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ArribaAbajo Un caballero de hábito

Ilustración

Ello es lo cierto que si me echara a averiguar el origen de muchos de los pergaminos de nobleza que en este Perú acordaron los monarcas de Castilla a sus leales vasallos, habría de sacar a plaza inmundicias de tamaña magnitud que obligaría al pulcro lector a taparse las narices con el pañuelo.

La casualidad puso hace poco entre mis manos el testamento y papeles de un caballero que murió a principios del siglo, y de ellos saco en limpio el siguiente extracto sobre los antecedentes de su señoría, a quien bautizaré con el nombre de don Juan.

Juanito era en su mocedad un grandísimo calavera. Vino de Andalucía a Lima en busca de la madre gallega (léase fortuna), y lejos de aspirar a encontrarla en el trabajo honrado, se dio al libertinaje y a vivir pegando hoy un petardo a éste y mañana al de más allá.

Celebrábase una noche la novena de la Virgen del Rosario, muy concurrida por la gente de tono, y a la puerta de la iglesia de Santo Domingo hallábanse varios mendigos poniendo a contribución la caridad de los   —316→   devotos. Entre ellos, el que mejor cosecha obtenía de cuartillos y hasta de columnarias era un ciego; y aquella noche había alcanzado a reunir en la escudilla hasta veintisiete reales, que no eran un gorgojo. De repente, un individuo que pasaba por la puerta del templo le arrebató el platillo, guardose las monedas, y sin hacer caso de las protestas y gritos del ciego, continuó de prisa su camino y perdiose en la lóbrega calle de Afligidos.

El ladrón era el tarambana de Juanito.

Con los veintisiete reales del pordiosero dirigiose a una casa de juego y empezó a apuntar. Algunas horas después había ganado hasta treinta onzas, que le sirvieron para equiparse decentemente, hacerse poco a poco de relaciones entre la argirocracia o aristocracia de la plata, que, la verdad sea dicha, era en Lima muy dada a ver correr las muelas de Santa Apolonia. Decir noble, por supuesto con las excepciones de toda regla, era decir jugador, y aun el que esto escribe alcanzó a conocer un caballero de muchas campanillas que perdió en una parada, en treses, una casa-quinta y diez talegos de a mil con otros tantos esclavos. Calculen ustedes por ahí lo rumboso de aquellos jugadores.

Hasta las damas de la aristocracia sacaban los pies del plato y tiraban a Jorge de la orejita. Basta recordar lo que fue Chorrillos hasta 1850. Tantos ranchos, tantos garitos. Allí no sólo se descamisaban entre hombres, sino que muy lindas hijas de Eva tiraban pinta que era una maravilla y con más desparpajo que militar en campaña.

Los veintisiete males del mendigo tenían consigo la bendición de Dios. Fueron como un amuleto para nuestro don Juan, pues consiguió fijar la rueda de la fortuna. En menos de cinco años, no sólo llegó a ser uno de los hombres más acaudalados de Lima, sino que hasta encontró el hábito de una orden de caballería, no recuerdo si de Santiago o Alcántara, y la casa que fabricó en la calle de... (¡casi se me escapa!) era considerada como una de las mejores de la ciudad.

He consagrado un artículo a la descripción del ceremonial empleado en Lima para la investidura del hábito de Santiago. No tengo datos sobre lo que fueron entre nosotros las órdenes de Montesa y de Calatrava; pero no habiendo ellas tenido en Lima capítulo, es claro que los pertenecientes a ellas recibieron en España la investidura y no en América.

De la orden de Alcántara sólo sé que la investidura se efectuaba en la iglesia de Monserrate, en cuyo conventillo vivían los padres benedictinos, o en la capilla del Barranco. El juramento y ceremonial era el siguiente:

-¿Juráis a Dios y a Santa María, y a esta señal de la † do ponéis vuestra mano, y a los santos Evangelios, que os habréis bien y fielmente en el cumplimiento de vuestros deberes y obligaciones como caballero de Alcántara? ¿Esto vos juraislo así?

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-Sí juro -contestaba el aspirante.

-Dios vos lo deje cumplir a salvación de vuestra alma y honra de vuestro cuerpo.

En seguida le calzaban la espuela, ceñíanle el acero, colocaban sobre sus hombros el manto blanco con cruz verde cantonada, colgábanle al cuello la venera, y el maestre, el clavero o el freire que presidía el capítulo decía:

-¿Qué prometéis?

-Estabilidad y firmeza.

-Dios os dé perseverancia.

Y dándole con la espada un ligero golpe en la cabeza, añadía:

-Dios Nuestro Señor, a intercesión de la Virgen Santísima María, su Madre, concebida sin mancha de pecado original, y de nuestros padres San Benito y San Bernardo, os haga buen caballero de Alcántara. Levantaos.

