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ArribaAbajo- V -

Unas coplas de Jorge Manrique y las fiestas de Valladolid en 1428


A Keith Whinnom,
in memoriam

Tres órdenes de vida se deslindan y evalúan resueltamente en las Coplas de don Jorge Manrique a la muerte de su padre: la vida terrena («temporal, / perecedera»); la menos frágil vida de la honra («otra vida más larga / de fama»); la vida perdurable, en fin, el más allá («estotra vida tercera»295).

  —170→  

No le caben dudas al poeta, cristiano impecable, sobre la justa prelación:


Aunque esta vida de honor
tampoco no es eternal
ni verdadera,
mas con todo es muy mejor
que la otra temporal,
perecedera;



pero no es un asceta ceñudo -uno de los contemptores mundi tan bien estudiados por R. Bultot-, atento sólo a pintar sombríamente las miserias «de esta vida trabajada / que tenemos»: le importan más «los plazeres y dulçores», «los deleytes de acá», para evocarlos en toda su fugacidad, cierto, pero también en todo su encanto. Así, la meditación liminar (1-13) en torno a la universal caducidad de las cosas se resuelve en un bellísimo y muy concreto retablo (14-24) de los esplendores «de ayer». Desdeña don Jorge el sobado repertorio que le brindan las «escripturas / ya passadas»296, y se detiene, para rememorarlas al hilo   —171→   de emocionados ubi sunt?297 en las grandes figuras de sus días: Juan II y los infantes de Aragón (16-17), Enrique IV (18-19) y «el ynocente» don Alfonso (20), don Álvaro de Luna (21), don Juan Pacheco y don Pedro Girón (22)298.


ArribaAbajo«¿Qué se hizo el rey don Juan...?»

A tal desfile de príncipes y magnates pertenecen los versos más celebrados del poema. Conviene aducirlos ahora:


   ¿Qué se hizo el rey don Juan?
Los infantes de Aragón
¿qué se hizieron?
¿Qué fue de tanto galán,
qué fue de tanta invención
como traxieron?
Las justas y los torneos,
paramentos, bordaduras
—172→
y cimeras,
¿fueron sino devaneos,
qué fueron sino verduras
de las eras?
   ¿Qué se hizieron las damas,
sus tocados, sus vestidos,
sus olores?
¿Qué se hizieron las llamas
de los fuegos encendidos
de amadores?
¿Qué se hizo aquel trobar,
las músycas acordadas
que tañían?
¿Qué se hizo aquel dançar?
¿Y aquellas ropas chapadas
que trayan?



Basta reflexionar un momento sobre tan perfectas sextillas, restauradas en su contexto, para apreciarles algunas peculiaridades: en tanto los demás personajes van apareciendo uno a uno (salvo «los otros dos hermanos», unidos además por el maestrazgo -don Juan Pacheco precedió a don Rodrigo Manrique en el de Santiago- y la actuación convergente), don Juan y los infantes son evocados al par, rompiendo el orden jerárquico; y si Manrique subraya con rasgo destacado la dimensión pública de aquellos, en cuanto a estos parece no atender sino a un aspecto de nula resonancia política. De hecho, frente a la biografía condensada que nos ofrece de Enrique IV o de don Alfonso, el poeta retrata al pobre rey y a sus belicosos primos de un solo trazo, recortando su perfil sobre el fondo bien circunstanciado de «las justas y los torneos».

Varias veces (así, por ejemplo, en Medina del Campo, 1418, cuando las bodas de don Juan, o en Valladolid, 1440, cuando las del príncipe) coincidieron el rey y los infantes en las luchas deportivas que tan cumplidamente   —173→   satisfacían la aspiración de la aristocracia a un vivir estilizado299, pero sólo uno de tales encuentros parece haber pervivido tenazmente en la memoria de todos. En la primavera de 1428 -cuenta veinte años después Gutierre Díez de Games-,

el ynfante don Enrrique tornóse a Castilla e vino a fazer reberencia al Rey a Valladolid, donde estava a la sazón, e con él su hermano el rey de Nabarra. Estando entonzes en Valladolid, fueron fechas allí grandes fiestas, en que ovo muchas justas e torneos e juegos de cañas, en que tomaron todos grand plazer: en las cuales dizen e dixeron algunos entonzes que se engendraron muchas malquerencias e avorrescimientos, segúnd que dende a pocos días aparesció por obra. El ynfante don Enrrique fizo la primera fiesta, muy noble; el rey de Navarra, la segunda; e el rey de Castilla, la tercera...300






ArribaAbajo«Las justas y los torneos»

Detengámonos un momento en los antecedentes de tan «grandes fiestas»301. El 6 de setiembre de 1427, don Álvaro   —174→   de Luna, en cumplimiento de la sentencia de un año y medio de destierro dictada dos días antes por una comisión notoriamente parcial, abandonaba a Simancas para afincarse en su villa de Ayllón. Al bando aragonés, triunfador, se le ofrecía la oportunidad de ensayar tardíamente la política hegemónica concebida por Fernando de Antequera; con todo, nota un sabio especialista, «tres o cuatro meses bastaron para convencer al rey de Navarra [el infante don Juan] de la imposibilidad en que se encontraba de organizar un sistema político estable en Castilla. Siendo jefe de la nobleza, no podía sustituir lisa y llanamente al condestable, hacia el que Juan II mostraba mayor afecto que antes»302. Don Álvaro era necesario; y así, a 30 de enero de 1428, los infantes de Aragón firmaron la reconciliación con el Condestable, que el 6 de febrero, en Turégano, se reintegraba a la Corte.

Las justas ponderadas por Díez de Games -contra lo que alguna vez se ha dicho- no se improvisaron en pocas horas; antes bien, Alvar García de Santa María deja constancia de su calmosa gestación (parte no desdeñable a explicar las malquerencias que «estonzes [...] se engendraron»):   —175→   «Porque estas fiestas se ficiesen poco después que el condestable don Álvaro de Luna partiera de la Corte, habían suplicado al Rey el rey de Navarra e mucho más afincadamente el infante don Enrique, su hermano, e de cada día en todo este tiempo fablaban en ellas; pero el Rey nunca diera desempachado consentimiento a ello fasta la venida del Condestable» (p. 15).

Ahora bien, el jueves 29 de abril de 1428, de paso para Portugal, donde la esperaba su prometido el príncipe don Duarte, llegó a Valladolid la infanta doña Leonor, hija de Fernando de Antequera: venían acompañándola desde Medina del Campo sus hermanos los infantes de Aragón, don Enrique, maestre de Santiago, y don Juan, rey de Navarra; y salió a recibirla «fasta las huertas», a media legua de la ciudad, su primo el rey de Castilla. El domingo 2 de mayo, don Álvaro de Luna festejó a la novia con una justa «en arnés real»303.

La ocasión no podía ser mejor para llevar a término los festejos tiempo atrás proyectados por los Infantes -y empequeñecer de paso los de don Álvaro-. A tal fin, don Enrique mandó levantar en la Plaza Mayor de la villa, «al   —176→   cantón de la calle que sale de la puerta del Canpo»304, una fortaleza «de madera e de lienço», con su torre y torrejones, un campanario y un pilar sobre el que se alzaba «un grifo dorado, el qual tenía en los brazos un estandarte muy grande de blanco e colorado»; todo ello rodeado por una alta cerca y su barrera, cada una de cuyas doce torres se destinaba a «una dama vien arreada». La tela o palenque llegaba desde la cerca (junto a la cual había una gran rueda dorada, «que dezían Rueda de la Ventura») hasta un conjunto arquitectónico formado por «otras dos torres e un arco de puerta, adonde abían de venir todos los cavalleros aventureros; e dezían unas letras encima deste arco: Este es el arco del pasaje peligroso de la Fuerte Ventura»305; sobre cada torre debía figurar «un ome con una vozina de cuerno». Todo era obra de «un lombardo que el Infante traía consigo» (p. 16). El martes 18 de mayo, «mantobo el dicho señor ynfante en arnés rreal, con otros cinco cavalleros»; uno de los jueces del paso fue Pedro Carrillo de Huete. Antes de   —177→   iniciarse la lucha, se danzó y se celebró un generoso convite al pie de la fortaleza; «e después cavalgó el ynfante e fuese a su posada e traxo un entremés»: lo componían ocho doncellas, sobre otros tantos corceles de suntuosos paramentos, seguidas por «una deesa encima de un carro y doze donzellas con ella, cantando en dulce armonía, con muchos menistriles» (p. 60)306. La diosa fue entronizada junto a la rueda, con su cortejo, y los mantenedores se armaron en la fortaleza (donde también paraban «muchos gentiles omes, con unas sobrecotas de argentería, de la librea que el señor ynfante avía dado»). Al acercarse al arco los aventureros, los de las torres «tocavan sus vozinas» y una doncella hacía repicar la campana del castillete: «e salían luego de la fortaleza una dama encima de una facanea e un faraute con ella, e dezía: -"Cavalleros, ¿qué ventura vos traxo a este tan peligroso passo, que se llama de la Fuerte Ventura? Cúnplevos que vos volbades; si non,   —178→   non podredes pasar syn justa". E luego ellos rrespondían que para ello eran prestos». Don Juan II acudió con veinticuatro caballeros, «todos con sus paramientos verdes arpados, e el señor Rey con unos paramientos de argentería dorada, con una cortapisa de armiños muy rrica e un plumón e diademas de mariposas». El rey de Castilla quebró dos varas; el de Navarra, a quien daban escolta doce caballeros con molinos de viento sobre los yelmos, una, y otra don Enrique, con tan mala «ventura», que fue derribado en el encuentro y quedó sin sentido. «Duró esta fiesta del Infante seis días, faciendo sus justas e otras caballerías de cada día» (p. 16): a don Enrique le costó de doce a quince mil florines.

