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ArribaAbajoLa peste entra en los cautivos

PEDRO.-  Fue, como tengo contado, hasta que vino la pestilencia y entró en nuestro establo algo enojada y comenzó de diezmarnos de tal manera, que de cuatro partes murieron tres, y yo fui herido entre ellos, y fue Dios servido que quedase, habiéndose muerto en tres días, de nueve que comíamos juntos, los siete.

JUAN.-  Nunca he visto pestilencia tan aguda como es ésa.

PEDRO.-  Viene un carbunchico como un garbanzo, y tras él una seca a la ingle o al sobaco; a esto suceden sus accidentes y calentura, de tal suerte, que o muere o queda lisiado para siempre de algún miembro menos o tal que cosa; cuando viene la seca sin carbuncho, es muy pestilencial; por maravilla escapa hombre; y cuando es con el grano, muchos escapan. Estaba yo herido en una pierna, e híceme sacar dos libras de sangre de una vez, abiertos juntamente entrambos brazos, y purgueme sin jaropar, y estuve cincuenta días malo sobre un pellejo de carnero que por grande limosna había alcanzado. Harto peor servido que en la primera enfermedad os conté, porque como tenía la landre, todo el mundo huía de mí.

JUAN.-  Y qué, ¿tan continua es allí esta mala cosa?

PEDRO.-  Jamás se va en invierno ni en verano, salvo que menos gente muere en invierno.

JUAN.-  ¿Y no la aciertan a curar los médicos de aquella tierra?

PEDRO.-  Ni ellos la curan ni la entienden; la mayor cura que le hallé yo allá, que por acá tampoco la había visto, es sangrar mucho y purgar sin jaropar el mismo día.

MATA.-  ¿No era mejor poco a poco?

PEDRO.-  Si doce o quince horas os descuidabais luego se pintaba y perdona mucho.

JUAN.-  ¿Qué llamáis pintar?

PEDRO.-  Cuando se quiere morir les salen unas pintas leonadas, y cuando aquéllas están, aunque le parezca estar bueno, se muere de tal arte, que jamás se ha visto hombre escapar después de pintado, si las pintas son leonadas o negras; si son coloradas, algunos escapan.

MATA.-  ¿Y ésa no podría remediarse que no la hubiese?

PEDRO.-  Dificultosamente, porque los turcos no se guardan, diciendo que si de Dios está no hay que huir, y así, acabado de morir, uno se viste la camisa del muerto, y otro el jubón, y otro las calzas, y luego se pega como tiña.

JUAN.-  ¿La casa se debió de acabar entre tanto que tuvisteis la enfermedad?

PEDRO.-  Es así, y no fue mi amo a posar en ella con poco triunfo; porque demás que era general de la mar, el Gran Turco se partió para Persia contra el Sofí, y dejole por gobernador de Constantinopla y todo el Imperio.

MATA.-  ¿Llevaba mucha gente el Turco en campo?

JUAN.-  No mezclemos, por amor de Dios, caldo con berzas, que después nos dirá la vida y costumbres de los turcos; agora, como va, acabe de contar la vida suya. ¿Qué fue de vos después de sano de la pestilencia?



ArribaAbajoLa enfermedad de la sultana

PEDRO.-  Luego me vino a la mano la cura de la hija del Gran Señor, que había dos meses que estaba en hoy se muere, más mañana; y ya que había corrido todos los protomédicos y médicos de su padre, vinieron a mí a falta de hombres buenos en grado de apelación, y quiso Dios que sanó.

MATA.-  ¿Pues una cosa la más notable de todas cuantas podéis contar decís así como quien no dice nada? ¿A la misma hija del Gran Señor ponían en vuestras manos?

PEDRO.-  Y aun que es la cosa que más en este mundo él quiere.

MATA.-  ¿Pues qué entrada tuvisteis para eso?