El novel caballero besaba la mano al maestre, clavero o freire que lo había investido, y se daba por concluido el capítulo.

En cuanto a los caballeros de Carlos III, era en la capilla de palacio donde se verificaba la investidura.

Volvamos a nuestro personaje.

Distinguiose este caballero por su caridad para con los pobres; pues lejos de imitar a otros cicateros que el día sábado compraban dos o tres pesos de pan frío para repartirlo entre los mendigos que por la mañana invadían el patio de las casas de rango, él distribuía semanalmente entre esos infelices la suma de veinte pesos en moneda menuda, amén de las limosnas que en mayor escala y privadamente hacía.

Fuese humildad o cumplimiento de penitencia por el confesor impuesta, ello es que en una de las cláusulas de su testamento fundó capellanía para que perpetuamente se dijesen, no recuerdo cuántas misas por el alma del ciego de la puerta de Santo Domingo, apareciendo con puntos y comas referida la historia de los veintisiete reales.

Ilustración



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La faltriquera del Diablo


I

Hay en Lima una calle conocida por la de la Faltriquera del diablo...

Mas antes de entrar en la tradición, quiero consignar el origen que tienen los nombres con que fueron bautizadas muchas de las calles de esta republicana hoy y antaño aristocrática ciudad de los reyes del Perú. A pesar de que oficialmente se ha querido desbautizarlas, ningún limeño hace caso de nombres nuevos, y a fe que razón les sobra. De mí sé decir que jamás empleo la moderna nomenclatura: primero, porque el pasado merece algún respeto, y a nada conduce abolir nombres que despiertan recuerdos históricos; y segundo, porque tales prescripciones de la autoridad son papel mojado y no alcanzarán sino con el transcurso de siglos a hacer olvidar lo que entró en nuestra memoria junto con la cartilla. Aunque ya no hay limeños de los de sombrero con cuita, limeños pur sang, échese usted a preguntar a los que recibimos en la infancia paladeo, no de racahout, sino de mazamorra, por la calle del Cuzco o de Arequipa, y perderá lastimosamente su tiempo. En cambio, pregúntenos usted dónde está el callejón del Gigante, el de los Cachos, o el de la Sirena, y verá que no nos mordemos la lengua para darle respuesta.

Cuando Pizarro fundó Lima, dividiose el área de la ciudad en lotes o solares bastante espaciosos para que cada casa tuviera gran patio y huerta o jardín. Desde entonces casi la mitad de las calles fueron conocidas por el nombre del vecino más notable. Bastará en prueba que citemos las siguientes: Argandoña, Aparicio, Azaña, Belaochaga, Beytia, Bravo, Baquíjano, Boza, Bejarano, Breña, Barraganes, Chávez, Concha, Calonge, Carrera, Cádices, Esplana, Fano, Granados, Hoyos, Ibarrola, Juan Pablo, Juan Simón, Lártiga, Lescano, La-Riva, León de Andrade, Llanos, Matienzo, Maurtua, Matavilela, Melchor Malo, Mestas, Miranda, Mendoza, Núñez, Negreyros, Ortiz, Ormeño, Otárola, Otero, Orejuelas, Pastrana, Padre Jerónimo, Pando, Queipo, Romero, Salinas, Tobal, Ulloa, Urrutia, Villalta, Villegas, Zavala, Zárate.

La calle de doña Elvira se llamó así por una famosa curandera, que en tiempo del virrey duque de la Palata tuvo en ella su domicilio. Juan de Caviedes en su Diente del Parnaso nos da largas y curiosas noticias de esta mujer que inspiró agudísimos conceptos a la satírica vena del poeta limeño.

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Sobre la calle de las Mariquitas cuentan que el alférez don Basilio García Ciudad, guapo mancebo y donairoso poeta, que comía pan en Lima por los años 1758, fue quien hizo popular el nombre. Vivían en dicha calle tres doncellas, bautizadas por el cura con el nombre de María, en loor de las cuales improvisó un día el galante alférez la espinela siguiente:


   «Mi cariño verdadero
diera a alguna de las tres;
mas lo fuerte del caso es
que yo no sé a cuál más quiero.
Cada una es como un lucero,
las tres por demás bonitas
congojas darme infinitas,
y para hacer su elección
no atina mi corazón
entre las tres Mariquitas».



La calle que impropiamente llaman muchos del Gato no se nombró sino de Gato, apellido de un acaudalado boticario.

Los bizcochitos de la Zamudio dieron tal fama a una pastelera de este apellido, que quedó por nombre de la calle. A idéntica causa debe su nombre la calle del Serrano; que transandino fue el propietario de una célebre panadería allí establecida.

