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Trasluz de una historia cervantina, la de Lisandro y Leonida ("Galatea", libro I)

Juan Montero Delgado


Universidad de Sevilla



Adentrarse por las páginas de La Galatea permite sorprender a un Cervantes de treinta y pico años, pero todavía escritor primerizo, en plena faena de asimilación de los modelos narrativos vigentes. Por lo que hace a la primera historia intercalada del libro, la de Lisandro y Leonida, hay general consenso crítico en considerarla un ensayo narrativo emparentado con el tipo de novella trágica popularizado por Bandello. La mera consideración del argumento basta para corroborar semejante apreciación.

Lisandro, pastor aldeano de noble y rica alcurnia, ama a Leonida y aspira a casarse con ella. Sus deseos se ven dificultados por las disputas de poder que enfrentan a sus familias respectivas. Pese a ello, consigue comunicarse con su amada gracias a la mediación de Silvia, amiga de Leonida. En torno a Silvia giran otros dos personajes, Carino, pariente suyo, y Crisalbo, hermano de Leonida, que corteja a la joven (sin que Lisandro lo sepa). Una tupida red de amenazadores resentimientos va tejiéndose. Crisalbo, aparte de estar enfrentado a Lisandro por las banderías familiares, lo odia porque cree que Silvia está enamorada de él; Carino, a su vez, había sido vencido y maltratado por Crisalbo en cierta lucha tenida durante una fiesta aldeana; finalmente, Carino se había visto contrariado por un hermano de Lisandro en unos amores pasados. La tormenta anunciada estalla cuando Lisandro y Leonida preparan una fuga nocturna a casa de unos parientes del primero con idea de desposarse y hacer valer sus pretensiones ante las respectivas familias. Ingenuamente, Silvia comunica el plan a Carino, quien concibe una doble traición; por un lado, se ofrece a llevar a Leonida hasta donde la esperará Lisandro; por otro, hace creer a Crisalbo que los fugados serán Lisandro y Silvia; por último, pide a otro pastor, Libeo, que lo sustituya en la escapada nocturna. Resultado: Crisalbo con otros cuatro compañeros tienden una celada en el camino y asesinan a Libeo y Leonida, creyendo que son Silvia y Lisandro; entre tanto, Carino ha sido testigo secreto de los hechos. Poco después comparece en el lugar del crimen Lisandro, que, agitado por el presagio trágico de un sueño, ha salido al encuentro de Leonida, y llega justo a tiempo para oír de sus labios agonizantes un resumen de lo sucedido. Al poco, es Crisalbo quien vuelve al sitio para comprobar la verdadera identidad de su víctima. Antes de que pueda defenderse, Lisandro lo deja malherido, lo arrastra hasta donde está su hermana y, poniendo en su mano el mismo puñal con el que Crisalbo la había agredido, remata al asesino. El baño de sangre culmina seis meses más tarde, cuando Lisandro -tras seguir la pista de Carino- lo encuentra en las riberas del Tajo y le da muerte ante la mirada estupefacta de Elicio y Erastro. Esa misma noche, a la luz de la luna, Lisandro cuenta a Elicio la terrible historia.

Pese al inequívoco aire de novella italiana, en su variante de narración trágica y aun truculenta, que tiene el episodio, no ha sido posible, sin embargo, atribuirle de manera definitiva una fuente específica. El prof. López Estrada sugirió en su día la posibilidad de que Cervantes estuviese imitando, aunque de manera poco precisa, la novella II, 9 de Bandello, cuyo tema hizo universalmente famoso W. Shakespeare en Romeo y Julieta1. Lo cierto es, en efecto, que las diferencias entre las dos narraciones son notorias, mientras que las similitudes resultan excesivamente genéricas, pues se reducen a los amores con final trágico entre dos jóvenes cuyas familias son rivales. Más recientemente, Ellen M. Anderson ha propuesto como fuente principal del episodio cervantino el de Sagastes y Disteo en los libros siete y ocho de la Segunda Diana, la de Alonso Pérez2. Pese a las coincidencias que ambos relatos presentan inicialmente en algunos aspectos de su trama (amores con trasfondo de banderías ciudadanas: Disteo ama a Dardanea, hermana de Sagastes, rival político del primero), de nuevo las diferencias son tan notables (para empezar: no hay final trágico) que resulta obligado seguir indagando sobre el tema. Indagación que, a la vista de lo expuesto, debe hacerse conforme a la siguiente premisa: que si no ha sido posible hasta hoy proponer con toda certeza un modelo específico para la historia es porque Cervantes, tras servirse de él como acicate o referente inicial, lo habría sometido a una profunda reelaboración.

