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ArribaAbajoUna elección de Abadesa

Por enero de 1709 la sociedad limeña estaba más arremolinada que un avispero. Tratábase nada menos que del capítulo pare elección de abadesa en el monasterio de Santa Clara. ¡Vaya si la cosa valía la pena!

Disputábanse el centro abacial Sor Antonia María de los Llanos y Sor Leonor de Omontes, actual abadesa, y que aspiraba a la reelección. Ambas contaban con fuerzas y probabilidades iguales, siendo diarias las escandalosas reyertas entre monjas y seglares domiciliadas en el convento, reyertas cuyos pormenores, siempre abultados, eran en la ciudad la comidilla de las tertulias caseras.

Todas las familias de Lima, por falta de distracciones o de asunto en que ocupar la actividad del espíritu, estaban afiliadas en alguno de los partidos monacales, tomando la cosa con tanto o más calor que los politiqueros de nuestros republicanos tiempos cuando se trata de que el bastón presidencial cambie de manos para repartir garrotazos.

El Cabildo eclesiástico, en sede vacante a la sazón, se reunió el 11 de enero, y por cinco votos contra tres declaró, no sin protesta de la minoría, que la madre Leonor no podía ser reelecta. Ésta, que contaba con la protección del virrey marqués de Castell-dos-rius y de los oidores, apeló   —253→   ante la Real Audiencia, y después de larga controversia entre el Cabildo y el Gobierno, dispuso éste que la elección se realizase el 12 de febrero, tercer día de carnaval, y que la madre Omontes podía ser candidata.

Aunque refunfuñando mucho, tuvieron que morder el ajo los cinco canónigos partidarios de la madre Llanos; y el día designado, a las ocho de la mañana, el Cabildo, presidido por el Provisor, que lo era el maestroescuela don Francisco Alfonso Garcés, se constituyó en Santa Clara y nombró presidenta, para el acto de la votación, a doña Teodora de Urrutia, que era la decana del monasterio, pues contaba veintiocho años de conventual.

Entretanto la plazuela y calles vecinas eran un hormiguero de gente principal y de muchitanga provista de matracas y cohetes voladores.

El provisor, que no daba por medio menos la victoria de la madre Antonia, su protegida, se puso como energúmeno cuando, terminado el escrutinio, resultó la madre Leonor con ochenta y un votos y su competidora con setenta y uno.

-Señoras -dijo su señoría,- sin oponerme a los despachos del real acuerdo, por justas causas que reservo en mí y en el venerable Cabildo, anulo la elección y nombro presidenta a la madre Urrutia, a la que todas las religiosas, bajo pena de excomunión, prestarán desde este momento obediencia.

Allí se armó la gorda.

Los tres canónigos omontistas les dijeron cuatro frescas al Provisor y a sus secuaces, y las monjas formaron una alharaca que es para imaginada y no para descrita, llegando una de las omontistas, tijera en mano, a obligar a las contrarias, que se allanaban a reconocer la autoridad de la presidenta, a refugiarse en el coro alto. Todo acabó, como se dice, a farolazos, y el juramento de obediencia quedó sin prestarse.

La Real Audiencia, a la que acudió en el acto la Omontes, querellándose de despojo, dio por buena y válida la elección de ésta, y a la vez ordenó al Cabildo que levantase la censura.

El Provisor contestó que, como juez ordinario, había desde enero seguido, en secreto, causa a la madre Leonor, y que, por justos motivos que reservaba in pectore y por razones canónicas que expuso, insistía en no darla posesión del cargo.

Esta oposición la hallará por extenso el curioso lector en un libro manuscrito que existe, en la Biblioteca Nacional, titulado Antigüedades de esta Santa Iglesia Metropolitana de los Reyes y del que es autor el canónigo Bermúdez.

-Ya esto es mucha mecha, y no la aguanto- exclamó el de Casielldos-rius, y le plantó al provisor una mosquita de Milán, que no otra   —254→   cosa era un oficio en que prevenía al señor Garcés que si en término de ocho horas no ponía a la Omontes en posesión de la abadía, se alistase para ser enviado a España bajo partida de registro; y que a los otros cuatro canónigos, sus camaradas en la resistencia, les limpiaría el comedero, privándoles de temporalidades hasta que Su Majestad otra cosa dispusiese.

Nada de paños tibios ni emolientes. Al grano, que en este caso es el bolsillo..., allí, donde duela, pensó su excelencia el virrey, y pensó bien; porque, a las cuatro de la tarde del 15 de febrero, los canónigos todos, más suavecitos que guante de ámbar, hicieron reconocer por abadesa de Santa Clara a la madre Leonor Omontes.

Así se restableció la calina en al claustro de las clarisas, donde las muchachas festejaron el desenlace del tenido capítulo cantando:


   ¡Vítor la madre Leonor!
¡Vítor el señor virrey!
¡Vítor la Audiencia que tiene
horma justa para el pie!






ArribaAbajoEl inca Bohorques

Si en el presente siglo tuvimos en América un aventurero francés que se proclamó rey de la Araucania, también a mediados del siglo XVII hubo otro europeo que bajo el nombre de Inca Huatlpa se exhibió como descendiente en línea recta de Manco-Capac y con derecho al trono de Huascar y Atahualpa. Así Aurelio I como nuestro Inca apócrifo encontraron partidarios entusiastas y fieles entre los indios y pusieron en graves atrenzos a los gobiernos.

Pocos, muy pocos son los datos que sobre el aventurero del siglo XVII nos suministran los escritores de aquel tiempo, y apenas si en alguno de ellos hemos bebido la noticia de su trágico fin. Con escasa tela no se hace cuadro de grandes dimensiones. Confórmese, pues, el lector con saber, que no es mucho, lo que hemos sacado en limpio sobre nuestro personaje.