PEDRO.-  Yo os lo diré: su marido era hermano de mi amo, y llamábase Rustán Bajá; y como no aprovechaba lo que los médicos hacían, mi amo mandome llamar, que había cuatro meses que no le había visto, para pedirme consejo qué le harían, y el que me fue a llamar díjome: «Beato tú si sales con esta empresa, que creo que te llaman para la sultana, que así la llaman». Yo holgueme todo lo posible, aunque iba con mis dos cadenas. Y cuando llegué a mi amo Zinan Bajá, que estaba en su trono como rey, díjome que qué harían a una mujer que tenía tal y tal indisposición. Yo le dije que viéndola sabríamos dar remedio. Él dijo que no podía ser verla, sino que así dijese; a lo cual yo negué poderse por ninguna vía hacer cosa buena sin vista, por la información, dando por excusa que por ventura la querría sanar y la mataría, y que no permitiese, si era persona de importancia, que yo la dejase de ver, porque de otra manera ningún beneficio podría recibir de mí, porque el pulso y orina eran las guías del médico. Como él me vio firme en este propósito y los que estaban allí les parecía llevar camino lo que yo decía, que verdaderamente andaba porque me viera para que me hiciera alguna merced, mandome sentar junto a sus pies, en una almohada de brocado y dijo a un intérprete que me dijese que por amor de Dios le perdonase lo que me había hecho, que todo iba con celo de hacerme bien, y con el grande amor que me tenía, y que estuviese cierto que él me tenía sobre su cabeza, y me hacía saber que la enferma era una señora de quien él y su hermano y todos ellos dependían; de tal arte, que si ella moría todos quedaban perdidos; por tanto, me rogaba que, no mirando a nada de lo pasado, yo hiciese todo lo que en mí fuese, que lo de menos que él haría sería darme libertad; a lo cual yo respondí que besaba los pies de su excelencia por la merced y que mucho mayor merced había sido para mí todo lo que conmigo había usado que darme libertad, porque en más estimaba yo ser querido de un tan gran príncipe como él que ser libre, pues siendo libre no hallara tal arrimo como tenía siendo esclavo, y en lo demás me dejase el cargo, que en muy poco se había de tener que yo hiciese lo que podía, sino lo que no podía; y así me envió a casa del hermano. El cual comenzó a parlar conmigo, que era hombre de grande entendimiento, para ver si le parecería necio, y procuraba, porque son muy celosos, que le diese el parecer sin verla, lo cual nunca de mí pudo alcanzar; y, como diré cuando hablaré de turcos, siempre están marido y mujer cada uno en su casa, envió a decir a la sultana si tendría por bien que la viese el médico esclavo de su hermano, y entre tanto que venía la respuesta comenzome de preguntar algunas preguntas de por acá, entre las cuales, después de haberme rogado que fuese turco, fue cuál era mayor señor, el rey de Francia o el emperador. Yo respondí a mi gusto, aunque todos los que lo oyeron me lo atribuyeron a necedad y soberbia, si quería que le dijese verdad o mentira, díjome que no, sino verdad. Yo le dije: «Pues hago saber a Vuestra Alteza que es mayor señor el emperador que el rey de Francia y Gran Turco juntos; porque lo menos que él tiene es España, Alemania, Italia y Flandes; y si lo quiere ver a ojo, mande traer un mapa mundi de aquellos que el embajador de Francia le presentó, que yo le mostraré». Espantado, dijo: «Pues ¿qué gente trae consigo?; no te digo en campo, que mejor lo sé que tú». Yo le respondí: «Señor, ¿cómo puedo yo tener cuenta con los mayordomos, camareros, pajes, caballerizos, guardas, acemileros de los de lustre?» Diré que trae más de mil caballeros y de dos mil; y hombre hay de éstos que trae consigo corte como la suya: «¿Que, el rey da de comer y salarios a todos? ¿Pues qué bolsa le basta para mantener tantos caballeros?» «Antes -digo- ellos, señor, le mantienen a él si es menester, y son hombres que por su buena gracia le sirven, y no queriendo se estarán en sus casas, y si el emperador los enoja le dirán, como no sean traidores, que son tan buenos como él, y se saldrán con ello; ni les puede de justicia quitar nada de lo que tienen, si no hacen por qué». Cerró la plática con la más humilde palabra que a turco jamás oí, diciendo: «Bonda hepbiz cular», que quiere decir: acá todos somos esclavos. Yo le dije cómo la diferencia que había, porque el Gran Turco era más rico, era porque se tenía todos los estados y no tenía cosas de iglesia, y que si el emperador todos los obispados, ducados y condados tuviese en sí vería lo que yo digo. En esto vino el mapa, e hícele medir con un compás todo lo que el Turco manda, y no es tanto como las Indias, con gran parte, de lo que quedó maravillado. Y llegó la licencia de la sultana que la fuese a ver, y fuimos su marido y yo al palacio donde ella estaba, con toda la solemnidad que a tal persona se requería, y llegué a su cama, en donde, como tengo dicho, son tan celosos, que ninguna otra cosa vi sino una mano sacada, y a ella le habían echado un paño de tela de oro por encima, que la cubría toda la cabeza. Mandáronme hincar de rodillas, y no osé besarle la mano por el celo del marido, el cual, cuando hube mirado el pulso, me daba gran prisa que bastaba y que nos saliésemos; a toda esta prisa yo resistía, por ver si podría hablarla o verla, y sin esperar que el intérprete hablase, que ya yo barbullaba un poco la lengua, díjele: «Obir el vera, zoltana», que quiere decir: «Deme Vuestra Alteza la otra mano». Al meter de aquella y sacar la otra descubrió tantico el paño para mirarme sin que yo la viese, y visto el otro, el marido se levantó y dijo: «Anda, cavamos, que aun la una mano bastaba». Yo, muy sosegado, tanto por verla como por lo demás, dije: «Dilinchica soltana». «Vuestra Alteza me muestre la lengua». Ella, que de muy mala gana estaba tapada, y aun creo que tenía voluntad de hablarme, arrojó el paño cuasi enojada y dijo: «¿Me exium chafir deila?»: «¿Qué se me da a mí? ¿No es pagano y de diferente ley?», de los cuales no tanto se guardan; y descubre toda la cabeza y brazos, algo congojada, y mostrome la lengua; y el marido, conociendo su voluntad, no me dio más prisa, sino dejome interrogar cuanto quise y fue menester para saber el origen de su enfermedad, el cual había sido de mal parir de un enojo, y no la habían osado los médicos sangrar, que no había bien purgado, y sucediole calentura continua. Yo propuse que, si ella quería hacer dos cosas que yo mandaría, estaría buena con ayuda de Dios: la primera, que había de tomar lo que yo le diere; la segunda, que entre tanto que yo hacía algo ninguna cosa había de hacer de las que de los otros médicos fuesen mandadas, sino que, pues en dos meses no la habían curado, que probase conmigo diez o quince días, y si no hallase mejoría, ahí se estaban los médicos; y que esto no lo hacía por no saber delante de todos sustentar lo que había de hacer, sino porque yo era cristiano y ellos judíos, y dos turcos también había, y podíanle dar alguna cosa en que hiciesen traición por despecho o por otra cosa, y después decir que el cristiano la había muerto; los judíos ya yo sabía que sin haberme visto, de miedo que si yo entraba descubriría su poca ciencia, andaban diciendo que yo no sabía nada y que era mozo y otras calumnias muchas que ellos bien saben hacer, con las cuales perdieron más que ganaron, porque me hicieron soltar la maldita; y la sultana me dijo que lo aceptaba, pero que si se había de poner en mis manos también ella quería sacar otra condición, y era que no la había de purgar y sangrar, porque le habían dado muchas purgas; tantas, que la habían debilitado, y para la sangría era tarde; yo, como vi cerrados todos los caminos de la medicina: «Señora -digo-, yo no soy negromántico que sano por palabras; pero yo quiero que sea así, mas al menos un jarabe dulce grande necesidad hay que Vuestra Alteza le tome». Ella dijo que de aquello era contenta, y se disponía a todo lo que yo hiciese; y fuímonos su marido y yo a su aposento, donde tenía llamados todos los protomédicos y médicos del rey, y como comenzaron a descoser contra mí en turquesco y yo les dijese que me diesen cuenta de toda la enfermedad cómo había pasado, tuviéronlo a pundonor, y mofaban todos diciendo que qué gravedad tenía el rapaz cristianillo; y dicen a Rustán Bajá, en turquesco, que ya me han tentado y que no sé nada, ni cumple que se haga cosa de lo que yo le dijere, cuanto más que soy esclavo y la mataré por ser su enemigo. Un paje del Rustán Bajá, que se me había aficionado y era hombre de entendimiento, que había estudiado, díjome, llegándose a mí, todo lo que los médicos habían dicho. A los cuales, yo: «Señores -digo-, que no pensé, para derribaros en dos palabras de todo vuestro ser y estado, que soy venido a enmendar todos los errores que habéis hecho en esta reina, que son muchos y grandes»; y digo al intérprete: «Decid ahí a Rustán Bajá que los médicos que primero curaron esta señora la han muerto, porque cuanto le han hecho ha sido al revés y sin tiempo, y la mataron, al principio por no la saber sangrar, y con cualquiera de las purgas que le han dado me espanto cómo no es muerta». «¡Oh, por amor de Dios, señor, tened quedo; no digáis nada -dijeron al intérprete-, que lo creerá Rustán Bajá y nos matará a todos». «Decidle -digo también- que los haga que no se vayan de aquí hasta que les haga conocer todo lo dicho ser verdad». Esto fue otro «ego sum» para derribarlos en tierra, y muy humildemente dijeron: «Hermano, no pensamos que os habíais de enojar; nosotros haremos todo lo que vos mandáis, y no se le diga nada al bajá, que sabemos que sois letrado y tenéis toda la razón del mundo; sabed que pasa esto y esto, y se le ha hecho esto y esto otro». Yo lo iba todo contradiciendo y venciéndolos.

