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Una rara avis. Agustín Cerezales: «La paciencia de Juliette»

Ignacio Soldevila Durante





El mundo de los libros, como el de la cultura en general, está más que nunca en manos de los industriales-mercaderes. Su única obsesión, hacer y vender libros, les ha llevado por un camino lógico, diseñado sobre los tableros de la mercadotecnia, a la imposición torrencial del producto: anunciado y jaleado por los medios masivos de comunicación, colocado en los supermercados, en los escaparates de los diarios y revistas más leídos, no hay hoy crítico, por exclusiva que sea su dedicación, que esté en condiciones de hacer un examen del conjunto y emitir juicios de valor que partan del conocimiento del todo. Y si este conocimiento escapa hasta a estos profesionales, ¿cómo va a poder el lector de a pie discernir los mejores entre los cientos de libros con que le acosan? Para hacerle creer en lo imposible, se le ofrece cada semana una lista de los mejor vendidos, insinuándole venenosamente que lo mejor es lo que mejor se vende. El crítico experimentado, con todo y no poder dar razón del conjunto, no puede caer en la trampa, porque hartas veces ha leído libros mejores que los que aparecen en esa lista, y que nunca formaron parte de ella. Pero el gran público, es decir, el número de los lectores que cuentan, porque pagan, siguen dócilmente el señuelo. Y suerte sería la suya si, a fin de cuentas, leyera cuantos libros compra, porque también se iría haciendo su criterio y acabaría, como el crítico, distinguiendo al sabor el gato de la liebre. Mientras así no sea, seguirá dando palos de ciego. Y en ese amontonamiento rastrero (por El Rastro madrileño) no logrará, entre las mil copias según modelo, el cuadro de mano maestra, la soberbia pieza que, envuelta en los mismos polvos, anda enlodada y perdida.

Al marchante lo mismo le da echarla al mercado en otoño que en los finales de primavera, cuando la feria de mercachifles, al amparo de la estatua cervantina, saca los trastos a la calle. Y llega la canícula, y uno, que se ha llevado unos cuantos libros a su cubil, abrumado por los bochornos de la hora sexta, siente la doblez de sus muñecas y la endeblez de su atención, que duerme mucho y vela poco. Y así puede ocurrir que tenga entre las manos un grueso libro -384 páginas-, titulado La paciencia de Juliette, y que a él le falte, y ande mirando con el rabillo del ojo y desaliento cuándo aparecerá por fin «el unicornio nasal y fugitivo»: el autor y yo nos entendemos, y quienes como yo hayan tenido la suerte de superar la galbana también me entienden. Los otros tendrán que esperar al otoño o el invierno, cuando saboreen este plato excepcional al amor de la leña ardiendo, si creen, como yo, que esta es una novela excepcional. Y que tal vez sirva de piedra de toque para separar a los verdaderos lectores de novela de los otros: los auténticos compradores de libros según San Mercado.

Cabe aquí recordar más que nunca la feliz disyuntiva puesta en limpio por Gonzalo Sobejano. La novela es un modo de escritura con una tradición ya lo suficientemente rica como para que la reflexión sobre los modos valga tanto o más que la expresión de los fines. En otras palabras -las suyas-: la aventura de la escritura, no la escritura de la aventura, es lo que aquí cuenta. Y este libro viene a demostrar que la parábola del leñador en el Sahara, cara a Ortega, no anunciaba la muerte del género, sino su entrada en el diabólico laberinto de los espejos: lasciate ogni speranza... El más insignificante arbusto -argumento- se transfigura al hacerlo circular por él. Y entiendo perfectamente que sería mala cosa que esta novela, por magia de mercadotecnia, apareciera en la cartelera semanal del best seller, y que el despistado comprador (que del género no conoce más que sus galas y sus renovadas aventuras -los cuentos del abuelo, siempre dispuestos a ser recontados para las nuevas generaciones-), se metiera a leerla no ya para amueblar sus siestas veraniegas, sino sus ocios invernales más despiertos. Convendría hacerle saber que es conveniente haber leído mucho antes de hincarle el diente a esta pieza. Sepa que aún no está su paladar hecho para estos sabores. Y lo lamento, porque soy demócrata profundo. La literatura es cada vez más cosa de minorías ociosas, como lo fue en la Edad Media (esto es cuestión de ciclos, y de espirales), y no debiera engañarse a la gente haciéndole creer que la hamburguesa o el perrito caliente, por muy acompañado que venga de salsas y frituras, es lo más refinado que inventó Brillat-Savarin (de Bocusse no me fío mucho...). Tal vez incitándole a ver el corto alcance de sus dioptrías se le suscitara una urgencia y recobrara el tiempo de ocio que ahora dedica a otras cosas. Pero supongo que los criterios de Maastricht acabarían siendo, si la urgencia se generalizara, como los diez mandamientos, que todo el mundo debía obedecer y que nadie respetaba.