Por los años de 1655 se presentó en Potosí, que era a la sazón el emporio de la riqueza, un don Pedro de Bohorques, natural de Granada, en España, a quien llama Mendiburu hombre tan astuto y emprendedor como un su colombroño andaluz nombrado don Francisco Clavijo de Bohorques,   —255→   que quince años antes apareciera en Lima dándose por descubridor del país del Enim, donde el piso y techo de las casas eran de oro, las paredes de plata y los muebles incrustados de diamantes, rubíes, zafiros, ópalos y esmeraldas. ¡Bonito país, a fe mía!

Según el ameno escritor bonaerense don Lucio V. López, que de los dos Bohorques de que habla Mendiburu hace una sola personalidad, éste don Francisco, amén de embaucador de hombres éralo también de mujeres, con las que su marrullería en el hablar y la gentileza de su persona le conquistaron buenas fortunas. «Era un injerto (dice López) de Cagliostro, Mesmer y Casanova. Mentía por los codos, y como era el único que en aquel tiempo de la pajuela tenía fósforo en la imaginación, contaba con las enormes tragaderas de la naciente sociedad peruana para echar a rodar cada bola como un templo. Era además bruto de nota; porque cuando le convenía, para entretenerse con las muchachas, hacía dormir a las viejas, abuela, madre y tía, con un par de puñados de aire que los echaba a la cara; anunciaba temblores y la llegada de los galeones; hacía desaparecer y reaparecer las piochas del peinado de las damas; se tragaba agujas, partía naranjas que en lugar de pepitas escondían anillos; le sacaba sin que lo sintiese al mismo virrey las onzas del chupetín, o de las narices le extraía al alcalde de primer voto un par de huevos de gallina».

Para acometer la conquista del país del Enim, logró en 1643 enrolar hasta treinta españoles, azuzados por los vicios y por la codicia, y con ellos emprendió viaje por la ruta de Tarma y Jauja. Pero tales fueron los escándalos, abusos, trapacerías y extorsiones que él y sus compañeros cometieron en las primeras cincuenta leguas de camino, que la inquisición por un lado y la Audiencia por otro mandaron echarle guante. Traído a Lima Clavijo Bohorques, se le enjuició por ladrón, falsificador, embustero, sospechoso en materia de fe y venido a Indias para deshonra de andaluces. Se le desterró al presidio de Valdivia, y salió bien librado.

Volviendo al otro Bohorques (don Pedro), después de habitar por uno o dos años en Potosí, pasó en 1657 a Salta y Tucumán, donde engatusó tan por completo a los indios cachalquíes y de otras tribus, que lo paseaban en andas con escolta de ocho mil hombres, reconociéndolo por hijo legítimo del Sol e inca del Perú, con el nombre de Huallpa.

Bohorques se puso en relación con los jesuitas que por esas regiones catequizaban y hacían su agosto; y aunque diz que al principio anduvieron en buena inteligencia con el aventurero, a poco vino el rompimiento, y Bohorques expresó su resolución de ahorcar jesuitas si en término de tres días no se evaporaban, como en efecto se evaporaron, de los territorios sujetos a su imperial dominio.

  —256→  

La importancia del improvisado inca iba subiendo de punto, y tanto que alarmados el virrey, el gobernador de Tucumán y la Audiencia de Chuquisaca, despacharon contra los cachalquíes una expedición, compuesta de sesenta arcabuceros, cuarenta jinetes, cien infantes y dos cañoncitos pedreros. Aunque hubo muchas escaramuzas con éxito variado, corrió poca sangre; porque el gobierno quiso, antes de arriesgar batalla en forma, parlamentar con Bohorques, fiando acaso más en los recursos de la diplomacia y de la intriga que en el poder de las píldoras de plomo. No sé el cómo pasaron las conferencias; pero ello es que don Pedro se avino a volver a la vida civilizada, y que abandonó a sus vasallos, bajo el compromiso de residir en Lima, donde el gobierno lo asignaría para su manutención y decencia soldada de capitán.

Fuese que a los pocos años de estar en Lima la autoridad buscara pretexto para romper compromisos, o que en realidad se hubiera vuelto a despertar la ambición en Bohorques, lo positivo es que una noche dio con su humanidad en la cárcel de corte. Díjose que había llegado un chasqui de Chuquiavo con pliegos, en los que se hablaba de estar los cachalquíes alistándose para un nuevo alzamiento, que sería general en el Perú, y que Bohorques anclaba en conciliábulos con varios caciques de los pueblos vecinos al la capital del virreinato. Por si era cierto o no era cierto, la Real Audiencia resolvió cortar por lo sano, haciendo desaparecer el pretexto, por aquello de que muerto el perro se acabó la rabia. Suprimiendo al inca se mataba la revolución.

Bohorques tuvo, pues, como gráficamente escribe don Lucio, que entregar el rosquete al diablo.

Le dieron en 1667 garrote en la plaza de Lima, y su cabeza estuvo por un año aireándose en el arco del Puente, junto con las de ocho caciques considerados como sus cómplices de rebelión.




ArribaAbajoLavaplatos

La hacienda de San Borja, en los alrededores de Lima, medía noventa y dos fanegadas de terreno, y como dotación de agua disfrutaba de ocho riegos y medio, lo que ciertamente era poquita cosa.

Los padres jesuitas, propietarios del fundo, decían que San Borja apenas tenía agua para que un pato nadase con holgura; pero ellos sabían ingeniarse para contar siempre con algunos riegos más a expensas de   —257→   las haciendas vecinas, con cuyos dueños mantenían constantes litigios.

