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ArribaAbajoFábula de las Batuecas y países imaginarios

§. I

1. Notable es la autoridad que logran y en todos tiempos lograron, no sólo en el vulgo, más aún en mucha gente de letras las tradiciones populares. Puede temerse, que desvanecidas con el favor que gozan, aspiren a hombrear con las Apostólicas. El autor que para cualquier hecho histórico cita la tradición constante de la ciudad, provincia o reino donde acaeció el suceso, juzga haber dado una prueba irrefragable a que nadie puede replicar.

2. Varias veces he mostrado cuán débil es este fundamento, si está destituido de otros arrimos para establecer sobre él la verdad de la historia; porque las tradiciones populares no han menester más origen que la ficción de un embustero o la alucinación de un mentecato. La mayor parte de los hombres admite sin examen todo lo que oye. Así en todo pueblo o territorio hallará de contado un gran   —262→   número de crédulos cualquiera patraña. Estos hacen luego cuerpo para persuadir a otros, que ni son tan fáciles como ellos, ni tan reflexivos que puedan pasar por discretos. De este modo va poco a poco ganando tierra el embuste, no sólo en el país donde nació, más también en los vecinos, y entretanto con el transcurso del tiempo se va obscureciendo la memoria y perdiendo de vista los testimonios o instrumentos que pudieran servir al desengaño. Llegando a verse en estos términos van cayendo los más cautos y a corto plazo se halla la mentira colocada en grado de fama constante, tradición fija, voz pública, etc. Refiere Olao Magno que habiéndose desgajado por un monte altísimo la poca nieve que en la cumbre había movido con sus uñas un pajarillo, se fue engrosando tanto la pella con la nieve que iba arrollando en el camino, que hecha al fin otro monte de nieve, arruinó una población situada al pie de la montaña. Este suceso (sea verdadero o fabuloso) es símil tan ajustado al asunto que vamos tratando, que omitimos la aplicación por ser tan clara.

3. Mas aunque varias veces, como acabo de decir, procuré mostrar cuán flaco fundamento son las tradiciones populares para establecer sobre ellas la verdad de la historia, espero ahora con un insigne ejemplo dar más brillantes luces a este desengaño.

§. II

4. Es fama común en toda España que los habitadores de las Batuecas, sitio áspero y montuoso comprehendido en el obispado de Coria, distante catorce leguas de Salamanca, ocho de Ciudad Rodrigo y vecino al santuario de la Peña de Francia, vivieron por muchos siglos sin comercio o comunicación alguna con todo el resto de España, y del mundo, ignorantes e ignorados aún de los pueblos más vecinos, y que fueron descubiertos con la ocasión que ahora se dirá. Un paje y una doncella de la casa del Duque de Alba, o determinados a casarse contra la voluntad de su amo, o medrosos de las iras de éste, porque ya la pasión de enamorados los había hecho delincuentes,   —263→   buscando fugitivos sitio retirado donde esconderse, rompieron por aquellas breñas, y vencida su aspereza encontraron a sus moradores, hombres extremadamente bozales y de idioma peregrino, tan ajenos de toda comunicación con todos los demás mortales, que juzgaban ser ellos los únicos hombres que había en la tierra. Dieron después los dos fugitivos noticia de aquella gente (y aún se añade que con esta noticia aplacaron a su airado dueño) y se trató de instruirla y domesticarla, como luego se logró. Señálase comúnmente el tiempo de este suceso en el reinado de Felipe II.

5. Esta es en suma la historia del descubrimiento de las Batuecas, a que yo di asenso mucho tiempo como los más ignorantes del vulgo. Y verdaderamente, ¿quién había de poner duda en una noticia patrocinada del consentimiento de toda España, mayormente cuando la data del hecho se señala bastantemente reciente? Digo que di asenso a esta historia, hasta que un amigo con la ocasión de hablarme de mis primeros libros, me avisó que el retiro y descubrimiento de los batuecos debía tener lugar entre los errores comunes, por ser todo mera fábula; para cuyo desengaño me citó la Crónica de la Reforma de los Descalzos de nuestra Señora del Carmen. No fue menester más espuela para que yo me aplicase al examen serio del asunto, y fui tan feliz en la averiguación, que sin mucha fatiga logré un pleno convencimiento de ser verdad lo que me había dicho el amigo, añadiendo al testimonio que él me había citado otro de no menos persuasión y fuerza.

§. III

6. Empezando por la Crónica de la Reforma del Carmen, transcribiré aquí sus palabras, cuales se hallan en el tomo tercero, impreso en Madrid años de 1683, libro 10, capítulo 13, donde después de referir cómo el padre fray Tomás de Jesús, electo provincial de Castilla la Vieja el año de 1597, formó el designio de edificar en su provincia un convento de desierto; cómo para este efecto envió   —264→   al padre fray Alonso de la Madre de Dios a las cercanías de las Batuecas, que se informase si entre aquellas sierras habría sitio a propósito para la fundación; cómo éste, animado de las noticias que le dieron, penetró las sierras y bajó al pequeño valle circundado de ellas (que es donde hoy está edificado el convento que llaman del Desierto de las Batuecas); digo que después de referir todo esto, hace el historiador una exacta y amena descripción de todo el sitio, concluía la cual prosigue así72:

7. «La extrañeza y retiro de estos montes, de estas rigurosas breñas, habían derramado en los pueblos circunvecinos opinión que allí habitaban demonios, y alegaban testigos de los mismos infestados de ellos. Decían que la causa de no ser frecuentado de los ganados era el miedo de los pastores. En los pueblos más distantes corría fama que en tiempos pasados había sido aquel sitio habitación de salvajes y gente no conocida en muchos siglos, oída, ni vista de nadie, de lengua y usos diferentes de los nuestros; que veneraban al demonio; que andaban desnudos; que pensaban ser solos en el mundo, porque nunca habían salido de aquellos claustros. Añadían haber sido halladas estas gentes por una señora de la casa de Alba, que rendida al amor de cierto caballero, dio tan mala cuenta de sí, que le fue necesario huir para salvar la vida; que ella y él, buscando lo más escondido de Castilla, hallaron estas gentes, a quienes oyeron algunas voces góticas entre las demás que no entendían; que hallaron cruces y algunos vestigios de los antiguos godos. De esta historia, que también aprobó el P. Nieremberg73 da otro autor moderno por autores a nuestros archivos carmelitanos, por haber hallado en ellos, que después que entró allí la religión, no se ven ni oyen las apariciones y ruidos que antes. Dice también que oyó decir a un padre de San Francisco que conoció a los nietos de aquellas gentes   —265→   bautizados ya y hechos a nuestra fe, lengua y traje, repartidos en los pueblos de la serranía.

8. »Esta relación tiene de verdad la fama que en la Alberca y otros pueblos cercanos había, de que los pastores veían y oían algunas figuras y voces de demonios. También tienen de verdad, que después que la religión allí entró y se dijeron misas cesó todo, aunque no sé que se haya verificado el hecho con examen jurídico de los pastores. Lo demás de la historia dicha es relación de griegos, sin día ni cónsul, y ficciones poéticas para hacer comedias, como se han hecho y creído en Salamanca, Madrid y otras ciudades, de aquellos que sin examen reciben lo que oyen. Hallándose ya en aquel yermo los religiosos, preguntaron a muchas personas de aquella serranía, de las más antiguas y de mayor razón, el fundamento de esta fama, y dice el padre fray Francisco de Santa María, primer presidente que fue de la fundación: 'Unos se reían de nosotros, con ser ellos serranos, de que hubiésemos creído semejante fábula; otros se quejaban de los de la Alberca, diciendo que por hacerles mal la habían inventado, dándoles opinión de hombres bárbaros y silvestres; y unos y otros juraban que era novela y que ni a padres ni a abuelos la habían oído, ni jamás en sus pueblos hubo tal noticia.'

9. »Pasando más adelante, y probando, aunque serranos, su intento decían: '¿Cómo es posible, padres, que en tan pequeño sitio como el de ese valle y sus cañadas se escondiese por tantos tiempos esta gente? Los rastros que vuestras reverencias aquí hallaron no fueron de población, sino de unas chozas que en tal y tal tiempo tuvieron Fulano y Fulano, pastores. ¿No ven qué en estas sierras no hay lugar de esto ni asiento a propósito para población? Estas gentes, si crecieron, ¿cómo no se derramaron por estos pueblos y alquerías, donde nosotros vivimos tan antiguos como la Alberca? ¿Cómo los que aquí bajamos de mil años a esta parte con nuestros ganados y a pescar las truchas y peces de este río jamás los vimos?   —266→   ¿Cómo los que pasan por aquel camino real y conocido, por el cual Castilla la Vieja se comunica con Extremadura y Andalucía, nunca vieron estos hombres, siendo así que todo lo descubren, como vuestras reverencias echan de ver? Pues si desde esta vega estamos viendo el camino que sube y baja por aquellas sierras, claro está que los que por él caminan habían de ver los que aquí habitaban. ¿Qué sitio hay aquí competente para sustento de tanta gente, que con el tiempo había de multiplicar? ¿Dónde cogían trigo? ¿Dónde apacentaban sus ganados? ¿Es posible que en tanto tiempo no hubo uno de alentado corazón que subiese a esos oteros y columbrase nuestras alquerías, penetrase por estos caminos algunas leguas y viese tantos pueblos en Castilla y Extremadura? Créannos, padres, que todo es mentira, y que no son sabios todos los que viven en las ciudades.'

10. »Estas razones dichas a su modo de aquellos montañeses los convencieron ser imposible la ficción, y reparando en ella, he considerado no haberse hallado ni en nuestras historias, ni en las extranjeras caso semejante de gentes encerradas por muchos años en el corazón de los reinos, sin ver ni ser vistos por nadie. He advertido esto aquí, porque me consta que autores de obligaciones han recibido la novela y la han impreso, y me pareció servicio del Señor que no pasase adelante. Bien dijo Tertuliano que muchas veces comienzan las tradiciones de alguna simplicidad o mentira, y cobrando fuerzas con el tiempo y con el patrocino de la autoridad, se atreven a la verdad y la obscurecen. Porque no suceda esto aquí he dado testimonio, de que es testigo fiel toda nuestra Provincia de Castilla la Vieja, que con el trato ordinario de aquellos pueblos ha cobrado esta verdad.»

11. Hasta aquí el historiador carmelitano, de cuya narración, así como se colige con toda certeza que cuanto se ha dicho del retiro, barbarie y descubrimiento de los batuecos todo es patraña y quimera, se infiere también que la fama ha sido y es algo varia en orden a algunas circunstancias   —267→   del embuste. Lo que comúnmente oímos es que la cómplice fugitiva que dio ocasión al descubrimiento de las Batuecas era doncella de la casa del duque de Alba; pero en la relación citada se califica señora de la casa de Alba, y al que la acompañó se da el título de caballero, no de paje, que aunque podía ser uno y otro, era más natural nombrarle paje, si lo fuese. También se advierte en la misma narración alguna inconstancia de la común opinión en cuanto a señalar la gente que se crió encerrada y solitaria por tanto tiempo; pues por una parte se descubre que esto sólo se atribuía a los habitadores de un pueblo imaginario, colocado en el mismo valle donde hoy está el convento de los carmelitas, y cuando más a otros que se decía moraban en las cañadas vecinas al mismo valle; y por otra parece que también eran comprehendidos en la fábula los demás que habitaban en varias alquerías por aquellas sierras. Como quiera que discurra, es totalmente imposible el hecho. La villa de la Alberca, capital de Batuecas, pero colocada fuera de la sierra, dista sólo dos leguas del valle donde está el convento y poco más de un cuarto de legua de la cima de la montaña de donde se desciende al valle. En tan corta distancia los pastores de la serranía que mediaban entre el valle y la Alberca, precisamente habían de tener noticia de esta villa y del pueblo situado en el valle, si le hubiese, y recíprocamente en cada pueblo era necesario que hubiese noticia del otro y juntamente de los serranos que mediaban. La villa de la Alberca siempre fue conocida y tuvo comunicación con el resto de Extremadura y Castilla, de lo cual hay instrumentos auténticos en dicha villa, como luego veremos. Luego es totalmente imposible que ni en el valle ni en las cañadas ni en las caídas ni en las cumbres de la sierra hubiese la gente ignorante e ignorada de todos que se ha soñado.

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§. IV

12. Cuando después de pruebas tan claras restase alguna duda, la disiparían enteramente las que al mismo tiempo añadió el bachiller Tomás González de Manuel, presbítero, vecino del lugar de la Alberca, en un libro que intituló: Verdadera relación y manifiesto apologético de la antigüedad de las Batuecas, y fue impreso en Madrid el año de 1693. Este autor, no sólo prueba la imposibilidad del hecho en cuestión con razones eficaces de congruencia, tomadas de la inmediación de los lugares circunvecinos, más también con varios instrumentos auténticos, de los cuales apuntaré algunos.

13. Dice hallarse en el archivo de la Alberca escrituras de más de quinientos años de antigüedad, en que los vecinos de aquellas alquerías, que serán hasta quinientos, se obligan a pagar al lugar de la Alberca ciertos pares de perdices, por vivir en la dehesa que llaman de Surde, centro de aquel país.

14. Que en Nuño Moral, que está en la mitad de esta dehesa, hay iglesia, donde dice el autor que estando una semana santa, fue a registrar los libros de bautizados, y los halló muy antiguos, aunque mal parados, y encontró asimismo un breviario que mostraba tener mucha antigüedad.

15. Que la iglesia del lugar de la Alberca tiene un privilegio original, dado era de 1326, que equivale al año de 1288, en que se le concede un coto y dehesa del distrito de las Batuecas, las cuales se expresan en dicho privilegio con este mismo nombre.

16. Añade que aun en tiempo de los romanos estuvieron pobladas, lo que se prueba de haber hallado un rústico arando en la alquería que llaman Batuequillas, unas medallas de plata de Trajano, las cuales con una descripción de las Batuecas, que se hizo el año de 1665, guardó en el archivo de Coria el señor don Francisco Zapata y Mendoza, obispo de aquella iglesia.   —269→  

17. Funda otra demostración en que los lugares de Palomero y Casal, que son de las señoras comendadoras de Santo Espíritu de Salamanca, por donación del rey don Fernando I, año de 1030, rodean estas dehesas, y en que el camino real por donde se ha ido siempre a Salamanca, atraviesa de medio a medio las Batuecas.

18. Alega otros muchos instrumentos y memorias de tres y cuatro siglos de antigüedad, por los cuales invenciblemente consta que el lugar de la Alberca fue siempre conocido y comunicado con todo el resto del reino. Concluye con el chiste de un religioso grave, el cual estaba preocupado de la opinión común; y hallándose de paso en aquella tierra, quiso informarse individualmente por el autor. Éste le dijo que a otro día le enteraría de todo; y de hecho el día siguiente le llevó varios instrumentos de trescientos a cuatrocientos años de antigüedad. Pero el religioso, que entretanto no había tenido ociosa su curiosidad, y por otro lado se había desengañado, le dijo luego: «Déjese V. md. de eso, que ya estoy bien informado de que los batuecos somos nosotros que hemos creído tal disparate.»

19. A vista de tantas y tan patentes pruebas de ser falso lo que se dice de los habitadores de las Batuecas, ¿quién no admirará que esta fábula se haya apoderado de toda España? ¿Qué digo yo España? También a las demás naciones se ha extendido; y apenas hay geógrafo extranjero de los modernos que no dé el hecho por firme. Así se halla relacionado en Atlas Magno, en Tomás Cornelio, en el Diccionario de Moreri y otros muchos; Cornelio y Moreri verb. Batuecos, dicen que éstos son unos pueblos de España pertenecientes al obispado de Coria, en un valle muy fértil que llaman Valle de Batuecas. ¿Qué cosa tan absurda como colocar muchos pueblos en un valle tan estrecho, que según las noticias seguras que hoy tenemos, apenas da espacio para una muy pequeña población? Sin embargo, con toda aquella amplitud le imaginan todos los que en España están preocupados   —270→   de la fábula común, atribuyéndole la circunferencia de ocho o diez leguas, y constituyéndole una pequeña provincia, compuesta de varios pueblos que habitaba aquella bárbara y solitaria gente. ¡Oh qué desengaño para tantos crédulos contumaces que están siempre obstinados a favor de tradiciones populares y opiniones comunes!

§. V

20. Por dar más extensión y amenidad a este discurso, y porque concierne derechamente tanto a su materia, como a mi intento, me ha parecido dar aquí alguna noticia de algunos países o poblaciones, cuya existencia se ha creído un tiempo o aún ahora se cree, los cuales no tienen ni han tenido más ser que el que tienen los entes de razón.

21. Atlántida. Acaso se debe hacer lugar entre los países imaginarios a la grande isla Atlántida, que prolijamente describió Platón, señalándola asiento enfrente del estrecho de Hércules, que hoy llamamos de Gibraltar. El no hallarse hoy esta isla, ni vestigios de ella, no sirve para condenarla por fingida, pues ya Platón se previno diciendo que un gran terremoto la había hundido y sepultado toda debajo de las aguas. Pero el señalarla por reino propio de Neptuno, que la dividió entre sus diez hijos, la hace sospechar tan fabulosa como la deidad cuyo trono se coloca en ella. Algunos quieren que la Atlántida de Platón sea la América, y que por consiguiente esta parte del orbe haya sido conocida de los antiguos. Pero esta interpretación es opuesta al concepto de aquel filósofo, el cual dice que de la Atlántida se pasaba fácilmente a otras islas situadas enfrente de un gran continente, mayor que la Europa y la Asia. De donde es claro que en la relación de Platón este continente, y no la Atlántida, es quien representa a la América. La ilación que de aquí se puede hacer, que los antiguos tuvieron noticia de esta cuarta parte del mundo no es segura, porque como tal vez una imaginación sin fundamento acierta con la verdad, pudo   —271→   sin noticia alguna de la América, soñarse por Platón o por otro alguno de aquellos siglos un continente distinto del nuestro, proporcionado en su extensión a la América.