Con todo esto, parece que aún no he dicho nada de La paciencia de Juliette, y mis lectores tal vez la hayan perdido ya, si es que me leen antes de haber caído en los brazos de Fidji. Pero si cayeron, ya me entienden, y sobran los comentarios. A mí lo que me está apeteciendo es dejar estas monsergas y volverla a leer, y no porque sea una versión actualizada del cuento de mi abuelo, aquel del rey que tenía tres hijas, las metió en tres botijas y las echó a rodar. Sino porque en la segunda lectura he disfrutado más que en la primera, y ya no anduve mirando de reojo a ver si faltaba mucho para que apareciera el unicornio nasal y fugitivo. Y estoy seguro de que la próxima será aún más sabrosa en el gozoso descubrimiento de pliegues y repliegues.

Otras veces se han intentado estas novelas del novelar. No hace mucho he reseñado la del penúltimo ganador del premio Nadal, Quién, de Carlos Cañeque. Con aquélla tiene ésta de Agustín Cerezales bastante en común, circunstancialmente. Como la de aquél, es una falsa primera novela, porque se trata de escritores avezados a quienes la prudencia u otras circunstancias les hacen aparecer como novelistas en medio del camino de sus vidas, pero que demuestran directa e indirectamente que su trabajo está profundamente enraizado en un vasto conocimiento del género. Difieren, por supuesto, en muchas cosas. Para empezar, en los manes de sus respectivos linajes: los de Cañeque no remontan más allá de Borges -si mi memoria no me traiciona. Los de Cerezales (Agustín, el joven), van mucho más lejos. De hecho, más allá de los orígenes de la novela moderna, y, por consiguiente, sus preocupaciones filosóficas -las de sus personajes- reverberan en cuevas más profundas y traen de ellas ecos rejuvenecidos en sus bromas dialécticas sobre la predestinación y el libre albedrío, sobre los dioses y sus contrafiguras diabólicas. Dos veces al menos, este viejo lector, erudito de puro viejo, ha inclinado su cabeza ante los saberes de este Agustín Cerezales, el joven: me creía un buen conocedor de la literatura fantástica de lengua española, y me encuentro con una novela que a Antón Risco -máximo maestro- y a este su Sancho se nos había escapado: La Historia de un hombre contada por su esqueleto, de Manuel Fernández y González. No es, por cierto, el único producto de fantasía decimonónico malogrado en su final («Lástima que lo remate declarando que todo ha sido un sueño inducido por la morfina», dice don Lorenzo en su Dramatis Personae): otro tanto había hecho -o haría- Enrique Gaspar con su preciosa novela El Anacronópete, adelantándose a H. G. Wells en la invención de la máquina de remontar el tiempo: al final resultaba ser un sueño de digestión... El título de esta novela, por cierto, pudiera usarse como punto de partida para un examen concienzudo -lo merece- de la sabia manipulación que de la temporalidad hace Cerezales en la suya. Él parte, si no me equivoco, de otros manes: los del mismo quietismo teosófico inspirador de Valle-Inclán en su Lámpara maravillosa. No tanto detener el tiempo a lo bíblico, sino conducirlo a un «ouroboros», una cinta de Moebius, un morderse de extremo a extremo de modo que pasado y futuro se confundan en un movimiento perpetuo equivalente a una quietud infinita.

