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ArribaAbajoCon mal o con bien a los tuyos te ten


Y sólo el hombre pervierte
sus justas obligaciones,
si no vence sus pasiones
como valeroso y fuerte.


(JUAN RUFO A SU HIJO).                


Nosotros, insensatos, hemos hecho del matrimonio un miserable espantajo, que tratamos incesantemente de ridiculizar: ¡como si no fuera al contrario!


(JULIO SANDEAU).                



ArribaAbajo- I -

Quien por los años de 183*** hubiese paseado por la muralla de Cádiz, ese paseo de piedra apropiado a aquella ciudad compacta, que parece haber salido de una cantera en una sola pieza, fuerte, bella y armada, como Minerva de la cabeza de Júpiter; quien en esa época hubiese pasado por el trozo que corona la puerta del mar, hubiera podido notar dos mendigos, que, arrimados al pretil, imploraban la caridad pública, más con su triste aspecto, que no con descompasadas voces. Era el uno soldado, según lo demostraban los restos de una casaca militar que llevaba; faltábanle ambas piernas, y sentado sobre un pedazo de corcho sujeto a su cuerpo con correas, se movía, merced a sus manos que apoyaba en el suelo. A su lado una mujer joven, pero avejentada, y conservando a pesar de su decaimiento un doble tipo de belleza, se cubría parte de su rostro con un pañolón desteñido por la intemperie, que llevaba sobre la cabeza, meciendo en sus brazos a un niño pálido y enfermizo como su madre; mientras el lisiado enseñaba a una niña de seis años aquellas palabras más apropiadas para mover el corazón del hombre, y aquellas bendiciones más adecuadas para incitarle a merecerlas; esto es, la hermosa deprecación: «¡Señores!, ¡por la sangre de Nuestro Redentor y por los pechos que le criaron, muévase su corazón a piedad hacia estos infelices, sin más amparo que el del cielo y el de las buenas almas! ¡Así Dios les libre de un malvado, de un testigo falso y de una mala lengua!» Y la pobre añadía suspirando: «¡y les dé salud para criar a sus hijos!»

Algunos ricos pasaban respondiendo así a este clamor de la miseria:

-¡Qué plaga! ¡Qué repugnante aspecto en un paseo público! ¿Por qué no habrá aquí como en otras capitales del extranjero, asilos forzosos para la mendicidad? ¡Qué atrasados estamos! ¡Miren Vds. eso; un ente así, casado y con hijos! ¿Debería eso permitirse? ¡Aquí todo anda como Dios quiere!

Pero otras buenas almas, -generalmente mujeres, clérigos o niños,- se paraban, y daban limosna.

-¡Ahí tiene Vd., -decían los primeros-, la limosna mal entendida, el ochaveo, el maldito ochaveo, que es el que mantiene a esos vagos, a esa lepra! ¿Y sabe Vd. por qué dan esos beatos? Para que los vean dar; por pura hipocresía.

Y lo que vosotros hacéis en no dar, detestables cancerberos de vuestro dinero, ¿cómo se llama?

La muralla que ostentaba tales hombres, que harían bueno, al socialismo, -si por fortuna no fueran raros y contados-, ostenta también otros seres encantadores, que a su albedrío ríen, saltan, corren, caen, se vuelven a levantar y a formar grupos, parecidos a los que forman los amorcillos en las escenas pastoriles de Boucher.

Estos seres son los niños, que primorosamente vestidos a la inglesa, envían sus madres, en compañía de sus amas, a esparcirse a la muralla, mientras éstas, sentadas en el ancho parapeto o en los escalones que separan unos de otros los cañones que asoman por fuera del recinto su formidable ojo negro, se entretienen en conversación unas con otras, sin perder de vista su rebaño.

Hacen allí, como es de pensar, gran papel los rosqueteros, los que, con sus canastos en las manos, pasan como una tentación viva por entra aquellas hordas lilliputienses.

Tenemos, por reata del pecado de golosina de nuestra infancia, afición a los rosqueteros, que nos parecen dulcísimos miembros del cuerpo social, a pesar de que, por una rara anomalía, suelen tener cara de vinagre. Aún hoy día nos parece que adornan mucho más graciosamente la muralla que no los soberbios cañones, y creemos infinitamente preferibles los anises de los primeros a los de los segundos. Ello es que son entrambos, los cañones y los rosqueteros, accesorios necesarios de la muralla de Cádiz: sin los niños, los rosqueteros y los cañones, pierde todo su prestigio y toda su fisonomía.

-¡Quero uno otro rosquete!, -dijo a su ama una rubita de tres años, cuyos rizos volaban al viento por sus hombros, debajo de una capotita de raso color de rosa.

-Y yo un merengue, -añadió su hermana, decana de la tropa, que ostentaba con dignidad siete años.

-No sería mejor, -respondió el ama envejecida en la casa, (pues lo había sido igualmente de la madre de las niñas)-, no sería mejor, pues ya os compré esas chucherías, que dieseis ese dinero a aquella pobrecita niña, que quizás hoy no habrá comido pan?

El ama tenía dos fines, el caritativo y el higiénico.

-¿Que no habrá comido pan?, -dijo asombrada la niña mayor-. Y sin volver siquiera la cara al incitador canasto del rosquetero, tomó los dos cuartos de manos de su ama, corrió hacia la pordiosera y le dio la moneda.

-¿Y tú, Lolita, no le quieres dar limosnita a la pobre?

-Quero uno otro rosquete, -respondió en tono decidido y firme la de la capota rosa.

El ama se lo compró.

-¡Quiere Vd., ahora, -dijo refunfuñando el viejo rosquetero-, que los angelitos de Dios dejen de comer dulces! Si eso sucediese, mujer de Dios, ¿de qué viviríamos nosotros? ¡Caramba con Vd., que desnuda a un santo para vestir a otro!

-¡Cicatera, golosa, mal corazón!, -decía entretanto la mayor a su hermana-; esa pobre niña no ha comido pan, y tú has comido muchísimo, y budín y postres. Anda, dale tu rosquete, corre; -y agarrándola por la mano, la llevó de remolque a paso redoblado hacia la pordiosora, le cogió la mano que llevaba el rosquete, y la puso en la de la niña pobre.

Ésta no se atrevía a tomar la dulce e incitadora ofrenda.

-Tómalo, tómalo, -dijo la niña mayor.

-¿Me lo das?, -preguntó la pobrecita con ese encantador tuteo de los niños, compañero de su inocencia.

-¡Sí, sí, cógelo, anda!

La pobrecita lo tomó tímidamente, diciendo:

-¡Dios te lo pague!

Toda esta escena había sido una sorpresa para la de la capota rosa, que no comprendía bien lo que pasaba, y a la que la veloz carrera a remolque había aturrullado. Pero apenas vio pasar su querido rosquete a manos extrañas, cuando abrió su poderosa hora, y se puso a berrear como un becerro.

-¡Qué fea estás! ¡Qué feísima estás!, -le dijo su hermana echando a correr y dejándola plantada enmedio de la muralla.

Entonces subieron los berridos al fortísimo, acompañados de un copioso aguacero de esas lágrimas que brotan y se secan en los niños instantáneamente.

El ama acudió, y también la pobrecita, que quiso devolverle el rosquete. Afortunadamente el rosquetero, que giraba alrededor del grupo de las niñas como un abejorro alrededor de las flores, acudió, atraído por una seña del ama. La de la capota rosa, metiendo su blanca manita en el canasto, con el mismo íntimo placer con que un avariento mete la suya en un talego de onzas, cogió un rozagante rosquete, en el que hincó, con triunfo y denuedo, las blancas perlitas que adornaban su boca.

Satisfecho su primer anhelo, el de la golosina, trató su señoría de satisfacer el segundo, que era el de vindicar el derecho sobre su propiedad, con ese apego y potestad sobre ella tan instintivo e innato, que han sido precisas toda la fuerza y autoridad del Cristianismo para crear el desprendimiento. Pero la niña, que era aún demasiado chica para comprender la dádiva, ni hacerse cargo de la necesidad ajena, corrió hacia aquella que graduaba de usurpadora de su rosquete y le aplicó bien aplicada, con todas las fuerzas de que podía disponer, una palmada en el brazo.

-¡Ah, pícara!, -exclamó sacudiéndola por el hombro su ama, que corrió tras ella-, ¿qué se entiende, pegar y pegar a una pobrecita que no te ha hecho nada? Pídele perdón ahora mismo, o si no, se lo digo a tu madre!

-¡Niña mala, niña mala!, -dijo su hermana-; pide perdón al instante a la pobrecita.

-No quero, -recalcó a voz en grito y con magnífico aplomo la culpable incontrita.

-¡Bueno, bueno! ¡Pegona, soberbia y arrogante!, -dijo su hermana.

Cierto que, si la de la capota rosa hubiese leído a Bernardo del Carpio, habría contestado lo que el moro contestó a aquél:

¡La arrogancia toda es mía!

Pero a falta de voces, expresó eso mismo en una altiva y firme mirada.

-¡Vaya!, pedir perdón a una mendiga, -dijo remilgadamente una niña de medio pelo, que lucía una peineta, un velo, el cual estiraba furiosamente, y un abanico, que parecía en sus manos un soplador de cocina.

-A todo el que se ofende, se pide perdón, -contestó el ama-; a eso las tiene acostumbradas su madre. Si te cuesta pedir perdón a un pobre, pizpireta, no le ofendas. Mis niñas saben que, sin perdón, está la ofensa siempre viva, y como una mancha en la conciencia, y que sin tener la conciencia limpia nadie puede vivir contento, sino que está dejado de la mano de Dios. Pero tú dile a tu madre, que en lugar de abanico, te compre un libro de doctrina, así perderás los humos, que a todos les están mal, mi alma; pero a los pobres, peor que a los ricos; ¿estás?

La niña a quien iba dirigida esta filípica, dio un nuevo estirón a su velo, y puso en movimiento acelerado, a un tiempo sus pies y su abanico.

-Pido perdón a la pobre, Lolita, mi corazón, -prosiguió en tono suave y suplicatorio la buena mujer-; si lo haces, te llevo a la Alameda, donde verás a tu mamaíta.

-¿Hay muca?, -preguntó la niña.

-Sí, hay música; la de la tropa.

Lolita volvió su carita que engarzaba la capota rosa hacia la niña mendiga y le dijo:

-Pedón, poecita. Y en seguida, como tanto en la senda del bien como en la senda del mal, el primer paso es el que cuesta, según dicen muy bien los franceses, dado éste, Lolita entusiasmada alargó su rosquete a la pobre niña, con el ademán y expresión de rostro de Escipión al devolver a Alucio su hermosa novia hecha esclava en Cartagena. Verdad es que faltaba al rosquete la mitad, y que el ansia de Lolita había sido mayor que su apetito.

A la noche la niña mayor refirió a su madre cuanto había pasado.

Esta señora, verdaderamente ilustrada, y que tenía los buenos sentimientos que la verdadera ilustración ennoblece y refina, tuvo un pesar real por la acción de su niña, y al día siguiente fue ella misma con sus hijas a llevarle a la pobre, ropa y socorros. Le gustó tanto la niña, que ofreció a su madre vestirla y costearle la escuela, y por eso hemos referido el anterior incidente, puesto que la impertinente palmada de Lolita tuvo para su pobre víctima incalculables resultados. Pero no anticipemos sobre lo venidero: preciso es saber antes de todo, quiénes eran aquellos mendigos que presentamos al comenzar este relato; y esto es lo que vamos a referir, si nos queréis prestar atención.




ArribaAbajo- II -

El día de San Juan del año de 1821, se notaba en el muelle de Cádiz un gran y alegre movimiento, debido a que era día de toros en el Puerto.

Presentaba seguramente dicho muelle una bella y animada perspectiva a los ojos; en cambio eran destrozados los oídos por una descomunal y destemplada gritería, con la que el barquero de la bahía de Cádiz abusa espantosamente de sus pulmones y de los tímpanos de los que le oyen. Ciertamente se debería poner coto, por orden de buen gobierno, a esta licencia de garganta, que, unida a la de expresiones, incomoda, aturde, escandaliza e indigna al público indígena y asusta al exótico.

-Señorito, -dijo uno de los patrones de falucho, que se agitaba, gritaba y se movía sin cesar, y cuya voz ya estaba ronca, a un joven, agarrándole por un brazo-, venga su mercé acá, mi amo; que en este mismo instantito doy la vela y pongo a su mercé en el muelle del Puerto en lo que canta un gallo, sin que haya siquiera notado que va surcando el charco...