§. VI

22. Panchaya. La Panchaya, fertílisima de aromas, tan celebrada de los antiguos, tiene contra sí las diversas situaciones que la dan los autores. Plinio la coloca en Egipto, cerca de Heliópolis, Pomponio Mela en los trogloditas; Servio, a quien siguen otros, comentando aquel verso de Virgilio del segundo de las Geórgicas: Totaque thuriferis Panchaia pinguis arenis, la pone en la Arabia Feliz. Pero la opinión más famosa es la de Diodoro Sículo, que en el libro 5 hace a la Panchaya isla del Océano arábico, muy abundante de incienso y muy rica por la frecuencia de mercaderes que concurrían de la India, de la Escitia y de Creta. Esto último no puede ser, si no es que se diga que esta isla se sumergió como la Atlántida, pues hoy con los repetidos viajes a la India Oriental, están reconocidas cuantas islas hay en todos aquellos mares que bañan las costas meridionales de África y Asia. Fingieron los antiguos ser la Panchaya patria del Fénix; y es natural que para cuna de una ave que nadie ha visto buscasen una región por donde nadie hasta ahora ha peregrinado.

§. VII

23. Provincia de Ansen. Don Sebastián de Medrano, en su Geografía, citando al padre Haiton, dominicano, dice que hay en la Georgia (región de la Asia) una provincia llamada Ansen, que tendrá tres jornadas de travesía, la cual está siempre cubierta toda de una nube obscura, sin que pueda entrar ni salir nadie en todo aquel territorio, y dentro se oye ruido de gente, relinchos de caballos, canto de gallos; y por cierto río que de allá sale, trayendo en su corriente algunas cosas, se conoce manifiestamente que debajo de aquella nube habita gente. Esta noticia no se puede dudar de que es fabulosa, pues no se halla en alguno   —272→   de los geógrafos modernos ni en alguna de las muchas relaciones de la Georgia, escritas por varios autores que han viajado por aquella región; y el argumento negativo en estas circunstancias es concluyente, siendo moralmente imposible que todos callasen una cosa tan singular. Si hubiese una nube que circundase no sólo la provincia de Ansen, sino toda la Georgia, imposibilitando la entrada y la salida, sería muy cómoda a las pobres georgianas, a las cuales, por ser reputadas las más hermosas mujeres que hay en el mundo o por serlo efectivamente, a cada paso roban sus propios parientes para venderlas en Persia, Turquía y otras partes.

§. VIII

24. El Catai. El grande imperio del Catai, que hicieron tan famoso algunos geógrafos, es no menos fabuloso que famoso. Colocábase este vasto dominio en lo último de la Asia, al norte de la China, y se le señalaba por Corte la ciudad de Cambalú, proporcionada por el número de habitadores y majestad de edificios a la grandeza del monarca que en ella residía. Mas al fin, corte, monarca y monarquía se han desaparecido, hallándose que lo que se llamaba Catai, no es otra cosa que la parte septentrional de la China, la cual comprehende seis provincias, como la meridional nueve, y que la ciudad de Cambalú es indistinta de la corte de Pekín. El origen que pudo tener esta fábula es que los moscovitas llaman a la China Kin-tai; y como en los tiempos pasados, ni estaba el imperio del Czar traficado ni se sabían sus límites ni se pensaba que fuesen tan dilatados cuando los moscovitas decían que confinaban con el imperio del Kin-tai (como de hecho se extiende el dominio del Czar hasta las puertas de la China) los europeos entendían por el Kin-tai un grande estado intermedio entre el de Moscovia y el de la China. Y si es cierto lo que se lee en el Diccionario de Moreri que los moscovitas y sarracenos dan a Pekín el nombre de Cambalú, parece se puede colegir como seguro que de los diferentes   —273→   nombres que se daban a la capital y al imperio vino del error de juzgarlos distintos, siendo uno solo. Asimismo conjeturo que una ciudad populosísima llamada Quinsai o Quinzai, que algunos geógrafos ponen en el Oriente, es indistinta de Pekín, y que este error nació del mismo principio; quiero decir que la voz Kin-tai que los moscovitas dan a la China, corrompido a Catai se tomó por un imperio, y corrompido a Quintzai por una ciudad.

§. IX

25. Paraíso terrenal. Muchos juzgan existente después del Diluvio el Paraíso terrenal, y debajo de esta razón debe ser comprehendido entre los países imaginarios. Algunos padres y expositores graves fueron de aquel sentir; lo que era excusable en ellos, porque en su tiempo no estaba tan pisado el orbe como ahora, y eran muy escasas y aun muy mentirosas las noticias que había de las regiones más distantes. Pero hoy que no hay porción alguna de tierra donde verisímilmente pueda colocarse el Paraíso que no esté hollada y examinada por innumerables viajeros y comerciantes europeos, carece de toda probabilidad la opinión que le juzga existente. Dije donde verisímilmente pueda colocarse el Paraíso, por excluir algunas opiniones absurdas que hubo en esta materia, señalando su lugar, o ya debajo del Polo Ártico o sobre un monte altísimo vecino a la luna o sobre la superficie de la misma luna, etc. Es cierto que la amenidad, fertilidad y temperie dulce del Paraíso pedían una región y sitio muy templado, cual no se puede hallar sino a mucha distancia de uno y otro Polo, y cuantas regiones gozan esta distancia están hoy bien examinadas, sin que se haya visto seña alguna del Paraíso o de su vecindad. Lo que algunos cuentan que cierto monje llamado Macario con tres compañeros se aplicó a buscar el Paraíso, y después de peregrinar muchas y remotísimas regiones llegó a la vista de él, mas no se le permitió la entrada, es fábula de que se ríen todos los cuerdos.

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§. X

26. Isla de San Borondón. A alguna distancia de las Islas Canarias se señala otra, a quien se dio el nombre de San Borondón, y de quien se cuenta una cosa muy extraordinaria. Dicen que esta isla se descubre desde la que llaman del Hierro, cuando los días son muy claros; pero por más diligencias y viajes que se hicieron para arribar a ella, jamás pudieron encontrarla. El doctor don Juan Núñez de la Peña, en su Historia de la conquista y antigüedades de las Canarias, refiere que el año de 1570 salieron en tres navíos a buscarla Hernando de Troya y Fernando Alvárez, vecino de Canarias, y Hernando Villalobos, regidor de la isla de Palma; como también el año de 604 salió otro navío de Palma, que llevaba por piloto a Gaspar Pérez de Acosta y al padre fray Lorenzo Pinedo, del Orden de San Francisco, insigne hombre de Mar; pero en uno y otro viaje, no sólo no se encontró la pretendida isla, pero ni aún vestigio en los aguages, fondo, vientos y otras señales que se observan cuando hay tierra cercana. Tengo también noticia de que habrá diez u once años, siendo gobernador de las Canarias don Juan de Mur y Aguirre, sobre nueva noticia de que se había divisado la isla, se despacharon embarcaciones a buscarla y volvieron como las antecedentes.

27. Sin embargo, el autor citado asiente a la existencia de dicha isla, movido por unos papeles viejos que vio en poder del capitán Bartolomé Román de la Peña, vecino de Garachico, en quienes se contenía una información hecha el año de 1570, en la isla del Hierro, de orden de la Audiencia, por Alonso de Espinosa, gobernador de aquella isla. En dicha información deponen muchos haber visto la isla en cuestión desde la del Hierro, y que el sol se escondía al ponerse por una de sus puntas. Esto es lo más jurídico que hay en comprobación de su existencia, porque lo demás se reduce a deposiciones singulares y cuentos de algunos marineros que por   —275→   accidente arribaron a ella, pero no pudieron detenerse por los rigurosos temporales que les sobrevinieron74.

28. Tomás Cornelio, en su Diccionario Geográfico, se inclina al mismo sentir de que realmente hay tal isla, aunque conviene en el hecho de que en muchas tentativas que se hicieron jamás se pudo encontrar. En uno y otro procede sobre la fe de Linschot, que es el único autor que cita, y que lo es de una descripción de las Canarias. Yo, por el contrario, estoy persuadido que la isla de San Borondón es una mera ilusión, para lo cual me fundo en las observaciones siguientes.

29. Observo lo primero, que las distancias en que colocan esta isla respecto de la del Hierro (que es de donde dicen se divisa) los autores que quieren acreditar su realidad discrepan enormemente. Tomás Cornelio la pone cien leguas distante de la del Hierro, otros en la cercanía   —276→   de quince a diez y ocho leguas. Esta diversidad por sí sola basta a inducir una suma desconfianza de las noticias que nos dan de esta isla sus patronos. Donde debe advertirse que si la distancia fuese tanta como dice Tomás Cornelio, sería imposible verla desde la isla del Hierro.

30. Observo lo segundo, que si la distancia fuese tan corta que desde una isla se descubriese la otra, es totalmente inverosímil que algunas de las embarcaciones destinadas a buscar la isla pretendida no hubiesen dado con ella. Dicen algunos, o por mejor decir se echan a adivinar, que está siempre cubierta de nubes que estorban el hallazgo. Pero si es así, ¿cómo se ha visto a veces desde la isla del Hierro? Mas: ¿quién quita a las embarcaciones irse derechamente a esas mismas nubes o nieblas que la cubren? Las cuales, bien lejos de ser estorbo, antes servirían de guía. Y en caso que se finja ser aquellas nubes como la de la Georgia, que nos permita penetrarse, ¿cómo arribaron algunos marineros por casualidad (según se cuenta) a aquella isla? Mas: en aquellos días clarísimos en que se divisa desde la del Hierro, fácil sería despachar prontamente un bajel, el cual en este caso no la perdiera de vista.

31. Dicen o sueñan otros que la corriente del agua es tan violenta en aquel sitio, que desvía a los bajeles, precisándolos a otro rumbo. Pero, ¿cómo arribaron los que se dice que por casualidad arribaron? ¿O ese grande ímpetu es a tiempos o continuo? Si a tiempos, fácilmente se puedo observar coyuntura favorable para que arribasen las embarcaciones destinadas a este intento. Si continuo, ningún bajel podría arribar jamás. Estas razones, y otras que se pudieran añadir, son tan fuertes, que algunos previéndolas, han recurrido a milagro como se puede ver en Tomás Cornelio: recurso infeliz de fenómenos deplorados. No hay mentira que no pueda defenderse de este modo. Mala causa tiene el reo que se acoge a sagrado, y suena en algún modo a sacrílega osadía buscar la Omnipotencia para que haga sombra a una patraña.

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32. Observo lo tercero, que según la regla comunísima y prudentísima que hasta ahora se ha observado para condenar por fabulosas varias noticias pertenecientes a la historia natural, se debe asimismo condenar por fabulosa la isla de San Borondón. Es cierto que lo que los antiguos naturalistas nos dejaron escrito de hombres con cabezas caninas, otros con los ojos en los hombros, otros sin boca, que se alimentan de olores, etc., se derivó de algunos viajeros que decían haber visto aquellas monstruosidades. No obstante lo cual, porque en los muchos viajes que en estos últimos siglos se hicieron por las regiones de África y Asia no se encontraron tales hombres, se tienen por fabulosos. Aplicando esta regla a nuestro caso digo que en atención a que la isla de San Borondón jamás fue encontrada por los que de intento la buscaron, se debe despreciar la relación de uno u otro marinero que dijeron haber aportado a aquella isla.

33. Observo lo cuarto, que la información hecha de haberse visto algunas veces la isla de San Borondón desde la del Hierro nada prueba. Es constante que en los objetos que por muy distantes se divisan confusísimamente, cada uno ve lo que se le antoja, y suele ser la apariencia muy distinta de la realidad; un peñasco representa ser edificio, la junta de muchas peñas una ciudad formada, un rebaño de cabras nieve que cubre la cima del monte. ¿Qué dificultad, pues, hay en que a muchos vecinos de la isla del Hierro se les representase ser isla alguna nube o niebla que a tiempos se levante hacia aquella parte donde colocan la isla de San Borondón? Puede aquel sitio, por razón de los minerales que estén sepultados en él, ser más a propósito que otros para levantar a tiempos hálitos o exhalaciones, que miradas de lejos hagan representación de isla o montaña que se eleva sobre las aguas.

34. ¿Qué digo yo de objetos distantes? Aun en los más cercanos suceden semejantes ilusiones. Pocos años ha que en la ciudad de Santiago se hizo información plena de   —278→   que en el Santuario de nuestra Señora de la Barca (hacia el cabo de Finisterre) se veían frecuentes ángeles danzando delante de aquella santa imagen. No sólo los ángeles, mas toda la corte celestial, según las deposiciones de muchos, bajaba a dar culto al venerable simulacro. Uno veía a San Francisco con sus llagas; otro a Santa Catalina con su rueda; otro al Apóstol Santiago con su esclavina; otro un Eccehomo; otro un Crucifijo. Cada uno veía el santo o misterio que quería; y sólo faltó que alguno viese las once mil vírgenes y las contase una por una. A todo esto dio ocasión una cortina pendiente delante de la imagen, la cual, cuando por estar descosidos por una parte de la tela y el forro, el ambiente movido, introduciéndose por la abertura la agitaba, juntándose la circunstancia de que el sol hiriese una vidriera puesta enfrente con los varios ondeos de la tela y el aforro hacia diferentes visos, que cada uno interpretaba a su modo. El portento corrió por toda España acreditado por aquella información. Pero no se tardó mucho en hacer nuevo y más atento examen por sujetos de gran juicio y literatura, en que no se halló sino una imperfectísima apariencia: ni aun ésta perseveraba, cuando en lugar de aquella cortina se ponía otra.

35. Últimamente observo que aun cuando imprimiese en los ojos perfecta imagen de isla la que se veía desde la del Hierro, no se infiere de aquí que realmente lo fuese. Desempeñarán ésta, que parece paradoja, dos célebres fenómenos. El primero es una apariencia que los moradores de la ciudad de Reggio en el reino de Nápoles llaman la Morgana. Vese muchas veces levantarse sobre el mar vecino a aquella ciudad una magnífica apariencia en que se divisan edificios, selvas, hombres, brutos, en fin todo lo que puede componer una ciudad con el territorio adyacente. El segundo es el que observó pocos años ha el padre Fevillé, mínimo, doctísimo matemático de la Academia Real de las Ciencias. Pareció una mañana enfrente de Marsella una nueva tierra en que se   —279→   veían y divisaban con catalejos, árboles, montes, ríos, animales y todo lo demás de que consta un país poblado. Fue avisado de tan portentosa novedad el padre Fevillé, quien subiendo a su observatorio vio lo mismo que los demás; pero haciendo luego atenta reflexión sobre el caso, volvió los ojos a la tierra de Marsella y halló que en la nueva tierra se representaba todo lo que había en aquélla; de donde coligió ser una nube especular, donde se imprimía la imagen de la ciudad y territorio que tenía enfrente, como sucede en los espejos. Asimismo pudo suceder que la isla descubierta desde la del Hierro no fuese más que una imagen de ésta (más o menos clara, más o menos confusa) impresa en alguna nube especular a cierta distancia.

§. XI

36. Frislandia y Javamenor. Dase el nombre de Frislandia a una isla del Océano Septentrional, muy vecina al polo, que se dice haber sido descubierta tres siglos ha por Nicolao Zeno, veneciano (Nicolao Zevi le llama el Diccionario de Moreri, citando a Baudrand, pero éste dice Zeno y no Zevi). De esta isla no se ha hallado después algún vestigio, aunque el lugar que se la señalaba, conviene a saber junto a la Groenlandia, es todos los años frecuentadísimo de los pescadores europeos. Discúrrese que el Zeno se equivocó, tomando alguna parte de la Groenlandia por isla distinta.

37. De esta misma naturaleza es la que llaman Java menor en el Océano Índico, al Oriente de otra grande isla que llaman Java mayor. Pero consta ya por la deposición de muchos navegantes modernos que no hay más de una Java, la cual por ser muy larga pudo motivar la opinión de que alguna porción suya mal reconocida, era isla separada y diversa de la otra. Por tanto, en las tablas geográficas modernas ya no se pone más de una isla con el nombre de Java75.

  —280→  

§. XII

38. En la América hay algunos países o poblaciones imaginarias que fabricó en la fantasía de nuestros españoles la codicia del precioso metal. Aquel ente de razón, mons aureus, monte de oro, que anda tanto en las plumas y bocas de los lógicos, parece que tuvo su primer nacimiento en los descubridores y comerciantes del Nuevo Mundo. De la codicia, digo, de nuestros españoles nació el soñar que hacia tal o tal playa hay algún riquísimo país y que después inútilmente buscasen como verdaderas unas riquezas que eran puramente soñadas. Esto es puntualmente lo de Claudiano, hablando de un avaro cuando despierta después de soñar tesoros:

Et vigil elapsas quaerit avarus opes.

A veces (según nota el padre Acosta) nacía esto de embuste de los indios, que por apartar de sí a los españoles procuraban empeñarlos en el descubrimiento y conquista de algún país riquísimo, que fingían hacia tal o tal parte.

39. El gran Paititi. En el Perú ha muchos años corre la opinión de que entre aquel reino y el Brasil hay un dilatado y poderoso imperio a quien llaman el gran Paititi. Dicen que allí se retiraron con inmensas riquezas el resto de los incas cuando se conquistó el Perú por los españoles, fundando y substituyendo el nuevo imperio al que habían perdido. El adelantado Juan de Salinas (según refiere el padre José de Acosta), Pedro de Ursúa y otros hicieron varias entradas para descubrirle, volviéndose todos sin haber hallado lo que buscaban. Tengo noticia de que en los últimos años del señor Carlos II, un paisano mío llamado don Benito Quiroga, hombre de gran corazón mas no de igual cordura, empeñado en buscar el gran Paititi con gente armada a su costa, arruinó todo su caudal que era muy crecido, y después de tres años de peregrinación se restituyó, trayendo consigo una cosa más preciosa   —281→   que el oro, aunque menos estimada en el mundo, que fue el desengaño76.

