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ArribaAbajoDe cómo Pedro fue hecho cautivo

PEDRO.-  El caso es, en dos palabras, que yo fui cautivo y estuve allá tres o cuatro años. Después salveme en este hábito que aquí veis, y agora voy a cumplir el voto que prometí y dejar los hábitos y tomar los míos propios, en los cuales procuraré servir a Dios el tiempo que me diere de vida; esto es en conclusión.

JUAN.-  ¿Cautivo de moros?

PEDRO.-  De turcos, que es lo mismo.

JUAN.-  ¿En Berbería?

PEDRO.-  No, sino en Turquía.

MATA.-  Alguna matraca nos debe de querer dar con esta ficción. ¡Por vida de quien hablare de veras, no nos haga escandalizar!

JUAN.-  Aunque sea burlando ni de veras, yo no puedo estar más escandalizado; ni me ha quedado gota de sangre en el cuerpo. No es de buenos amigos dar sobresaltos a quien bien los quiere.

PEDRO.-  Nunca de semejantes burlas me pagué. Lo que habéis oído es verdad, sin discrepar un punto.

JUAN.-  ¡Jesús! pues, ¿dónde o cómo?

PEDRO.-  En Constantinopla.

JUAN.-  ¿Y dónde os prendieron?

PEDRO.-  En esos mares de Dios.

JUAN.-  ¡Qué desgraciadamente lo contáis y qué como gato por brasas! Pues ¿quién os prendió, o cuándo, o de qué manera, y cómo saliste, y qué nos contáis?

MATA.-  Bien os sabrá examinar, que esas tierras mejor creo que las sabe que vos, Juan de Voto a Dios, que, como recuero, no hace sino ir y venir de aquí a Jerusalén.

JUAN.-  No cae hacia allá; nosotros vamos por la mar de Venecia, y esta postrera vez que vine fue por tierra.

PEDRO.-  Pues ¿cómo os entendían vuestro lenguaje?

JUAN.-  Hablaba yo griego y otras lenguas.

MATA.-  ¿Como las de hoy?

PEDRO.-  ¿Cuántas leguas hay por tierra de aquí allá?

JUAN.-  No sé, a fe.

PEDRO.-  ¿Por qué tierras buenas viniste?, ¿por qué ciudades?

JUAN.-  Pasado se me ha de la memoria.

PEDRO.-  Y por mar, ¿adónde aportaste?

JUAN.-  ¿Adónde habíamos de aportar sino a Jerusalén?

PEDRO.-  ¿Pues entrabais dentro Jerusalén con las naves?

JUAN.-  Hasta el mismo templo de Salomón teníamos las áncoras.

PEDRO.-  Y las naves ¿iban por mar o por tierra?

JUAN.-  No está mala la pregunta para hombre plático. ¿Por tierra van las naos?

PEDRO.-  En Jerusalén no pueden entrar de otra parte, porque no llega allá la mar con veinte leguas.

MATA.-   (Aparte.)  Aun el diablo será este examen, cuanto y más si Pedro ha estado allá y nos descubre alguna celada de las que yo tanto tiempo ha barrunto. Quizá no fue por ese camino.

JUAN.-  Ha tanto tiempo que no lo anduve, que estoy privado de memoria, y tampoco en los caminos no advierto mucho.

MATA.-  Agora digo que no es mucho que sepa tanto Pedro de Urdimalas, pues tanto ha peregrinado. En verdad que venís tan trocado, que dudo si sois vos. Dos horas y más ha que estamos parlando y no se os ha soltado una palabra de las que solíais, sino todo sentencias llenas de filosofía y religión y temor de Dios.

PEDRO.-  A la fe, hermanos, Dios, como dicen, consiente y no para siempre, y como la muerte jamás nos deja de amenazar y el demonio de acechar y cada día del mundo natural tenemos veinticuatro horas de vida menos, y como en el estado que nos tomare la muerte según aquél ha de ser la mayor parte de nuestro juicio, pareciome que valía más la enmienda tarde que nunca, y esa fue la causa por que me determiné a dejar la ociosa y mala vida, de la cual Dios me ha castigado con un tan grande azote que me le dejó señalado hasta que me muera. Dígolo por tanto, Juan de Voto a Dios, que ya es tiempo de alzar el entendimiento y voluntad de estas cosas perecederas y ponerle en donde nunca ha de haber fin mientras Dios fuere Dios, y de esto me habéis de perdonar que doy consejo, siendo un idiota, a un teólogo.

JUAN.-  Antes es muy grande merced para mí y consuelo, que para eso no es menester teologías.

PEDRO.-  Así, que pues aquí estamos los que siempre hemos vivido en una misma voluntad, y ésta ha de durar hasta que nos echen la tierra a cuestas, bien se sufre decir lo que hace al caso por más secreto que sea. Yo estoy al cabo que vos nunca estuvisteis en Jerusalén ni en Roma, ni aun salisteis de España, porque «loquela tua te manifestum fecit», ni aun de Castilla; pues ¿qué fruto sacáis de hacer entender al vulgo que venís y vais a Judea, y a Egipto ni a Samaria? Paréceme que ninguno otro sino que todas las veces que venga uno, como agora yo, os tome en mentira.

MATA.-  Otro mejor fruto se saca.

PEDRO.-  ¿Cuál?

MATA.-  El aforro de la bolsa, que de otra manera perecería de frío; pero a fe de hombre de bien que lo he dicho yo hartas veces, entre las cuales fue una que nos vimos con tres mil escudos de fábrica para los hospitales, y restitución de unos indianos o peruleros. Jamás quiso escucharme, y así y todo se nos ha ido de entre las manos con diez pórfidos y otros tantos azulejos.

JUAN.-  Presupuesta la estrecha amistad y unidad de corazones, responderé en dos palabras a todo eso, como las diría al propio confesor. No ha pocos días y años que yo he estado para hacer todo esto, y parece que Dios me ha tocado mil veces convidándome a ello; pero un solo inconveniente ha bastado para estorbármelo hasta hoy, y es que como yo he vivido en honra, como sabéis, teniendo tan familiar entrada en todas las casas de ilustres y ricos, ¿con qué vergüenza podré agora ya decir públicamente que es todo burla cuanto he dicho, pues aun al confesor tiene hombre empacho descubrirse? Pues si me huyo, ¿adónde me cale parar?; y ¿qué dirán de mí?; ¿quién no querrá antes mil infiernos?

MATA.-  De esa te guarda.

PEDRO.-  Más vale vergüenza en cara que mancilla en corazón.

MATA.-  ¿Y qué habíamos de hacer de todo nuestro relicario?

PEDRO.-  ¿Cuál?

MATA.-  El que nos da de comer principalmente; ¿luego nunca le habéis visto? Pues en verdad no nos falta reliquia que no tengamos en un cofrecito de marfil; no nos falta sino pluma de las alas del arcángel San Gabriel.

PEDRO.-  Ésas, dar con ellas en el río.

MATA.-  ¿Las reliquias se han de echar en el río? Grandemente me habéis turbado. Mirad no traíais alguna punta de luterano de esas tierras extrañas.

PEDRO.-  No digo yo las reliquias, sino ésas, que yo no las tengo por tales.

MATA.-  Por amor de Dios, no hablemos más sobre esto; los cabellos de Nuestra Señora, la leche, la espina de Cristo, el dinero, las otras reliquias de los santos, al río, que dice que lo trajo él mismo de donde estaba.

PEDRO.-  ¿Es verdad que trajo un gran pedazo del palo de la cruz?

MATA.-  Aún ya el palo de la cruz, vaya, que aquello no lo tengo por tal; por ser tanto, parece de encina.

PEDRO.-  ¡Qué! ¿tan grande es?