Por los años de 1651, el alcalde provincial y juez de aguas de Lima don Bartalomé de Asaña se propuso realizar una visita de inspección a todas las haciendas del valle de Surco para, como resultado de ella, hacer nueva y equitativa distribución de riegos. Habló de su propósito al virrey, que lo era el Excelentísimo señor conde de Salvatierra, y éste, que tenía arrumados y por resolver en la Real Audiencia más de veinte procesos sobre aguas, decidió acompañarlo en la inspección, para con esa previa vista de ojos fallar en conciencia las pretensiones y querellas de los agricultores. Cada tres días, durante cuatro meses, su excelencia el virrey con su señoría el alcalde y una comitiva de ocho personas por lo menos, amén de un capitán y soldados de escolta, dieron en salir de palacio a las seis en punto de la mañana, bizarramente cabalgados, camino de la hacienda con anticipación designada.

El hacendado, con su familia y amigos, recibía en la puerta de la hacienda al representante del monarca, y lo acompañaban todos a caballo a recorrer el fundo, dando las explicaciones precisas sobre las acequias, tomas y demás puntos hidráulicos.

Por lo regular terminábase la inspección en un par de horas, regresando la comitiva a la casa, donde ya se imaginará el lector, haciéndosele la boca agua, lo opíparo del almuerzo con que se refocilarían tan empingorotados visitadores.

Llegado el turno a San Borja, los loyolistas no podían quedarse atrás en esto de echar la casa por la ventana, para ofrecer un almuerzo que fuera de lo bueno lo mejor y más sabroso, remojado con deliciosos vinos.

La vajilla era de reluciente plata cendrada; pero chocole al virrey que sólo a él le cambiaban plato y cuchara, y que con los demás comensales no se guardaba idéntica atención.

Levantados de la mesa, no pudo el de Salvatierra dejar de manifestar su extrañeza por la grosería y desaseo en gente que, como los jesuitas, gozaba reputación de canta y limpia; pero el administrador de la hacienda se apresuró a contestar:

-Harto nos duele, señor excelentísimo, la falta involuntaria en que hemos incurrido, y crea vuecencia que sólo una absoluta imposibilidad nos ha impedido cambiar plato y cuchara para cada servicio.

-¿Y qué imposibilidad puede ser esa, padre?

-Señor, la de que tenemos tan poca agua que no nos alcanza para hacer lavar platos.

El virrey no pudo dejar de sonreírse, y probablemente se dijo para si: «Estos benditos varones no tienen puntada sin nudo, y cuando dan el ala es para mejor comerse la pechuga».

  —258→  

Y concluyó el de Salvatierra:

-Pues por si me ocurre volver a almorzar en San Borja, quiero evitar que los que me acompañen coman en plato sucio. Señor juez de aguas, asigne usía un riego más a esta hacienda para servicio de la cocina.

Y ello es que, hasta ahora, por la cocina de San Borja pasa una acequia abundante de agua, bautizada con el tradicional nombre de Lavaplatos.



  —[259]→  

ArribaAbajoDos excomuniones

Ilustración


I

Bien haya el siglo XIX, en que es dogma el principio de igualdad ante la ley. Nada de fueros ni privilegios.

Que en la práctica se falsee con frecuencia el dogma, ni quita ni pone. Siempre es un consuelo saber que existe siquiera escrito, y que estamos en nuestro derecho cuando gritamos recio contra las arbitrariedades de los que mandan.

Estos despapuchos se me han venido a la pluma al imponerme de los conflictos en que, a mediados del siglo anterior, se vio envuelto don Nicolás de Boza y Solís, alcalde de Guamanga. Paso a contarlos.

Junto a la casa del obispo don Alfonso López Roldán, que fue un mitrado batallador como pocos, y con puerta excusada para el patio del domicilio de su ilustrísima, había una pulpería cuyo dueño era un catalán, que respondía no sé si al apellido o al mote de Cachufeiro, hombre atrabiliario hasta dejarlo de sobra.

La ocupación de pulpero, en que con facilidad se hacía fortuna, constituía un privilegio; pues según real cédula promulgada en el Perú en   —260→   tiempo del virrey conde de Chinchón, sólo a españoles de España era lícito establecer pulpería. Ítem, el número de ellas se limitó a una por manzana en Lima, a treinta en Arequipa y Cuzco, a quince en Trujillo, y a doce en ciudades como Guamanga. Un pulpero era, pues, casi un personaje.

Había el alcalde, como bando de buena policía, dispuesto que después del toque de cubrefuego no hubiese ventorrillo abierto, porque la reunión de aficionados al zumo de parra ocasionaba escándalos y tumultos, con zozobra del pacífico vecindario. Cachufeiro ni pizca de caso hacía del bando ni de las reiteradas notificaciones de los alguaciles, y mantenía abierto su establecimiento hasta la hora que le venia en gana cerrar. Calentose al fin la chicha a su señoría, que rondaba la población después de las diez de la noche, y se llevó a la cárcel al insolente pulpero.

Noticiado el señor obispo de la prisión del vecino, reclamó su libertad; pues la pulpería, según su leal saber y entender, gozaba de tanta inmunidad como la casa episcopal. El alcalde contestó al oficio del diocesano negándose, en términos respetuosos, a acceder, y manifestando que una pulpería con puerta a la calle pública estaba bajo la jurisdicción inmediata de la autoridad civil, sin que la circunstancia de la puertecita excusada o de comunicación con el patio y corrales del domicilio episcopal mereciese ser atendida. Y por más deferencia a la persona de su ilustrísima, dispuso el alcalde que el escribano del Cabildo en persona fuese a entregar la nota, y de palabra diera también al obispo otras satisfactorias explicaciones.