-Y sin saber ni cómo ni por dónde, nuestro joven se halló sentado en el falucho, o, por mejor decir, preso en un pontón, pues una vez en el barco, ni se hizo a la vela éste, ni pudo volver a tierra aquél.

-Patrón, ¿hay buen viento?, -preguntó acercándose medrosa e indecisa una vieja.

-En popa, como un puntapié. Ande Vd., que nos vamos. Iza, Miguel. ¡Eh, vosotros! ¡A izar, a izar, que nos vamos!

Por de contado los marineros no se movieron, pero el patrón había cogido a la vieja por los hombros y la había empujado en el falucho, como un fardo.

Apenas bogaba el barco, cuando, conociendo la vieja que el poco viento que hacía era contrario, exclamó desesperada:

-Patrón, ¿no me dijo Vd. que el viento era en popa?

-Ya ha mudado.

-¡Si me acaba Vd. de decir que era en popa!

-Como que no tiene ajuar, pronto se muda, -contestó el patrón.

Servando Ramos -tal era el nombre del joven de quien hicimos mención-, hijo de un rico comerciante de Cádiz, había sido educado en Inglalerra; y a su reciente regreso a su patria, habiendo muerto su padre, se hallaba poseedor de una brillante herencia. Llevaba en su expedición el elegante traje de majo serio, que los jóvenes gaditanos habían adoptado para ir a los toros. Consistía en pantalón, chaqueta y chaleco, blancos y finos como los copos de la nieve; una faja de seda celeste ceñía su cintura; un pañuelo del mismo género y color rodeaba su cuello, pasando los picos por una sortija, en la que brillaba un solitario de gran valor; calzaba zapatas de rico ante, para semejar a las de vaca de los majos cruos; sobre su cabeza, que adornaba una ensortijada cabellera, llevaba un sombrero calañés algo inclinado a la derecha; en una mano una chibata visualmente pintarrajeada, y en la otra, (esto es, del conjuro) un abanico de caña o calaña, en que estaban reproducidos con los más primitivos rasgos del dibujo, el tío Nones, el tío Perniles y el tío Conejo, gitanos que vendían o habían vendido por las calles trébedes, tenazas y otros cachivaches, y cuyo tipo original se explota en el teatro hoy día con los tíos Caniyitas y otros personajes de zarzuelas y sainetes, que, si bien no serán tipos romanescos ni estéticos, son indisputablemente cómicos y genuinos.

Aunque, por su larga ausencia de la tierra de María Santísima, le fallase a Servando Ramos algo de la soltura y gracia necesarias para llevar bien el traje que vestía, (que sólo se adquieren en el país y con la costumbre de llevarlo), no obstante, sentaba este traje muy bien a su linda persona; tanto, que habría podido servir de modelo a un pintor que hubiese querido ilustrar con adecuados tipos una novela de costumbres andaluzas.

Fiel a los hábitos contraídos en el extranjero, Servando, lejos de mezclarse en la conversación general que sostenían los demás pasajeros, se recostó sobre el codo, y se puso a mirar hacia el mar.

Esta tiesura e incomunicación, que nace generalmente en los ingleses de su cortedad de genio y de los hábitos de su país, son en ellos cosas naturales, y no ofenden. Mas aquellos que en nuestro país imitan esto, sin que a ello les autorice la costumbre, ni los disculpe la cortedad de genio, se hacen insufribles, porque demuestran desdén. Ahora bien, de todos los insultos, ninguno hiere cual el desdén; pues que los demás insultos recaen sobre algo y nacen de una causa; pero el desdén germina y se eleva sin que se siembre, como la mala yerba.

Servando miraba la hermosa vista que a sus ojos se ofrecía, por no mirar a otra parte, y no porque le llamase la atención. Hay seres que a no moverlos una pasión, nada miran con interés ni detenimiento, a no ser su espejo cuando están ellos delante. Son los tales instrumentos sin melodías, en los que no vibra sino una sola cuerda. No obstante, la vista era magnífica y grandiosa, como todas las que ostenta en su composición el mar, que es la vista más admirable y conmovedora después de la del cielo. Aquel día uno y otro rivalizaban en esplendores; la atmósfera que entre ambos se movía suavemente, brillaba como un fluido cristal.

Veíase en lontananza a Rota, rústica jardinera, que con las manos llenas de frutas y de legumbres, es la primera en dar la bienvenida a los barcos, que cansados y exhaustos de la travesía del líquido desierto, llegan a los puertos recogiendo sus velas, como los pájaros sus alas al llegar a sus nidos. Mientras más avanzaba el falucho hendiendo las aguas, que en aquel día hermoso levantaban suaves murmullos y melodiosos gorjeos a su paso, más se iba destacando la imponente mole abandonada del castillo de Santa Catalina, detrás del cual se iba retirando modestamente Rota, cual si se volviese a sus huertas, a sus viñas y a sus melonares. El fuerto coloso se alza aún, haciendo frente al embate de las olas, aunque sin su vida de fuego y su corazón de bronce; como un valiente y fuerte centinela que, aun desarmado y herido, no abandona el puesto. Entró el ligero surcador de la bahía en el Guadalete, a cuya orilla izquierda se tiende y estira el Puerto de Santa María. Lo primero que a la vista se presenta, son sus magníficas bodegas, que surten a Europa de su mejor vino; y algo retirado de la orilla, ese circo magno, esa plaza de toros, teatro de la extraña y bárbara diversión, por desgracia anexa al nombre español. Añeja diversión, que el tiempo poderoso no embota, que la civilización no modifica siquiera; en la que sólo es necia y toscamente grande el hombre que por lucro expone su vida, e impiadosa e inhumanamente pequeños los que, sin riesgo y seguros, la aplauden y lo animan, sin poder socorrerle si sucumbe. Esto hace que tan repulsante regocijo no halle más disculpa ante el juicio de la razón, ni ante el sentir del corazón, sino la embriaguez que produce, trastornando al hombre que ambas cosas posee, entendimiento y corazón; como lo hace la embriaguez del vino. Quítese, pues, la causa para evitar el efecto, y así probará al mundo la España moderna que no cifra todo su pensamiento civilizador. en suprimir los monjes y dejar arruinar los conventos.

Servando, con su propensión inglesa al aislamiento, había venido solo a los toros del Puerto, lo que le privaba de disfrutar con todos sus accesorios de aquella afamada romería, como lo hacían los demás jóvenes que reunidos hacían el viaje, comían y paseaban. Así fue, que andaba las calles del Puerto, tan alegres y animadas en semejantes días, como pájaro bobo, según la expresión del país.

Llegada la hora de los toros, siguió al tropel de gentes que se encaminaban ruidosamente hacia la plaza; entró y se colocó cerca de un grupo de jóvenes gaditanos, en el que se hallaban varios conocidos suyos.

Servando, que fue muy pequeño a Inglaterra, nunca había visto los toros, y tenía inculcadas las ideas que infunde la educación en los países extranjeros, sobre la indisculpable inhumanidad que hay en maltratar y hacer padecer a los pobres animales, puesto que no hay sana razón que pueda admitir que los crease el Dios de bondad sólo para sufrir y ser víctimas del hombre. Sabía que en la ilustrada Inglaterra, en aquellas cámaras formadas de los hombres más notables del reino, que van a ellas por interés al país y no por el propio; sabía, decimos, que aquella asamblea de hombres superiores no se había desdeñado de discutir esta materia, formando benéficas leyes que ponen coto al bárbaro abuso del hombre sobre los pobres animales, que padecen el dolor físico y sienten la angustia moral, sin un amparo, sin un consuelo, ¡sin una compensación! ¿Qué es, Dios mío, toda la cultura del entendimiento sin la del corazón? Un brillante sol sin calor, una linda flor sin perfume, una bella voz sin modulaciones, un hermoso rostro sin lágrimas y sin sonrisas.

Así fue que, aunque no era Servando por cierto, una persona de sentimientos delicados y tiernos, ni tenía uno de esos corazones fervientes de caridad henchidos de compasión, que pasan por este mundo cruel como las ovejas por entre los abrojos, dejando, cual ellas copos de su suave vellon, lágrimas de compasión en cada espina, aunque no tenía sino las más sencillas y cotidianas ideas sobre la humanidad y cultura, al ver salir la acosada fiera y arrojarse cobre el primer indefenso caballo que, dócil al hombre, aguardaba a pie firme la espantosa embestida, al ver al toro destrozar sus entrañas, al ver al jinete en peligro de muerte, y que este atroz espectáculo era saludado por una algazara general, sintió todo su ser sublevarse, y se preguntó si estaba en alguna diversión o en una carnicería. Hasta su físico se resintió al ver por el suelo enrojecido de caliente sangre las entrañas de un animal, aún vivo en la doble agonía de la muerte y del espanto; palideció, y se levantó.

-¿Estás malo?, -preguntó uno de sus amigos.

Servando contestó afirmativamente, y se salió.

Alejóse de la plaza, entrando en el pueblo por aquellas calles, poco ha tan bulliciosas y animadas, ahora silenciosas y desiertas. Este silencio y soledad le hicieron bien al alma, cual lo hace un baño tibio a un cuerpo molido y cansado. Siguiendo rectamente la primera calle que se le presentó, que era la de Santa Lucía, se halló en la plaza de la Iglesia Mayor.

Posaba ésta grave y tranquila sobre sus gradas de piedra, como sobre un pedestal. Su vista causó al disipado joven un inexplicable sentimiento de bienestar moral. Nunca está el ánimo tan ansioso por sensaciones suaves y más dispuesto a gozarlas, como cuando ha sido conmovido por sacudimientos fuertes. Servando se sintió irresistiblemente impulsado a entrar en aquel lugar, cual el fatigado nadador a descansar sobre una firme peña, alrededor de la cual se agitan las olas del mar en su incesante movimiento. El templo estaba en aquella hora desierto; algunas lámparas ardían tranquilas ante las aras, cual vigilantes guardianes de aquellos lugares, derramando una suave y meláncolica luz, semejante a la de la luna, sobre los altares a que daban culto. En aquel silencio dulcemente solemne, ni aun sus propios pasos oía Servando: ¡tal era el instintivo respeto con que pasaba, cual una pequeña sombra, bajo aquellas augustas y elevadas bóvedas! Así dio la vuelta al coro, y, siguiendo la fila de capillas, que separan de las naves grandiosas verjas de hierro, llegó a la última, que está al frente y es colateral al presbiterio. Venérase en ella la santa imagen de María Santísima de los Milagros, patrona del Puerto, que lleva su nombre5.

La reja estaba abierta, y así pudo entrar Servando en aquel hermoso santuario, asombro de dignidad y riqueza, como los labra y solemniza el culto católico en España.

Cuando estuvo en él, notó que no estaba solo. Ante el altar de la Señora había una mujer arrodillada, que con los brazos en cruz y el rostro alzado hacia la Imagen oraba como oran los que oprime el dolor o ahoga la angustia. Servando se paró. A pesar de ser un hombre de los más adocenados, sentía, por el concurso de extrañas y conmovientes circunstancias, elevarse su espíritu a la contemplación. -¡Qué contraste!, -pensó-, ¡ésta llora y reza; aquéllos se solazan con horror y ríen! ¿Cuál es, pues, el estado más perfecto? ¿No será el del dolor, que atrae a la criatura a los pies del Criador? ¿No son quizás un don de atracción las lágrimas si hacen levantar los ojos que bañan al cielo?

Tales escenas como la que hemos descrito se deberían presentar al hombre disipado, para hacerle pensar, pues hay muchos que pasan su vida en una continua actividad mezquina y estéril, sin caer en que el hombre debe pararse alguna vez y, separando su mente del círculo estrecho de intereses mundanos, elevarla a más altas esferas, esferas en que todos concordaríamos, y en las que se realizaría el bello ideal de igualdad y convergencia, si todos de buena fe nos esforzáramos para alcanzarlas.

De cuando en cuando, algún nuevo lance de horror suscitaba en el circo una de esas inmensas griterías, de las que en otros países no se tiene ni aun remota idea; la que con golpes, palmadas y silbidos forma ese aturdidor conjunto, extraño y anómalo, que es a un tiempo lúgubre y triunfal, asombrado y delirante, desatinado y lógico, divergente y compacto, compasivo e inhumano, aterrador e incitativo.