MATA.-  Buen pedazo. No cabe en el cofrecillo.

PEDRO.-  Ese tal, garrote será, pues no hay tanto en San Pedro de Roma y Jerusalén.

JUAN.-  Todo se trajo de una mesma parte. Dejad hablar a Pedro y callad vos.

MATA.-  Pues si todo se trajo de una parte, todo será uno; ¿y el pedazo de la lápida del monumento?; agora yo callo. Pues tierra santa harta teníamos en una talega, que bien se podrá hacer un huerto de ello.

JUAN.-  El remedio es lo más dificultoso de todo para no ser tomado en mentira del haber estado en aquellas partes. Un libro que hizo un fraile del camino de Jerusalén y las cosas que vio me ha engañado, que con su peregrinaje ganaba como con cabeza de lobo.

PEDRO.-  ¡Mas de las cosas que no vio!... ¡Tan grande modorro era ése como los otros que hablan lo que no saben, y tantas mentiras dice en su libro!

JUAN.-  Toda la corte se traía tras sí cuando predicaba la Cuaresma cosas de la Pasión. Luego señalaba cada cosa que decía: «Fue Cristo a orar al Huerto, que será como de aquí a tal torre, y entró solo y dejó sus discípulos a tanta distancia como de aquel pilar al altar; lleváronle con la cruz acuestas al monte Calvario, que es de la ciudad como de aquí a tal parte: la casa de Anás de la de Caifás es tanto»; y otras cosas así.

PEDRO.-  ¿De manera que en haber dos pulgadas de distancia de más o menos de la una a la otra parte está el creer o no en Dios? Y ¿qué se me da a mí para ser cristiano que sean más dos leguas que tres ni que Pilato y Caifás vivan en una misma calle?

MATA.-  Quien no trae nada de nuevo no trae tras sí la gente; y os prometo, con ayuda de Dios, que vos hagáis hartos corrillos.

PEDRO.-  De ésos me guardaré yo bien.

MATA.-  No será en vuestra mano; y también es bueno tener qué contar.

JUAN.-  Hablemos en mi remedio, que es lo que importa. ¿Qué haré?, ¿cómo volver atrás?, ¿cómo me desmentiré a mí mismo en la plaza? Pues qué, ¿dejaré mi orden por hacerme teatino ni fraile? No es razón; porque allá dentro los mismos religiosos me darían más matracas, porque entre ellos hay más que hayan estado allá que en otra parte ninguna.

PEDRO.-  No hay para qué pregonar el haber mentido, porque Dios no quiere que nadie se disfame a sí mismo, sino que se enmiende.

MATA.-  Yo quiero en eso dar un corte con toda mi poca gramática y menos saber, que me parece que más hará al propósito.

JUAN.-  No me haríais este pesar de callar una vez en el año.

PEDRO.-  Dejadle diga; nunca desechéis consejo, porque si no es bueno, pase por alto, y si lo es, aposentadle con vos; decid lo que queríais.

MATA.-  Agora me había yo de hacer de rogar, mas no hay para qué; digo yo que Pedro de Urdimalas nos cuente aquí todo su viaje desde el postrero día que no nos vimos hasta este día que Dios de tanta gloria nos ha dado. De lo cual Juan de Voto a Dios podrá quedar tan docto que pueda hablar donde quiera que le pregunten como testigo de vista, y en lo demás, que nunca en ninguna parte hable de Jerusalén, ni la miente, ni reliquia ni otra cosa alguna, sino decir que las reliquias están en un altar del hospital, y que nos demos prisa a acabarle, aunque enduremos en el gasto ordinario; y después, allí, con ayuda de Dios, nos recogeremos, y lo que está por hacer sea de obra tosca, para que antes se haga; y quien no quiere hablar de tierras extrañas con cuatro palabras cerrará la boca a todos los preguntadores. Si el consejo no os parece bien tomadme acuestas.

JUAN.-  Loado sea Dios, que habéis dicho una cosa bien dicha en toda vuestra vida. Yo lo acepto así.

MATA.-  Hartas he dicho, si vos lo hubierais hecho así.

PEDRO.-  Así Dios me dé lo que deseo, que yo no cayera en tanto; bien parece un necio entre dos letrados. El agravio se me hace a mí porque soy muy enemigo de ello, así porque es muy largo como por el refrán que dice: los casos de admiración no los cuentes, que no saben todas gentes cómo son.

MATA.-  Ello se ha de saber tarde o temprano, todo a remiendos; más vale que nos lo digas todo junto, y no os andaremos en cada día amohinando y haréis para vos un provecho: que reduciréis a la memoria todos los casos particulares.

JUAN.-  Parece que después que éste habla de veras se le escalienta la boca y dice algunas cosas bien dichas, entre las cuales ésta es tan bien que yo comienzo de aguzar las orejas.

PEDRO.-  Yo determino de hacer en todo vuestra voluntad; mas antes que comience os quiero hacer una protesta porque cuando contare algo digno de admiración no me cortés el hilo con el hacer milagros, y es que por la libertad que tengo, que es la cosa que más en este mundo amo, sino plegue a Dios que otra vez vuelva a la cadena si cosa de mi casa pusiere ni en nada me alargare, sino antes perder el juego por carta de menos que de más; y las condiciones y costumbres de turcos y griegos os contaré, con apercibimiento que después que los turcos reinan en el mundo jamás hubo hombre que mejor lo supiese ni que allá más privase.

JUAN.-  No hemos menester más para creer eso, sino ver el arrepentimiento que de la vida pasada tenéis, y hervor de la enmienda y aquel tan trocado de lo que antes erais.

PEDRO.-  No sé por dónde me comience.

MATA.-  Yo sí: del primer día, que de allí adelante nosotros os iremos preguntando, que ya sabéis que más preguntará un necio que responderán mil sabios. ¿En dónde fuisteis preso y qué año? ¿Quién os prendió y adónde os llevó? Responded a estas cuatro, que después no faltará, y la respuesta sea por orden.

PEDRO.-  Víspera de Nuestra Señora de las Nieves, por cumplir vuestro mandato, que es a cuatro de agosto, yendo de Génova para Nápoles con la armada del Emperador, cuyo general es el príncipe Doria, salió a nosotros la armada del turco que estaba en las islas de Ponza esperándonos por la nueva que de nosotros tenía, y dionos de noche la caza y alcanzonos y tomó siete galeras, las más llenas de gente y más de lustre que sobre la mar se tomaron después que se navega. El capitán de la armada turquesca se llamaba Zinan Bajá, el cual traía ciento cincuenta velas bien en orden.

JUAN.-  ¿Y vosotros cuántas?

PEDRO.-  Treinta y nueve no más.

MATA.-  ¿Pues cómo no las tomaron todas, pues había tanto exceso?

PEDRO.-  Porque huyeron las otras, y aun si los capitanes de las que cazaron fueran hombres de bien y tuvieran buenos oficiales, no tomaran ninguna, porque huyeran también como las otras; pero no osaban azotar a los galeotes que remaban y por eso no se curaban de dar prisa a huir.

JUAN.-  ¿De qué tenían miedo en castigar la chusma? ¿No está amarrada con cadenas?

PEDRO.-  Sí, y bien recias; pero como son esclavos turcos y moros, temíanse que después que los prendiesen, aquéllos habían de ser libres y decir a los capitanes de los turcos cómo eran crueles para ellos al tiempo que remaban.

MATA.-  ¿Pues qué, por eso?

PEDRO.-  Cuando así, luego les dan a los tales una muerte muy cruel, para que los que lo oyeren en las otras galeras tengan rienda en el herir. Dos castigaron delante de mí el día que nos prendieron: al uno cortaron los brazos, orejas y narices y le pusieron un rótulo en la espalda, que decía: «Quien tal hace, tal halla; y al otro empalaron».