El lunes, 24 de mayo, quien mantuvo fue el infante don Juan, con otros cinco caballeros. «E traýa el señor rrey de Nabarra treze pajes, todos con sus gorjales de argentería labrados e sus caperuças de grana», en tanto el de Castilla llevaba un venablo al hombro y una corneta a la espalda, y sus diez caballeros, «todos con sus paramientos de azeytuný pardillo e sus gentiles penachos», portaban lanzas de monte y bocinas: atavío muy propio, por cuanto abrían la comitiva un león y un oso307, «con muchos monteros, e canes que yvan ladrando». Don Enrique justó dos veces, y la segunda salió «solo en su cavallo e syn tronpeta nenguna, con unos paramientos muy rricos, vordados de oro; la qual vordadura eran esperas, e unos rrótulos con letras en que dezía: Non es»308. El rey de Navarra ofreció   —179→   una cena en una sala suntuosamente ornada; luego, mientras se danzaba, «entraron dos alvardanes, con sendos talegones de rreales a cuestas, dando bozes y diziendo: "¡Esto nos fizo prender por fuerça el señor rrey de Navarra!"» (p. 63), por «hacer largueza» (p. 447 a). Acabada la fiesta, todos se retiraron a dormir «en ciertas cámaras que el rrey de Navarra les avía mandado aparejar cerca de aquella sala donde avían cenado y dançado» (p. 63).

También para honrar a su prima, don Juan II organizó «una justa en arnés rreal», el domingo 6 de junio. En la Plaza Mayor mandó disponer un alfaneque o tienda de campaña «con diez y ocho gradas de vien rricos paños de oro, e puso una tela de paño de cestre ['Chester'] colorado, e a la otra parte de la tela un cadahalso cercado de paños franceses». El rey de Castilla venía «como Dios Padre, y luego doze cavalleros309 como los doze apóstoles»   —180→   (p. 63), con diademas y rótulos donde se indicaba el nombre y el martirio del apóstol que contrahacía cada uno: «e todas sus cubiertas de los cavallos de grana, e dáragas ['adargas'] bordadas, e unos rrétolos que dezían: lardón. Así que [fue] bien entendida la invención»310.

Pues a tan santa cuadrilla se opuso el infante don Enrique,   —181→   «con doze cavalleros, todos por orden uno delante otro, los seys sus sobrevistas de llamas de fuego311 e los otros seys todos cuviertos de fojas de moral»; y aún tornó más tarde a la tela, «desconocido», con sobrevistas de carmesí aterciopelado y brocado de oro y un codo de guarnición de armiños, sin más séquito que tres pajes enmascarados, «con cortapisas de martas»: hizo tres carreras, «delibráronlo, e volvióse». Más admiración seguramente debió de despertar el rey de Navarra, presentándose «en una rroca metido, encima un cavallo, e encima de la rroca un ome con un estendarte, e cinquenta cavalleros, todos armados en arnés de guerra [cf. n. 303], que yban guardando la rroca, los veynte y cinco delante e los otros detrás, e otros lançando truenos, a pie, de fuera de la rroca»312: así dieron dos vueltas por el campo. La justa duró hasta que hubo estrellas en el cielo313.



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ArribaAbajo«Aquellos y no otros»

Juan Antolínez de Burgos, «el primer historiador de Valladolid» (c. 1557-1638), no olvidó consignar en la crónica de su ciudad natal la noticia de tan «grandes fiestas», con particular detenimiento en el Paso de la Fuerte Ventura:

... dentro del castillo estaba el infante y los caballeros que eran de su facción, y sobre la puerta pendía una campana para que cada uno de los aventureros mandase dar tantos golpes cuantas carreras quisiese hacer, a los cuales el infante y seis caballeros de su casa que con él mantenían habían de satisfacer, según contenía el cartel puesto en palacio. Hiciéronse en estas fiestas cosas muy señaladas y solemnes [...]. De ser tan lucidas estas fiestas tomó motivo aquel insigne caballero don Jorge Manrique para aquellas célebres coplas que escribió, tan llenas de desengaños como de gravedad y dulzura de estilo, que dicen así: «¿Qué se hizo el rey don Juan?», etc.314



En la parte descriptiva Antolínez de Burgos se limita a modernizar el lenguaje de la Crónica de don Juan II sacada a la luz por Galíndez de Carvajal; pero la apostilla sobre las Coplas manriqueñas -ya sea conjetura propia, ya recoja una tradición local más o menos docta- no es por ello desdeñable.

Con todo, no aspiremos ingenuamente a concordar punto   —183→   por punto las estrofas de don Jorge y el relato de las crónicas: invenciones315, trovas, galanterías, danzas, indumentaria suntuosa...316 fueron «devaneos» comunes a todas   —184→   «las justas y los torneos», en tiempos de don Juan II. Son otros aspectos de la elegía los verdaderamente reveladores. En su precioso libro ya citado, comentaba don Pedro Salinas a propósito de las famosas coplas 16 y 17: «Apenas nombrado don Juan el poeta lo abandona y moviliza ante nuestra imaginación el fabuloso y alegre espectáculo del vivir palatino. Jorge Manrique ha encontrado algo de más alcance significativo que un varón eminente, emperador o rey, para encarnar su ejemplo»(p. 174). Pero tal interpretación, según la cual lo evocado por Manrique sería la imprecisa vida cortesana del medio siglo de un reinado, no parece del todo satisfactoria, y sí en cambio muy exacta otra apreciación de Salinas: «Manrique siente que a cada nombre [de la segunda sección del poema, ordenada jerárquica más que cronológicamente] debe acompañar algún detalle que le determine, que le distinga, facilitando la operación psicológica buscada: el evocar. El personaje aparece rodeado de sus cosas, de un cierto número de particularidades que proyectan sobre él una luz distinta» (pp. 172-173). Para el lector coetáneo, la pregunta inmediata por los infantes de Aragón y el esplendor de las celebraciones   —185→   proyectaría, en efecto, «una luz distinta» sobre la figura de don Juan, aislándola en una escena de su tragicomedia vital; una luz que alumbraría un momento bien definido en la historia de la Castilla cuatrocentista.

Pues si no responde al deseo de singularizarlos, de relacionarlos y fijarlos en el espacio y en el tiempo, ¿qué sentido puede tener la mención conjunta (frente al proceder seguido con los otros personajes del retablo) de don Juan y sus primos, en el marco de unas fiestas cortesanas? Las de Valladolid en 1428 -puntualiza un buen conocedor del período- «sólo encuentran parangón en el relato de las Crónicas coetáneas con los festejos que honraron las propias bodas principescas del heredero castellano»317, el futuro Enrique IV. Tal medida de atención no es gratuita, por supuesto, antes la justifican la novedad de las celebraciones y -testigo Díez de Games- el duradero recuerdo de los «avorrescimientos» en ellas madurados. Entre justa y baile -si así puede decirse-, don Álvaro de Luna debió de ir perfilando su desquite, atrayéndose a los miembros del Consejo Real recién reformado; acabadas las fiestas en honor de la Infanta, el Condestable, ya adalid de la oligarquía nobiliaria, se apresuró a poner en práctica su bien meditado plan: el maestre de Santiago y el rey de Navarra fueron alejados de la Corte con escasas contemplaciones (de donde, andando el tiempo, la guerra con Aragón) y la nobleza se volcó en apoyo de don Álvaro (incluido el adelantado Pedro Manrique, hasta entonces tan fiel a la causa aragonesa). «De este modo -resume Suárez Fernández- la situación política había dado una vuelta completa»318.

Todo ello, y probablemente sin necesidad de recurrir a las «estorias», sería cosa harto sabida para Jorge Manrique   —186→   (y otros muchos contemporáneos), cuyos mayores vivieron intensamente aquel decisivo año de 1428. Al contemplar cuan callando pasó «lo de ayer», las fiestas de Valladolid -con el brillo de la espectacularidad a flor de piel y latentes en su seno las tinieblas de las rivalidades- pudieron cifrar a ojos del poeta el claroscuro del reinado de Juan II: todas las fuerzas en debate -el Rey, el Condestable, los infantes de Aragón- justaron «en arnés real» en la Plaza Mayor (años después, don Álvaro volvería a ella, también para mostrarse muy «ardid», en bien distinta circunstancia: «no cunple que dél se fable, / sino sólo que lo vimos / degollado»). La alusión específica a las fiestas de 1428, así, se enriquecería con un amplio valor de símbolo.