La del Mármol de Carvajal lució la lápida infamatoria para el maese de campo de Gonzalo Pizarro.

De Polvos Azules llamose la calle en donde se vendía el añil.

Rastro de San Francisco y Rastro de San Jacinto nombráronse aquellas en donde estuvieron situados los primeros camales o mataderos públicos.

La calle de Afligidos se llamó así porque en un solar o corralón de ella se refugiaron muchos infelices que quedaron sin pan ni hogar por consecuencia de un terremoto.

La calle de Juan de la Coba debió su nombre al famoso banquero Juan de la Cueva.

En tiempo del virrey conde de Superunda, a pocos meses después de la ruina del Callao encontraron en un corral de gallinas un cascarón del que salió un basilisco o pollo fenomenal. Por novelería iba el pueblo a visitar el corral, y desde entonces tuvimos la que se llama calle del Huevo.

Cuando la Inquisición celebraba auto público de fe, colocábase en la esquina de la que con ese motivo se llamó calle de Judíos un cuadro con toscos figurones, que diz representaban la verdadera efigie de los reos, rodeados de diablos, diablesas y llamas infernales.

Por no alargar demasiado este capítulo omitimos el origen de otros nombres de calles, y que fácilmente se explicará el lector. A este número   —320→   pertenecen las que fueron habitadas por algún gremio de artesanos y las que llevan nombres de árboles o de santos. Pero ingenuamente confesamos que, a pesar de nuestras más prolijas investigaciones, nos ha sido imposible descubrir el de las diez calles siguientes: Malambo, Yaparió, Sietejeringas, Contradicción, Penitencia, Suspiro, Expiración, Mandamientos, Comesebo y Pilitricas. Sobre cuatro de estos nombres hemos oído explicaciones más o menos antojadizas y que no satisfacen nuestro espíritu de investigación.

Ahora volvamos a la calle de la Faltriquera del Diablo.




II

Entre las que hoy son estaciones de los ferrocarriles del Callao y Chorrillos, había por los años de 1651 una calleja solitaria, pues en ella no existían más que una casa de humilde aspecto y dos o tres tiendas. El resto de la calle lo formaba un solar o corralón con pared poco elevada. Tan desdichada era la calle que ni siquiera tenía nombre, y al extremo de ella veíase un nicho con una imagen de la Virgen (alumbrada de noche por una lamparilla de aceite), de cuyo culto cuidaban las canonesas del monasterio de la Encarnación. Habitaba la casa un español, notable por su fortuna y por su libertinaje. Cayó éste enfermo de gravedad, y no había forma de convencerlo para que hiciera testamento y recibiese los últimos auxilios espirituales. En vano sus deudos llevaron junto al lecho del moribundo al padre Castillo, jesuita de cuya canonización se ha tratado, al mercenario Urraca y al agustino Vadillo, muertos en olor de santidad. El empedernido pecador los colmaba de desvergüenzas y les tiraba a la cabeza el primer trasto que a manos le venía.

Habían ya los parientes perdido la esperanza de que el libertino arreglara cuentas de conciencia con un confesor, cuando tuvo noticia del caso un fraile dominico que era amigo y compañero de aventuras del enfermo. El tal fraile, que se encontraba a la sazón preso en el convento en castigo de la vida licenciosa que con desprestigio de la comunidad traía, se comprometió a hacer apear de su asno al impenitente pecador. Acordole licencia el prelado, y nuestro dominico, después de proveerse de una limeta de moscorrofio, se dirigió sin más breviario a casa de su doliente amigo.

-¡Qué diablos, hombre! ¡Vengo por ti para llevarte a una parranda, donde hay muchachas de arroz con leche y canela, y te encuentro en cama haciendo el chancho rengo! Vamos, pícaro, pon de punta los huesos y andandito, que la cosa apura.

El enfermo lanzó un quejido, mas no dejó de relamerse ante el cuadro de libertinaje que le pintaba el fraile.

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-Bien quisiera acompañarte; pero ¡ay! apenas puedo moverme... Dicen que pronto doy las boqueadas.

-¡Qué has de dar, hombre! ¡Vaya! Prueba de este confortativo, y ya verás lo que es rico.

Y acercando la botella de aguardiente a la boca del enfermo, lo hizo apurar un buen sorbo.

-¡Eh! ¿Qué te parece?

-Cereza legítimo -contestó el doliente, haciendo sonar la lengua en el paladar-. En fin, siquiera tú no eres como esos frailes de mal agüero que de día y de noche me están con la cantaleta de que si no me confieso me van a llevar los diablos.

-¡Habrá bellacos! No les hagas caso, y vuélvete a la pared. Pero aunque ello sea una candidez, hombre, sabes que se me ocurre creer que nada pierdes con confesarte. Si hay infierno te has librado, y si no lo hay...