JUAN.-  ¿Qué es empalar?

PEDRO.-  La más rabiosa y abominable de todas las muertes. Toman un palo grande, hecho a manera de asador, agudo por la punta, y pónenle derecho, y en aquél le espetan por el fundamento, que llegue cuasi a la boca, y déjansele así vivo, que suele durar dos y tres días.

JUAN.-  Cuales ellos son, tales muertes dan. En toda mi vida vi tal crueldad; ¿y qué fue del primero que justiciaron?

PEDRO.-  Dejáronsele ir para que le viesen los capitanes cristianos, y así le dio el príncipe Doria cuatro escudos de paga cada mes mientras viviere.

MATA.-  ¿Peleasteis o rendísteisos?

PEDRO.-  ¿Qué habíamos de pelear, que para cada galera nuestra había seis de las otras? Comenzamos, pero luego nos tiraron dos lombardazos que nos hicieron rendir. Saltaron dentro de nuestra galera y comenzaron a despojarnos y dejar a todos en carnes. A mí no me quitaron un sayo que llevaba de cordobán y unas calzas muy acuchilladas por ser enemigos de aquel traje y ver que no se podían aprovechar de él, y también porque en la cámara donde yo estaba había tanto que tomar de mucha importancia, que no se les daba nada de lo que yo tenía acuestas: maletas, cofres, baúles llenos de vestidos y dineros, barriles con barras de plata por llevarlo más escondido, y aun de doblones y escudos.

MATA.-  ¿Qué sentíais cuando os visteis preso?

PEDRO.-  Eso, como predicador, os lo dejo yo en contemplación: bofetones hartos y puñadas me dieron porque les diese si tenía dineros, y bien me pelaron la barba. Fue tan grande el alboroto que me dio y espanto de verme cuál me había la fortuna puesto en un instante, que ni sabía si llorase ni riese, ni me maravillase, ni dónde estaba; antes dicen mis compañeros que lloraban bien, que se maravillan de mí que no les parecía que lo sentía más que si fuese libre; y es verdad: que de la repentina mudanza por tres días no sentía nada, porque no me lo podía creer a mí mismo ni persuadir que fuese así. Luego el capitán que nos tomó, que se llamaba Sactán Mustafá, nos sentó a su mesa y dionos de comer de lo que tenía para sí, y algunos bobos de mis compañeros pensaban que el viaje había de ser así; pero yo les consolé diciendo: «Veis allí, hermanos, cómo entretanto que comemos están aparejando cadenas para que dancemos después del banquete»; y era así, que el carcelero estaba poniéndolas en orden.

JUAN.-  ¿Y qué fue la comida?

PEDRO.-  Bizcocho remojado y un plato de miel y otro de aceitunas, y otro, chico, de queso cortado bien menudo y sutil.

MATA.-  No era malo el banquete; pues ¿no podían tener algo cocinado para el capitán?

PEDRO.-  No, porque con la batalla de aquel día no se les acordaban de comer, y pluguiera a Dios, por quien Él es, que las Pascuas de cuatro años enteros hubiera otro tanto. Llegó luego por fruta de postre a la popa, donde estábamos con el capitán, un turco cargado de cadenas y grillos, y comenzonos a herrar; y por ser tantos y no traer ellos tan sobradas las cadenas, nos metían a dos en un par de grillos, a cada uno un pie, una de las más bellacas de todas las prisiones, porque cada vez que queréis algo habéis de traer el compañero, y si él quiere os ha de llevar; de manera que estáis atado a su voluntad, aunque os pese. Esta prisión no duró más que dos días, porque luego el capitán era obligado de ir a manifestar al general la presa que había hecho. Llegose a mí un cautivo que había muchos años que estaba allí, y preguntome qué nombre era y si tenía con qué rescatar, o si sabía algún oficio; yo le dije que no me faltarían doscientos ducados, el cual me dijo que lo callase, porque si lo decía me tendrían por hombre que podía mucho y así nunca de allí saldría; y que si sabía oficio sería mejor tratado, a lo cual yo le rogué que me dijese qué oficios estimaban en más, y díjome que médicos y barberos y otros artesanos. Como yo vi que ninguno sabía, ni nunca acá le deprendí, ni mis padres lo procuraron, de lo cual tienen gran culpa ellos y todos los que no lo hacen, imaginé cuál de aquellos podía yo fingir para ser bien tratado y que no me pudiesen tomar en mentira, y acordé que, pues no sabía ninguno, lo mejor era decir que era médico, pues todos los errores había de cubrir la tierra y las culpas de los muertos se habían de echar a Dios. Con decir «Dios lo hizo», había yo de quedar libre; de manera que con aquella poca de lógica que había estudiado podría entender algún libro por donde curase o matase.

MATA.-  Pues qué, ¿era menester para los turcos tantas cosas, sino matarlos a todos cuantos tomarais entre las manos?



ArribaAbajoPedro se hace pasar por médico

PEDRO.-  No es buena cuenta ésa, que no menos homicida sería quien tal hiciese que a los cristianos. Cuando fuese en lícita guerra, es verdad; pero fiándose el otro de mí sería gran maldad, porque, en fin, es prójimo. Al tiempo que nos llevaron a presentar delante del general comenzaron de poner a una parte todos los que sabían oficios, y los que no a otra para echar al remo. Cuando vinieron a mí, yo dije liberalmente que era médico. Preguntándome si me atrevería a curar todos los heridos que en la batalla pasada había, respondí que no, porque no era cirujano, ni sabía de manos nada hacer. Estaba allí un renegado genovés que se llamaba Darmux, arráez, que era el cómite real, y dijo al general que mucho mayor cosa era que cirujano, porque era médico de orina y pulso, que así se llaman y quiso la fortuna que el general no traía ninguno para que me examinase, y allá, aunque hay muchos médicos judíos, pocos son los buenos.

JUAN.-  ¿Qué quiere decir cómite?

PEDRO.-  El que gobierna la galera y la rige.

MATA.-  ¿Y Arráez?

PEDRO.-  Capitán de una galera. Quiso también la fortuna que el general se contentó de mí y me escogió para sí. De todas las presas que hacen por la mar tiene el Gran Turco su quinto; pero los generales toman siempre para sí los mejores y que saben que son de rescate, o que tienen algunos oficios que serán de ganancia. Los soldados pobres y lacayos de los caballeros dan al rey, pues que nunca los ha de ver.

MATA.-  ¿Para qué los quiere?

PEDRO.-  Métenlos en una torre, y de allí los envían a trabajar en obras de la señoría, que llaman.

JUAN.-  ¿Qué tantos de ésos tendrá?

PEDRO.-  Al pie de tres mil.

MATA.-  Y cuando os tomó el general, ¿vistioos luego?

PEDRO.-  No, sino calzome, y bien.

JUAN.-  ¿Cómo?

PEDRO.-  Lleváronme luego a un banco donde estaban dos remadores y faltaba uno, y pusiéronme una cadena al pie de doce eslabones y enclavada en el mismo banco, y mandáronme remar, y como no sabía, comenzaron de darme de anguilazos por estas espaldas con un azote diabólico empegado.

JUAN.-  Ya los he visto, que muchos cautivos que pasan por aquí, que se han escapado, los traen camino de Santiago.

PEDRO.-  Otra buena canalla de vagabundos. Todos ésos creed que jamás estuvieron allí; porque ¿en qué seso cabe si se huyen, que han de llevar el azote, que jamás el cómite le deja de la mano? Así engañan a los bobos.

MATA.-  Bien pintadas debéis de tener las espaldas.