MATA.-  ¿Y a los médicos del rey vencíais vos? Yo ya tenía conocido lo poco que sabían.

PEDRO.-  ¿Luego pensáis que los médicos de los reyes son los mejores del mundo?

MATA.-  ¿Y eso quién lo puede negar que no quiera para sí el rey el mejor médico de su reino, pues tiene bien con que le pagar?

PEDRO.-  Y aun eso es el diablo, que los pagan por buenos sin sello. Si la entrada fuese por examen, como para las cátedras de las Universidades, yo digo que tenéis razón; pero mirad que van por favor, y los privados del rey le dan médicos por muy buenos que ellos, si cayesen malos, yo fiador que no se osasen poner en sus manos, no porque no haya algunos buenos, pero muchos ruines; y creedme que lo sé bien como hombre que ha pasado por todas las cortes de los mayores príncipes del mundo. Así como en las cosas de por acá es menester más maña que fuerza, para entrar casa del rey, más industria que letras. Yo me vi, por acortar razones, como el aceite sobre el agua con mis letras, que aunque pocas eran buenas, sobre todos aquellos médicos en poco rato, y prometiéronme de no hablar más contra mí para el Dios de Abraham, sino que hiciese en la cura como letrado que era y ellos me ayudarían si en algo valiesen para lo que yo mandase; y fuime a la torre con mis compañeros, que ya me habían quitado las cadenas, y di orden de hacerle un jarabe de mi mano, porque de nadie me fiaba, y llevándosele otro día topé un caballero renegado, muy principal al parecer y díjome: «Yo he sabido, cristiano, quién tú eres y tenido gran deseo de te conocer y servir por la buena relación que de ti hay». Yo se lo agradecí todo lo posible. Pasó adelante la plática, diciendo cómo sabía que curaba a la sultana, y si quería ganar libertad que él me daría industria. Yo le hice cierto ser la cosa que más deseaba en el mundo. Dice: «Pues pareces prudente, hágote saber que este tu amo, Zinan Bajá, y su hermano Rustán Bajá, son dos tiranos los más malos que ha habido, y dependen de esta señora, la cual si muriese, éstos no serían más hombres. Yo soy aquí espía del emperador; si tú le das alguna cosa con que la mates, yo te esconderé en mi casa y te daré 400 escudos con que te vayas, y te pondré seguramente en tierra de cristianos y darte he una carta para el emperador, que te haga grandes mercedes por la proeza que has hecho». Fue tan grande la confusión y furor que de repente me cayó, que me parecía estar borracho; y si tuviera una daga yo arremetía con él, y díjele: «No se sirve el emperador de tan grandes traidores y bellacos, como él debía de ser», y que se me fuese luego delante ni pasase jamás por donde mis ojos le viesen, so pena que cuando no le empalase Rustán Bajá, yo mismo lo haría con mis manos, porque mentía una y dos veces en cuanto decía, y no era yo hombre que por veinte libertades ni otros tantos emperadores había de hacer cosa que ofendiese a Dios ni al próximo, cuanto más contra una tan grande princesa.

MATA.-  Que me maten si ese no era echado aposta de parte de la misma reina para tentaros.

PEDRO.-  Ya me pasó a mí por el pensamiento, y conformó con ello que cuando llegué con el jarabe, entre tanto que habían ido por licencia para entrar, el Rustán Bajá comenzó de parlar conmigo y darme cuenta de la sujeción que tenía a su mujer, y diciendo que una esclava que la sultana mucho quería le ponía siempre en mal con ella, y que deseaba matarla, que le hiciese tanto placer le dijese con qué lo podría hacer delicadamente; respondile que mi facultad era medicina, que servía para sanar los que estaban enfermos y socorrer a los que habían tomado semejantes venenos, y si de esta se quería servir yo lo haría, como esclavo que era suyo; pero lo demás no me lo mandase, porque no lo sabía, y los libros de medicina todos no contenían otra cosa sino cómo se curará tal y tal accidente. No obstante eso, dice: «Te ruego que, pues te conozco que sabes mucho en todo, me digas alguna cosa, que no me va en ello menos que la vida». Concluí diciendo: «Señor, la mejor cosa que yo para eso sé es una pelotica de plomo que pese una drama, y hará de presto lo que ha de hacer». Él, algo contento, pensando tenerme cogido, preguntome el cómo; digo: «Señor, metido en una escopeta cargada y dándole fuego, y no me pregunte más Vuestra Alteza en eso, que no sé más, por Cristo». Y fuímonos a dar el jarabe a la princesa, la cual le tomó de buena gana, creo que por lo que había precedido.