Servando notó que cada vez que bramaba esta tempestad de humanas voces llegando en su ímpetu a aquel augusto santuario, ante el cual hay una valla que respetan el ruido y el movimiento del mundo, aquella mujer arrodillada se estremecía y un acongojado gemido brotaba de su pecho.

Silenciosa y lentamente avanzó algunos pasos, arrimado siempre a la pared, hasta que pudo distinguir el rostro, que sólo miraba a la Virgen. Era una joven de correcto perfil griego, con ojos árabes; tipo que se halla con frecuencia entre las mujeres del pueblo andaluz; flores preciosas y delicadas y que por lo mismo, se ajan al primer contacto de la vida sin el concurso de los años.

En sus grandes ojos negros brillaban lágrimas, que corrían por sus mejillas aprisa, como corren las lágrimas cuando son muchas.

Al verla tan bella, debió redoblarse en el joven que la observaba, el interés que le había inspirado. La hermosura es un gran favor de la naturaleza, que expende a sus predilectas a unas para su bien, ¡a otras para su mal!

Oyose entonces en el silencio el ruido que producían las ruedas de una calesa, que en lenta vuelta tocaban contra las chinas del empedrado. Apenas llegó este ruido a los oídos de la arrodillada joven, cuando se levantó con desaliento, y con rápido paso, atravesando las naves de la iglesia, se dirigió a la salida. Servando, sorprendido de aquel brusco arranque, siguió a la joven, y se halló casi a la par de ella en las gradas de la colegial. Hallábase en este momento la calesa enmedio de la plaza; llevaba el calesero el caballo del diestro; en la calesa estaba sentado un picador; su cabeza estaba caída sobre el hombro; sus brazos pendían inertes a sus costados; su chupa de tisú de plata y sus calzones de ante estaban enrojecidos de sangre; una mortal palidez cubría su rostro.

El griterío se oía en la plaza, más vivaz, más animado, más atronador que nunca.

¡Qué!, ¡tan poco vale la vida de un hombre!, -respondió mentalmente Servando a aquellas alegres y exaltadas aclamaciones, mientras que a su lado resonó el grito más destrozador que puede lanzar pecho humano con la voz: ¡PADRE!!!, y la joven se precipitó hacia el carruaje, que apenas pudo el calesero parar a tiempo para que no fuese atropellada aquella infeliz, ciega y desatentada de dolor.

-¡Dios nos asista!, ¡es su hija!, -dijo el calesero conmovido por ese profundo respeto y alta consideración, que siente y demuestra el pueblo al tierno y santo amor a los padres.

-¿Está muerto?, -preguntó Servando, que había seguido a la joven.

El interrogado hizo un gesto que significaba que si no estaba muerto, en breve lo estaría.

¿Dónde le lleváis?, -tornó a preguntar Servando.

-Al hospital, -contestó el calesero.

-No, -dijo Servando-; llevadle a una posada.

-Y subiendo a la calesa a la infeliz hija, que estrechaba en convulso abrazo las rodillas de su padre, la sentó al lado de éste, que yacía sin sentido, y marchando junto al funesto carruaje, atravesaron las desiertas calles hasta llegar a una posada. En ella hizo Servando preparar un lecho al herido; mando a varios emisarios en busca de un hábil facultativo, y, ayudado por los criados, subió y acostó en el lecho al infeliz moribundo.

A pesar de que ninguna esperanza dieron los cirujanos, todos los medios de curación y de alivio fueron practicados por disposición y bajo la inspección de Servando, en vista de que el herido permanecía en un completo letargo, y su hija fuera de sí de dolor, incapaz de disponer nada.

Antes de proseguir, referiremos lo acaecido en la plaza al infeliz picador6.

El tercer toro estaba inmóvil en medio de la plaza, en su reconcentrada ira. Veía pasar ante él a los chulos desplegando sus capas de visuales colores, como pájaros de diversos plumajes, sin hacer más que seguir a esos mezquinos y temerosos provocadores con una despreciativa mirada, clavando en seguida su negra y ardiente pupila en los jinetes, fuertes campeones que, con su lanza en ristre, se le presentaban como adversarios más dignos de sus poderosos bríos, y aguardando, como un hábil táctico y prevenido veterano, el ataque en que no se le pudiese escapar el enemigo.

Los picadores, que conocían el inminente peligro, aguardaban a su vez que los chulos trajesen a la fiera a la cercanía de un lugar de refugio en la inevitable catástrofe.

El caballo en que estaba montado el padre de Regla, se bamboleaba bajo el peso de su pesada carga, puesto que el miserable ser era de aquéllos que se denominan en los compte-rendus de estas cultas fiestas jamelgos, mosquitos, arañas, esqueletos y otros burlones y despreciativos epítetos, sin que jamás les proceda, el epíteto de pobres, que demostrase hay compasión en los corazones, como en un día de borrasca, tal cual rayo de luz entre los nubarrones, prueba que hay sol en el cielo.

Este estado de inacción, tranquilo y siniestro preludio del espantoso drama, se prolongaba. El público, ansiaba por el excitante y ameno desenlace, y cuantos insultos contiene el soez repertorio de groseros improperios y denuestos, eran lanzados por este público a los infelices picadores, hombres valientes si los hay, y pundonorosos en su oficio de toreros, tanto como el valiente militar en su noble carrera de las armas.

-¡A él, cobarde; a él! ¿Para qué te metes a picador, si te pega mejor la rueca que la garrocha?

-Bien se deja ver que no es el toro una caña de vino; que no te vas a él.

Estos apóstrofes y otros que no son para estamparlos nuestra pluma, ni para presentarlos a nuestros lectores, lanzaba el público a los picadores, como clavan los chulillos las banderillas a los toros para desatinarlos.

La algazara se hacía estrepitosa, y la autoridad, olvidando su misión, y abusando de sus poderes, mandó al padre de Regla que fuese a picar al toro.

Es sabido que en esta suerte, el toro debe ser el que tome la iniciativa, si ha de quedar en la lucha un medio de salvación a su contrario. El picador, con todo el derecho que le prestaban las leyes establecidas, protestó. Entonces el bárbaro instrumento de la cruel autoridad y del inhumano público, descargó un palo sobre las ancas del caballo, que asustado vapor aquella vocinglería infernal, abierta y ensangrentada la boca por el freno con que le sujetaba su jinete, y con los ojos vendados, partió desatinado y sin dirección, se echó encima de la fiera, cayendo traspasado el pecho por sus astas, y arrojando al picador sobre el lomo del toro, de donde rodó a sus pies. Éste bajó la cabeza, introdujo su asta por la ingle de su enemigo, y levantándole en alto, le presentó al público como un ligero trofeo, y como diciéndole: -¿Estáis contentos? ¿Os he divertido? ¿Me perdonaréis la vida por esta hazaña, con el fin de que propague mi casta para vuestro solaz? Después, como si le incomodase aquel colgajo, sacudió la cabeza; pero gravitando el picador con todo su peso sobre el asta, se le había estado introduciendo en el cuerpo hasta atravesarle y salir por la espalda, y siendo el asta curva, no lo despidió; así fue que permaneció el infeliz vivo en su cadalso. El toro entonces volvió a sacudir la cabeza, como para ensanchar la herida; después, bajándola y alzándola con violencia, lanzó a gran distancia a su víctima, que cayó en el suelo boca abajo como un costal de arena. Aquel hombre enérgico se levantó erguido, su lívido rostro estaba cubierto de sangre que vertía una herida que al caer recibió en la frente; alzó un brazo con el que señaló a la autoridad y al público, como citándoles ante el juicio de Dios; llevó la otra a la enorme herida, de la que a borbotones se precipitaba la sangre, y cayó al suelo para no volver a levantarse más.

Algunas voces de las gentes del pueblo se alzaron indignadas. En los demás, aquel homicidio, aquella atroz agonía, aquella solemne acusación y protesta de un moribundo, aquella terrificante responsabilidad ante Dios y la humanidad, todo aquel conjunto de asombrosos horrores pasó como un incidente, la fiesta siguió con la misma animación y el mismo regocijo. ¡Y os lavareis las manos diciendo que el torero se presenta voluntariamente! ¡No, no!, ¡que no se adormezca la conciencia con ese subterfugio! ¡No! Si no pagaseis con vuestro oro, sino animaseis con vuestros embriagadores aplausos a esos hombres, no habría toreros. ¿Decís que sois diez mil? ¡Inválida disculpa!, puesto que la sangre de un hombre se compone de bastantes gotas para que haya una que manche cada una de las monedas que habéis dado para costear ese sacrificio humano, y la culpa de la muerte de un hombre es tal, que aun repartida en diez mil partes, hasta la que os quepa, para que en su día os diga el gran Juez: «Caín, ¿qué has hecho de tu hermano?»

Ésta es la ocasión perentoria de hacer una digresión. El autor tiene todo derecho para hacer cuantas quiera, así como el lector tiene el de no leerlas. El romanticismo, que define Victor Hugo diciendo que es la libertad en literatura, nos da derecho a hacer digresiones, así como se lo ha dado a Karr, tan querido del público, y a otros, que llaman novelas a un conjunto de digresiones diversas, y que a veces no tienen la más mínima relación con el fondo ni con la idea del asunto primordial, ni aun giran sobre puntos de interés ni de crítica. Empero la digresión que vamos a hacer es de un interés grande, trascendental, y tiene la más patente relación con el asunto,

En el periódico L'Artiste del mes de setiembre de 1853, hemos leído un articulito ligero y lleno de chiste, escrito por Teófilo Gauthier, en el que se entusiasma con toda la furia francesa, por las corridas de toros.

Lejos estamos de acriminar al señor don Teófilo su afición a los toros, que tienen, cual él, tantas otras personas apreciables por su mérito y distinguidas por su talento; y le agradecemos que, más justo que anteriores escritores, no condene a la nación entera al estado de barbarie sólo por las corridas de toros, sino que reconozca lo grandioso y fascinador de este espectáculo. Pero sentimos ver que después de tantos años en que los extranjeros han colgado a España sus corridas de toros como un sambenito, en el momento en que la opinion de las gentes cultas y de buenos y humanos sentimientos, principia a darse a luz contra ellas; cuando empiezan a caer en la prensa estas gotitas del agua pura de la moral, de la humanidad y la cultura, que a fuerza de repetirse y con el auxilio del tiempo, acabarán por filtrar el duro ladrillo; sentimos que escritores extranjeros, más españoles que los españoles, vengan haciéndose paladines de este espectáculo inhumano, cuando en España misma no los ha hallado en la prensa. ¡Tal es el buen sentido de esta nación, enemiga de la paradoja y llena de respeto a los sentimientos morales! Al leer aquel artículo escrito por uno de los hombres más cultos, de uno de los países más civilizados del mundo, no hemos podido menos de preguntarnos: ¿si será la decantada civilización de nuestro siglo, un fuego fatuo, un barniz, un dorado roulz, que cubre el hierro y no lo penetra?

De este artículo pequeño sólo copiaremos unas pocas líneas, que ponemos a continuación, aunque no sea más que para defendernos por nuestra parte del ridículo que echan sobre los que claman contra una diversión, que se compone de tan horrorosos hechos, y tiene moral y materialmente tan perniciosas consecuencias. Dice así:

«Dígase lo que se quiera; pero ese noble y católico desdén por la vida, tiene una grandeza que siente vivamente el pueblo, y que no podrán rebajar las sensiblerías lacrimosas de los retóricos (rhéteurs). Suprimid las corridas de toros, y ciertamente se hará un cambio grande en el timbre moral de la España. Ciérrense las plazas, y caerán los españoles en la inepta adoración de los castratos y de los tenores, en el insípido enervamiento musical, en la apoteosis de la arieta y de la cavatina; en lugar de España habrá Italia.»

¡Nunca hemos visto más, ni más brillantes paradojas acumuladas en menos palabras! Al ver hasta qué punto puede una rica y florida imaginación extraviar a un hombre de talento tan superior y de cultura tan distinguida, se pregunta uno si será la imaginación, cuando se emancipa de la razón, la sirena de los bellos cantos del mito griego.

¿De dónde habrá sacado Mr. Gauthier que el desdén a la vida sea católico? Equivocándolo con el ansia por el martirio de los santos mártires?