-¡Tú también me sermoneas!... -interrumpió el enfermo encolerizándose.

-¡Quia, chico, es un decir!... No te afaroles, y cortemos la bilis.

Nuevo ataque a la botella, y prosiguió el español:

-Sobre que en mi vida me he confesado y no sabría por dónde empezar.

-Mira, ya que no puedes acompañarme a la jarana, tampoco quiero dejarte solo; y como en algo hemos de matar el tiempo, empleémoslo en dejar vacía la luneta y ensayar la confesión.

Y así por este tono siguió el diálogo, y entre trago y trago fue suavizándose el enfermo.

Al día siguiente vino el padre Castillo, y maravillose mucho de no encontrar ya reacio al pecador.

Con el ensayo de la víspera había éste tomado gusto a la confesión. Para él la gran dificultad había estado en comenzar, y diz que murió devotamente y edificando a todos con su contrición. La prueba es que legó la mitad de su hacienda a los conventos, lo que en esos tiempos bastaba para que a un cristiano le abriese San Pedro de par en par las puertas del cielo.

Entretanto, el dominico se jactaba de que exclusivamente era obra suya la salvación de esa alma, y para más encarecer su tarea solía añadir:

-He sacado esa alma de la faltriquera del diablo.

Y popularizándose el suceso y el dicho del reverendo, tuvo desde entonces nombre la calle que todos los limeños conocemos.





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ArribaAbajo El puente de los pecadores

Antes de entrar de lleno en la tradición del puente de Huaura, la villa favorita de dos santidades republicanas con entorchados de general (San Martín y Santa Cruz), aprovecho la oportunidad para consagrar pocas líneas a la historia de la fundación de su conventillo franciscano, hoy en ruinas, pero en cuyo claustro celebró sus sesiones cierta Asamblea legislativa de triste recordación.

El capitán D. Gonzalo de Heredia y Rengifo, descendiente de un conquistador, a poco de haber contraído matrimonio con doña Catalina Núñez Vela, deuda del infortunado virrey de ese apellido, fue asesinado una noche en la calle de Huaura, sin que la justicia alcanzase a descubrir al matador. No habiendo dejado hijo que lo heredase, su cuitado don Fernando de Izázaga y Meneses se creyó con derecho a la hacienda del difunto, y entabló pleito a la viuda; mas aunque doña Catalina acusó a Meneses de haber sido el asesino de su marido, no pudo presentar prueba clara; y don Fernando, que pertenecía a la familia del conde de Cifuentes y de la princesa de Éboli (la célebre tuerta que tan al retortero trajo al sombrío Felipe II, haciéndolo cometer calaveradas de mozalbete), fue absuelto en todas las instancias.

Iba ya a declararse en favor de don Fernando la herencia, cuando una mañana, limpiando doña Catalina los cuadros que adornaban las paredes de su sala, descubrió en la juntura de un lienzo que representaba al Seráfico un legajo de papeles, y entre otros de importancia, encontró un testamento en toda regla, firmado por Heredia quince días antes de su trágica muerte. El capitán tendría algún barrunto de lo que iba a sucederle, y procedía recordando lo de hombre prevenido nunca fue vencido.

Heredia, que por su madre doña Graciana Rengifo era patrón del colegio máximo de San Pablo en Lima, dejaba el quinto de su fortuna a la viuda, un buen legado a los jesuitas, y el resto, que excedía de cien mil duros, para la fábrica del conventillo de San Francisco, con holgada renta para manutención de los frailes y sostenimiento del culto.

Tan en forma estaría el testamento, que no hubo rábula que se atreviera a meterle cliente, prestándose a patrocinar la pretensión de Meneses, quien tuvo que morderse la punta del bigote y tragar saliva. Si él fue el asesino, arrastrado por la codicia de la herencia, no sacó de su crimen el provecho que se prometía.

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A principios del siglo XVII y para comodidad de los que viajaban de Lima a la costa-abajo, como decían nuestros abuelos al referirse a los valles situados al Norte de la capital del virreinato, se construyó sobre el río de llanura un puente de un solo arco, el cual descansaba por un lado sobre unas peñas del cerro de Chacaca, que está a la entrada de la villa, y por el opuesto en una enorme piedra cerca de Peralvillo. Para poner la villa al cubierto de las correrías de los piratas que en una de sus incursiones habían talado Huaura dando muerte al acaudalado vecino don Luis de la Carrera, se hizo una portada al extremo del puente, y sobre ella se colocaron dos bombardas o cañones de poco calibre.