JUAN.-  Por fe tengo que si en aquellos tiempos os moríais, que ibais al cielo, porque en todo esto no se apartaba Dios de vos.

MATA.-  Yo lo tengo todo por revelaciones.

PEDRO.-  Yo os diré cuánto, para que me ayudéis a loarle, que no lo habían apuntado a hacer cuando estaba al cabo del negocio, y de allí adelante me comencé a recatar más, y todas las medicinas que eran menester las hacía delante de Rustán Bajá yo mismo junto al aposento de la sultana. Llevándome en la fratiquera los materiales que yo mismo me compraba en casa de los drogueros; y para más satisfacción mía, por si muriese, hacía estar allí los médicos y dábales cuenta de todo lo que hacía, lo cual siempre aprobaban, así por el miedo que me tenían como por no saber si era bueno ni malo; quejáronse una vez a mi amo de mí que era muy fantástico y para ser esclavo no era menester tanta fantasía; que cuando se hacía alguna cosa de medicina para la sultana, sin más respeto, a unos mandaba majar en un mortero raíces o pólvoras, a otros soplar debajo la vasija que estaba en el fuego, porque no podían decir de no estando delante el bajá, haciéndole entender que era gran parte para la salud ir majado de mano de médicos, y él no hacía nada sino buscar qué majar y fuesen piedras. Llamome mi amo y cuasi enojado dice: «Pero, ¿parécete bien estimar en tan poco los médicos del rey, que se me han quejado de esto y esto, y que tú no haces nada sino mandar?» «Mayor trabajo -digo-, señor, es ése que majar; Vuestra Excelencia, aunque no rema en las galeras, ¿no tiene harto trabajo en mandar? Pues manden ellos, que yo majaré, y pues no saben mandar, que majen, que yo no soy más de uno y no lo puedo hacer todo». Diose una palmada en la frente y dijo: «Yerchev vara»; «Verdad dices: anda vete y abre ojo, pues sabes cuánto nos va». Como vi la calentura continua y la grande necesidad de sangrar que había, determiné usar de maña y díjele: «Señora, entre sangrar y no sangrar hay medio; necesidad hay de sangría; mas pues Vuestra Alteza no quiere, será bien que atemos el pie y le meta en un bacín de agua muy caliente para que llame la sangre abajo, y esto bastará»; y holgó de ello, para lo cual mandé venir un barbero viejo y díjele lo que había de hacer, y tuviese muy a punto una lanceta para cuando yo le hiriese del ojo, picase. Todo vino bien, y ella, descuidada de la traición, cuando vi que parecía bien la vena asile el pie con la mano y el barbero hirió diestramente. Dio un grande grito, diciendo: «Perro, ¿qué has hecho, que soy muerta?» Consolela con decir: «No es más la sangría de esto, ni hay de qué temer; si Vuestra Alteza quiere que no sea, tornaremos a cerrar». Dijo: «Ya, pues que es hecho, veamos en qué para, que así como así te tengo de hacer cortar la cabeza». Sintió mucho alivio aquella noche, y otro día, cuando me contó la mejoría, abrile las nuevas diciendo cómo del otro pie se había de sacar otra tanta; por tanto, prestase paciencia, lo cual aceptó de buena voluntad, y mejoró otro pedazo. Había tomado dos jarabes, y quedaba que había de tomar otros dos; pero purga era imposible. Yo hice un jarabe que llaman «rosado», de nueve infusiones, algo agrete, y dile cinco onzas que tomase en las dos mañanas que quedaban, el cual, como le supiese mejor que el primero, tomó todo de una vez y alborotola de manera que hizo trece cámaras y quedó algo desmayada y con miedo. Rustán Bajá, espantado, enviome a llamar y díjome: «Perro cornudo, ¿qué tóxico has dado a la sultana que se va toda?» A mí es verdad que me pesó de que lo hubiese tomado todo, y preguntele cuántas había hecho, y cuando respondió que trece, consolele con que yo quisiera que fueran treinta, y fuimos a verlas, y era todo materia, como de una apostema. Llamados allí los médicos, díjeles: «Señores, esto habíais de haber sacado al principio, y no eran menester tantas purgas, porque no hay para qué sacar otro humor sino el que hace el mal». Quiso Dios aquella noche quitarle la calentura.

MATA.-  ¿Qué os dieron, que es lo que hace al caso, por la cura?

PEDRO.-  A la mañana, cuando fui, antes que llegase sacó el brazo y alzó el dedo pulgar a la francesa, que es el mayor favor que pueden dar, y díjome: «Aferum hequim Baxa»; «Buen viaje hagas, cabeza de médicos»; y llegó un negro eunuco que la guardaba y echome una ropa de paño morado, bien fina, aforrada en cebellinas, acuestas. Cuando le miré el pulso y la hallé sin calentura alcé los ojos y di gracias a Dios. Díjome que ella era tan grande señora y yo tan bajo, que cualquiera merced que me hiciese sería poco para ella; que aquella ropa suya trajese por su amor, y que ya sabía que lo que yo más quería era libertad, que ella me la mandaría dar. De manera que dentro de doce días ella sanó con la ayuda de Dios, y envió a decir a Zinan Bajá que me hiciese turco y me asentase un gran partido, o si no quería, que luego me diese libertad. Respondió que lo primero no aprovechaba, porque me lo había harto rogado; que mi propósito era venirme en España; que él me traería cuando saliese en junio la armada, y me pondría en libertad.

JUAN.-  ¿En qué mes la curaste?

PEDRO.-  Por Navidad.

MATA.-  Y el marido ¿no os dio nada?

PEDRO.-  Todavía me valdría dos docenas de escudos: que allá, cuando hacen merced los señores, dan un puñado de ásperos y que sea tan grande que se derramen algunos.

JUAN.-  No son muy grandes mercedes ésas.