  —282→  

§. XIII

40. El Dorado. En Tierra Firme, en la rovincia que llaman de la Guayana, que está al sur de Caracas, dicen   —283→   también que hay un pueblo, a quien llaman el Dorado, porque es tan rico que las tejas de las casas son de oro. El adelantado Juan de Salinas, de quien se habló arriba,   —284→   buscó asimismo este precioso pueblo, y después de él otros muchos todos inútilmente.

41. Y porque no se piense que la falta de industria o de osadía estorbó a nuestros españoles el hallazgo, copiaré aquí con sus propias palabras una cosa bien notable que refiere el padre Acosta: «El adelantado Juan de Salinas -dice- hizo una entrada por el río Marañón, o de las Amazonas muy notable, aunque fue de poco efecto. Tiene un paso llamado El Pongo, que debe ser de los peligrosos del mundo, porque recogido entre dos peñas altísimas tajadas, da un salto abajo de terrible profundidad, adonde el agua con el gran golpe hace tales remolinos, que parece imposible dejar de anegarse y hundirse allí. Con todo, la osadía de los hombres acometió a pasar aquel paso, por la codicia del Dorado tan afamado. Dejáronse caer de lo alto, arrebatados del furor del río, y asiéndose bien a las canoas o barcas en que iban, aunque se trastornaban al caer, y ellos y sus canoas se hundían, tornaban a lo alto, y en fin con maña y fuerza salían:


Quid non mortalia pectora cogis
auri sacra fames

§. XIV

42. Ciudad de los Césares. En Chile hay otro país imaginario (ciudad dicen unos, reino o nación otros) a quien llaman de los Césares. Es tradición que en tiempo de Carlos V, por quien le dieron aquel nombre, salió un navío cargado de familias para poblar aquel sitio; que el bajel varó en la costa, y ellos entraron tierra adentro y fundaron aquella   —285→   ciudad. Cuentan que los han visto arando con rejas de oro y otras cosas de este jaez. Muchas veces salieron a buscarlos, según refiere el padre Alonso de Ovalle en su Historia de Chile, pero siempre sin fruto. Donde noto una insigne equivocación del padre Claudio Clemente, el cual en sus Tablas cronológicas al año de 1670, dice que el padre Nicolás Mascardi descubrió la ciudad de los Césares, por estas palabras: El padre Nicolás Mascardi, de la Compañía de Jesús, descubre la ciudad de los Césares en Chile y predica a los indios gentiles poyas. De las dos partes de esta cláusula sólo la una es verdadera. El caso, como le refiere el padre Manuel Rodríguez en su Índice cronológico peruano, fue que el padre Mascardi entró el año de 1670 a predicar a los poyas, con ánimo de pasar de allí a la ciudad de los Césares, si pudiese descubrirla. Pero este segundo intento no llegó a ejecución, pues el padre perseveró predicando entre los poyas hasta el año de 1673, en que fue martirizado por ellos.

§. XV

43. La gran Quivira. Al norte del Nuevo Méjico hay un país llamado Quivira, de quien tratan todos los geógrafos que he visto. Así no se duda de su existencia ni le comprehendemos entre los países imaginarios en cuanto a la substancia, sino en cuanto a los accidentes con que le adornan en la Nueva España. Constituye allí la opinión vulgar de los mejicanos un imperio floridísimo, a quien por este respecto, añadiéndole epíteto magnífico, llaman la gran Quivira. Dicen que no sólo abunda de riqueza, sino que la gente es muy racional y política. Añaden que aquel imperio se formó de las ruinas del mejicano, retirándose allí no sé qué príncipe de la sangre real de Moctezuma. En efecto, puntualmente se cuentan las mismas cosas, con proporción de la gran Quivira en Méjico que del gran Paititi en el Perú.

44. Es muy verisímil que esta fábula tuvo su primer origen de un viaje que el año de 1540 hizo hacia aquellas   —286→   partes Francisco Vázquez Coronado, de quien dice el padre fray Juan de Torquemada, en el primer tomo de su Monarquía indiana lo siguiente: Tuvo noticia de los indios que habitaban aquellos desiertos; que diez jornadas adelante había gente que vestía como nosotros y que andaban por mar y traían grandes navíos, y le mostraban por señas que usaban de la ropa y vestidos que nuestros españoles; pero no pasó adelante por parecerle que dejaba lejos a los demás, etc. Posible es que aquellos indianos, los cuales sólo se explicaban con señas (lenguaje ocasionado a grandes equivocaciones) no quisiesen significar la gente de Quivira, sino los habitadores de las colonias francesas de la Canadá; y según el sitio en que se hallaban los españoles, sin mucha violencia se podían aplicar las señas a una y otra parte.

45. Puede ser que después esforzase la gloriosa fama de Quivira una información, que según el mismo autor citado se presentó a Felipe II, donde entre otras cosas se le decía que no sé qué extranjeros arrebatados con la fuerza de los vientos desde la costa de los Bacallaos (hacia aquella parte donde se señala la situación de Quivira) habían visto una populosa y rica ciudad bien fortalecida y cercada y muy rica de gente política, cortesana y bien tratada y otras cosas dignas de saberse y ser vistas. No expresaba la información el nombre de Quivira; pero fuera de convenir a esta la circunstancia de la situación en que se decía haberse descubierto aquella ciudad, la fama antecedente de la policía de los quiviritanos era bastante para persuadir que era de aquel imperio la ciudad descubierta.

46. Como quiera que sea, pues ni Felipe II ni alguno de sus sucesores se dejó mover de aquella información para emprender el descubrimiento de Quivira, sin duda tuvieron eficaces razones para desconfiar de ella. Lo mismo digo de la noticia ministrada por Francisco Vázquez Coronado. Ni los españoles de Nueva España ni los franceses de Canadá emprendieron alguna entrada en aquella tierra. Y si la emprendieron y ejecutaron se infiere, pues dejaron en paz aquella gente, que no hallaron en ella la   —287→   opulencia que buscaban. Si los de Quivira fuesen tan poderosos y políticos no dejarían de darse a conocer en ciento y noventa años que ha que Francisco Vázquez Coronado dio la primera noticia de ellos. ¿De qué les sirven sus grandes navíos, si con ellos no se apartan más de sus costas que los demás americanos con sus canoas y piraguas?

47. Los geógrafos modernos, bien lejos de representar en la Quivira un imperio político y opulento, aseguran que es la gente inculta y pobrísima. Tomás Cornelio dice que sólo se visten de cueros de bueyes; que no tienen género alguno de pan ni grano para hacerle; que comúnmente comen la carne cruda; que engullen brutalmente la grasa de las bestias recién muertas y beben la sangre; que viven divididos por bandadas y mudan de habitación, según los brinda la comodidad de apacentar sus vacas, que es la única riqueza que tienen. Los autores del Diccionario de Trevoux dicen que es fama que los españoles entraron en este país, y viendo frustradas sus esperanzas de hallar riquezas en él se retiraron. Pero si esta entrada es la misma que se lee en el Diccionario de Moreri, atribuida como a caudillo de ella a un español llamado Vázquez Corneto, con mucha razón se puede dudar de su verdad: pues el que en dicho Diccionario se nombra Vázquez Corneto es natural que sea aquel Francisco Vázquez Coronado de quien hablamos arriba; y éste no llegó a Quivira, sí sólo tomó noticias de aquel país, quedándose algunas jornadas más atrás. Digo que es natural que aquellos dos sujetos sean uno mismo, ya porque se acerca mucho y es fácil equivocar Vázquez Coronado con Vázquez Corneto, ya porque Corneto no es apellido español.

§. XVI

48. Islas de Palaos. Entre las Filipinas y las Malucas hay quienes creen están situadas otras islas que llaman de Palaos, y de quienes cuentan extrañas grandezas, como el que se sirven de ámbar en vez de alquitrán para carenar   —288→   sus navíos. A este andar, poco falta para que se nos diga que sólo comen ambrosía y beben néctar. No sé cuándo o cómo se inventó esta fábula. Sólo me participó un caballero, noticista insigne y muy verídico de sucesos modernos, que el padre Andrés Serrano, procurador de la Compañía, con las noticias que le dio por señas un indio de lengua no conocida hizo una relación que imprimió en Madrid, sacando cédula de su majestad para que se aprestase un navío en Manila que hiciese el descubrimiento. La orden iba tan apretada, que temiendo el gobernador don Domingo Zabulzuru que se le hiciese cargo de la omisión, armó el navío, haciendo embarcar a dicho padre, y mandando que se estuviese a su orden en todo. El salió de Manila habrá doce o trece años, pero hasta ahora no ha vuelto ni se ha sabido cosa alguna de su destino. No obstante, no me atrevo a negar la existencia de semejantes islas, aunque algunas circunstancias parezcan totalmente fabulosas; porque en varios viajeros de este siglo y en el mapa de las Filipinas, que los años pasados se imprimió en Madrid, halló noticia individual de estas islas Palaos y de su capital Panloco, y de la misión y aun martirio de algunos padres jesuitas. Así dejo esto en su probabilidad, hasta lograr relaciones más determinadas77.

  —289→  

§. XVII

49. Declamación sobre el asunto. Aquí, inflamada ya del celo mi ira, se vuelve contra vosotros, ¡oh, españoles de la América! Contra vosotros, digo, españoles, que dejada la patria donde nacisteis, aún os alejáis mucho más de la patria para que nacisteis. Peregrinos por ese Nuevo Mundo, os olvidáis de que para otro mundo nos hizo Dios peregrinos. Después de poseer esas tierras fértiles de metales, todo es buscar nuevas regiones que os tributen mayores riquezas. Todo esto es meditar:


Si quis sinus abditur ultra,
si qua foret tellus, quae fulvum mitteret aurum.


Petron.                


Queréis hallar tierras donde no sólo haya minas de oro, sino que las mismas poblaciones, paredes, tejados, utensilios   —290→   todo sea oro. ¡Oh, ciegos, cuanto erráis el camino! Eso que buscáis no se halla en la tierra, sino en el cielo. Oídselo a San Juan hablando de la celestial Jerusalén: Ipsa civitas aurum mundum simile vitro mundo. Toda la ciudad es de oro purísimo y muy superior en nobleza al de acá abajo, porque se aumenta la preciosidad del oro con la diafanidad del vidrio. Pero vosotros antes creéis a un indio embustero que a un Evangelista; a un indio embustero, digo, que por eximirse de la opresión que padece, desviándoos de su país, os representa otro más rico y distante que fabricó en su idea. ¿Qué término ha de tener esa insaciable ansia? ¿Qué término, sino aquel donde ella misma os encamina? La codicia que os mete en las entrañas de la tierra siguiendo la vena preciosa, cuanto más os profunda en la mina, tanto más os acerca al abismo, tanto más os aparta del cielo. Selló Dios en el peso del oro el carácter de su destino. Es el más pesado de todos los cuerpos, y por tanto con más poderosa inclinación que todos los demás se dirige al centro de la tierra, donde está el infierno.

50. La causa de religión que alegáis para descubrir nuevas tierras, no niego que respecto de algunos pocos celosos es motivo; pero a infinitos sólo sirve de pretexto. ¿Qué religión plantaron vuestros mayores en la América? No hablo de todos, pero exceptúo poquísimos. Substituyeron a una idolatría otra idolatría. Adoraban en algunas provincias aquellos bárbaros al sol y a la luna. Los españoles introdujeron la adoración del oro y la plata, que también se llaman sol y luna en el idioma químico. Menos villana superstición era aquélla, pues al fin tenía sus ídolos colocados en las celestiales esferas; ésta, en las cavernas subterráneas. Si atendéis al rito, igualmente detestable y cruel fue el de los españoles al tiempo de la conquista que el de los más brutales indios de la América. Éstos sacrificaban víctimas humanas a sus imaginarias deidades. Lo mismo hicieron, y en mucho mayor número, algunos españoles. ¡Cuántos millares de aquellos míseros indígenas, ya con la llama ya con el hierro sacrificaron a Pluto, que así llamaban   —291→   los antiguos a la deidad infernal de las riquezas!

51. ¿Qué importará que yo estampe en este libro lo que está gritando todo el orbe? Vanos han sido cuantos esfuerzos se hicieron para minorar el crédito a los clamores del señor don Bartolomé de las Casas, obispo de Chiapas, cuya Relación de la destrucción de las Indias, impresa en español, francés, italiano y latín está continuamente llenando de horror a toda Europa. La virtud eminente de aquel celosísimo prelado, testigo ocular de las violencias, de las desolaciones, de las atrocidades cometidas en aquellas conquistas, le constituyen superior a toda excepción. ¿Qué desorden se vio jamás igual al de aquel siglo? Disputaban indios y españoles ventajas en la barbarie: aquéllos, porque veneraban a los españoles en grado de deidades; éstos, porque trataban a los indios peor que si fuesen bestias. ¿Qué había de producirnos una tierra bañada con tanta sangre inocente? ¿Qué había de producirnos sino lo que nos produjo? La nota de crueles y avaros, sin darnos la comodidad de ricos. El oro de las Indias nos tiene pobres. No es esto lo peor, sino que enriquece a nuestros enemigos. Por haber maltratado a los indios somos ahora los españoles indios de los demás europeos. Para ellos cavamos nuestras minas, para ellos conducimos a Cádiz nuestros tesoros. No hay que acusar providencias humanas, que cuando la divina quiere castigar insultos hace inútiles todos nuestros conatos. Mas al fin, el que nosotros padecemos es un castigo benignísimo. Desdichados aquéllos que oprimiendo con sus violencias al indio, hacen padecer a toda la nación. ¿Quién os parece que arde en más voraces llamas en el infierno, el indio, idólatra ciego o el español, cruel y sanguinario? Fácil es de decidir la duda. En aquél la falta de instrucción minora el delito; a éste el conocimiento de la verdad se le agrava. Españoles americanos, no sea todo explorar la superficie de la tierra buscando nuevas regiones o sus inmediatas cavernas, para descubrir nuevas minas. Levantad los ojos tal vez al cielo o bajadlos hasta el abismo, y ya que no los apartéis de la superficie,   —292→   considerad que de esa misma tierra, cuya grande extensión en todo lo hasta ahora descubierto no basta a saciar vuestra codicia, el breve espacio de siete pies sobrará a vuestro cuerpo.


Unus Pellaeo iuveni non sufficit Orbis,
aestuat infelix angusto limite mundi:
sarcophago contentus erit.


Juvenal.                





ArribaAbajoNuevo caso de conciencia

§. I

1. La falta de advertencia o sobra de ignorancia, aun en lo que más importa, es en el mundo mucho mayor de lo que comúnmente se piensa. No sólo los bárbaros, los estúpidos, la gente del campo, los que no han tenido estudio alguno ignoran o dejan de advertir verdades pertenecientes a la seguridad de su conciencia que muestra la luz de la razón a la primera ojeada, mas aún muchos que tratan con gente docta, muchos que son tenidos por discretos, muchos que revuelven libros, muchos (digámoslo de una vez) que no sólo los leen, mas también los escriben. Por desterrar esta ignorancia en un caso particular de conciencia que ocurre frecuentemente en la práctica, atendiendo juntamente por otra parte a la utilidad pública, me he movido a escribir este discurso, en que se manifestará un error muy craso y tan común que alcanza, como acabamos de insinuar, a algunos, aunque pocos, escritores de libros.

2. Es inconcuso entre los teólogos morales y dictado   —293→   por la razón natural, que el que vende cualquiera cosa, ocultando algún vicio o defecto notable de lo que vende, peca gravemente (si la cantidad es bastante a constituir pecado grave de hurto) y queda obligado a restituir. ¿Qué hombre de razón ignora esta regla? Tomada así en general nadie; pero aplicada a una particular materia digo que la ignoran o no hacen reflexión sobre ella algunos escritores de libros.

3. Son los libros alhajas, precio estimables, en quienes aun supuesta la igualdad de volumen y calidad de letra y papel, cabe ser muy desigual el valor intrínseco. Hay libros excelentes, libros medianos y libros ruines. Hay libros muy útiles, libros algo útiles y libros totalmente inútiles. Distinguimos estas tres clases para mayor claridad; no porque desde los libros excelentes a los totalmente inútiles no se vaya descendiendo por innumerables grados distintos, a quienes corresponden asimismo distintos precios. También se debe advertir que la utilidad de los libros, para el efecto de reglar los precios, no se mide por la mayor o menor importancia del fin a que sirve su lectura, sino por la mayor o menor conducencia al fin, para el cual, en consideración de su título, los busca el comprador. No hay duda que para el bien del alma, que es el de suprema importancia, más conduce cualquier pequeño libro que contenga cuatro instrucciones morales, que cuanto escribieron todos los historiadores y poetas profanos. Sin embargo, a aquél corresponde un precio bajísimo, y los escritos de estotros valen inmenso dinero. Los Diálogos de Luciano no sólo son inútiles para reglar las costumbres, pero pueden ser nocivos. Con todo son de mucho valor intrínseco respectivamente a su volumen, porque en ellos no se busca el aprovechamiento del espíritu, sino el deleite que produce el gracejo, el cual es supremo en aquel autor impío. Lo mismo decimos del lascivo Catulo, del torpísimo Petronio. Es precioso aquel por el primor del verso, éste por la pureza y delicadeza del estilo. Para eso los compra el que los compra.

  —294→  

§. II

4. Mucho tiempo ha que resuena por todas partes la justa queja de que la invención de la imprenta llenó el mundo de malos libros. Antes, como era tan costoso copiarlos, sólo se trasladaban aquellos que por el juicio de los inteligentes estaban bien calificados. Esta dificultad contenía también a los escritores, porque los que no se consideraban con los talentos necesarios para serlo, no tomaban la penosa tarea de escribir libros, previendo, que sobre no producirles fruto alguno, luego habían de ser sepultados en el olvido. Hoy, que se sacan mil copias en menos tiempo que antes una y están esparcidas antes que el público haya hecho juicio de la calidad del libro, cualquiera se mete a escritor, sobre seguro de extender su nombre por todo un reino y con la esperanza de adquirir con infinitos ignorantes utilidad y aplauso. De aquí viene la inmensa copia de autores, los cuales (usando de las palabras de Erasmo), implent mundum libellis, non jam dicam nugalibus, quales ego forsitan scribo; sed ineptis, indoctis, maledicis, famosis, rabiosis, et horum turba facit, ut frugiferis etiam libellis suus pereat fructus. (Erasm. in Proverbium festina lente).