El señor López Roldán era, como hemos dicho, carácter fosfórico, y después de imponerse del oficio, dijo muy encolerizado al escribano:

-Vaya usted, pedazo de canalla, y dígale a ese alcalde de morisqueta que si antes de una hora no ha puesto en libertad a mi vecino, lo excomulgo con excomunión mayor. Vaya usted.

Al cartulario le ardió como cantárida eso de, sin comerlo ni beberlo, oírse llamar, no como quiera simplemente canalla, sino pedazo de canalla, que es el colmo del vejamen, y contestó:

-Permítame su señoría ilustrísima decirle que yo no he dado motivo para que me insulte...

-Cállese, pícaro hereje, y lárguese -lo interrumpió el obispo alzando los puños- antes que también lo excomulgue si me chista.

Y el escribano dio media vuelta y escapó.

¿Creerán ustedes que el alcalde de Guamanga, don Nicolás de Boza y Solís, tembló como una rata y puso en la calle al preso? Pues así como suena.

Lo peor es que tuvo la tontería de escribir a Lima, informando minuciosamente   —261→   de todo a su excelencia el virrey marqués de Castellfuerte, que fue un virrey muy bragado y de malas pulgas.

-¡Cómo! ¡Inmunidad de pulpería! ¿Esas tenemos? Pues hay que atar corto a ese obispo y echar una repasata a ese alcalde mentecato -exclamó el marqués.

Y convocando a la Real Audiencia se dispuso el enjuiciamiento del señor López Roldán. El juicio duró dos años, y terminó dando el mitrado satisfacciones al poder civil.

Cuando Boza y Solís leyó la filípica que, en respuesta a su informe, le enviara el de Castellfuerte, murmuró:

-¡Me he lucido! Palo porque bogué, y palo porque no bogué.




II

Para atrenzos tampoco fueron anea de rana en los que se vio, allá por los años de 1670, don Juan de Aliaga y Sotomayor, nieto del conquistador Jerónimo de Aliaga.

Fue el caso que habiendo contraído matrimonio con dona Juana de Esquivel, ésta le llevó en dote cincuenta mil pesos sonantes, amén de valiosas propiedades, rústicas y urbanas, en perspectiva, como hija única de padres ya viejos y acaudalados. Después de doce años de coyunda, murió doña Juana sin haber tenido prole, y en su testamento legó toda su fortuna al marido, sin más gravamen que el de fundar una capellanía, en beneficio de una dignidad del coro metropolitano de Lima, con los cincuenta mil pesos de la dote.

Pero pasaron meses y meses sin que don Juan pensara en lo de la capellanía, hasta que los interesados en la fundación acudieron al papel sellado, convencidos de que a buenas nada alcanzarían. Y vino litigio, y don Juan buscó abogado que tuviese bien provisto el almacén de la chicana, y corrieron años, y la capellanía sin fundarse. Y no se habría fundado hasta hoy día de la fecha, a continuar el asunto en manos trapisondistas de leguleyos y escribanos.

Mas el arzobispo se amostazó un día, y dijo: «Basta de papelorios».

Y sin más fórmulas mandó al cura de la parroquia de San Sebastián que en la misa mayor del domingo venidero fulminase excomunión mayor contra el tramposo.

En esos tiempos una excomunión no pesaba adarmes, como las excomuniones de hogaño, sino muchas toneladas. Hoy las excomuniones se parecen a las zarzuelas en que son motivo de chacota callejera y de provechosa popularidad para el excomulgado. No quitan el sueño ni el apetito. Gente conozco que rabia por que le caiga encima una excomunión.

  —262→  

También es verdad que en esos siglos, Roma abusaba de su omnipotencia con actos que hoy ciertamente no se atrevería a realizar por miedo al ridículo. No sólo elevaba a la dignidad de santo a quien le placía, que en eso poco dañaba a la humanidad viviente, sino que los altos puestos de la Iglesia los distribuía a su antojo y por adulación a los reyes que le hacían caldo gordo. Por eso en 1619 Paulo V concedió el capelo cardenalicio y nombró arzobispo de Toledo al infante don Fernando, hijo de Felipe III, niño de diez años, atendiendo a los indicios que daba de virtud, indicios que cuando fue hombre resultaron hueros. Clemente XII, en el siglo siguiente, esto es, ayer por la mañana, mejoró la postura en un niño de ocho años, el infante don Luis Antonio, hijo de Felipe V, tan cardenal y arzobispo como el otro, y que también desmintió los indicios. ¿Y quién excomulgó a esos Papas simoníacos? ¿Quién? Doblemos la hoja.

Don Juan estaba a la sazón en vía de contraer segundas nupcias con doña María Brava y Maza, limeñita aristocrática de mucho reconcomio y hermosura y que gastaba el lujo de tener padre de espíritu, si bien acudía al confesonario sólo por cuaresma, y eso por el bien parecer. Para los pecados que ella embarcaba en la nave de su vida, bastaba con un desvalijo al año.

Aquel domingo, ignorante él de que en la mañana se le había puesto fuera de la comunión de la Iglesia, fue a las dos de la tarde a hacer la obligada visita dominguera a la novia. Una criada lo esperaba en la puerta de la calle, y sin permitirle traspasar el umbral le dijo:

-Dice mi amita que le haga su merced favor de no desgraciarle su casa poniendo los pies en ella.

Aquí de las apuraditas para don Juan. A él, según decía a sus amigos, se le daba un carámbano de la excomunión; pero no se avenía a renunciar a sus amores. Escribió, y le devolvieron la carta sin abrirla; mandó parlamentarios, y se rechazaron las embajadas. Siempre la niña erre que erre en no corresponder ni al saludo del excomulgado.

¿Qué partido le quedaba, pues, al pobre galán? Arriar bandera, rendirse a discreción; y eso fue precisamente lo que hizo.