El cotejo con las crónicas y la afirmación de Antolínez de Burgos -lógicamente deseoso de acrecer las glorias de su villa natal- no permiten al estudioso medianamente cauto aseverar que efectivamente son los festejos vallisoletanos los esbozados por don Jorge en las coplas 16 y 17. «La crítica literaria -como toda disciplina de humanidades- no puede aspirar a la verdad absoluta, sino más bien a una verdad relativa y provisional dentro de las limitaciones del estado presente de conocimiento», escribía doña María Rosa Lida319. Difícilmente, por la propia naturaleza de la hipótesis, surgirán testimonios adicionales favorables o contrarios a la relación postulada. Pero no puedo dejar de insistir en que con tal interpretación el poema manriqueño se enriquece artísticamente. Con genial intuición se detenía don Antonio Machado en la copla 17, para apuntar: «No pueden ser ya cualesquiera damas, tocados, fragancias y vestidos, sino aquellos que, estampados en la placa del tiempo, conmueven -¡todavía!- el corazón del poeta [...], aquellos y no otros» (Cancionero apócrifo). Don Antonio,   —187→   claro está, descuidaba la cronología; pero su honda percepción del «acento temporal» del poema no podía engañarlo: la emoción se concentra en «aquel trobar», «aquel dançar», «aquellas ropas chapadas», únicos e irrepetibles; aquellos y no otros, y por eso llenos de vida, prestos a transmitirnos el temblor de lo pasado.





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ArribaAbajo- VI -

Un penacho de penas


De algunas invenciones y letras de caballeros


A Erich Kohler,
in memoriam

Nada tal vez tan ajeno a la mentalidad caballeresca como la doctrina del arte por el arte. En 1434, Suero de Quiñones ocupaba al maestro de Santa María de Regla, el espléndido Nicolao Francés, en modestas tareas de señalización del tráfico, tal la de tallar y pintar «un faraute de madera», cuya mano derecha «tenía un mote de letras que dezían: Por ahí van al Paso»320. Todavía en la Florencia del más exquisito Renacimiento, los estandartes de la famosa giostra de 1475 exigían el trabajo de un Botticcelli, y al supremo humanista de la época lo mareaban con menudencias propias de un humilde poursuivant: «Quello vuole un motto per il pomo della spada e per l'emblema dell'anello, quell'altro un verso da porre a capo del letto o in camera, questo un'impresa, non dico per la sua argenteria, ma pei cocci di casa. E tutti via subito dal Poliziano!»321.

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Escultores, pintores, poetas, músicos, orfebres, todos, en efecto, debían sujetarse a parejas servidumbres: en el largo, inacabable, tal vez inacabado otoño de la Edad Media, apenas se reconoce frontera entre los oficios artesanos y la libre creación artística. Las luchas deportivas en general y los pasos de armas en particular, en el designio de dar goce a todos los sentidos de una refinada aristocracia322, caminaban con plena naturalidad hacia la integración de las artes; y en el marco de esas diversiones señoriales, ni 'poesía ilustrada' ni 'imagen parlante', sino equilibrada conjunción de cuerpo visual (devisa) y alma literaria (mote, letra), descollaban triunfales las invenciones o empresas de los caballeros323.

Sin invenciones, «las justas y los torneos», las cañas o los momos, los más celebrados entretenimientos de corte, en suma, se habrían quedado en nada. Todos los ojos se iban tras los «tocados» y «vestidos» de las damas y tras   —191→   los arneses y atavíos de los galanes. En «paramentos, bordaduras» y, especialmente, «cimeras»324, los contendientes y su séquito podían exhibir las figuraciones más insospechadas: no ya pequeñeces del estilo de un puente, una campana o una luna, sino poco menos que retablos enteros, como «unos cántaros de los cuales sacavan dos niños suertes», «un físico que le tentava el pulso» al enamorado o «hasta un dragón con media dama tragada, y el gesto ['rostro'] y la meytad se mostrava de fuera» (figura 1)325. Recamados en las telas, inscritos en rótulos o, más regularmente, en papelillos que se distribuían entre la concurrencia326, solían venir unas pocas palabras o unos pocos versos que remataban la divisa. Ciertas cimeras llamativas fueron tan estimadas, que se las perpetuó en los timbres del escudo, todavía ajenos al rigor de la heráldica (figura 2).

Los caballeretes como Calisto gastan muchas horas en preparar laboriosamente tales distracciones y no traen en la boca conversación más frecuente: «Vamos allá, bolvamos   —192→   acá, ande la música, pintemos los motes, canten canciones, invenciones justemos. ¿Qué cimera sacaremos o qué mote?». Nada se les antoja más grato que «recontar las cosas de amores y comunicarlas» (La Celestina, I) pintando «en las ropas motes por dar a ver quán pintadas estén sus entrañas de herydas»327. En verdad, las invenciones son uno de los más elocuentes lenguajes de la pasión: «por las mujeres se inventan... las discretas bordaduras, las nuevas invenciones», el cortejador muestra «en invenciones / quién es y por quién moría», «en galas y envinciones» publican su «cuidado» un Durandarte o un Soria328. Los moralistas, inevitablemente, deploraban el ingenio derrochado en «platicar y aun sutilizar las invenciones vanas y divisas», por más que ni ellos se libraran de caer en el pecado329. Pero la literatura cortesana se abría gustosa a semejante frivolidad: si Gutierre Díaz de Games se detenía a 'devisar la devisa' del Duque de Orléans (la luego celebérrima divisa del puercoespín), si los libros de caballerías les hacen a las empresas un sitio cada vez mayor, si Diego de San Pedro se recrea en alegar unas cuantas, la Penitencia de amor, el Veneris tribunal, el Tratado de Nicolás Núñez o la Cuestión de amor a ratos no pasan de un pretexto para engarzar invenciones.

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Hernando del Castillo se complació en coleccionarlas a lo largo de veinte años, para al cabo reunirías en la quinta de las nueve partes del Cancionero general (Valencia, 1511): «Invenciones y letras de justadores». A juzgar por las reimpresiones y sobre todo por la estela de reminiscencias, fue una de las secciones más apreciadas. Cuando aún no había perdido por completo el buen gusto, Juan de Valdés, sin embargo, opinaba que «en las invenciones hay qué tomar y qué dexar»330. ¿Le desazonaba quizá la monótona repetición de unos pocos motivos? Ciertamente es para desazonar tropezarse, entre una centena, con nada menos que tres empresas de divisa casi idéntica y mote muy similar:

El Condestable de Castilla
trae por devisa en bordadura
unos penachos o penas, y dize:


      Saquélas del coraçón,
porque las que salen puedan
dar lugar a las que quedan.



Del mismo
[Vizconde de Altamira]
a una pena:


      Quien pena sepa mi pena
y havrá la suya por buena.



Don Pedro Dacuña
sacó un penacho de penas y dixo:


      En secreto manifiestan
ser sin cuento más que muestran.



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Esa pena reiterada es, evidentemente, y de ahí el donaire, «una palabra de dos cortes y un significar a dos luces»331: penna y poena, 'pluma' y 'sufrimiento, pesar, cuidado'. Por otra parte, que Hernando del Castillo la saque a relucir hasta tres veces en unos pocos folios implica que hubo de ser comunísima en las invenciones de la época. Que dos de esas tres veces no vaya expresa en el mote, sino la supla la materialidad de la divisa, del contexto, quiere decir, en fin, que en la acepción de 'pluma', insólita en castellano, era más que familiar a los aficionados al género.

Por si cupieran dudas, todos esos extremos se nos confirman en una recargada página del Veneris tribunal. De los «dos cortesanos galanes» que se le presentan en sueños a Ludovico Escrivà, «el más anciano, o por mejor dezir el más lleno de ansias», calaba una «agraciada gorra», «de terciopelo negro», «con pennacho colorado, en el qual, a la una parte, en el no breve breve ['¿placa o lámina, a modo de cédula o buleto, para una inscripción?'] de oro de martillo ['labrado, repujado'] smaltada esta letra parescía:


   Esta muestra
mi penar por culpa vuestra.



A la otra parte, por la colorada pluma arriba, subían las negras, las no mudas vocales, diziendo:


   Su color
porná fin a mi dolor».



En cuanto al segundo galán, «poco menos perseguido de desgracias», portaba un «sayón... de terciopelo negro... sembrado de reales coronas entretalladas de brocado verde,   —195→   el una dentro de la otra a manera de cadena. En la manga izquierda la maestra mano scrito havía:


   ¿Qué más gloriosa pena
que la corona ser cadena?



