Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente




ArribaAbajoCarta décima

El mismo al mismo


CÁDIZ.

No podía vivir sin ella, sufría demasiado, querido Paul; pedí licencia por quince días, y hay ocho que me hallo aquí.

Ven a ver Cádiz, amigo mío: ven a ver esta masa de piedra blanca e inmóvil, en medio de esa masa de olas azules siempre agitadas. Bien pueden repetir los gaditanos que no es Cádiz ya sino un sepulcro blanqueado; no se les puede responder sino que Cádiz, como el Fénix, resucita de sus cenizas. Cádiz tiene una fisonomía peculiar y de un atractivo infinito. Bajo la elegancia extranjera que la adorna, chispea la sal andaluza, y brillan la gracia, y viveza del mediodía. Alegre como el cielo que la cubre, activa como la mar que la rodea, brillante como el sol que la alumbra, agasajadora, como mujer de trato, burlona como niña rica y bonita, nadie cual ella supo hacer brillar el oro, y adornar con flores el caduceo de Mercurio.

Estuve dos días sin poder hallar a Casta; paseos, teatros, baños, todo estaba vacío, pues en ninguna parte estaba ella. El tercer día, un amigo a quien vine recomendado, me llevó al Casino. Estaba abatido, inquieto, agriado; gradúa, pues, el efecto que debía causarme la vista del primer objeto que me eché a la cara: era D. Judas. Quise al pronto huir; pero la idea de que era imposible hallar un hombre bastante descarado y sin vergüenza para hablarle a otro que le hubiese tratado como yo le había tratado a él, me retuvo; mas me había engañado. Apenas me vio, cuando se puso a gritar: «¿Vd. por acá? ¡Hola! ¿Desde cuándo, amigo? Bien venido, querido fiscal; ya, ya estoy: ¡la cuerda tras el caldero! Donde va el rey, va la corte. Pero sepa Vd., amiguito, que a muertos e idos no hay amigos: la ausencia es madre de desengaños. La señorita Casta tiene otro pretendiente. Ése, amigo, es bocato di cardenali; tenemos que cederle el paso los dos, pues es rico como yo, y joven y currutaco como Vd. Sus pantalones están más estirados que los de Vd.: apuesto mis narices a que sus tirantes son de cuero de Rusia; sus botas brillan más que las de Vd.; su cabello riza más, su raya está mejor sacada, y sus bigotes (detesto los tales bigotes) más retorcidos que los de Vd. Es hijo de un peruano, que tiene minas en Quito, y más dinero en los bancos del que Vd. jamás ha visto junto. Así, pues, amigo fiscal, haced lo que yo: media vuelta a la derecha, y Vd. a Sevilla a poner sentencias.»

¿Qué hacer ni qué decir, mi querido amigo, a ese estúpido grosero, que seguramente tiene demasiado miedo para tener la intención de insultarme, y que me decía tales monstruosidades, sin darles la menor importancia? ¡Me ahogaba la ira! -Señor, -le dije-, dad vos media vuelta a la izquierda, y dejadme en paz.

-No se incomode Vd., fiscal susceptible. Como soy, que creía hacerle un favor; porque al fin, a uno le gusta saber el terreno que pisa: hombre prevenido nunca fue vencido; el que te quiere te dirá las verdades. ¡Caramba!, querido fiscal, futuro Regente de Sevilla, que viene Vd. en zancos, y tan subido de punto, que no se le puede hablar. ¿Ha heredado Vd. cien mil duros? ¡Y qué poco agradecido es Vd.! Bien dicen que de desagradecidos está el infierno lleno.

-También se dice, -le contesté-, que está empedrado de buenas intenciones, D. Judas. Dejemos esto.

-Escuche Vd. una palabra, y no lo tome por la tremenda, hombre de Dios; que no le pesará darme oídos. No creo que doña Melindrosa se case con su nuevo paje. Papá Millón no ha de querer por nuera a una hija de un interventorcillo cualquiera. Apostaría un duro a que tendrá a la mira alguna hija de grande de España, porque la gente de América se muere por esas fachendas. Entonces Castita la remilgada se quedará como la novia de Rota, vestida y sin novio, o como el que se quiso sentar sobre dos sillas, y se cayó al suelo. Acá nos reiremos, fiscal, nos reiremos hasta reventar. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!

Creo que iba a echarme sobre él y despedazarle, cuando de repente se volvió y acercó a una mesa en que hablaban varios sujetos, y dijo:

-¿Qué están Vds. allí diciendo de las poesías de Martínez de la Rosa?; ¿que son qué?...

-Líricas, -respondió uno de los señores.

-No son líricas, -dijo D. Judas.

-¿Pues qué son?, -preguntó sorprendido uno de los caballeros.

-Son, -respondió D. Judas-, son ajenas.

-¿Ajenas?, -exclamaron todos.

-Sí, señores; lo sé de buena tinta. Y porque vean Vds. toda la fachenda de esa gente escritora que se denominan inspirados de Polo e hijos de las musas (de las musarañas lo serán)...; esas poesías decantadas, lo difíciles que serán de hacer, que quien las ha hecho es una chiquilla de diez y siete años, que no sabe donde tiene las narices. ¡Eh!, y bien, ¿qué dirán Vds. ahora?

-¡Señor!, ¿está Vd. en su sentido?, -dijo uno de los caballeros.

-Y tan seguro es lo que digo, -respondió D. Judas-, que días pasados entré en casa de un amigo del señor Martínez de la Rosa, y viendo sobre la mesa el libro de poesías, escribí al frente bien claro: Aunque tuerto, no es nuestro.

Unos reían, otros rabiaban, y otros creyeron a D. Judas, viendo lo seguro que parecía de lo que afirmaba.

No sé en lo que hubiera parado la disputa si un conocido de D. Judas no le hubiese interrumpido diciéndole:

-D. Judas, ha poco que un sujeto se presentó aquí preguntando por Vd.

-¿Por mí?, -dijo D. Judas.

-Por Vd., -contestó el amigo-, es un joven delgado y pálido con barba larga; parece que acaba de llegar de Huelva.

La cara de D. Judas había cambiado repentinamente: se iba alargando a medida que su interlocutor hablaba; sus ojos se habían puesto grandes y redondos como dos pesetas, porque tu habrás reconocido, como él, en el mencionado joven a Pedro de Torres.

-Diga Vd. a ese sujeto, si volviese, -dijo D. Judas-, cogiendo el sombrero y dirigiéndose hacia la puerta, que me he ido al Puerto, donde me están aguardando para tratar sobre ocho toros para la próxima corrida.

-¿Y dónde os aguarda quizá alguna muchacha guapa?, -dijeron algunos que conocían su flaco.

-¿Quién sabe?, todo puede ser, -contestó el Barbo cogiendo la puerta-; porque aunque soy viejo, los ojos siempre son niños. Señores, a más ver.

Libre de tan insufrible majadero, me senté, siendo mi corazón y mi cabeza presa de mil crueles torturas. No había preguntado a nadie por Casta, pues no tenía valor de profanar su nombre echándolo así a volar entre indiferentes. Mi resentimiento me dio valor: quería verla antes de partir; a lo que estaba resuelto. Pero antes quería decirla: ¡Casta, pueda el que habéis preferido, amaros como el que habéis abandonado!

Así, pregunté a mi amigo si conocía a aquellas señoras.

-¡Vaya sí las conozco!, -me dijo-; son amigas íntimas de mi hermana, que lo es de la hermana de doña Mónica, en donde paran.

-¿Ah sí, las ve Vd. a menudo?

-Todas las noches paseo con ellas en la Alameda. (-¡Y yo que las buscaba en el teatro!)

Convidé a mi amigo a comer en la fonda del Casino por no separarme de él y tener un pretexto para acompañarle a la Alameda.

Llegamos a las ocho.

No puedes figurarte, Paul, el encanto que tiene la Alameda en una noche de verano, cuando las estrellas brillan en el cielo y las mujeres sobre la tierra; cuando la brisa pura y fresca de la mar nos acaricia la frente como el beso de una madre; cuando las olas que dora la luna y cuya espuma platea, parecen correr unas tras otras entre las rocas, como alegres chiquillos alrededor de sus amas; cuando el día calla para escuchar las suaves voces de la noche, y cuando entonces se vuelve a hallar a la mujer que se ama, fiel, tierna y firme; entonces, Paul mío, la Alameda es un paraíso.

Ese Barbo mentía. Casta no da oídos al millonario que la pretende. Es cierto que su madre desea que no rechace a ese joven, de prendas recomendables, exterior distinguido y brillante posición. Pero Casta es firme, noble, desinteresada; no concibe la felicidad conyugal sino en el amor; ¡y me ama!

La veo de noche en la Alameda, donde viene con la hermana de mi amigo; pero no me quedan sino ocho días de esta felicidad. Pasado este término, me será preciso volverme a mi puesto. Mas llevo en mi corazón la fe en lo presente, la esperanza en el porvenir.

(Continuación de esta carta algunos días después.)

He olvidado del todo, amigo mío, echar esta carta al correo. Mi felicidad es egoísta como todas las felicidades, y se ha ocupado exclusivamente de sí. Pero antes de cerrar mi carta, voy a incluirle una que he recibido de D Judas, al pie de la cual, te copio mi respuesta.

Jerez, 14 de agosto de 1814.

Señor y amigo fiscal

Como sé que está Vd. íntimamente ligado con el Comandante General, puesto que estudiaron ustedes juntos, (otras veces no se veía que esos señores de tan altos puestos se tratasen sino con títulos, gente de categoría o millonarios) he pensado que nadie mejor que Vd., que me conoce y que podría responder de mí, puede hacer comprender a Su Excelencia las atroces injusticias de que soy víctima.