Seguramente esto último explica que no se haya reparado hasta la fecha en que la solución al problema planteado estaba en una obra tan próxima a la Galatea como La Diana de Montemayor. Ocasión que ni pintada para recordar que, aunque parezca sorprendente, el camino que lleva desde la primera novela pastoril a la cervantina es senda poco frecuentada hasta ahora por los estudiosos, pese a que su trazado y existencia son conocidos desde hace años: «...la Diana -sentenció Juan Bautista Avalle-Arce se coloca inequívocamente en una línea de desarrollo interno de la novela española que, pasando por la Galatea, culmina y remata en el Quijote»3. En esta perspectiva crítica me propongo situarme ahora para mostrar hasta qué punto el episodio de Lisandro y Leonida (precisamente el que pasa por ser el más antipastoril de La Galatea) se entiende mejor si se lee a la luz -algo nocturna, et pour cause- de la historia de Belisa y Arsileo en La Diana.

Esta historia (cuya lectura basta por sí sola para desterrar el manido y ya cargante tópico según el cual La Diana es obra carente del todo o casi de pulso narrativo) tiene la peculiaridad de estar contada en dos tiempos. En el libro III, Belisa -repárese: a la luz de la luna- relata a un grupo de ninfas y pastores el trágico desenlace de sus amores aldeanos con Arsileo. Una noche en que el joven hablaba con ella desde un moral de su huerta, acertó a pasar por allí Arsenio, padre de Arsileo y también enamorado de Belisa. Enfurecido por los celos, Arsenio fue a buscar una ballesta con la que mató al pretendiente. Al descubrir que era su propio hijo se dio muerte a sí mismo con la espada que llevaba. Esta versión de los hechos sufre un vuelco espectacular en el libro V, cuando, seis meses después -qué casualidad- el propio Arsileo, redivivo, cuenta que todo había sido un engaño urdido por el nigromante Alfeo, el cual quiso de esta manera vengarse del despecho que sentía por un anterior rechazo de Belisa a sus pretensiones amorosas. Salta a la vista que, en comparación con la historia cervantina, la de Montemayor presenta una trama menos compleja y que la solución final -si bien eficaz en su funcionalidad narrativa- denota buena dosis de ingenuidad o inverosimilitud. No obstante, una lectura más atenta permite apreciar con nitidez que la historia de Belisa y Arsileo contiene in nuce la de Lisandro y Leonida.

Si, por un momento, se deja a un lado el aparatoso recurso de Montemayor a la tropelía nigromántica, resulta que una y otra historia cuentan unos amores aldeanos cuyos protagonistas son los vástagos de familias hidalgas y acomodadas. Los amores terminan en tragedia por la intervención de un traidor (en La Diana, un amante despechado, Alfeo; en La Galatea, un resentido, Carino), el cual induce a un enamorado celoso (Arsenio en La Diana, Crisalbo en La Galatea) a cometer, sin saberlo, un parricidio (Arsenio mata a su hijo Arsileo, Crisalbo a su hermana Leonida). Cuando el parricida se da o está a punto de darse cuenta de lo que ha hecho, sucede una nueva muerte (suicidio de Arsenio y asesinato de Crisalbo a manos de Lisandro). Como se ve, ambos episodios coinciden en lo esencial de su trama, aunque Cervantes, más cuidadoso, añade una muerte más, la de Carino, para no dejar sin castigo al traidor. Cabría añadir otra coincidencia todavía, la tipificación del amante superviviente y narrador de lo sucedido (Belisa en La Diana, Lisandro en La Galatea) como alguien atormentado por la conciencia de culpabilidad.

