haya bastantes sujetos en España que lo hagan, mas en jurisprudencia no tengo noticia de alguno que se haya atrevido a tanto. De hecho, en Salamanca, donde nunca faltan grandes legistas, y entonces los había insignes, especialmente los catedráticos don Pedro Samaniego y don José de la Serna fue general la admiración del hecho.

28. Otro insigne ejemplar estuve para omitir porque vive y está muy cerca; circunstancias que ocasionan en los que leen con alguna mala disposición mis escritos una siniestra interpretación de los elogios que hallan en ellos. Mas al fin me determinó un motivo que juzgué debe preponderar a aquel estorbo. Cosa vergonzosa es para nuestra nación que no sean conocidos en ella aquellos hijos suyos, que por sus esclarecidas prendas son celebrados en otras. Esta consideración cooperó a extenderme arriba en el elogio de don Pedro Peralta, y esta misma me induce ahora a dar noticia de otro ilustre caballero, no inferior a aquel en las dotes intelectuales. Este es don José Pardo de Figueroa, natural de la ciudad de Lima, sobrino del excelentísimo señor marqués de Casa-Fuerte (al presente virrey de Méjico), y primo del señor marqués de Figueroa.   —122→   Debí la primera noticia que tuve de este caballero al padre Jacobo Vaniere que le celebra en el poema citado arriba y que excitó mi curiosidad para informarme más menudamente de su persona y prendas; diligencia que me produjo la felicidad de entablar amistad y correspondencia epistolar con él. El poema Praedium rusticum del padre Vaniere corre con sumo aplauso por toda Europa. Cosa vergonzosa, vuelvo a decir, sería que en aquel libro vean las demás naciones elogiado a este caballero, y sea ignorado en la nuestra. El aprecio que hace de él el sabio jesuita es tan alto, que le propone como ejemplar bastante por sí solo para acreditar de excelentísimos los ingenios de Lima. Yo, después que le he comunicado, no sólo puedo subscribir a aquel elogio, pero darle más dilatada extensión, por la admirable universalidad de noticias que me representan sus cartas en todo género de materias, acompañada de delicado discurso, elocuente estilo, crítica exacta, juicio profundo; dotes, que siendo por sí solas tan inestimables, las eleva al supremo valor una singularísima modestia que resplandece en cuanto escribe, y no dudo que suceda lo mismo en cuanto dice y hace. Las cartas con que me ha favorecido, que son muchas y muy largas, conservo como un gran tesoro de todo género de erudición, y para testimonio público de mi agradecimiento, confieso y protesto aquí que me han dado mucha luz en orden a algunas materias que toco en este tomo, por lo que aún prescindiendo de los impulsos de la amistad, basta a empeñarme en la continuación de la correspondencia el noble interés de la instrucción: Mirificum hoc licabeo bonum (son palabras del divino Platón, con que quiero lisonjearme, aplicándolas aquí a mi genio) quod sine rubore vercundiae ad discendum me praeparo. Rogo autem, ac sciscitor, gratiamque ingentem habeo respondenti, nec ulli unquam ingratus extiti, nec apud auditores unquam vendicavi mihi aliorum inventa, sed docentem laudibus semper extollo, illique apud omnes, quae sua sunt, tribuo (Plato in Hippia minori).

  —123→  

§. VIII

29. En caso que por los ejemplares y testimonios alegados demos asenso a que los españoles americanos exceden en comprensión y agilidad intelectual a los europeos, podrá atribuirse en parte a esta ventaja su rápido progreso en los estudios. Pero esto no prueba que el uso de su discurso se anticipe a la edad en que regularmente da sus primeros pasos el nuestro. El ser la capacidad más o menos profunda, clara, pronta, extendida o sublime, no tiene conexión alguna con que sus primeros rayos se descubran antes o después del término común. No es preciso que para el día más claro la aurora amanezca más presto. ¿Y cuántas veces entre árboles de una misma especie se observó que algunos más tardíos producen frutos más sazonados?

30. Es así que esto en ningún modo favorece el error común de la anticipación del ingenio de los criollos. Pero indirectamente se opone al otro error común de la temprana corrupción. Entre los autores arriba alegados que elogian la habilidad de los españoles indianos, ninguno les pone esta limitación; prueba de que no la tienen, pues escribiendo, no como panegiristas sino como historiadores, no deberían callarla; y cuando permitamos que a uno u otro movió la pluma el aire de la lisonja, no puede sin injuria discurrirse esto de todos, especialmente cuando la veracidad de los que hemos citado está tan acreditada entre los eruditos.

§. IX

31. De intento he reservado para la conclusión de este discurso la deposición de otro autor que califica la excelencia de los ingenios americanos, porque juntamente nos manifiesta el origen que tuvo el error común de su corta duración. Este es don Antonio Peralta Castañeda, doctor teólogo de la universidad de Alcalá, canónigo magistral de la Puebla de los Ángeles y catedrático de prima de sus reales estudios, cuyas palabras transcribiré   —124→   como se hallan en el prólogo de su Historia de Tobías, impresa en el año de 1667.

32. «Está entendido (dice) en este hemisferio que se miran en la Europa con poco aprecio sus obras porque tienen poco crédito sus letras; y en esto, como en otras muchas cosas, están ofendidos sus sujetos. De la escuela de Alcalá soy discípulo, y aunque no se me luzca en los progresos, para conocer sus estilos y poder compararlos con otros, poca maestría ha menester quien llegó allí a graduarse en todos grados de filosofía y teología; y sin comparar esto con aquello, puedo asegurar que comúnmente hay en este reino, en menor concurso, más estudiantes adelantados, y que en algunos he visto lo que nunca vi en iguales obligaciones en España; y no refiero singulares porque no se tenga a pasión referir prodigios. Todo lo he dicho por llegar a desagraviar este reino de una calumnia que padece con los que saben que mozos son prodigiosos los sujetos, pero creen que se exhalan sus capacidades y se hallan defectuosas en los progresos. Pobres de ellos, que los más vacilan de la necesidad, desmayan de falta de premios y aún de ocupaciones, y mueren olvidados que es el más mortal achaque del que estudia». Prosigue individuando los estorbos que tienen en aquellas regiones los sujetos para hacer fortuna por la carrera de las letras; de que se origina que los más, o abandonándolas del todo o tratándolas con menos cuidado, busquen la facultad de subsistir por otros rumbos. Esto ha ocasionado el error común que impugnamos, interpretándose a decadencia de la capacidad lo que es abandono de la aplicación. Vuelve después a ponderar los ingenios de aquel país con estas voces: «Yo he hallado mucho que admirar siempre en cualesquiera ejercicios a que he asistido, escolásticos, de púlpito y otros, y he habido menester tanta atención para que no me hallase con descuido la viveza de mis discípulos, como para que no me derribasen los mayores maestros de Alcalá; bien que esto no era caída y aquello fuera desaire».

33. Nótese que este autor había nacido en España y estudiado en Alcalá. Así, no se debe reputar interesado ni   —125→   en lo que elogia a los ingenios de la América, ni en la apología que hace por ellos contra el error común de su pronta disipación. Podrá decirse que ejerciendo allí el magisterio de la cátedra, el amor de los discípulos le inclinaba a favor de los ingenios de aquel país. Pero es fácil reponer que cuando más, esta pasión, contrapesando la que tenía por su patria y por la escuela donde había estudiado, dejaría su pluma en equilibrio para seguir el dictamen de la razón.




ArribaAbajoMérito y fortuna de Aristóteles y de sus escritos

§. I

1. Por cualquier camino que los hombres se hagan ilustres pueden influir en su fama, o el mérito solo o la fortuna sola o aliados el mérito y la fortuna. Esto último es lo común. El mérito, faltándole coyunturas favorables para darse a conocer, yace escondido mientras el sujeto vive, y se sepulta con él cuando muere. Aun conocido puede desdorarle la calumnia y obscurecerle la envidia. La fortuna puede elevar a un indigno hasta la altura del trono; pero será rarísimo el caso en que haga su fama gloriosa, por más panegíricos que forme la adulación; porque éstos no se creen entonces y ni aún se leen después. Es, pues, menester por lo común para hacer a un sujeto ilustre, que intervenga con la excelencia de sus prendas la concurrencia de accidentes favorables.

2. No puede negarse que Aristóteles fue hombre de rarísimos talentos, de ingenio sublime, de comprehensión   —126→   vasta, de erudición prodigiosa. Pero también, sin hacer injuria a su mérito, se puede asegurar que la autoridad que logró en estos últimos siglos se debió en gran parte a su fortuna. Es muy justo que Aristóteles sea considerado como uno de los mayores hombres de la antigüedad. Y aun sea norabuena a contemplación de sus sectarios (aunque algunos Padres son de opuesto sentir) el mayor filósofo que produjeron los siglos. Esto le dará derecho para que siempre que se haya de decidir alguna controversia filosófica, no por razón, sino por autoridad, sea preferida la suya a la de otro cualquiera filósofo; mas no para que su sentencia se haya de recibir necesariamente, negado todo recurso al tribunal de la razón. Sin embargo, toda esta plenitud de jurisdicción le atribuyen sus sectarios, de los cuales algunos se han desmandado a enormes exageraciones. Su comentador Averroes dijo que Aristóteles es la suma verdad: que su entendimiento fue el último término del humano entendimiento, y que la Divina Providencia nos dio este grande hombre para que supiésemos cuanto puede saberse. Mas al fin Averroes fue impío. ¿Qué mucho que hablase de este modo? Lo admirable es que algunos doctores católicos no hayan sido mucho más sobrios que Averroes. El famoso teólogo Enrico de Hasia no dudó (según refiere Gabriel Naudeo) estampar que Aristóteles pudo adquirir naturalmente un conocimiento tan perfecto de la Teología, como logró Adán en el sueño que tuvo en el Paraíso y San Pablo en su extático rapto. Un teólogo español de mucho nombre afirmó que ningún hombre puede penetrar los arcanos de la naturaleza tanto como Aristóteles, sin la asistencia particular de algún Ángel. Guillermo, obispo de París, mucho antes tenía adelantado este elogio al grado de delirio, diciendo que este filósofo tenía en todas sus acciones por consejero un espíritu, a quien con ciertos sacrificios y ceremonias había hecho bajar de la esfera de Venus. Gasendo refiere que conoció a un célebre profesor de teología, quien (según él mismo decía) estaba en fe de que haría un grande servicio a Dios, testificando con su   —127→   propia sangre ser verdad cuanto se contiene en los escritos de Aristóteles.