¡Puede Vd. creer que he recibido un oficio del Comandante General, en los términos más insultantes, en que se me dice que soy un hombre intrigante, temible, traidor, vendido a los intereses del emperador de Marruecos! Se me acusa de haber prometido a las tropas acantonadas en San Roque y Algeciras una recompensa con condición de que no se embarcarían para África. ¡Yo, prometer semejante cosa! Bien sabe Vd. que no estoy tan mal con mi dinero. Puede Vd. jurar que es falso.

Dígale Vd. al Comandante General, y repítale mil veces, que yo soy un hombre sin principios ni opiniones; de ello me vanaglorío; las opiniones han perdido a España. No soy ni carlino, ni exaltado, ni moderado; pero menos que nada, marroquista. Es un nuevo partido que se ha formado, y del que juro a Vd. no tenía noticias. ¡Pobre España!, era lo único que le faltaba! Pongo mis narices a que eso es cosa de los republicanos malditos.

El oficio del Comandante General ¡me pone preso!, y me da la ciudad por cárcel. No puedo ni aun ir a mis cortijos; ¡y estamos en la recolección! Así los tunantes de los criados del campo me roban que clama al cielo.

Es cosa inaudita el tratar así a un caballero de la orden de Carlos III, ¡al primer criador de ganados de Andalucía! De toros, que van a electrizar al culto público de Madrid, Sevilla y Cádiz, por lo bravos, feroces y valientes que son; mientras que su amo es conocido por todas las cualidades opuestas.

No puede Vd. figurarse lo que la gente se espanta de mi arresto; pero más se espantan cuando les digo que es porque soy sospechado de marroquismo. No lo pueden comprender; ni yo tampoco.

Asegure Vd. a nuestro excelente y amado Comandante General que soy un buen español, cristiano viejo, enemigo declarado de ese partido mahometano que Dios confunda. Que no he tenido ninguna comunicación con ese emperador con chinelas, cuya existencia he ignorado hasta ahora.

Querido Javierito, como cada uno en este mundo trabaja para sacar de ello utilidad, (no hacerlo así es cosa de tontos), si Vd. logra que se me levante pronto este escandaloso arresto, le enviaré a Vd. una jaca perla que vale un Perú, y que montará Vd. en memoria de un antiguo amigo que B. S. M. y desea servirle.

JUDAS TADEO BARBO.

Ésta es mi respuesta:

Muy señor mío:

El oficio del Comandante General es fingido, y el arresto un chasco. Puede Vd. ir por todas partes sin temor de que nadie se meta en sus asuntos. ¡Ojalá pueda Vd. hacer lo mismo con los ajenos!

Soy de Vd., etc.

J. BAREA.

Tú te has hecho cargo, como yo, de donde ha salido el tiro. Es, a no dudar, una venganza, a su manera, de Pedro de Torres; pero que no podrá nunca probarle D. Judas, dado caso, como es probable, que lo sospeche. De qué manera Pedro de Torres ha podido procurarse el papel con membrete de la Comandancia General, esto es lo que probablemente no se averiguará jamás.




ArribaAbajoCarta once

El mismo al mismo


SEVILLA.

Ya me tienes aquí de vuelta, más tranquilo, aunque no menos desgraciado. La situación de Casta y de su madre es terrible. No cuentan sino con la viudedad, malísimamente pagada. Es, por consiguiente, natural, que la pobre madre desee establecer bien a su hija. Hay, pues, mucho egoísmo en mi amor: yo, sin bienes de fortuna y al principiar mi carrera, ¿qué compensación puedo ofrecer a Casta en cambio de lo que me sacrifica? Le hice, con el corazón partido, estas reflexiones. ¿Sabes lo que me respondió mi adorable Casta?, que tenía una tía que había aguardado quince años a casarse con el hombre a quien quería, y que es la mujer más feliz que conoce.

Ahora, para distraerme, voy con más afán que nunca a explotar en obsequio tuyo los recuerdos de mi tío. Tanto más, cuanto veo por tu última que te interesan cada vez más.

Le dije, pues, al buen señor el mucho placer que me causaban sus relatos, y le supliqué me comunicase algunos otros que tuviese tan bien conservados en su memoria como los anteriores.

-Te referiré uno, -me contestó-, bastante reciente, para no tener que escudriñar mucho en mi memoria.

«Habrá cuatro años que vi entrar un día en casa al tío Anda-mucho.

Tío Anda-mucho era un serrano de Aracena, hombre de sesenta años, alto, robusto, jovial, y dispuesto. Había adquirido su apodo por el género de vida que llevaba, que era el de arriero y corsario; poseía buenas mulas, con las que surtía las tiendas de Aracena, y traía a Sevilla la cecina, frutas y demás productos de la sierra. Desde infinidad de años, a entradas de invierno, surtía nuestra casa de jamones y chorizos. En verano y otoño, nos solía traer castañas, bellotas y melocotones; así no extrañé verle. Lo que sí extrañé fue verle acompañado de una muchacha de unos diez y siete años, muy bonita. Sus facciones eran tan finas y delicadas, su tez tan fresca, que se hubiese creído que era una niña, si sus ojos negros, profundos y altivos, no hubiesen revelado la mujer, la mujer española que se cree reina, no por ser hermosa, joven, ni entendida, sino por ser mujer.

-Vaya, tío Anda-mucho, -le dije-, que trae usted ahora en sus mulas una carga más ligera que vuestra cecina, más hermosa que vuestros peros, más delicada que vuestros melocotones.

-¡Y que me da más que hacer, -contestó el serrano-, que todas las demás juntas!

Sabrá Vd., D. Justo, que esta niña es mi ahijada. Sus padres son gentes bien acomodadas en Aracena, que no tienen más hijos que ella. Así es, que están que no saben dónde ponerla. Su padre está bobo con ella; y así la niña hace lo que quiere con todos, incluso con su padrino, a quien lleva de reata a donde se le antoja. Ha de saber Vd. que se le antojó el venir a Utrera por la Virgen de Consolación, en casa de una tía, hermana de su madre; tuve, pues, que traerla. Ha estado allí un mes; y verá Vd. lo que ha pasado, y el motivo por el que hemos venido a hablar a Vd., a tomarle consejo, y pedirle que medie en el asunto.

Entonces, entre la ahijada y el padrino, me contaron lo siguiente:

Pastora la serrana, o la flor de la sierra, como la llamaban en Utrera, había venido a casa de su tía.

Por las tardes se sentaba con sus primas y otras muchachas en la puerta de la calle. Muchos jóvenes pasaban con el elegante vestido, el porte airoso, la mirada viva, inteligente y atrevida de los andaluces. Miraban a la bonita serrana; pero ésta volvía su fresca cara con más desdén que modestia.

-¡Vaya!, -dijo una de sus primas-; Pastora a todos hace fo. Pastora; ¿son en Aracena los mozos serafines?

-Ni siquiera los he mirado, -contestó Pastora.

-¿Quieres ser monja?, -dijo la una.

-¿Le has echado el ojo a un marqués?, -dijo la otra.

-No han dado Vds. en lo que es, -dijo la mayor de las primas-: Pastora mira a uno, y yo sé quién es.

-¿Qué me dices?, -exclamó la serrana, cuyas mejillas tornaron un sonrosado más subido, fuese por impaciencia, pudor o encogimiento-. ¿A quién miran mis ojos?, pues a mí no me lo han dicho.

-¿A quién?, ¿quién es?, dilo... -gritaron a un tiempo todas las muchachas.

Un muchacho, contestó la interrogada, que no ha levantado en su vida los ojos sino una vez, y esto para mirar a Pastora.

-¡Ya!, ¡ya!, ¡ése es Diego Callado!, el que se vino aquí de Dos Hermanas. ¡Vaya! ¡Mucho has podido, Pastora, si arrancaste a sus ojos una mirada!, ¡pero hábil has de ser, si arrancas una sonrisa a sus labios!

Mataron a su padre, y de resultas murió su madre; era chiquillo, pero le pudo tanto aquella desgracia, que se ha quedado parado, y más adusto y metido en sí que una tortuga.

-¿No saben Vds., -dijo la prima-, que el fuego ablanda las piedras en los hornos de cal?

-Eso podrá hacer el amor en Diego

-¡Atiza, Pastora, atiza!, que vale la pena; es bonito y muchacho como un San Sebastián...

-Y Vds., -dijo Pastora-, ven visiones como San Juan. Ni conozco a ese Diego Callado, ni él me conoce a mí... Dejadme en paz, si no queréis que me enoje.

Algunos días después de esta conversación, se prepararon para la fiesta de Consolación.

Esta Señora se halla en una capilla en medio de un olivar, a alguna distancia de Utrera.

La tradición enseña que esta señora, cuya efigie primitiva está en Jerez, fue traída allí por unos navegantes, entre los cuales se hallaba uno de nombre Adorno, de la ilustre casa de los condes de Monte-Gil. Iban a perecer en una espantosa tempestad: se arrodillaron todos, y se encomendaron a la Virgen. Las olas se apaciguaron de repente, y vieron que se separaban y abrían respetuosamente para hacer lugar a una imagen de la Señora, que otras olas traían, y pusieron suavemente al lado de la embarcación. Los marinos la recogieron con gratitud y respeto, y a su llegada la trajeron en una carreta a Jerez. Los bueyes que la trajeron, murieron de repente cuando descargaron la santa efigie.