Para ir a la raíz del interés que pudo sentir Cervantes por este episodio de La Diana habrá que empezar por recordar el contexto material y moral en que se desencadena la tragedia. Todo ocurre, conviene subrayarlo, en una idílica y próspera aldea de la raya portuguesa, cuyas gentes destacan por su laboriosidad. Arsenio es un hombre ya maduro, viudo y adornado de sensatez (se sabe, por ejemplo, que ha enviado a su hijo a estudiar a la Universidad de Salamanca). El buen sentido ha dejado, sin embargo, de asistirle al enamorarse de Belisa. Su error más grave consiste en valerse de las habilidades poéticas y musicales de su propio hijo -sin que éste repare en ello- para atraer a la pastora, dando pie así a que la joven se enamore de Arsileo, aunque sin dejar de sentir aprecio por el padre. La inexperta Belisa, conocida en la aldea por su resistencia a Cupido, se siente ahora halagada por el amor del hombre maduro, y a la vez se las ingenia para enamorar al hijo de aquél -se trata de una variación sobre la llamada leyenda de Fedra4. Error sobre error: de haber clarificado sus propios sentimientos y haber explicado la situación al menos a uno de sus amadores, es de creer que Arsenio habría renunciado a sus aspiraciones en beneficio de su hijo y la tragedia se habría evitado. Para colmo de males, todos viven descuidados de Alfeo, conocido en el pueblo por sus tratos diabólicos. En suma, puede decirse que, pese a ciertas fallas narrativas (por ejemplo, de Alfeo los lectores no tienen noticia hasta el libro V), Montemayor planteó con bastante buen criterio una historia que le permitiese mostrar cómo un encadenamiento de errores y resentimientos causados por el amor podían, mediando la fatalidad, hacer germinar la tragedia en un ambiente reconocible como próximo y caracterizado por una normalidad apacible y hasta razonable.

El interés cervantino por este episodio de La Diana se explica, por tanto, en razón de un planteamiento narrativo que conjuga la convención pastoril con la observación de la realidad humana y contemporánea. Las exigencias de composición y sentido global de su libro obligaron, sin embargo, a Montemayor a echar mano del engaño nigromántico, conjugado con el motivo típicamente bizantino de la falsa muerte, como medio de reconducir la narración a su sorpresivo final feliz. Esta solución, que sin duda satisfizo a muchos lectores de la época, contradice en buena medida el planteamiento narrativo de la historia, pero a decir verdad no llega a anularlo del todo. Aunque atente contra la verosimilitud, el recurso a la nigromancia orienta decididamente la lectura hacia la percepción del lado oscuro de la mente y el corazón humanos, lo que sin duda era uno de los objetivos que se propuso Montemayor.

Ahora bien, es bastante seguro que Cervantes no formaba parte del número de los lectores satisfechos con la expeditiva solución aplicada por el lusitano; antes bien, su decepción hubo de ser directamente proporcional al indudable interés que la historia despertaba en él. De semejante frustración de las expectativas lectoras bien pudo nacer el deseo de escribir una historia que incorporase los elementos esenciales de la de Montemayor y sus valores narrativos (contemporaneidad, análisis de la conducta humana, patetismo trágico), pero sin el lastre de magia alguna, ni negra ni blanca el despego hacia Alfeo y sus brujerías resulta, así, equiparable del que reserva Cervantes para Felicia y sus bebedizos5. El novel escritor se impuso, por tanto, el reto de reescribir el episodio de Belisa y Arsileo sujetándolo a una lógica exclusivamente humana y, por ende, verosímil. Este es el origen, junto con el natural deseo de mostrarse original en la invención, de las importantes transformaciones que en sus manos sufre la historia hasta convertirse en la de Lisandro y Leonida.

No resulta difícil, en efecto, espigar diferencias en el tratamiento y desarrollo de la materia narrada por parte de uno y otro autor. Especialmente novedoso resulta, por ejemplo, el cruce que se da en el destino de los dos enamorados: mientras en La Diana muere él y sobrevive ella, en La Galatea ocurre lo contrario, lo que abre la puerta a un desarrollo no previsto por el modelo: la venganza justiciera de Lisandro. Cervantes también ha transformado profundamente los términos del conflicto: mientras en La Diana comparecen tres hombres (Arsenio, Arsileo y Alfeo) enamorados de la misma mujer (Belisa), en La Galatea son dos las parejas (Lisandro y Leonida, Crisalbo y Silvia), opción que de paso elimina el componente cuasi incestuoso que tenía la historia en Montemayor. El protagonismo de Silvia como intermediaria entre Lisandro y Leonida es otra novedad de La Galatea, originada en el hecho de que los dos enamorados no pueden verse libremente por mor de la rivalidad familiar; reténgase, sin embargo, que el personaje proviene de otra Silvia, amiga de Belisa, en La Diana6. Otra diferencia es que Cervantes ha desdoblado en dos la figura del traidor y criminal, confiriendo el primer papel a Carino -«el astuto Carino»- y el segundo a Crisalbo -«el cruel Crisalbo»7. Es, claramente, un tour de forcé narrativo, pues obliga al novelista a urdir una traición en la que Carino, presentándose como amigo, maneja a los demás personajes para conseguir sus propios fines (la doble venganza, de Crisalbo y de Lisandro a la vez).