5. No hay duda que muchos de éstos o por total falta de conocimiento, o por un grande exceso de amor propio se imaginan que son muy buenos sus escritos. Pero como no todos los padres están tan preocupados de la pasión que les parezcan hermosos sus hijos cuando son feos, no faltan escritores que conozcan las imperfecciones de sus obras, y que son a veces tan grandes, que las hacen indignas de la pública luz. Si se me opusiere que faltándoles el discurso necesario para escribir con acierto, también les faltará para conocer los defectos de lo que escriben, respondo, que para lo segundo se necesita mucho menos talento que para lo primero. Un pintor, aunque sea de los más inhábiles, conoce los defectos de esta pintura y los primores de aquélla, sin que por eso acierte a evitar estos defectos ni imitar aquellos primores.

  —295→  

§. III

6. Hablando, pues, de los que conocen los defectos de sus escritos, ve aquí que nos hallamos en el caso propuesto. Un escritor inhábil, destituido de ingenio, estilo y erudición, imprime un libro inútil y le expone en venta pública, señalando el precio a proporción del volumen, igual aquel por lo común al precio en que se vende el libro más excelente, salvo que éste haya venido de las naciones extranjeras. Digo que peca gravemente y está obligado a la restitución. La razón es clara, porque el libro (como suponemos) tiene defectos notables, los cuales el autor no sólo no manifiesta, antes positivamente los oculta, pidiendo por él el precio correspondiente a un libro bueno: luego por la regla propuesta arriba peca gravemente y está obligado a restituir.

7. Responderase acaso que los defectos del libro no son ocultos sino manifiestos, pues se conocen pasando por él los ojos, y así no está el escritor obligado a decirlos. Pero contra esta respuesta está, lo primero, que al comprador no le dejan leer el libro antes de comprarle, sino una u otra plana, y para enterarse de los defectos que tiene sería menester leerlo todo; y aún sucede que no basta leerlo una vez sola. Lo segundo, que muchos y los más que compran libros, no son capaces de conocer su valor; y así a cada paso oímos celebrar como excelentes algunos libros muy despreciables.

8. Responderase lo segundo, que es lícito vender cualquiera género en el precio tasado por el príncipe: por consiguiente será lícito vender el libro según la tasa que en nombre del príncipe puso el Real Consejo. Ni esta solución aprovecha, porque la tasa del príncipe supone la bondad y pureza del género: por esto, aunque el príncipe tase el trigo a veinte reales, el que vendiere a aquella tasa el trigo viciado o mezclado con tierra, no dejará de pecar gravemente y quedará obligado a restituir.

9. Responderase lo tercero, que para eso antes de imprimir   —296→   interviene el examen de los censores deputados por el Consejo y el ordinario, los cuales cuando aprueban el libro le califican por bueno. Este efugio no es menos vano que los antecedentes: porque los censores no aprueban el libro, sino respectivamente a que no contiene cosa alguna contra las regalías del príncipe o contra la Fe y buenas costumbres, lo cual no prohíbe que en otros asuntos esté atestado de disparates. Ni el que los censores frecuentemente aplaudan el libro en un todo debe hacer fuerza a nadie, ya porque esto se tiene por una especie de urbanidad precisa, ya porque para aprobar la obra en lo que no conduce a los expresados capítulos no tienen comisión ni más autoridad que otro cualquier particular, ya porque frecuentemente sucede que los censores no han tenido estudio alguno sobre las materias que contiene el libro, ya en fin, porque sería trabajosísimo el examen que es necesario para hacer concepto cabal de un libro; pues siendo uno de sus mayores defectos o el mayor de todos la falta de fidelidad o legalidad en alegaciones y citas, se vería precisado el censor a la insufrible tarea de revolver infinitos libros y examinar con gran reflexión el contexto. Y, ¿cuántas veces no hallaría los libros, por más que los buscase, ni en su librería ni en las ajenas?

10. Es, pues, indubitable que ni la tasa del Consejo, ni la aprobación de los censores regula el precio del libro, y así esto queda a cuenta de la conciencia del que lo vende. Aunque se debe advertir que la tasa del Consejo obliga a que no se venda sobre el precio señalado; pero se deberá rebajar de este cuanto correspondiere a la inferioridad de su valor intrínseco. Tal también puede ser el libro y tales son algunos, que se debe rebajar todo; esto es que no se puede recibir por ellos precio alguno, por ser del todo inútiles en orden al fin para que se compran.

§. IV

11. Aún no lo dije todo. Puede suceder que el que vende el libro, no sólo quede obligado a restituir   —297→   todo su importe, pero mucho más, si la restitución es posible. La razón es clara, porque puede ser el libro, no sólo totalmente inútil, sino nocivo; en cuyo caso resulta de parte del vendedor la obligación, no sólo de restituir todo el precio recibido, mas también de resarcir el daño que ha causado, como es doctrina de los teólogos con Santo Tomás, 2, 2, quaest. 77, art. 3, hablando en términos generales.

12. Que hay libros, no sólo inútiles sino nocivos en todo género de materias es fácil de demostrar. Cualquier error en materia práctica que se persuada en un libro es pernicioso. En teología moral (pongo por ejemplo) es perjudicial a la conciencia; en medicina a la salud; en jurisprudencia a la hacienda; en el arte militar puede destruir un ejército; en la náutica una armada; en agricultura una cosecha; así de todo lo demás. Esto es claro, pero aun en materias puramente teóricas ocasionan sus daños los malos libros. Hagamos manifiesto esto con un ejemplo.

13. Sea un libro que no contiene sino especies históricas, pero que refiere como verdades algunas fábulas y no es legal en las citas. Cómprale un hombre de corta erudición, el cual cree que todo lo que refiere es verdad y que los autores que cita dicen puntualmente aquello para que los alega. Sucede después, que en una conversación o en un escrito usa de aquellas especies y cita los mismos autores que halló citados; lo que resultará de aquí es que los que ignoran con buena fe bebió en una fuente viciada, le tengan por mentiroso y falsario, y los que lo saben le juzguen nimiamente crédulo que es lo mismo que mentecato. Conque el que le vendió el libro, no sólo le hizo la injuria de llevarle el dinero mal llevado, mas también la de arriesgar su crédito. ¿Es por ventura metafísico este caso? Tan físico y tan práctico es que está sucediendo cada día.

§. V

14. A la verdad yo no extraño los yerros involuntarios que se estampan, por muchos que sean.   —298→   Hay sujetos de tan angosto espíritu, que no sólo no son hábiles para escribir, pero ni aún conocen su inhabilidad. A estos debemos tolerarlos caritativamente, porque proceden con buena fe. Hay otros que no dejan de conocer que les falta o genio o erudición o uno, y otra para sacar una obra al público, los cuales, sin embargo de advertir el corto mérito de sus producciones, y que careciendo ellos de los talentos necesarios, no pueden ellas menos de ser muy defectuosas, las venden, si pueden, al precio correspondiente a los mejores libros. Éstos pecan gravemente, como se ha probado, y están obligados a restituir, o la parte del precio que excede del valor intrínseco del libro, o todo el precio, si el libro es totalmente inútil; o, además de restituir el precio, resarcir el daño, si el libro es nocivo.

15. Pero los peores de todos son aquellos que con total voluntariedad y conocimiento llenan un escrito de defectos notables, como son razonamientos sofísticos, noticias fabulosas, citas falsas. ¿Y es posible que haya genios de tan mal temple en la República literaria? Y como que los hay. Dios nos libre de que uno que no tiene talentos para escritor, quiera acreditarse de tal. El medio que elige es impugnar a algún autor conocido y que ha adquirido alguna fama. Pónese a escribir sobre este asunto, y para llenar un librito o un cuaderno no hay inepcia, fruslería, ni puerilidad que no acumule. Introduce, en vez de argumentos, trampantojos. Tuerce el sentido a las cláusulas del autor que impugna. Mete las noticias que le hacen al caso, aunque no estén justificadas. Alega autores, cuyo contexto no entendió o de intento ha querido viciar. Imprime esta bellísima obra: engalánansela con los perendengues que la ponen en cabeza y frente dos aprobantes de su confidencia; que los que escriben en la corte fácilmente logran este amaño, solicitando la remisión para sujetos o de inclusión suya, o émulos del autor impugnado, y a quienes ya de antemano mostró la obra. Para añadirla el sonsonete de unas coplillas donde se diga que es un Sol, un Fénix, etc., no faltan dos versistas mendicantes que están rabiando por   —299→   ver impresos a costa ajena sus décimas y sonetos. Adornado de este modo su librejo le saca al público y le vende como puede.

16. ¡Válgame Dios y cuántos daños hace este hombre! Sácales inicuamente el dinero a muchos pobres que piensan hallar en aquel libro la piedra filosofal, y sólo encuentran después, como los alquimistas, ceniza y carbón. Hace de más a más, que sean tenidos por unos mentecatos, cuando llega la ocasión de que delante de gente erudita vierten como suyo o aplauden como ajeno lo que leyeron en el libro. Dejo aparte la injuria que hacen al autor que impugnan, cuando procuran desacreditarle contra lo mismo que sienten. ¿Contra lo mismo que sienten? ¿Puede creerse que suceda esto alguna vez? ¿Será juicio temerario? No, sino palpable experiencia. Pudieran señalarse casos y pruebas.

17. No dudo que entre los escritores ineptos es grande el número de los que, con error invencible, tienen buena opinión de sí mismos y de sus obras. Dichosos hombres por cierto, faelices errore suo, como nunca llegue a ellos el desengaño; pero si viene, aunque tarde, son harto dignos de compasión, porque al mismo tiempo que despiertan de tan dulce sueño, carga sobre su conciencia un peso intolerable. Obraron con buena fe el vender sus obras, y así no pecaron entonces; pero al punto que conocen su poco o ningún valor están obligados a restituir. Esta también es doctrina común. Si el vendedor (dice Santo Tomás, 2, 2, quaest. 77, artículo 2) ignora los defectos de la cosa que vende, no peca cuando vende, porque sólo comete injusticia material; pero luego que lleguen a su noticia, está obligado a compensar el daño (esto es restituir) al comprador.

18. El caso del desengaño es corriente cuando el escritor, después de vendidos algunos o todos los ejemplares de su obra, ve la desestimación que hacen de ella los hombres de erudición y capacidad. Lo mismo digo cuando por escrito o de palabra se le han manifestado con evidencia los errores o defectos de ella; y aunque   —300→   esté tan encaprichado de su mérito o tan ciego del amor propio, que no por eso desista del errado concepto que antes tenía, no por eso se exime de la obligación de restituir, porque en estos casos el error es vencible y culpable.

§. VI

19. Hasta ahora hemos hablado del fraude que pueden padecer los compradores de libros en la calidad de ellos. Resta decir (usando de la división que hace Santo Tomás tratando en general de los defectos que hay en las ventas) del que pueden padecer en la cantidad y en la especie.

20. Un libro puede fingirse mayor de lo que es (esto es engañar en la cantidad) o imprimiendo en papel basto y grueso o usando de caracteres de imprenta muy crecidos o, en fin, dejando los folios flojos y sin batir en la encuadernación. Estos dos últimos engaños son los que más frecuentemente se practican; y en el primero de los dos es donde más se interesan los escritores; por una parte ahorran de trabajo, porque con poco manuscrito sacan un impreso de bastante cuerpo; y por otro ahorran de dinero, porque al impresor pagan mucho menos por componer los moldes.

21. El engaño en la especie se comete cuando el contenido del libro no corresponde al asunto que en el título se propone. Esto puede ser en todo o en parte; si es en el todo, está obligado el vendedor a restituir todo el precio; si en parte, puede ser ésta tan pequeña que se repute por materia leve; siendo porción mayor, se debe por lo menos restituir la cantidad correspondiente a ella. La razón de todo esto es porque se engaña al comprador en la especie del género que se vende. En el título le prometen un asunto y en el cuerpo del libro le dan otro.

22. Hay muchos modos de engañar en los títulos de los libros. Señalaremos los tres principales. El primero es el que acaba de expresarse, cuando en ellos se finge asunto diferente del que se trata. En el libro Charlataneria eruditorum   —301→   se cuenta de un médico de Lipsia que sacó a luz un impreso con el título: Jus publicum. ¿Quién debajo de esta inscripción no esperaría un amplísimo tratado de jurisprudencia? Nada contenía el libro sino unas conclusiones médicas sobre el dolor de cabeza. Y aunque también esto se expresaba en la frente del impreso como explicación del título, no obviaba el engaño, porque en las Gacetas suele ponerse el título a secas, sin el aditamento que le explica. No ha mucho tiempo que en Madrid se imprimió un libro con este gran título: Historia o magia natural o ciencia de filosofía oculta, con nuevas noticias de los más profundos misterios y secretos del Universo visible, etc. ¡Qué brindis tan eficaz para que los curiosos acudiesen como moscas! Sin embargo, no hay cosa en todo el libro que no sea comunísima y se encuentre en otros infinitos. Lo principal es que apenas se halla en él cosa que corresponda al título. Divídese en seis tratados: en el primero se dice algo, y eso poco, de la magia en común; en el segundo se trata de la tierra, de su magnitud, división de las regiones tenidas por inhabitables, etc.; en el tercero, del Paraíso terrenal: en el cuarto, de los montes de la tierra; en el quinto, de los campos, valles y bosques de la tierra; en el sexto y último, de los metales y algunas piedras de la tierra. ¡Qué contentos quedarían después de la lectura los que le habían comprado debajo de la esperanza de hallar en él arcanos inauditos para ejecutar mil cosas prodigiosas!

23. El segundo modo de engañar es poner títulos vagos que no determinan el asunto o suenan comprehender mucho más de lo que realmente se trata en el libro. Habrá año y medio que salió a la luz un pequeño impreso, cuyo título se puso así en la Gaceta: Juicio particular sobre el juicio universal. ¿Quién adivinaría por la inscripción qué materia se trataba en él? Unos juzgaban que tenía por objeto el discretísimo Tratado del juicio final sobre la astrología judiciaria que escribió el doctor Martínez; otros, que era algún discurso místico sobre uno de los   —302→   cuatro novísimos; otros suspendían el juicio, y nadie daba en el intento del autor. ¿Qué mucho, si lo que contenía el impreso era precisamente la impugnación de una máxima estampada en el segundo tomo del Teatro Crítico, envuelta en algunos dicterios contra su autor? No debió dar lumbre esta inscripción a secas; y así, dentro de pocos días se repitió en la Gaceta el llamamiento, con la adición de contra el Teatro Crítico Universal. Este es el anzuelo literario de esta era. El que no puede escribir otra cosa o aunque estuviese escribiendo toda la vida no ganaría un cuarto, con hacer que suene que su obra es contra el Teatro Crítico, vende a buen precio cualesquiera fruslería. Pero aquel aditamento también era muy doloso, porque la expresión general de ser aquel impreso contra el Teatro Crítico significaba una impugnación común contra el contenido de los dos libros que ya habían salido a luz, siendo así que todo lo que se impugna en aquel escrito no ocupa media plana en el segundo tomo.

24. Pareció después el Belerofonte literario, título altisonante, inscripción horrísona, que puede espantar los niños mejor que el coco y la marimanta. ¿Y qué había debajo de tan portentoso epígrafe? No más que una querellita con un médico de Córdoba, por quítame allá esas pajas.

25. El tercer modo de engañar con los títulos es formarlos de modo que aunque en alguna manera expresan el asunto, pero le expresan con un género de magnificencia fastuosa, que da una grande idea de la obra: como la Arte universal de Raimundo Lulio; Crisol de la teología moral; Farol de las ciencias; Pródromo de todas las ciencias y artes; Cirugía infalible; Teatro délfico contra el teatro crítico; Antiteatro, y otros innumerables. Comúnmente la grandeza afectada de los títulos se busca con estudio para despachar a sombra de ella los escritos más despreciables. Pero, ¿qué otra cosa es esto sino engañar al público en materia grave? Es, pues, sin duda, que todos éstos llevan el dinero mal llevado y quedan obligados a la restitución. No dudo que a todos, o los más que   —303→   hasta ahora cayeron en este defecto, les absuelve por lo menos de pecado grave su inadvertencia; pero no les absuelve de la obligación de restituir, siéndoles posible, después de intimada esta doctrina.




ArribaAbajoResurrección de las artes y apología de los antiguos

§. I

1. Uno de los delirios de Platón fue, que absuelto todo el círculo del año magno (así llamaba a aquel grande espacio de tiempo en que todos los astros, después de innumerables giros, se han de restituir a la misma positura y orden que antes tuvieron entre sí) se han de renovar todas las cosas; esto es, han de volver a parecer sobre el teatro del mundo los mismos actores a representar los mismos sucesos, cobrando nueva existencia hombres, brutos, plantas, piedras; en fin, cuanto hubo animado e inanimado en los anteriores siglos, para repetirse en ellos los mismos ejercicios, los mismos acontecimientos, los mismos juegos de la fortuna que tuvieron en su primera existencia.

2. Este error, a quien unánimes se oponen la fe y la luz natural, tiene tal semejanza con una sentencia de Salomón tomada según la corteza, que puede servir de confirmación   —304→   a los que juzgan que Platón tuvo algún estudio en los Libros Sagrados y trasladó de ellos muchas cosas que se hallan en sus escritos, aunque por la mayor parte viciadas. Dice Salomón en el capítulo primero del Eclesiastés, que no hay cosa alguna nueva debajo del sol: que lo mismo que se hace hoy es lo que se hizo antes y se hará después: que nadie puede decir: esto es reciente, pues ya precedió en los siglos anteriores. Pero los sagrados intérpretes, examinando el intento de Salomón en aquel capítulo, hallan su sentencia ceñida a mucho más angostos límites que la platónica, como que sólo haya querido que se repiten en el discurso de los siglos los mismos movimientos celestes, las mismas revoluciones elementales, y en orden a las cosas humanas se observe la misma índole de los hombres en unos siglos que en otros, las mismas aplicaciones; que, finalmente, en lo que pende del discurso, de la fortuna y el albedrío haya bastante semejanza entre los tres tiempos, pasado, presente y futuro, pero con algunas excepciones.