Llama Mr. Gauthier retóricos o declamadores a los que se han pronunciado contrarios a los toros. Nunca hubo epíteto peor aplicado, y la prueba está en los tres escritos que, bajo los auspicios de El Heraldo y reproducidos por otros respetables órganos de las opiniones reinantes, vieron la luz pública; fue el uno un grave y razonado artículo que resumía los perjuicios materiales de tan destructora fiesta; fue el otro una composición en verso que llena de chiste y de gracia, ponía en relieve todo el tosco ridículo de tan heterogénea reunión de hombres y de cosas; y por último, el tercero una sencilla llamada a los más comunes sentimientos del corazón, y a las más cotidianas nociones de cultura, escrito por la pluma que traza estos renglones. Ninguno de los tres necesitó acudir a la retórica, ni a su verbosidad y artificio, para exponer sus razones profundamente morales, altamente cultas, incontestablemente religiosas y humanas.

Suprimidas las corridas de toros, Mr. Gauthier no halla otro estado posible para España que el insípido enervamiento musical: en su opinión no hay alternativa. Los franceses pueden ser franceses; los ingleses, ingleses; los alemanes, alemanes, sin toros ni enervamiento. Pero España sin toros, está amenazada de una furiosa melomanía con todas sus más fatales consecuencias.

No nos detendremos ni cansaremos al lector con la refutación de éstos y otros parecidos asertos, que estampó sin duda el señor don Teófilo en la embriaguez de la alucinación, que causa al hombre de más mérito la fascinadora atrocidad. Pero no podemos menos de decir que creemos que todo hombre de razón y de buenos sentimientos debe anteponer a la atracción que arrastra hacia inhumanos espectáculos, la represión de los incultos instintos del hombre, el pudor de la moral, y la delicada decencia del buen gusto. La rienda suelta en las acciones, así como en los pensamientos, forma los calaveras de hechos y de ideas. Dice su paisano Desmahis, que el talento es como el oro: dale su valor el uso que de él se hace. Así es que la misión del hombre de talento crítico y escritor público, no nos parece que es adular las pasiones públicas y de la plebe, aunque en su fuero interno participe de ellas; sino que es más severa, más culta y más civilizadora esta misión, y creemos que tiene más mérito, más desprendimiento y mejor intención el que las combate. Hombres como Mr. Gauthier, a los que dotó Dios de un gran talento, lo deben emplear como faros, en seguras y floridas márgenes, y no como antorchas de saturnales. ¡Qué bien pensaba Condé cuando decía prefería un bon esprit a un bel esprit, esto es, la sensatez al chiste, lo que tan bien expresa nuestro refrán popular: más vale adarme de razón que libra de talento.




ArribaAbajo- III -

Volvamos a la cabecera del desgraciado agonizante, donde gemía su hija, a quien iba a dejar su muerte huérfana y desamparada.

Hasta entonces, cuanto había hecho Servando era la noble acción de un corazón generoso y compasivo. Pero, por desgracia, no era sólo la compasión la que le movía, y la que le detenía al lado del moribundo; era el encanto que tenía y la atracción que ejercía sobre él aquella hermosa y pura joven, tan interesante en su inmenso dolor, y tan abstraída por él, que ni aun se le había ocurrido rehusar ni agradecer los cuidados y la costosa asistencia que procuraba a su padre aquel bello y elegante desconocido. Servando había querido avisar la desgracia a Medinasidonia, pueblo de naturaleza del herido; pero Regla, -así se llamaba la hija del picador-, le había objetado que no existía su madre, y que no tenía ningún pariente cercano allí.

Servando, pues, en vista de esto, no quiso abandonar a la pobre desvalida. Rico, mimado por su madre y dueño de su voluntad, escribió a esta señora que agradándole el Puerto de Santa María, pensaba permanecer en él algunos días.

Servando era como son hoy día muchos jóvenes, que con una apariencia afectadamente fría, y erigiéndose neciamente en propagandistas del indiferentismo en todas materias, -indiferentismo desdeñoso que establecen como punto culminante de la superioridad moral del hombre-, siente, a pesar de sus teorías, una gran efervescencia sanguínea o nerviosa, sin perjuicio de su gran sequedad de corazón. Así fue que se apasionó de Regla. No obstante, al verla tan pura y tan cándida, tan amante de su padre, tan ciegamente abandonada a la caridad de un extraño, Servando no osó premeditar un plan, porque no era un malvado, ni era un seductor.

Ese horroroso tipo es desconocido en España, aunque lo nieguen aquellos que nos querrían al nivel de todo lo extranjero, hasta al de su más refinados vicios. Seductor de profesión no lo es en primer lugar ningún hombre joven: todo tiene que aprenderse en este mundo, ¡hasta la perfección en los vicios! Y por lo regular, el mal hombre que escoge una víctima para seducirla, es un hombre frío y gastado, que desea por atractivo, por vanidad o por testarudez, y no ama de corazón; que así, todo lo calcula y nada siente; y que gozando en triunfar y no en ser amado, hace derramar lágrimas premeditadamente y ofrece su amor como el asesino vil que envenena ofreciendo una emponzoñada flor.

Un incidente vino en breve a dar más vehemencia a la efervescente, aunque efímera visión, de Servando. Una mañana, que estaba sentado con la hermosa hija a la cabecera del moribundo, que yacía siempre sin conocimiento, se abrió la puerta y entró un mozo bien portado en traje de campesino, en cuya franca fisonomía, se veían el sello de la honradez y la entereza, de un carácter enérgico.

Al verle Regla prorrumpió en sollozos, exclamando:

-¡Sebastián, Sebastián!, ¡se muere! ¡Al padre de mi alma me lo han matado!

Pero Sebastián, estático, sólo contemplaba al elegante joven, sentado con tanta franqueza y libertad al lado de Regla.

Quizás en este momento, y no antes, Regla consideró claramente una situación que hasta entonces había visto confusa, al través de sus lágrimas. Levantose como asustada, y cogiendo a Sebastián, que permanecía inmóvil, por la mano, le arrastró tras sí al lado del postrado herido.

-Padre, -dijo acercándose a su oído-, aquí está Sebastián; Sebastián, vuestro sobrino.

El moribundo no dio señal alguna de haber oído.

-¡Lo ves!, -exclamó Regla torciéndose las manos. ¡No te conoce, no te conoce! ¡Se muere!, ¡se muere!

Entonces Sebastián, llevándose a la desconsolada joven al extremo opuesto del cuarto:

-¿Qué hace allí ese Usía?, -preguntó con la severidad de la honradez y la aspereza de los celos.

-¿Ése?, -contestó Regla-; si no fuera por eso, ¡qué sería de mí! ¿Acaso estabas tú aquí?

-¿Y necesitas, -repuso con reconcentrada indignación Sebastián-, quien haga mis veces cuando yo ausente esté?

-Yo no sé lo que ha pasado, -contestó angustiada la pobre niña-. Pero sé que nada podía yo hacer ni disponer; que él todo lo ha hecho por mi pobre padre, y que es un ángel que Dios me envió en mi tribulación.

-¿Un ángel, eh?, -dijo con rabiosa sorna Sebastián-. Mira, Regla: nada puedo decirte ahora, porque la garganta se me anuda; pero sábete y créeme: CON MAL, O CON BIEN, A LOS TUYOS TE TEN. Voyme, porque no soy dueño de mí, y no quiero que haya un desmán. Voy a hablar con el contratista de la plaza; dentro de una hora estoy de vuelta, y ten entendido que si he de entrar yo, ha de haber salido ese señorito; que aquí no hay lugar para los dos. O él, o yo; estás prevenida. Dueña eres de tu voluntad, que puñal no te he de poner al pecho para que a mí me la des. Pero ten presente, Regla, lo que a decirte vuelvo: CON MAL O CON BIEN, A LOS TUYOS TE TEN.

-¡Sebastián!, -exclamó Regla-, Sebastián, óyeme. -Pero Sebastián había desparecido sin añadir ni un adiós.

Regla se volvió ahogada en llanto a la cabecera del herido. ¡Padre mío!, -exclamó la pobre niña-. ¡Padre mío! ¡No os vayáis, no me dejéis desamparada!

-¿Qué tenéis?, -preguntó Servando.

-Es que no quiere volver.

-¿Quién?

-¡Sebastián!

-¿Y qué le hace?

-Mucho, señor.

-¿Pues quién es Sebastián?

-Es mi novio.

-¿Y le amáis mucho?

-¡No tengo más amparo que él!

-¿Y yo?

-No sois mi novio.

-Pero puedo serlo.

-¡Qué, señor!, los ricos no son novios de las pobres.

-¿Qué lo estorba?

-Aquello de que cada oveja con su pareja.

-Parejas son los que se aman, Regla.

-Señor, no hagáis burla; no es sazón hacerla de una hija a la cabecera de su padre moribundo.

-Es que no me burlo, Regla, pues te juro que te amo con toda mi alma.

-Eso no quita que queráis hacer burla de mí, señor.

-Sí tú me amases a mí, Regla, no serías tan desconfiada. Serlo conmigo, prueba que eres una ingrata.

-¡No soy ingrata, no, no!, -exclamó la pobre niña, que dio otro sentido a la frase-. Lo que os agradezco lo que por el padre de mi alma estáis haciendo, Dios lo sabe, que es el que conoce los corazones. ¡Ay, Jesús, Jesús! ¡Padre, no me dejéis desamparada!

Los sollozos desgarraban el pecho de la infeliz Regla.

Todos los corazones son accesible a la compasión en ciertas circunstancias, y más cuando el objeto que la inspira reúne a una situación destrozadora el encanto de la juventud y de la hermosura.

-¿Por qué te desconsuelas así, Regla?, -dijo con voz conmovida Servando-; ¿por qué ese desasosiego y congoja?

-Porque dice Sebastián que se va y no hace más caso de mí, si os halla aquí cuando vuelva, -contestó la atribulada niña.

-¡Y bien, que se vaya!, -respondió con rabia y desdén Servando.

-¿Y qué será entonces de mí?

-Una mujer rica y feliz.

-¿Cómo?

-Eso es de mi cuenta.

-Os equivocáis, señor, que es de la mía.

-Te doy desde luego, y por ahora esta posada, que está de venta.

-Yo no tomo regalos de un extraño, -repuso Regla con esa dignidad femenina, la más pura y la más noble de todas las dignidades.

-¿Me rechazas, Regla? Me iré, pues, -dijo Servando.

-¡Y qué otro remedio!, -exclamó la pobre niña, volviendo a verter un torrente de lágrimas que le arrancó la próxima separación de su bello y generoso protector.

-Dejarle ir a él, -contestó éste.

-Eso es una mala partida, señor.

-¿Y no lo es echarme a mí?

-No señor.

-¿Y por qué?

-Porque vos, señor, me dais mala sombra, y él, aunque pobre, me la da buena.

Servando, vencido en sus argumentos por la sencilla lógica de la honradez, dio indeciso algunos pasos por la habitación. Mil sentimientos diversos le agitaban. Su pasión exaltada por los celos, su orgullo ajado por verse echado de allí por un rústico campesino, la impresión de felicidad que le causaba la inclinación que dejaba traslucir por él aquella sencilla e ingenua joven, a quien dos hombres venían a acongojar a la cabecera de su moribundo padre: todas estas cosas le afectaron profundamente. Conoció que no había alternativa. Debía alejarse, o debía amparar honradamente a aquella inocente y bella criatura. Así fue que, después de un rato de reflexión prefiriendo como hombre débil y voluntarioso, lo presente a lo futuro, la satisfacción al sacrificio, Servando se acercó a Regla y le dijo con ese tono de sinceridad que no se imita:

-Regla, ¿quieres ser mi mujer?

Regla contestó con la misma sinceridad:

-¡Tanta dicha para mí!

-¡Tanta dicha para ambos!, -repuso él.

-Y acercándose al lecho del picador, asido de la mano de Regla:

-Vivid, -le dijo-, ¡vivid para vernos felices!

Regla dio un agudo grito, pues en aquel instante abrió el picador desmesuradamente los ojos, dio un gemido, y espiró.

Regla se echó sobre el exánime cadáver de su padre.

En este momento llegaba Sebastián. Servando le salió al encuentro y le atajó el paso.

-Murió, -le dijo, y alargándole un bolsillo de dinero, añadió: -disponed el entierro.

-El cuidado será mío, -respondió Sebastián sin tomar el dinero-. Y para costearlo tengo los medios; que no ha menester que se entierre mi tío de limosna.

Dio en seguida unos pasos para entrar en el cuarto mortuorio.