Dos escogidas plumas, una amarilla y otra negra, hazían único arreamiento al negro terciopelo de la bien hecha gorra. A la parte negra, por el al cabo un poquito quemado penacho, en un estrecho letrero de hoja de oro, en lo de fuera se leýa en la parte de la negra pluma:


   Quien alto quiere bolar
por gran penar
no deve desesperar.



Por lo amarillo de la otra traspuntava una tristura de ricas letras atal:


   Boló
tan alto, que se quemó.



Frizada era la capa en lo de dentro», y las demás vestiduras y aderezos se plegaban a las mismas fantasías flamígeras332.

Adiestrados en el Cancionero general, las invenciones de Escrivà nos resultan casi cristalinas. La pena implícita en el «pennacho» del «más anciano» denota, obviamente, «penar», como para don Pedro de Acuña. (Pero tampoco sería imposible que «fin a mi dolor», en el siguiente mote, pudiera interpretarse, además, como 'fin a mi pena', con   —196→   equívoco de tercer grado: pues no en balde las vocales negras [¿o son notas?] ascienden «por la colorada pluma arriba»). En el caso del galán más joven, la «pena» del ánimo, asociada básicamente a la regia «cadena» del amor, se vuelve también tangible en las «dos escogidas plumas» a cuya sombra crece, mientras a continuación se apunta por partida doble que «bolar» con «negra pluma» supone fatalmente «penar», con el riesgo añadido (Gracián nos lo comprobará) de quemarse las alas como ícaro.

Todas esas sutilezas, y verosímilmente tantas otras análogas que se nos habrán esfumado como los olores de las damas manriqueñas, giran en torno al eje de pena con el valor de 'pluma'333, en acepción, insisto, insólita en castellano   —197→   . En un primer examen, y supuesto que el penna latino «no se conservó en el sentido de 'pluma'»334, el filólogo no vacila en incluir la pena de marras entre los infinitos cultismos que corrían en los aledaños del 1500. Pero sucede que la literatura de entonces no registra ejemplos de la palabra, si no es tan dudosa como ocasionalmente335, en contraste, por ende, con la llamativa acumulación con que se nos ofrece en las empresas -y sólo en las empresas- del Cancionero de Castillo y el Tribunal de Escrivà. Los mismos   —198→   epígrafes del primero, por otro lado, con sus coletillas explicativas («unos penachos o penas», «un penacho de penas»), dan fe de lo inusitado del término con el valor en cuestión y nos certifican que era extraño al patrimonio de la lengua cotidiana336.

A buena parte de quienes asistían a las diversiones caballerescas, y desde luego a todos los miembros de la alta sociedad, había de bastarles «con la gramática de un santoral y [con el] latín de himnos y oraciones»337 para acoger y descifrar la pena romance como una diáfana adaptación de penna. Sin embargo, no acaba de entenderse que la voz se convirtiera en poco menos que un tecnicismo, un uso exclusivo de las invenciones y letras de justadores. ¿No lo provocaría -se pregunta uno- la intervención, a modo de catalizador, de una cierta tradición poética o de un modelo lingüístico en que el equívoco se diera con toda naturalidad? ¿Nos enfrentamos con un cultismo o más bien con un préstamo338? La singular textura semántica de   —199→   pena ¿responde a un contexto no inmediatamente obvio? Indaguémoslo primero en el dominio de un par de lenguas quizá no extranjeras para algunos de nuestros justadores.


ArribaAbajoEntre Portugal e Italia

No es imposible, así, que don Pedro de Acuña, uno de los caballeros que lucieron la azacaneada empresa, fuera portugués339, y un simple vistazo a la literatura castellana   —200→   en los días de Hernando del Castillo y de Ludovico Escrivà permite documentar pena como lusismo, y no como latinismo, cuando menos en la obra de un gran poeta bilingüe:

MOÇO
-Ó mestre, cousa é sabida,
se vos lembra o entender,
que amar quem vos nam quer
é seta d'amor perdida
pera quem se quer perder.
CLÉRIGO
-No juzgaste buena trecha,
o moço, que te condenas,
que la saeta sin penas
no va rezia ni derecha:
siempre las penas son buenas.
MOÇO
-Que presta a seta empeñar
sem ter da caça esperança?
CLÉRIGO
-Siempre la gloria se lança
por las puertas del penar
daquel que huye mudança340.


En tiempos, el prestigio de la lírica galaico-portuguesa había consolidado ledo -frente al liedo castizo-, había   —201→   amparado coita pasajeramente y hecho tolerables dona 'dueña', cor o preto, en tanto favorecía alguién, alguien, al arrimo de alguém. Mas, para decirlo con un mote famoso, pasó solía: bajo los Reyes Católicos, de tal prestigio no subsistía sino la sombra de algunos lusismos efímeros, y, en cambio, eran muchos los portugueses que optaban por el castellano triunfante como vehículo de arte y cultura: tantos, como para haberse llegado a hablar de una 'Aljubarrota lingüística de Portugal'. No parece probable, pues, que la pena ambigua entrara en justas y torneos desde el occidente de la Península. Si Pedro de Acuña venía de allá, es bastante fácil, sí, que se animara a calcar el equívoco que veía en las invenciones castellanas por sentirlo particularmente acomodado a su propia lengua; mucho menos fácil me parece que fuera esta la que lo impulsara -a él o a un paisano suyo- a introducirlo en aquellas como novedad destinada a perdurar luego entre los caballeros españoles341.

Con los mayores pudo ocurrir igual que con los mínimos. Todo un Camoens aprovecha repetidamente la polisemia de pena, «soit sous forme de convergence en éventail de signifiants homonymes, mais porteurs de signifiés différents,   —202→   soit sous la forme d'un unique signifiant dans lequel plusieurs signifiés coexistent et s'interpénètrent en situation»342. La primera de esas direcciones marca el desarrollo de las hermosas voltas al «mote alheio» que rezaba «Perdigão perdeu a pena, / não ha mal que lhe não venha»:



   Perdigão, que o pensamento
subiu em alto lugar,
perde a pena do voar,
ganha a pena do tormento.
Não tem no ar nem no vento
asas com que se sustenha:
não há mal que lhe não venha.

   Quis voar a űa alta torre,
mas achou-se desasado;
e, vendo-se depenado,
de puro penado morre.
Se a queixumes se socorre
lança no fogo mais lenha:
não há mal que lhe não venha.



En cierta Carta a ũa dama, la segunda dirección inspira los reproches al dios Amor, una pena de cuyas alas presta a la poesía del autor instrumento, tema y vuelo inmortal:


E logo como a tirou,
me disse: «Aviva os spritos,
que, pois em teu favor sou,
esta pena que te dou
fará voar teus escritos».
E dando-me a padecer
tudo o que quis que pusesse,
pude, enfim, dele dizer
que me deu com que escrevesse
o que me deu a escrever.



  —Figura 1→  

Figura 1

Cortesía de Quaderns Crema/Sirmio

Figura 1. «Si examinamos con detención las magníficas miniaturas de 'la entrada de los caballeros en las lizas' y de 'la melée' del manuscrito 2692 de la Bibliothèque Nationale de París del Livre des tournois de René d'Anjou (entre 1460 y 1465), advertimos cimeras con árboles, cabezas de caballo o de asno, osos, ciervos, perros con un hueso en la boca, piernas de negro, hombres barbudos, crestas de gallo, cestillos con flores, etc.» (Martín de Riquer, ed., Tirante el Blanco, Madrid, 1974, vol. III, p. 78, n. 19). En el cuarto inferior, a la izquierda, del fragmento reproducido, las alas de plumas que luce un justador pudieron acompañarse de un mote como el de Moner: «Los que quisieren volar / ármense del coraçón, / que las alas aquí son» (Obras, Barcelona, 1523, fol. A5 vo.); pero también pudieron ser una excelente divisa, más allá de los triviales penachos, para una invención que jugara con la polisemia de pena como, por ejemplo, en el Veneris tribunal: «Quien alto quiere volar / por gran penar / no debe desesperar».

  —Figura 2→  

Figura 2

Cortesía de Quaderns Crema/Sirmio

Figura 2. Escudo de don Diego López Pacheco, Marqués de Villena, pintado en el coro de la catedral de Barcelona, en ocasión de un capítulo de la Orden del Toisón de Oro (1519); en el timbre, «un fènix de sa color sobre lenya cremant de or» (M. de Riquer, Heráldica catalana, p. 719). En una justa, el Marqués salió con «una mata de una yerba que dizen siempreviva» (véase el cestillo con flores de la figura 1) «y dixo: 'Muera la vida / y la fama siempre viva'» (Cancionero general, fol. CXXXXI vo.). El timbre del escudo es una versión docta de exactamente el mismo motivo.