3. Ya veo que de estas y otras semejantes extravagancias sólo se debe hacer cargo a los particulares que las profirieron, no en común a la escuela peripatética. Bien que la alta veneración que infinitos profesores de ella tributan a su caudillo puede mirarse como causa ocasional de aquellos excesos, pues pretender que nadie contradiga a Aristóteles es procurarle aquella sumisión ciega que sólo se debe a una autoridad infalible.

4. Tres causas o tres accidentes favorables me parece concurrieron a dar a Aristóteles toda esta elevación, dejando aparte su grande ingenio y doctrina, que sin duda tuvieron mucha parte en ella; pero no siendo bastantes para el todo, es preciso examinar lo que coadyuvó a su mérito su fortuna.

§. II

5. El primer accidente favorable para Aristóteles fue introducirse su filosofía en Europa a tiempo que en ella no había otra alguna. De los escritos de todos los que demás filósofos unos se habían desaparecido y otros no había parecido jamás, pues aún las obras de Platón se queja Santo Tomás en el tercero de los Políticos, que se hallaban en su tiempo. En orden a todas las demás ciencias naturales era por lo común suma la ignorancia. Sabido es el caso de nuestro sabio benedictino el papa Silvestro II, a quien porque hizo algunas máquinas hidráulicas y otras curiosidades matemáticas, como muy inteligente que era de estas facultades, levantaron que era hechicero, juzgando que sólo por arte diabólico podían ejecutarse tales maravillas; y no se quedó esta voz en algún rincón entre cuatro ignorantes o maldicientes, antes corrió por toda Europa e hicieron caso de ella muchos escritores. Campanela, citando a Juan Vilano, añade que rehusaban algunos cardenales darle sepultura sagrada, porque en su aposento hallaron un libro que juzgaron ser de Nigromancia, porque tenía varias figuras matemáticas.   —128→   Sabido es también lo del célebre franciscano Rogerio Bacon, que se hizo sospechoso de hechicería por la misma causa; en tanto grado, que le obligaron a ir a Roma a purgarse de la calumnia.

6. En este estado de rudeza halló Aristóteles a Europa cuando introdujeron en ella los árabes sus escritos por medio de la Escuela de Córdoba. Hallola, digo, como país abierto y desguarnecido, a quien ocupa el primero que acomete. En tales circunstancias no es mucho se verificase el adagio español: En tierra de ciegos quien tiene un ojo es Rey. No hubo competidor que pudiese disputar a Aristóteles el dominio de las escuelas. Así, sin trabajo usurpó esta soberanía, que después pretendió y pretende retener por el título de prescripción.

§. III

7. El segundo accidente favorable para Aristóteles fue haberse aplicado a ilustrarle el angélico doctor Santo Tomás. Como los escritos de este gran maestro fueron recibidos en toda la Iglesia con tanto aplauso, sus créditos se refundieron por vía de reflexión en las obras de Aristóteles. Algunos pretenden que Santo Tomás en todo lo que favoreció a Aristóteles habló según la representación de comentador, no según su propio interior y resolutorio dictamen. De Alberto Magno consta que hizo semejante protesta previniendo a los lectores que usase cada uno libremente de su juicio en admitir o reprobar las opiniones aristotélicas. Y para pensar que Santo Tomás propuso y explicó la doctrina de este filósofo con el mismo espíritu, da fundamento lo que dice Campanela, citando la Crónica del Orden de Predicadores, parte 2, libro I, capítulo 10, que en esta religión ilustre se hizo un decreto para que fuese seguido Santo Tomás en los escritos teológicos y morales, pero no en los filosóficos: Sequendus est divus Thomas dominicanis in theologicis, et moralibus, non autem in philosophicis. Parece que para esta prohibición consideraron no como de Santo Tomás, sí   —129→   sólo como de Aristóteles, la filosofía de Aristóteles, que está vertida en las obras de Santo Tomás.

§. IV

8. El tercer accidente favorable y que contribuyó sobre todo a la exaltación de Aristóteles consistió en las invectivas y declamaciones que contra él hicieron algunos herejes, especialmente Lutero, al introducir su infeliz y perniciosa reforma. En parte por deuda a la justicia (pues era iniquidad maltratar tan groseramente a tan esclarecido filósofo) parte por punto de honor, reclamaron contra sus dicterios muchos sabios católicos. De aquí tomaron ocasión otros, o más ardientes o menos sabios, para confundir la causa de Aristóteles con la de la Iglesia Católica; de modo que cualquiera que en aquel tiempo se declaraba contra la filosofía o dialéctica de Aristóteles, sin otra razón se hacía para ellos sospechosos en la fe, porque juzgaban que no por otro motivo se impugnaba a este filósofo que porque su doctrina es utilísima para defender nuestros dogmas y refutar los errores opuestos.

9. Esta persuasión más o menos mitigada echó altas raíces en muchas escuelas católicas, entre ellas la de París, pues aún en el año de 1629 refiere el padre Renato Rapin que el Parlamento, a instancias de la Sorbona, expidió un decreto contra los químicos, donde se decía, entre otras cosas, que no se podían impugnar los principios de la filosofía aristotélica, sin impugnar juntamente los de la teología escolástica recibida en la Iglesia. Censura en que (por no decir algo más) se dio mucho al hipérbole: porque los principios de la teología escolástica son los dogmas revelados, con los cuales, ¿qué oposición tendrá el que los mixtos se compongan de sal, azufre, mercurio, agua y tierra, que son los principios químicos? ¿Ni qué conexión el que se compongan de agua, tierra, fuego y aire, que son los elementos aristotélicos?

10. Mas adonde se fijó más el celo peripatético y el concepto de que nuestra Santa Fe es en algún modo interesada   —130→   en la defensa de Aristóteles, fue en nuestra España. Esta es una cantilena que aún hoy se oye a cada paso dentro y fuera de las aulas. Dícese que los herejes generalmente están mal con Aristóteles porque su dialéctica nos sirve para desenredar sus sofismas e impugnar sus errores: que la teología escolástica estriba toda en la filosofía aristotélica; y así no se puede derribar ésta sin que caiga la otra. En fin, entre nuestros menos sabios profesores se venera a Aristóteles como un escudo de la fe, y se sospecha que los extranjeros que siguen sistema filosófico opuesto son, si no finos herejes, muy tibios católicos. No se piense que digo demasiado, pues en mucho más fuertes términos expresa el ilustrísimo Cano la pasión ciega de algunos peripatéticos por su jurado príncipe. Veneran (dice) a Aristóteles como si fuera Cristo, y a sus dos comentadores Averroes y Alejandro Afrodiseo como si fuesen San Pedro y San Pablo: Habent Aristotelem pro Christo, Averroem pro Petro, Alexandrum pro Paulo.

§. V

11. Aun cuando el supuesto en que se funda esta estimación de Aristóteles (conviene a saber, el odio común de los herejes) fuese verdadero, sería el culto demasiado. Pero el caso es que el supuesto mismo es falsísimo y puede reputarse por uno de los errores comunes que hay en el vulgo de nuestras escuelas. No sólo son y han sido muchos los herejes amantes de Aristóteles, pero el mismo aristotelismo fue cuna de algunas herejías y sirvió de arma defensiva a varios errores. La herejía de Almarico (de que hablaremos abajo) nació del estudio de Aristóteles. De la misma fuente manó el ateísmo de Averroes. El ilustrísimo Cano dice que en su tiempo corría la voz de que en Italia muchos dogmatizaban contra la inmortalidad del alma y contra la Providencia divina, fundados en Aristóteles. La perfidia arriana, dice claramente San Ambrosio, que tuvo su origen en la doctrina aristotélica: Sic enim Arianos in perfidiam ruisse cognoscimus, dum Christi   —131→   generationem putant usu huius saeculi colligendam, reliquerunt Apostuolum, sequuntur Aristotelem (in Psalmo 118) y en el libro primero De Fide, capítulo 3, advierte que todo el esfuerzo de los arrianos se fundaba en las cavilaciones de la dialéctica (la de Aristóteles sin duda): Omnem venenorum suorum vim Ariani in Dialectica disputatione constituunt. El heresiarca Aetio, que añadió nuevos errores a la secta arriana, explicaba a los discípulos sus dogmas, según las categorías de Aristóteles. Así lo refiere Suidas, citado por el cardenal Baronio al año de Cristo de 356. Es cosa constante que los errores de Pedro Abelardo y de Gilberto Porretano, en orden a la Trinidad Santísima, esencia y atributos divinos, se ocasionaron de que temerariamente quisieron arreglar tan altos misterios a las imperfectas luces de Aristóteles; y de su dialéctica, en que eran sumamente versados y sutiles, sacaban todos los argumentos con que opugnaban el sentir de los ortodoxos.

12. Ni aun ciñéndonos a los herejes de los últimos siglos es verdadero el supuesto de su odio común contra Aristóteles, pues aun entre éstos tiene muchos y grandes panegiristas su doctrina. Parezca el primero Felipe Melancton, el mayor amigo y de mayor confianza de Lutero. Melancton, pues, no en una parte sola, sino en muchas de sus escritos, abraza ardientemente el patrocinio de Aristóteles y de su filosofía y dialéctica, juzgándolas utilísimas a la República y a la Iglesia. Nótense estas palabras suyas en la epístola a Leonardo Eccio: Vere iudicas plurimum interesse Reipubliae, ut Aristoteles conservetur et extet in scholis, ac versetur in manibus discentium. Y éstas que cita el padre Jacobo Gretsero de él en una oración laudatoria a Aristóteles: Nunc quaedam de genere philosophiae addam, cur Aristotelicum maxime nobis in Ecclesia usui esse arbitremur. Constare arbitror inter omnes, maxime nobis in Ecclesia opus esse Dialectica, etc. Todo lo que sigue en este pasaje son elogios de la dialéctica, física y ética de Aristóteles. Isaac Casaubon (In Persium, satyr., 5) dice que los libros que escribió de dialéctica Aristóteles exceden   —132→   cuanto todos los demás mortales. Hugo Grocio le concede el principado de todos los filósofos: Inter philosophos merito principem obtinet locum Aristoteles, in Praef. ad librum de Jure belli et pacis. Vosio (apud Pope Blount) afirma que excede a todos los filósofos que le precedieron, cuanto el sol excede a la luna y a las estrellas. Erasmo, que pasa entre muchos por faccionario de los protestantes (apud eundem Pope Blount) le celebra por el más docto de todos los filósofos, sin exceptuar aun a Platón. Finalmente (omitiendo otros muchos particulares que pudiera nombrar) sábese que cuando Renato Descartes empezó a hacer ruido en el mundo con su nuevo sistema, se declararon contra él y a favor de Aristóteles tres universidades protestantes enteras en cuerpo formado: la de Leyden, la de Groninga y la de Duisberga. Y Pedro Bayle en su Diccionario Crítico, tratando de Aristóteles, dice: que luego que aparecieron en Francia las nuevas opiniones contrarias a este filósofo, tanto los teólogos protestantes como los católicos acudieron apresurados a su socorro, implorando de una y otra parte el auxilio del brazo secular contra los nuevos filósofos.