Que no debió de ser obra muy sólida la del puente, lo prueba el que en 1785 el subdelegado don Luis Martín de Mata, constructor también del puente del río de Santa, emprendió repararlo con erogaciones pecuniarias de los agricultores del valle. El subdelegado llevó a buen término su empresa; mas algunos vecinos, enemistados con la autoridad, se echaron a decir que la refacción estaba mal hecha y que el puente amenazaba derrumbarse el mejor día.

A la cabeza del bando oposicionista y asustadizo estaba don Ignacio Fernández Estrada, hacendado influyente, quien obtuvo del virrey licencia para construir un nuevo puente sin gravamen del real tesoro, pero concediéndosele durante treinta años el derecho de cobrar medio real de peaje a cada persona y un real por cada acémila.

Como era natural, todos prefirieron el pasaje gratis por el puente antiguo, y esto no hacía la cuenta al concesionario Fernández Estrada. Yo no sabré decir cómo se las compuso este caballero; pero lo positivo es que un domingo, antes de dar principio a la misa, leyó el cura a los feligreses un pliego arzobispal, por el cual su ilustrísima declaraba en pecado mortal a todo el que se arriesgase a pasar por el antiguo puente; pues con deliberada voluntad se ponía en flagrante peligro de muerte, o lo que es lo mismo, se colocaba en idéntica condición a la del suicida.

Si ello hubiera sido mandato gubernamental, de fijo que todos los vecinos se habrían confabulado para no traficar por el puente nuevo. Pero eso de comprometer, no la pelleja, sino la salvación eterna, era ya cantar distinto. «Que sufra el bolsillo y no sufra el alma», o dijeron a una los feligreses.

Y Fernández Estrada empezó desde ese día a hacer caldo gordo con los maravedises que cobraba por derecho de peaje.

¡Ay del desventurado que se hubiera atrevido a poner la planta en el puente viejo o el puente excomulgado! Los muchachos lo habrían apedreado por mal cristiano y hereje y francmasón, que ya por ese año la Gaceta decía que la revolución francesa era obra exclusiva de unos hombres   —324→   diabólicos que habían creado una secta infernal, bautizándola con el nombre de masonería.

¡Pero fuese usted de puente favorecido con la bendición archiepiscopal!

En 1810, en momentos en que caballera en una mula regresaba una india para el caserío de Végueta, antojósele al puente nuevo decir: «aquí di fin», y se derrumbó con estrépito. La pasajera se encomendó a la Virgen del Carmen, y en vez de dar en el río, se encontró sana y salva junto con su mala en la banda opuesta.

En memoria de la milagrosa salvación de la india se levantó en ese sitio una capillita dedicada a la Virgen del Carmen, y a la cual la devoción popular obsequia constantemente con cirios.

El puente viejo, o sea el puente de los pecadores, se conserva sin haber dado todavía un susto a nadie; aunque la municipalidad no debe abrigar en él mucha confianza, pues a un hacendado que en 1872 solicitó permiso para el tránsito de una maquinaria que pesaba cuatro toneladas, le exigieron afianzase previamente el valor del puente.




ArribaAbajo Una tarjeta de visita

Entre don Sebastián de Aliaga, marqués de Celada de la Fuente, y su hermano don Juan José de Aliaga, marqués de Fuentehermosa, existía allí por los años de 1815 grave desavenencia. Los hermanos no sólo no se visitaban, sino que aun al encontrarse en la calle esquivaban el saludo.

No era todo esto porque los Aliagas se odiasen, sino por complacer a sus respectivas consortes, que no sabemos por qué femenil quisquilla se profesaban mutua inquina.

El don Sebastián, que a su título de marqués añadía el de conde de Lurigancho, desempeñaba el empleo hereditario de contador de la real casa de Moneda. A las nueve de la mañana, después del desayuno, subía al coche tirado por cuatro mulas y encaminábase a la oficina, donde permanecía hasta la una, hora en que terminaban las labores. Volvía a montar en su coche, apeábase a la puerta de un cajón de Ribera, donde ya lo esperaban los tertulios, que eran personajes de la nobleza y frailes de campanillas, y pasábase allí hora y media de charla, amenizada con una tanda de chaquete, juego de moda a la sazón. Tan luego como el esquilón de la catedral empezaba a llamar a coro a los canónigos, despedíase   —325→   el conde de San Juan de Lurigancho, y siempre en coche regresaba a su casa, situada en la calle de Palacio.

En 1815 su hermano el marqués de Fuentehermosa encontrábase de los hombres más apurados como se dice. Era el caso que don Pablo de Avellafuerte, caballero de mucho fuste, le había pedido la mano de su hija doña Rosa, y el señor don Juan José no podía decidirse a otorgársela sin previo acuerdo con su hermano don Sebastián, que era el mayorazgo. La cuestión era de lo más grave que podía presentarse para un hidalgo de esos tiempos. No por el gusto de casar a la hija había de entroncarse con quien los de su linaje rechazaran.