  —Figura 3→  

Figura 3

Cortesía de Quaderns Crema/Sirmio

Figura 3. Juan II de Castilla, en el armorial del manuscrito 4790, fol. 82, de la Bibliothèque de l'Arsénal (hacia 1434). Las armas de los reinos de don Juan se conjugan con el castillo y la torre de amor presentes en tantas otras cimeras (véase la Nota complementaria).

  —Figura 4→  

Figura 4

Figura 4. «Una torre por cimera» (véase la Nota complementaria).

  —203→  

La extrema conceptuosidad del zeugma de los últimos versos se atempera en las Trovas a otra dama


(Que um contino imaginar
naquilo que Amor ordena
é pena que, enfim, por pena
se não pode declarar...).



y se atenúa hasta la transparencia en las quintillas «Sôbolos ríos que vão...»:



   Nem na frauta cantarei
o que passo e passei já,
nem menos o escreverei;
porque a pena cansará
e eu não descansarei.

   Que, se vida tão pequeña
se acrescenta em terra estranha,
e se Amor assi o ordena,
razão é que canse a pena
de escrever pena tamanha.

   Porém se, para assentar
o que sente o coração,
a pena já me cansar,
não canse para voar
a memória em Sião343.



  —204→  

En cuanto alcanzo, la tradición gallego-portuguesa medieval no registra casos de nuestro calembour; pero don Luis no solo era un apasionado de la poesía castellana del Cuatrocientos, sino que se complacía especialmente en la antología de Hernando del Castillo, y más en concreto en la sección de «Invenciones y letras de justadores», de donde espiga, por ejemplo, el mote «Todo es poco lo posible», para glosarlo en una copla tan repleta de elementos cancioneriles como el resto de sus composiciones en octosílabos. ¿Será, pues, blasfemo insinuar, siquiera sea como hipótesis remota, que al jugar del vocablo de manera tan acorde con la lengua de que era supremo artífice Camoens podía estar en parte respondiendo a una sugerencia castellana?

No es imposible -decía- que Pedro de Acuña fuera portugués y también a él le hubiera sucedido otro tanto. Pero multipliquemos las cautelas, porque parece más plausible que en realidad nos las hayamos con un homónimo italoespañol, «muy servidor de las damas», elegante como pocos y «lindo trovador en la lengua toscana y en la castellana»: el prior de Messina, de la Orden del Hospital, que, capitán de cincuenta hombres, «vertió su sangre hasta quedar fecho un cadáver despedaçado», heroicamente, en la batalla de Ravenna, en 1512344. Es una eventualidad singularmente atractiva, no solo porque el italiano da pie más ágilmente que el español a una agudeza pareja a la de don Pedro en el Cancionero general, sino asimismo porque el tal prior era tan diestro en «invencionar» como narra Fernández de Oviedo y tan aficionado a las empresas como nos consta por la Cuestión de amor, y porque Castiglione   —205→   refiere «che egli scriveva ad una sua signora [una lettra] il soprascritto della quale dicea: 'Esta carta s'ha de dar / a quien causa mi penar'»345, en términos, pues, no sin afinidad con las invenciones que nos ocupan. Italoespañol, según denuncian tanto el nombre como los escenarios y el lugar de impresión de su novelita, tuvo que ser igualmente el «Ludovico Scrivà» que firma el Veneris tribunal estampado en Venecia en 1537. Pero el ingrediente italiano de nuestra historia no tiene por qué limitarse al dudoso Acuña ni al indudable Escrivà. Según documenta Hernando del Pulgar, el segundo conde de Haro, don Pedro Fernández de Velasco, Condestable de Castilla, había adoptado para su divisa un endecasílabo de Petrarca: «Un bel morir tutta la vita honora» (Canzoniere, CCVII, 65)346. No debiera sorprendernos, por tanto, que también el Condestable de Castilla del Cancionero general -probablemente hijo suyo, si no el propio segundo conde de Haro- hubiera pergeñado la bordadura y el mote en cuestión, en coincidencia con Acuña y Escrivà, a vista de un modelo italiano.

No creo, sin embargo, que ese modelo pudiera ser el que tal vez se nos antojaría candidato obvio: el anillo con tres plumas usado como empresa, entre otras, por Lorenzo el Magnífico y heredado con la misma función por los Medici posteriores347. A tal divisa se le ha buscado correspondencia   —206→   en el mote «diamante in paenis» (sic), pero se trata de una interpretación sumamente tardía348: la leyenda que de hecho la flanquea en los testimonios renacentistas es un sencillo «Semper», y no otra conoce todavía Paolo Giovio, para quien las «tre penne di diversi colori» no denotan sino las tres virtudes teologales, «la speranza verde, la fede candida, la carità ardente cioè rossa»349.

Sello

A decir verdad, las invenciones fundadas en la dilogía de pena que encuentro en Italia en fechas más antiguas son españolas, y no toscanas. La una la hemos leído ya en el Veneris tribunal; de la otra nos da noticia Messer Lodovico Domenichi en el Ragionamento que desde 1556 se imprimía con el Dialogo dell'imprese de Paolo Giovio:

A las justas que hizo el señor Pero Luis Fernés en Plasencia ['Piacenza'], en el año de MDXLVI, acudieron   —207→   quasi todos los más valerosos y esforçados cavalleros de Italia, y entre los otros vino el señor Nicolò Pusterla, milanés, cavallero de aquellas buenas partes que todos saben. Sacó, pues, aqueste cavallero a las justas una muy gentil librea, como se accostumbra, y todo él y el cavallo muy emplumado [«coperto... di piume»], que cierto era cosa de ver por la variedad de los plumages que trahía; pero viéndolo sin mote alguno, dixe que éste le convernía mucho:

Más son las del coraçón.

Es a saber -aclara el traductor-, que más eran las penas de su coraçón, de dentro, que las que trahía defuera, porque a la pluma llaman los italianos pena350.



No tiene nada de extraño que Domenichi propusiera un mote en español para el milanés «coperto... di piume». Muchos caballeros de Italia exhibían invenciones con letras en castellano, convencidos como allí estaban -acá era al contrario- de que «los motes de las empresas se han de hazer en lengua diferente de la que nosotros hablamos», «porqu'el sentido sea algo más cubierto»351, y general como   —208→   era la opinión de que «nelle scritture spagnuole se n'hanno moltissime impresse di mirabil' artificio», porque «gli spagnuoli sono ancora in questa parte per certo grandemente ammirabili»352. Los tratadistas, Giovio, Domenichi, Ruscelli..., en efecto, no solo conocían y celebraban las inmortales invenciones de un Fernando el Católico o un Carlos V, sino que también se fijaban en las de sus vasallos sin especial renombre, al tiempo que escudriñaban con ojos avizores los repertorios del Cancionero general y la Cuestión de amor353. De nuevo, pues, desembocamos en una conclusión similar a la de nuestro viaje a Portugal: probablemente es más verosímil considerar que la empresa de Pusterla y Domenichi, primera atestiguada en Italia con la pena polisémica (dejemos ahora aparte el Veneris tribunal), procede de las de Pedro de Acuña y el Condestable de Castilla, que suponer que fueron estos quienes buscaron un dechado en la península hermana.




ArribaAbajoLa caballería de Francia

Paolo Giovio no ignoraba que la estirpe del género se dejaba remontar hasta Grecia y Roma y perseguir a través de los Pares de Francia, el rey Artús y los «baroni... celebrati ne' libri della lingua spagnuola, Amadís de Gaula, Primaleón, Palmerino e Tirante il Bianco», pero tampoco se le ocultaba de dónde procedía la última moda de las invenciones: «A questi tempi nostri, dopo la venuta del re   —209→   Carlo VIII e di Lodovico XII in Italia, ognuno che seguitava la milizia, imitando i capitani francesi, cercò di adornarsi di belle e pompose imprese, delle quali rilucevano i cavalieri, appartati compagnia da compagnia con diverse livree, perciò che ricamavano d'argento di martel dorato i saioni e le sopraveste, e nel petto e nella schiena stavano l'imprese de' capitani, di modo che le mostre delle genti d'arme facevano pomposissimo e richissimo spettacolo...»354 Una confirmación óptima podía habérsela brindado la pena al viento cuyo vuelo venimos rastreando. Porque el azar irónico quiere que uno de los más altos «cavalieri» italianos deslumbrados por Carlos VIII, Ludovico el Moro, entretuviera el cautiverio a que lo había reducido Luis XII, en Loches, en dibujar una cimera con plumas (pennes) y una hoja de acedera (feuille de patience) que había concebido y explicaba luego, precisamente, en francés:

Je porte en prison pour ma devise que je m'arme da pacience par force de pene que l'on me y fait porter355.



Para esos años, cuando despuntaba el siglo XVI, el juego de palabras «par force de pene» era en lengua de oíl más que provecto. Anunciaba, por ejemplo, Baudouin de Condé:


   Or vos dirai du bacheler;
s'il vuet grant prouesce querre,
il li convient près et loing querre
et le cors d'armes moult pener,
avant qu'il se puisse empaner
des pennes de haute proesce356.