13. ¿Dónde está, pues, esa uniforme conspiración de los herejes contra Aristóteles, que tanto se clamorea? En la imaginación de los que careciendo de noticias legítimas, sólo se informan de rumores populares.

§. VI

14. Miremos la materia por otro lado. Díganme los que consideran la doctrina aristotélica importantísima para defender nuestros dogmas y contrastar los errores opuestos, si en alguno de los más ilustres controversistas católicos hallaron frecuentado el uso de esa doctrina para el fin de convencer a los herejes. Tengo presentes los cuatro tomos de controversia del gran Belarmino, el del eximio doctor contra la herejía anglicana, las Disertaciones del padre Natal Alejandro, entretejidas en su Historia Eclesiástica contra varias herejías: he visto la   —133→   parte más considerable de las obras de controversia del famoso obispo Bosuet. Apenas alguno de éstos hace jamás memoria de Aristóteles ni de cosa suya. Si tal vez rarísima le citan, es muy de paso y para materia inconducente a los dogmas, como Belarmino, tocando la división del Gobierno en las tres especies de monárquico, aristocrático y democrático (De Rom. Pont., lib. 1) y el padre Suárez, tratando del Principado Político (lib. 3) aun en estas materias en que pudieran verter muchas y muy buenas cosas de Aristóteles, sólo hacen de él una ligera memoria y acuden a los Padres de la Iglesia como a fuentes de la verdadera doctrina. ¿Ni qué uso de los preceptos de la dialéctica se encuentra en estos grandes autores? Ninguno. Uno u otro silogismo, formado de tarde en tarde, pero ni una palabra de conversiones, de reducciones, de equipolencias y demás baraúnda sumulística. Con razón, porque estas no son las armas propias de la Iglesia; pues como dice San Ambrosio, no es del agrado de Dios que su pueblo se defienda con las sutilezas de la dialéctica: Non in Dialectica complacuit Deo salvum facere populum suum. (lib. I De Fide, cap. 3). Así se sabe que San Agustín, mientras fue hereje, toda su fuerza ponía en la dialéctica, porque el error no puede sostenerse sin el artificio del sofisma. Hecho católico mudó de armas, porque las halló más sólidas. La Iglesia se defendió de todos sus enemigos y los rebatió vigorosamente por el espacio de mil años y más sin Aristóteles. ¿Por qué no podrá hacer ahora lo mismo?

15. No obstante lo dicho, fácilmente convendré en que en varias ocasiones pueda tener su uso la dialéctica contra los herejes, especialmente cuando sea menester descubrir la falacia de algún sofisma suyo o no se pueda sin la forma silogística reducirlos a razonar derechamente sobre el punto de la dificultad. También se debe conceder que la Teología Escolástica en la planta que hoy la tenemos de método y locuciones con que se trata y disputa, no puede subsistir sin la Lógica y Metafísica de Aristóteles, porque el método del aula es todo dialéctico (bien que para esto   —134→   bastan poquísimos preceptos y es superflua tanta multitud de reglas y cuestiones como se introducen en la Lógica) y las locuciones son en gran parte derivadas de la Lógica y Metafísica. Confieso asimismo que el uso de estas locuciones tiene su utilidad, que es el hablar en las materias con precisión, distinción y claridad. Esta advertencia es del cardenal Belarmino, el cual en el libro 2 De Cristo, capítulo 2, dice que las voces que usa la teología sin tomarlas de la Escritura no sirven para impugnar a los herejes, sino para discernir sus dogmas de los nuestros: Nec enim Catholici dicunt istis nominibus oppugnari haereticos, sed damnari, et excludi ab Ecclesia, nam propter novas haereses cogimur nova nomina invenire, ut perspicue distinguamur ab illis, et Catholici sciant quid credere debeant.

16. Digo que esta conducencia pueden tener la Lógica y Metafísica de Aristóteles para la Teología. Y si se pretendiere más no lo rehusaré. Pero como el encuentro de los aristotélicos con los nuevos filósofos no es sobre Metafísica y Dialéctica, sino sobre la Física, quisiera saber cómo o por dónde puede interesarse la Teología Escolástica y mucho menos la Dogmática en la manutención de la Física de Aristóteles. No niego yo que hay aserciones o errores físicos que se oponen a algunos dogmas teológicos, como en el Discurso primero del segundo tomo notamos en algunos de Cartesio. Pero esto es bueno para que se descarten y condenen todos aquellos en quienes se hallare este vicio, que se opongan que no a la doctrina aristotélica, mas no para que esta sea la norma a que se ha de atender para admitir o reprobar las proporciones en materia de física. ¿Rigió por ventura el Espíritu Santo la pluma de Aristóteles, para que creamos que todo lo que se opone a Aristóteles se opone directa o indirectamente, expresa o implícitamente a la fe? Antes bien, el ilustrísimo Cano y otros muchos notaron que en Aristóteles se hallan más errores capitales, opuestos a lo que enseña la Fe, que en otro filósofo alguno; sin embargo de que en esta materia suspendo el asenso hasta hacer recuento de   —135→   los muchos que se hallan en Platón. ¿Qué conclusión teológica, ni aun qué opinión escolástica en materias teológicas se arruina por negar los cuatro elementos aristotélicos, por quitar a la privación el usurpado título de principio del ente natural, por explicar las formas substanciales y accidentales de los compuestos insensibles como las explican los filósofos modernos, por admitir átomos criados, por explicar innumerables fenómenos con el movimiento y figura de las minutísimas partículas y otras mil cosas? Es claro que ninguna. Por tanto, en Francia, en Italia y dentro de la misma Roma hay muchísimos teólogos escolásticos de profesión, aun entre los regulares, que se apartan en la filosofía de Aristóteles. El padre Maignan, que fue un gran teólogo, siguió sistema físico totalmente opuesto al aristotélico; lo mismo su discípulo el padre Saguens. Corren los escritos de uno y otro sin que ni la Inquisición de Roma ni la de España les hayan borrado una tilde. Lo mismo digo de los escritos (siendo tantos) del incomparable Gasendo.

17. Viene aquí muy a propósito lo que el ingeniosísimo Campanela, enemigo jurado de Aristóteles, refiere haberle sucedido siendo examinado por los señores inquisidores del Tribunal romano sobre sus opiniones filosóficas. Dice, que habiendo proferido su sentir y confesado por suyos los escritos que sus enemigos le habían hurtado y presentado al Santo Oficio, ni le reprehendieron por contradecir a Aristóteles, ni le mandaron que en adelante le siguiese, antes algunos de los Cardenales asistentes aprobaron su modo de filosofar: Nec reprehensione vocali, nec praecepto recedendi ab impugnando Aristotelem, nec rationibus Patres doctissimi me obiurgarunt, sed laudarunt praecipue Cardinales Sanctorius et Bernerius et Sarnanus. Nescio cur nunc alii murmurant scioli. Videant processus in Sancto Officio, et meas opiniones ibi examinatas (Disp. in Prolog. instaurat. scient.). Es cierto que Campanela filosofó después con la misma libertad que antes y siempre contra Aristóteles, sin que por eso fuese advocado a tribunal alguno, de donde se infiere que   —136→   no hay en Roma la ventajosa preocupación por Aristóteles que en España.

§. VII

18. En lo que hemos discurrido hasta aquí se ve claramente lo mucho que hizo la fortuna de Aristóteles para su exaltación en las Escuelas. Ahora veremos lo poco que hizo para su elevación el mérito en los tiempos que le desasistió la fortuna. Muchos de sus sectarios se imaginan que Aristóteles siempre fue la deidad de la Filosofía, y que los siglos todos, desde su muerte hasta ahora, conspiraron a darle el glorioso título de príncipe de los filósofos. Bien lejos de eso, ningún otro filósofo experimentó tan inconstante y varia la fortuna. Tanto en el mundo como en la Iglesia todo ha sido altos y bajos el crédito de Aristóteles. Tomemos desde su origen la serie de sucesos.

19. Por la parte de las costumbres padeció vivo y muerto terribles acusaciones. Los sacerdotes de Atenas intentaron contra él proceso sobre el crimen de irreligión, y se tomó con tal calor el negocio, que Aristóteles se vio precisado a retirarse fugitivo a Chalcis. Notáronle de ingrato a su maestro Platón, hasta llegar a decir que públicamente le había insultado, proniéndole cuestiones capciosas, cuando Platón por la flaqueza y falta de memoria, ocasionada de su edad octogenaria, estaba inhábil para desenredar quisquillas y sofismas. No sólo le hicieron sospechoso de haber conspirado con Hermolao y Calístenes contra la vida de Alejandro, mas añadieron que había sido cómplice en la muerte de este príncipe y revelado a Antípatro que en un vaso hecho de la uña de caballo o asno silvestre se le podía enviar el veneno mortífero del agua de la fuente Estigia, la cual, por ser sumamente corrosiva, todos los demás vasos de cualquiera materia que fuesen gastaba y destruía. Publicaron que había sido traidor a su patria Estagira, haciendo que cayese en manos de Filipo, rey de Macedonia, que la arruinó; aunque después, para expiar en parte tan atroz delito, obtuvo de Alejandro que la reedificase o permitiese reedificar. Imputáronle el crimen de idolatría, respecto   —137→   de su esposa Pitia, a quien, o viva, como dicen unos, o muerta, como sienten otros, dio los mismos cultos y honores que rendían los atenienses a Ceres Eleusina. Y para complemento de todo no faltaron quienes diesen los más infames y sucios colores al grande amor que profesó a Aristóteles Hermias, tirano de Atarne, no obstante que todos aseguran que este tirano era eunuco.