Hasta Enrique IV, persona de más copete que los Aliaga de mi tierra, dijo: «Bien vale París una misa».

Y Mariquita para don Juan valía más que París.

Y la capellanía se fundó, y hubo casorio. Como no se estilaban en ese atrasado siglo medallitas conmemorativas, disculparán ustedes que no precise la fecha de la ceremonia nupcial.





  —263→  

ArribaAbajoSimonía

Allá en los tiempos en que a las campanas se las mandaba, por vía de castigo, desterradas a América...

-¡Alto el fuego! -me interrumpe el lector- ¿Cómo es eso de la proscripción de campanas!

-Va usted a saberlo, señor mío.

Cuenta González Obregón, en su precioso libro Méjico viejo, que en un pueblecillo de España cuyo nombre no consigna la historia, había una iglesia con su respectiva torre, y en ésta una campana, la cual una noche, a la hora en que los vecinos roncaban a más y mejor, dio en meter bulla como si una legión de diablos agitara la cuerda que pendía de su badajo.

Armose gran tole tole, y el alcalde, seguido del campanero, que dormía muy tranquilo en el lecho de su conjunta, subió a la torre, y ni por respeto siquiera a la vara de su merced suspendió su vocinglería la campana, sin acertarse a descubrir la mano que la impulsara. El cura calificó a la campana de posesa del demonio, y al otro día la exorcizó y conjuró con hisopazos de agua bendita.

Como era consiguiente, lo portentoso del caso llegó a saberse y a comentarse en la villa y corte de Madrid. Dispuso entonces, no sé si Carlos V o Felipe II, que se siguiese juicio a la subversiva campana, y los jueces, después de hacerse carga de abultadísimo proceso, vinieron en mandar y mandaron: primero, que se diera por malo y de ningún valor el repique; segundo, que se le arrancara a la campana la lengua o badajo, y tercero, que se la enviase desterrada a Indias.

Si San Paulino de Nola, inventor de las campanas, hubiera existido a la sazón, de fijo que apela del riguroso fallo.

Y la campana sin badajo fue enviada a Méjico, dónde se conservó desde mediados del siglo XVI hasta 1868, año en que por estar desportillada e inservible en el rincón de un corral o patio, una municipalidad republicana la vendió a un establecimiento de fundición de metales.

Razonable sería presumir que las demás campanas españolas escarmentaron en cabeza ajena. Pues no, señor. La desmoralización cundió, y casi a fines de aquel siglo otra que tal dio idéntico escándalo. Diz que esa campana vino a Lima consignada al arzobispo Santo Toribio, quien la destinó a la torre del monasterio de Santa Clara.

Entro la campana de Méjico y la de Lima no hubo más diferencia sino   —264→   que con aquella se cumplió el fallo al pie de la letra, pues jamás se la puso badajo. La de las clarisas sí que volvió a hacer uso de la lengua, acaso porque Santo Toribio lo solicitara así de la real clemencia.

Reanudo mi relato. Decía, pues, que en esos tiempos en que se desterraba a las campanas, como hogaño a peligrosas personalidades políticas, vino de España un paquidermo presbiteroide con más apego al dinero que a la camisa del cuerpo, el cual presbiteroide obtuvo a poco beneficio parroquial en pueblo de la sierra que contaba con cinco mil indios. No bastándole al cura para rellenar la hucha con los diezmos, primicias, bautizos, casorios, cabos de año, misas gregorianas y demás socaliñas, inventó, pues era hombre de imaginativa para esto de trasquilar a las mansas ovejas, algo que fue para él mejor que el hallazgo de mina en boya.

El panteón del pueblo medía poco más o menos ochenta varas cuadradas. Dividiolo el cura en tres partes, poniendo sobre la puerta del mayor cercado la palabra cielo. Los otros dos trozos de terreno eran el uno de diez varas cuadradas, con cartel en que se leía la palabra purgatorio; y el otro de seis varas con esta inscripción: infierno.

Siempre que era asunto de dar sepultura a un cadáver, los acongojados deudos dirigíanse al cura y preguntábanle cuánto les costaría el sepelio.

-Nada, hijito, si lo enterramos en el infierno.

-¡Ah! No, taita.

-Pues lo enterraremos en el purgatorio. Vale diez pesos. No puede ser más barato.

-¿No será mejor, taita cura, ponerlo de una vez en el cielo?

-Eso como tú quieras; pero te advierto que el cielo es carito. Cuesta treinta pesos, ni un cuartillo menos.

-¿Tanto, taita?

-¿Y te parece poca mamada esa de ir al cielo sin chamuscarse ni una pestaña en el purgatorio?

Convendrá el lector conmigo en que el presbiteroide era hombre que sabía más que Lepe, Lepijo y su hijo, y que no era ningún abogado Ferrández, de quien dice el refrán que ganaba los pleitos chicos y perdía los grandes.

¿Qué ser tan descastado y sin entrañas sería el que se hiciese remolón para dejar al deudo pudriéndose eternamente en el infierno o reconcomiéndose en el purgatorio? Aunque fuera pidiendo limosna de puerta en puerta, había que reunir los treinta morlacos para que el pariente fuese al cielo en tren directo.

Como todo lo malo encuentra siempre imitadores en este valle de   —265→   lágrimas y pellejerías, abundaron hasta el pasado siglo los curas que por treinta pesos aseguraban a los difuntos la gloria perdurable, que para mis lectores deseo. Amén.

No tengo noticia de que actualmente haya en el Perú pueblo alguno donde los curas practiquen tan escandalosa simonía. Pero el escritor bonaerense Florencio Mármol, en su entretenido librito Recuerdos de la guerra del Pacífico, asegura que en 1880 conoció en uno de los pueblos del departamento de Cochabamba (república de Bolivia), párroco que de tan indigna manera seguía explotando la ignorancia de los infelices indios.