PEDRO.-  Ya se han quitado las más ronchas; pero uno me dieron un día que me ciñó estos riñones, que después acá a tiempos me duele. Quiso Dios que, como tomaron tanta gente, y tenían bien quien remase, que acordaron, pues yo les parecía delicado y no lo sabía hacer y era bueno para servir en mi oficio, que entrase cada vez en mi lugar un gitano; pero no me quitaron de la cadena, sino allí me metía donde poca menos pena tenía que si remara, porque había de ir metida la cabeza entre las rodillas, sentado y cuando la mar estaba algo alborozada venía la onda, dábame en estas espaldas y remojábame todo. Llámase aquel lugar en la galera la banda, que es la que sirve de necesaria en cada banco.



ArribaAbajoLa vida en las galeras

JUAN.-  ¿Y qué os daban allí de comer?

PEDRO.-  Lo que a los otros, que es cuando hay bastimento harto, y estábamos en parte que cada día lo podían tomar. Daban a cada uno veintiséis onzas de bizcocho; pero si estábamos donde no lo podían tomar, que era tierra de enemigos, veinte onzas y una almueza de mazamorra.

MATA.-  ¿Qué es bizcocho y mazamorra?

PEDRO.-  Toman la harina sin cerner ni nada y hácenla pan; después aquello hácenlo cuartos y recuécenlo hasta que está duro como piedra y métenlo en la galera; las migajas que se desmoronan de aquello y los suelos donde estuvo es mazamorra, y muchas veces hay tanta necesidad, que dan de sola ésta, que cuando habréis apartado a una parte las chinches muertas que están entre ello y las pajas y el estiércol de los ratones, lo que queda no es la quinta parte.

JUAN.-  ¿Quién diablos llevó el ratón a la mar?

PEDRO.-  Como se engendran de la bascosidad, más hay que en tierra en ocho días que esté el pan dentro.

MATA.-  Y a beber ¿dan vino blanco o tinto?

PEDRO.-  Blanco del río, y aun bien hidiendo y con más tasa que el pan.

JUAN.-  ¿Y qué más dan de ración?

PEDRO.-  ¿No basta esto? Algunas veces reparten a media escudilla de vinagre y otra media de aceite y media de lentejas o arroz, para todo un mes; alguna Pascua suya dan carne, cuanto una libra a cada uno; mas de estas no hay sino dos en el año.

MATA.-  ¡Malaventurados de ellos, bien parecen turcos!

PEDRO.-  ¿Pensáis que son mejores las de los cristianos? Pues no son sino peores.

JUAN.-  Yo reniego de esa manera de la mejor. Y la cama, ¿era conforme a la comida?

PEDRO.-  Tenía por cortinas todo el cielo de la Luna y por frazada el aire. La cama era un banquillo cuanto pueden tres hombres caber sentados, y de tal manera tenía de dormir allí que con estar amarrado al mismo banco y no poder subir encima la pierna, sino que había de estar colgando, si por malos de mis pecados sonaba tantico la cadena, luego el verdugo estaba encima con el azote.

MATA.-  ¿Quién os lavaba la ropa blanca?

PEDRO.-  Nosotros mismos con el sudor que cada día manaba de los cuerpos; que una que yo tuve, a pedazos se cayó como ahorcado.

JUAN.-  Parece que me comen las espaldas en ver cuál debía estar de gente.

PEDRO.-  A eso quiero responder que, por la fe de buen cristiano, no más ni menos que en un hormigal hormigas los veía en mis pechos cuando me miraba, y tomábame una congoja de ver mis carnes vivamente comidas de ellos y llagadas, ensangrentadas todas, que, como aunque matase veinte pulgaradas no hacía al caso, no tenía otro remedio sino dejarlo y no me mirar; pues en unas botas de cordobán que tenía, por el juramento que tengo hecho y por otro mayor si queréis, que si metía la mano por entre la bota y la pierna hasta la pantorrilla, que era mi mano sacar un puñado de ellos como granos de trigo.

JUAN.-  ¿Y todos están así?

PEDRO.-  No, que los que son viejos tienen camisas que mudar; no tienen tantos con gran parte, y lavan allí sus camisas con agua de la mar, atándola con un pedazo de soga, como quien saca agua de algún pozo, y allí las dejaban remojar un rato; cuasi el lavar no es más sino remojar y secar, porque como el agua de la mar es tan gruesa, no puede penetrar ni limpia cosa ninguna.

MATA.-  Caro cuesta de esa manera el ver cosas nuevas y tierras extrañas. En su seso se está Juan de Voto a Dios de no poner su vida al tablero, sino hablar como testigo de oídas, pues no le vale menos que a los que lo han visto.

PEDRO.-  Yo os diré cuán caro cuesta. Siendo yo cautivo nuevo, que no había sino un mes que lo era, vi que junto a mí estaban unos turcos escribiendo ciertas cartas mensajeras; y ellos, en lugar de firma, usan ciertos sellos en una sortija de plata que traen, en donde está esculpido su nombre o las letras de cifra que quieren, y con éste, untado con tinta, emprimen, en el lugar donde habían de firmar, su sello, y cierto queda como de molde.

MATA.-  Yo apostaré que es verdad sin más, pues no lo puede contar sin lágrimas.

PEDRO.-  Mas eché allá cuando pasó; y como a mí me pareció cosa nueva, entretanto que cerraba uno las cartas, como en conversación, tomé en la mano el sello, y como vi que no me decían nada, tomé tinta y un poco de papel para ver si sabría yo así sellar. De todo esto holgaban ellos sin dárseles nada; yo lo hice como quiera que era ciencia que una vez bastaba verla, y contenteme de mí mismo haber acertado; torné a poner la sortija donde se estaba, y como de allí a poco me acordase de lo mismo, quise tornar a ver si se me había olvidado, y así del papel que estaba debajo de la sortija, pensando que estaba encima, porque estaba entre dos papeles, y cáese la sortija de la tabla abajo y da consigo en la mar, que estábamos estonces en Santa Maura. Los turcos, cuando me vieron bajar a buscarla, pensando que no fuese caída, ásenme de las manos presto por pensar que yo la había hecho perdidiza.

JUAN.-  ¿De qué os reís de esto o a qué propósito?

MATA.-  Porque voy viendo que, según va el cuento, al fin todos lloraremos de lástima, y para rehacer las lágrimas lo hago.

PEDRO.-  Como no me la hallaron en las manos, viene uno y méteme el dedo en la boca, cuasi hasta el estómago, que me hubiera ahogado, por ver si me la había metido en la boca.

MATA.-  ¿Pues no le podíais morder?

PEDRO.-  Cuando esto fue ya no tenía dientes ni sentido, porque me habían dado dos bofetones de entrambas partes, tan grandes, que estaba tonto.

JUAN.-  ¿No podían mirar que erais hombre de bien y que en el hábito que llevabais no erais ladrón?

PEDRO.-  El hábito de los esclavos todo es uno de malos y buenos, como de frailes, y aun las mañas también en ese caso, porque quien no roba no come. Luego llamaron al guardián mayor de los esclavos, que se llamaba Morato, arráez, y dieron como ellos quisieron la información de lo pasado, la cual podía ser sentencia y todo, porque yo no tenía quien hablase por mí, ni yo mismo podía, porque no sabía lengua ninguna. Luego como me cató todo, que presto lo pudo hacer porque estaba desnudo, y no lo halló, manda luego traer el azote y pusiéronme de la manera que agora diré. Como los bancos están puestos por orden como renglones de coplas, pusiéronme la una pierna en un banco, la otra en otro, los brazos en otros dos, y cuatro hombres que me tenían de los brazos y piernas, cuasi hecho rueda, puesta la cabeza en otro.

JUAN.-  Ya me pesa que comenzasteis este cuento, porque me toman escalofríos de lástima.