El de Fuentehermosa no quería ir a casa de la cuñada por evitarse la humillación, según él creía, de saludar a ésta. Tampoco tenía voluntad para escribir a su hermano, porque el asunto no era para tratarlo por cartas. Decidiose, pues, a abordar a don Sebastián en terreno neutral, y al efecto anduve un día paseando del Portal a la Ribera, en acecho de momento oportuno para entrar en plática con el de Celada de la Fuente.

En el instante que éste daba fin a su obligada tanda de chaquete, apareciose don Juan José.

-¡Salud, caballeros! ¿Cómo estás, hermano?

-Así, así hermano..., algo achacosillo -contestó don Sebastián.

-Pues con venia de estos señores -continuó don Juan José-, vengo a consultarte si como jefe de la familia encuentras causa de oposición para el matrimonio de tu sobrina Rosa con Avellafuerte.

-Hombre, me parece bien pensado que cases a la muchacha con don Pablo. Es un caballero a las derechas, y me congratulo de que entre en la familia.

-Pues entonces, hermano, no hay más que hablar. ¡A la paz de Dios, caballeros!

Dio el de Fuentehermosa la mano al mayorazgo, despidiose de los tertulios y salió del cajón de Ribera.

Don Sebastián quedose cavilando en que la conducta de su hermano tenía mucho de altiva; pues no era en la calle, en casa de un extraño, en una tienda pública, en fin, en donde debió buscarlo para hablarle de uno de esos asuntos de familia a que la gente de sangre azul daba tan subida importancia. Después de cavilarlo mucho, resolvió el de Celada de la Fuente darle una leccioncita al de Fuentehermosa, y montando en su coche, dirigiose a la casa de éste, que era la que formaba el ángulo de las calles de San José y Santa Apolonia.

-Mi hermano ha debido buscarme en mi casa -murmuraba- y no en el cajón de Ribera. Con esta conducta ha querido darme a entender que me estoy encanallando. Ahora voy a chantarle cuatro frescas.

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Al llegar a la casa preguntó por su amo al fámulo o portero, y éste le lijo que don Juan José no vendría hasta la noche, pues estaba de convite donde don Pablo Avellafuerte.

El mayorazgo de los Aliagas sacó del bolsillo de su casaca una tarjeta y escribió en ella con lápiz:


   José Sebastián de Aliaga,
cajonero de Ribera,
humilde con los humildes,
soberbio con la soberbia.



Tal fue la espiritual tarjeta de visita que el conde de Lurigancho dejó en casa de su atrabilario hermano.




ArribaAbajoUn tesoro y una superstición

Cura de Locumba, a principio del siglo actual, era el venerable doctor Galdo, quien fue llamado un día para confesar a un moribundo. Era éste un indio cargado de años, más que centenario, y conocido con el nombre de Mariano Choquemamani.

Después de recibir los últimos sacramentos, le dijo al cura:

-Taita, voy a confiarte un secreto, ya que no tengo hijo a quien transmitirlo. Yo desciendo de Titu-Atauchi, cacique de Moquegua en los tiempos de Atahualpa. Cuando los españoles se apoderaron del inca, éste envió un emisario a Titu-Atauchi con la orden de que juntase oro para pagar su rescate. El noble cacique reunió gran cantidad de tejos de oro, y en los momentos en que se alistaba para conducir este tesoro a Cajamarca recibió la noticia del suplicio de Atahualpa. Titu-Atauchi escondió el oro en la gruta que existe en el alto de Locumba, acostose sobre el codiciado metal y se suicidó. Su sepulcro está cubierto de arena fina hasta cierta altura: encima hay una palizada de pacays y sobre éstos gran cantidad de esteras de caña, piedras, barra y cascajo. Entre las cañas se encontrará una canasta de mimbres y el esqueleto de un loro. Este secreto me fue transmitido por mi padre, quien lo había recibido de mi abuelo. Yo, taita cura, te lo confío para que si llegase a destruirse la iglesia de Locumba saques el oro y lo gastes en edificar un nuevo templo.

Corriendo los años, Galdo comunicó el secreto a su sucesor.

El 18 de septiembre de 1833 un terremoto echó por tierra la iglesia de   —327→   Locumba. El cura Cueto, que era el nuevo cura, creyó llegada la oportunidad de extraer el tesoro; pero tuvo que luchar con la resistencia de los indios, que veían en tal acto una odiosa profanación. No obstante, asociáronse algunos vecinos notables y acometieron la empresa, logrando descubrir los palos de pacay, esteras de caña y el loro.