Y San Seacabó, que es santo sin vísperas ni vigilia.




ArribaAbajo¿Quién es ella?


   Cuentan de un corregidor,
      nada bobo,
que siempre que al buen señor
denunciaban muerte o robo,
atajando al escribano
que leía la querella,
exclamaba: ¡al grano, al grano!
      ¿Quién es ella?



Así dio comienzo don Manuel Brotón de los Herreros a una de sus más donosas letrillas, en la cual probaba por a+b que


¡no hay remedio!
En todo humano litigio,
a no obrar Dios un prodigio,
siempre hay faldas de por medio.



De la misma madera, limo o lo que fuere, de que Dios formara al corregidor pintado por el gran poeta cómico de España, envió Su Majestad don Felipe V a estos sus reinos del Perú, allá por los años de 1712, al licenciado don Juan Alejo Cortavitarte con el cargo de alcalde del crimen de la ciudad de Lima. Para don Juan Alejo, como para el corregidor bretoniano, no se cometía crimen o delito en el territorio sujeto a su jurisdicción, sin que causa, agente o cómplice fuera alguna hija de Eva.

Campanero de la Merced era por entonces un gallego, el hermano   —266→   Emerenciano, hombre de poca sindéresis y que frisaba en los cuarenta años, el cual tenía por auxiliares para repiques y cuidado de la torre a otros dos hermanos legos, mocetones y gente de poco más o menos.

Emerenciano gozaba reputación de fraile austero, cumplidor de su deber y devoto hasta el fanatismo. No era de esos azotacalles que pasan la mayor parte del tiempo lejos del claustro. Ni la maledicencia, que en todo se ceba y para la que no hay fama libre de escupitajo, halló jamás pretexto para morder en el humilde lego mercenario. No se le conocían comadre ni sobrinos, como a la mayoría de los ministros del altar. Si Emerenciano no era un santo, poquito le faltaba.

A las mueve de la mañana celebrábase diariamente la misa solemne del convento, y desde esa hora hasta pocos minutos antes de las diez permanecía en la torre el campanero con sus dos subordinados, para dar el repique de anuncio y el final y las campanadas rituales en el momento de la elevación.

Fue el caso que una mañana se vio al lego Emerenciano montarse sobre la balaustrada y lanzarse en el espacio. Cayó desde treinta pies de altura sobra las piedras de la plazuela y se descalabró.

¿Aquello era un suicidio voluntario o involuntario? ¿Sus auxiliares lo habían acaso precipitado? Resolver estas preguntas competía a la justicia; esto es, a su representante el licenciado Cortavitarte.

-Vaya, don Juan Alejo -le decían sus amigos.- Alguna vez habíamos de ver que falló su aforismo. Aquí sí que no hay ni puede haber quién es ella.

-¿Y por qué no? -contestaba el alcalde.- Mi aforismo no marra ni marrar puede.

-Pero ¿está usted loco? -le argüían.- ¿No sabe usted que para el difunto las mujeres estaban de más sobre la tierra?

- ¡Quién sabe! -replicaba el juez.- Ya nos dirá el proceso quién es ella.

Y el proceso habló y dijo: que la preciosa condesita de C..., que habitaba la casa fronteriza a la torre, tenía por costumbre bañarse en el estanque cuyas paredes, altamente muradas, la ponían fuera del alcance de curiosos vecinos, imaginándose también libre de acechadores en la torre. Hizo el diablo que una mañana el campanero, que tenía ojos de lince, alcanzara a descubrir las esculturales formas de Venus convertida en ondina, y desde ese momento la castidad del lego se evaporó, despertánsose en él la adormida lascivia. Si al santo rey David, con ser quien fue, le levantó roncha en las entretelas del alma la contemplación de Betsabé en el baño, no veo por qué un humildísimo lego había de tener blindaje para resistir y salir incólume del peligro tentador. Y tanto dio en deleitarse   —267→   con el gratis y matinal espectáculo, que un día para mejor estimar algún detalle se encaramó sobre la balaustrada y, casualidad o vértigo, ello es que se rompió la crisma.

Don Juan Alejo Cortavitarte, al firmar el último auto del proceso, se restregó las manos de gusto, y olvidando la gravedad de juez, hizo un par de piruetas, diciendo al escribano:

-Ya ve usted, don Antolín, que me he salido con la mía:


   «En toda humana querella,
pregúntese: ¿quién es ella?»






ArribaAbajoA cuál más santo

Que lo he leído en letras de molde, narrado por un cronista de convento, no tengo ápice de duda. ¿Cuál el libro? ¿Quién el autor? Eso es lo que no alcanzo a recordar. En fin, algo discreparé en pormenores; pero en el fondo garantizo la autenticidad.

Había en Lima por los últimos años del siglo XVII dos legos, juandediano el uno y de la recoleta dominica el otro, que aunque gozando fama de austera virtud, eran tenidos por el pueblo en concepto de un par de locos o extravagantes.

La manía del recoleto dominico era, así lloviese o hubiera una resolana de tostar nueces, llevar siempre la cabeza descubierta. Y la manía del juandediano estribaba en descubrirse también y arrodillarse en plena calle, siempre que encontraba a aquel.

El pueblo consideró estas genuflexiones como cosa de hombre cuya sesera estuviese sin tornillos; pero a los dominicos antojóseles pensar que los juandedianos se burlaban de ellos, encomendando a un lego que hiciese mofa del recoleto.

En Lima jamás se vio dos comunidades bien avenidas. Por si la una tenía mayor antigüedad que la otra, por si gozaba de más prestigio o era superior en riquezas, o por otras causas más o menos fútiles, que motivo de quisquilla no podía faltar, ello es que siempre andaban mascándose sin tragarse. De convento a convento la guerra era perenne.