-¿Qué queréis?, -preguntó con sequedad Servando.

-Llevarme a mi prima.

-Es que me la llevo yo.

-¡Usted!, -exclamó Sebastián encendiéndose sus ojos como dos hogueras-; eso está por ver. Regla, al perder la sombra de su padre, no debe estar, ni estará, ¡por las llagas de Cristo lo juro!, sino a la sombra de su marido.

-Y así será, porque su marido soy yo.

-¡Usted!, -exclamó palideciendo el pobre joven. ¡María Santísima, qué desatino!

-Si desatino se comete, -repuso con altivez Servando-, estará de mi parte.

-¡De ambas, señor, de ambas!, -exclamó con dolor Sebastián.

-¿Y en qué fundáis tan insolente aserto?

-Lo fundo en que ha de ser Regla más infeliz que la nave que naufraga por llevar mucha vela; y Vd. como la que no camina a gusto por llevar a remolque un cuerpo extraño. Porque extraños sois y lo seréis, y siempre aconsejó el refran «que con mal o con bien, a los tuyos te ten», y dijo la sentencia «que a quien de los suyos se aleja, Dios le deja».

Diciendo esto se alejó Sebastián desesperado.

Servando depositó a la desconsolada Regla en casa de la hermana de la posadera, que era una mujer muy honrada, y mientras a su lado le prodigaba consuelos y halagos, Sebastián, con otro pariente y dos de la cuadrilla, llevaban sobre sus hombros el cadáver del picador al cementerio, último, tierno y respetuoso tributo de cariño y aprecio que da el pueblo a sus allegados.




ArribaAbajo- IV -

Algunos días después de las escenas que hemos referido, estaba Servando una mañana en su cuarto en Cádiz, echado sobre su sofá, pasando revista a un frac y chaleco que le habían enviado de Londres.

Estas remesas de vestidos enviados de Londres a los currutacos de Cádiz por los paquetes, sea dicho entre paréntesis, fue lo que les valió el nombre de paquetes.

Abriose la puerta, y entró un caballero francés, amigo suyo, sujeto que definiremos roué, como él se definía con complacencia a sí mismo, lo cual quiere decir liebre corrida. Es de advertir que esta liebre había sido corrida, no por vergeles, sino por bastos matorrales; lo que no impedía que vistiese con suma y aun exagerada elegancia, que no siempre están en armonía lo interno y lo externo.

Mr. Artur Folichon, éste era su nombre, no era el tipo del francés alegre, vivo, amable, chistoso, valiente, bondadoso, tan dispuesto a dar una estocada como un abrazo, tan apto para el placer como para el estudio, a los goces como a los sacrificios, a llorar con el triste como a reír con el alegre. No, ¡nada de eso! Mr. Artur Folichon era un francés parlamentarizado, serio, sentencioso, echándola de importante, aunque maldita la importancia que tenía. Estaba este ciudadano alzado sobre su opinión en todas materias, como sobre un pedestal. No creía en la infalibilidad del Papa pero creía en la suya, lo cual hacía honor a su despreocupación pero no a su modestia. Entre varias anomalías que ostentaba, era una la de detestar e imitar todo lo inglés, pero sobre todo la afición a viajar y a la ironía; en este ramo era una especialidad, y rayaba en lo sublime, como la gran cómica Mlle. Rachel.

Poco tiene la biografía de semejante sujeto: sólo diremos en globo que, habiéndole hallado a mano en una revuelta política un personaje, le dio una misión secreta y poco propia para salir a luz; que la desempeñó perfectamente mal; que el personaje, para quitarse de encima aquel moscón que podía zumbar desagradablemente, le proporcionó la regencia de un periódico, cuyos fondos desaparecieron con Mr. Artur Folichon, que se los comía en la agradable vida de touriste, esto es, viajero que viaja sin más objeto que el de divertirse. Soberbias existencias, llenas de boato y de goces, que hace brotar a centenares el siglo XIV por ensalmo, como transformaciones de comedias de magia, ante cuyo resplandor instantáneo se quedan algunos papamoscas con la boca abierta, incluso el que esto escribe.

-¡Oh!, -dijo al entrar-, por lo visto el Puerto es un Versailles poblado de Lavallières, Montespanes y Fontanges, puesto que no es posible que sean los ojos de los toros los que hayan detenido allí a un Lovelace como sois vos. ¿Habéis dejado a alguna ninfa del Guadalete vuestro corazón tierno y juvenil?

-¡Por qué no he de confesarlo!, -exclamó Servando con expansión-; ¡se ha fijado par siempre!

-¡Para siempre! Querido, ese aserto en punto a amores, y por regla general en todas materias, ha caducado con el despotismo y la Inquisición. Pour toujours, no se halla más que en los lemas de los sellos, con las florecitas, pensamientos y eternas, que han perdido toda actualidad y elegancia.


Ni jamais ni toujours
c'est la divise des amours.



-Me indigna, -repuso Servando-, que los indiferentes se burlen de un lenguaje que mañana les harán usar unos bellos ojos.

Mr. Folichon se levantó y dio algunos palos hacia un elegante botiquín que Servando había traído de Londres.

-¿Qué hacéis?, -preguntó éste.

-Quiero prepararos unas gotas de digital, -respondió el interrogado-. La digital es un medicamento que tiene la virtud de calmar la efervescencia de la sangre.

-No estoy malo, -dijo Servando.

-¡Oh, y de peligro!, -repuso su interlocutor-; tenéis calentura de más de cien pulsaciones por minuto.

-Si lo estoy, no quiero curarme.

-¿Sois, pues, feliz?

-Lo seré.

-Las esperanzas son los modestos goces de una virtuosa juventud.

-Sabréis, para que no creáis ilusorias mis esperanzas, que me voy a casar; pero es un secreto. No quiero que lo sepa mi madre.

-¿Casarse? ¡A los veinte y dos años!, ¡quelle folie! Pero locura que hace honor a vuestra moralidad. Sólo nosotros, los hombres de mundo, esto es, los corrompidos, como dicen las mamás, miramos con una detestable carga el santo vínculo.

De cierto que si la madre de Servando u otra persona sensata y sencilla hubiese estado oyendo a Mr. Folichon, hubiese tomado esta fina y graciosa ironía por una verdad de Pero Grullo.

-No tengo el mérito de casarme por moralidad, -repuso Servando-, lo tiene aquella divina criatura, tan imposible de seducir, como imposible de olvidar.

-¿Una Lucrecia? ¡Qué casualidad! ¿Hay muchas por aquí?

-Averiguadlo, -respondió Servando soltando una carcajada.

-Me guardaré, me guardaré, -contestó picado Mr. Folichon-; no me quiero exponer a dar con tan inexorable vestal, que me hiciese perder la cabeza hasta el punto que la habéis perdido vos. ¡Guarda, Pablo!, como dice mi Gil Blas cuando limpia las pistolas que me sirven para mis desafíos.

-Pues, amigo mío, cada cual busca la felicidad a su manera. Por mí, me uniré a aquel ángel, sin el que no podría hallarla.

-Buscad otra vez; el ángel ha pasado de moda; equivale a Cloris, y es espantosamente rococó.

-¡Si vierais qué bella es!

-¡Ya!, las feas no entran en juego.

-¡Qué pura y qué virtuosa!

-¡Ah!, ¡ah!, ¡tanto peor!

-¡Qué corazón tan amante!

-A los que tengo la más decidida antipatía.

-¡Antipatía! ¿Y por qué?

-Porque un corazón amante es el más despótico y egoísta tirano, es la caja de Pandora, es un manantial de lágrimas, un ventisquero de suspiros, un repuesto de exigencias, un arsenal de quejas y reconvenciones. Pero a todo esto, ¿quién es la dichosa?

-No me desdeño de decirlo: es la hermosa hija del picador a quien mató un toro en la corrida del día de San Juan.

-¡La hija de un picador!, -dijo sin alterarse el confidente de Servando. Una mesalianza es una cosa muy fashionable, amigo mío pero es muy tonta.

-¡Tonta!

-Sí, sí; es, como dice nuestro profundo Talleyrand, peor que una culpa; es una pifia.

-Es que vos hacéis del casamiento un asunto de cabeza, y para mí es un asunto de corazón.

-Ése es el lenguaje de una cándida y sentimental colegiala de Saint-Cyr.

-¡Ah! ¡Si la vierais!

-Por vista. Será una Venus; pero toda la belleza del mundo, no hace conveniente a un partido.

-Es la virtud misma.

-Cálculo, amigo, cálculo. Sois muy novicio, extremadamente novicio, mon cher.

Don Arturo Folichon se creía padre maestro, porque siempre pensaba lo peor. Muchos hay que tienen esa misma convicción y que suelen equivocarse en sus fallos, con lo Mr. Folichon en la referida circunstancia.

-Mi palabra está dada, -dijo resueltamente Servando para cortar una polémica que le era enojosa.

-¡Palabra a mujeres!, -exclamó Mr. Folichon alzando los hombros, allons don!!

-¡Me casaré, sí señor, me casaré!, -repuso exasperado Servando.

-Tened, presente, -dijo su interlocutor-, que es para toda la vida, según las sabias instituciones que nos rigen. Supongo que así como sois un tortolito en el amor, seréis un fénix en la constancia; un segundo Adán en el exclusivismo.

-Ello es, -contestó riendo Servando-, que no sería malo el poder renovar la mercancía cuando se avería o cuando cansa.

-Ved ahí por lo que no quiero casarme, -dijo el solterito de cuarenta años, el calavera rancio, el enamorado gastado, el mariposón valetudinario, el petimetre a régimen confortativo, arreglando delante de un espejo el casquete que adornaba su cráneo calvo y vacío. No me he casado, por no ser un mal marido; porque siempre perdiz hasta al obispo cansó, cuando se las hizo servir diariamente Luis XIV.

El señor Folichon colocaba en la misma calificación el estómago y el corazón, el paladar y los sentimientos; en lo que lógicamente seguía las inspiraciones de su escuela materialista.

-Creedme, mon garçon: desistid de esa locura, -prosiguió el consejero.

-¡Oh, imposible, imposible!, -exclamó Servando-, sin aquel ser encantador no puedo vivir.

-Pues haced un casamiento fingido, ya que sólo la grave ceremonia puede humanizar aquel dragón de virtud: eso es novelesco, y es un golpe digno de un legítimo D. Juan Tenorio, héroe poetizado, cantado, popularizado y admirado, y cuya gloria es imperecedera.

-Eso es una felonía, -exclamó Servando.

-Y vos, con vuestros grands mots y severos principios, un tipo de moralidad, digno de recibir el premio de virtud instituido en mi país por el benemérito, Mr. de Monthyon. Venid acá, inocente; ¿no veis que esa mujer, esa mijaurée, esa marisabidilla, os quiere arrastrar a cometer un disparate? Considerad que cuando se desengañe de la estratagema, estará hecha a la buena vida, y que con tal que se la proporcionéis, estará contenta, y habréis pagado vuestra deuda. No os faltará un ayuda de cámara que cargue con ella si la dotáis. Mon cher, celá se voit tous les jours.7

-En otras partes puede, -dijo Servando-; pero aquí no.

-Pues es preciso, querido, -repuso Mr. Folichon-, que os despreocupéis y entréis de lleno en la senda de la libertad universal, de hechos, de sentimientos, de pensamientos, de palabras, de cultos, y sobre todo, de conciencia. Mientras la libertad no reine sola y universalmente, no hemos hecho nada.

Servando tenía una de esas naturalezas como por desgracia tienen muchos, que son semejantes a las materias absorbentes e inodoras, que se impregnan desde luego de la esencia de aquéllas con que se ponen en contacto; naturalezas fluidas como los ríos, impetuosas a veces, pero que siempre acaban por seguir la senda por donde se las quiere llevar. Por eso los buenos padres cuidan y deben cuidar tanto de las relaciones que hacen y de las sociedades que frecuentan sus hijos.

El amigo de Servando, no sólo logró con su perversa fraseología persuadir a Servando a cometer el más inicuo fraude, sino que le ayudó en todo a llevarlo a cabo, haciendo en esta sacrílega farsa de testigo y su bien adiestrado Gil Blas, de sacerdote.