20. Creo, siguiendo a los autores de juicio más sano, que ninguna de estas acusaciones tuvo fundamento sólido, y que por la mayor parte fueron hijas de odio y emulación: lo que se hace muy persuasible a vista de que los primeros autores que se descubren de ellas fueron Licon y Aristipo, filósofos que seguían sectas opuestas a la aristotélica. Sin embargo, algunos de los filósofos modernos, por no omitir género alguno de hostilidad contra nuestro filósofo, de nuevo publican aquellos crímenes como si fuesen ciertos. Conducta reprehensible y condenada por todas las leyes de la justicia y equidad.

§. VIII

21. Pasando de las costumbres a la doctrina (que es nuestro propio asunto) y créditos en ella, el primer revés que se ofrece contemplar en la fortuna de Aristóteles es que Platón no le dejase por sucesor en la Academia, sino a su condiscípulo en la escuela platónica Espeusipo. Es verdad que a favor de éste pudo influir, no tanto el mérito de la doctrina, cuanto el vínculo del parentesco, porque era hijo de una hermana de Platón. Pero podemos conjeturar que fue un ingenio de primer orden, por lo que dejó escrito el filósofo Favorino, que Aristóteles compró sus escritos por tres talentos, suma muy considerable, pues suponiendo habló del talento ático, importaba ciento y ochenta libras de plata.

22. Resarció Aristóteles la pérdida de la sucesión en la escuela platónica, levantando nueva escuela, opuesta a aquélla, en el Liceo. Así se llamaba un sitio fuera de las murallas de Atenas, donde Aristóteles y sus sucesores enseñaron, de donde pasó el nombre a la misma secta, como el   —138→   de Academia a la platónica y el de Pórtico a la de Zenón. Dicen unos que Aristóteles levantó escuela viviendo aún Platón. Otros, con más fundamento, que teniendo con su maestro la atención de no declararse su rival, se abstuvo de enseñar públicamente hasta que aquel murió.

23. Tuvo Aristóteles gran concurso de discípulos, pero quedó muy lejos de alcanzar la monarquía literaria a que aspiraba su ambición. Quería quedar único en el mundo o que el Liceo sofocase a la Academia y no hubiese otra filosofía que la suya. Esta idea ambiciosa de Aristóteles se manifestó principalmente en el prurito continuo de impugnar, que justa, que injustamente a todos los filósofos famosos que le precedieron. Muchos han notado en él el vicio de infidelidad en referir las opiniones ajenas, violentando el contexto y el sentido, para darles el peor semblante que podía. Santo Tomás (a quien nadie puede en esta materia recusar ni por testigo ni por juez) lo dice expresamente en el libro cuarto De Regim. Princ., capítulo 4, añadiendo que con quienes practicó más frecuentemente esta iniquidad fue con Platón y con Sócrates. Como estos dos eran los más famosos, y los miraba de más cerca, se interesaba más en su descrédito, por apartar los principales estorbos de su gloria. Dijo agudamente el famoso Bacon que Aristóteles usó con los demás filósofos de la política de los emperadores otomanos, que para reinar seguros matan a todos sus hermanos cuando les llega la sucesión. Es muy verosímil que como trató mucho con Alejandro, el discípulo le pegase al maestro la ambición, pues éste quiso ser único en el mundo en cuanto a la doctrina, como el otro en cuanto a la dominación.

24. Como quiera que fuese, no logró su designio. La Academia se mantuvo siempre con grandes créditos y produciendo hombres insignes. Lo más reparable en el caso es que después del transcurso de algún tiempo se advierte una notable decadencia (si ya no fue extinción total) en el Liceo, manteniéndose entonces y mucho   —139→   tiempo después con aplauso y gloria la Academia. Esta decadencia se colige de que no se halla noticia más que de seis sucesores de Aristóteles en la escuela, inmediatos unos a otros, que son: el primero Teofrasto, el segundo Estratón, el tercero Licon (distinto de otro que se nombró arriba enemigo de Aristóteles), el cuarto Aristón, el quinto Critolao, el sexto y último Diodoro. Al contrario, en la escuela platónica se cuentan trece continuados sucesores: el primero Espeusipo, el segundo Jenócrates, el tercero Polemón, el cuarto Crates, el quinto Crantor, el sexto Arcesilao, el séptimo Lacides, el octavo Evandro, el nono Egesino (o como le llama San Clemente Alejandrino, Hegesilao), el décimo Carneades, el undécimo Clitomaco, el duodécimo Filón Lariseo, de quien fue oyente Cicerón, el terciodécimo Antioco Ascalonita; bien que éste tentó conciliar la doctrina platónica con la aristotélica y la estoica, enseñando una mezcla de toda tres. Véase Tomás Stanleyo en las partes cuarta y quinta de su Historia de la filosofía.

25. De modo que cuando llegamos a los tiempos de Cicerón hallamos obscurecida con un fatal eclipse la secta aristotélica. O había faltado la escuela del Liceo o era tan poco frecuentada, y sus maestros de tan poco nombre, que no quedó memoria de ellos. Esta decadencia se hace más notoria por un pasaje de Cicerón (Init. Topic), donde hablando con el insigne jurisconsulto Trebacio sobre que un grande retor de Roma no tenía noticia alguna de Aristóteles, añade que no lo admira, porque aún entre los filósofos eran poquísimos los que tenían noticia de él: Minime sum admiratus eum rhetori non esse cognitum, qui ab ipsis philosophis, praeter admodum paucos, ignoratur. El comercio de Roma con Atenas en aquel tiempo era mucho; conque aunque Cicerón hablase sólo de los filósofos romanos, se infiere lo olvidado que estaba en una y otra parte Aristóteles, pues no podía tener nombre considerable en Atenas, quien casi totalmente era ignorado en Roma.

  —140→  

26. Andrónico, filósofo peripatético, natural de Rodas, que vino a Roma por aquel tiempo, trabajó eficazmente por poner en reputación su doctrina, publicando e ilustrando con comentarios algunos libros de Aristóteles. Más como quiera que sacase los libros y el autor del sepulcro del olvido, le faltó mucho para colocarlos en el trono. Cobró Aristóteles nombre y sectarios; pero era sin comparación mayor el número de los que seguían otras escuelas. Donde se debe advertir que había entonces, fuera de la aristotélica, cuatro sectas célebres de filosofía: la platónica, la estoica, la de Epicuro y la de Pirrón. Todas habían nacido en la Grecia y todas, o por lo menos las tres primeras, tenían lugar destinado para su enseñanza en Atenas, de donde pasaron a Roma. Una cosa no se debe omitir aquí, y es que la escuela platónica produjo tres hombres insignísimos, Cicerón, Plutarco y Filón, judío; la estoica otros tres muy grandes: Estrabón, Séneca y Epitecto. Busquen los aristotélicos en su escuela, discurriendo por todo aquel siglo, no digo otros seis, pero ni aun tres ni aun dos que puedan compararse a aquellos.

27. Pasando más adelante, parece que no solo la filosofía aristotélica cayó de aquel tal cual grado en que se había puesto, mas también padecieron notable detrimento la platónica y la estoica, pues Diógenes Laercio dice que sólo florecía en su tiempo la secta de Epicuro. Poco tiempo después de Diógenes Laercio padecieron los filósofos peripatéticos una terrible persecución en Roma, porque el emperador Antonino Caracalla (según refiere Dión Niceo, y otros apud Gasend. ) los desterró a todos, aunque con un motivo impertinente, esto es, que aborrecía a Aristóteles, creyéndole autor de la muerte de Alejandro, cuya memoria veneraba mucho.

§. IX

28. Entretanto que las cosas de Aristóteles pasaban así entre los profanos, no era mucho lo que por   —141→   otra parte le favorecían los Padres de la Iglesia y escritores sagrados. San Agustín, aunque conoció y admiró su grande ingenio, estimó más a Platón, como testifica en varias partes. San Jerónimo (1, Advers. Jovinian. ) elogia hiperbólicamente su altísimo entendimiento. Pero en otras partes advierte que su doctrina es acomodada para defender las herejías y opuesta a los cristianos dogmas. Este era el común sentir de los doctores de la primitiva iglesia, y por esta parte daban comúnmente grandes ventajas a Platón. San Basilio, en el libro primero contra Eunomio, después de proponerse un argumento de aquel hereje, tomado de cierta doctrina de Aristóteles, habla de éste con desprecio. Dice que no deben hacer caso los católicos de la doctrina de aquel filósofo gentil y aplica a este intento aquellas palabras del Apóstol: Quae autem conventio Christi ad Belial? Aut quae pars fideli cum infedeli? El juicio de San Ambrosio no es más favorable, como ya vimos arriba. San Gregorio Nacianceno está terrible contra Aristóteles. Así dice en la oración primera De Theología: Aristotelis ieiunam, et angustam providentiam, versutumque item artificium, et mortales de anima sermones, et nimis humana, atque abiecta huius viri dogmata confuta. Es verdad que este padre se declara también contra los demás filósofos gentiles, sin excluir a Platón. Así dice en la oración De moderatione in disputationibus servanda que las dudas de Pirrón, los silogismos de Crisipo, el malvado artificio de las artes aristotélicas (artium Aristotelis pravum artificium) y el hechizo de la elocuencia de Platón son como unas plagas egipcíacas, que perniciosamente se introdujeron en la Iglesia. Por lo cual, no sé con qué razón dijo el cardenal Pallavicini en la Historia del Concilio Tridentino, libro 8, capítulo 19, que el Nacianceno en las oraciones del misterio de la Trinidad mezcló con los oráculos de la Escritura los documentos del estagirita. Muy lejos estaba este padre de dar tanta estimación a la doctrina de Aristóteles. No niego que en aquellas oraciones habla no sólo como teólogo, mas   —142→   también a veces como filósofo. Pero no se hallará que use de máxima alguna propia de la escuela peripatética, ni de otra secta alguna, sino de unas nociones generales y comunes a todos los filósofos. Sidonio Apolinar (lib. 4, epist. 3, a Claudiano) atribuye a Platón la explicación y a Aristóteles la implicación: Explicat ut Plato, implicat ut Aristoteles. Lactancio Firmiano (De falsa Relig., cap. 5.), haciendo cortejo de la doctrina aristotélica con la platónica acerca de Dios, dice que Aristóteles se contradice a sí mismo, proponiendo cosas repugnantes y encontradas; pero Platón está constante siempre en confesar un solo Dios, autor de todo. Donde se debe advertir, que da a éste el atributo de sapientísimo entre todos los filósofos, según el juicio común: Plato, qui omnium sapientissimus iudicatur. Y en el libro De ira Dei, capítulo 19, cuenta a Aristóteles entre los filósofos que ni temieron a Dios, ni tuvieron alguna consideración por él. Es cierto que en los escritos de Aristóteles no se puede hacer pie fijo sobre esta materia. Unas veces, y son las más, está por la idolatría y multitud de dioses; otras insinúa sin mucho rebozo que hay un Dios solo; otras parece que no admite ninguno o a aquel que admite le despoja de la providencia, de la libertad y de otros atributos; de modo que parece el Dios de Benito Espinosa. Omito a San Ireneo, a San Cirilo, a San Epifanio, Orígenes, Tertuliano y otros, pues los alegados bastan para conocer el infeliz estado en que estaba Aristóteles en los primeros cinco siglos de la Iglesia, entre los principales maestros de ella.