PEDRO.-  No son sino muy demasiado de grandes para esclavos. Bien parece que habéis estado poco en galeras de cristianos, para que vierais qué tales las hacen los señores de acá; que con los que no son cautivos tan largos son en dar como los de acá y más, y aun con los cautivos pluguiese a Dios que acá se hiciese la mitad de bien que allá.

JUAN.-  Fama y honra, a lo menos, harta se ganaría con la cura.



ArribaAbajoOtras curas de Pedro

PEDRO.-  Tanta, que cuando a la mañana iba a visitar desde la torre en casa de Zinan Bajá, si en todas las casas que me llamaban quisiera entrar, no llegara hasta la noche allá.

MATA.-  ¡Qué! ¿Tan lejos será?

PEDRO.-  Aunque habláis con malicia, será media legua. Yo me deshice luego de curar los cautivos de la torre, remitiéndolos a los otros barberos, si no fuese algún hombre honrado, porque cuando me hicieron trabajar, con haberles yo hecho mil servicios y regalos a todos, se holgaron tanto de verme allá como si les dieran libertad; y también como lo más que corría era pestilencia, yo me guardaba cuanto podía de ella. En casa de Zinan Bajá nunca faltaban enfermos; como la casa era grande y el tiempo que sobraba gastaba en curar gente de estofa, principalmente mujeres de capitanes y mercaderes, que unas querían parir y otras que les viniese su regla, otras de mal de madre viejo, y a todos prometía a dos por tres en cualquier enfermedad de darlos sanos, y no visitaba a hombre más de una vez al día, y aquélla a la hora que yo quisiese, por no los poner en mala costumbre. Al principio siempre cogía para las medicinas dos o tres ducados, y si no me pagaban luego les decía que no iría más allá y siempre daban algo.

MATA.-  ¿Andabais ya sin guardia?

PEDRO.-  Aún no; que si eso fuera, yo fuera rico, que aquélla me destruía. Tenía con un boticario hecho pacto que me había de dar las medicinas a un precio bueno, que él ganase, pero no mucho, como con otros, porque yo le gastaba doscientos escudos en dos meses, y algunas también me hacía yo.

MATA.-  Cierto hacíais bien en visitar pocas veces; que yo lo tengo por chocarrería esto de España visitar dos veces a todos, aunque no sea de enfermedad peligrosa.

PEDRO.-  La mayor del mundo, y señal que saben poco.

MATA.-  Son como las mujeres, que en no siendo hermosas son virtuosas para suplir lo que naturaleza faltó en hermosura con virtud. Así, los médicos idiotas suplen con visitar muchas veces su poca ciencia; pero ¿cómo osabais prometer salud a todos? ¿Todos sanaban? ¿Todas las estériles se empreñaban? ¿A todas les venía su tiempo cuantas tomabais entre manos? ¿A todas se les quitaba el mal de madre?

PEDRO.-  No por cierto; pero algunas con hacerles lo que por vía de medicina se sufre, alcanzaban lo que deseaban; a otras era imposible.

MATA.-  Y las que no sanaban, ¿no os tomaban a cada paso en mentira? ¿Cómo os eximíais? Ahí no solo era menester urdir, pero tejer.

PEDRO.-  La mejor astucia del mundo les urdí. Hice una medicina en cantidad, que tenía en un bote, que llaman los médicos «gerapliga logadion», que es compuesta de las cosas más amargas del mundo; y ella lo es de tal modo, que la hiel es dulce en su comparación de ella; y cuando veía que no podía salir con la cura, habiendo hecho todos los remedios que hallaba escritos, procuraba de recibir todos los dineros que podía para ayuda de hacer la principal medicina, que era aquélla, y dábale un botecito muy labrado lleno de ella, que serían dos onzas, mandándoles cada mañana tomasen una dragma desatada en cocimiento de pasas; y esto habían de tomar diez y nueve mañanas arreo al salir el sol, de tal arte que no interpolasen ninguna. Ello era tan amargo, que no era posible hombre ni mujer pasarlo, y la que con el deseo de parir porfiaba tomaba algunos días, mas no todos.

MATA.-  ¿Y si porfiando los tomaba todos o la mayor parte?

PEDRO.-  Nunca faltaba achaque: o que dejó uno, o que interpoló alguno, o que no lo tomó siempre a una hora, y que era menester comenzar de principio.

JUAN.-  ¿Y a todos curabais de ese arte en cualquier enfermedad?

PEDRO.-  Nunca Dios tal quiera: que los que estaban de peligro curábanse como era razón; pero los males viejos e incurables han menester maña. Cuando me tomaban en la calle algunos que por amistad querían que les curase males viejos, de septiembre adelante, luego les preguntaba, para escabullirme, de cuánto tiempo había que tenían aquella enfermedad; en respondiendo tantos años, le decía: «Pues yo quiero muy de propósito curarte; pero es menester que como has sufrido lo más sufras lo menos y tengas paciencia desde aquí a marzo, que vendrán las hierbas buenas y podremos hacer medicinas a nuestro propósito», y con esto los enviaba muy contentos; y esto acostumbraba tanto, que el guardián mío, que era intérprete, cuando me veía que oía de mala gana, luego me decía: «Éste, ¿remitirle hemos a las hierbas?»; y aun algunas veces respondía sin darme a mí parte.

MATA.-  Y venidas las hierbas, ¿nunca os pedían la palabra?

PEDRO.-  Hartas veces; pero para ellos y para los que pedían remedio en verano había otro achaque, que era la Luna; aunque fuesen dos días no más de la Luna, les decía que se aparejasen, que a la entrada de la que venía los quería sanar, y como la ciudad es grande no podíamos siempre toparnos.

JUAN.-  ¿Pagaban los que sanaban después cuando andabais de reputación mejor que antes?