Se la hizo una capilla y altar en el convento de Santo Domingo, cuyo frontal es de plata, como igualmente la carreta y bueyes, que sirven de pedestal a la Señora, que es pequeña. En Jerez se la tiene una devoción grande; y esta devoción, ardiente y pura llama del corazón, por más que quieran apagarla, no lo lograrán, porque el entendimiento podrá, con nombre de razón filosófica o de análisis, sublevarse como Satán, pero no logrará como aquél, sino crear un infierno, sin poder destruir el principio del bien, que viene del origen eterno de Dios.

La imagen venerada en Utrera, en memoria de su origen, tiene en la mano un navío de plata.

Habían dado a Pastora para la romería un borrico viejo, que a causa de ser negro, era llamado Mohíno.

Mohíno hizo cuanto pudo para dar a entender que ese paseo matinal no era de su gusto; pero fue en vano. Le pusieron las jamugas y cincharon de modo de hacerle hacer contra su grado, algunos entrechats o cabriolas a derecha e izquierda con las piernas de otras. Pastora saltó ligeramente sobre su espalda, y Mohíno, más mohíno que nunca, bajó la cabeza, dejó colgar sus orejas como dos sacos vacíos, echó una última y triste mirada a la cuadra, suspiró, y siguió en silencio la caravana.

Cuando hubieron llegado, todos se apearon. Se ataron los caballos a los olivos, y dejaron pastar libremente a los borricos. Mohíno se fue, como los demás, a alguna distancia, y después de un rato, levantó la cabeza, empinó sus dos orejas como dos atalayas, paró sus grandes ojos impasibles hacia el sitio donde quedaban sus amos, observó un rato, y convencido de que todos habían entrado en la capilla, volvió la espalda, y como quien no quiere la cosa, sin decir oste ni moste a sus compañeros, cogió paso entre paso el camino del lugar, sintiendo el necesitar para andar, de sus patas de delante, y no podérselas cruzar a su espalda, como otros graves pensadores.

En este entretanto, Pastora y su gente habían oído misa, rezado sus oraciones, habían almorzado sobre la yerba seca y perfumada, habían cantado y reído, y veían con pena los rayos del sol ya oblicuos, atravesar las delgadas hojas de los olivos, y herir los ojos con flechas de luz.

-Vamos, es preciso volvernos, -dijeron las madres-. La noche que camina más de priesa que los burros, nos va a coger en el camino.

Los hombres fueron a buscar los borricos.

-¿Y Mohíno? ¡Mohíno! ¡Toma! ¡Ruch! ¡Malditas sean tus velas latinas, que no te sirven para nada, sino para hacerte bajar la cabeza por lo que te pesan! ¡Mohíno!

¡Nada!

-¡Dios mío!, -decían las mujeres-, ¿y qué se hace? ¿Cómo se vuelve Pastora al lugar?

Todos los hombres que habían ido a Consolación a caballo, habían traído a ancas a sus madres, mujeres o hermanas.

-Señores, -dijo un muchacho-, ¡ya caigo! Diego Callado está ahí, ese cena a oscuras no ha traído a nadie en ancas.

-¡Diego! ¡Diego!, -gritaron los muchachos corriendo hacia donde estaba Diego-. Al burro de tío Blas le pareció mejor meterse el camino bajo las patas de vacío, que no llevar una buena hembra, como lo es Pastora la Serrana. Pasó la flor de la Sierra, de la caballería a la infantería. Es preciso, que la lleves a ancas.

El joven a quien se dirigían quedó tan cortado y confuso, que un vivo rojo se extendió por su cara al contestar con voz turbada:

-Mi caballo no aguanta ancas.

Uno de los muchachos dio tres pasos atrás, corrió y saltó con ligereza sobre las ancas del caballo.

El noble animal, fogoso y manso a un tiempo, no se movió.

-Vamos, -dijo otro-, que esto te viene como guante en mano, y te alegrará esa cara de carcoma.

-¡Vaya que hay casualidades que parecen providencias!, -dijo otro.

-Le mandarás decir una misa a la Virgen de Consolación, porque te ha consolado, -dijo un tercero.

-A quien no tiene hambre, Dios le llena los graneros.

-Sacaste a la lotería sin haber puesto.

-Mandarasle dorar las herraduras a tu jaca.

Mientras estas chilindrinas pasaban y se cruzaban por los oídos de Diego como cohetes, habían los muchachos, colocado a Pastora a ancas del caballo. Ésta, que no presumía el embarazo de Diego, ni la resistencia que había hecho, se acomodaba a su placer, arreglaba sus enaguas, cogía con una mano el pañuelo que habían atado a la cola del caballo, y pasaba la otra sin ceremonia y naturalmente alrededor de Diego, de modo que la apoyaba sobre el corazón del joven, que latía fuertemente, bajo una emoción desconocida.

Pusiéronse en marcha, y pronto el hermoso caballo de Diego hubo adelantado a todos.

Diego Mena, que en el pueblo era sólo conocido por Diego Callado, sobrenombre que había adquirido por su taciturnidad y lo aislado que vivía, había llegado a los veinte y seis años de edad, bajo la influencia de la atroz catástrofe que parecía haber paralizado todos sus sentimientos, y haberlos concentrado bajo la doble impresión de la pena y el horror. Había quedado tan solo en el mundo, que nada había interrumpido este frente a frente en que se hallaba con su dolor y su espanto.

Era Diego como el árbol en quien un frío invierno ha preso el savia que le da la vida, y que desnudo, triste y negro, parece no vivir.

Pero apenas puesto en contacto con aquella bella joven, tan pura, tan suave, tan llena de vida, pareció que un tibio y vivificante aliento de primavera viniera a reanimar su existencia. A los rayos de ese sol de vida y amor, se estremeció, sus hojas brotaron, sus flores se abrieron; y el árbol se vio en toda la fuerza de la vida, toda la hermosura y lujo de la primavera.

Largo tiempo callaron.

Al fin dijo Diego:

-¿Permanecerá Vd. aquí todavía?

-Un mes.

-Poco tiempo es.

-A mi padre le parecerá mucho.

-¡Otros habrá que deseen su vuelta!

-No, que yo sepa.

-¿Pues no tiene Vd. novio?

-Yo, no.

-¿No tienen ojos en Aracena?

-¿Y si yo no tuviese oídos?

-¿Es Vd. delicada de gusto?

-Sí, y no.

-No es ésa una respuesta; son dos y opuestas.

-¿Interesa a Vd.?

-Ésa no es una respuesta, ni dos; que no es ninguna.

-¿Tiene Vd. priesa en dar un no?

-Vd. no la tiene en lograr un .

-¿En la incertidumbre hay esperanza.

-La incertidumbre es el Limbo.

-¿Me conocía Vd.?

-Conocía a Vd. y Vd. a mí.

-¿Quién se lo ha dicho?

-Un amigo que no engaña.

-Este amigo me dice a mí que no puedo agradar: ¡soy tan triste!

-Y yo, que soy tan alegre, debía no agradar al que no lo es.

-¡Ojalá así fuese!

-¡No lo quisiera yo!

-Pues qué, ¿quiere Vd. agradarme?

-¿Las estrellas no quieren acaso brillar?

-¿Quiere Vd. ser mi estrella?

-No no quiero ser, sino soy lo que soy.

-No, me presento sin que lo consintáis.

-Consentimiento no se pide, se merece.

-¿De qué manera?

-No se dice, se adivina. Llegaban.

-Hay, -dijo Diego muy conmovido-, hay una ventana en el corral del tío Blas, qua da a la callejuela; ¿la abrirá Vd.?

-Veremos.

-¿No más que una esperanza?

-¡Vea Vd.! ¡Y no está contento!, -dijo Pastora saltando del caballo abajo-. Gracias, Diego; por cierto que anda bien vuestro caballo.

-Demasiado de priesa, Pastora.

La Serrana le saludó con la mano, y se metió corriendo en la casa.

Diego se alejó llevando el cielo en su corazón.

Algún tiempo después, tío Anda-mucho volvió para llevarse a su ahijada.

El Serrano era jovial, bromista, chusco: pronto supo sonsacando a los muchachos y muchachas, el noviajo Pastoral.

-¿Conque, Pastorcilla, -díjola un día-, parece que le das a mascar hierro a Diego Callado?

Pastora hizo un gracioso gesto de impaciencia, y respondió:

-¿Es Vd. acaso Merlín, o tiene ojos de gato, para saber quién de noche se acerca a la reja, y quién a oscuras la abre la ventana?

-¿Y vosotros creéis tener tocado el sombrero de dicho Merlín, que hacía a la gente invisible? Pero tú has sido siempre reservada, Pastora, una arquita cerrada. Y bien, ¿qué hay en que Diego Callado quiera a Pastora, la Flor de la Sierra, que es más bonita que las pesetas?

-¡Bonita!, ¿se quiere Vd. burlar, Padrino?

-¿No eres bonita, chiquilla?

-No.

-Pues tú agradas a Diego.

-Eso prueba de que más vale caer en gracia que ser graciosa.

-Bien está, ¿agradas, pues?

-¡Válgame Dios!, padrino; ¿por qué fatigarme con tanta pregunta?

-Hija, por cariño, por interés por ti. Ya me he informado; Diego Callado es completo, no hay tacha que ponerle. Dile, pues que yo, tu padrino, me encargo de hablar a tu padre.

-No, padrino, no; eso no puede ser, -respondió Pastora.