Pasaron los presuntos esposos algunos meses felicísimos, que, fueron para ellos esa luna de miel, como llaman los alemanes e ingleses al tiempo que nosotros denominamos comer el pan de la boda, y que tiene su mayor encanto para los que se aman, en la dulce certeza que encierran aquellas palabras que horripilaban a Mr. Folichon, y son: ¡PARA SIEMPRE! ¡Cuán lejos estaba del amante y honrado corazón de Regla el falaz engaño de que había sido víctima! Pero digamos en honor de la realidad, puesto que los tipos enteramente malos son raros, y mucho menos cuotidianos que los enteramente buenos, digamos que Servando, que amaba a Regla, abrigaba el propósito firme de lo legitimar a su mujer e hijos, si los tenía, cuando faltase su madre. ¡Qué poco tienen presente los que difieren un buen propósito, un refrán que sabiamente dice, que por la calle de DESPUÉS se llega a la plaza, de NUNCA!




ArribaAbajo- V -

Sebastián, aquel hombre honrado que se había visto expulsar del lado de su prima por otro nuevo amor, y por la brillante e inesperada suerte que éste la ofrecía, siendo así que él la amaba con tan profunda pasión; Sebastián, herido en sus sentimientos, y abatido, no quiso volver a su pueblo: se contrató por sustituto en un regimiento, envió el dinero a su madre y se marchó.

La entrada de las tropas de la intervención francesa, que por aquel entonces se verificaba y ofrecía la perspectiva de una guerra, le afirmó en su propósito.

Servando, imbuido por su amigo en las ideas más ultra-exaltadas, se comprometió ostensiblemente en los sucesos que tuvieron lugar por entonces, que no es del caso referir y es triste recordar, como todo lo que son disturbios en una familia, tan feliz, tan gloriosa, ¡tan respetada cuando era unida!

Servando, pues, con su energía de fósforo, gritó, escribió, actuó, gastó e hizo cuanto es dable para ponerse en evidencia, y lo logró tan a deseo, que en cuanto el Rey salió de Cádiz, tuvo él que esconderse por no ser arrestado.

En cuanto al interesante Arturo, desde que se acercaron a Cádiz las tropas francesas, había desaparecido como por ensalmo.

Desde luego los amigos de Servando, le aconsejaron que emigrase por algún tiempo, mientras estuviesen vivos y activos los resentimientos, esos resentimientos con que cada partido recrimina al contrario, cual si estuviese libre de ellos. Se habló al capitán de un buque inglés, para que recibiese a su bordo a él y a Regla, de la que no quería separarse. La dificultad que se presentaba, era el cómo trasladarse a bordo, siendo Cádiz una plaza cerrada, cuyas tres únicas puertas se cierran de noche.

Está Cádiz minado por magníficos husillos, muy conocidos de los contrabandistas en grande, que en todos tiempos, a pesar de la vigilancia, han entrado por ellos contrabandos en escala mayor. Aun cuando están estas galerías subterráneas provistas de trecho en trecho de enormes rejas, se sabe superar este obstáculo cuando el interés excita la voluntad, atiza el entendimiento y triplica la fuerza del hombre; así es que dichas rejas han sido limadas cuando las circunstancias lo han requerido. La salida por un husillo fue, pues, el medio adoptado para la fuga de Servando, y se fijó una hermosa noche de luna para emprenderla.

En aquella misma noche, Sebastián, cuyo regimiento había venido de guarnición a Cádiz, estaba colocado de centinela en uno de los puestos de la muralla. La luz de la luna, que hace aparecer los objetos menos distintos y más bellos, como aparece el rostro de una mujer al través de un suave velo de gasa, daba a las hermosas y uniformes casas de Cádiz el aspecto de mármol. El mar parecía hallarse en uno de sus pocos momentos de completa calma y sentir placer en dejarse platear por la luna. Los barcos que poblaban la bahía estaban inmóviles, cual si estuviesen presos en un mar helado. Alrededor de la vasta ensenada yacían tranquilos los pueblos que la circundan como blancos campamentos de un dormido ejército. ¡Nunca la naturaleza preparó una noche más muda para el silencio, más tranquila para el sueño! Sólo oía Sebastián el ruido de sus propios pasos y el anhélito angustioso de su pecho, cuando tendía la vista en lontananza y la fijaba en el Puerto de Santa María, aquel lugar de funestos recuerdos, de acerbas memorias, en donde su destrozado corazón había aprendido cuánto dolor podía contener sin quebrarse y cuánta sangre podían derramar sus heridas sin dejar de latir.

-¡Allí, -pensaba-, allí está aquélla que tan pronto aprendió lo que nunca sabré yo, el olvidar su primer amor! Se deslumbró como mariposa cuyos ojos se presenta una luz. ¿Quemarase en ella, o será feliz? ¡Si siquiera supiese que lo es! ¡Si la viese una vez siquiera!

Pareciole en aquel instante que oía al pie de la muralla el chapaleteo de un remo que con precaución hendiese las aguas. Sebastián se paró sorprendido. El ruido, aunque lento, continuaba.

¿Qué podrá ser esto?, -pensó-, será algún pobre mariscador, que buscará mariscos entre las rocas que la marea deja a descubierto.

El ruido no era interrumpido y parecía acercarse.

La curiosidad movió a Sebastián a asomarse por una tronera. ¿Cuál no sería su sorpresa al ver que en una pequeña lancha que se había arrimado a la muralla, se preparaba a entrar un hombre, que una vez dentro, hacía señas a una mujer, que cual una sombra pareciole que salía de la base de la compacta muralla?

Sebastián creía soñar. No quería creer a sus sentidos, cuando una voz queda, pero que la completa calma hacía llegar distinta hacia él, pronunció estas palabras:

-No temas, Regla.

El corazón del soldado despertó sobresaltado y con todas sus pasiones al oír aquel nombre, cual el dormido león por la bala que le penetra.

-¡Regla!, -repitió, cual un apagado y lúgubre eco-. ¡Ella! ¿Es ella?

Saltaba en este momento la joven, de roca en roca, sostenida por la robusta mano del barquero.

El espesor de la muralla era tan considerable que Sebastián no distinguía bien toda la escena. Ansioso, fuera de sí, suelta el fusil y sube al ancho reborde que hace declive: el fusil suena con fuerza al dar contra la argamasa del piso; al oír aquel ruido la joven, que ya está sentada en la lancha, alza la cara, la que entonces alumbra la luna de lleno. Sebastián la ha reconocido. ¡Ella! ¡Es ella, la mujer que tanto ama, la que al fuerte empuje de los remos se aleja en aquella embarcación, que huye ligera sobre la superficie del mar, deslizándose pronta, como mi trineo sobro el resbaladizo hielo!

Un vértigo oscurece la vista y hace perder el equilibrio a Sebastián, que resbalando en el plano inclinado de la tronera, cae desde aquella inmensa altura sobre las rocas.

El infeliz se ha quebrado en la caída ambas piernas. No puede moverse y en vano implora su voz auxilio, en aquel paraje desierto: dos horas faltan hasta el relevo de los centinelas. Para colmar el horror de su situación, la marea empieza a subir, agitada e inquieta, y no descansará hasta que llegue a la muralla, cubriendo a su paso las rocas. Ya en su ascenso va golpeando las más avanzadas, con lo que hace imposible oír a distancia el clamor del desvalido. En vano los redobla: ¡nadie responde! Y el agua sube, sube, sin que poder conocido, sin que circunstancia eventual haya jamás detenido un instante, su periódica y pujante invasión! El infeliz ensaya el rastrear so sobre sus manos; ¡vano esfuerzo!, pues no puede arrastrar sus destrozadas piernas. ¡Y el agua sube sin detenerse, sin vacilar, sin descanso!, y llegará a su límite, pasando sobre el desvalido, fría, amarga, brutal, inexorable como la crueldad! Quiere, en su agonía, asirse a una roca más elevada que las que la circundan, no puede y cae con un gemido de dolor: ¡y el agua sube todavía! ¡Ya ha cubierto sus doloridas piernas; ya ha salpicado su pecho; ya murmura la sentencia de muerte en sus oídos! Entonces Sebastián, que era un buen cristiano y un hombre valiente, se resigna: cruza sus manos y levanta su corazón a Dios en actos de fe, pues en Dios cree a puño cerrado; en actos de caridad, pues a todos sus hermanos perdona y abraza en un último adiós; y en actos de esperanza, pues implorando y confiando en su misericordia, ¡en manos de su Dios entrega su alma!!! y en el horizonte asoma el alba, tranquila, suave y pura como si el día al cual trae de la mano, hubiese de dar la vuelta de este miserable globo, ¡sin alumbrar horrores y sin oír lamentos! Acompañábala una fresca brisa que henchía las velas de una fragata inglesa, mientras al compás de la monótona cantinela de sus marineros, levaba el ancla que aún la retenía.

Llegaba entonces a la bahía el Seronero del Puerto, esto es, el falucho que antes de abrirse las puertas, trae al muelle de Cádiz frutas y legumbres para su abasto. Los marineros divisaron al infeliz que había renunciado a la vida, le recogieron y llevaron exánime al hospital.

¡Qué cadena de casualidades eslabona a veces la fatalidad! ¡Acatémosla como piedra de toque, para no maldecirla como cruel enemiga!




ArribaAbajo- VI -

Había Servando, al llegar a Londres, alquilado una casa pequeñísima (y ponemos el superlativo porque allí son todas pequeñas). Estaba situada esta casa pasando Bedlam, que es el hospicio de los locos, y el jardín zoológico de Surrey, en el arrabal de Kensington, por ser menos caros allí los arriendos. Entrábase por la puerta de la calle (que en Londres están todas cerradas, como signo de inhospitalidad), en un corredor largo, que, al frente tenía una escalera angosta y de madera, como son todas allí, cubierta de un paño o lienzo de alfombra, que sujetaba en cada escalón una varita de metal. En el hueco de la escalera estaba la bajada de otra que conducía a la cocina, despensa y demás oficinas interiores, colocadas allá en sótanos, que reciben la luz por zanjas abiertas delante de las casas, por verjas de hierro. Ala izquierda del corredor había dos puertas: la primera era la de una salita cuadrada con dos ventanas a la calle; la segunda daba entrada al comedor, que tenía dos ventanas al jardín; jardín pequeñísimo, frío y estéril, en el que un solo árbol, triste como un cautivo solitario, delgado y lánguido, se estiraba, a fin de sacar sus ramas por cima de la tapia, buscando el campo. Arriba tenía la casa dos habitaciones, iguales a las de abajo, que servían de dormitorios. El tercer cuerpo se componía de boardillas, en una de las cuales dormía la sola criada que tenían.

Por las mañanas, según allí se acostumbra, llegaban a la puerta el carnicero, el panadero, el lechero, y el que traía la hortaliza; lo demás necesario para la vida y los géneros ultramarinos los traía la criada de una tienda vecina. En este local, que aquí llamaríamos tabuco (en lo demás, bien y cómodamente alhajado), instaló Servando a Regla, y en él permanecía completamente sola y aislada, porque hasta el mismo Servando, con motivo de la gran distancia del centro de la ciudad, no tardó en pasar todo el día fuera de su casa.

Cuando alguna vez se quejaba Regla suavemente de su completo aislamiento, eran los usos del país, el ignorar ella el idioma, y las pocas relaciones que aseguraba tener, suficientes pretextos a Servando, para convencerla de que no podía ser otra su vida de la que era, mientras estuviese en Inglaterra. Pero ¿quién podría explicar la profunda melancolía, ese, llamado por los suizos que de él enferman y mueren, mal del país, que se apoderó de la hija de la bella y resplandeciente Andalucía, en aquel país mustio y encapotado en sus neblinas, de la expansiva y afectuosa española, entre aquellas gentes esquivas y reconcentradas: gentes que despiden de sí cuando no conocen, cual si por cada poro arrojasen, al modo de la penca del cactus, una sutil púa? ¡Cuántas veces buscó la pobre niña separada de sus semejantes, la mirada de una vecina, joven como ella, cuya fresca y sonrosada cara asomaba bajo una profusión de dorados rizos, o la de alguna grave matrona, cuya blanca, tersa y serena frente, parecía el trono de la virtud clemente! ¡Con el corazón en ella, les salía al encuentro la dulce mirada de la reclusa, implorando una recíproca señal de benévola atención! ¡Mas era en vano! Las miradas inglesas no se fijan en nadie; lo que si bien tiene mucho de fría sequedad, tiene también no poco de circunspecto decoro. Pero esto no estaba al alcance de la pobre hija del picador, ni mucho menos podía figurarse que fuese el contacto con ella, uno de los casos que autorizan y hacen loable esa circunspección. Veíase, pues, sola y estacionaria entre aquel inmenso gentío en constante movimiento. Y nunca es más amarga la soledad, que enmedio del bullicio; no sólo por el contraste, sino porque de esta suerte pierde su dulce calma y su suave tranquilidad, sin una compensación.