§. X

29. Al principio del sexto siglo se mejoró la fortuna de Aristóteles por la diligencia de aquel insigne hombre, Boecio Severino, que tradujo algunos libros suyos de griego en latín, y le dio a conocer y estimar en el Occidente. Aunque éste fue un resplandor como de relámpago que duró poco, porque con la decadencia que padecieron las ciencias humanas en los siglos inmediatos   —143→   cayó también el estudio de Aristóteles.

30. Pero no mucho después que estaba sepultado este sol en Europa se vio amanecer en la África. Los árabes que habían logrado sus escritos, los tradujeron en el idioma propio, aplicándose los más sabios de ellos a ilustrarlos con comentarios y a enseñar su filosofía a la morisma. La dominación sarracena hizo pasar la doctrina peripatética de África a España, y Averroes, que sobresalió entre todos los comentadores árabes, la hizo plausible en la escuela de Córdoba. De aquí hizo tránsito a la de París, mediante la traducción de las obras de Aristóteles de árabe a latín; aunque consta que luego se logró otra del griego, hecha sobre un ejemplar que se trajo de Constantinopla y se prefirió a la primera. Esta fue una de las épocas felices para Aristóteles, porque no halló, como dijimos arriba, quien le disputase el imperio de la filosofía, ni aun un palmo de su terreno.

§. XI

31. También esta felicidad fue de breve duración, porque habiendo Almarico de Chartres, que de catedrático de Lógica en la Universidad de París pasó a tratar las Letras Sagradas, caído en varios errores, fueron éstos condenados en un Concilio que se juntó en París el año de 1209 y castigados los sectarios de Almarico. Este ya era muerto, pero su cadáver fue desenterrado y arrojado a una letrina. O por presunción legal o por certeza de que los errores de Almarico eran deducidos de la doctrina de Aristóteles, en el mismo Concilio fueron condenados los escritos del filósofo y prohibido con censuras leerlos y tenerlos. Rigorde dice que se prohibieron los libros de Metafísica. Roberto, monje antisiodorense, y Cesario refieren que la prohibición cayó sobre los libros de Física. Estos autores se citan en la colección de Concilios del padre Labbé, donde se añade que un legado de la Sede Apostólica, que el año de 1215 (esto es, cinco años después de concluido aquel Concilio) reformó la Universidad   —144→   de París, prohibió así Física, como Metafísica de Aristóteles por estas palabras: Non legantur libri Aristotelis de Metaphisica, et de naturali Philosophia, y que el año de 1231 el papa Gregorio IX prohibió de nuevo el uso de los libros que habían sido condenados en el Concilio de París, hasta que fuesen examinados y purgados de toda sospecha de error. Natal Alejandro en su Historia Eclesiástica dice lo mismo, alegando los mismos testimonios. Lo mismo otros muchos. Por lo cual se equivocó el padre Juan Dominico Musancio cuando dice, citando al padre Labbé, que las obras que se condenaron en el concilio de París no eran de Aristóteles, sino falsamente atribuidas a Aristóteles, pues ni el padre Labbé dice esto, ni lo dice alguno de los autores que cita. Pudieron dar motivo a la equivocación estas palabras del monje Rigordo: Libelli quidam ab Aristotele, ut dicebantur, compositi, qui docebant Metaphysicam. Pero al expresar que se decía que aquellos libros eran de Aristóteles, cuando más es dejar en duda si lo eran o no; mas está muy lejos de afirmar que no lo fuesen. El antisiodorense positivamente afirma que los libros condenados eran de Aristóteles, y la prohibición del legado apostólico, seis años después, cayó sobre ellos nominatim.

32. Este fue un golpe mortal para la doctrina aristotélica, un precipicio desde el cielo al abismo, un tránsito del trono al cadahalso. Mas como la suerte de nuestro filósofo es caer para levantar y levantar para caer, no tardó mucho tiempo en restituirse a su antiguo esplendor.

§. XII

33.Catorce años después de la condenación de Almarico vino Santo Tomás al mundo, para gran bien de la Iglesia y mucho honor de Aristóteles, cuyos escritos ilustró con ingeniosísimos comentarios, reprobando cuanto contradecía abiertamente a los sagrados dogmas, admitiendo lo que no tenía oposición con ellos e interpretando benignamente todo lo que tenía sentido   —145→   dudoso entre la verdad y el error. Duda es que ha ocurrido a algunos, cómo habiendo precedido las prohibiciones que hemos dicho, pudo Santo Tomás leer y comentar la Física y Metafísica de Aristóteles. Campanela conjetura que así él como su maestro Alberto Magno obtuvieron permisión de la Sede Apostólica. Pero no es menester este recurso, porque verosímilmente se pude discurrir, que cuando estos dos hombres grandes escribieron, ya la prohibición de leer los libros de Aristóteles estaba totalmente levantada. Sobre lo cual se debe notar que la prohibición de Gregorio IX, que fue la última, tiene la limitación quousque examinati fuerint. Muy verosímil es, pues, que este examen se hiciese luego y con la anotación de los errores que se hallaban en Aristóteles (para que nadie diese asenso a ellos) se permitiese la lectura.

34. En cuanto al motivo que tuvo Santo Tomás para ponerse tanto de parte de Aristóteles, el cardenal Pallavicini sienta no haber sido otro que el de desarmar a los mahometanos y otros enemigos de la Iglesia, que se favorecían de la autoridad de Aristóteles contra nuestros sagrados dogmas. Para este efecto no conducía tanto impugnar a Aristóteles, como explicarle. Lo primero no derribaría su autoridad, la cual estaba altamente establecida entre los árabes, y éstos eran los que en aquel siglo estaban reputados por los depositarios de las ciencias. ¿Qué hizo, pues, Santo Tomás? Al modo del advertido caudillo que halla mucha más conveniencia en traer a su partido alguna porción de los enemigos que atacarlos a todos, concibió un proyecto digno de su generoso espíritu, que fue traer a Aristóteles al bando de la Iglesia Católica, y hacer que militasen debajo de las banderas de la verdad las armas que antes servían al error. Con esta mira (según el citado cardenal) puso de concierto a la teología escolástica con la filosofía aristotélica, aprovechándose de las voces y conceptos de ésta para explicar los misterios de aquélla. Donde advertiremos que no fue este Santo Doctor, como se dice comúnmente, el primero   —146→   que transfirió a la teología el método escolástico, pues ya lo habían practicado antes de Santo Tomás Ruscelino, Pedro Abelardo, Gilberto Porretano y otros muchos. Pero es gran gloria de Santo Tomás que un método de enseñar la Teología, que poco antes se tenía por peligroso y más acomodado para inspirar errores que para ilustrar verdades (lo que persuadían los funestos ejemplos de los tres teólogos citados, como también el de Almarico) le hiciese con su alto ingenio no sólo inocente, mas también útil.

§. XIII

35. La alta reputación que justísimamente ganó luego en la Iglesia la doctrina de Santo Tomás, hizo brillar la de Aristóteles, a que ayudaron también mucho San Buenaventura, el sutil Escoto y otros famosísimos teólogos; de modo que en breve tiempo se puso la autoridad de Aristóteles en estado de pasar por inconcusa en las escuelas. No había conocimiento de otro algún filósofo, lo que hizo mucho para que este nombre se le adjudicase a Aristóteles por antonomasia, hasta que en el siglo XV Gemisto Pletón y el cardenal Besarion, Filósofos platónicos (a quienes siguió en el siglo siguiente Francisco Patricio) quisieron rebajar la estimación de Aristóteles, levantando sobre ella la de Platón. Pero tuvo poco suceso su empresa.

36. Por otra parte, Teofrasto Paracelso (que nació cerca del fin de aquel siglo y de quien dimos bastante noticia en el discurso segundo del tercer tomo) tocando la trompeta a favor de la filosofía hermética que había aprendido en los escritos del famoso benedictino alemán Basilio Valentino, príncipe de los químicos, y en la escuela de otro benedictino alemán el celebérrimo abad Tritemio, de quien se confiesa discípulo el mismo Paracelso, declaró la guerra a las cuatro formidables potencias de Hipócrates, Aristóteles, Galeno y Avicena, con la introducción de los principios químicos. O que realmente hiciese curas admirables, o que tuviese arte y   —147→   fortuna para persuadirlo, fue ganando algunos sectarios, que después de su muerte se multiplicaron, y otros tantos veneradores le faltaron a Aristóteles, o por mejor decir, otros tantos enemigos se levantaron contra él.

37. Casi al mismo tiempo Bernardino Telesio, natural de la ciudad de Cosenza, en el reino de Nápoles, hombre de sutil ingenio, se declaró contra la Física aristotélica, estableciendo la suya sobre los principios que después, con alguna variación, siguió Campanela. Tuvo en Italia muchos discípulos y sectarios mientras vivió; pero no sé que hiciese después algún progreso considerable su sistema.