-¿Qué?, ¿que no puede ser?, -dijo el tío Anda-mucho con la mayor sorpresa-; pues en España, sobre todo entre el pueblo, es cosa tan sencilla, natural y segura que un joven no enamora a una mujer sino con la intención de casarse con ella, que el viejo padrino no supo qué pensar.

-Ya sabe Vd., -respondió su ahijada-, que su padre fue alevosamente muerto...

-Sí, sí, -interrumpió el padrino-. ¿Qué tienen que ver las asentaderas con las témporas? ¿Qué tiene que ver el cómo murió el padre, con el cómo se casa su hijo?...

-Es que ha jurado, -prosiguió Pastora-, no establecerse, casarse, ser feliz, ni vivir tranquilo, hasta que haya cumplido con los deberes de hijo; hasta que haya encontrado y entregado a la justicia el asesino de su padre.

-¡Toma!, ¡toma!, ¡toma!, ¡toma!, -exclamó el tío Anda-mucho-, si para allá me la guardas, ¡estamos frescos!; ¡eso es como si hiciera promesa de no casarse! Después de cerca de veinte años, ¿cómo cree poder encontrar a ese hombre, que nadie conoce ni sabe quién es? Ese malvado, o está muerto, o está en presidio. ¿Y acaso se va a fiar de su memoria de siete años para reconocer después de tantos, a un bribón a quien apenas vio? Vamos, vamos, Pastora; tu novio está loco o le falta poco.

-¿Qué quiere Vd., padrino? No desistirá; no hay quien le convenza; dice que le ata un juramento, y que le obliga su honra. Se desespera, pero no ceja.

-Venimos, pues, -añadió el tío Anda-mucho-, a pedirle a Vd., D. Justo, que hable a Diego, y vea de disuadirle de su insensato propósito. Sabemos que Vd. se interesa por él, y que él tiene a Vd. mucho respeto y consideraciones, sabiendo cuánto le apreciaban a Vd. sus padres. Ésa, señor, es una manta que le hará infeliz, y lo que es peor, a mi niña también. Casarse será el único medio que le saque de esa pasión de ánimo en que vive como una lechuza en un cementerio. Vea Vd. algún teólogo que le desvíe de ese voto temerario, hecho por un niño en un acceso de dolor; hará Vd. bien, como siempre, D. Justo, a los que acuden a Vd., y secará Vd. esas gotitas de lluvia sobre esta rosa, -prosiguió, cogiendo con su tosca mano la preciosa cara bañada en lágrimas de su ahijada.

Prometí hacer cuanto estuviese de mi parte para lograr lo que deseaban, que me pareció justo y razonable, y cumplí lo prometido.»

Mi tío estaba cansado; me despedí, aunque con sentimiento, y me fui al paseo. Acababa de llegar el vapor de Cádiz. Sentí que me abrazaban; me volví, ¡y figúrate mi alegría, cuando reconocí al amigo de quien te he hablado, y que de cierto me traía noticias de Casta!

-Vengo, -me dijo-, con motivo de un pleito que deberá verse esta semana en la Audiencia. Mucho me alegro de haberte encontrado al desembarcar porque tengo muchas cosas que comunicarte. Aunque ansíes por saber antes de todo, de cierta persona, no te hablaré de ella hasta llegar a tu casa; bástete por ahora saber que está buena. Por el camino lo que te contaré es una escena de que la casualidad me hizo testigo, y en que juegan varias personas conocidas tuyas.

Me contó lo siguiente.

«Entré hace algunos días en un café, que goza de no muy buena reputación. Lo primero que vi fue a tu conocido Pedro de Torres, sentado en una mesa, con un cigarro en la boca, tamaño como una zanahoria, y rodeado de algunos hombres de mala traza. Estaba yo cerca de una ventana en pie, hablando con un sujeto a quien había venido a buscar, cuando la puerta del café se abrió con estrépito, de par en par, y vi entrar a tu amigo D. Judas Tadeo Barbo.

¡Estaba desconocido! Su gran barriga había caído, y pendía como una vela a quién ha faltado el viento; su cara estaba amarilla como un membrillo: su papada colgaba floja debajo de su barba como las guirnaldas que cuelgan debajo de las caretas que sirven a los pintoresy escultores en los ornamentos del gusto griego. Su sombrero, que siempre llevó D. Judas echado atrás, le estaba ancho y le caía hasta los ojos: atravesó el café con paso firme y largo, y se puso delante de Pedro de Torres con el aire el más terrible que pudo imprimir a su vulgar fisonomía.

-¿Qué es lo que ha pasado, generoso paisano, -dijo Pedro de Torres, repantigándose en su silla-, que os conocí el gordo y jovial Sancho Panza, y os veo ahora el Caballero de la Triste Figura?

-¡Y Vd. es quien lo pregunta!, -contestó D. Judas-, Vd. que ha sido mi verdugo, o poco le ha faltado! Porque sepa Vd. que cuando supe su infamia, de rabia tuve una apoplejía, y sin diez u once sangrías, era alma del otro mundo.

-Ande Vd. a que le hagan la duodécima, -dijo Pedro de Torres-, porque todavía tiene mala sangre.

-¡La que me ha hecho Vd. criar!, -gritó D. Judas-. Señores, sepan Vds la infamia de que he sido víctima; -y D. Judas contó lo que te había antes escrito.

Todos se echaron a reír, y Pedro de Torres le dijo:

-¡Qué simpatía nos une! ¡Yo desterrado! ¡Vd. preso! ¡Enternece!

-¡El caso es, -exclamó D. Judas-, que es Vd. un falsario, delito enorme, un tirano asesino! ¿Cree Vd. que podrá impunemente haber hecho lo que ha hecho? ¡Hay leyes, D. Pedro de Torres, hay galeras, para tales delitos, Vd. verá si le es dado valerse de semejantes medios, para pisar, ajar, y turbar el reposo de un hombre, que goza de él, sobre un millón de pesos!

-Respeto menos el reposo del que lo goza sobre las talegas, que el reposo del que lo goza sobre un lecho de paja, -respondió Pedro de Torres con un tono declamatorio, y echando al techo flemáticamente una nube de humo de cigarro-. Vaya Vd. a imponerle a otro con su oro, ese vil metal que desprecio, que lo que es yo, me río de él y de Vd.

-¡Ría Vd., ría Vd.! Pero sepa que la cosa no quedará así, ¡yo se lo juro!

Uno de los amigos de Pedro de Torres, con tremenda patilla, bigote y pera, se acercó a D. Judas, y le dijo, medio en español y medio en italiano:

-Si necesitáis de un testigo, estoy a vuestras órdenes. ¿Pistolas o espada?

-¿Está Vd. loco también?, -gritó D. Judas-. ¡Yo, yo batirme! ¡En eso estoy pensando! ¡Dejarme matar de un balazo, cuando por milagro sobrevivo a otro asesinato! ¿Tengo yo facha de saber tirar la pistola, o jugar la espada? Diga Vd., ¿le han comprado a Vd. acaso mis herederos? ¿Tengo yo facha de espadachín como Vd.? ¡Yo, hombre respetable y sensato, uno de los labradores más fuertes de Andalucía! ¿Qué dirían de mí, si me batiese, la Reina, el Obispo y toda la gente sensata? Vaya Vd. con Dios, señor oso, a ofrecer sus servicios a otro traga-balas como Vd.

-¡Todo delator es cobarde!, -dijo en tono sentencioso Pedro de Torres.

-¿Quién es delator?, -preguntaron a un tiempo varias voces-. ¡Fuera, fuera el delator!

-Voy en casa del juez, señor de Torres, -dijo don Judas.

-¡Fuera, fuera el delator!, -gritaron los amigos de Pedro de Torres.

-¡Caramba, caramba!, -gritó furioso D. Judas-, ¿estamos en país de cafres?

-Usted será el cafre; ¡fuera, fuera, fuera el delator!

Vi que aquellos hombres iban a cometer alguna tropelía, y aunque me agrada poco tu amigo D. Judas, me dio lástima; le cogí por el brazo, y me lo llevé, echando espumarajos de rabia y pestes contra Pedro de Torres y sus secuaces.»

Habíamos entretanto llegado a casa; y yo ansiaba por saber de Casta. Dejamos, pues, echar pestes a D. Judas, para sólo ocuparnos de lo que más interesaba. Mi amigo me refirió lo siguiente.

«Ha pocos días, estando mi hermana de visita en casa de doña Mónica (la que estaba afligidísima por las últimas noticias recibidas de Canarias, que la quitaban toda esperanza de cobrar los sueldos o pagas atrasadas de su marido), entró de visita el joven Miranda, que es el pretendiente de Casta. Venía más elegante, mejor parecido, más fino que nunca; le acompañaba un señor de edad, de exterior vulgar, y modo de vestir descuidado y ramplón.

Le presentó a las señoras.

Era su padre.

Después de los primeros cumplidos, el señor de Miranda padre, dijo dirigiéndose a doña Mónica:

-¿Supongo, señora, que esta señorita es su hija de Vd.?

-Servidora de Vd., -respondió doña Mónica.

Casta no levantó la cabeza de su costura.

-No soy, -prosiguió el peruano-, hombre que hace discursos: me gusta venir cuanto antes al grano. Así, sin más preámbulos, señora, sepa Vd. que a lo que vengo es a pedirla su hija para mi muchacho. Usted esto lo extrañará; pero ¿qué quiere Vd.?, el hombre propone y Dios dispone. Tenía otra boda para él a la vista; eran otras mis miras; pero el señorito dice que no: se ha puesto triste y malo. ¡Qué demonios! Es mi hijo único; y cuando le veo triste o enfermo, no sé decirle que no.