PEDRO.-  Antes lo digo para que más se manifiesten las obras de Dios. Puesto el guardián en un pie sobre un banco y el otro sobre mi pescuezo, y siendo hombre de razonables fuerzas, comenzó como reloj tardío a darme cuan largo era, deteniéndose de poco en poco, por mayor pena me dar, para que confesase, hasta que Dios quiso que bastase; bien fuera medio cuarto de hora lo que se tardó en la justicia.

JUAN.-  ¿Pues de tanto valor era la sortija que los cristianos vuestros compañeros de remo que estaban alderredor, no lo pagaban por no ver eso?

PEDRO.-  Valdría siete reales cuando mucho; pero ellos pagaran otros tantos porque cada día me dieran aquella colación.

MATA.-  ¿Luego no eran cristianos?

PEDRO.-  Sí son, y por tales se tienen; pero como el mayor enemigo que el bueno tiene en el mundo es el ruin, ellos, de gracia, como dicen, me querían peor que al diablo, de envidia porque yo no remaba y que hacían algún caso de mí y porque no los servía allí donde estaba amarrado, y lo peor porque no tenía blanca que gastar; últimamente, porque todos eran italianos, de diferentes partes, y entre todas las naciones del mundo somos los españoles los más malquistos de todos, y con grandísima razón, por la soberbia, que en dos días que servimos queremos luego ser amos, y si nos convidan una vez a comer, alzámosnos con la posada; tenemos fieros muchos, manos no tanto; veréis en el campo del rey y en Italia unos ropavejeruelos y oficiales mecánicos que se huyen por ladrones o por deudas, con unas calzas de terciopelo y un jubón de raso, renegando y descreyendo a cada palabra, jurando de contino puesta la mano sobre el lado del corazón, a fe de caballero; luego buscan diferencias de nombres: el uno, Basco de las Pallas, el otro, Ruidíaz de las Mendozas; el otro, que echando en el mesón de su padre paja a los machos de los mulateros deprendió, «bai» y «galagarre» y «goña», luego se pone Machín Artiaga de Mendarozqueta, y dice que por la parte de oriente es pariente del rey de Francia, Luis, y por la de poniente del conde Fernán González y Acota, con otro su primo Ochoa de Galarreta, y otros nombres así propios para los libros de Amadís. No ha cuatro meses que un amigo mío me hizo su testamento, y traía fausto como cualquier capitán con tres caballos. Hizo un testamento conforme a lo que el vulgo estaba engañado de creer. Llamábase del nombre de una casada principal de España. Al cabo murió, y yo, para cumplir el testamento, hice inventario y abrí un cofrecico, donde pensé hallar joyas y dinero, y la mayor que hallé, entre otras semejantes, fue una carta que su padre de acá le había escrito, en la cual iba este capítulo: «En lo que decís, hijo, que habéis dejado el oficio de tundidor y tomado el de perfumero en Francia, yo huelgo mucho, pues debe de ser de más ganancia». Cuando éste y otros tales llegaban en la posada del pobre labrador italiano, luego entraban riñendo: «¡Pese a tal con el punto villano; a las catorce me habéis de dar de comer! ¡Reniego de tal con el puto villano! ¡Cada día me habéis de dar fruta y vitela no más!; ¡corre, mozo, mátale dos gallinas, y para mañana, por vida de tal, que yo mate el pavón y la pava; no me dejes pollastre ni presuto en casa ni en la estrada!».

MATA.-  ¿Qué es estrada?, ¿qué es vitela?, ¿qué presuto?, ¿qué pollastre?

PEDRO.-  Como, en fin, son de baja suerte y entendimiento, aunque estén allá mil años no deprenden de la lengua más de aquello que, aunque les pese, por oírlo tantas veces, se les encasqueta de tal manera que por cada vocablo italiano que deprenden olvidan otro de su propia lengua. A cabo de tres o cuatro años no saben la suya ni la ajena sino por ensaladas, como Juan de Voto a Dios cuando hablaba conmigo. Estrada es el camino; presuto, el pernil; pollastre, el pollo; vitela, ternera.

MATA.-  No menos me huelgo, por Dios, de saber esto que las cosas de Turquía, porque para quien no lo ha visto tan lejos es Italia como Grecia. No podía saber qué es la causa por que algunos, cuando vienen de allá, traen unos vocablos como «barreta, belludo, fudro, estibal, manca», y hablando con nosotros acá, que somos de su propia lengua. Este otro día no hizo más uno de ir de aquí a Aragón, y estuvo allá como cuatro meses, y volviose; y en llegando en casa tómale un dolor de ijada y comenzó a dar voces que le portasen el menge. Como la madre ni las hermanas no sabían lo que se decía, tornábanle a repreguntar qué quería, y a todo decía: el menge. Por discreción diéronle un jarrillo para que mease, pensando que pedía el orinal, y él a todos quería matar porque no le entendían. Al fin, por el dolor, que la madre vio que le fatigaba, llamó al médico, y entrando con dos amigos a le visitar, principales y de entendimiento, preguntole que qué le dolía y dónde venía. Respondió: «Mosén, chi so stata Saragosa»; de lo cual les dio tanta risa y sonó tanto el cuento, que él quisiera más morir que haberlo dicho, porque las mismas palabras le quedaron de allí adelante por nombre.

JUAN.-  Lo mismo, aunque parezca contra mí, aconteció en Logroño, que se fue un muchacho de casa de su madre y entrose por Francia. Ya que llegó a Tolosa, topose con otro de su tamaño que venía romerillo para Santiago. Tomaron tanta amistad que, como estaba ya arrepentido, se volvieron juntos, y viniendo por sus pequeñas jornadas llegaron en Logroño, y el muchacho llevó por huésped al compañero casa de su madre. Entrando en casa fue recibido como de pobre madre, y que otro no tenía. Luego echó mano de una sartén, y toma unos huevos y pregunta al hijo cómo quiere aquellos huevos, y qué tal viene, y si bebe vino. Él respondió que hasta allí no había hablado: «Ma mes, parleu vus a Pierres, e Pierres parlara a moi, quo chi non so tres d'España». La madre turbada, dijo: «No te digo sino que cómo quieres los huevos». Entonces preguntó al francesillo que qué decía su madre. Ella, fatigándose mucho, dijo: «pues, ¡malaventurada de mí, hijo!, ¿aún los mismos zapatos que te llevaste traes, y tan presto se te ha olvidado tu propia lengua?». Así, que tiene mucha razón Mátalas Callando: que estos que vienen de Italia nos rompen, aquí las cabezas con sus salpicones de lenguas, que al mejor tiempo que os van contando una proeza que hicieron os mezclan unos vocablos que no entendéis nada de lo que dicen: «Saliendo yo del cuerpo de guardia para ir a mi trinchera, que era manco de media milla, vi que de la muralla asestaban los esmeriles para los que estábamos en campaña; yo calé mi serpentina y llevele al bombardero el bota fogo de la mano»; y otras cosas al mismo tono.

PEDRO.-  Pues si ésos no hiciesen como la zorra, luego serían tomados con el hurto en la mano.

MATA.-  ¿Qué hace la zorra?

PEDRO.-  Cuando va huyendo de los perros, como tiene la cola grande, ciega el camino por donde va, porque no hallen los galgos el rastro. Pues mucho mayores necedades dicen en Italia con su trocar de lenguas, aunque un día castigaron a un bisoño.

JUAN.-  ¿Cómo?

PEDRO.-  Estaba en una posada de un labrador rico y de honra, y era recién pasado de España, y como no entendía la lengua, vio que a la mujer llamaban madonna, y díjole al huésped: «Madono porta manjar», pensando que decía muy bien; que es como quien dijese «mujero». El otro corriose, y entre él y dos hijos suyos le pelaron como palomino, y tuvo por bien mudar de allí adelante la posada y aun la costumbre.