38. No con menos fuerza que Paracelso en Alemania y Telesio en Italia tocó al arma en Francia contra Aristóteles Pedro del Ramo, de cuya osadía en contradecir cuanto había dicho Aristóteles, como también de su muerte infeliz, dimos noticia en el primer discurso del segundo tomo. Éste inventó nueva Lógica o nuevo método dialéctico, que fue entonces seguido de algunos; pero hoy apenas se halla tal cual ramista en las naciones.

§. XIV

39. Hasta aquí, desde que Santo Tomás abrazó el partido peripatético, todo fue triunfos para Aristóteles. La semilla de la doctrina química aún no había fructificado. Las demás, ni entonces ni después echaron raíces. Vino después el grande y sublime ingenio de Francisco Bacon, conde de Verulamio, gran canciller de Inglaterra, quien con sutiles reflexiones advirtió los defectos de la filosofía aristotélica, o por mejor decir, advirtió que no había filosofía alguna en el mundo; que la Física de Aristóteles era pura Metafísica; que en los escritos de Platón no se hallaba más que una mera Teología natural; que la filosofía de Telesio era sólo instauración de la de Parménides; la de Ramo, una despreciable quimera; que los químicos habían tomado a la verdad el rumbo que se debía seguir, conviene a saber, el de la experiencia,   —148→   pero limitada ésta a unas pocas operaciones del fuego, corta basa para fundar un sistema; concluyendo de todo esto, que era menester empezar de nuevo sobre cimientos sólidos esta gran fábrica de la Filosofía, echando por el suelo como inútil todo lo edificado hasta ahora, para cuyo fin formó el proyecto en aquella admirable obra, que llamó Instauración magna, compuesta de varios libros, como son el Nuevo Órgano de las Ciencias, la Historia Natural, los Ímpetus Filosóficos, la nueva Atlantis, etc.

40. Los escritos de este hombre hicieron muy diferente eco en el mundo que todos los antecedentes enemigos de Aristóteles: en ellos, además de un sutil ingenio, una clara penetración y una amplísima capacidad, resplandece un genio sublime, una celsitud de índole noble, que sin afectar superioridad, al lector le representa tener muy debajo de sí a todos los que impugna. No fundó Bacon nuevo sistema físico, conociendo sus fuerzas insuficientes para tanto asunto: sólo señaló el terreno donde se había de trabajar y el modo de cultivarle para producir una filosofía fructuosa. Esta moderación contribuyó mucho a la estimación de sus máximas, mirándolas como partos de un hombre que no atendía a su gloria, sino a la verdad. Con esto empezó a minorarse mucho en las naciones la veneración de Aristóteles, y en esta decadencia de culto al estagirita hallaron poco después abierto el camino para filosofar con libertad Descartes, Gasendo y otros.

41. Campanela, aunque escribió mucho contra Aristóteles, no fue poderoso a desposeerle de un palmo de tierra. La suerte de este hombre fue que en todas partes admiraron su ingenio y en ninguna se enamoraron de su doctrina.

42. Descartes, luego que empezó a filosofar, se hizo un gran lugar en las naciones, y hoy tiene muchos sectarios. Pero ya son menos que cincuenta años ha, porque se han ido minorando sus créditos al paso que se fueron exaltando los de su competidor Gasendo. En general se puede decir que la filosofía corpuscular que Aristóteles   —149→   había arrojado del mundo, ha tomado un gran vuelo en este siglo, porque demás de los que siguen a Descartes, Gasendo y Maignan, hay un gran cuerpo de filósofos experimentales, los cuales trabajando conforme al proyecto de Bacon examinan la naturaleza en sí misma, y de la multitud de experimentos combinados con exactitud y diligencia pretenden deducir el conocimiento particular de cada mixto, sin meterse en formar sistema universal, para el cual son insuficientes los experimentos hechos hasta ahora, aunque innumerables, y acaso lo serán todos los que en adelante se hicieren; por lo cual el designio de Bacon, que era formar por la combinación de experimentos axiomas particulares, por la combinación de axiomas particulares otros axiomas más comunes, y de este modo ir ascendiendo poco a poco a los generalísimos, acaso cuando venga el fin del mundo no habrá llegado a la mitad del camino. Pero como la experiencia, examinada con sabia reflexión, ha descubierto que varias operaciones de la naturaleza, atribuidas antes a las cualidades aristotélicas, se ejercen precisamente en virtud del mecanismo, es esta una preocupación favorable para la filosofía corpuscular, tomada vagamente y sin determinación de sistema.

43. Finalmente, el estado presente de la Filosofía aristotélica en las naciones es que los profesores regulares por lo común la defienden; pero no son pocos (aun entre éstos) los que absolutamente la han abandonado; y son muchísimos los que cuando llega el caso de explicar cualquier particular fenómeno tocante a las cosas insensibles, recurren al mecanismo sin acordarse de las cualidades peripatéticas. Fuera de las religiones, para cada aristotélico hay cuarenta o cincuenta antiaristotélicos.

44. He representado, siguiendo la serie de los tiempos, los altos y bajos de la fortuna de Aristóteles: en que se ve lo primero que la fortuna no se arregló al mérito, pues éste siempre es uno y aquélla fue varia. Lo segundo, que la autoridad que algunos atribuyen a Aristóteles no está vinculada como juzgan a su doctrina en virtud de   —150→   una constante, inmemorial y no interrumpida posesión. Pasemos ya de Aristóteles a sus escritos.

§. XV

45. El mérito de los escritos de Aristóteles como hoy los tenemos es inferior al mérito de su autor. Esto por dos razones: la primera, porque es dudoso si hay alguna suposición en ellos. La segunda, por la corrupción o corrupciones que han padecido desde que salieron de la pluma de Aristóteles hasta que llegaron a nosotros.

46. Por lo que mira a lo primero, no es leve la razón de dudar que se toma del catálogo de los libros de Aristóteles, hecho por Diógenes Laercio; en el cual, así como se nombran muchos que no llegaron a nosotros, faltan también no pocos de los que hoy tenemos. No se hace memoria, digo, en el catálogo de Diógenes Laercio de los ocho libros de los Físicos o De Naturali auscultatione, de los catorce de Metafísicos, de los cuatro De Caelo, de los dos De Generatione, de los cuatro de Meteoros, de los diez de Ética ad Nicomachum, ni De Anima se nombran tres, sino uno sólo. La gran diligencia de este autor en informarse de la vida, doctrina y escritos de los filósofos hace muy probable que no se le escapen unas obras de tanto bulto como las que hemos nombrado, si fuesen partos legítimos de Aristóteles.

47. Responderase acaso que se pudieron mudar los títulos de algunos libros, de modo que los que hemos nombrado estén debajo de diferente inscripción en el catálogo de Diógenes Laercio, y que también pudo mucho que entonces estaba comprehendido en un libro, dividirse después en muchos libros. No negaré que todo esto pudo ser y que en parte haya sido; pero en el todo es difícil ajustarlo. Porque (pongo por ejemplo) ¿cómo podremos introducir en el catálogo de Diógenes Laercio catorce libros de Metafísica, si de esta ciencia (según distribuyó aquel mismo catálogo por clases o facultades Francisco Patricio)   —151→   no se hallan en él sino tres, uno De Contrariis, otro De Principio, otro De Idea? Tampoco (aunque de materias físicas se hallan setenta y cinco libros en el catálogo de Diógenes Laercio) es fácil introducir en ellos los ocho de Físicos tenemos, porque los títulos de aquellos, exceptuando uno que hay De Motu, señalan materias diversas de las que se tratan en los ocho libros de Físicos; sino es que acaso se introduzcan en los treinta y siete que Laercio inscribe naturalium per elementa. Pero alguna violencia es menester por aquella restricción per elementa, porque en los ocho libros de Físicos no se hace memoria de los elementos.

48. A mucho más extendieron algunos la duda de los libros de Aristóteles. Sobre lo cual léase el siguiente pasaje de Gabriel Naudeo en el capítulo 6 de la Apología por los grandes hombres, donde discurriendo sobre los libros que falsamente se atribuyeron a muchos autores esclarecidos, llega a Aristóteles y dice así: No es, pues, cosa extraña que Francisco Pico, que sucedió tanto en la doctrina como en el principado de su tío el gran Pico, Fénix de su siglo, se haya esforzado a probar con muchas razones que es totalmente incierto, si Aristóteles compuso algún libro de los que hoy están comprehendidos en el catálogo de sus obras, lo cual fue también confirmado por Nizolio y tan examinado por Patricio, que después de investigar con exacta diligencia la verdad de esta proposición, concluye que entre todos los libros de este demonio de la naturaleza no hay sino cuatro muy pequeños y que son de ninguna importancia en comparación de los demás que hayan llegado a nosotros fuera de duda y controversia, conviene a saber: el de las Mecánicas y otros tres que compuso contra Zenón, Gorgias y Xenófanes.

49. La causa de esta incertidumbre que señala Naudeo, citando a Galeno y a Francisco Patricio, y que confirma Gasendo, citando a Ammonio y a Filopono, es la ansia grande de Ptolomeo Filadelfo, rey de Egipto, a juntar una copiosísima biblioteca, por la cual pagaba a precio excesivo cualquiera libro que le presentasen de   —152→   alguno de los autores más famosos. De aquí vino que muchos, sabiendo cuán apreciadas eran las obras de Aristóteles, le vendieron, debajo del nombre de este filósofo, muchas que no eran suyas, sino de otros autores. Así, según el testimonio de Filopono, se hallaron en aquella biblioteca cuarenta libros de Analíticos con el nombre de Aristóteles, siendo así que no se admiten comúnmente sino cuatro. Y ¿quién sabe si los cuatro que hoy tenemos son legítimos o algunos de tantos espurios? La misma duda se ofrece en orden al libro de Categorías. En la librería de Alejandría dice Ammonio que había dos. Entre las obras de Aristóteles sólo tenemos uno. Acaso se habrá perdido el legítimo y el nuestro será espurio. Sin embargo, contra este capítulo de incertidumbre tenemos algo que decir y se propondrá más abajo.