Mientras el viejo Miranda pedía de esta manera humillante la mano de Casta, ésta se había puesto alternativamente encendida como el sol, y pálida como la luna.

Doña Mónica fuera de sí de alegría, respondió algunas palabras, corteses, mirando a su hija con inquietud. Estaba ésta impasible, y sin levantar los ojos de su costura.

No se hallará, quizás, entre las jóvenes españolas criadas en el mundo, esa ciega inocencia, esa temblorosa timidez, esa exagerada circunspección de las jóvenes del norte. Tiene la española el entendimiento demasiado penetrante, el carácter demasiado enérgico, la imaginación demasiado viva; el alma demasiado vasta para poder quedar en ese capullo de seda. La idea de afectar una sencillez infantil, cuyo atractivo no concibe, la haría encogerse de hombros, y se reiría de usarle; como una princesa, de ponerse el traje de una pastora de Arcadia.

En lugar de aquel suave velo rosado con que se cubren las vírgenes del norte, tiene ella su orgullo. Con su orgullo la española no se encoge, sino que se alza. Por su orgullo no es coqueta, porque desdeña los homenajes que no halagan su corazón: a su orgullo confía su virtud. Y esto hace que ninguna mujer comprenda como ella la dignidad de la mujer. Así ella hace de los españoles los hombres más apasionados, más galantes, más delicados, más respetuosos y fieles del mundo.

-Hijo mío, -dijo el viejo Miranda después de haber mirado a Casta-, por lo que toca a la persona, no hay pero que ponerle: esto está a la vista. Doña Mónica, me parece, que sin que nos ciegue la parcialidad, los nietos nuestros serán bonitos. ¿Qué está Vd. ahí cosiendo, Castita?

-Un vestido de guinga, -contestó Casta.

-Vamos, vamos, suelte Vd. la costura, -dijo el suegro futuro-. De aquí en adelante no coserá Vd. no gastará Vd. más vestidos de guinga.

-¡Ay!, ¡sí señor, los gastaré!, es la tela que prefiero.

-¿Y si su marido de Vd. no quisiera?, ¿si no quisiere sino que gaste Vd. vestidos de seda?

-No llegará ese caso, -dijo Casta con voz firme-, pues que no pienso casarme.

Al oír esta brusca y terminante declaración, el señor Miranda quedó estupefacto; su hijo miró a Casta con angustia cruzando las manos; la pobre madre palideció gritando: ¡Casta, Casta!; y mi hermana la dijo al oído: ¡por Dios Casta, no partas de ligero, y piénsalo antes de decidirte!

Casta seguía cosiendo tranquilamente y sin levantar cabeza.

-¿Qué es esto?, -exclamó al fin el señor Miranda-. ¡Mi hijo es rehusado! ¡Mi hijo! Mi hijo, el mejor mozo, el más distinguido de los muchachos de Cádiz, criado en Londres y París, que debe heredar mi caudal, Gentil-Hombre de S. M...

-Que por consiguiente, -dijo Casta con sonrisita burlona-, gasta una llave de oro que abre todas las puertas. ¿No es verdad?

-¡Señorita!, -interrumpió el viejo Miranda encendido en cólera-, ¿cuáles son vuestras miras? ¿A qué aspira Vd.?, ¿al infante D. Francisco o al infante don Enrique?

-No aspiro a cosa tan alta, -respondió Casta con calma-; no aspiro sino a ser feliz.

Al oír esta respuesta, el joven Miranda se levantó, y dijo con dignidad:

-Basta, padre; vámonos.

-¡Bien dicho, hijo mío, bien dicho! Ya hallarás muchachas bonitas cuantas quieras, que se llamarán felices con ser tu mujer. Pero un novio como tú, eso sí, que no se halla todos los días. No te apures, por vida de... que a rey muerto, rey puesto.

Cuando se hubieron ido, la pobre doña Mónica se dejó ir a todo su dolor, que estalló en lágrimas y quejas contra su hija. Era en vano que Casta y mi hermana tratasen de calmarla.

-Señora, -decía Casta-, ¿quiere Vd. que sea una mala mujer, casándome con un hombre, queriendo a otro? ¿Quiere Vd. que sea infeliz casada con uno a quien no quiero?

En este instante de pena y confusión, se apareció de repente, y como llovido del cielo D. Judas.

-¡Ave María!, -dijo sorprendida e impaciente Casta-, ¿por dónde ha entrado Vd.?

-¡Válgame Dios, Castita, y qué cara de despide-huéspedes me pone Vd.! ¿Que por dónde he entrado? ¡Por la puerta!, como todo hijo de vecino; en el momento que salían el Peruano y su hijo. Pero Dios mío, ¿qué pasa aquí?, ¿qué tiene Vd., doña Mónica, mi amiga? ¿Le han dado a Vd. un chasco como a mí?

-Sí señor, y es mi hija quien me lo da, -dijo doña Mónica fuera de sí-. Mi hija, D. Judas, que me está labrando la sepultura, y acabará conmigo!

-Nada de eso, créame Vd., doña Mónica. No me han matado a mí, aunque poco le ha faltado; ha sido Pedro de Torres, ese bribón, con el que podía cargar el diablo, y con todos sus amigos también.

-¿Quiere Vd. creer, D. Judas, que esa niña necia y obstinada?...

-¿Quiere Vd. creer, doña Mónica, que ese infame falsario?...

-Acaba de destruir el más bello porvenir.

-Acaba con una orden falsa de tenerme preso un mes.

-¡Una niña sin un recurso!

-¡Un hombre de mi importancia!

-Es preciso ser ciega.

-Es preciso ser un atrevido malvado.

-Lo llorará toda su vida.

-Espero que Pedro de Torres también.

-Se arrepentirá; ¡pero será tarde!

-Eso mismo le he dicho yo a ese barbudo.

-¡Don Judas!, ¡quiere Vd. creer que ha rehusado al joven Miranda!

-¡Miranda! ¡Rehusado!, -exclamó D. Judas, a quien el bastón se le cayó de las manos al suelo-. Pero añadió bajándose para recogerlo, ¡y de qué me espanto! ¿No me rehusó a mí?

Casta se acercó a D. Judas y le dijo, haciendo alusión a su conversación en San Juan: -Tengo que contar a Vd. un cuento de otro gallego, que era un gallego mucho más extravagante y necio que el de Vd.; pues éste, después de haber hallado el duro, que no quiso y dejó donde estaba, halló una onza de oro, e hizo lo, mismo.

-Eso probará, señorita, -contestó D. Judas-, que la fortuna no es para quien la busca, sino para quien la encuentra. Probará que tiene Vd. más suerte que juicio; porque es preciso tener muy poco para encapricharse de un fiscalillo de mala muerte, y despreciar por él los mejores partidos. Pero bien me sabía yo que una mujer erudita, que se mete a escribir libros, ni sirve para nada, ni sabe conducirse. Se mete, como los que escriben, a ambicionar gloria. ¡Gloria! ¿Qué es la gloria? ¡La gloria! No lo saben; pero se ponen a correr tras ella, y dicen es la que vale, y llaman al oro vil metal, como Vd. y el inicuo Pedro de Torres, que despilfarra todo el suyo. ¡Vil metal!, ¡si siquiera lo dijeran del cobre, de la calderilla...! ¡Pero el oro vil metal! ¡Ah!, ¡ah!, ¡ah!, ¡ah!; ¡Vil metal! ¿Cómo quiere usted que haya un átomo de juicio en persona, que llama vil metal al oro. No es dable.

-¿Qué está Vd. ahí diciendo de libros, de escribir, ni de gloria?, -dijo doña Mónica picada-; yo no comprendo a Vd. Lo que sí comprendo es que acusa groseramente a mi hija de falta de juicio, porque no quiere casarse contra su gusto, y que quiere a un joven completo, lleno de mérito y distinguido, que no tiene contra sí, sino el ser pobre. Este amor es una desgracia; pero de ninguna manera una cosa falta de juicio, y no hay, sino su madre, quien tenga derecho y razón para quejarse de ella.

-¡Hola!, -dijo D. Judas-, ¿ahora va el agua por ahí? ¿Usted aprueba ese obstinado capricho de su hija? ¡No me queda más que ver! ¡Bien se conoce que ha seguido Vd. siempre ese sistema! ¡De esos polvos nacen estos lodos! ¡Anda con Dios! ¡Castita, estará Vd. más ancha que una alcachofa, y con más orgullo que el Emperador de Marruecos, que Dios confunda!

-No tengo sino un orgullo, D Judas, -respondió Casta-, y es el de tener bastante peso y razón, aunque joven, para saber distinguir y preferir lo que vale de lo que relumbra. Y añadió con su acostumbrada gracia y chuscada: Martínez de la Rosa me dijo que esto era filosofía.

-¡Filosofía! ¡Virgen del Pilar de Zaragoza!, -exclamó D. Judas cogiendo el sombrero y echando a correr.»




ArribaAbajoCarta doce

El mismo al mismo


He recibido tu carta, mi querido Paul, y veo por ella que no esperabas, mi epístola anterior. Tú hallas que mi relato se hace lo que los ingleses llaman too rich, esto es, demasiado lleno, demasiado sustancioso y aglomerado. No es culpa mía, ni lo es de mi tío; lo es de la materia que trato. Hubieras querido concluyese en la carta de la tía Juana, que tanto te conmovió; pero mi tío, que cuenta la verdad, no se cuida de producir efectos, ni de seguir reglas. Me ha contado todo lo que te he referido para probarme como se hereda y prosigue la desgracia en ciertas familias. Cuando yo escriba una novela, lo pondré todo a mi gusto y capricho; por ahora doy lo que me dan, y como me lo dan.