MATA.-  Si el rey los pagase no quitarían a nadie lo suyo.

PEDRO.-  Ya los paga; pero es como cuando en el banquete falta el vino, que siempre hay para los que se sientan en cabecera de mesa, y los otros se van a la fuente. Para los generales y capitanes nunca falta; son como los peces, que los mayores se comen los menores. Conclusión es averiguada que todos los capitanes son como los sastres, que no es de su mano dejar de hurtar, en poniéndoles la pieza de seda en las manos, sino sólo el día que se confiesan.

MATA.-  Ese día cortaría yo siempre de vestir; pero ellos ¿cómo hurtan?

PEDRO.-  Yo os lo diré como quien ha pasado por ello. Cada capitán tiene de tener tantos soldados y para tantos se le da la paga. Pongamos por caso trescientos; él tiene doscientos, y para el día de la reseña busca ciento de otras compañías o de los oficiales del pueblo, y dales el quinto como al rey y tómales lo demás; el alférez da que pueda hacer esto en tantas plazas y el sargento en tantas; lo demás para «nobis».

JUAN.-  Y los generales, ¿no lo remedian eso?

PEDRO.-  ¿Cómo lo han de remediar, que son ellos sus maestros, de los cuales deprendieron?, antes éstos disimulan, porque no los descubran, que ellos hurtan por grueso, diciendo que al rey es lícito hurtarle porque no le da lo que ha menester.

MATA.-  Y el rey, ¿no pone remedio?

PEDRO.-  No lo sabe, ¿qué ha de hacer?

JUAN.-  ¿Pues semejante cosa ignora?

PEDRO.-  Sí, porque todos los que hablan con el rey son generales o capitanes u oficiales a quien toca, que no se para a hablar con pobres soldados; que si eso fuese, él lo sabría, y sabiéndolo lo atajaría; pero, ¿queréis que vaya el capitán a decir: Señor, yo hurto de tres partes la una de mis soldados, castígame por ello?

JUAN.-  Y el Consejo del rey, ¿no lo sabe?

PEDRO.-  No lo debe de saber, pues no lo remedia; mas yo reniego del capitán que no ha sido primero muchos años soldado.

MATA.-  Esos soldados fieros que decíais antes en el escuadrón al arremeter, ¿qué tales son?

PEDRO.-  Los postreros al acometer y primeros al retirar.

JUAN.-  Buena va la guerra si todos son así.

PEDRO.-  Nunca Dios tal quiera, ni aún de treinta partes una; antes toda la religión, crianza y bondad está entre los buenos soldados, de los cuales hay infinitos que son unos Césares y andan con su vestido llano y son todos gente noble e ilustre; con su pica al hombro, se andan sirviendo al rey como esclavos invierno y verano, de noche y de día, y de muchos se le olvida al rey y de otros no se acuerda, y de los que restan no tiene memoria para gratificarles sus servicios.

JUAN.-  Y esos tales, siendo así buenos, ¿qué comen?, ¿tienen cargos?

PEDRO.-  Ni tienen cargos, ni cargas en las bolsas. Comen como los que más ruinmente, y visten peor; no tienen otro acuerdo ni fin sino servir a su ley y rey, como dicen cuando entran en alguna ciudad que han combatido. Todos los ruines son los que quedan ricos, y estos otros más contentos con la victoria.

JUAN.-  Harta mala ventura es trabajar tanto y no tener que gastar y estar sujeto un bueno a otro que sabe que es más astroso que él.

MATA.-  La pobreza no es vileza.

PEDRO.-  Maldiga Dios el primero que tal refrán inventó, y el primero que le tuvo por verdadero, que no es posible que no fuese el más tosco entendimiento del mundo y tan groseros y ciegos los que le creen.

MATA.-  ¿Cómo así a cosa tan común queréis contradecir?

PEDRO.-  Porque es la mayor mentira que de Adán acá se ha dicho ni formado; antes no hay mayor vileza en el mundo que la pobreza y que más viles haga los hombres; ¿qué hombre hay en el mundo tan ilustre que la pobreza no le haga ser vil y hacer mil cuentos de vilezas?; y ¿qué hombre hay tan vil que la riqueza no ennoblezca tanto que le haga ilustre, que le haga Alejandro, que le haga César y de todos reverenciado?

JUAN.-  Paréceme que lleva camino; pero acá vámonos con el hilo de la gente, teniendo por bueno y aprobado aquello que todos han tenido.

PEDRO.-  Tan grande necedad es ésa como la otra. ¿Por qué tengo yo de creer cosa que primero no la examine en mi entendimiento?; ¿qué se me da a mí que los otros lo digan, si no lleva camino?; ¿soy yo obligado porque mi padre y abuelos fueron necios a ello?; ¿pensáis que sirve nadie al rey sino para que le dé de comer y no ser pobre, por huir de tan grande vileza y mala ventura?

MATA.-  Razonablemente nos hemos apartado del propósito a cuya causa se comenzó.

JUAN.-  No hay perdido nada por ello, porque aquí nos estamos para volver, que también esto ha estado excelente.

PEDRO.-  ¿En qué quedamos, que ya no me acuerdo?

MATA.-  En el cuento de la sortija y la enemistad que os tenían los otros mismos que remaban. Veamos: y allí, ¿no curabais o estudiabais?

PEDRO.-  Vínome a la mano un buen libro de medicina, con el cual me vino Dios a ver, porque aquél contenía todas las curas del cuerpo humano, y nunca hacía sino leer en él; y por aquél comencé a curar unos cautivos que cayeron junto a mí enfermos, y salíame bien lo que experimentaba; y como yo tengo buena memoria, tomelo todo de coro en poco tiempo, y cuando después me vi entre médicos, como les decía de aquellos textos, pensaban que sabía mucho. En tres meses cuasi supe todo el oficio de médico.

MATA.-  En menos se puede saber y mejor.

PEDRO.-  Eso es imposible. ¿Cómo?

MATA.-  Si el oficio del médico, al menos el vuestro, es matar, ¿no lo hará mejor cuanto menos estudiare?

JUAN.-  Dejémonos de disputas. ¿En la galera hay barberos y cirujanos?

PEDRO.-  Cada una trae su barbero, así de turcos como de cristianos, para afeitar y sangrar. Aconteciome un día con un barbero portugués que era cautivo en la galera que yo estaba, muchos años había, no habiendo yo más de cincuenta días que era esclavo, lo que oiréis. Al banco donde yo estaba al remo me trajeron un turco que mirase, ya muy al cabo; y como le miré el pulso, vi que le faltaba y que estaba ya frío, y díjeles, pensando ganar honra con mi pronóstico, que se moriría aquella noche, que qué le querían hacer los compañeros del enfermo. Como vieron la respuesta, dijeron: «Alguna bestia debe éste de ser; llamen barbero de la galera que nos le cure, que sabe bien todos nuestros pulsos». El cual vino luego y preguntó qué había yo dicho, y como lo oí dije: «Que se morirá esta noche»; y comencé a filosofar: «¿No veis qué pulso?, ¿qué frío está?, ¿qué gesto?, ¿qué lengua?, ¿y cuán hundidos los ojos y qué color de muerto?» Dijo él: «Pues yo digo que no se morirá»; y comienza de fregarse las manos y decir: «Sus, hermanos, ¿qué me daréis?; yo os lo daré sano con ayuda de Alá». Ellos dijeron que viese lo que sería justo. Respondió que le diesen quince ásperos, que son tres reales y medio de acá, para ayuda de las medicinas, y que si el enfermo viviese, le habían de dar otros cinco más, que es un real.

JUAN.-  ¿Pues no ponía más diferencia de muerte a vida de un real?