Cerezales y Cañeque juegan a las cajas chinas, a las «matriuskas», escamoteando ambos en una lúdica manipulación las responsabilidades narratológicas (imagino perfectamente a un profesor especializado en aplicar las pautas analíticas de Genette a las novelas, salir del intento aullando como diablo al asperges). Ambos recurren también a desplazar las instancias narratológicas a calendas de futuras centurias, desde las cuales se examina y reproduce el texto medular. El juego es más aparente en la novela de Cerezales. Si ambos utilizan las notas eruditas a pie de página que van glosando y comentando el texto, las de Cerezales son más abundantes y de distintas procedencias, utilizando numerosas tipografías y registros para distinguir a unos comentaristas de otros (entre ellos, algún personaje de la propia historia). Ambos recurren a aligerar el viaje lector con sabrosos entremeses donde se mezclan ironía y humor. Un humor más frecuente y, a mi gusto, más sabroso en Cerezales, más frío -manes borgianos- en Cañeque. Y ambos también nos ofrecen un descenso a los infiernos. Cañeque aprovecha, vengativo como Dante, para situar en ellos a notables plumas de su entorno. La visión de Cerezales nos da un infierno más risueño y sorprendente, en donde se encuentra, por ejemplo, a Ros de Olano, militar de carrera y autor de la novela fantástica El doctor Lañuela, jugando al dominó con Dragón Dagut, por mal nombre general Francisco Franco. (Una de las historias que circulan en este laberinto es la de un grupo de jóvenes que, durante la agonía del dictador, proyectan una rocambolesca incursión en el Hospital donde vegeta para dar un empujón definitivo al renuente. Historia que es, a la vez, proyecto de un filme que sus personajes proyectan y no acaban de realizar.) Pero sin duda es la dimensión órfica de la novela de Cerezales, esa lograda manipulación de la temporalidad, lo que más la distancia de la de Cañeque. Desde que algunos raros novelistas españoles, por la década del setenta, intentaron aclimatar la escuela de la mirada, el nouveau roman francés en España, nadie había distendido el tiempo, poniendo a prueba su elasticidad, como lo ha hecho Cerezales. Pero además las intenciones difieren de las de Robbe Grillet o Butor. Porque el tiempo no se estira aquí para desarrollar una mirada lentísima, atenta a los cambios mínimos, perceptibles -y describibles- sólo cuando se observa como en la película cinematográfica grabada a gran velocidad y luego proyectada al ritmo normal: el efecto de «cámara lenta». Aquí el tiempo distendido sirve de envoltorio o receptáculo para viajar -a través de la mente del personaje- en el pasado y proyectarse por la imaginación en el posible futuro, inmediato y remoto. De modo que si en el cuerpo de un conocido nouveau roman, más de cincuenta páginas servían a describir el acercamiento de la proa de una embarcación al muelle, en el de La paciencia de Juliette, el grueso de la obra se desarrolla durante unas horas nocturnas en las que el héroe comparte las incómodas estrecheces de una cama con una joven a la que acaba de conocer (y no se trata aquí del conocer bíblico, por supuesto): en ellas, su memoria y su imaginación alborotadas barajan concienzudamente sus cartas en un suspendido solitario de nunca acabar-nunca empezar. Y el no saber a qué carta quedarse obliga al protagonista, que, como los demás por él evocados, se desdobla en alter egos, sosias y demás rizomas (Torrente Ballester, en la estela de Pessoa, es quien hasta ahora más rizos había rizado a esta dieciochesca y empolvada -que no polvorienta- peluca), a dudar hasta de su propia existencia, perdiendo los papeles y sintiéndose en la necesidad de volver a empezar el viaje, y no por el principio, porque ese es el problema: la imposible discriminación de principios y finales en ese torbellino especular, especulativo. El lector ayuno tal vez esté ya espantado y prometiéndose no hincar el diente a semejante monstruo fantástico. Allá él y sus hipotecas, porque tengo que confesar que hace tiempo, mucho tiempo que no me reía -sonoramente, digo- leyendo una novela como me he reído -y lo que me reiré- con ésta. Cómo una novela tan compleja -y tan fuertemente trabada que no hay en ella el menor ruido (hablando en términos de teoría de la información) ni cabos sueltos (véase, por ejemplo, que hasta la ilustración de la portada está trabada en la trama)-, por mucho que el atento lector se percate de que una y otra vez le llevan de nuevo por sitios por donde ya ha pasado antes, logra al mismo tiempo mantenerle en la impresión de transitar por un camino lleno de sorpresas e improvisaciones sería cosa de magia, si no fuera de arte. Podría ser la película de una novela, si no fuera la novela de una película. Y, como en el cine, son sabrosos y frecuentes aquí los «cameos»: esas fugaces apariciones de celebridades que, sin anunciarse en el reparto, te sorprenden guiñándote un ojo al tiempo de hacer mutis rápido por el foro: Buñuel, Miguel Espinosa, George Orwell, Pessoa, Carmen Martín Gaite, etc. Y, last, but not least, Hitchcock en persona y, faltaría menos, los dos Agustines -el viejo y el joven-, personajes de la novela de Andrés Sedeño. Autor que es indudablemente coetáneo de Antonio López (el novelista de Cañeque), y ambos sobrinos de un tío de América, un tal Lillo, de quien el otro día (30 de junio) hablaba en El País otro que tal baila, Daniel Múgica. Para que luego digan que no existen generaciones. Ya lo dijo hace siglos Pérez del Pulgar: Generaciones y semblanzas.



P. S.: Para la prosa de Cerezales recurro a un modismo francés: dicen éstos, ante una como la suya, que sorprende por su naturalidad y transparencia (aunque en sus tiempos fuertes se adorne con imágenes de perfecta factura poética), que parece «couler de source et sans effort». Brotar como de un manantial, sin recursos de ingeniería. Rarísima ave.





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