PEDRO.-  Todo se iba de un arte. Un mercader turco venía de Alejandría y cayó malo, y viéndose con calentura continua, me prometió diez escudos si le sanaba. Yo pedí para las medicinas dos, y diómelos, y en tres días sanó con sangrarle y purgarle bien; y a tiempo después diome un ducado y díjome que aún le quedaba cierta tos, y en sanando de ella me daría la resta. Comencé de hacerle remedios para aquello, que le costaron dos ducados otros. Ya como el bellaco iba engordando, no podía disimular la salud; por no me pagar, nunca decía que había mejoría de la tos. Díjome un paje suyo renegado que no estaba muy bien con él: «Mira, cristiano: no te mates por venir más acá, que en verdad nunca tose sino cuando te siente subir». Fui a él, y preguntado cómo estaba, respondió que malo de su tos. Díjele: «¿Tú quieres sanar de tal manera que jamás padezcas tos ni romadizo aunque vivas mil años?» Él dijo: «Ojalá tú me dieses tal remedio, que no ando tras otro». Digo: «Pues hágote saber que para Zinan Bajá he mandado hacer un letuario de mucha costa, y el boticario creo que guardó un poco para sí; hagamos que te lo dé, y envía un paje, que yo seré intercesor; tres escudos le daban por ello para un arráez, mas no lo quiso dar; yo te lo haré dar por lo que fuere justo». De vergüenza de ciertos turcos que estaban con él, no pudo dejar de enviar conmigo el paje, el cual trajo el botecico de la «gera logadion», más labrado que otros la solían llevar, y fue menester rogar harto al boticario que se lo diese por los tres ducados, de los cuales hubo medio y yo la resta.

MATA.-  Pues sé que aquél no estaba de parto ni quería parir, ¿para qué le dabais medicinas de mal de madre?

PEDRO.-  Para que pariese aquellos tres ducados y no volver más allá, perdonándole la resta.

MATA.-  No había mucho que perdonar, porque me parece que os entregasteis de todos diez.

JUAN.-  ¿Qué tanto haría de costa de las medicinas en todo?

PEDRO.-  Más en verdad de medio escudo.

MATA.-  No era mala cabeza de lobo la «gera pliega», que no costaría toda un escudo.

PEDRO.-  Uno, y aun dos costó, pero bien se sacaron de ella.

MATA.-  Con pocos botes de esos se acabaría nuestro hospital.

JUAN.-  ¿Tuvisteis más conquistas con los médicos del rey?

PEDRO.-  La mayor está por decir, que fue con Zinan Bajá.

JUAN.-  ¿De qué estuvo malo? ¿Tornole la asma?



ArribaAbajoDisputas con los médicos del Bajá

PEDRO.-  No, sino como había quedado por gobernador de Constantinopla, de rondar de noche la ciudad resfriose e hinchósele el vientre y estómago de ventosidades, que quería reventar, y los judíos, como son tan entremetidos, fuéronle todos a ver, y yo, que fui el primero, quísele decir que tomase una ayuda, y no se lo osaba el intérprete decir, porque lo tienen por medio pulla, y todos, aunque bujarrones, son muy enemigos de ellas. Yo pregunté cómo se llamaba, y dijéronme que «hocna», y díjeselo, y admitiolo y recibiola; pero los judíos no dejaron, estando picados, aunque no lo mostraban, de tornar a sembrar cizaña, y también por ser hombres de respecto mi amo hacía lo que mandaban, y era todo como una jara derechamente al revés. Dábanle a comer espinacas, lentejas y muchos caldos de ave y carnero y leche, que la quería mucho, y en fin, concedíanle comer lo que quería para ganarle la boca y tenerle contento. El protomédico principal, que se llamaba Amón Ugli, y tenía cada día de salario más de siete escudos, pareciéndole que había un poco el bajá mejorado, teniendo presentes los otros médicos y algunos de los privados que tenían sobornados, dijo que por algunas causas en ninguna manera le cumplía curarse con el español cristiano; la una, porque era mozo y podría ser que en su tierra él fuese buen médico, pero que allá eran otras complexiones y otra diversidad de tierras, que yo no podía alcanzar, dando ejemplo del durazno que mataba en Persia, y no en Egipto; lo otro, porque yo era su esclavo, y por cualquier cosa que algún enemigo suyo me prometiese podría darle con que muriese, por ser libre, y esto no podía haber habido efecto en la sultana porque en la muerte de ella no ganaba como en la suya; a esto ayudaban todos de mala, de tal suerte que le persuadieron, y yo veía que andaban muy ufanos dándole mil brebajes y no hacían caso de mí. Un paje de la cámara, amigo mío, díjome lo que había pasado, y queriendo el bajá tomar un jarabe díjele que le dejase si no quería morir por ello, hasta que, venidos allí todos los médicos, les probase ser tóxico. Púsele tanto miedo, que los envió a llamar, y yo procuré que se hallasen allí turcos principales de mi parte, y venidos, comencé con muchas sofísticas razones a dar los inconvenientes de ello, diciendo que él, estaba lleno de viento, y que aquel jarabe era frío y se convertiría todo en puro viento, y el dar de la leche era gran maldad, porque, tomado el ejemplo acá fuera, cuando poca leche cuece en un caldero se alza de tal modo que no cabe, y lo mismo hacía tocado del calor del estómago; y ya yo comenzaba a hablar turquesco sin intérprete; como ellos vieron que el ejemplo era palpable, y que tenía razón, dijéronme: «Habla la lengua que entendemos. ¿Para qué habláis la que no sabéis? ¿Pensáis por ventura que los turcos os entienden?»

MATA.-  Por que no lo entendiesen lo hacían; porque dando voces muy altas, todos contra vos, quienquiera que no entendiera pensara que ellos vencían.

JUAN.-  Costumbre y remedio de quien tiene mal pleito.