No es cuestión, sin embargo, de alargar la serie. La verdad es que las principales diferencias entre una y otra historia son dos. La primera afecta al desencadenante concreto de la tragedia. En La Diana es una cita nocturna completamente innecesaria (y bien que se lo reprochará a sí misma Belisa), pues los dos enamorados gozaban de cuantas oportunidades querían para verse; literalmente, los dos jóvenes han tentado al demonio con esta arriesgada iniciativa. En La Galatea todo culmina también en una cita nocturna, pero que, lejos de ser gratuita, resulta la consecuencia lógica de las dificultades que tienen los dos jóvenes para llevar adelante su amor; en este caso, el verdadero desencadenante de la tragedia es, por tanto, la contradicción entre el amor y la rivalidad familiar. La segunda diferencia -la más flagrante- tiene que ver con el desenlace de la historia, a saber, que en La Galatea los muertos no reviven y en La Diana sí. Estas dos cuestiones requieren atención específica.

La rivalidad de las dos familias ha servido para sugerir -como ya se dijo- la relación de la historia cervantina con otras de Bandello y Alonso Pérez. Tal vinculación, aunque posible, no es, sin embargo, necesaria, ya que ese importante elemento narrativo puede explicarse como la transformación de otro que también figuraba en La Diana, pero no en la historia de Belisa y Arsileo, ni tan siquiera en el cuerpo de la novela, sino en uno de los apéndices poéticos que los impresores fueron añadiéndole. Me refiero a la Historia de los muy constantes y infelices amores de Píramo y Tisbe, obra sin duda de Montemayor, que se incorpora a La Diana desde la edición vallisoletana de 15618. Como se recordará, la fábula cuenta unos amores con final desdichado a causa de la oposición familiar (del padre de Tisbe para ser más exactos) a que los jóvenes, enamorados desde la niñez, puedan comunicarse; la inexperiencia de los muchachos y la fatalidad hacen el resto. Partiendo del cuento, Cervantes reelabora el motivo de la oposición paterna, dándole una mayor y verosímil dimensión social, lo que le permite ahondar en las contradicciones entre el amor como deseo individual y las exigencias impuestas por el orden de la familia y la sociedad. Y si lo hizo así fue por razones que no obedecen exclusivamente a la narración relativa a Lisandro y Leonida, sino que atañen al sentido global de La Galatea9.

Si puede darse por seguro que Cervantes parte del cuento trágico de Píramo y Tisbe, más que de Bandello o Alonso Pérez, es por las reminiscencias que dicha fábula ha dejado tanto en la historia de Belisa y Arsileo como en la de Lisandro y Leonida -hecho que viene a corroborar la atenta lectura cervantina del texto que está reelaborando. En el primer caso son apabullantes: papel de un padre como desencadenante involuntario de la tragedia, cita nocturna de los jóvenes, equívoco fatal, dos muertes (con suicidio por espada incluido)10. En el episodio cervantino, varios de esos elementos se repiten, más o menos transformados, por lo que no es preciso insistir en ellos. Otros, en cambio, constituyen innovaciones que no estaban en el modelo primario, pero sí en la fábula mitológica. La emotiva estampa, por ejemplo, en que la agonizante Leonida se abraza con Lisandro es recreación amplificativa de la escena en que Tisbe se abraza al cadáver de Píramo; el texto no puede ser más explícito al respecto, pues el propio Lisandro, en su calidad de narrador, apunta: «Y si como era yo el vivo, fuera el muerto, quien en aquel trance nos viera, el lamentable de Píramo y Tisbe trujera a la memoria» (Galatea, pp. 53-54).