PEDRO.-  Y era harto, según él sabía; luego se los dieron, y fuese al fogón, que es el lugar que trae cada galera para guisar de comer, y en una ollica mete un poco de bizcocho y agua, y hace uno como engrudo sazonado con su aceite y sal, y delante de los turcos tomó una piedrecica como de anillo, de azúcar cande, y metiola dentro diciendo: «Esta sola me costó a mí lo que vosotros me dais». Fue a dar su comida, y engargantósela metiéndole la cuchara siempre hasta el estómago. Yo a todo esto estaba algo corrido de la desvergüenza que el barbero había usado contra mí; y los que estaban conmigo al remo comenzaron a tomarme doblado odio porque yo podía haber ganado aquellos dineros para que todos comiéramos y no lo había hecho, y blasfemaban de mí diciendo que era un traidor poltrón y que maldita la cosa yo sabía, sino que por no remar lo angelín, hacía fingido, y otras cosas a este tenor; y de cuando en cuando, si me podían alcanzar alguna coz o cadenazo con la cadena, no lo dejaban de hacer. El pobre enfermo aquella noche dio el cuerpo a la mar y el ánima al diablo. Este barbero cada día le quitaban la cadena y a la noche se la metían; cuando supo que era muerto, dijo que no le desferrasen aquellos dos días porque tenía muchos ungüentos que hacer, que no estaba la galera bien proveída. Como no había quien curase, mandaron que me quitasen a mí la cadena; y como fui donde el barbero estaba, preguntome cómo me llamaba. Respondí que el licenciado Pedro de Urdimalas. Díjome: «Pues noramala tenéis el nombre, tened el hecho. ¿Pensáis que estáis en vuestra tierra que por pronósticos habéis de medrar? Cúmpleos que nunca desahuciéis a nadie, sino que a todos prometáis la salud luego de mano; porque quiero que sepáis la condición de los turcos ser muy diferente de la de los cristianos, en que jamás echan la culpa de la muerte al médico, sino que cada uno tiene en la frente escrito lo que ha de ser de él, que es cumplida la hora; y demás de esto, sabed que prometen mucho y nada cumplen»; decir os han: «Si me sanas yo te daré tanto y haré tal y tal»; en sanando no se acuerdan de vos más que de la nieve que nunca vieron. Para ayuda de las medicinas coged siempre lo que pudiéredes, que así se usa acá, que no se recepta, sino vos las tenéis de poner, y si tenéis menester cuatro, demandad diez. Yo que antes tenía grandísimo enojo contra él, me quedé tan manso y se lo agradecí tanto que más no pudo ser; y más me dijo: que de miedo no le tornasen a pedir los dineros que le habían dado no había querido que lo desherrasen hasta que se olvidase de allí a dos días. Los turcos que dormían en mi ballestera no dejaron de notar y maravillarse, que nunca habían en su tierra visto tomar pulso, que por tentar en la muñeca dijese lo que estaba dentro y que muriese.

MATA.-  ¿Qué cosa es ballestera?

PEDRO.-  Una tabla como una mesa que tiene cada galera entre banco y banco, donde van dos soldados de guerra.

JUAN.-  ¿Pues no tienen más aposento de una tabla?

PEDRO.-  Y ese es de los mejores de la galera. ¡Ojalá todos le alcanzasen!

MATA.-  ¿Y cuántas de esas tiene cada galera?

PEDRO.-  Una en cada banco.

MATA.-  ¿Cuántos bancos?

PEDRO.-  Veinticinco de una parte y otros tantos de la otra, y en cada banco tres hombres al remo amarrados; y algunas capitanas hay, que llaman bastardas, que llevan cuatro.

MATA.-  ¿De manera que ha menester ciento cincuenta hombres de remo?

PEDRO.-  Y más diez, para no menester cuando los otros caen malos, que nunca faltan, suplir por ello.

JUAN.-  ¿Y soldados cuántos?

PEDRO.-  Cuando van bien armados, cincuenta, y diez o doce gentiles hombres de popa, que llaman amigos del capitán.

MATA.-  ¿Y ésos han de ser marineros?

PEDRO.-  No hay para qué, porque los marineros son otra cosa; que van un patrón y un cómite y otro sotacómite, dos consejeros, dos artilleros y un alguacil con su escribano y otros veinte marineros.

JUAN.-  ¿Parecerá al infierno una cosa tan pequeña con tanta gente? ¡Qué confusión y hedentina debe de haber!

PEDRO.-  Así lo es, verdaderamente infierno abreviado, que son toda esta gente ordinaria que va, cuando es menester pasar de un reino a otro por mar llevarán cien hombres más cada una con todos sus hatos.

JUAN.-  Buenos cristianos serán todos ésos de buena razón, pues cada hora traen tragada la muerte.

PEDRO.-  Antes son los más malos del mundo. Cuando en más fortuna y necesidad se ven, comienzan de blasfemar y renegar de cuanto hay del cielo de la luna, hasta el más alto, y de la falta de paciencia de los remadores no es de tanta maravilla, porque verdaderamente ellos tienen tanto afán, que cada hora les es dulce la muerte; mas los otros bellacos, que lo tienen por pasatiempo, son en fin marineros, que son la más mala gente del mundo.

JUAN.-  ¿Pues tan infernal trabajo es remar?

PEDRO.-  Bien dijisteis infernal, porque acá no hay qué le comparar; para mí tengo que si lo llevan en paciencia que se irán todos al cielo calzados y vestidos, como dicen las viejas.

MATA.-  ¿Cómo puede un solo hombre tener cuenta con tantos?

PEDRO.-  Con un solo chiflito que trae al cuello hace todas las diferencias de mandar que son menester, al cual han de estar tan prontos que en oyéndole en el mismo punto cuando duermen, han de estar en pie, con el remo en la mano, sin pararse a despabilar los ojos, so pena que ya está el azote sobre él; dos andan con los azotes, el uno en la mitad de la galera, el otro en la otra, como maestros que enseñan leer niños.

JUAN.-  Con todo eso, puede el que quiere hacer del bellaco cuando ese vuelve las espaldas, y hacer como que rema.

PEDRO.-  Ni por pensamiento. ¿Luego pensáis que hay música ni compases en el mundo más acordada que el remar?; engañaisos, que en el punto que eso hiciese, estorba a sus compañeros y suenan un remo con otro y deshácese el compás, y como vuelve el cómite, si le había de dar uno le da seis.

JUAN.-  Y esos malaventurados, ¿cómo viven con tanto trabajo y tan poca comida?

PEDRO.-  Ahí veréis cómo se manifiesta la grandeza de Dios, que más gordos y ricos y lucios los veréis y con más fuerzas que estos cortesanos que andan por aquí paseando cada día con sus mulas. Tienen un buen remedio, que todos procuran de saber hacer algunas cosillas de sus manos, como calzas de aguja, almilas, palillos de mondar dientes, muy labrados, boneticos, dados, partidores de cabellos de mujeres labrados a las mil maravillas y otras cosillas, así cuando hay viento próspero, que no reman, y cuando están en el puerto; lo cual todo venden cuando llegan en alguna ciudad y a los pasajeros que van dentro, y de esto se remedian, y temporadas hay que suelen comer mejor que los capitanes; y mira cuán grande es Dios, que todos, por la mayor parte, son ricos y hay muy muchos que tienen cien ducados y doscientos, que no los alcanza ningún capitán de Italia, y hombres hay de ellos que juegan cien escudos una noche con algún caballero, si pasa, o con quien quisiere; y si el capitán o los oficiales tienen necesidad de dineros, éstos se los prestan sobre sus firmas hasta que les den la paga.

MATA.-  ¿Nunca se les alzan con ello?