  —210→  

Pero concretamente en las invenciones debió de ser tan reiterado, que provocó las iras de Rabelais con el mismo ardor que se las encendía la «oultrecuidance» y la «besterie» de Le Blason des couleurs:

En pareilles tenebres sont comprins ces glorieux de court et transporteurs de noms, lesquelz, voulens en leur divises signifier espoir, font protraire une sphere, des pennes d'oiseaulx pour poines [var. penes]..., que sont homonymies tant ineptes, tan fades, tant rusticques et barbares, que l'on doibvroit atacher une queue de renard au collet et faire un masque d'une bouze de vache à un chascun d'iceulx qui en vouldroit dorenavant user en France, après la restitution des bonnes lettres. Par mesmes raisons (si raisons les doibz nommer et non resveries) ferois je paindre un penier, denotant qu'on me faict pener...357



Una buena muestra de hasta qué punto eran triviales en Francia las empresas con tan 'fade homonymie' la proporciona la versión de la Penitencia de amor de Pedro Manuel Ximénez de Urrea perpetrada hacia 1530 y pico, en los días del Gargantua, por René Bertaut de la Grise. Bertaut, secretario del Cardenal Grantmont, había pasado un año en España (en parte, huésped forzoso del Emperador) y le había cogido gusto a la literatura de la tierra, hasta arriscarse a traducir a Urrea y a fray Antonio de Guevara. Para engordar un poco la enteca Penitencia, se le ocurrió echar mano de algunos pasajes del Grisel y Mirabella, mas sobre todo se aplicó a ornar el relato triplicando la decena de invenciones insertas en el original358. Era   —211→   Bertaut, sin embargo, hombre de escasas luces, e, incapaz de imaginar de suyo el número suficiente de divisas y motes, se contentó con entrar a saco en la Cuestión de amor, en concreto, de las veintiséis que añade, sólo dos o tres no trasladan a la letra las sutiles empresas de la refinada novelita359. Pero, de esas dos o tres, una es justamente la que nosotros andamos curioseando. Pues en la Penitence d'amour «le Seigneur Pardille» se pavonea con «une robbe de satin broché violet doublée de satin incarnat, les bandes de mesmes, semées de pennes blanches», con una letra que reza

En peine mon esperance.



Incluso a un francés de esprit tan pobre como René Bertaut, pues, la primera invención que se le venía a las mientes, a falta de un modelo donde copiar a libro abierto, era la que tanto encrespaba al gran Rabelais.

No descuidemos que se le venía, además, en la variante más rudimentaria. Para sacarle todo el partido a ese mismísimo mote, un ingenio más despierto podía haber elucubrado, por ejemplo, una divisa que presentara un globo del mundo y el asa de algún cacharro rodeados de plumas. Todavía en 1583, si obligados a ponerle cuerpo a un alma tan sosa, así hubieran procedido los galancetes a quienes reprendía [Etienne Tabourot por pintar orgullosos «une sphere et une anse de pot au ciel, avec des pennes sur la terre», para denotar «Espérance au ciel et peines en terre,   —212→   qui est le plus fade et badin qu'on sçauroit excogiter; et neantmoins jusques aujourd'huy les courtisans encor en usent ordinairement, comme aussi du lacs d'amour pour signifier las d'amour, et demy A pour dire Amy ou amitié, car on dit my a et moitié d'a»360. O así, sin duda, el caballero que «pour dire J'ay peines en travail»; representaba «des pennes dans un travail ou l'on a accoustumé de mettre les chevaux devant la boutique des mareschaux».

Divisas

Los sarcasmos del «Seigneur des Accords» están en deuda patente para con «le gentil, sçavant et gracieux Rabelais». Pero no nos fiemos demasiado de un pícaro tan resabiado: con la excusa de leer la cartilla a los petimetres de la época, Tabourot, en el capítulo «Des rebus de Picardie», da rienda suelta a una pasión personalísima por las prestidigitaciones lingüísticas y a veces intenta vendernos   —213→   como ajenas las «folastres inventions» que son solo suyas. O mucho me engaño o entre ellas ha de contarse la del «jeune homme environné de vautours qui laissent choir leurs pennes, signifi[ant] Vos tours me donnent peines»361.

Volvamos un siglo atrás. Los recuerdos de Paolo Giovio, cuando cerraba los ojos un instante, «parendomi -decía- di tornare un'altra volta giovane», y evocaba cómo entraron en Italia las «belle e pompose imprese» con los ejércitos de Carlos VIII y Luis XII, debieran recordarnos también a nosotros que la cultura de la caballería medieval fue fundamentalmente la cultura de la caballería francesa (para el Cuatrocientos, sobre todo en la espectacular versión borgoñona, pórtico de una nueva edad quizá mejor que despedida de la vieja362). En el Marqués de Santillana vemos hoy en primer lugar al entusiasta de las letras italianas, que ciertamente, como gran novedad del momento, lo marcaron en una medida decisiva; pero tal vez tenía más sabida, le era más hondamente familiar la poesía de Francia, y, como quiera que fuese, cuando lo contemplaban en la tela o en la liza, los contemporáneos preferían caricaturizarlo


con habla casi extranjera,
armado como francés...363



Juzgo que todo indica que las penas españolas del Cancionero general y sus alrededores llegarían de donde llegó el   —214→   último grito de las empresas, a lo largo y especialmente en los postreros decenios del siglo XV: del mismo mundo de la caballería francesa en que parecen haber estado singularmente enraizadas. Hubo de tratarse, claro, de un ejemplo no libresco, sino asimilado en pasos de armas, torneos, capítulos de órdenes militares, fiestas y diversiones aristocráticas... No hay que insistir en que esa caballería fue andante y cosmopolita casi por definición364, ni en que el ceremonial de las luchas deportivas, marco por excelencia de las «invenciones y letras de justadores», era básicamente de importación francesa: desde la exhortación inicial, «Laissez-les aller pour faire leur devoir!», a la continua intervención de farautes, trompetas y purxivantes. Naturalmente, los motes en francés estaban un peu partout. Por no remover el sinuoso Peine pour joie del condestable don Pedro365, echemos solo un vistazo a la estampa de Suero de Quiñones en el Paso Honroso,

encima de un cavallo fuerte que traýa unos paramentos azules broslados de la divisa e fierro de su famosa empresa, e encima de cada divisa estavan brosladas unas letras que dezían:

Il faut déliberer...

En el braço derecho, cerca de los morcillos, llevava su empresa de oro ricamente obrada, la qual era tan ancha como dos dedos e tenía sus letras azules enderredor, que dezían:


Si à vous ne plaist de ouyr [¿avoir?] mesure,
      Certes, je dy
      Que je suy
      Sans venture366.



  —215→  

O vislumbremos a Juan Rodríguez del Padrón, igualmente «sin ventura padeciente por amar», que en la corteza de los árboles «fallava devisado» su mote «escripto por letras: Infortune», mientras Ardanlier y los suyos vestían «ricas sayas de Borgoña, cotas de nueva guisa, de la una parte bordados tres bastidores e de la otra seule y de blatey, escripto por letras, empresa de puntas retretas, sangrientas, a pie y a cavallo, a todo trance..., en batallas, justas, torneos, fechos y obras de gentileza...»367.

En ciertas zonas precisamente de este mundo se habían introducido y comparecían de modo ocasional algunas penas inequívocamente venidas de más allá de los Pirineos. Pieza importante de muchos escudos eran, en efecto, «los forros de pieles empleadas en vestiduras lujosas, que en francés reciben el nombre de pennes»368 Mossén Diego de Valera las llamaba peñas con toda naturalidad, pues peñas era palabra de antiguo aplicada en castellano a las pieles de la realidad que recreaba la heráldica369: «es de saber que en armería se traen dos peñas, las quales no se dizen ni se deben dezir metales ni colores, así como armiños o veros...».   —216→   Pero otros reyes de armas, en vez de traducir las pennes heráldicas a las peñas de la indumentaria real, optaron por calcarlas crudamente, y, así, Garcí Alonso de Torres asegura que «en derecha armoría ay dos enforros, que en francés se dicen penas, y todos los oficiales d'armas las llaman y deven llamar penas».

En un ámbito contiguo a ese y todavía más cercano al de las empresas asoman también en algún caso aislado las penas que nos atañen. En la fastuosa corte de Miguel Lucas de Iranzo, se exhibieron en 1461 unos momos a guisa de peregrinos, tocados, entre otros perifollos, con «sonbreros de Bretaña, [y] en ellos penas y veneras»370. Las tales penas podrían ser, desde luego, 'forros' o, mejor, pequeños jirones o colgantes de piel, como en las pennes que jaspean los fondos de tantos escudos371. Pero se diría más probable que se trate de 'plumas', las plumas siempre frecuentes en los sombreros, y que el origen o el estilo de los mentados chapeos baste para explicar la forma insólita.