Como por consuelo, tuvo Regla por aquel entonces una niña, cuyo nacimiento y bautizo pasó tan solitaria y calladamente como pasaban todos los demás incidentes de su triste vida.

A los tres años dio Regla un hermano a su hija, sin haber variado su vida en nada sino en el alejamiento cada vez mayor de su marido. Levantábase éste a las dos; salía a las tres, a cuya hora pasaba un ómnibus por su puerta, y no volvía a entrar en su casa hasta la madrugada. Así fue que este niño nació y se crió entre lágrimas, pues Servando, no sólo demostraba a Regla falta de cariño, sino un despego que tocaba en desdén.

En esta época había encontrado allí y se había vuelto a intimar Servando con Mr. Arturo Folichon, pues hay entes que parece pone el mal Espíritu en la senda de los que quiere perder, en los momentos oportunos para ejercer su maléfica influencia.

El señor Folichon había querido visitar a Regla. Pero Servando había sabido sustraerse a esta exigencia, porque en los hombres de mucho amor propio, sobreviven los celos al amor, y Servando conocía a un tiempo que Regla era una rara belleza y el señor Folichon un hombro corrompido, que ignoraba absolutamente lo que era respeto en concepto alguno. Menos corrompido que él, era Servando más vicioso. Juntos jugaban en las odiosas casas de juego. Servando se arruinaba y su amigo, siempre impasible, nunca perdía. Juntos bebían; pero jamás se privaba el ex-agente. En sus bajos amores, nunca prodigaba éste su dinero, ni sus halagos; y mientras el egoísta calculador andaba boyante dándose tono, y con ínfulas de diplomático, comprando cosméticos, Servando había destruido a un tiempo en aquella gran Babilonia, su salud, su caudal, su juventud, su honra y su bella parte moral, y descendido gradualmente a la ignominiosa cloaca a que conducen los vicios. Habíase efectuado este fatal descenso, empezando por despreocupado, y acabando por cínico. Así, aquel joven tan bello, tan rico, tan querido, que había sido la gloria y la esperanza de sus padres, arruinado, exhausto, embrutecido y mortalmente enfermo, fue preso un día por disposición de sus acreedores y detenido en la prisión por deudas, The Fleet.

Dos días había que Servando faltaba de su casa. La pobre Regla lloraba, aunque no era ésta la primera vez que había sucedido: pero ¡temía!, temía instintivamente algo.

Tenía una mañana su niño en brazos y, para dormirle, le cantaba en suave y triste voz las estrofas siguientes de una antigua letrilla que recordaba:


Que no quiero amores
en Inglaterra
porque otros mejores
tuve yo en mi tierra;
que cuando allí vaya,
¡a fe, yo lo fío!,
buen galardón haya
del buen amor mío;
que son desvarío
los de Inglaterra,
¡pues otros mejores
tuve yo en mi tierra!



Su canto acabó en lágrimas; pues Regla, cual un pájaro de clara y brillante atmósfera, había perdido en aquella tan fría y tan densa en que vivía, sus alegres gorjeos y ligeros voleteos.

Abriose en aquel instante la puerta y Regla fue agradablemente sorprendida por la vista de un antiguo amigo de su marido, que éste había escogido por testigo de su casamiento. Así fue que le hizo una cordial acogida.

Mr. Folichon, pues él era, manifestó a Regla, con expresiones harto familiares, que la hallaba embellecida y más linda que nunca. Preguntole en seguida, si le agradaba aquel país y si no echaba de menos el suyo. Al oír nombrar a España, los hermosos ojos de Regla se llenaron instantáneamente de lágrimas.

-Esto os parece muy triste, -dijo su visitante-; es natural. Aquí, en lugar de naranjas, hay patatas; en lugar de vino, cerveza; en lugar de sol, gas; en lugar de guitarra, maquinarias, y la hija de las riberas de la bahía gaditana, que es el trono de la luz, no puede aclimatarse en el país de la triste oscuridad; así, es una inaudita barbarie el dejaros tan sola.

-Me acompañan mis niños, -dijo Regla, mirando a su hija sentada a sus pies sobre la alfombra, y a su hijo, dormido en la cuna.

-Esto no basta, -repuso el visitante-; a vuestra edad se desea disfrutar de otras compañías; de simpatía y de amor; del mundo y de sus placeres.

Mr. Folichon, diciendo esto, se acercó a ella atrevidamente y añadió:

-Siempre he sido vuestro apasionado, Regla. No os lo he podido demostrar, porque Servando, con sus feroces celos españoles, os ha tenido secuestrada de todo trato, con lo que os ha proporcionado una vida triste y descolorida. ¡Oh!, yo haré vuestra existencia brillante y divertida; no languideceréis oscura y solitariamente. Erguid vuestra cabeza, quebrad vuestra cintura, colocad un puñal elegante en vuestra liga, y os prometo que, la bella andaluza, hija de un picador de fama, la adquirirá europea bajo mis auspicios, sólo con esa mano que Servando desdeña.

Regla apoyó el pie en el suelo, y con este empuje hizo retroceder el sillón de rodajas en que estaba sentada a una conveniente distancia.

-No quiero, ni deseo más amor que el de mi marido, -dijo-; más compañía, ni más distracción que la que me proporcionan mis hijos.

-¿Pero acaso poseéis el amor de Servando?

-¿No lo había de poseer su mujer, la madre de sus hijos?

El señor Folichon se echó a reír. -Vamos, Regla, -prosiguió-, descended de vuestros zancos al terreno llano de la realidad y contestadme a la proposición que os he hecho.

-¿Os olvidáis, señor, que estáis hablando con una mujer honrada, que lo es de un amigo vuestro?

-¿Con la señora de Ramos, eh?

-Con la mujer de don Servando Ramos.

-¿Habláis formal, cara de rosa?

-Habéis venido a insultarme?, -exclamó indignada Regla-; ¡esto es inaudito!!

-No, no; he venido, como vienen los buenos amigos, en la necesidad; y cuando puedo seros útil.

-¿Desbarráis?

-No desbarro; pero desbarro sería en vos desechar la suerte que os brindo. ¿Amáis, pues, tanto a ese perdido que no hace caso de vos? ¡Vamos!, ¡si no hay como tratar mal a las mujeres, para tenerlas sumisas, amantes, fieles y satisfechas!

-No se trata de si estoy satisfecha o no; se trata de mi deber. ¿Úsase acaso en Francia que las mujeres abandonen a sus maridos?

-Maridos como el vuestro, sí.

-Pues las españolas no abandonan ni a los buenos ni a los malos.

-Pero, señora, un marido como el vuestro, es de quita y pon, y no incurriréis en el delito de bigamia por tomarme a mí en su lugar.

-No os comprendo, ni sé lo que queréis decir. Lo que sí sé es que deseo que concluyáis tan escandaloso tema.

-Pero ¿será posible, -repuso con impaciencia su interlocutor-, que hace tanto tiempo viváis, como el primer día, en el error craso de creer a esa buena pieza de Servando vuestro legítimo marido?, ¿que tengáis aún aquella farsa, en la que por complacerte hice el papel de testigo, y mi ayuda de cámara el de sacerdote, por lo que vosotros los religiosos llamáis un santo sacramento y la pulcra ley un contrato indisoluble? ¿Os fingís ignorante, o lo sois realmente?

Regla, al oír estas palabras, por un violento impulso se había puesto de pie; pero faltándole las fuerzas para sostenerse, se apoyaba con una mano en el brazo del sillón.

-¡Famosa actriz!, -pensó el señor Arturo contemplando aquel rostro lívido, aquellos ojos asombrados y el temblor nervioso que se iba apoderando de la infeliz-. Conque, -le dijo-, ¿qué determináis? ¿Seréis por más tiempo, con vuestra belleza y juventud, la víctima de ese déspota?

-¡Salid!, -dijo con honda y ahogada voz Regla.

-Y ¿acaso sabéis que Servando está en The Fleet preso por deudas, y que no tenéis a quien volver la cara?

-Dejadme y alejaos, -tornó a decir la infeliz con sus trémulos y descoloridos labios.

-Tened presente, -prosiguió el buen amigo-, que en Londres no tendréis, como en vuestro país, el Mesón de la Estrella que a todos cobija. El de aquí, cuyas estrellas son de gas, es un soto vedado. Cuando os echen de esta casa el día que no la paguéis, seréis severamente perseguida por vaga.

-¡Idos, idos!, -gritó en su desaliento y desesperación Regla-; ¡idos, o pido socorro!

-Vamos, hermosa ¡cachaza!, como se dice en vuestra tierra, -repuso su interlocutor-; no os exaltéis, ni irritéis vuestra sangre; que eso hace criar mala tez, y la vuestra ha ganado mucho con las frescas nieblas del Támesis. Dejaré que se calme esa vuestra sangre andaluza mousseuse como el vino de Champagne, y volveré cuando estéis más serena y en disposición de apreciar lo que en vuestra situación vale un amigo; -y se levantó.

Cerca de la puerta se volvió y añadió:

-Lo primero que debéis hacer con esos niños... -el señor Arturo iba añadir: «es llevarlos a un hospicio», pero al notar que Regla había cogido a su niña en uno de sus brazos, y que echada de rodillas ante la cuna apretaba con el otro a su hijo contra su pecho, salió murmurando:

-No es sazón ahora. Vamos, estas españolas son energúmenas en toda especie de amores. Dejemos pasar la ráfaga. La necesidad me la traerá atada de pies y manos.

¿Qué extraño es que aquel hombre vagabundo, sin casa ni hogar, sin lazos domésticos, no comprendiese siquiera los hermosos sentimientos de los vínculos santos de familia?

Regla no tenía hacia su marido uno de esos amores obstinados, que ningún comportamiento entibia, que ningún desvío aleja, y que ninguna repulsa rechaza: amores que por cierto no nos simpatizan, porque no nos gusta el amor que es ciego, ni el que se impone a la indiferencia. Pero si no amaba ya con ternura y pasión al hombre cruel y vicioso que la había abandonado, le conservaba un profundo apego, pues era su marido y el padre de sus hijos. Todo lo hubiese sacrificado por él, y conservaba la esperanza, que tienen las mujeres virtuosas casadas con calaveras, de que la vejez, los padecimientos o las desgracias les volverán a traer a los extraviados, recibidos entonces por ellas como hijos pródigos. ¡Cuántos casos de éstos se hallan! Pero el mundo ni los ensalza, ni repara siquiera en ellos: miles de plumas se emplean en poetizar los sufrimientos y combates de la indigna mujer adúltera. Pero, ¡cuán pocas en pintarnos el común, aunque sublime tipo de la mujer de virtudes domésticas!!

-¡Madre, madre!, -repetía la niña abrazando a la inerte Regla.

Pero Regla no respondía.

Entonces la niña empezó a llorar con corazón encogido.

Al oír el llanto de su hija, Regla sacudió su postración y tomó a la niña en sus brazos con apasionado cariño. -¡Pobre mía... pobre mía!, -exclamaba ahogada en sollozos-. ¡Pobre mía! ¡Qué suerte te han hecho tus padres! Tu madre te deshonra; tu padre te reniega. ¡Extraños pasaréis en la sociedad, hijos de mi alma!; porque en ella no os proporcionaron lugar los que os dieron el ser. Huérfanos morales, sin nombre, sin raíces, sin filiación ni consanguinidad, sin más amparo que el de vuestra pobre madre; ¡que nada os puede dar, nada sino la sangre de su corazón!

Regla se hizo desde luego cargo de su situación y de su completo desamparo; sabía de atrás que Servando caminaba a su ruina; que despegado de ella y de sus hijos, enfermo, estragado y embrutecido por los vicios, y por último, encarcelado, nada haría ni nada podía hacer por ella. En breve sería expulsada de la casa; ¡en breve no tendría pan para sus hijos! A una sola persona conocía en aquella inmensa Babel, ¡y esta persona sólo se había acercado a ella con el fin de abusar de su desgracia! Pero Regla tenía aquella energía innata en las almas honradas, que les da el noble valor de arrostrar la vergüenza para huir del oprobio.