Comprenderás, querido amigo, después de lo que te he escrito sobre Casta, que si bien mi amor debe haber llegado hasta la adoración, el dolor que siento al considerar mi desgraciada posición, es un tormento intolerable: por todo consuelo no tengo sino esperanzas lejanas y dudosas. Soy de compadecer, mi querido amigo; y estoy más abatido y descorazonado que nunca.

Ahora no te escribo solamente para complacerte, sino para hallar, entregándome a este entretenimiento, alguna distracción a mis pesares.

Mi tío prosiguió su narración en estos términos:

«Quince días después de la conversación que te he referido, el tío Anda-mucho salió de aquí para Aracena, llevándose consigo a Diego Mena, convencido por mí, y más aun por su pasión por Pastora, de que debe desistir de sus tétricos pensamientos.

Como se estaba en verano, se pusieron en camino a las seis de la tarde; atravesaron el llano por el lado de Triana, siguiendo el camino real de Extremadura.

Cuando se puso el sol y un poco de fresco, suave aliento de la noche que se acerca, pasó sobre la tierra como un bálsamo, todo pareció tornar un aspecto dulce y apacible. La irritación del calor se calmó, y un bienestar general se hizo sentir.

La larga fila de mulos, siguiéndose unos a otros, andaban con la regularidad de una péndola. Las esquilas, que pendían de sus cuellos, formaban un sonido monótono y grave, que miles de grillos acompañaban con su canto agudo y sonoro. Estos ruidos tenían el encanto indefinible y poético que tiene todo sonido monótono oído de noche en el campo. Los grillos gustan infinito en Andalucía; se venden en jaulitas en los puestos de flores; y para que a un balcón en verano no le falte nada, se necesitan la cortina de crudo, las macetas de albahaca, la alcarraza de agua fresca, y el grillo que cante el calor.

Sobre uno de los mulos que hacían cabeza, iba el muchacho que servía al tío Anda-mucho. Este muchacho, excelente jinete, iba tendido a la larga sobre el mulo, de manera que su cabeza apoyada sobre la del animal, parecía no formar con éste sino una, como los camafeos antiguos, que vistos de un lado forman una cabeza de mulo, y del otro la cabeza del rey Midas.

Cantaba con voz clara y hermosa sobre uno de esos aires, o tonadas populares tan lindas, estas coplas:



   Es el cielo de Aracena
el más puro y más azul;
y por eso las mujeres
tienen el mirar de luz.

   En el sol están sus rayos;
la mar, perla y coral;
en las flores, la hermosura;
y todo en tu cara está.

   Trabaron rosa y jazmín
por tu cara una pendencia;
con amor triunfó la rosa,
triunfó el jazmín con la ausencia.



La música y la poesía nacen del corazón; el entendimiento, el arte, el ingenio mismo no harán sino pulir y perfeccionar sus inspiraciones. La poesía se halla mucho y bella en el pueblo; porque la pobreza no desilusiona como la sociedad; porque en el campo la imaginación tiene camino ancho, y no se encoge y avillana como en las ciudades, donde se roza con el vicio y la miseria; que le arrancan sus alas.

Tío Anda-mucho, sentado sobre su mulo, dejaba colgar sus piernas cubiertas de polainas de pano negro, y hacía cachazudamente un cigarro. Diego Mena montado en el que le precedía, se desesperaba de no salir del paso.

-Ten paciencia, -decía el viejo arriero-. Tu hermoso caballo haría diez leguas en seis horas, pero luego no podría seguir; y tenemos que andar veinte. Los mulos las harán sin aflojar el paso, y casi sin descansar. Déjalo a él, que sabe los malos pasos, y conoce el camino, como yo mis manos.

La noche cerraba, cuando llegaron a las ventas de la Pajanosa. Allí se apartaron del camino real, y siguieron una senda angosta y tan cubierta de monte bajo, que no se la veía sino debajo de los pies de los mulos.

Poco a poco todo se fue poniendo más solitario y silvestre, el suelo pedregoso, el silencio absoluto, porque al débil viento de una noche de verano, no le era dado mover las hojas fuertes, tiesas y espinosas de las carrascas y encinas enanas que cubrían el suelo.

No puede darse cosa que más agradablemente interrumpiese el silencio solemne de la noche y de la soledad, que oír de repente murmurar suavemente un arroyuelo, haciéndose camino por entre las piedras. ¡Pobrecillo!, escapado del monte que lo encierra para reír alegremente con su vestido de plata un día al sol entre las flores, y, arrastrado por su destino, correr a ser presa del mar!

Caminaron así toda la noche sin que los mulos aflojasen el paso. A las diez de la mañana llegaron a una venta solitaria, única habitación que encontraron, y que está, poco más o menos, a la mitad del camino. Hállase situada en una hondura entre dos pequeñas alturas; cerca de ellas corre uno de los mil arroyos que cubren la sierra como una red de plata: frente de la venta, entre los dos barrancos que se separan, alcanza la vista a ver el pueblo del Castillo de las Guardas. Detrás de la venta hay un pequeño valle verde, que en medio sostiene un pino enorme como un quita sol; bajo el pino rumian echadas unas vacas; sobre el pino está inmóvil un cuervo, como un vigía.

Alrededor del valle se levanta el terreno cubierto de encinas, como un ejército de defensa. El arroyo se pasea por el valle con pasos lentos antes de llegar a la estrecha salida entre los barrancos, donde está la venta; sepárase allí en dos, y abre los brazos para estrechar en ellos una islita, que más bien parece un florero de adelfas, ¡de tal manera se aprensan en ella! En medio se alza un viejo sauce llorón, antiguo Jeremías, que está tan cubierto de yedra, que no se puede decir si sus ramas se inclinan por tristeza, por amor al arroyo que besan, por vejez, o por el peso de la yedra que las abruma. Jamás cosa tan silvestre lo pareció menos: se creería en ese sitio tan espontáneamente bello ver jugar amorcillos y ninfas, o al menos ver volar entre las flores y mirarse en el cristalino arroyo, los colibrís, esa joya alada, o pájaros del paraíso, ese adorno vivo. Pero no se oye sino un mirlo que silba, ni se ve sino un lagarto tomando un baño de sol.

Nuestros viajeros no eran hombres que admiraban paisajes. Así, después de haber descargado y dado un pienso a sus bestias, almorzaron pan y chorizos, bebieron un trago, y tendiéndose sobre los aparejos, se durmieron profundamente.

A las dos de la tarde el primero que estuvo de pie fue Diego; al ver a sus compañeros dormidos aún, saliose y se sentó delante de la venta. No lejos de él, sobre unas ramas de jara, estaba sentada una niña de siete a ocho años, como una reina sobre su trono: arrancaba a la jara sus flores blancas, y poníalas en su cabeza formando una corona adecuada al trono. Un delicioso olor, perfume que envidiarían los elegantes de la corte para sus gabinetes, embalsamaba el aire. Diego preguntó a la niña de qué provenía:

-Mi madre, -dijo la niña-, está encendiendo el horno, y serán las cornicabras o la jara que quema. ¿No sabía Vd. que la jara olía tanto? Y huele tan bien, -prosiguió la habladorcilla-, porque suda sangre como Nuestro Redentor. Las flores tienen cinco hojas blancas, y cada hoja una mancha colorada y sangrienta, como las llagas del Señor. ¿Las ve Vd.?, -dijo acercándose a Diego y presentándole una flor-. ¡Mire Vd., mire Vd.! Cinco son.

Diego cogió la flor y fijó largo rato sus ojos en ella: cual dibujada por un pintor, se veía una herida sangrienta en cada hoja. ¡Cosa rara! Pero aquella inocente, suave y perfumada florecilla fascinaba su vista, montaba su imaginación, y le iba causando un sentimiento de horror y espanto. Por el contrario, la niña, las miraba con amor y complacencia.

-¡Dichosa tú, -dijo Diego-, que sólo viste las heridas en flores! Si las vieses en el pecho de tu madre, ¿qué harías a los que se las hubiesen hecho?

La niña se quedó un rato parada y contestó.

-El Señor perdonó, ¡señal de que debemos perdonar también!

-¡Tú no quieres a tu madre!, -dijo Diego levantándose bruscamente.

-Más que Vd. a su padre, -respondió la niña picada alejándose.

En este momento, el tío Anda-mucho apareció en la puerta de la venta bostezando y estirándose de modo que tapaba toda la entrada.

-Ese Nicolás, -dijo-, duerme como un muerto; ¡le he despertado dos veces! Le digo: levántate, hijo Juan, y serás bueno; pero me responde: «Más quiero ser malo y estar quedo.» ¡Arriba, Nicolás, arriba!, el tiempo pasa, y el camino queda.

Un cuarto de hora después, el largo cordón negro que formaban los mulos, resbalaba como una larga culebra por la vereda caprichosa que daba mil vueltas y revueltas, no pudiendo seguir la línea recta a causa de lo accidentado del terreno. Las encinas, castaños, robles, alcornoques y nogales se veían ya formando bosques en toda su fuerza y vigor; los arroyos se multiplicaban, seguidos a todas partes por las adelfas, que forman sobre ellos un toldo color de rosa como para conservarles su frescura. No puede encontrarse cosa más linda en esta naturaleza severa y grandiosa de rocas y altos árboles, que esas guirnaldas de rosas colocadas en festones al pie de los montes; a no ser el ver la yedra de las sierras fresca y frondosa, trepar sobre las rocas desnudas y los árboles calvos de vejez, como lo hacen niños mimados sobre las faldas de ancianos austeros. Se dispone o agrupa de una manera tan graciosa, que no parece, como la yedra de los llanos, un velo sino un adorno.