Ahora bien: si los calcos crudos se daban cuando existían en castellano equivalentes cómodos y ceñidos, ¿qué no ocurriría si las pennes francesas se presentaban con valor dilógico en un mote o en una divisa, jugando del vocablo y de la imagen, y si para desentrañar la polisemia y animarse a imitarla mediante un cultismo sobraba con dos cuartos de latín? No tengo testimonio cierto de que en fecha anterior al Cancionero general se conocieran en España invenciones francesas con los rasgos en cuestión, pero creo necesario postular que así fue. En un área próxima a la   —217→   heráldica y a la indumentaria, como ellas a imagen y semejanza de los usos de Francia y asimismo elemento primario de la vida caballeresca, tuvieron que brotar las penas de nuestro penacho372.




ArribaAbajoOtoño de la Edad Media y primavera del 'Barroco'

Del libro más moderno alegado hasta aquí, las Bigarrures de Êtienne Tabourot, se hicieron alrededor de treinta ediciones entre 1583 y 1628. Si no tuviéramos pruebas fehacientes, el dato nos bastaría como indicio de que la «homonymie» tan escarnecida por Rabelais no podía estar olvidada un siglo después. Pero, bien al contrario, nos consta que la pena «de dos cortes» seguía enhiesta en la teoría y en la práctica. En la teoría, porque había sido codificada en los repertorios, en los manuales para uso de galanes, al modo de Il mostruosissimo mostro de Giovanni de' Rinaldi:

Penna sola significa pene, affanni e dolori per causa di amore373.



En la práctica, porque incluso en las páginas exquisitas de la Astrée -en uno de los éxitos, pues, más clamorosamente definitorios de la época- se celebraba todavía al «glorieux de court» que portaba

une penne de geay voulant signifier 'peine j'ay'374;



y el Critilo gracianesco, inmediatamente antes de dar cuenta de ciertas «plausibles empresas» inscritas en una columna en que también se veía grabada la fábula de Ícaro, ponderaba:

  —218→  

Éste fue otro arrojado... que no contento con saber lo que basta, que es lo conveniente, dio en sutilezas mal fundadas, y tanto quiso adelgazar, que le mintieron las plumas y dio con sus quimeras en el mar de un común y amargo llanto: que va poco de pennas a penas375.



No es únicamente que el equívoco más que centenario hubiera ido rodando de un mote a otro, de una divisa a otra, hasta llegar a los autores nuevos: es también que los autores nuevos no dejaban de beber en las viejas fuentes. Porque lo tenía bien sabido, concedía Lope de Vega que «en el Cancionero antiguo que llaman general hay desigualdades grandes»; pero aun así «las sentencias, conceptos y agudezas» de «los antiguos poetas españoles» le provocaban una admiración sincerísima y alimentada también, en concreto, por el capítulo de «invenciones y letras de justadores», donde veía «lucir el ingenio, como del Condestable de Castilla en las plumas bordadas que traía, que entonces las llamaban penas, como los latinos:


   Saquelas del corazón,
porque las que salen puedan
dar lugar a las que quedan;



  —219→  

y en los arcaduces de la noria que sacó el Conde de Haro:


   Los llenos, de males míos;
de esperanza, los vacíos»376.



Lope no estaba abriendo a ciegas el Cancionero general y alegando las primeras piezas que le saltaban al paso. Como citaba muy meditadamente la esparza del Comendador Escrivà, «Ven, muerte, tan escondida...», por delante de cualquier otro poema, como particularmente viva que se conservaba en la literatura del momento377, igualmente citaba invenciones que andaban en la memoria de todos. Paolo Giovio consideraba la empresa de los arcaduces, no ya «bellissima», sino «forse unica tra quant'altre ne sono uscite non solo di Spagna ma d'altronde»378. Para comprobar que esa opinión era aún largamente compartida bien entrado el Seiscientos, no tenemos más que fijarnos en cómo nos cuenta un enamorado, en Al pasar del arroyo, las angustias de la pasión:


Ya es noria mi pensamiento,
mas tales vasos alcanza:
los vacíos, de esperanza,
y los llenos, de tormento;



contemplar los giros de otra noria en los Cigarrales de Toledo, «y a un lado della, junto a la canal donde se desocupaban los arcaduces, el bien empleado y mal correspondido don Nuño, señalando en la circunferencia de la rueda esta letra:

  —220→  

Buscan sin seso los engaños míos
pena en los llenos, gusto en los vacíos»;



o bien distinguir en un romance de Quevedo la superposición de la divisa del Conde de Haro a la rueda de la «Fortunilla, Fortunilla»;


bestia de noria, que, ciega,
con los arcaduces andas,
y en vaciándolos, los llenas,
y en llenándolos, los vacias...379



No es cosa de seguirles las vueltas en la poesía del siglo XVII, ni a esos afamadísimos arcaduces ni a otras empresas del Cancionero general que se mantenían perfectamente frescas como fuentes de inspiración. Tampoco es preciso dedicar un análisis literario más extenso a la pena varia de las invenciones coleccionadas. No la vale. Con más o menos paronomasias, más o menos envuelta en zeugmas y flanqueada de otras silepsis, en el fondo está siempre una dilogía harto elemental, para mi gusto tanto más atractiva cuanto más sobriamente formulada: como en la letra del Condestable de Castilla o, en primer término, en el elegante octosílabo puesto en boca de Lodovico Domenichi   —221→   (pero difícilmente suyo), mejor que en los rompecabezas del «Seigneur des Accords» e incluso en las filigranas de Camoens. Si algo disculpa las páginas anteriores y tolera prolongarlas brevemente es si acaso reconocerle un sentido a la trayectoria que hemos ojeado, más allá del juego de palabras en sí: por el contexto antes que por los textos.

Con mínimas excepciones, los ejemplos aducidos no proceden de una investigación sistemática, sino que han ido surgiendo en lecturas inconexas, orientadas a veces con otros fines, a veces sin ninguno. Pero quizá el mismo albur que los ha reunido los convierte en una muestra significativa del inabarcable panorama total. Como quiera que sea, cuando se me ocurrió tomar nota de los casos que recordaba, pensé que los que me aparecieran luego ilustrarían sobre todo los precedentes de los justadores del Cancionero general. Es patente que no ha sido así: la mayoría de nuestras penas corresponde a los mismos días de Hernando del Castillo y a los cien años largos que vienen después, nos aleja de la Edad Media y nos introduce en el Renacimiento y en esa transitoria descomposición del Renacimiento últimamente apodada 'Barroco'. Creo que no se debe solo, ni principalmente, al azar que me las ha puesto ante los ojos.

Es de sobras sabido que a medida que la caballería medieval fue perdiendo la función militar que le había dado origen fue también refugiándose con mayor entusiasmo en la imitación ornamental de sí misma. Símbolo de los nuevos tiempos pudieran ser las extravagantes cimeras de tantas invenciones: de cartón piedra o, cuando mucho, de oro o plata «de martillo», y a menudo tan embarazosas y frágiles, que quien las llevaba era un criado o una cabalgadura. En efecto, si la guerra no es ya la guerra de los caballeros, ¿por qué no hacerla caballeresca de mentirijillas en torneos y pasos de armas, cañas, sortijas, entradas, saraos? Los caballeros de Carlos V y de Felipe II -el propio Emperador, el propio Prudente- matan muchas horas   —222→   jugando a los caballeros medievales. De esos sueños nacen y en ellos se nutren los libros de caballerías del Quinientos, que, rebasadas ya las barreras del roman courtois, dan la relativa firmeza de la imprenta a un mundo, irremediablemente, cada vez más atrás. Los caballeros (como las damas) los leen con fervor, los reconstruyen o los recrean en justas y mascaradas, se dan entre sí los nombres que les piden prestados, en cofradías y maestranzas se reparten los papeles de los protagonistas (Alonso Quijano no hará sino tomarse el suyo más en serio)380. Con esos entretenimientos se hacen la ilusión de que el tiempo no ha pasado y todavía tienen ante sí el viejo orden feudal y el libre horizonte de la aventura. Pero el Amadís de Montalvo se publica por los mismos días del Cancionero general y lo acompaña con éxito más que notable, considerada la diferencia de géneros, en buena parte de su camino triunfal381.

El dato es importante. La prosa tiene siempre un punto de referencia esencial en la poesía contemporánea. En el caso de la prosa de caballerías y la poesía cancioneril, los ligámenes son singularmente estrechos. El repertorio lírico compilado por Hernando del Castillo da una savia que en multitud de puntos fecunda de afectos y conceptos las caballerías   —223→   de libro. «La razón de la sinrazón que a mi razón se hace...». Espuria y todo, la parodia de Feliciano de Silva en el Quijote es, no obstante, la muestra por excelencia de esa tradición. Pero, en rigor, ¿no es asimismo la manera arquetípica del Cancionero general, la manera de la reiteración, el poliptoton, el «redoblado»?382 En el fondo, es más poesía que prosa: la poesía del manriqueño «Es amor fuerça tan fuerte / que fuerça toda raçón...» o, en el microscosmos de nuestros motes, del «Quien pena sepa mi pena...» del Vizconde de Altamira.