Antes de este momento culminante, hay otro en el que Cervantes también se aparta de su modelo primario para acercarse al cuento de los dos babilonios. Me refiero al sueño présago de Lisandro en la noche fatal, motivo que en la economía del relato funciona como el elemento maravilloso -dentro de un orden- que compensa la supresión cervantina de la nigromancia. El mismo hecho de quedarse dormido Lisandro en momento tan crítico es sin duda recuerdo de la tardanza (quizá también porque se durmió) que Píramo se reprocha a sí mismo en el cuento; en uno y otro retraso involuntario se encadenan descuido humano y fatalidad. El sueño de Lisandro, por otra parte, está plagado de ecos alusivos al cuento trágico. Sentado al pie de un fresno, el joven sueña que un furioso viento arranca el árbol y lo derriba sobre su cuerpo. Aparece entonces «una blanca cierva» que, movida por sus quejas, intenta ayudarle, pero se lo impide la súbita presencia de un león, que se la lleva entre sus garras. Cuando Lisandro logra al fin liberarse del árbol, se adentra en el bosque y allí encuentra a la cierva despedazada; finalmente, las lágrimas lo despiertan. Todo esto, que presagia la muerte de Leonida a manos de Crisalbo, es una clara recreación de la (presunta) muerte de Tisbe devorada por una leona; sentado al pie del fresno, Lisandro ha soñado justamente lo que Píramo imaginó que había ocurrido a Tisbe bajo el moral.

Como no podía ser de otra manera, la historia cervantina se diferencia radicalmente de la de Montemayor en su resolución trágica. El final feliz que mediante el tour de passe-passe nigromántico -nada por aquí, nada por allá- lleva a cabo el lusitano debió de parecerle a Cervantes un auténtico escamoteo de la verdad narrativa. En La Galatea, por el contrario, las muertes violentas, sin trampa ni cartón, de Libeo, Leonida y Carino son el pilar insoslayable sobre el cual quiso el novelista todavía bisoño, pero ya exigente consigo mismo, asentar la verosimilitud y la ejemplaridad -conceptos inseparables-de su relato. Es decir, que lo que al lector se le presenta como un punto de llegada debió de serlo más bien de partida para el escritor.

El final trágico e irreversible imponía al novelista la obligación de dar una justificación plausible a los horribles crímenes que había de contar. De ahí su insistencia en apuntalar las razones humanas, demasiado humanas que rigen las vidas de sus protagonistas: envidias y banderías originadas en luchas de poder, resentimientos fruto de la frustración y los celos, etc. Con estas fuerzas deletéreas colaboran, por otro lado, la generosidad y el entusiasmo (que pueden llegar a ser insensatos) alimentados por el amor; la buena fe (quizá rayana en la simpleza) nacida de la amistad y el parentesco. En el último momento, la misma fatalidad echará una mano -si es preciso- para que la tragedia sea inevitable. Aunque mejor sería decir que la fatalidad ha terciado en todo desde el principio, pues ¿cómo, si no, explicar que Lisandro se enamore precisamente de Leonida? No hay equívoco, sin embargo, que amenace la ejemplaridad: la responsabilidad moral de la tragedia recae sobre aquellos que por maldad o descuido la han hecho posible. De ahí que todo el relato esté teñido del tono amargo que le da la inconsolable culpa de Lisandro, a quien la experiencia ha castigado de forma tan dura que se halla al borde del suicidio cuando Elicio lo aborda.

Poner en primer plano la directa conexión entre los actos humanos y sus consecuencias, entre el sentimiento de culpa y el de responsabilidad moral es, en conclusión, el objetivo que se propuso Cervantes al reelaborar, con criterios de verosimilitud ejemplar, la historia de Belisa y Arsileo. Semejante conexión estaba, ciertamente, apuntada en La Diana, pero aparecía velada por el halo de melancolía que envuelve el relato de Belisa, y finalmente resultaba escamoteada por la solución nigromántica. Cervantes, que se leyó de cabo a rabo La Diana (aderezos editoriales incluidos), percibió con ojo clínico la potencialidad narrativa de una historia en la que ya Montemayor se había acercado con fina intuición a la convergencia entre novela y vida11.





 
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