Después de pasar por la aldea de Val de Flores y por el pueblo de la Higuera, divisaron por fin a Aracena.

Aracena, labrada en forma de media luna al pie de una elevada roca, parece una hoz de piedra intentando cortar el monte por su base. Sobre esta roca hubo en tiempo de los moros un inmenso y formidable castillo; hoy día es el cementerio, donde yace como el primero de sus muertos, el esqueleto caído del castillo guerrero. Una iglesia con su santo, dulce y pacífico aspecto, ha sucedido a aquella masa amenazadora.

-¿Ve Vd. aquella altura que se va a conversación con las nubes?, -dijo el tío Anda-mucho-. Pues allí es el campo santo pues acá no se bajan los muertos a la tierra, sino que se suben. Allí tenían un castillo los moros, y era tan grande, que cuando venían los cristianos, toda la gente del pueblo se encerraba en él. Una vez el jefe cristiano le mandó decir al moro que entregase el castillo. El moro lo contestó con mofa que sí; que viniese a entregarse de él, y que le aguardaba para la cena. Al oír esto los cristianos se irritaron, y cogiendo sus armas el jefe, les gritó: -«Ea, pues, valientes, a la cena!» -¡A la cena!, -repetían todos al subir al asalto, que fue tan esforzado y vigoroso, que tomaron el castillo, y quedaron dueños del pueblo, al que pusieron por nombre su grito de guerra A la cena que andando el tiempo, ha venido a parar en Aracena.

Diego Mena cuya timidez se iba aumentando a medida que se acercaban, estaba azorado y daba poco oído a los conocimientos históricos que el tío Anda-mucho ostentaba.

-¿Me asegura Vd., pues, -le dijo-, que seré bien recibido?

-¡Carambola!, -respondió éste-, ¡quisiera saber en dónde no lo serías! Hombre, no se debe ser tan desconfiado en este mundo. ¿No sabes el refrán, que ruin es quien por ruin se tiene? ¡Vaya si estarán contentos; ya lo creo! Ya saben por mí que eres joven, bien parecido, de buena nota, buena gente, y que tienes con qué pasarlo bien. A fe mía que serían descontentadizos si no les acomodase Diego Callado.

-Tampoco me llamo Diego Callado, -dijo éste-; me llamo Diego Mena.

-Lo mismo da, -respondió el arriero-; yo me llamo Curro Moreno, y nadie me conoce sino por tío Anda-mucho. ¡Hombre de Dios!, levanta esa cabeza; que eres un novio de los pocos.

-Tío Anda-mucho, me mira Vd. con muy buenos ojos.

-¿Y Pastora?

-¡Pastora... ya!, ésa me quiere y quien a feo ama, hermoso le parece.

-Vamos, vamos, Diego; Fray Modesto nunca fue guardián. Yo respondo: ánimo, y no seáis niño.

Apenas llegaron, cuando el tío Anda-mucho mandó aviso de su llegada a la familia de Pastora, y nuestros viajeros, habiéndose afeitado y vestido como correspondía a la circunstancia, se pusieron en camino para la casa de Pastora.

Tío Anda-mucho precedía triunfalmente a Diego, cuya bella presencia y buen aire llamaban la atención de todos los que lo encontraban. Iba más turbado que una joven de quince años.

-Tío Anda-mucho, -decía el uno-, no se hubiese metido en eso, si su recomendado no le dejase lucido.

-Al tío Anda-mucho, -decía otro-, las muchachas le van a rezar novenas como a San Antonio, si trae a menudo tales cargas.

-Tío Anda-mucho, -añadió un muchacho-, el viaje que viene, que no sean calzones, sino que sean enaguas.

-Haz que quieran venir, -contestó el viejo y jovial arriero.

Llegaron en esto a casa de los padres de Pastora. Era esta grande y buena: a la derecha de la entrada había una sala con dos pequeñas alcobas paralelas: unas sillas de paja con espaldar recto, alto y tieso, guarnecían las paredes; al testero se apoyaba una gran mesa de nogal, negra y brillante a fuerza de años; encima se veía un enorme velón de ocho mecheros, que brillaba como si fuese de oro. Al frente de la puerta de la calle, la desigualdad del terreno hacía preciso subir algunos escalones para entrar en la cocina, que era la pieza enque se habitaba. Una enorme chimenea ocupaba el fondo de esta pieza. En el techo colgaba una gran cantidad de jamones, chorizos, morcillas y embuchados que se curaban al humo. Una puerta llevaba a un corral, donde estaban el horno, los lavaderos, las cuadras y demás oficinas de la casa.

Cuando entraron, toda la familia, entre ella el alcalde, estaba reunida. Al ver tanta gente, el pobre Diego sintió un penoso mal estar. Pastora, retirada detrás de su madre, se sentía cual él mortificada; no porque cual él fuese tímida en sí, sino porque el amor ama el secreto como el ruiseñor la noche; y porque en todas las clases de la sociedad hay una delicadeza en el amor, que una mirada azora, un cumplido irrita, una chanza hiere, y una vulgaridad indigna.

No obstante, Diego y Pastora cambiaron una mirada, que les dio tanta felicidad, que su embarazo disminuyó, y su situación se les hizo más tolerable.

-¿Y mi compadre?, -preguntó el tío Anda-mucho, queriendo ante todas cosas presentar el futuro al padre.

-Ahora vendrá, -contestó su mujer-. No estaba ahí cuando avisó Vd. su llegada; no aguardábamos a Vd. tan pronto.

-Es que yo tenía un buen arriero, -respondió tío Anda-mucho, guiñando para señalar a Diego.

En este instante se oyeron los pasos de un caballo; poco después entró un hombre joven aún. Le hicieron lugar y se adelantó, llevando en una mano sus alforjas y en la otra su escopeta.

-Aquí tiene Vd. a su hijo, José Ramos, -dijo muy ancho y con la cabeza erguida el tío Anda-mucho-; pienso que hallará Vd. que Pastorcilla tiene buen gusto.

-Bien venido sea en esta casa, -respondió José Ramos, y tomando a su hija por la mano, añadió-: Aquí está mi hija: vuestra es, pues os ama. ¡Es lo que yo más quiero en este mundo! Y Dios os bendiga como os bendice vuestro padre.

Diego dio un paso adelante, levantó la cabeza, que tenía bajada desde que el tío Anda-mucho le había cogido por la mano, y miró al hombre cuyas palabras le habían conmovido.

Su mirada se clavó en él, y no pudo separarla. Una palidez mortal cubrió su rostro. Sus ojos se agrandaron, y expresaron el asombro y el espanto.

-Habla algo, -le dijo al oído el tío Anda-mucho-, no seas tan encogido, que esto pasa de castaño oscuro. ¡Van a creer que eres mudo!

Diego Mena estaba inmóvil; su rostro causaba espanto.

-¡Por vida del Dios Baco!, -dijo el tío Anda-mucho fatigado, viendo que todo el mundo se agolpaba con sorpresa alrededor de ellos-, ¡por vida del Dios Baco! ¿Qué ves en nuestro bueno, honrado y querido vecino José Ramos, que te pone hecho estatua como a la mujer de Lot?

-Veo, -dijo Diego con voz sorda, sin apartar su terrible mirada del padre de Pastora,- veo... ¡al asesino de mi padre!

Un grito general fue seguido de un silencio de estupefacción.

-¡Qué te atreves a decir!, -exclamó al fin el tío Anda-mucho-. ¿Estás loco?

-Que echen de mi casa a ese insolente loco impostor, -gritó la mujer de José Ramos.

-¿Impostor?, -dijo Diego con agitación convulsa-. ¡Vedle! ¡Miradle!, y ¡ved como él no se atreve a desmentirme!

José Ramos había bajado la cabeza sobre su pecho, y se apoyaba sobre su escopeta.

-Diego... -dijo el arriero, queriendo llevársele-, has perdido el juicio. Tienes una manía que descompone tu cabeza. ¿No ves todo lo extravagante y disparatado que es querer reconocer después de cerca de veinte años a un hombre que no hiciste sino entrever cuando eras chiquillo?

-¡Lo dije entonces!, -exclamó Diego Mena exaltado hasta el delirio-. De aquí a cien años, entre cien asesinos, reconoceré al de mi padre. Y él mismo lo dijo; ¿no es verdad que lo dijisteis? Lo dijisteis al apuntar la escopeta al pecho de aquel hombre honrado: «¡No hay plazo que no se cumpla, ni deuda que no se pague!»

Al oír estas palabras, la escopeta, sobre la que se apoyaba José Ramos, cayó al suelo, y él mismo hubiera caído, si su viejo compadre y otros no lo hubiesen sostenido en sus brazos.

-Ya lo veis, -prosiguió Diego con la misma exaltación-, no puede sostener la acusación. Alcalde, en nombre de la ley, os requiero de arrestarle. Ustedes sean testigos de que no puede negar el hecho. ¿No es verdad, asesino de Juan Mena, que reconocido por su hijo, no puedes negar el delito?

José Ramos quedaba anonadado.

-En el nombre del Dios de la verdad, yo, hijo de Juan Mena te pregunto: ¿Has matado a mi padre?