Al encontrarse con el esqueleto de esta ave los indios se amotinaron, protestando que asesinarían a los blancos que tuviesen la audacia de continuar profanando la tumba del cacique. No hubo forma de apaciguarlos y los vecinos tuvieron que desistir del empeño.

En 1868 era ya una nueva generación la que había en Locumba; mas no por eso se había extinguido la superstición entre los indios.

El coronel don Mariano Pío Cornejo, que después de haber sido en Lima ministro de Guerra y Marina, se acababa de establecer en una de sus haciendas del valle de Locumba, encabezó nueva sociedad para desenterrar el tesoro. Trabajose con tesón, sacáronse piedras, palos, esteras, y por fin llegó a descubrirse la canasta de mimbres. Dos o tres días más de trabajo, y todos creían seguro encontrar, junto con el cadáver del cacique, el ambicionado tesoro.

Extraída la canasta, viose que contenía el esqueleto de una vicuña.

Los indios lanzaron un espantoso grito, arrojaron hachas, picos y azadones y echaron a correr aterrorizados.

Existía entre ellos la tradición de que no quedaría piedra sobre piedra en sus hogares si con mano sacrílega tocaba algún mortal el cadáver del cacique.

Los ruegos, las amenazas y las dádivas fueron, durante muchos días, impotentes para vencer la resistencia de los indios.

Al cabo ocurriole a uno de los socios emplear un recurso al que con dificultad resisten los indios: el aguardiente. Sólo emborrachándolos pudo conseguirse que tomaran las herramientas.

Removidos los últimos obstáculos apareció el cadáver del cacique de Locumba.

«¡Victoria!», exclamaron los interesados. Quizá no había más que profundizar la excavación algunas pulgadas para verse dueños de los anhelados tejos de oro.

Un mayordomo se lanzó sobre el esqueleto y quiso separarlo.

En ese mismo momento un siniestro ruido subterráneo obligó a todos a huir despavoridos. Se desplomaron las casas de Locumba, se abrieron grietas en la superficie de la tierra, brotando de ella borbollones de agua fétida, los hombres no podían sostenerse de pie, los animales corrían espantados y se desbarrancaban y un derrumbamiento volvía a cubrir la tumba del cacique.

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Se había realizado el supersticioso augurio de los indios: al tocar el cadáver, sobrevino la ruina y el espanto.

Eran las cinco y cuarto del fatídico 13 de agosto de 1868, día de angustioso recuerdo para los habitantes de Arica y otros pueblos del Sur.




ArribaAbajo ¡Ijurra! ¡No hay que apurar la burra!


I

¿No saben ustedes quién fue Ijurra? ¡Pues es raro!

Don Manuel Fuentes Ijurra era por los años de 1790 el mozo más rico del Perú, como que poseía en el Cerro de Pasco una mina de plata, que durante quince años le produjo mil doscientos marcos por cajón. Aquello era de cortar a cincel.

Ijurra era de un feo subido de punto, tenía más fealdad que la que a un solo cristiano cumple y compete, realzada con su desgreño en el vestir. En cambio era rumboso y gastador, siempre que sus larguezas dieran campo para que de él se hablara. Así cuando delante de testigos, sobre todo si éstos eran del sexo que se viste por la cabeza, le pedían una peseta de limosna, motín Ijurra mano al bolsillo y daba algunas onzas de oro diciendo: «Socórrase, hermano, y perdone la pequeñez». Por el contrario, si una viuda vergonzante u otro necesitado ocurría a él en secreto, pidiéndole una caridad, contestaba Ijurra: «Yo no doy de comer a ociosos ni a pelanduscas: trabaje el bausán, que buenos lomos tiene, o vaya la buscona al tambo y a los portales».

No quiero hablar de las conquistas amorosas que hizo Ijurra, gracias a su caudal, porque este tema podría llevarme lejos. Como que le birló la moza nada menos que al regidor Valladares, sujeto a quien no tuve el disgusto de conocer personalmente, pero del cual tengo largas noticias, que por hoy dejo en el fondo del tintero.

Visto está, pues, que a Ijurra lo había agarrado el diablo por la vanidad y que para él fue siempre letra muerta aquel precepto evangélico de «no sepa tu izquierda lo que des con tu derecha». El lujo de su casa, su coche con ruedas de plata y la esplendidez de sus festines formaron época.

En esos tiempos en que no estaban en boga las tinas de mármol ni el sistema de cañerías para conducir el agua a las habitaciones, acostumbraba la gente acomodada humedecer la piel en tinas de madera. Las calles de Lima no estaban canalizadas como hoy, sino cruzadas por acequias   —329→   repugnantes a la vista y al olfato. Los vecinos, para impedir que las tablas se resecasen y desprendieran de su armazón, hacían poner las tinas en la acequia durante un par de horas.