Ahora bien: la luenga supervivencia de la poesía cancioneril debe entenderse como un fenómeno inseparable de la fortuna de los libros de caballerías. Ni la una ni los otros son solo literatura: son también dimensiones fundamentales de un modo de vivir y soñar que constituye a su vez una supervivencia de otra época; y por ahí, para los individuos y para la clase que los aglutina, forman parte de hecho de ese modo arcaico de vivir y soñar. Pero las «invenciones y letras de justadores» equidistan de los libros de caballerías y de los versos de cancionero y los concretan fácilmente en la realidad: cómodas, portátiles, polivalentes -no nos duela hacerles publicidad-, tienen un uso práctico inmediato, materializan a bien poca costa, por modestamente que sea, las fantasías caballerescas. No satisfacen únicamente un gusto literario: desempeñan un menudo pero efectivo papel social.

Cuando se señala una fuerte veta cancioneril en la genealogía del conceptismo y otras corrientes coetáneas -como con especial claridad la han señalado, por ejemplo, don José Manuel Blecua y don Rafael Lapesa383-, se atiende   —224→   de tanto a los recursos y actitudes comunes cuanto, de forma más inequívoca, a la perduración de muchos textos de la Edad Media tardía en la plenitud de la edad 'barroca'. Es muy cierto. Pero hay que añadir que en una parte no desdeñable también perduran funciones y contextos. Pues, en efecto, ¿por qué los poemas del Cancionero general siguieron leyéndose y diciéndose un siglo después? ¿Por qué no los barrieron por completo los géneros y los estilos más recientes? Me atrevo a proponer que una de las causas fundamentales de tal pervivencia es la que acabo de apuntar: la lírica de cancionero, con las invenciones anejas y junto a los libros de caballerías y las novelas sentimentales, subsiste porque es elemento significativo de la más amplia 'morada vital' (como con distinto alcance podía haber dicho don Américo Castro) que precisamente para subsistir se ha construido el viejo estamento caballeresco.

Como aquí no es posible razonar y documentar adecuadamente esa propuesta, se me perdonará que me limite a apoyarla en un último ejemplo. En concordancia con otros testimonios seiscentistas, Tallemant des Réaux refiere que el Conde de Villamediana se presentó en palacio en cierta ocasión «avec une enseigne à son chapeau, ou il y avoit un diable dans les flammes, avec ce mot qui se rapportait à lui: Más penado, menos arrepentido»384. No creo que un hombre tan singular como don Juan descendiera a copiar con pareja puntualidad una invención desde 1511 impresa en el Cancionero general:

  —225→  


   Garcisánchez de Badajoz
sacó por cimera un diablo y dixo:

   Más penado y más perdido
y menos arrepentido.



Pero sí es probable que dedicara una glosa a la letra en cuestión, y seguro que le obsesionaba y repitió hasta la saciedad una antítesis afín a ella, la antítesis de pena y gloria385, que fue clásica en los motes caballerescos y en más de una ocasión debió de llevar unas plumas por divisa (arriba, notas 333 y 365).

En cualquier caso, a Villamediana indudablemente pertenece, claro está, La Gloria de Niquea representada en Aranjuez «por la Reina, nuestra Señora, la señora Infanta María y sus damas», en abril de 1622, para festejar los diecisiete años de Felipe IV. La Gloria de Niquea llevaba al tablado un episodio del Amadís de Grecia, de Feliciano de Silva, con todo el fausto de la nueva escenografía y también con más de un eco del humilde teatro de corral. Pero no la llamemos «comedia»: «en palacio se llama 'invención'», porque «estas representaciones no admiten el   —226→   nombre vulgar de 'comedia', y se le da de 'invención'»386.

Villamediana, pues, se nos aparece exactamente en el ámbito que acabo de esbozar: entre «invenciones y letras de justadores», barajando conceptos del Cancionero general, reviviendo -con la propia Reina de protagonista sin vozescenas de los libros de caballerías de Feliciano de Silva en piezas llenas de novedades materiales, pero que «en Palacio» se resisten a llamar de otro modo que con el rancio término de «invenciones» (arriba, p. 183, n. 21), porque para los nietos del Condestable de Castilla y el Vizconde de Altamira no difieren sustancialmente de los viejos entretenimientos caballerescos. No entenderemos por qué perduraron los textos, si se nos escapa cómo sobrevivió el contexto.



  —[228]→  

ArribaNota complementaria

Una torre por cimera


«¿Dó son consumidos los galanes trajes de los torneos y justas en favor de vuestras amigas hechos? ¿Dó las luzidas invenciones...? ¡Oh, qué desaventura es acordarnos de tantas glorias pasadas!» Los aficionados a la literatura del largo otoño medieval no pueden sino compartir la queja y las preguntas del Rey de Persia «a los amantes d'Espanya», en el Triunfo de Amor de Juan de Flores (BNM, ms. 22019, fol. 30). Porque en la Península escasean las reliquias y aun los testimonios gráficos de los «paramentos, bordaduras y cimeras» que daban realce a «las justas y los torneos» y que, junto a «las danças y música haziendo días de las desveladas noches» (habla de nuevo Juan de Flores), convertían las fiestas caballerescas en cifra espectacular de todas las artes. El verso y -quizá más- la prosa narrativa del período con frecuencia están concebidos en esa misma clave. Por ahí, sin una idea adecuada de las celebraciones cortesanas cuesta entender el uso y la graduación de sugerencias plásticas, musicales y poéticas en muchas páginas de entonces; y, desde luego, a falta de imágenes de las devisas, no siempre es fácil apreciar según cumpliría las letras o motes pródigamente conservados. Desmañado e ingenuo, así, no carece de curiosidad el dibujo que ahora publico (un pelo reducido) en el encarte. Figura en el pergamino aprovechado para la encuadernación de un libro quinientista (de donde se lo robé a un amigo resignado); la tinta, débil, ha requerido la ciencia   —229→   extraordinaria de Gonzalo Menéndez Pidal para dejarse reproducir tolerablemente. O los dedos se me hacen huéspedes o tal rasguño refleja (toscamente) una de las especies de invención más estimadas en la vieja España: una de esas complicadas combinaciones de morrión y cimera, con acompañamiento de entre uno y cuatro versos (a veces, glosados aparte) que eran el orgullo de los justadores. No en balde Ponç de Menaguerra prescribe a Lo cavaller: «sobre tot, bella cimera, la letra de la qual, si serà ben acertada, en moltes parts escrita la done, en lo primer arremetre, a les gents, que saber la declaració de les invencions naturalment desigen». (¡Y quién le iba a decir a Aristóteles que la Metafísica se vería envuelta en parejas frivolidades!). Hubo cimeras aplaudidas durante siglos: el yunque de Fernando el Católico, el diablo de Garcisánchez de Badajoz o -posiblemente en primer término- la noria del Conde de Haro y don Jorge Manrique. Otras, por adocenadas, no podían soñar con semejante destino. La vida guerrera y la tradición literaria, por caso, multiplicaron los almetes y cimeras con motivos de arquitectura militar y, anejas, las letras en torno al inevitable Chastel d'amours. Poco ingenio argüía echar manos de cosas por el estilo (como la muralla del Vizconde de Altamira, pongamos), salvo para introducir alguna variación llamativa: la «torre haziendo almenaras» de cierto Estúñiga, «una puente levadiza» que sacó «otro galán» (todavía en el Cancionero general), o, con alegoría doblada, los «castillos de cartas» de Camilo de Leonís (en la Cuestión de amor). El morrión y la cimera de nuestro apunte caen en ese terreno harto trillado. No hay gran riesgo en suponer que tampoco el mote correspondiente revelaría demasiada originalidad: de Macías a La Celestina, docenas de textos enseñaban a apurar las correspondencias simbólicas de cualquier especie de recinto fortificado -para el ataque o la defensa- con el Amor, el amante o la amada. Un detalle nos invita a elegir, de entre tantas posibles, una interpretación relativamente precisa para el alcázar ahora estampado: los proyectiles que lanza. En la poesía cancioneril -madre o hermana   —230→   mayor de toda letra de invención-, en efecto, cuando el torreón se presenta a la ofensiva, suele ofrecerse como trasunto de la dama, dispuesta a «ferir desde los muros / con fonda de fermosura» (Gómez Manrique), con «la gran pedrería de su menosprecio», con el mortal «trabuco de su señoría» (Barba). Quien a vista del grabado objete (obscenidades aparte) que el «Castillo de amor» manriqueño enarbola la insignia del galán, deberá advertir que, si ahí ondea «un estandarte / que muestra por vasallaje / el nombre de su señora / a cada parte», con mayor razón habrá otro tanto en la ciudadela de la dama.