§. II

3. Pintura. Escultura. Ciencias Teóricas. Física. La excepción que principalísimamente señalan es en orden a los nuevos descubrimientos en las ciencias y artes. La experiencia parece muestra en esta materia muchas cosas totalmente incógnitas a los pasados siglos; y la persuasión fundada en esta experiencia se fortifica mucho con la preocupación en que están comúnmente los hombres, de que los genios de nuestros tiempos son para muchas cosas más vivos, más penetrantes que los de nuestros mayores, concibiendo en éstos unos buenos hombres, cuyas especulaciones no pasaban más allá de lo que inmediatamente persuadían las representaciones de los objetos en los sentidos.

4. Pero el concepto que se hace de la menor habilidad de los antiguos es totalmente errado. Nuestros mayores fueron hombres como nosotros, dotados de alma racional de la misma especie que la nuestra, a quien por consiguiente   —305→   eran connaturales todas las facultades o virtudes operativas que nosotros poseemos. Los efectos asimismo lo acreditan en los ilustres monumentos que nos han quedado de su ingenio, respecto de algunas artes. ¿Qué cosa hay en nuestro siglo que pueda competir los primores de la poética y oratoria del siglo de Augusto? ¿Qué plumas tan bien cortadas para la historia, como algunas de aquel tiempo? Retrocediendo dos o tres siglos más, y pasando de Italia a Grecia, se hallan en aquella región floreciendo en el más alto grado de perfección no sólo la retórica, la historia y la poesía, mas también la pintura y la escultura. En las ciencias teóricas es preciso que concedan grandes ventajas a los antiguos todos aquellos que no quieren que nos apartemos ni un punto de espacio de la dialéctica, física y metafísica de Aristóteles. Y los que en este tiempo se oponen a Aristóteles buscan el patrocinio de otros filósofos anteriores, especialmente el de Platón. Acaso fueran preferidos a Aristóteles y a Platón otros filósofos de aquella remota antigüedad, si hubieran llegado a nosotros sus escritos. Si son verdaderas las noticias que nos han quedado de la penetración de algunos de ellos, ciertamente se infiere que su conocimiento físico era muy superior al de todos los filósofos de este tiempo. De Ferecides, maestro de Pitágoras, se refiere que probando la agua de un pozo predijo que dentro de tres días habría un terremoto, lo cual sucedió. Otra predicción semejante, comprobada también con el éxito, se cuenta de Anaximandro, príncipe de la secta jónica. De Demócrito se dice que presentándole un poco de leche o con su inspección o con la prueba del paladar conoció ser de una cabra negra que no había parido más que una vez, y que a una mujer a quien la tarde antecedente había saludado como virgen, salve virgo, porque de hecho lo era entonces, viéndola a otro día, usó en la salutación de voces con que notó haber sido violada aquella noche salve mulier, lo que después se verificó.

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§. III

5. Una ventaja no puede negarse a los modernos para adelantar más que los antiguos en todo género de ciencias, pero debida, no a la habilidad sino a la fortuna. Esta consiste en la mayor oportunidad que hay ahora de comunicarse mutuamente los hombres aún a regiones distantes, todos los progresos que van haciendo en cualesquiera facultades. El mayor comercio de unas naciones con otras y la invención de la imprenta hicieron a nuestro siglo este gran beneficio. Algunos antiguos filósofos lograron cierto equivalente en los viajes que hacían a aquellas regiones donde más florecían las letras para consultar a sus sabios. Especialmente los de Grecia era frecuente pasar a comunicar los de Egipto. Pero hoy se logra mucho mayor fruto y con mucho menor fatiga, teniendo presentes dentro de una biblioteca no sólo los sabios de muchas naciones, mas también de muchos siglos.

6. La falta de imprenta que dificultaba la comunicación recíproca de los antiguos, casi del todo cortó la de los antiguos con los modernos. Muchos de aquellos nada escribieron, temerosos de que por la grave dificultad que había en multiplicar ejemplares se sepultasen luego en el olvido sus escritos; y faltándoles el cebo de la fama, no es mucho que mirasen con desamor la fatiga. Otros escribieron, pero cayeron en el inconveniente que a los primeros movió a no escribir.

7. De aquí viene el que necesariamente ignoremos a qué términos se extendió el conocimiento de los antiguos en varias materias, y por una retorsión injusta transferimos a ellos nuestra ignorancia, pretendiendo que se les ocultó todo aquello que a nosotros se nos oculta si lo supieron o no.

8. Para desagravio, pues, de toda la antigüedad, a quien injuria este común error, sacaré aquí al Teatro varios inventos pertenecientes a distintas facultades, tanto prácticas como especulativas, con pruebas legítimas de   —307→   que su primera producción fue muy anterior al tiempo que comúnmente se les señala por data. Así se verá, no sólo que el ingenio de los antiguos en nada fue inferior al de los modernos, mas también que los modernos injustamente se jactan de inventores en muchas cosas de que realmente lo fueron los antiguos.

§. IV

9. Filosofía. Empezando por la filosofía, es cierto que la que se llama moderna (esto es la corpuscular) es más antigua que las que hoy se llaman antiguas. Hiciéronla, no nacer, sino resucitar en el siglo pasado Bacon de Verulamio, Gasendo, Descartes y el padre Maignan; pues su primera producción se debió a Leucipo, maestro de Demócrito, y anterior algunos años a Platón. Algunos le dan mucho mayor antigüedad, derivándola de Mosco, filósofo fenicio, que floreció antes de la guerra de Troya.

10. Aun las máximas, que como especialísimamente suyas ostentó Descartes, es probabilísimo que no fueron legítimamente adquiridas por sus especulaciones, sino robadas a otros autores que le precedieron. Jordán Bruno, filósofo napolitano, y Juan Keplero, famoso matemático alemán, habían escrito claramente la doctrina de los turbillones, a que está vinculado todo el sistema cartesiano. Así, el doctísimo Pedro Daniel Huet, en su Censura de la filosofía cartesiana no duda afirmar que Descartes fue en esta y otras cosas copista de Keplero, si bien que ni aun a éste quiere dejar en la posesión de autor de los turbillones, pues les da mucho más anciano origen, atribuyéndolos a Leucipo, de quien hablamos en el número antecedente. A la verdad, en la doctrina de este filósofo propuesta por Diógenes Laercio se hallan delineados con bastante claridad aquellos portentosos giros de la materia en que consiste el sistema de Descartes. De modo que a esta cuenta, Descartes robó a Keplero lo mismo que Keplero había robado a Leucipo. Posible fue (no lo niego) que a estos tres sabios, sin   —308→   valerse de luces ajenas, ocurriese el mismo pensamiento; pero por lo menos contra Descartes está la presunción, porque por una de sus cartas consta que manejó las obras de Keplero.

11. Otros muchos robos literarios imputaron a Descartes algunos enemigos suyos, entre los cuales se cuenta que todo lo que dijo de las ideas lo tomó de Platón. Pero valga la verdad: no hay ni un rastro de semejanza entre lo que el antiguo griego y el moderno francés escribieron sobre esta materia78.

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§. V

12. Medicina y Anatomía. En cuanto a la medicina y anatomía hay tanto que decir de los que se creen nuevos descubrimientos y no lo son, que Teodoro Jansonio imprimió un libro en Amsterdam sobre este asunto el año de 1684, de que se da noticia en la república de las letras al mismo año. En él prueba que la opinión que tanto ruido hace de un tiempo a esta parte de que la generación del hombre se hace en un huevo, se halla en Hipócrates, en Aristóteles y otros antiguos. Que los conductos salivales, cuya invención se atribuye a un médico danés llamado Estenón, no fueron ignorados de Galeno. Lo mismo pretende de las glándulas del estómago, de cuyo descubrimiento se hizo honor Tomás Wilis. Que Nemesio, autor griego del cuarto siglo, conoció el uso de la bilis en orden a la digestión de los alimentos, aunque se cree que Silvio poco ha fue el primero que lo advirtió. Que así Hipócrates como Galeno, conocieron el jugo pancreático de que se juzga inventor Virsungo, médico paduano, y las glándulas de los intestinos, manifestadas muchos siglos después por Peyero. Lo mismo dice de las venas lácteas, cuyo primer descubridor se jactó Gaspar Aselio, médico de Cremona. Que la circulación de la sangre fue conocida por Hipócrates. También la continua transpiración de nuestros cuerpos. En fin, que este sabio griego comprehendió que la fiebre no es causada por el calor, sino por el amargo y el ácido79.

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13. No aseguré que el autor citado pruebe eficazmente todo lo que propone. En el resumen que leí de su libro se exhiben las aserciones sin las pruebas; pero me inclino a que en algunos puntos no son aquéllas muy sólidas. En cuanto a la generación en el huevo, así Hipócrates como Aristóteles, en un lugar que he visto del primero y en dos del segundo sólo dicen que lo que se ve en el útero poco después del concepto tiene alguna semejanza con el huevo. Aristóteles: Quae vero intra se pariunt animal, iis quodammodo post primun conceptum   —311→   oviforme quiddam efficitur. Y en otra parte: Velut ovum in sua membranula contectum. Hipócrates: Genituram, quae sex diebus in utero mansit, ipse vidi: qualis erat ego referam, velut si quis ovo crudo externam testam adimat. Este modo de decir dista mucho de la opinión de los modernos: lo primero, porque estos absolutamente profieren que es huevo perfecto y no sólo cosa como huevo aquel de que se engendra el hombre (lo mismo de todos los demás animales). Lo segundo, porque Hipócrates y Aristóteles sólo después de la concepción afirman aquella semejanza del huevo. Los modernos han hallado los huevos perfectos y formados antes de la concepción en los vasos, que por esto llaman ovarios, de donde por las tubas dichas falopianas (denominación tomada de su descubridor Gabriel Falopio, celebre anatómico, natural de Módena) bajan al útero en la obra de la generación.

14. Por lo que mira a ser causa de la fiebre el amargo y el ácido, no sé que haya otra cosa en Hipócrates, sino lo que dice en lo de Veteri Medicina, que las inmutaciones morbosas de nuestros cuerpos dependen mucho menos de las cuatro cualidades elementales que del amargo, el ácido, el salso, etc. Pero parece que hay poca consecuencia de lo que profiere Hipócrates en este lugar a lo que pronuncia en otros infinitos, donde imputa a sólo el exceso de las cualidades elementales casi todas nuestras dolencias. He dicho casi, por exceptuar aquellas de las cuales, por sospechar causa más recóndita dice que tienen no sé qué de divinas.

§. VI

15. Circulación de la sangre. En orden a la circulación de la sangre muchos modernos se han empeñado en que Hipócrates la conoció, y para eso alegan algunos lugares suyos; pero hablando con sinceridad, traídos por los cabellos. Éste es conato inútil, ocasionado de un vano pundonor de aquellos que no quieren que a Hipócrates se le haya   —312→   ocultado cosa alguna que otro hombre haya alcanzado80.

16. Mas aunque no podamos remontar el gran descubrimiento de la circulación hasta el siglo de Hipócrates, podremos por lo menos darle origen algo más antiguo que el que comúnmente se le atribuye. La opinión común reconoce por su inventor al inglés Guillelmo Harveo. Pero algunos dan esta gloria al famoso servita fray Pablo de Sarpi, más conocido por la parte que le infama, esto es, su desafecto a la Iglesia romana, bien manifestado en la mentirosa Historia del Concilio de Trento que salió a luz debajo del nombre de Pedro Suave, que por su universal erudición en casi todas las ciencias. Dicen que éste, habiendo penetrado con sus observaciones el gran secreto del movimiento circular de la sangre, sólo se le comunicó en confianza al embajador de Inglaterra residente a la sazón en Venecia, y al insigne anatómico Fabricio de Acuapendente: que Acuapendente se le participó al inglés Guillelmo Harveo, estudiante entonces y discípulo suyo en la Escuela de Padua: que el embajador y Harveo guardaron exactamente el secreto confiado, hasta que Harveo, restituido a Londres, le publicó por escrito el año de 1628, haciéndose autor   —313→   de él.

17. Esta noticia necesita de más firmes apoyos para su crédito que la simple relación de algunos modernos, porque tiene bastantes señas de inverosímil. ¿Qué motivo podía tener el padre Sarpi para hacer tanto misterio del descubrimiento de la circulación, que sólo se lo participase a un íntimo amigo suyo (pues se asienta que lo era Acuapendente) y a un señor extranjero? Bien lejos de ocasionarle algún perjuicio este hallazgo le daría un grande honor, como hoy se le da entre los que le juzgan autor de él. Dice un autor protestante que en los países católicos cualquiera novedad, aun la más inconexa y distante de los dogmas sagrados se trata como herejía, y que en esta consideración escondió su descubrimiento el padre Sarpi, temeroso de pasar por hereje, o a lo menos por sospechoso en la Fe. Extravagante impostura, pero muy propia de la religión de su autor, pues mucho tiempo ha que los protestantes calumnian nuestro celo por la Fe, como que declina a estupidez o barbarie! No se niega que hay entre nosotros algunos profesores rudos y malignos (como los hay en todo el mundo), los cuales, al ver que con razones se les combate alguna antigua máxima respectiva a su facultad, de que están ciegamente encaprichados, tocan a fuego queriendo hacerlo guerra de religión y a traer violentamente a Cristo por auxiliar de Aristóteles, Hipócrates, Galeno o Avicena. Pero éstos son las heces de nuestras escuelas, perillas toleradas que no tienen parte alguna en los rectísimos tribunales donde se deciden las causas de religión. Por otra parte el padre Sarpi dio tantas pruebas de osado y resuelto en puntos mucho más graves y que de hecho perjudicaban notablemente a la religión católica, que viene a ser sumamente irracional la sospecha de que por un temor tan vano huyese de descubrirse autor de la circulación de la sangre. El indiscreto celo por su patria contra las prerrogativas de la Silla Apostólica movió al papa Paulo V a llamarle a Roma, y después a excomulgarle por inobediente. No sólo no desistió de su contumacia el atrevido servita, pero en venganza dio luego a luz su Historia del Concilio Tridentino, que verdaderamente es una apología de los herejes y una violenta sátira contra todo gobierno de la Iglesia católica, fuera de otros escritos con que hizo creer a los protestantes (como aun hoy lo creen) que en el corazón y en la mente fue totalmente suyo. ¿No es insigne delirio atribuir un temor desnudo de todo fundamento a un hombre que toda su vida hizo profesión de temerario?

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18. Pero dejemos ya aparte las conjeturas, que son excusadas cuando hay argumento concluyente. La verdad y verdad constante es que ni Harveo ni Sarpi fueron inventores de la circulación de la sangre, sino Andrés Cesalpino, natural de Arezzo, famoso médico y filósofo, el cual floreció algo antes que Sarpi y que Harveo. Esta gloria de Cesalpino no se funda en arbitrarias conjeturas ni en rumores populares, sino en testimonios claros que nos dejó en sus escritos. Exhibiremos uno que se halla en el libro 5 de su Cuestiones peripatéticas, capítulo 5, y es el siguiente: Idcirco pulmo per venam arteriis similem ex dextro cordis ventriculo fervidum hauriens sanguinem, eumque per anastomosim arteriae venali reddens, quae in sinistrum cordis ventriculum tendit, transmisso interim aere frigido per asperae arteria canales, qui iuxta arteriam venalem protenduntur, non tamen osculis communicantes, ut putavit Galenus, solo tactu temperat. Huic sanguinis circulationi ex dextro cordis ventriculo per pulmonis in sinistrum eiusdem ventriculum optime respondent ea, quae ex dissectione apparent. Nam duo sunt vasa in dextrum ventriculum desinentia, duo etiam in sinistrum; duorum autem unum intromittit tantum, alterum educit, membranis eo ingenio constitutis. Otro igualmente claro se lee en el libro segundo de sus Cuestiones médicas, capítulo 1781.

19. Lo que pues debe discurrirse es que Harveo,   —315→   habiendo leído los escritos de Cesalpino, supo aprovecharse de ellos más que todos los demás que los leyeron. Meditó la materia, penetró la verdad y halló las pruebas: en que le queda a salvo una no leve porción de gloria, aunque algo manchada ésta con el ambicioso deseo de la fama de inventor, quitándosela injustamente al que realmente lo había sido.

20. Ya veo que no es mucho el exceso de antigüedad que respecto de la opinión vulgar, doy al invento de la circulación haciéndole retroceder de Harveo a Andrés Cesalpino; pero basta para el asunto de este Discurso, donde es mi intento mostrar que muchos descubrimientos en ciencias y artes tienen data anterior a la que le ha puesto la opinión común. Si se quiere pasar de Europa a Asia, mucho mayor antigüedad se le hallará, pues Jorge Pasquio, citado en las Memorias de Trevoux, y otros autores dicen que más de cuatro siglos antes que se publicase en Europa era conocida la circulación de la sangre en la China.

21. El mismo Pasquio dice también que el conocimiento de las enfermedades por el pulso tuvo su origen en la China en tiempo de su rey Hoamti, cuatrocientos años después del Diluvio. Si ello es así, esta invención tiene más de mil y quinientos años más de antigüedad que la que la da Galeno, quien hace primer autor de ella a Hipócrates. Pero, ¿qué hombre cuerdo se constituirá fiador de todo lo que dicen los chinos de sus ilustres antigüedades?