José Ramos se incorporó; levantó al cielo su pálido rostro, cruzó sus manos, y dijo con voz firme:

-¡Yo lo maté!

-¡Virgen Santísima!, -gritó su mujer cubriéndose la cara con sus manos.

-¡Sí, pobre mujer!, ¡has vivido engañada! Pero lo sabes; no fui yo el que te solicité. Sabes que rehusé cuando tu padre me ofreció a mí, pobre criado, el ser su hijo, y sólo cuando una pasión de ánimo amenazó tu vida, consentí en unirme a ti y hacerte feliz. ¡He cumplido mi palabra, mujer!; he hecho por lograrlo cuanto he podido; pero no me era dado borrar lo pasado, y lo pasado era, ¡gran Dios!, ¡el presidio!!!, y después un crimen...

-¡Presidiario! ¡Presidiario! ¡Justo cielo!!!, -murmuró su mujer, cayendo como una masa inerte, sobre una silla-. Las mujeres presentes la rodearon.

-¡Oh!, ¡llevadme de aquí!; ¡llevadme, y escondedme bajo de tierra!, -les dijo.

Se la llevaron desmayada.

Pero cual una joven leona, Pastora, vuelta en sí de su primer estupor, se había echado sobre su padre y puesto la mano sobre su boca diciéndole:

-¡Callad, callad, padre mío! ¡Os calumniáis, os perdéis! ¡Vos, mi tierno, mi amado, mi santo padre! ¡No!, ¡jamás, jamás habéis hecho, no habéis podido hacer cosa mala! ¡Mientes, mientes, vil calumniador!; ¡no ha muerto a tu padre!

-¡Hija! ¡Hija de mi corazón, -dijo José Ramos-, no puedo mentir! Sí, yo soy el que guiado por mi desesperación ¡le maté! Porque él, su Padre, me había perdido, y conmigo había perdido a toda mi familia; ¡porque él, su padre, me había quitado la mujer a quien amaba con un amor sin límites! Pero desde entonces no he tenido ni un solo día feliz, ni una noche tranquila. En mis coloquios con Dios, le decía que yo usurpaba mi bienestar. Siempre lo he mirado como un préstamo, que tendría que devolver el día que Dios asignase. Sabía que yo también tenía una deuda que pagar, que la justicia divina reclamaría. Ese día es llegado. Estoy pronto. Vamos, -prosiguió dirigiéndose al alcalde-, llevadme; acortad mi causa.

-¡No!, ¡no!, -gritó Pastora-, no os le llevaréis, no. No; eso es imposible, ¡imposible! Eso no será. ¿Acaso no sabéis que él es el mejor entre los buenos, el padre de los pobres, el modelo de todas las virtudes! Si le quitó la vida al que todo se lo había arrebatado, ¿por qué sería más criminal que aquél que le hizo más daño aun? Si una injusticia le envió a presidio, ¿por qué le deshonrarían como a un culpable? ¡Las señales de los grillos yo las borraré, padre mío, con mis lágrimas y cariños!

Pastora se había echado al suelo; abrazaba y cubría de besos y lágrimas los pies de su padre.

-¡Hija mía!, -la dijo éste levantándola y estrechándola sobre su corazón-. ¡Oh hija!, ¡dulce y sola flor que haya florecido sobre la senda árida de mi vida! Tú has sido mi única dicha, mi alegría y mi gloria; flor divina que debería brillar en el cielo con las estrellas; ¡y que yo, desgraciado, ajo con la deshonra!

-¡Die...go... Die...go!, -gritó la infeliz joven entre sollozos.

-Diego, -dijo a su vez el viejo padrino con lágrimas en los ojos y en la voz-; ten piedad de ella, desiste; di que una semejanza te indujo a error. Ve el interés general que inspira; desiste, en el nombre de Dios, ¡desiste!

Diego Mena, cuyo recuerdo y misantropía distraídos un momento por su amor, sufrían ahora una cruel y profunda reacción, respondió en voz sorda:

-¡Juré la expiación de la muerte de mi padre!

-Diego, -dijo Pastora arrancándose de los brazos del suyo, y cayendo a los pies de su amante-; ya que tanto amaste a tu padre, ¡debes saber cómo yo amo al mío! Por todo lo que has sufrido, ¡no quieras hacerme a mí sufrir dolores mil veces más desesperados aun! Diego, miente por generosidad, ya que mi padre no quiere mentir por honradez.

-Tuvo él piedad de su inocente víctima?, -dijo Diego sordamente y volviendo la cara por no ver a Pastora.

-¡Basta, hija!, -dijo José Ramos, levantando a su hija-, la vida no vale una bajeza.

-¡Anda!, -gritó Pastora, levantándose derecha y erguida; altiva y bella en su dolor como una lacedemonia-. ¡Anda, arrogante y satisfecho, pues trocaste los puros y dulces goces del amor por los nobles placeres de la venganza! ¡Anda! ¡Y ya que no has tenido piedad, puedan Dios y los hombres rehusártela, aquí abajo y allá arriba!

Aquella misma tarde fue empezada la sumaría del proceso de Manuel Díaz, conocido con el nombre de José Ramos. En su interrogatorio declaró su verdadero nombre y su crimen: añadió que después de haberle cometido, anduvo algún tiempo errante por la sierra nutriéndose de bellotas. Un día se halló cerca de un arroyo, muy crecido por las lluvias, el cuerpo de un hombre ahogado. Este hombre había echado su sombrero a la orilla opuesta antes de echarse a nado; en este sombrero había un pasaporte con el nombre de José Ramos, pobre soriano que venía a buscar trabajo a Aracena. Lo tomó, y en su lugar puso el que le fue librado en Ceuta. Este hombre fue enterrado en el pueblo inmediato como Manuel Díaz, presidiario cumplido, mientras Manuel Díaz llegaba a Aracena y bajo el nombre de José Ramos entraba a servir en casa de su suegro, en donde se condujo de manera que se hizo apreciar de todos y querer dela hija de su amo, sin pretenderlo ni desearlo.»

Dispénsame, sobrino, los detalles de lo que me queda que decirte. Bástete saber que Manuel Díaz, acusado de muerte a traición, hecha sobre un hombre indefenso, según él mismo confesó, fue condenado y ejecutado.

Cuando le trajeron a Sevilla, su hija, a quien la familia tenía encerrada por hacerlo así preciso su exaltado e insensato dolor, se huyó echándose por una tapia a riesgo de su vida y siguió a su padre a pie, hasta que su padrino que salió a alcanzarla, la halló a medio camino, echada debajo de un árbol, con los pies ensangrentados y medio muerta de dolor, de cansancio y de necesidad.

Se vio precisado a traerla a Sevilla; yo la recogí en mi casa. Pero a pesar de todo nuestro esmero y cuidado para dulcificar la horrible impresión de una desgracia que no se la podía ocultar, no la pudo resistir. Sus nervios destrozados le causaron una epilepsia incurable, y dicen es difícil el reconocer hoy día a Pastora la Serrana, la flor de la Sierra, en la miserable y pálida epiléptica que llaman la Hija del ajusticiado.

Por lo que toca a Diego a quien un terrible remordimiento y un destrozador pesar por su perdido amor, advirtieron tarde que había obrado mal, perdió su razón ya alterada. Puedes verle en San Marcos4, donde está, y te dirá que le hacen verdugo sin querer él serlo. Allí los loqueros le pegan, y los curiosos se ríen de él, cumpliéndose así parte del anatema que sobre él pronunció la inocente víctima, de su inexorable resentimiento, de sus falsas ideas de justicia y necio orgullo, al creerse instrumento de expiación, cuando ésta sólo compete a Dios y la Ley.




ArribaAbajoCarta trece

Del mismo al mismo


Paul, querido Paul; si tú crees que en el mundo entero hay un hombre más feliz que yo, te engañas. De aquí a media hora salgo de Cádiz. No puedo decirte más; mi pulso tiembla, mi corazón me ahoga.

La carta que te envío, te enterará de todo. Adiós, te abrazo de corazón y quisiera abrazar al universo.

JAVIER.

Carta de don Bernardino Bueno a Javier.

Muy señor mío y dueño:

Hay cerca de ocho meses que hicimos un viaje juntos en diligencia. Usted recordará que todo el mundo se burló de una mina de que yo hablé y de la cual sólo Vd. tomó una acción.

No he querido hablar a Vd. sobre ella hasta el día en que mis esperanzas se hubiesen realizado. Este día es llegado; y con la mayor satisfacción y alegría, se lo hago saber.

Tenemos fuera de tierra una inmensa cantidad de mineral, y éste se halla ser tan argentífero que da la enorme cantidad de...

Hemos realizado una suma, de la cual tocan a Vd. cuatrocientos mil reales, que están depositados en la casa de Granada, y de los cuales puede Vd. disponer.

Como no tengo ni necesidad ni ambición de tanto dinero, estoy labrando con mi parte un capilla a la Virgen.

Me han encargado que ofrezca a Vd. un millón de reales por la de su acción. El sujeto que me ha hecho el encargo, me suplica encargue a Vd. que conteste cuanto antes.

Hágame Vd. el favor de decir a nuestros compañeros de viaje, si los viese, que es cierto que muchos se han engañado poniendo sus esperanzas en minas; pero que otros muchos han acertado, y dígales Vd., sobre todo, que nunca se engaña nadie poniendo su confianza en un hombre honrado.

Soy de Vd. etc., etc.

Bernardino Bueno, cura de...




 
 
FIN
 
 


Anterior Indice Siguiente