50. Por lo que toca a la corrupción de las obras de Aristóteles es cuento largo y se necesita de desenvolver un pedazo de historia, el que tomaremos de dos grandes autores, Estrabón y Plutarco. Es de saber que Aristóteles, al tiempo de morir, entregó todos sus libros a su discípulo Teofrasto como también la presidencia del Liceo. Teofrasto los entregó con el resto de su biblioteca a su discípulo Neleo. Este hizo transportarlos a Escepsis, ciudad de la Troade, patria suya, y los dejó a sus herederos: los cuales viendo la ardiente solicitud con que los Reyes de Pérgamo, de quienes eran vasallos, buscaban todo género de libros, y mucho más los de mayor estimación, para hacer una rica y numerosísima biblioteca, no queriendo enajenarse de los de Aristóteles que consideraban como una porción preciosa de su herencia, los escondieron debajo de tierra, donde estuvieron sepultados cerca de ciento y sesenta años, al cabo de cuyo espacio de tiempo fueron extraídos por la posteridad de Neleo de aquella obscura prisión, pero muy maltratados, porque por una parte la humedad destiñendo el pergamino había borrado mucho; por otra los gusanos los habían roído en varias partes. En este estado fueron vendidos a Apelicón   —153→   Teico, rico vecino de Atenas y muy codicioso de libros, el cual los hizo copiar, pero los copiantes, que carecían de la habilidad necesaria, llenaron incongruentemente los vacíos, supliendo según su capricho los pasajes que estaban borrados o comidos. Después de la muerte de Apelicón, su biblioteca fue transportada a Roma por el dictador Sila, y en ella los libros de Aristóteles, los cuales fueron comunicados por el bibliotecario de Sila al gramático Tiranión, que era amigo suyo, y de las manos de éste pasaron a las de Andrónico Rodio, que hizo sacar varias copias de ellos.

51. Ateneo está opuesto a esta relación, porque dice que Neleo no dejó los libros de Aristóteles a sus herederos, sino que los vendió a Ptolomeo Filadelfo, rey de Egipto. Y aquí se hace lugar el reparo que ofrecimos arriba. Si los libros que tenemos de Aristóteles no fueron extraídos o copiados de los ejemplares de Alejandría, la multitud de libros espurios o supuestos a Aristóteles que había en aquella gran biblioteca, no induce incertidumbre alguna sobre las obras de Aristóteles que corren. O digámoslo de otro modo: si fueron copiados nuestros libros del original que guardaron los sucesores de Neleo, asegurados estamos por esta parte de la legitimidad de ellos, sin que el error que se padeció en Alejandría, comprando los espurios, nos pueda perjudicar. Ahora, pues, en esta materia más fe merecen Estrabón y Plutarco que Ateneo, ya porque son dos contra uno, ya porque Estrabón es más antiguo que Ateneo, ya porque alcanzó a Tiranión y a Andrónico Rodio y vivió en la misma ciudad de Roma donde estaban aquellos dos: circunstancias que persuaden que estaba bien enterado de los hechos. Añado que no se dice cuándo o por qué medio se nos comunicaron los libros o legítimos o espurios de Aristóteles, que había en la Biblioteca de Ptolomeo Filadelfo. Esta biblioteca, según cuenta Plutarco, fue quemada por los soldados de César en la guerra de Alejandría. Después del incendio no se pudo sacar copia de ellos; antes del incendio no hay testimonio o memoria que lo persuada.

  —154→  

52. En atención a lo dicho, parece ser que el error padecido en Alejandría o la multitud de libros supuestos a Aristóteles que había en aquella Biblioteca, no induce en los que hoy tenemos la grande incertidumbre que pretenden los autores arriba alegados. Pero nos queda para contrapeso la corrupción del texto, ocasionada de los copiantes de Atenas.

53. A ésta sucedió otra segunda en Roma, porque según Estrabón también aquí hubo la inadvertencia de dar a copiar los ejemplares a sujetos idiotas, que cometieron muchos errores en el traslado, y así el texto que había venido de Atenas viciadísimo, en Roma se puso peor. Estos fueron los libros de Aristóteles que se hicieron públicos en Roma, y muy probablemente no había otros en el mundo, pues los de la biblioteca de Alejandría, siendo verdadera la narrativa de Estrabón, todos se deben creer espurios. Conque siendo preciso que las obras de Aristóteles que hoy existen sean copia de las que traídas de Atenas se publicaron en Roma, es consiguiente necesario que el texto que hoy tenemos esté en muchas partes corrompido, y que atribuyamos a Aristóteles lo que no le pasó por el pensamiento.

§. XVI

54. Aún no se explicó todo el mal, porque no se hizo hasta ahora cuenta de la versión de griego en latín. Toda o casi toda traducción desfigura algo el original: mucho más si se hace de una lengua más abundante de voces en otra no tan copiosa; aún más si la materia traducida pertenece a alguna facultad que se cultiva mucho en la lengua original y poco o nada en la lengua en que se saca el traslado: a que se debe añadir el que la facultad no trate de cosas del uso común o demostrables con el dedo, sino de conceptos inadecuados, cuya distinción o confusión pende del modo con que el entendimiento los percibe.

55. Todas estas circunstancias se hallan en la traducción de las obras de Aristóteles. La lengua griega es sin comparación más copiosa que la latina. De aquí vino introducirse   —155→   en ésta tantas voces de aquélla, por no hallarse otras equivalentes. Pero aún son infinitas las que faltan; por lo cual se puede decir con Séneca: (lib. 2, De Benefic., capítulo 34): Ingens est copia rerum sine nomine. Cuando, pues, uno que es perito en las dos lenguas griega y latina quiere traducir algún escrito de aquélla a ésta, necesariamente encuentra muchas veces el tropiezo de no hallar voz latina equivalente a la griega, en cuyo caso, o ha de usar de perífrasis o de la colección de muchas voces, o ha de substituir alguna voz que no tenga la misma significación. La perífrasis o colección de voces suple en cuanto a la significación cuando se trata de objetos que se presentan a los sentidos, y así se explican adecuadamente las voces griegas pertenecientes a matemática y anatomía. Pero las voces del uso filosófico, o por lo menos muchas de ellas, ni aun de este modo se pueden trasladar exactamente de la lengua griega a la latina, porque se ignora qué concepto pura y precisamente responde a ellas. Y esta imposibilidad se considera mayor si se atiende lo poco o nada que se cultivaba la física en Roma cuando vinieron a esta ciudad las obras de Aristóteles.

56. Pongamos un ejemplo en las voz entelequia, que ocurre frecuentemente en el griego de Aristóteles. Esta voz, atendiendo al contexto, en unas partes parece que significa movimiento, en otras forma, en otras alma, en otras quinta esencia, en otras Dios. ¿Quién sabrá cuál es el genuino significado de esta voz? Nadie sin duda. De Hermolao Bárbaro, que fue doctísimo en latín y en griego, cuenta Pedro Crinito que consultó al demonio para que le dijese el legítimo significado de esta voz, y el demonio no le quiso responder o él no entendió la respuesta. Supongo que este es cuento, pero fundado en la verdadera imposibilidad de entender aquella voz. De Guillelmo Budeo, que apenas tuvo igual en la inteligencia de la lengua griega leí que inventó la nueva voz latina perfectihabía para suplemento de la griega entelequia. Pero, ¿qué concepto nos da la voz perfectihabía que nos pueda servir para la inteligencia del texto   —156→   de Aristóteles? Y, sin embargo, sin la inteligencia de la voz entelequia queda obscuro casi cuanto sintió y escribió Aristóteles en orden al compuesto natural.

57. ¿Qué certeza tenemos de que en otras muchas voces filosóficas no suceda casi lo mismo? ¿Quién podrá asegurarnos de que las voces substancia, accidente, cantidad, cualidad, relación, acción, causalidad, unión, hábito, etc., corresponden exactamente a las voces griegas por quienes se han substituido? Estas eran facultativas en Atenas cuando Aristóteles escribió, y hacían una especie de lenguaje que sólo entendían los filósofos. ¿Qué lexicón nos han dejado para su inteligencia? Aun aquellos primeros peripatéticos griegos que comentaron las obras de Aristóteles es harto dudoso que las entendiesen bien. Fúndolo esto en lo que dicen Plutarco y Estrabón, que los filósofos aristotélicos que hubo antes que las obras de Aristóteles se hiciesen públicas en Roma sabían poquísimo de la filosofía aristotélica, y eso poco sin distinción ni método, por la falta de los libros de su príncipe. Luego no había cuando éstos parecieron sujeto que pudiese estar asegurado de entender y explicar perfectamente las voces facultativas de la filosofía aristotélica. Y si se añade a esto el que Aristóteles en muchos de sus escritos, especialmente en los De Physica auscultatione, De Anima y otros, afectó confusión y obscuridad (como sienten algunos) parece queda fuera de toda duda el que nadie podría penetrarlos en el tiempo que hemos dicho.

§. XVII

58. Finalmente, resta otro capítulo de duda por la cualidad de los traductores. Tradujo Juan Argiropilo los ocho libros de Físicos, los cuatro De Caelo y los diez Éticos. Los De Generatione, De Anima y otros muchos Pedro Alcionio. ¿Es seguro por ventura que tradujeron bien, de modo que el idioma latino represente fielmente las mismas ideas y conceptos que se forman en la lectura del griego? No hay tal seguridad. De Argiropilo dice Pedro Nannio, profesor lovaniense, que traduciendo con material   —157→   literalidad palabra por palabra estragó el concepto, y le aplica aquel hemistiquio: Dat sine mente sonum. El mismo sentir atribuye Baillet a otros doctos, los cuales añaden que en los parajes donde no comprendió la mente de Aristóteles usó de un circuito de palabras que nada significan. De Alcionio refiere Paulo Jovio que habiendo traducido mal algunas obras de Aristóteles (cum aliqua ex Aistotele perperam, insolenterque vertisset) el docto español Juan de Sepúlveda escribió contra él, manifestando claramente los defectos de su traducción, que Alcionio, confuso y corrido, apeló al recurso de comprar en las librerías todos los ejemplares que pudo del escrito de Sepúlveda y hacerlos cenizas.

59. De todo lo dicho sale por consecuencia necesaria que hoy tenemos el texto de Aristóteles sumamente diverso de cómo le dejó su autor, de tal modo que apenas podemos asegurar que tal o tal sentencia sea de Aristóteles, aunque la tengamos estampada entre sus obras.