El prior de la recoleta se encontró un día en terreno neutral con el superior de los juandedianos, y sin perder tiempo en preámbulos, le dijo:

-¿Sabe usted, padre hospitalario, que ya me va cargando el comportamiento   —268→   de su lego X... para con mi lego Z?... Si vuesa paternidad no lo mete en vereda y sigue repitiéndose la burlería, tomaré yo medidas que escarmienten a sus juandedianos y les hagan conocer la distancia que va de dominico a hospitalario.

Quedose el juandediano alelado y sin atinar a defender los fueros de los suyos. Dijo que él ignoraba lo que ocurría; que haría las averiguaciones del caso, y que si había culpa por pare de su lego, él sabría aplicarle el con digno castigo.

De regreso al convento, llamó el superior al lego y lo interrogó:

-Es la pura verdad -contestó éste- la que ha dicho el reverendo padre prior: sólo que si me arrodillo cuando encuentro al hermano Z..., es por veneración al Espíritu Santo, que va posado sobre su cabeza.

Transmitida la respuesta al prior de los recoletos y hecha pública entre la gente del pueblo, adquirieron los dos legos gran reputación de santidad. Pero ella fue motivo para que cada comunidad sostuviese que la santidad de su lego era de más quilates que la del otro.

¿Cuál era mayor gracia? ¿La de llevar al Espíritu Santo sobre la cabeza, o la de tener el privilegio de verlo? Averígüelo otro que no yo, que aquel que lo averiguo buen averiguador será.

En los tiempos de la República, creo que hasta 1865, hubo en Lima un señor Cogoy, que fue acaudalado comerciante, regidor del Cabildo y gran persona en los albores de la independencia, el cual dio a la vejez en el tema de andar sin sombrero. Era un loco manso, a quien conocí y traté.

Como el lego de la recoleta, sostenía el buen Cogoy que llevaba al Espíritu Santo sobre la cabeza. Sólo que como esto pasaba en días de impiedad republicana, de herejes vitandos y de francmasones descreídos, Dios no quiso acordar a ningún otro prójimo la gracia de ver la palomita.

¡Y luego dirán que progresamos!




ArribaAbajoEl virrey limeño

Don Juan de Acuña, hidalgo burgalés y caballero de Calatrava, fue en los reinos del Perú corregidor de Quito y gobernador de Huancavelica. De su matrimonio con una dama potosina, doña Margarita Bejarano, tuvo en el Perú, entre otros hijos, a don Iñigo, marqués de Escalona, y a don Juan de Acuña y Bejarano, nacido en Lima en 1658, que es el personaje a quien consagro este artículo.

  —269→  

A la edad de trece años enviolo su padre a educarse en España, y a los diez y seis entró en la carrera militar, con tan buena fortuna, que alcanzó a ser capitán general y virrey de Aragón y Mallorca.

El 15 de octubre de 1722 hizo su entrada solemne en Méjico, con el carácter de virrey por Su Majestad don Felipe V, el Excelentísimo señor don Juan de Acuña y Bejarano, marqués de Casafuerte, caballero de Santiago y comendador de Adelfa en la orden de Calatrava.

Que el virrey limeño fue el más honrado, enérgico, laborioso y querido entre los treinta y siete virreyes que hasta entonces tuvo la patria de Guatimoc, no sólo lo dicen Feijoo, Peralta, Alcedo y Mendiburu, sino el republicano e imparcial Rivera, historiador de los sesenta y dos gobernantes y virreyes durante la época colonial.

En 1733 dijo un día al rey su ministro de las colonias:

-Señor, tiene vuesa majestad que nombrar virrey para Méjico.

-¡Qué! -exclamó sorprendido Felipe V.- ¿Ha muerto acaso mi buen marqués de Casafuerte?

-A Dios gracias, vive; pero ha enviado su renuncia, fundándola en que sus enfermedades lo imposibilitan para firmar. Parece que está afectado de parálisis en un brazo.

-¡Bah, bah, bah! -repuso don Felipe.- Pues lo autorizaremos para el uso de estampilla.

Y se expidió real cédula acordando al achacoso virrey de Méjico una prerrogativa que lo igualaba al soberano, y que antes ni después alcanzara representante alguno del monarca de España e Indias.

No entra en mi propósito extractar los actos gubernativos de mi paisano, sino referir lacónicamente el porqué su excelencia se hizo ferviente devoto de los frailes franciscanos.

Refiere Galindo Villa, escritor mejicano, que a los ocho días de posesionado del mando, salió el de Casafuerte en compañía del capitán de su escolta a rondar la ciudad en la noche.

Acababan de sonar las doce, cuando oyó su excelencia el tañido de una campana.

-¿De dónde es esa campana, capitán?

-Del convento franciscano de San Cosme, excelentísimo señor -contestó el interrogado.

-¿Y a qué tocan los frailes?

-A maitines, señor. Tocan..., pero no van -añadió el acompañante, recalcando en las últimas palabras.

Quiso su excelencia convencerse de hasta qué punto era fundada la acusación, y siguió adelante camino de la iglesia.

  —270→  

Detúvose en el atrio, vio iluminado el coro, oyó el monótono rezo de los recoletos, apagáronse después las luces, entonose el miserere, y empezaron los frailes a disciplinarse recio.

Volviose entonces el virrey hacia su compañero, y le dijo:

-¡Capitán! ¡Capitán! No sólo tocan y van, sino que también se dan. Desde ese momento declarose el de Casafuerte protector entusiasta de los franciscanos, y cuando el 17 de marzo de 1734, después de once años y medio de gobierno en Méjico y a los sesenta y seis de edad, pasó su espíritu a mundo superior, dispuso en su testamento que se le sepultase en San Cosme.