Pues el señor Ijurra tenía la vanidosa extravagancia de hacer remojar en la acequia una tina de plata maciza.

Cuéntase de él que un día mandó aplicar veinticinco zurriagazos a un español empleado en la mina. El azotado puso el grito en el cielo y entabló querella criminal contra Ijurra. El proceso duraba ya dos años, presentando mal cariz para el insolente criollo. Éste comprendió que a pesar de sus millones corría peligro de ir a la cárcel, y para evitarlo pidió consejo a la almohada, que, dicho sea de paso, es mejor consejero que los de Estado.

Presentósele al otro día el escribano a notificarle un auto judicial, y después de firmar la diligencia, fingiendo Ijurra equivocar la salvadora, vertió sobre el proceso el enorme cangilón de plata que le servía de tintero. El escribano, al ver ese repentino diluvio de tinta, se tomó la cabeza entre las manos, gritando:

-¡Jesús me ampare! ¡Estoy perdido!

-No se alarme -le interrumpió Ijurra-, que para borrón tamaño, uso yo de esta arenilla.

Y cogiendo un saco bien relleno de onzas de oro las echó encima del proceso, recurso mágico que bastó para tranquilizar el espíritu del cartulario, quien no sabemos cómo se las compuso con el juez.

Vaya si tuvo razón el poeta aquel que escribió esta redondilla


   «El signo del escribano,
dice un astrólogo inglés,
que el signo de Cáncer es,
pues come a todo cristiano».



Lo positivo es que el de los azotes, viendo que llevaba dos años de litigio y que era cuestión de empezar de nuevo a gastar papel sobado, se avino a una transacción y a quedarse con la felpa a cambio de peluconas.

«No sin fundamento -dice un amigo mío- que todo anda metalizado: desde el apretón de menos hasta los latidos del corazón».




II

En la calle de Bodegones existía un italiano relojero, el cual ostentaba sobre el mostrador un curioso reloj de sobremesa. Era un reloj con torrecillas, campanillas chinescas, pajarillo cantor y no sé qué otros muñecos automáticos. Para aquellos tiempos era una verdadera curiosidad,   —330→   por la que el dueño pedía tres mil duretes; pero el reloj allí se estaba meses y meses sin encontrar comprador.

La tienda de Bodegones era sitio de tertulia para los lechuguinos contemporáneos del virrey bailío Gil y Lemos, a varios de los que dijo una tarde el relojero:

-¡Per Bacco! Mucho de que el Perú es rico y rumbosos los peruleros, y salimos ¡Santa Madona de Sorrento! con que es tierra de gente roñosa y cominera. En Europa habría vendido ese relojillo en un abrir y cerrar de ojos, y en Lima no hay hombre que tenga calzones para comprarlo.

Llegó a noticia de Ijurra el triste concepto en que el italiano tenía a los hijos del Perú, y sin más averiguarlo cogió capa y sombrero, y seguido de tres negros cargados con otros tantos talegos de a mil, entró en la relojería diciendo muy colérico:

-Oiga usted, ño Fifirriche, y aprenda crianza para no llamar tacaños a los que le damos el pan que come. Mío es el reloj, y ahora vea el muy desvergonzado el caso que los peruanos hacemos del dinero.

Y saliendo Ijurra a la puerta de la tienda tiró el reloj al suelo, lo hizo pedazos con el tacón de la bota, y los muchachos que a la sazón pasaban se echaron sobre los destrozados fragmentos.

A uno de los parroquianos del relojero no hubo de parecerle bien este arranque de vanidad, o nacionalismo, porque al alejarse el minero le gritó:

-¡Ijurra! ¡Ijurra! ¡No hay que apurar la burra! -palabras con las que queda significarle que al cabo podría la fortuna volverle la espalda, pues tan sin ton ni son despilfarraba sus dones.

La verdad es que estas palabras fueron para Ijurra como maldición de gitano; porque pocos días después y a revienta-caballos llegaba a Lima el administrador de la mina con la funesta noticia de que ésta se había inundado.

¡Qué cierto es que las desdichas caen por junto, como al perro los palos, y que el mal entra a brazadas y sale a pulgaradas!

Ijurra gastó la gran fortuna que le quedaba en desaguar la mina, empresas que ni él ni sus nietos, que aún viven en el Cerro de Pasco, vieron realizada. Y este fracaso y pérdidas de fuertes sumas en el juego lo arruinaron tan completamente, que murió en una covacha del hospital de San Andrés.

Aquí es el caso de decir con el refrán: «Mundo, mundillo, nacer en palacio y acabar en ventorrillo».

Desde entonces quedó por frase popular entre los limeños el decir a los que derrochan su hacienda sin cuidarse del mañana:

-¡Ijurra! ¡No hay que apurar la burra!