§. XVIII

60. De aquí se sacan tres grandes ventajas para Aristóteles, porque se le defiende de tres grandes notas que hoy le ponen sus enemigos. La primera es la obscuridad; la segunda frecuentes contradicciones; la tercera muchos absurdos. La obscuridad es defecto casi transcendente a todos los escritos muy antiguos de materias doctrinales físicas, que sólo leemos en las traducciones, y en los de Aristóteles más forzoso, por los muchos que entraron la mano en ellos a enturbiar la doctrina que acaso en su fuente estaría clara como el agua. Decimos acaso, porque también es probable que en algunos de sus libros no quiso Aristóteles explicarse bastantemente. Y a favor de este sentir se alega la respuesta que dio a una carta de Alejandro, en que este príncipe se quejaba de que hubiese dado al público los libros De Naturali auscultatione, cuya doctrina quería Alejandro quedase reservada entre él y su maestro; a que satisfizo Aristóteles, diciendo que aquellos libros estaban   —158→   escritos de modo que sólo los podrían entender los que se los oyesen explicar a los dos. Bien que no faltan quienes den una interpretación favorable a esta respuesta.

61. Las contradicciones tampoco deben ponerse a cuenta de Aristóteles, habiendo otros muchos a quienes se pueden atribuir con más probabilidad. Mucho más verosímil es que éstas naciesen de los copiantes que corrompieron el texto y pusieron mucho de su casa, que no que un hombre de un genio tan despejado y comprehensivo no advirtiese sus propias inconsecuencias, siendo tantas y de tanto bulto.

62. Los absurdos pueden considerarse o en las opiniones o en las pruebas o en todo lo que pertenece a la explicación de las materias, como definiciones, divisiones, etc. En cuanto a las opiniones, es justo que se reputen por de Aristóteles aquellas que se encuentran tratadas con extensión y son coherentes a sus principios y a lo que dice en otras partes. Pero se debe desconfiar de todo lo que se halla articulado de paso y no tiene conexión con su sistema, siempre en ello se halle algún absurdo considerable: siendo más verosímil que éstos sean añadiduras con que los copiantes llenaron algunos de aquellos espacios borrados o comidos en los escritos de Aristóteles. Lo mismo podemos decir de muchas razones probativas que se hallan en ellos, no sólo insuficientes, pero ridículas. Pongo por ejemplo: en el libro primero De Caelo, capítulo 1, prueba que el mundo es perfecto, porque consta de cuerpos; prueba que todo cuerpo es perfecto, porque consta de tres dimensiones; prueba que lo que consta de tres dimensiones es perfecto, porque el número ternario todo lo comprende; y esta última proposición la prueba por cuatro capítulos. El primero es un embrollo pitagórico, más impenetrable que el laberinto de Creta: Nam, ut Pythagorici etiam aiunt, ipsum omne, ac omnia tribus sunt definita. El segundo, porque el principio, medio y fin (en que está toda la perfección de cada cosa o incluidas todas las cosas) hace número ternario. El tercero, porque en los sacrificios de los Dioses   —159→   se usa del número ternario, como que la naturaleza misma le dicta. El cuarto, porque hasta que haya tres no se dice todos o se empieza a decir todos cuando hay tres. Esto es, si hay dos hombres solos, no decimos todos, sino entrambos; pero en habiendo tres no decimos entrambos, sino todos. ¿Quién podrá creer que en la mitad de un pequeño capítulo juntó a tantas y tan irrisibles inepcias el que se llama príncipe de los filósofos? Omito las razones fútiles con que resuelve los más de los problemas, pues por ser tantas y su futilidad tan visible, juzgan algunos que es supuesta a Aristóteles aquella obra.

63. La insuficiencia o redundancia que se nota en aquellas divisiones aristotélica, cuyos miembros dividentes se exponen en un dilatado contexto, no es fácil atribuirlas a la corrupción de los ejemplares. Pero pueden en parte depender de la mala traducción o inteligencia de las voces, las cuales en su original y según la mente del autor tendrían acaso o más extenso o más estrecho significado.

64. En las definiciones se halla muchas veces claudicante Aristóteles, o porque son confusas, o porque no contienen sino una repetición del definido. ¿Qué cosa más confusa que la definición del movimiento: Actus entis in potentia, prout in potentia? ¿Qué es esto sino una algarabía? ¿Y qué es esto sino echar tinieblas sobre la luz, definiéndola: Actus perspicui, quatenus perspicuum est? La repetición del definido en la definición se halla en muchas, como en la de la cualidad qua quales esse dicimur, en la de la alteración actus alterabilis, prout alterabile est, y en otra que da del movimiento actus mobilis, prout mobile est. ¿Qué se hace en tales definiciones, sino repetir por un circunloquio lo mismo que se expresaba y entendía mejor en una palabra sola? El absurdo de definir de este modo las cosas, que sería intolerable en un profesor de ínfima nota, es increíble en un sabio de tan alto carácter. Por tanto, lo que discurro es que los traductores, o no comprehendiendo la significación y energía de las voces que vieron en el original, substituyeron las que no correspondían en el latín; o no hallando voces   —160→   equivalentes en este idioma quisieron suplirlas con unos circunloquios que nada explican en el objeto, que es lo que (como arriba dijimos, citando a Baillet) notaron algunos eruditos en Argiropilo.

§. XIX

65. Lo que se sigue necesariamente de todo lo dicho es que el mérito de las obras de Aristóteles como hoy las tenemos es muy inferior al del mismo Aristóteles. Los escritos son espejos de sus autores; y así les sucede lo que al espejo, que de cualquiera modo que se desfigure, representa desfigurado al original. Cicerón y Plutarco dicen que Aristóteles fue elocuentísimo. ¿Qué seña o qué vestigio de elocuencia hallamos en sus escritos? Una elocución dura, descarnada, seca y en muchas partes se echa menos el método. Así, aunque en el tiempo de aquellos dos sabios estaban ya muy alterados los escritos de Aristóteles, no tanto ni con mucho como ahora. Aún parecía en ellos la elocuencia, que a nosotros enteramente se nos ha desaparecido.

66. Por tanto, sería iniquidad hacer cargo a Aristóteles de cuanto se halla en sus obras, o mal discurrido o mal explicado. Esta injusticia cometen frecuentemente los filósofos modernos, los cuales, no dejando piedra por mover a fin de desacreditar a Aristóteles, le imputan como errores suyos muchos que son borrones ajenos.

67. Mas, ¿qué? ¿Pretendemos para restablecer el honor de Aristóteles quitársele enteramente a sus escritos? No por cierto. Yo contemplo a Aristóteles como uno de los espíritus más altos y que acaso no tuvo superior en la humana naturaleza. Sus obras las considero como pinturas de artífice primoroso, en quienes después algunas groseras manos repararon lo que había desteñido la injuria de los tiempos. Veo lo que han afeado la pintura estos suplementos defectuosos; mas no por eso se me esconde la valentía de los primeros rasgos.

68. Esto es hablando de aquellos tratados que por la obscuridad   —161→   de la materia o por impericia de copiantes y traductores están más viciados; pues algunos hay y de mucha importancia, que conservan bastantemente en cuanto a la substancia su integridad antigua. Lo que escribió de ética, de política, de retórica casi todo es admirable y todo muestra una comprehensión y magisterio insigne. Los diez y ocho libros que se conservan (otros muchos se perdieron según el testimonio de Plinio) pertenecientes a la historia de animales, todos son excelentes y utilísimos, aunque es obra ésta en que resplandecen más la diligencia, exactitud y erudición, que el ingenio. Aumenta su precio el que fue traducida por Teodoro Gaza, el más sabio, perspicaz y puntual traductor de cuantos pusieron la mano en los escritos de Aristóteles.

69. En efecto, ninguno de los antiguos filósofos, ni aun todos juntos, nos dejaron cosa que sea comparable a las obras que poseemos de Aristóteles. Unos nada escribieron, como Sócrates. De otros sólo quedaron algunos fragmentos, como de Epicuro. De otros perecieron todos o casi todos los escritos, como de Trismegisto. Otros sólo escribieron teología natural, filosofía moral y política, como Platón, exceptuando aquella poca física que vertió en el Timeo. Otros sólo filosofía moral, como Séneca. Y se debe confesar, que cuanto escribieron de esta facultad Séneca, Platón y todos los demás antiguos se queda muy atrás de la ética de Aristóteles. Este de todo o casi todo escribió. Erró mucho, es verdad; pero mucho más acertó. ¿Y en qué filósofo antiguo no se hallarán a proporción de lo escrito tantos o más errores que en Aristóteles? En verdad que en Platón, que tanto preconizan los modernos, se encuentran hartos muy capitales.

70. Por otra parte los errores de Aristóteles (hablo de aquellos que son contra los sagrados dogmas) ya no pueden hacer daño alguno en las escuelas. Este es el principal capítulo por donde pretenden desterrarle sus enemigos. ¡Objeción vana y terror imaginario! ¿Qué importará que el filósofo que reina en las aulas haya caído en esos errores,   —162→   si ya las aulas unánimemente los tienen descartados? ¿Qué filósofo de nuestras escuelas católicas se ha visto declinar a la idolatría ni al ateísmo? Si se me responde con Lucilio Vanini, repongo que éste no estudió a Aristóteles como se enseña en las aulas, sino como lo comentó Averroes.

71. Otra objeción especiosa hacen los modernos contra Aristóteles, y es que por sus escritos nadie se puede hacer físico o filósofo natural, porque cuanto enseñó en los ocho libros de físicos es pura metafísica. Respondo que en esto acaso procedió Aristóteles con más sobriedad que muchos de los filósofos que le precedieron. Lo mismo digo de los que hoy siguen a Aristóteles, respecto de los que abrazan alguno de los sistemas modernos. Yo estoy pronto a seguir cualquier nuevo sistema, como le halle establecido sobre buenos fundamentos y desembarazado de graves dificultades. Pero en todos los que hasta ahora se han propuesto encuentro tales tropiezos, que tengo por mucho mejor prescindir de todo sistema físico, creer a Aristóteles lo que funda, bien sea física o metafísica, y abandonarle siempre que me lo persuadan la razón o la experiencia. Mientras el mar no se aquieta, es prudencia detenerse a la orilla. Quiero decir: mientras no se descubre rumbo libre de grandes olas de dificultades para engolfarse dentro de la naturaleza, dicta la razón mantenerse en la playa sobre la arena seca de la metafísica.