Los franciscanos grabaron sobre la tumba de su benefactor este soneto:



   «Descansa aquí, no yace, aquel famoso
marqués, en guerra y paz esclarecido,
que, en lo mucho que fue lo merecido
no le dejó que hacer á lo dichoso.

   Ninguno en la campaña más glorioso
ni en el gobierno fue tan aplaudido,
no menos quebrantado que sufrido
vinculó en la fatiga su reposo.

   Mayor que grande fue, pues la grandeza
a que pudo incitarlo regio agrado,
fue estudiado desdén de su entereza;

   Y es que retiró tanto su cuidado
de lo grande, que tuvo por alteza
quedar entre menores sepultado».



Los historiadores mejicanos, siempre que se ocupan de su virrey marqués de Casafuerte, le dan el dictado de El Gran Gobernador, justiciero dictado que basta para inmortalizar el nombre del virrey limeño.



  —[271]→  

ArribaAbajoUn incorregible

Ilustración

El negrito Valentín era en 1798 un ladronzuelo hecho y derecho; pero aviesa fortuna lo perseguía, pues nunca libraba de caer en manos de les lebreles que contra los amigos del bien ajeno mantenía regimentados su señoría el alcalde de casa y corte.

Veintitrés años contaba Valentín, doble número de robos caseros e igual cifra de ocasiones en que fui a la caponera. Como sus hazañas, hasta entonces, fueron de poca entidad, la justicia se limitaba a tenerlo bajo sombra algunas semanas y aplicarle una docena de bien sonados zurriagazos. Penalidad de raterillos o de maleteros, como hoy llamamos a los que nos despojan, en plena calle y sin que los sintamos ejercer su habilidad, del reloj o la cartera.

Hubo, al fin, de tentarlo el diablo para que dejándose de bufonadas de principiante, acometiese empresa de aquellas que dan fama y provecho sólido. Tratábase ya de robo en despoblado y en cuadrilla, nada menos que del asalto de una remesa de barras de plata, poniendo en fuga a los cuatro soldados que la servían de custodios. La cosa salió a pedir de boca.

Pero el alcalde no se echó a roncar, y poniendo en actividad a su traílla de ministriles, fue poco a poco atrapando ladrones. Recobrose el botín, aunque con merma de una barra, que se evaporó entre las uñas de la policía, y resultando el negrito capataz de la cuadrilla, sentenciolo la real Audiencia a bailar el solitario suspendido de la horca.

  —272→  

Eran las nueve de la mañana del 13 de octubre de aquel año, cuando Valentín, entre doble fila de alguaciles y soldados, llegaba al pie de la ene de palo alzada en la plaza Mayor. Después de arrodillarse frente a la cruz de los ahorcados (cruz que como curiosidad histórica se conserva hoy en uno de los salones de la Biblioteca Nacional) y recibir del franciscano, que lo auxiliaba para pasar el mal trago, la postrera bendición, quedó nuestro negrito entregado al jinete de gaznates, que estaba esa mañana más borracho que guinda en alcohol o cereza Parrinello, y que, por ende, había descuidado ensebar la cuerda y ensayar la escurridiza o lazada. Todo fue dar el verdugo la pescozada, balancearse Valentín, romperse la soga, caer de pie el racimo y emprender carrera en dirección a la catedral, gritando:

-¡A iglesia me llamo!

Los alguaciles se quedaron con tamaña boca abierta y sin ocurrírseles seguir tras el escapado. El concurso, que siempre fue crecido en espectáculos de esa especie, gratis y al aire libre, le abría camino y alentaba en la escapatoria.

Por entonces era la plaza Mayor el mercado público o lugar donde los vecinos de Lima se proveían de los comestibles precisos para el cotidiano puchero, y frente a las gradas de la catedral ocupaban puesto las aceituneras, manineras (vendedoras de maní), fruteras, queseras, fritangueras y expendedoras de chicharrones, vulgo chicharroneras.

Costumbre era que las iglesias de la ciudad permaneciesen abiertas a la hora en que se efectuaba el suplicio de algún delincuente, para que los fieles pudieran rogar a Dios que acordara sincero arrepentimiento y su eterna gloria al criminal. Las campanas todas tañían a la vez el fúnebre toque de agonía.

Valentín seguía imperturbable su carrera, y pocos pasos faltábanle para penetrar en el Sagrario a cuya iglesia parroquial y a la de San Marcelo había quedado limitado el derecho de asilo, cuando acertó a tropezar con una vieja que se encaminaba a comprar chicharrones para el almuerzo, llevando en la mano un reluciente platillo de plata, destinado a recibir el manducable artículo.

Valentín no pudo resistir a la tentación, y arrebatando el platillo a la alebronada vieja penetró en el santo asilo. El reo se había salvado, y la justicia civil nada tenía que hacer con él mientras permaneciese en el templo.

Comentando el suceso estaba el pueblo en el atrio de la catedral, cuando quince minutos después salió el reo de la iglesia, y dirigiéndose a un grupo en que distinguió al alcalde del crimen en plática con otros caballeros, le dijo:

  —273→  

-Dispénseme su merced que lo interrumpa; pero lléveme a la horca, porque acabo de convencerme de que soy incorregible; y como día más, día menos, en la horca he de venir a rematar, ahorrémonos fatigas, y hágase hoy lo que habría de hacerse mañana.

No estando en las facultades del alcalde complacerlo, el reo volvió a la cárcel, y la Real Audiencia conmutó la pena de muerte por la de presidio en Chagres.

Y por si alguien duda de la verdad histórica de este corto relato, sepa que a la vista tengo el documento comprobatorio.

Ilustración



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