§. VII

22. Matemáticas. No podemos saber hasta dónde llegaron los antiguos en el curso de las matemáticas, porque se perdió la mayor parte de sus escritos. Es verosímil que en los que perecieron se hallarían algunos de los que se tienen por nuevos descubrimientos y acaso otros que hasta ahora están escondidos a la sagacidad de nuestros matemáticos. Lo que nos ha quedado (pongo por ejemplo) de Arquímedes, de Apolonio Pergeo, de Teodosio Tripolita,   —316→   Diofanto Alejandrino persuade que en lo que pereció hemos perdido grandes tesoros82.

23. Maquinaria. Las obras admirables de maquinaria de algunos ingenieros antiguos, cuya noticia hallamos en las historias, nos convencen de su gran comprehensión en esta parte   —317→   de las matemáticas. Tres años detuvo Arquímedes con sus invenciones las armas romanas debajo de las murallas de Siracusa. Con una mano sola trasladó de la playa a las ondas la grande nave de Hierón, que no habían podido mover todas las fuerzas de Sicilia. Cuarenta célebres inventos mecánicos le atribuye Papo; y de tantos, no sé que se nos haya conservado otro que la cóclea acuática, llamada comúnmente Rosca de Arquímedes. De Diógenes, ingeniero de Rodas, cuenta Vitruvio, que teniendo sitiada aquella ciudad Demetrio Poliorcetes, levantó sobre la muralla y metió dentro una grande torre movediza que había aplicado a ella Epimaco, ingeniero de Demetrio. Lo mismo refiere de Callias, famoso arquitecto de Fenicia. Aristóteles, arquitecto de Bolonia, que floreció en el siglo quince, trasladó una torre de piedra de un lugar a otro. Cuéntalo Jonsio, el cual dice que cuando lo escribía aún vivían testigos de vista. Esta traslación es sin duda mucho más admirable que la que hizo el célebre Fontana del obelisco vaticano en tiempo de Sixto V, cuanto va de mover un edificio compuesto de innumerables piedras, cuya contextura, al menor desnivel era preciso descuadernarse a mover una pieza sola. Omitimos por cosa sabida de todos las estatuas de Dédalo y la paloma de Arquitas Tarentino.

§. VIII

24. En materia de cosmografía la opinión de Nicolao Copérnico que pone al sol inmóvil en el centro del mundo, trasladando a la tierra los movimientos del Sol, y que como una novedad portentosa fue admirada en el mundo, se sabe que es muy antigua, pues Aristarco de Samos y Seleuco llevaron la misma, según refiere Plutarco; y según otros, ya antes de Aristarco era corriente entre los pitagóricos.

§. IX

25. El descubrimiento atribuido a los astrólogos modernos de que los cometas son cuerpos supralunares o celestes, y no exhalaciones (como comúnmente   —318→   se cree) encendidas en la suprema región del aire, ya tuvo sectarios más ha de diez y siete siglos, pues Plinio dice que algunos de aquel tiempo eran de este sentir.

§. X

26. Telescopio. Los dos grandes instrumentos de la astronomía y de la náutica, el telescopio y la aguja tocada del imán, antes fueron conocidas de lo que comúnmente se piensa. Atribúyese la invención del telescopio de largomira a Jacobo Mecio, holandés, por los años de 1609, y su perfección poco después al famoso matemático florentín Galileo de Galileis. Pero si hemos de creer al célebre franciscano Rogerio Bacon, ya éste, más de trescientos años antes había descubierto este maravilloso instrumento, pues en el libro De nullitate magiae dice que por el medio de vidrios artificiosamente dispuestos se pueden representar como muy vecinos los objetos más distantes. Ni es de omitir que nuestro sabio monje francés don Juan de Mabillon en su relación del viaje de Italia dice haber visto en un monasterio de la Orden un manuscrito antiguo más de cuatrocientos años, donde está dibujado el astrónomo Ptolomeo contemplando los astros con un tubo compuesto de cuatro caños. Y aunque se pudiera discurrir, como se discurre en el Diccionario de Moreri, que aquella imagen no represente el telescopio, sino un simple tubo sin vidrios, del cual acaso usarían Ptolomeo y otros antiguos astrónomos a fin de dirigir la vista con más seguridad y limpieza a los objetos, la circunstancia de ser compuesto de cuatro caños conduce naturalmente a pensar que se haría de diferentes piezas, a fin de colocar los vidrios intermedios, lo que siendo de una pieza sola era imposible. ¿Para qué la prolijidad de armarle de muchas piezas, si siendo de una servía del mismo modo para el logro de asegurar la vista y desembarazarla de la concurrencia de objetos extraños?83   —319→  

§. XI

27. Aguja náutica. De las dos propiedades insignes del imán, atractiva del hierro y directiva al polo, la segunda se cree totalmente ignorada de los antiguos. Sin embargo, el inglés Jorge Wheler, citado en el Diccionario Universal de Trevoux, asegura haber visto un libro antiguo de astronomía, donde se suponía la virtud directiva de la aguja tocada del imán, aunque no empleada en el gobierno de la náutica, sino en algunas observaciones astronómicas. Dícese que el primero que la aplicó a la navegación fue Juan de Joya (otros llaman Goya y Gyra) natural de Melfi en el reino de Nápoles, cerca del año 1300. Pero otros aseguran que en la China era antiquísimo este uso y que de allá trajo su conocimiento Marco Paulo Veneto cerca del año de 126084.

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§. XII

28. Música. Jactan sobre manera los músicos de estos tiempos los grandes progresos que han hecho en su profesión, como que de una armonía insípida, pesada, grosera, pasaron a una música dulce, airosa, delicada; llegando a figurarse muchos que la práctica de esta facultad llegó a colocarse en este siglo en el más alto punto de perfección a que puede llegar. En el primer tomo cotejamos la música del siglo presente con la del pasado. Aquella cuestión conduce poco al intento de este discurso. Lo que aquí más importa examinar es si la música de ahora (en que comprendemos   —321→   la del presente y la del pasado siglo) se debe considerar como adelantada o superior a la que veinte siglos ha practicaron los griegos85.

29. Trató doctísimamente este punto el autor del Diálogo de Teágenes y Calímaco, impreso en París en el año de 1725. Este autor afirma y prueba que los músicos antiguos excedieron a los modernos en la expresión, en la delicadeza, en la variedad y en el primor de la ejecución. Del mismo sentir, en cuanto al exceso en la perfección tomada en general, es nuestro grande expositor de la Escritura el padre don Agustín Calmet, en el tomo I de sus Disertaciones bíblicas, página 403, donde aprueba y confirma   —322→   el dictamen y gusto que en orden a la música hemos manifestado en el primer tomo, por cuya razón pondré aquí sus palabras.

30. «Muchos -dice- reputan con rudeza e imperfección la sencillez de la antigua música; pero nosotros sentimos que esta misma dote la acredita de perfecta; porque tanto un arte se debe juzgar más perfecto, cuanto más se acerca a la naturaleza. Y, ¿quién negará que la música sencilla es la que más se acerca a la naturaleza y la que mejor imita la voz y las pasiones del hombre? Deslízase más fácilmente a lo íntimo del pecho, y más seguramente consigue halagar el corazón y mover los afectos. Es errado el concepto que se hace de la sencillez de la antigua música. Era sencillísima, sí, pero juntamente numerosísima, porque tenían muchos instrumentos los antiguos cuyo conocimiento nos falta, no faltándoles por otra parte la comprehensión de la consonancia y la armonía. Añádase para hacer ventajosa su música sobre la nuestra, el que el sonido de los instrumentos no confundía las palabras del canto, antes las esforzaba; y al mismo tiempo que el oído se deleitaba con la dulzura de la voz, gozaba el espíritu la elegancia y la suavidad del verso. No debemos, pues, admirarnos de los prodigiosos efectos que se cuentan de la música de los antiguos, pues gozaban juntos y unidos los primores que en nuestros teatros sólo se logran divididos.»

31. Debemos confesar que no se sabe a punto fijo el carácter específico de la música antigua, porque aunque Plutarco y otros autores nos dejaron algo escrito sobre esta materia, no hallamos en ellos la claridad y extensión que es menester para hacer un exacto cotejo de aquella con la nuestra. Así sólo por dos principios extrínsecos podemos decidir la cuestión. El primero es el que insinúa el padre Calmet de los efectos prodigiosos de la antigua música. ¿Dónde se ve ahora ni aun sombra de aquella facilidad con que los más primorosos músicos de la Grecia ya irritaban, ya templaban las pasiones, ya encendían, ya calmaban los   —323→   afectos de los oyentes? De Antigenidas se refiere que tañendo un tono de genio marcial enfurecía al grande Alejandro de modo que, en medio de las delicias del banquete saltaba de la mesa medio frenético y se arrojaba a las armas. De Timoteo, otro músico de aquel príncipe, se cuenta que no sólo hacía lo mismo, pero lo que era mucho más, después de encendido en cólera Alejandro, mudando de tono, al punto le templaba el furor y helaba la ira. No es menos admirable lo que se dice de Empédocles, (o el famoso filósofo de Agrigento o un hijo suyo del mismo nombre) que tañendo en la flauta una canción suavísima detuvo a un furioso mancebo que ya con el hierro desnudo iba a atravesar el pecho a un enemigo suyo. Y de Tirteo, capitán de los lacedemonios, en una expedición contra los mesenios, el cual tañendo un tono de gravedad tranquila al ir a entrar en la batalla (porque era costumbre en aquella gente hacer preludio al combate con la música, y el mismo caudillo era excelente en esta profesión) introdujo un género de sosiego manso en los soldados que los hubiera hecho víctimas de sus enemigos, si advertido el riesgo por Tirteo no hubiera pasado a un tono belicoso, con que embraveciéndolos de nuevo y encendiendo su coraje, los hizo dueños de la victoria. La misma reciprocación de tempestad y calma se dice que produjo Pitágoras variando los tonos en un joven, en orden a otra pasión no menos violenta que la de la ira. A todo excede la maravilla atribuida a Terpandro, que pulsando la lira apaciguó una sedición en Lacedemonia.

32. No sólo se experimentaba en la música de los antiguos esta valentía en conmover los afectos, mas también la eficacia para curar varias enfermedades. Teofrasto refiere que con el concepto de varios instrumentos se curaban las mordeduras de algunas sabandijas venenosas. A Asclepiades se atribuye la curación de los frenéticos con el mismo remedio, y a Ismenias tebano de la ciática y otros dolores. No pretendo que todas estas historias se admitan como inconcusas, pero sí que pasen como probables; pues   —324→   no hay imposibilidad alguna en los hechos, antes todos los efectos de la música expresados se pueden explicar con un mero mecanismo y sin recurrir a cualidades ocultas o misteriosas simpatías.

33. El segundo principio extrínseco, de donde se puede deducir la perfección de la música antigua, es la grande aplicación que había a ella entre los griegos. Era muy frecuente en ellos al acabarse los banquetes pasar de mano en mano la lira entre todos los convidados y el que no sabía pulsarla era despreciado como hombre rústico y grosero. Los árcades singularmente tenían por instituto irrefragable ejercitarse en la música desde la infancia hasta los treinta años de edad. No es dudable que cuanto más se multiplican los profesores de cualquier arte, tanto más éste se perfecciona, ya porque la emulación los enciende a buscar nuevos primores con que sobresalgan, ya porque es más fácil entre muchos que entre pocos hallarse algunos genios excelentes, tanto para la invención como para la ejecución. Siendo, pues, mucho más frecuente el ejercicio de la música entre los antiguos que entre los modernos, es muy verisímil que aquéllos excediesen a éstos; y por consiguiente, en vez de añadir nuevos primores la música moderna sobre la antigua, se hayan perdido los principales de la antigua sin que encontrase otros equivalentes la moderna.

§. XIII

34. En cuanto a los instrumentos músicos pudiéramos decir mucho de la gran variedad de ellos que había entre los antiguos. Nuestro Calmet, que trata de intento en un disertación de los que practicaban los hebreos hace descripción de muchos; y en su Diccionario bíblico representa en una lámina veinte distintos. Es de creer que entre los griegos, gente de más policía y más amante de la música, hubiese muchos más. No tenemos por qué lisonjearnos de que nuestra inventiva en esta parte sea mayor o mejor que la de los antiguos, pues habiendo perecido la ingeniosa invención de los órganos hidráulicos   —325→   que se practicaba entre ellos y de que se cree autor Ctesibio, matemático alejandrino, más de cien años anterior a la era cristiana se trabajó después inútilmente, según refiere Vosio, en restaurarla. También es del caso advertir que algunos instrumentos que entre nosotros se juzgan invención de los últimos siglos ya estuvieron en uso en otros muy remotos. Tales son el violón y el violín, cuya antigüedad prueba el autor del Diálogo de Teágenes y Calímaco por una medalla que describe Vigenere y una estatua de Orfeo que hay en Roma.

§. XIV

35. Química. Llegamos ya a la química, facultad, según el sentir común, totalmente ignorada de los antiguos. Esta voz quimia o química tiene diferentes sentidos, porque ya se toma por aquella filosofía teórica que constituye por elementos de los mixtos el sal, azufre y mercurio, ya por el arte práctico de resolver y anatomizar los mixtos mediante la operación del fuego, ya por aquella apetecida ciencia de transmutar los demás metales en oro. Aunque para significar esto último se ha variado un poco el nombre y se dice alquimia, que quiere decir quimia elevada o sublime.

36. De la quimia filosófica o teórica se proclama vulgarmente autor Teofrasto Paracelso, de quien en otra parte dimos bastante noticia. Pero es razón despojarle de este usurpador honor, por restituirle a su legítimo acreedor Basilio Valentino, monje benedictino alemán, cien años anterior a Paracelso. Así lo han reconocido Juan Bautista Helmoncio, Roberto Boyle y otros ilustres químicos. Es de creer (con más seguridad que la de la simple conjetura) que la doctrina de Basilio Valentino se comunicó a Paracelso por medio de nuestro famoso abad Juan Tritemio, pues de éste se asienta que fue insigne químico, y Paracelso en varias partes se gloria de haber sido discípulo suyo. Por donde se puede inferir que la filosofía química estuvo desde Basilio Valentino escondida en nuestros   —326→   monasterios, hasta que comunicada por Tritemio a Paracelso la hizo este gran charlatán notoria al orbe.

37. Aunque algunos profesores de la quimia práctica pretenden que sea antiquísima, derivando el nombre quimia o quemia de Cam, hijo de Noé, a quien hacen inventor de este arte y de quien por medio de su hijo Mizraim dicen pasó a los egipcios, de éstos a los árabes, etc., éste se reputa un vano esfuerzo de los químicos por calificar la anciana nobleza de su facultad. El caso es que llegando a particularizar, apenas se sabe cosa en ella que no quieran que sea invención de los dos últimos siglos, en lo cual, o se engañan, o nos engañan. Cito un buen testigo, el famoso médico holandés Herman Boheraave, el cual (Prolegom. ad instit. Chymiae) dice que en la Biblioteca de Lieja hay los escritos de Geber, griego, apóstata de la religión cristiana a la mahometana, y en ellos se hallan expuestos infinitos experimentos en orden a la manipulación de los metales, que hoy se tienen por inventos modernos y todos son verdaderísmos: In eius libro infinita experimenta, et quidem verissima hodie experta habentur, et quidem quae hodie pro recentissimis inventis habita sunt. Floreció Geber al principio del octavo siglo. Algunos le hacen español, natural de Sevilla.

38. El mismo Boheraave (ibi) advierte que en los escritos del famoso franciscano inglés Rogerio Bacon, que floreció más ha de cuatrocientos años, se leen los inventos que como propios suyos propaló Mr. Homberg poco ha en la Academia Real de las Ciencias. Y en fin, que cuando escribió del antimonio el francés Lemeri lo sacó del libro intitulado: Currus triumphalis antimonii de nuestro monje Basilio Valentino, de quien se habló poco ha.

§. XV

39. Arte transmutatoria. En orden a la Alquimia o arte transmutatoria de los metales en oro no tengo que decir sino que este arte ni es de invención antigua ni moderna, porque ni ha existido ni existe sino en la idea de algunos, a quienes   —327→   la golosina de la piedra filosofal hace gastar infructuosamente el tiempo y la moneda. Remítome a lo dicho en el Discurso octavo del tercer tomo. Con cuya ocasión advierte aquí, que el autor de Apelación sobre la piedra filosofal (a quien debo hacer la justicia de confesar que escribe con limpieza, gracia y policía) me acusa injustamente de contradicción o inconsecuencia, por haber dicho en una parte de aquel discurso que es posible la producción artificial del oro, y en otra que es imposible. ¿Qué contradicción hay en decir al principio que es posible absolutamente la producción artificial del oro y probar después que es imposible por los medios por donde la intentan los alquimistas? No mayor que en decir que es absolutamente posible que un hombre vuele, y añadir después que es imposible que vuele con alas de plomo. Aquello he escrito yo. Pues, ¿qué contradicción se me arguye?

§. XVI

40. Arte schaenobatica. Las dos artes destinadas a la diversión y embelesamiento de los pueblos, schaenobatica y praestigiatoria (Volatinería y juegos de manos) parece que estuvieron sepultadas algunos siglos y no ha mucho empezaron a admirarse como nuevas. Pero realmente son antiquísimas, y griegos y romanos las practicaron con igual o mayor primor que hoy se practican. Hacen mención de los volatines (que los griegos llamaban schaenobates y los latinos funámbulos) Juvenal, Marcial, Manilio y Petronio. No sólo había hombres y mujeres muy hábiles en éste género de ejercicio, pero, lo que es sumamente admirable, llegaron a industriar en él aun a los mismos brutos. Plinio, libro 8, capítulo 2, y Séneca, epístola 85, testifican que en algunas fiestas romanas se dio al pueblo el prodigioso espectáculo de elefantes funámbulos. No sólo confirman este portento Suetonio y Dión Casio, pero añaden sobre él otro mayor; esto es, que en unas fiestas que dio al pueblo Nerón, un caballero romano bajó la maroma sentado sobre la espalda de un elefante. Pondré las palabras de uno   —328→   y otro escritor, porque maravilla tan alta pide acreditarse con el testimonio de dos historiadores tan famosos. Suetonio: Notissimus eques Romanus elephanto super sedens per catadromum decucurrit. Catadromo era una maroma inclinada del alto al suelo del teatro. Aunque es verdad, según consta de algunas monedas, que para los elefantes funámbulos se ponía tirantes dos maromas. Dión Casio: Elephas ad superius theatri fastigium conscendit, atque illinc per funes decurrit sessorem ferens.