PEDRO.-  No, ni pueden aunque quieran; antes lo primero que el pagador hace es satisfacerles, y tampoco se los prestarán de balde, sino que si le dan quince, que le hagan la cédula de dieciséis. No faltan también inhábiles, como yo, que ni saben oficio ni tienen qué comer; pero éstos sirven a los otros de remojar el bizcocho y cocinar la olla y poner y quitar las mesas, y comen con ellos.

JUAN.-  ¡Y qué tales deben de ser las mesas!

PEDRO.-  Una rodilla bien sucia, si la alcanzan, y los capotes debajo; la propia mesa es comer bien; que aunque esté sobre un muradal, no se me da nada.

MATA.-  ¿En qué comen? ¿tienen platos?

PEDRO.-  Una escudilla muy grande tienen de palo, que llaman gaveta, y un jarro, de palo también, que se dice chipichape; esto hay en cada banco; y antes que se me olvide os quiero decir una cosa y es que me vi una vez con quince caballeros comendadores de San Juan, y entre todos no había sino una gaveta en la cual comíamos la carne y el caldo y bebíamos en lugar de taza, y orinábamos de noche si era menester.

JUAN.-  ¿Y no teníais asco?

PEDRO.-  De día no, porque con todo eso teníamos ganas de vivir; y de noche menos, porque más de tres meses cenamos a oscuras, y esto era en tierra en Constantinopla, porque viene a propósito de las gavetas.

JUAN.-  ¿No os daban siquiera un candil, ni miraban que fuesen caballeros?

PEDRO.-  Antes adrede maltratan más a esos tales, por sacarles más rescate, como a gatos de Algalia.

MATA.-  No salgamos, por Dios, tan presto de galera. A los soldados y gente de arte, ¿qué les dan de comer?

PEDRO.-  Sus raciones tienen en las de los cristianos, de atún y pan bizcocho y media azumbre de vino, y a tercer día mudan a darles vaca si están donde la puedan haber, y dos ducados al mes razonablemente pagados.

JUAN.-  ¿Y pueden sufrir por tan poco sueldo esa vida?

PEDRO.-  Y están muy contentos con ella por la grandísima libertad que tienen sin obedecer rey ni roque; en las de los turcos no les dan nada a los soldados sino cuatro escudos al mes, y ellos se juntan de cuatro en cuatro o seis en seis y meten en la galera arroz y bizcocho, azúcar y miel; que no han menester vino, pues no lo pueden beber.

JUAN.-  Y en las de cristianos, ¿oyen nunca misa y traen quien los confiese?

PEDRO.-  Si bien cada domingo y fiesta, si no navegan, les dicen misa en tierra donde puedan todos ver, y en cada galera traen un capellán, y los turcos también uno de los suyos.

MATA.-  Vamos adelante con la jornada, que la galera ya está bien entendida.

PEDRO.-  De Santa Maura fuimos a otro puerto de una ciudad, cerca, que se llama Lepanto, y Patrás, que está junto donde San Andrés fue martirizado. Allí estuvimos con esta vida unos veinte días y despalmamos las galeras.

JUAN.-  ¿Qué es despalmar?

PEDRO.-  Darles por debajo con sebo una camisa para que corra bien, y que la hierba que hay en la mar donde no está muy honda y la bascosidad del agua no se pegue en la pez de la galera, porque no podría de otra manera caminar; y esto es menester hacer cada mes, para bien ser, o de dos a dos a lo más. De allí caminamos a Puerto León, que es en Athenas, y llámase así porque tiene un grandísimo león de mármol a la entrada.

JUAN.-  ¿Llega la ciudad de Atenas a la mar?

PEDRO.-  No; pero hay una legua no más.

MATA.-  Pues, ¿qué nos diréis de Atenas?, ¿es gran cosa como dicen?

PEDRO.-  No la vi estonces hasta la vuelta, que vendrá a propósito; yo lo diré. De Puerto León fuimos a Negroponto, y de allí pasamos por Sexto y Abido y entramos en la canal de Constantinopla, que es el Hellesponto, y fuimos a Gallipol y a la isla de Mármara, y de allí a Constantinopla, que es metrópoli que llaman, como quien dice cabeza de toda la Turquía, donde reside siempre por la mayor parte el Gran Señor y concurre todo el imperio.



ArribaAbajoEntrada en Constantinopla

JUAN.-  ¡Grande sería la solemnidad de la entrada!

PEDRO.-  Mucho, y de harta lástima. Salió el Gran Turco a un mirador sobre la mar, porque bate en su palacio, y comenzaron de poner en cada galera muchos estandartes, en cada banco el suyo; en lo más alto las banderas de Mahoma, y debajo de ellas los pendones que nos habían tomado, puestos los crucifijos e imágenes de Nuestra Señora que venían dibujados en ellos, las piernas hacia arriba, y la canalla toda de los turcos tirándoles con los arcos muchas saetas; luego, las banderas del Gran Turco, y debajo de ellas también las del emperador y el príncipe Doria, hacia abajo, al revés puestas; luego comenzaron de hacer la salva de artillería más soberbia que en el mar jamás se pudo ver, donde estaban ciento cincuenta galeras con algunas de Francia, y más de otras trescientas naves, entre chicas y grandes, que se estaban en el puerto y nos ayudaban; cada galera soltaba tres tiros y tornaba tan presto a cargar; duró la salva una hora, y metímonos en el puerto y desarmamos nuestras galeras en el tarazanal, que es el lugar donde se hacen y están el invierno, y no tardamos tres horas en desbaratar toda la armada, y el Gran Señor quiso ver la presa de la gente, porque no los había podido ver dentro de las galeras, y ensartáronnos todos, que seríamos al pie de dos mil, con cadenas, todos trabados uno a otro; a los capitanes y oficiales de las galeras echaron las cadenas por las gargantas, y con la música de trompetas y tambores que nosotros nos llevábamos en las galeras, que es cosa de que ellos mucho se ríen, porque no usan sino clarines, nos llevaron con nuestras banderas arrastrando a pasar por el cerraje del Gran Turco, que es su palacio, de donde ya iban señalados los que habían de ser para él, que le cabían de su quinto, y entre ellos principalmente los capitanes de las galeras; y éstos llevaron a Galata, a la torre del Gran Señor, donde están aquellos dos mil que arriba dije, para sus obras y para remar al tiempo.

JUAN.-  ¿Dónde está Galata? Por ventura es la que San Pablo dice «ad galatas».

PEDRO.-  Creo que no, porque ésa es junto a Babilonia. Esta se llamaba otro tiempo Pera, que en griego quiere decir de ese cabo, y llamábanla así porque de Constantinopla a ella no hay más del puerto de mar en medio, que será un tiro de arcabuz, el cual cada vez que quisiéredes pasar podréis por una blanca; y será de tres mil casas, y en esta hay en la muralla muchas torres, en una de las cuales metieron a todos los que éramos esclavos de Zinan Bajá, el general, que seríamos en todos setecientos, de los cuales presentó obra de ciento, puestos todos en un corral como ovejas. Tornaron a repreguntar a cada uno su nombre y patria, y qué oficio sabía, y ponían a todos los de un oficio juntos; y repartieron a los más, porque para todos no había, sendas mantas para dormir y capotes de sayal y zaragüelles de lo mismo, de lo cual fue Dios servido que alcancé mi parte; y los barberos que habían tomado de las galeras fueron siete, en el número de los cuales fui yo escrito. Diéronnos por superior un cirujano viejo, hombre de bien y codicioso de ganar dineros, por lo cual, como tenía crédito, se entremetía en curar de medicina y todo, y mandáronnos obedecerle en todo lo que él mandase. Como éramos los más cautivos nuevos y la vida ruin, comenzó de dar una modorra por nosotros, que cada día se morían muchos, entre los cuales yo fui uno.


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