PEDRO.-  Dije a mi amo y a los otros que estaban allí, en turquesco: «Señores ¿entendéis esto?» Todos respondieron de sí; y cierto milagrosamente me socorría Dios con vocablos, porque ninguno ignoraba. Satisfízole mucho el ejemplo de la leche al bajá y a los demás que estaban allí, y dijeron que yo tenía razón. Cuando vi la mía sobre el hito pedí de merced me oyesen las satisfacciones que a ciertas cosas que de mí decían quería dar. Hízolo el bajá de buena voluntad y comencé por la primera: «Cuando a lo primero que estos médicos me acusan, que aunque en mi tierra yo sea buen médico acá no es posible ni puedo alcanzar, como ellos, las complexiones, digo que es al revés, que yo soy bueno para acá y ellos para España, porque la medicina que yo sé es de Hipócrates, que fue cien leguas de aquí no más, de una isla que se llama Coo, y de Galeno, que fue troyano, de Pérgamo, una ciudad que no es más de treinta o cuarenta leguas de aquí, y de Aecio, y Paulo Egineta, no más lejos de Constantinopla que los otros. La que estos señores saben, que es poca o nada, es de Avicena y Averroes, que el uno fue cordobés y el otro de Sevilla, dos ciudades de España; así que la mía es propia para acá, y la suya para allá; y si fuese que Vuestra Excelencia, para vengarme de mis enemigos los españoles, yo los enviaría allá, porque verdaderamente en pocos años matarían más que todo el ejército turco». Y para probar esto tenía allí un cocinero mayor del bajá, alemán muy gentil, latino y muy leído, e híceselo leer en un rimero de libros que allí tenía aposta yo traídos, y otro de junto a Venecia, que siendo teólogo renegó, también se halló presente.

JUAN.-  La satisfacción estuvo muy aguda, como de quien era, y aunque el bajá fuera un leño no podía dejar de entenderla y quedar satisfecho. ¿Qué decían los judíos a eso?

PEDRO.-  El bajá, reír, y ellos, callar y hacerme del ojo que callase; y yo no quería mirar allá por no los ver guiñar. Cuando a lo que era mozo y no tenía experiencia, aunque era poca la que yo tenía, era mil veces más que la suya, porque con letras y entendimiento y advertir las cosas se sabía la experiencia, que no por los años, que a esa cuenta las mulas y asnos que andaban en las norias y tahonas sabrían más que ellos, pues eran más viejas, y las comadres y los pescadores viejos; y tras esto una parábola, pues la otra les había contentado: «Si Vuestra Excelencia parte en amaneciendo en una barquilla -que estábamos en la ribera del mar- para ir de aquí allí -señalando un trecho-, y no lleva sino dos remos y desde a dos o tres horas parto yo en un bergantín bien armado con muchos remos, ¿cuál llegará primero?» Respondió: «Tú». Preguntele el porqué. Dice: «Porque llevas mejor barco». Digo: «¿Pues Vuestra Excelencia no partió primero tres horas?» «No hace, dijo, eso al caso». Pues tampoco le hace, digo, al caso a estos judíos haber nacido tantos años antes que yo, porque van caballeros en asnos, que son sus entendimientos, y yo corriendo a caballo en el mío, y con ver yo una vez la cosa la sé, porque estudio, y ellos, aunque la vean mil veces, no. Lo mismo acontece en el camino, que uno le va mil veces y no va advirtiendo, y cada vez ha menester guía, y otro no le ha ido más de una y da mejor cuenta que él y le podría guiar; que no hay senda ni atajo que no sabe, ni casa, ni pueblo en medio que no os diga por nombre.

MATA.-  No menos bueno es todo eso que lo primero, y es cierto que también concluiría; ejemplos son que cada día veréis acá, que andan unos mediconazos viejos con las chinelas y bonetes de damasco y mangas de terciopelo raso pegadas al sayo, tomando morcillas y todo si les dan, en unos caballazos de a tres varas de pescuezo, y tienen sumidos los buenos letrados y metidos en los rincones, con ir a visitar sin que los llamen, diciendo que por amigo le visitan aquella vez; y cuando saben que el doctor tal le cura, luego con una risa falsa dice que, aunque es mozo, será bonico si vive; y comienza luego a dar tras los mancebos diciendo que son médicos del templecillo y amigos de setas nuevas. Y como tienen canas, pensando que saben lo que dicen, los cree el vulgo. Como la verdad sea que si los mozos son griegos y los otros bárbaros saben más durmiendo que ellos velando, y tienen más experiencia, verdad es que si el viejo tiene tan buenas letras, lo mejor es: que las canas con buenas letras y trabajo más saben.

JUAN.-  ¿No os acordáis cuando fuimos a Santorcaz a holgarnos con el cura, que topamos una mañana un médico de la misma manera como los habéis pintado y salía de una casa donde le habían dado una morcilla que llevaba en la fratiquera?

PEDRO.-  Sé que yo también me hallé ahí cuando le hicimos ir a jugar con nosotros a los bolos; y cuando jugaba, un galgo del cura, como olía la morcilla, siempre se andaba tras él del juego a los bolos y de los bolos al juego, hasta que una vez tomó la bola para sacar siete que le faltaban, y tomó la halda derecha, que como era tan larga le estorbaba, y púsola sobre la otra, y como acortó, descubriose la fratiquera; el perro como la vio, pensando que aquella era la morcilla, arremete y hace presa en fratiquera y todo, que todos juntos no le podíamos hacer que la dejase, de lo que quedó el más corrido del mundo.

MATA.-  Cada vez que se me acuerda, aunque esté solo me da una risa que no me puedo valer; como dijo después: «Era una pobre que no tenía qué dar, y había matado un lechón, y presentómela para mi huéspeda, que está preñada y no puede comer cosa del mundo ni verla». La tercera satisfacción sepamos.

PEDRO.-  Cuanto a lo que decían que era esclavo y no guardaría fidelidad, yo era cristiano y guardaría mejor mi fe que ellos su ley; de esto era el bajá buen testigo, y en la fe de Cristo tanto pecado era matarle a él como a un príncipe cristiano; y demás de esto, los españoles guardamos más fidelidad en ley de hombres de bien que otras naciones; y ya que todo esto no fuese, ¿a quién importaba más su vida que a mí? ¿Dónde hallaría yo otro padre que tanto me regalase ni príncipe que tantas mercedes me hiciese? No había yo de ser homicida de mí mismo, ni ganaba yo para Dios en ello, nada más de irme al infierno; ni para mi rey, pues muerto él, que no era más de un hombre, luego le sucedería otro; y desde entonces comenzase a recatarse y traer la barba sobre el hombro, porque lo que se piensa y negocia de día es lo que de noche se sueña, y aquellos judíos debían de urdirle alguna muerte; y no se fiase en que era más poderoso que ellos, que a Cristo, con ser quien era, ellos le mataron, porque muy presto se conforman en lo que han de hacer. Y con esto quedó por mí el campo; mas como habían pasado algunos días que ellos le habían curado y hartado de leche, teníanle cuasi hidrópico, y los remedios que yo le comencé a hacer no pudieron sanarle del todo en dos días, y luego tornaron a estudiar, con el grande odio que me tenían, sobre lo de la leche que yo le había quitado, que por aquello no había ya sanado. Quisiéronme argüir que la de la camella, al menos, fuese buena.