41. Sospecho que en Egipto se conservó la arte schaenobática después que se perdió en Europa, porque Nicéforo Gregoras en el libro 8 refiere que en su tiempo salieron de Egipto a varias partes cuarenta volatines, de los cuales poco más de veinte arribaron a Constantinopla, donde hicieron sus habilidades, más prodigiosas que las que hacen los volatines de estos tiempos, sacando de la gente gran suma de dinero. En lo que se deja entender que esta arte era doméstica en Egipto y peregrina en las demás regiones.

§. XVII

42. Arte prestigiatoria. La arte prestigiatoria ya en siglos muy remotos estuvo válida, de modo que había profesores que la tenían por oficio, pues Ateneo en el libro primero nombra tres antiquísimos, famosos en este arte: Jenofonte, Cratistenes y Nimfodoro. Y en el libro 12, tratando de los festines que hubo en las bodas de Alejandro, refiere que tuvieron parte en ellos, ejerciendo su ilusoria sutileza tres prestigiadores peritísimos: Scimno, natural de Taranto, Filistides, de Siracusa, y Heráclito de Mitilene. El mismo Ateneo en el libro 4 dice que en las bodas de Carano, antiquísimo rey de Macedonia, sirvieron al regocijo de los convidados unas mujeres que brincaban sobre las puntas de las espadas y arrojaban fuego por la boca: Quaedam mulieres mira facientes, in enses praecipites saltantes, ignemque ex ore nudae profundentes, accesserunt. Carano precedió a Alejandro Magno algunos siglos. ¿Quién dijera que aquellas mismas destrezas con que hoy emboban a la gente   —329→   nuestros jugadores de manos en las cortes más cultas, ya en tiempo de Alejandro Magno eran vejeces?

43. Del juego de los cubiletes y pelotillas hace expresa memoria Séneca en la epístola 43. De los que con nervios o sutiles cuerdecillas, ocultamente manejadas, hacían mover una pequeñas estatuas, a quienes nosotros llamamos titereteros y los griegos daban el nombre de neurospastas (esto es, tiradores de nervios) hablan Aristóteles, Jenofonte y Horacio. He leído también que aquellos puñales de que se usaba en las antiguas tragedias para representar la acción de herir o matar, estaban formados con el mismo artificio que aquellas leznas de que hoy se usa en los juegos de manos; esto es, era hueca la empuñadura, y al ejecutar el golpe, el acero retrocedía a su concavidad, con lo cual figuraba que se introducía por el cuerpo del que se fingía herir.

44. Demás de estas ilusiones que practicaban los antiguos jugadores de manos y se imitan frecuentemente en estos tiempos, dan noticia algunos escritores de otras más difíciles o más artificiosas que no se ejecutan ahora o por lo menos no ha llegado a mi noticia. Jenofonte habla de los que se entraban en una rueda, y haciéndola girar por el suelo, al mismo tiempo escribían y leían. Plutarco dice que había prestigiadores, los cuales se tragaban espadas desnudas, y Apuleyo como testigo de vista refiere que en Atenas uno, por bien poco precio, se tragó una espada ecuestre y después un venable. Quintiliano da noticia de otros, que con sólo el imperio de la voz hacían mover las cosas inanimadas hacia el lugar que querían: Quo constant miracula illa in scenis Pilariorum, ut ea quae emisserint, ultro venire in manus credas, et qua iuventur decurrere (lib. 10, cap. 7). Llamábase pilarios, con denominación tomada de la voz pila, que significa pelota, porque hacían sus juegos de manos con pelotillas, como los de ahora.

45. Debe advertirse que entonces de parte de la gente que asistía al espectáculo sucedía lo mismo que en nuestro siglo. Los más advertidos sabían que todo aquello era ilusión   —330→   y artificio con que se representaba ser lo que no era. Pero el vulgacho, rudo por la mayor parte, creía que realmente se arrojaban llamas del pecho, se tragaban las espadas, se movían al imperio de la voz las cosas insensibles, etc.

§. XVIII

46. Imprenta. Ya dijimos en otra parte, siguiendo a muchos autores informados por relaciones seguras que el arte de la imprenta es mucho más antigua en la China que en Europa. Algunos, fundados en probables conjeturas, discurren que de allá se comunicó en los europeos este arte. Lo cierto es que el modo con que a los principios se practicó en Europa era el mismo que se usa en la China. Los primeros impresores europeos no usaban letras movibles o separadas, sino de planchas de madera grabadas, las cuales se multiplicaban según el número de las páginas del libro que se quería imprimir. Este es el modo de imprimir en la China, y les es imposible usar del que hoy tenemos nosotros por la innumerable multitud de sus caracteres, de los cuales cada uno equivale a una dicción y a veces a una frase entera.

47. En orden a la antigüedad que tiene en Europa la imprenta hay bien poca discrepancia entre los historiadores, pues ninguno pone su descubrimiento más allá del año 1420 ni más acá del de 1450. Pero hay mucha sobre la persona del autor. La opinión más común está por Juan de Guttemberg, vecino de Strasburg, el cual, habiendo gastado todo su caudal en los primeros ensayos, pasó a Moguncia donde confió el secreto a Juan Fausto, vecino de esta ciudad, y los dos de acuerdo prosiguieron el empeño. Pero como necesitasen de operarios que los ayudasen, introdujeron algunos, tomándoles primero juramento de guardar inviolablemente el secreto. La ejecución de Guttemberg y Juan Fausto se ciñó a imprimir con planchas de madera grabadas. Poco después Pedro Schoffer, yerno de Juan Fausto, inventó los caracteres separados. Esta relación tiene el grande apoyo de nuestro abad Juan Trithemio, el   —331→   cual dice fue informado a boca por el mismo Pedro Schoeffer. Con lo cual se hace improbable la opinión de los que invirtiendo la narrativa que hemos hecho, atribuyen la invención a Juan Fausto, pretendiendo que éste, por falta de medios, se valió para la ejecución de Guttemberg. Si fuese así, no le quitaría Pedro Schoeffer a su suegro esta gloria por transferirla a otro.

48. No faltan quienes introduzcan por inventor a Juan Mentel, vecino de Strasburg, diciendo que un criado suyo llamado Juan Gansfleisch, cometió la torpe infidelidad de descubrir el nuevo arte a Juan de Guttemberg.

49. En fin, los holandeses quieren para sí por entero todo el aplauso que merece esta invención, porque dicen que Lorenzo Coster, vecino de Harlem, no sólo discurrió los primeros rudimentos del arte, mas la condujo a su perfección usando al principio de caracteres de madera, después de plomo y estaño; finalmente que acertó con la composición de la tinta de que usan los impresores. Añaden que Juan de Fausto, que vivía en su casa, le hurtó los caracteres una noche de Navidad, y huyendo a Moguncia se aprovechó finalmente del robo. Persuadido el Senado de Harlem de la verdad de estos hechos, hizo grabar sobre la puerta de Coster los versos siguientes para eternizar su memoria, insultando al mismo tiempo la ciudad de Moguncia, como inicua usurpadora de una gloria que no le pertenece:


Vana quid archetypos, et praela Moguncia, iactas?
Harlemi archetypos praelaque nata scias.
Extulit hic, monstrante Deo, Laurentius artem:
Dissimulare virum, dissimulare Deum est.

50. Pero el más glorioso monumento de la gloria atribuida a Coster es un libro impreso (según dicen) por él, antes que en Moguncia ni en otra parte se imprimiese nada, con el título Speculum humanae salutis, el cual se guarda en la Casa de la Villa en un cofre de plata con tan religioso cuidado que rarísima vez se logra el verle, porque   —332→   no puede abrirse el cofre sin la concurrencia de muchas llaves repartidas entre varios magistrados.

§. XIX

51. Pólvora y artillería. De la pólvora y artillería dice también muchos que son muy antiguas en la China. La opinión común es que un religioso franciscano alemán, llamado Bertoldo Schuvart, natural de Friburgo, gran quimista, inventó la pólvora cerca del año 1378. Añádase que en parte no fue intentado, sino casual el hallazgo. Estando moliendo un poco de salitre para no sé qué efecto prendió en él el fuego; y viendo la pronta inflamación con que todo se alampó en un momento, meditando sobre el impensado fenómeno, poco a poco fue adelantando hasta descubrir la construcción de este violentísimo mixto artificial que llamamos pólvora.

52. Pero aun prescindiendo de la antigüedad de esta invención en la China, y de si por algún ignorado conducto se comunicó de aquella región a Europa, hay bastantes testimonios de que su uso es anterior al tiempo en que señala por autor suyo al religioso alemán. En el Diccionario Universal de Trevoux son citados dos autores españoles Pedro Mejía y don Pedro, obispo de León, de los cuales el primero dice que en el año de 1343 los moros, en un sitio puesto por el rey don Alonso XI, disparaban unos morteros de hierro que hacían estrépito semejante al del trueno; y el segundo cuenta que los moros de Túnez, en una batalla naval que tuvieron con los nuestros mucho tiempo antes, jugaban ciertos toneles de hierro que tronaban terriblemente. Esta era sin duda una especie de artillería. En el mismo Diccionario es citado también el sabio Mr. Du Cange, el cual testifica que por los registros de la Cámara de cuentas de París consta que ya por los años de 1338 estaba introducido en Francia el uso de la artillería. Esta noticia se fortifica mucho con la que el Diccionario añade poco después, de que Larrei en su Historia de Inglaterra dice que algunos autores refieren que los franceses se sirvieron   —333→   de piezas de artillería en el sitio de Puy-Guillaume en Auvergne el mismo año de 1338.

53. La deposición de estos autores, especialmente los dos últimos, cuya noticia es más clara y decisiva sobre el asunto, prueba eficazmente que es incierta la opinión común de haber sido inventor de la pólvora el franciscano alemán. Prueba asimismo ser incierto lo que se halla escrito en muchos autores, que la primera vez que se usó la artillería en Europa fue en la guerra que tuvieron los venecianos con los genoveses el año 1380, valiéndose de ella los primeros contra los segundos. Si se da asenso a lo que dice el segundo autor español citado arriba, lo que se debe inferir que el uso de la pólvora se comunicó de África a Europa. Como quiera sale que esta invención es más antigua de lo que vulgarmente se juzga. Acaso el religioso alemán la perfeccionó y adelantó, y de aquí vino el error de que la inventó.

§. XX

54. Papel. Desde que se inventaron las letras anduvieron los hombres solícitos buscando materia cómoda en que imprimirlas. Al principio las grabaron en leños, piedras y ladrillos. Este uso, según el testimonio de Josefo, es anterior al Diluvio, pues dice que los hijos de Set, noticiosos por revelación hecha a Adán y manifestada a ellos de que había de haber dos estragos universales, uno de agua, otro de fuego, en beneficio de la posteridad inscribieron todas las ciencias que con larga contemplación de la naturaleza habían alcanzado en dos columnas, la una de ladrillo, la otra de piedra; aquélla para que las preservase del fuego, ésta de la agua. Sucedió después escribir en cera extendida sobre delicadas tablillas. Hallose luego más comodidad en usar de hojas de árboles, especialmente de palma. Sucedió a esto el emplear las cortezas íntimas de ellos; y habiéndose hallado que la mejor de todas para este uso era la de una planta llamada papiro (de donde tomó su nombre el papel), que se cría en Egipto, todas las naciones cultas dieron en aprovecharse de ellas. Pero como los reyes de Egipto   —334→   llevasen mal la emulación de los de Pérgamo en juntar una grandísima biblioteca, cuya gloria querían para sí solos, con severos edictos prohibieron la extracción de aquella corteza fuera del reino, porque no tuviesen donde copiar los escritos que pudiesen lograr prestados o renovar los poseídos. Esta necesidad dio ocasión a los de Pérgamo para discurrir el uso de pieles de animales para la escritura, y del nombre de esta nación se denominaron pergaminos las pieles que servían para este efecto. En fin se inventó el papel que hoy usamos, artificio maravilloso que apenas cede a otro alguno ni en el ingenio ni en la utilidad. Comúnmente sientan los autores que se ignora el tiempo de su origen. Juan Rai, que debió de hallar algunas memorias particulares sobre el asunto, le señala en su Historia de Plantas, libro 22, cerca del año 1470, añadiendo que en aquel tiempo dos franceses, llamados Miguel y Antonio, pasando a Alemania, llevaron consigo esta preciosa arte, ignorada antes en aquella región. En efecto, la sentencia común es que este artificio es de muy corta ancianidad, pero no tan corta como quiere Rai, pues acá en nuestra España se hallan muchísimos instrumentos originales escritos en papel desde el siglo XIII hasta el presente. Y nuestro grande expositor el padre don Agustín Calmet alega un testimonio de San Pedro Venerable, con que se le prueban más de quinientos años de antigüedad. Y aun no para aquí, pues luego añade que se conservan aún algunos menudos fragmentos de la antigua escritura egipciaca en papel semejante al nuestro. De aquí se colige que este artificio, después de florecer poco o mucho en tiempo muy remotos, se sepultó ocultándose a la noticia de los hombres, y resucitó, más que nació, en los últimos siglos.

§. XXI

55. Porcelana. La fábrica de la porcelana fina se tiene por propia primitivamente de la China, pues aunque en varias partes de Europa se procura imitar, aún dista mucho la copia de la perfección del original. Jacobo Savari,   —335→   que en su Diccionario de Comercio se muestra muy apasionado por la que se fabrica en las manufacturas de Pasi y de San Cloud, cerca de París, confiesa no obstante su gran desigualdad en la perfección del blanco, respecto de la de la China. He visto otra muy ponderada de Alemania; pero hablando con verdad, excede tanto la de la China a ésta, como esta a la de Talavera común. Pero acaso supieron los antiguos europeos inventar lo que no aciertan aun a imitar los modernos. Digo esto, porque en las Memorias de Trevoux (mayo de 1701) hay una carta de Mr. Clark a Mr. Ludlon, en que dándole noticia de algunas antigüedades romanas que se hallaron en el año 1699 enterradas en el condado de Viltonia en Inglaterra, añade estas palabras: Dijéronme que en aquellos parajes se hallaban muy frecuentemente vasos de tierra, que exceden en fineza a las más bellas porcelanas de la China.

56. Una objeción, pero débil, se me puede hacer para probar que aun supuesta la verdad de aquel hecho, no se infiere de él que antiguamente fuese conocida y practicada la fábrica de la porcelana fina en Europa. Ésta se funda en la opinión de Julio César Escalígero, Jerónimo Cardano y otros eruditos, los cuales sienten que los vasos murrinos tan celebrados de Plinio como la más exquisita preciosidad que gastaron en sus mesas algunos romanos, no constaban de otra materia ni eran otra cosa que los que ahora tienen el nombre de porcelana de China. Aquéllos, según el mismo Plinio, venían del Oriente. Luego, de esos mismos puede ser los que se hallaron enterrados en el condado de Viltonia: por consiguiente, este hallazgo no prueba que haya florecido en algún tiempo en Europa su fábrica.

57. He dicho y repito que esta objeción es muy débil, porque del contexto de Plinio consta manifiestamente ser falsa la opinión de Escalígero y Cardano: lo primero, porque Plinio claramente da a entender que estos vasos eran obra de la naturaleza y del arte; lo segundo, porque dice que venían principalmente de Carmania, país   —336→   hoy comprendido en la Persia, que dista mucho de la China; lo tercero, porque la descripción que hace de ellos, no muestra la menor semejanza. En fin, porque sienta que los que tenían algo de transparencia eran los menos estimados, siendo así que la transparencia es quien hace a los de la China más preciosos.

58. Los que están preocupados de la opinión vulgarizada por no sé qué relaciones, que los vasos de China no tiene excelencia alguna cuando salen de la mano de los artífices, y la adquieren después sepultados en tierra por espacio de cien años, juzgarán que se confirma esto con el descubrimiento de Viltonia, como que unos vasos de un barniz común hayan logrado tanta perfección por haber estado debajo de tierra siglos enteros. Pero ya se sabe con toda certeza que es falsa aquella noticia y que los chinos se ríen cuando son preguntados sobre este asunto por algunos europeos. Su porcelana tiene todo el lustre de que es capaz luego que sale del horno.

§. XXII

59. Trompeta parlante. Finalmente, entre los inventos antiguos que se juzgan modernos podemos colocar la tuba estenterofónica o trompeta parlante (largoi se llama por acá comúnmente) instrumento destinado a propagar la voz articulada; de modo que se oye y entiende a mucho mayor distancia que pudiera son este auxilio. Dícese que el caballero Morland, inglés, la inventó en el siglo pasado. Pero el padre Kirquer, Mr. Bordelón y otros autores aseguran, que este instrumento fue conocido de la antigüedad: que Alejandro Magno usaba de él para hablar de modo que fuese entendido de todo su ejército y congregarle cuando estaba disperso, y que los sacerdotes idólatras le aplicaban al crédito de sus supersticiosos cultos, articulando por él, sin dejarle ni dejarse ver, los oráculos, a fin de que el pueblo tuviese por respiración de la deidad aquella voz portentosa que tanto excede a la humana y común.   —337→  

§. XXIII

60. Espejos ustorios. Lámparas sepulcrales. No sólo fueron precursores nuestro los antiguos en muchos artificios que se creen inventados en nuestros tiempos, mas también inventaron algunos de cuya construcción no llegó el conocimiento a nosotros ni por muchas tentativas que se han hecho hemos podido lograr la imitación. En este número pondrán algunos los espejos ustorios de Arquímedes y Proclo, y las lámparas inextinguibles de los sepulcros. Pero yo no tengo arbitrio para hacerlo, habiendo atrás condenado por fabulosos uno y otro arcano86.