-Acudiré, -pensó-, a su familia, para que ampare a estos inocentes, ajenos a la infamia de su padre, y si me rechazan, alargaré la mano para mantenerlos, a la caridad pública allá en España, donde no hay una inhumana ley que lo prohíba. ¡Oh España, madre mía!, ¡muera yo en tu suelo, y ampara a mis hijos!, -exclamaba, asiéndose su alma a su última esperanza.

¡España!, país benéfico para los necesitados, en que la pobreza anda libre y honrada como la vejez, y en donde se halla el magnífico tipo del pobre altivo, no porque conozca la modernamente vulgarizada palabra de dignidad del hombre, sino porque sabe las antiguas y rancias máximas y sentencias cristianas, tales como éstas:

«No hemos de socorrer a los pobres como a necesitados, sino rogarles como a patronos e intercesores.»

«Más merced te hace el pobre en recibir tu limosna, que tú en dársela.» (Lo que quiere decir que el provecho espiritual es para el que da.)

«Cuando un pobre te pide limosna, considera a Jesús que te dice: Dame lo que te di.»

¡España!, conserva tu religiosidad como antorcha de Dios; mientras que todas las que encienden en otras partes los hombres, son fuegos fatuos, mudables, inconsistentes y sin calor.

Tres días después recibió Regla por un elegante groom (especie de paja caballista) la siguiente esquela:

«Servando ha sucumbido anoche de unas calenturas tifoideas; estáis pues, libre, pero aun más desamparada que antes. ¿Rehusaréis todavía el amparo con que os brinda un hombre que os ama?

ARTURO FOLICHON.»

Regla hizo entrar al enviado; le presentó la esquela, que en seguida echó sobre las brasas de la chimenea y le hizo seña de que llevase esa respuesta a su amo.




Arriba- VII -

Pagó Regla un sincero tributo de dolor a la muerte de aquél que tan inicuamente la había engañado; pero que había sido su tierno amor y el padre de sus hijos, y pensó en poner cuanto antes por obra la determinación que había tomado de volver a su patria. Vendió para el efecto cuanto tenía, por medio de la criada; acudiendo en seguida al cónsul español, que compadecido de su desamparo, de su falta de saber y experiencia, se encargó él mismo de proporcionarla su pasaje a bordo de un buque mercante inglés de los que hacen la travesía de Londres a Cádiz.

El capitán de este buque era una masa estúpida e inofensiva, que en toda la navegación dio cuenta de su persona; tomó el meridiano, mandó la maniobra, comió con buen apetito carne salada y patatas, durmió profundamente como angelito proporcionado a la cuna y a las mecidas que le arrullaban el sueño, y no habló una palabra.

Quince días duró su largo y penoso viaje; quince días en que las más amargas penas y acerbos cuidados asaltaron sin cesar el corazón de aquella infeliz mujer, con la misma constancia con que las amargas olas del mar asaltaban al barco, a quien no dejaban un momento de sosiego.

Al llegar a Cádiz se destrozó aun más dolorosamente su corazón, pues en Inglaterra sólo dejaba recuerdos de sus desgracias, pero aquí hallaba todos los de su corta felicidad.

Al saltar en tierra, trémula y avergonzada, se cubrió la cabeza y parte del rostro con un gran pañolón; tomó a su niño en brazos, a la niña de la mano, y con el corazón palpitante se dirigió a casa de la madre de Servando. Pero aquí la aguardaba un nuevo desengaño: la madre de su marido había muerto. Entonces Regla se presentó al marido de la hermana de Servando, hombre muy rico, pero tan positivo, que sin documentos ni papeles legalizados, rehusó reconocer en ella a la mujer y en los niños a los hijos de su cuñado, a quien calificó de disipador, de mala cabeza, de vicioso, añadiendo que había hecho muy mal en tener queridas, y mucho peor en quedarle a deber unos cuantos miles de reales que salía alcanzando en la cuenta de la testamentaría; que así, era justicia distributiva la que le había arrestado en Londres por deudas.

Regla salió de allí aterrada. ¡Era cierto que la infeliz, ni un documento, ni siquiera una carta tenía que presentar en comprobación de lo que decía! ¡Estaba perdida! ¡Hundida en la más profunda miseria!

Si Servando hubiese muerto en su país, con un sacerdote a la cabecera que le ayudase a bien morir, ciertamente que en el lecho de muerte se hubiese casado legalmente y legitimado así a esas pobres criaturas. De esta suerte, aunque hubiese disipado todo su caudal, les habría proporcionado, además del nombre y del nacimiento, el amparo de su pudiente familia, y dado el derecho a herencias que en lo sucesivo pudieran haberles tocado. Mas nada de eso había sucedido; ¡y Servando había muerto solo, sin consuelo, sin guía, sin solemnidad, cara a cara con el horripilante esqueleto que tan propiamente simboliza la muerte!

Nos hemos valido de la frase vulgar de bien morir, porque cuando más queremos elevarnos para pintar en su exacta luz los más altos puntos de la religión católica, tenemos que acudir, con preferencia, a las voces e imágenes de que se sirve la cultura literaria, a las expresiones comunes y usuales de que se sirve el pueblo español, pues ningunas expresan la idea católica con más propiedad, concisión, exactitud, profundidad, poesía y elevación.

El cuñado de Servando vivía frente a la muralla. Al salir de allí Regla, sin saber qué hacer, ni atinar dónde refugiarse, huyendo de las gentes que se cruzaban en las calles con la febril agitación comercial, se subió por la primera rampa o escalera que se le presentó a la muralla. Era por la mañana y estaba este paseo de la tarde casi desierto. Regla andaba desatinada. Su misma angustia la hacía no poder estar parada, y así seguía andando, llevando siempre en brazos a su hijo, débil y macilento, y teniendo de la mano a su niña, que no había probado aún bocado y le pedía pan. Sus ojos ardían con el fuego de una calentura lenta que minaba su vida, y era hija de la tisis, mal que tan fácilmente se adquiere y desarrolla en la fría y variable atmósfera inglesa. Su pecho se partía de dolor a un tiempo físico y moral. ¡Cuánto había decaído, cuánto había envejecido aquella pobre joven en pocos meses! ¡Cómo había tronchado el huracán aquella hermosa y lozana planta, que se ajaba y secaba inclinada sobre sus tiernos retoños!

Llegado que hubo al paraje de la muralla que cubre la bulliciosa Puerta del Mar, se paró exánime, y miró aquella plaza de San Juan de Dios, en que bulle con tan incesante actividad el hombre; en la que se ostenta el gran acopio de comestibles, que sustenta a un tiempo al que los compra y al que los cría; al que los transporta y al que los vende. Recapituló cuán magna y benéfica es la institución del dinero, cuán universal su poder y su acción, pues une el hombre al hombre, los países a los países, y hasta el hombre a su Dios, si de su dinero hace buen y benéfico uso. De aquí recayó en la contemplación de sus desgracias recordando al autor de todos sus males, que sin ser un hombre perverso, ni un consumado bribón, había llegado a ser un criminal y un ente desnaturalizado, sólo por esa indiferencia hacia el bien, esa falta de respeto a la religión y a las instituciones, esa carta blanca dada a las pasiones, llamándolas instintos de la naturaleza, y a éstos, incontrarrestables, pretendiendo que el Criador, pues que las dio, no pudo hacer una ley de la virtud, ni constituir en deber el dominarlas y vencerlas.

-¡Ah!, -exclamó-, ¡qué de oro echaste a tu vanidad y a tus vicios, y tus hijos no tienen pan ni lo pueden aún ganar!

-¡Tengo hambre, madre, tengo hambre!, -repetía la niña llorando.

-¡Hija, si no tengo que darte!, -respondió la madre desesperada.

-Toma, pobrecita criatura de Dios, -dijo alargándole un pedazo de pan un pordiosero pobre soldado, que privado de ambas piernas se arrastraba por el suelo.

La niña se abalanzó al pan; la madre volvió la cara para dar gracias al compasivo mendigo y ambos, al encararse, quedaron cual dos estatuas, fríos e inmóviles.

-¡Regla!, -exclamó al fin el soldado con asombro.

-Sebastián, ¡oh, infeliz!, -gimió Regla, prorrumpiendo en un acerbo llanto.

-Menos de compadecer soy que tú, -repuso el lisiado con amargura-; yo no tengo sobre mí desventuras ajenas.

Regla redobló sus sollozos.

-¿Y tu marido?, -preguntó el mendigo.

-El padre de mis hijos murió.

-¿Y nada ha hecho por vosotros?

-Murió encarcelado por deudas.

-¿Y su gente?

-No nos quieren reconocer.

-Pues ¿qué te queda, infeliz?

-¡Nada!, -respondió la desdichada, dejándose caer anonadada sobre el pretil de la muralla.

-Te quedo yo, Regla, -dijo dolorosamente compadecido Sebastián. Soy un pobre lisiado, y poco puedo por ti; pero me queda voz para pedir limosna, y oídos cristianos que me oigan.

-¡Pedir limosna!, -exclamó Regla sollozando.

-¿Y qué mal ni qué ignominia hay en eso, para aquellos a quienes otro recurso no queda? Alza tranquila la frente; que lo que Dios no prohíbe, no es deshonra. Seis años ha que soy un miserable lisiado sin poderme valer; y ni un día, Regla, me ha faltado el pan. No me he acostado una noche con hambre, y sin rogar a Dios por las almas caritativas, que no se desdeñan de alargar su limosna a un pobre.

Desde aquel día prohijó el pobre lisiado a aquellas criaturas abandonadas; les dio pan y hogar, su cariño y su amparo. Pero caminaba con paso rápido al sepulcro, a pesar de los cuidados y esmero de su primo, que redoblaba con angustia sus apelaciones a la caridad pública.

En uno de esos días de tribulación fue cuando acaeció la escena que hemos referido al principiar, con la niña de la capota rosa, y que tuvo por resultado el interesar a su madre por la pobre niña, a quien vistió y puso en la escuela. Entonces Sebastián pudo dedicarse con más desahogo al cuidado de Regla, que cayó potrada. Pero todo su esmero fue en vano; el mal de Regla no tenía remedio, así como su pena no tenía consuelo.

La enferma se preparó a morir con la calma del que mira una buena muerte como un descanso, pero también con la angustia de la madre, cuya muerte rompe el solo lazo que une sus hijos al género humano. Solos, desconocidos, pobres, repulsados, ¿qué iba a ser de ellos?

-¡Oh, mis pobres hijos!, -dijo la infeliz estrechando a ambos contra su pecho.

-Tus hijos son hijos míos, -la dijo Sebastián-; descansa; que cuenta te daré de ellos ante el tribunal de Dios, cuando en él comparezcamos todos.

-¡Sebastián!... ¡Sebastián!, -exclamó con débil voz la moribunda-; ¿cómo pagarte cuanto por mí haces y has hecho?

-Y yo ¿qué he hecho, pobrecita mía?

-¡Sellar cuanto puede hacer una criatura por otra, con no poner precio a sus beneficios!, ¡Dios te bendiga, como lo hago yo en la hora de mi muerte para premiarte, porque las bendiciones de los moribundos llegan a Dios con sus almas. Sebastián, tú hubieras hecho de mí una mujer feliz y respetada, y cuando todos me faltaron, has sido mi único amparo. Tarde conozco cuán cierto fue lo que me dijiste en aquel entonces, y a lo que por mi mal no atendí: CON MAL O CON BIEN, ¡A LOS TUYOS TE TEN!

A los pocos instantes aquella infeliz joven era cadáver. Cuando la señora que había amparado a la niña, supo la muerte de su madre, la recogió y crió con mucho cariño en su casa, y después de ser una linda y bien criada joven, la casó con un dependiente de su casa, sujeto modesto y honrado, que la hace feliz.

Sebastián puso todo el cariño de su corazón en el niño; le crió con esmero y dedicó a la carrera de la marina mercante; le embarcó temprano en un barco, perteneciente a uno de sus favorecedores, al que había interesado por el huérfano. Éste es en el día, un joven y entendido piloto de la carrera de Manila; su capitán, que le quiere mucho, pronostica al buen marino una lucida carrera y un rico porvenir.

Todo lo referido prueba que en esta alternativa de opuestos principios que se disputan el corazón del hombre y el predominio del mundo, si muchas veces triunfa el mal, otras triunfa el bien, y que si vemos al vicio abandonar a sus hijos, vemos a la caridad ampararlos.







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