§. XXIV

61. Vidrio flexible. Del vidrio flexible, que Plinio dice hacia cierto artífice en tiempo de Tiberio y por mandado del emperador se destruyó su oficina y todos sus instrumentos   —338→   (otros añaden que se le quitó la vida al mismo artífice), porque una preciosidad tan exquisita no envileciese los más ricos metales, no sé qué juicio haga. No ignoro que muchos tiene por imposible la flexibilidad del vidrio, fundándose en que es incompatible con la transparencia: porque ésta -dicen- consiste en la rectitud de los poros, y al doblarse el vidrio necesariamente habían de perder los poros la rectitud doblándose con él.

62. Pero esta razón no me hace fuerza: lo primero, porque hasta ahora no se sabe con certeza la causa de la diafanidad, y el colocarla en la rectitud de los poros no pasa de los límites de opinión; lo segundo, porque es harto difícil reducir a este principio la diafanidad del aire y de la agua, cuerpos que se agitan, ondean y revuelven de todas maneras. Demás que los filósofos modernos suponen ramosas y flexibles las partículas del aire y de la agua; especialmente las del aire preciso que lo sean; a no serlo, no fuera capaz este elemento de la portentosa comprensión y dilatación que con infinitos experimentos se han comprobado. Luego, la flexibilidad no es incompatible con la transparencia.

63. Por otra parte, no puede negarse que tiene el vidrio alguna flexibilidad: lo primero, porque es cuerpo sonoro, pues el sonido no puede formarse sin un movimiento de tremor, en que las partículas del cuerpo sonoro se desvíen algo de la situación que respectivamente tienen cuando están quietas, lo cual necesariamente se ha de hacer doblándose algo y deponiendo la rigidez. Lo segundo, porque tiene resorte, pues dos bolas de vidrio, si se encuentran   —339→   con violencia, retroceden. Para esto es precioso que haya comprensión en el choque. Lo tercero, porque se experimenta (como ya lo he experimentado varias veces) que una lámina de vidrio algo corva, comprimiéndose un poco con la mano sobre un cuerpo plano, se blandea tanto cuanto. Finalmente, he leído que en Alemania se hacen ciertas botellas de vidrio sumamente delicadas en el fondo, el cual soplando o recogiendo el aliento por la boca de ellas se dilata hacia fuera o encoge hacia dentro notablemente, haciéndose ya cóncava, ya convexa una y otra superficie87.

64. Estas razones persuaden que no hay en el vidrio algún estorbo invencible para la flexibilidad. Pero en cuanto al hecho me inclino a que la relación sea fabulosa: lo primero, porque Plinio se inclina a lo mismo; lo segundo, porque la razón que se dice movió a Tiberio para hacer perecer tan bella invención, es insuficiente o por mejor decir extravagante. Siéndole fácil lograr el fruto para sí sólo, iba a ganar mucho en conservarla; y tanto más, cuanto más perdiesen de su estimación la plata y el oro. Ya veo que los príncipes, como Tiberio, obran muchas veces por capricho y no por razón; pero rara vez prevalece el capricho, cuando es inmediata y derechamente contra el interés propio.

§. XXV

65. Momias egipciacas. Con más razón deberá tenerse por secreto reservado a la antigüedad aquella confección con que los egipcios embalsamaban los cuerpos para preservarlos de corrupción. Era aquélla de mucho mayor eficacia que   —340→   las que ahora se usan, pues el efecto de éstas apenas llega a dos o tres siglos, y el de aquélla se cuenta por millaradas de años. Puede restar alguna duda si el suelo donde depositaban los cadáveres contribuía a su conservación, pues como hecho advertido en otro lugar hay terrenos que tienen esta virtud. Y aquí añadiremos haber leído que en las cuevas donde ha estado depositada cal algún tiempo se conservan los cadáveres hasta doscientos años.

66. El asunto que acabamos de tocar nos trae a mano la ocasión de desengañar de un error común en materia importante. Dase el nombre de mumias a aquellos cadáveres que hoy se conservan embalsamados por los antiguos egipcios. Bien que la voz mumia ya se hizo equívoca, porque unos entienden en ella el cadáver que se conserva en virtud de aquella confección de que hemos hablado; otros la misma confección; otros el mixto que resulta de uno y otro; otros, en fin, quieren que esta voz se extienda a aquellos cadáveres que en las arenas ardientes de la Libia prontamente desecados ya por el aridísimo polvo en que se sepultan, ya por la fuerza del sol se conservan siempre incorruptos.

67. La mumia, tan decantada por médicos y botánicos y aun mucho más por los que la venden a éstos como eficaz remedio para varias enfermedades, se toma en el segundo o tercer sentido: en que encuentro alguna variedad, porque el Matiolo quiere que toda la virtud esté en aquellas drogas con que el cuerpo fue embalsamado; Lemeri y otros en el conjunto y mezcla de uno y otro. Bien que en alguna manera se pueden conciliar las dos opiniones, porque la primera no atribuye su actividad a la confección únicamente por los ingredientes de que consta, sino también y principalmente por los aceites y sales que éstos sorben del cadáver; de modo que la mezcla de aquéllos y éstos forman este celebrado remedio.

68. El que la mumia, aún siendo legítima y no contrahecha, tenga las virtudes que se la atribuyen, es harto dudoso. Unos dicen que los árabes la pusieron en ese   —341→   crédito. Gente tan embustera merece poco o ningún asenso, especialmente si los que acreditaron la mumia hacían tráfico de ella. Otros dicen que un médico judío, maliciosa e irrisoriamente fue autor de que estimásemos esta droga. Peor es este conducto que el primero; pero como tal vez sucede lo de salutem ex inimicis nostris, la experiencia debe decidir la cuestión. Verdad es que la experiencia en materia de medicina pronuncia sus sentencias con tanta obscuridad, que cada uno las entiende a su placer. El célebre Ambrosio Pareo se fundó en la experiencia para condenar esta droga por inútil.

69. Pero lo peor que hay en la materia es que la mumia legítima, esto es, la egipcíaca, no se halla jamás en nuestras boticas. Así lo testifican el Matiolo sobre Dioscórides y Lemeri en su Tratado universal de drogas simples. Este último dice que la que se nos vende es de cadáveres que los judíos (y también acaso algunos cristianos), después de quitarles el celebro y las entrañas, embalsaman con mirra, incienso, acíbar, betún de judea y otras drogas; hecho lo cual, los desecan en el horno para despojarlos de toda humedad superflua y hacerlos penetrar de las gomas, lo que es menester para su conservación. Matiolo ni aun tanto aparato admite en lo que se vende por mumia, pues dice que sólo se prepara con el asfalto o betún de judea (de quien tomó nombre el lago Asfaltites) y pez; o bien con la napta o pisafalto, que es otra especie de betún muy parecido a la mezcla del de judea y la pez; por cuya razón éste se llama pisafalto artificial y aquél natural.

70. Algunos quieren que aun la mumia, en el último sentido que le hemos dado arriba, tenga sus virtudes. Yo creo que un cadáver desecado por intenso calor del sol es duplicado cadáver; esto es, destituido no sólo de aquella virtud que se requiere para las acciones humanas, mas también de la que es menester para los ejercicios médicos. Es preciso que el sol haya disipado todos sus aceites y sales volátiles: echados éstos fuera, ¿qué cosa digna de   —342→   mucha estimación se puede considerar que quede en aquella tierra organizada? Los cadáveres habían de servir para el desengaño y los droguistas los hacen instrumentos de la ilusión.

§. XXVI

71. Escritura compendiosa. Finalmente (omitiendo otras cosas de menos valor) una invención envidio mucho a los antiguos, la cual se perdió y no atinó hasta ahora a resucitarla el ingenio de los modernos. Esta es el arte de escribir con un género de notas o caracteres, de los cuales cada uno comprendía la significación de muchas letras; de modo que el que poseía este artificio podía trasladar al papel una oración que estaba oyendo, sin faltar una palabra y sin que la lengua dejase atrás la pluma. De estas notas tomaron el nombre los que se llamaron entonces notarios, y tenían el ejercicio de escribir cuanto se profería en los actos públicos legales. Paulo Diácono dice que Ennio fue inventor de ellas. Plutarco, en la vida de Catón el Menor, atribuye no sé si la invención o la publicación a Cicerón, con el motivo de referir cómo siendo cónsul hizo escribir una oración de Catón, al paso que éste la iba pronunciando en la curia, por unos escribientes a quienes él antes había enseñado el artificio: Hanc orationem Catonis perhibent unam extare, quod consul Cicero expeditissimos scribas ante docuisset notas, quae minutis et brevibus figuris multarum vim litterarum complectebantur.

72. No puedo persuadirme a que aquel artificio consistiese en caracteres que representasen dicciones enteras, al modo de la escritura chinesa, de suerte que a cada dicción correspondiese distinta nota. La enseñanza de este género de compendio sería sumamente prolija, por los innumerables caracteres que sería preciso aprender, y después de aprendidos pasarían muchos años antes de lograr hábito de escribir de corrida. Que no era tan difícil la enseñanza ni tan ardua la ejecución de las notas ciceronianas se colige: lo primero, del lugar alegado de Plutarco, porque un hombre de las muchas y graves ocupaciones   —343→   de Cicerón no había de cargar con la prolongadísima tarea de enseñar algunos escribientes la formación y significados de treinta o cuarenta mil caracteres distintos. Muchos más tienen los chinos, y así apenas en tan vasto imperio se halla alguno que sepa escribir o leer con perfección, bien que son muchísimos los que toda la vida ocupan en este estudio. Colígese lo segundo, de que el glorioso mártir San Casanio, según refiere el poeta Prudencio, enseñaba a los niños este modo compendiario de escribir. ¿Cómo podía ser capaz la infancia de tomar de memoria y hacer la mano a tanta multitud de notas, cuando para escribir con veinte y cuatro caracteres solos se gastan en aquella edad uno o dos años? Lo tercero, de que el mismo Prudencio da a entender que esta escritura compendiosa, o en todo o en parte consistía en unas notas minutísimas, a quienes da el nombre de puntos. Si el número de los caracteres fuese tan grande, no podían ser todos tan menudos, siendo preciso para tanta variedad multiplicar en cada uno los rasgos:


Verba notis brevibus comprenhendere concta peritus
Raptimque punctis dicta praepetibus sequi.

73. Por la misma razón, y aun mucho más fuerte, no se puede imaginar que aquellas notas fuesen representativas de las diferentes combinaciones posibles de las letras del alfabeto común. Estas combinaciones (aun hablando sólo de las pronunciables y de las que pueden caber en dos o tres sílabas) hacen una multitud indecible y exceden muchísimo en número a todas las voces que puede tener el más copioso idioma que haya en el mundo.

74. Tampoco se puede asentir a que el artificio consistiese en multiplicación de las que llamamos abreviaturas. Algunos modernos hicieron por este camino sus tentativas, de que se pueden ver ciertos ensayos en el padre Gaspar Schot; pero este método es insuficientísimo para lograrse por él aquella gran velocidad en escribir, de que hemos   —344→   hablado. Por más que se multipliquen las abreviaturas, lo más que se podrá lograr será el ahorro de una tercera parte del tiempo que se gasta en la escritura común; y aunque se ahorrase la mitad, no podría la pluma más veloz seguir la lengua más tarda. Así yo concluyo que el método de los antiguos era alguna ingeniosísima invención que distaba mucho de los tres modos expresados, los cuales a la verdad son de fácil invención en la teórica e inútiles o imposibles en la práctica. Así me parece que no debemos lisonjearnos mucho con aquella jactanciosa decisión, ocasionada de la invención de los logaritmos, sapientiores sumus antiquis; pues cualquiera, a poca reflexión que haga, conocerá que es sin comparación obra más ardua abreviar tan portentosamente la escritura, que buscar algún atajo a pocas reglas de aritmética88.

§. XXVII

75. Pero la más eficaz apología de los antiguos en el asunto que vamos siguiendo no consiste en noticias recónditas sacadas con prolija lectura de los libros, sino en lo que está patente a los ojos de todos, aunque apenas hay alguno que los observe. Extiéndase la vista por todas las artes factivas, útiles o necesarias a la vida humana. En todas se hallarán innumerable e infalibles monumentos de la ingeniosa inventiva de los antiguos. Apenas hay arte cuya invención no pida un genio sumamente elevado sobre el común de los hombres. Por eso los gentiles creían ser autores inmediatos de todos sus dioses. Cuanto los modernos han discurrido sobre aumentar y   —345→   perfeccionar cualquiera de ellas no iguala, ni con mucho, la excelencia de aquella ideal especulación con que se trataron sus primeros rudimentos. Tanto es más admirable en las obras del arte la invención que la perfección, cuanto en las de la naturaleza la generación que la nutrición. Si se me preguntase cuál es lo más grande de cuanto hay en el mundo sublunar y visible, respondería que lo más grande es lo más pequeño. Dígolo por las semillas. Estos átomos de cantidad son montes de virtud. Los filósofos modernos niegan a todas las causas segundas actividad para engendrar semilla alguna. Sin duda que contemplando tan admirable obra les pareció correspondiente únicamente a la infinita virtud de la primera causa. Lo que en la naturaleza las semillas son en el arte los primeros rudimentos. Allí está contenido en virtud cuanto después la fatiga de los que van añadiendo aumenta de extensión.

76. Contemplemos aquella arte en quien más sudó el discurso de los hombres para darla seguridad y perfección: digo la náutica; toda está llena de maravillas del ingenio humano. Sin embargo, ninguno de cuantos trabajaron gloriosamente en asunto tan útil me admira tanto como aquel que para caminar sobre la inconstancia de las aguas, dirigiendo con certeza el curso al término deseado, discurrió el uso del esquife y del remo. Para los créditos del artífice ideante más obra fue la primera góndola que hubo en el mundo, que la mayor nave de cuantas surcaron después el Océano. ¿Y qué diré del que inventó las velas, haciendo con ellas servir los ímpetus de un elemento contra la indomable fuerza de otro? Ya ha cerca de tres mil años que la industria humana había hallado en remos y velas pies y alas para caminar y para volar sobre las ondas; pues Dédalo, que se cree inventor de las velas (por cuya razón la fábula le atribuyó el artificio de volar), se supone anterior a la guerra de Troya.

77. Aun en los instrumentos de las artes más vulgares o en los instrumentos más vulgares de las artes se halla sobrado motivo para celebrar la inventiva sagacidad de los   —346→   antiguos. No sólo la sierra, el compás, la tenaza, el barreno, el torno me parecen partes de un invención ingeniosísima, mas también en la garlopa, el martillo, el clavo, las tijeras hallo qué aplaudir. Nada de esto se celebra comúnmente. La frecuencia y ancianidad del uso engañosamente usurpan a las cosas el aplauso merecido, porque los hombres, no siendo muy reflexivos, nada juzgan excelente si no trae consigo la recomendación de nuevo o de raro. Si cualquiera de aquellos instrumentos se inventase ahora, sería el autor considerado como un hombre prodigioso. De Dédalo, aquel celebradísimo artífice de estatuas autómatas, se cuenta que mató alevosamente a Talao, sobrino y discípulo suyo, porque éste inventó la rueda del ollero y la sierra, previendo que un ingenio de tan altas muestras enteramente había de ofuscar su gloria. Tuvo sin duda por obra de más discurso inventar aquellos instrumentos, que hacer mover por sí mismas como vivientes las cosas inanimadas.

78. Letras, escritura. Finalmente, la más ilustre gloria de la antigüedad consiste en habernos dado el más noble, el más útil, el más ingenioso artificio entre cuantos salieron a la luz en la dilatada carrera de los siglos. Hablo de la invención de las letras del alfabeto, este sutilísimo arte de la escritura, que como canta un poeta francés:

Las voces pinta y habla con los ojos.

79. ¿Quién creyera, antes de verlo, que era posible un arte, en virtud de la cual los ojos suplan con ventajas el oficio natural de los oídos? ¿Un arte que dé eterna permanencia a la volátil inconstancia de la voz? ¿Un arte que haga hablar piedras, troncos, cortezas de árboles, pieles de brutos, hebras de lino despedazadas? ¿Un arte por quien sea más elocuente la mano que la lengua? ¿Un arte con la cual un hombre, sin salir de su aposento, haga entender sus pensamientos en todo el ámbito del mundo? ¿Un arte por quien sin hablar con nadie de cerca, se hable con cualquiera desde España a la China? ¿Un arte   —347→   por quien se pueda decir que se sabe todo lo que se sabe? Pues sin el subsidio de la escritura, órgano de todas las ciencias, ¿qué hubiera en el mundo sino ignorancia?

80. Esta invención prodigiosa nos dejó la antigüedad, y antigüedad tan remota, que ocultándose a los más ancianos monumentos, se ignora en qué siglo salió a la luz este gran parto. Cadmo, hijo de Agenor, rey de Fenicia, trajo las letras y uso de la escritura a la Europa más de mil y cuatrocientos años antes de la era cristiana. Esta es la sentencia más corriente. Pero los mismos autores de ella suponen que no fue Cadmo el inventor, sino que ya las letras estaban introducidas entre los fenices, y que esta nación fue la patria de tan ilustre arte. Así Lucano:


Phoenices primi (famae si credimus) ausi
mansuram rudibus vocem signare figuris.

81. Filón, judío, a quien siguen otros, dice que no fueron los fenices inventores, sí que Moisés, pasado el Mar Bermejo, llevó consigo las letras a Fenicia. Otros suben hasta Abraham; y aun entre éstos hay su división, pretendiéndose por una parte que este patriarca haya sido autor de las letras; por otra, que las haya tomado de los asirios. En fin, esto es inaveriguable, y sólo está averiguado que la invención de las letras pertenece a aquellos distantísimos siglos, en que se imagina que no había en el mundo más que una rudísima torpeza: de donde se infiere que los hombres siempre fueron unos; esto es, siempre racionales.