JUAN.-  ¿Por qué autoridad se guiaban? ¿No les podíais hacer traer allí los autores, que no es posible que hombre del mundo fuera tan necio que escribiera tal contrariedad?

PEDRO.-  No me acotaban otro autor, sino todos los libros. Dicen todos los libros esto; dicen todos los libros estotro. Y desvivíame acotando del Galeno autoridades y llevándoles libros allí e intérpretes turcos que fuesen jueces. Al cabo, concluían con que la del camello era buena. Como no había en aquellos dos días sanado y los turcos son amigos de primera información que se vuelven a cada viento, ni más ni menos que una veleta, acordaron de ponerme perpetuo silencio, en que, so pena de cien palos, en ninguna cosa les contradijese ni hablase con ellos aunque viese claramente que le mataban, porque él estaba determinado de acudir a la mayor parte de pareceres.

JUAN.-  Pues con cuanto os había visto hacer y en él mismo lo del asma, ¿no se persuadía a creer más a vos que a los otros?

PEDRO.-  No; porque el diablo en fin los trae engañados. Sé que más cosas vieron hacer los judíos a Cristo, y con todo siempre estuvieron pertinaces y están; y los turcos no ven, si quieren abrir los ojos, el error en que están. Yo determiné de callar y estar a la mira; y ellos comenzaron de curarle unos días y acabar lo que habían comenzado, de hacerle del todo hidrópico. Y ensoberbeciéronse tanto, que determinaron pagarme el majar de la sultana en la misma moneda; y estábamos en un jardín que se dice «Vegitag», legua y media de Constantinopla, porque era verano, y cada hora me enviaba por unas cosas y por otras; y el pobre Pedro de Urdimalas, algo corrido de las matracas que todos los otros le daban, sin osar hablar, y también buscaban cosas que majar a costa de mis brazos.

MATA.-  Al menos cuando os enviaban por esas cosas, ¿no había algo que sisar?

PEDRO.-  Más bellacos eran: que tanto que cuando se había de tocar dinero ellos enviaban a uno de ellos, que partía la ganancia con todos; hicieron un día, por malos de sus pecados, una recetaza de un pliego, toda de cosas de poca importancia, para ayudas y emplastos, muchas redomilas de aceites, manadillas de hierbas secas, taleguillas de simientes y flores secas, y preguntáronles cuánto costarían; dijeron que quince escudos podrían todas valer, mas que era bien que viniese todo junto. Despachábame a mí el «chiaya», que es mayordomo mayor, que fuese por ello; dijo el Amon Ugli: «Mejor será que vaya uno de éstos, que a ése no entenderán, ni lo sabrá escoger; y denle también dineros, que pague lo que ha traído el cristiano». Fue tan presto hecho como dicho, y valioles la burla más de diez y siete escudos.

MATA.-  ¿No podíais descubrir vos esa celada?

PEDRO.-  ¿Qué tenía de descubrir, que valía más su mentira estonces que mi verdad? Era tarde, y el judío que fue por ello no había de venir hasta otro día; yo, como les dolían poco mis pies, fui a traer recado para una ayuda y venir presto; y Rustan Bajá entre tanto vino a visitar a su hermano, que estaba bien fatigado, y de lástima saltáronsele las lágrimas, y a mi amo, de miedo, pensando que lo hacía por haberle dicho los médicos que se moría. Retrájosele el calor adentro y desmayose, y estuvo así un rato, hasta que medio tornó en sí. Fuese el Rustan Bajá, porque no usan hacer visitas más largas de preguntar cómo está y salirse.

MATA.-  ¿Pues cómo siendo hermanos?

PEDRO.-  Porque son tan recatados que pensarían, si mucho hablasen, que urdían traición al rey. Vierais los judíos huir, como no le hallaron pulso, en una barca con todos sus libros, que se estaban ya en el jardín de propósito, y el camino se les hacía bien largo; y topelos, y díjeles dónde iban; dijéronme cómo mi señor era muerto y que la ayuda bien la podía derramar. En llegando al jardín vi que todos lloraban; y entré de presto a tomarle el pulso, y hallele sin calentura y como un hombre atrancado que no podía hablar, y apretele la mano diciendo: «¡Qué ánimo es ése! Vuestra Excelencia no tema, que la mejor señal que hay para que no se morirá es de que los judíos van todos huyendo y le dejan por muerto sin saber la causa del accidente». Y mandé traer presto dos cucharadas de aguardiente, e híceselas tomar, y díjele que si de esta moría me cortasen la cabeza. Estuvo bueno y regocijado aquella noche, que estaba propio para hacer mercedes, y estimó mi consejo en mucho y el ver cuán firmemente tenía yo que no era nada. Sabiendo aquella noche los judíos la mala nueva de que por el presente no quería morirse, helos aquí a la mañana con todo su ajuar, así de libros como de medicinas.

MATA.-  ¿Y osaron parecer entre gente? Bien dicen que quien no tiene vergüenza todo el mundo es suyo.

PEDRO.-  Como si no hubiera pasado cosa por ellos; ¡tan hechizado tenían ya a mi amo con su labia!

MATA.-  ¿De dónde decían que venía?

PEDRO.-  De buscar mil recados que para sanarle traían, y tener acuerdo con los libros que tenían en casa, para mejor le curar.

JUAN.-  ¿Y creyolos?

PEDRO.-  Como de primero.

JUAN.-  ¿Pues qué diablo de gente es? Mayor pertinacia me parece esa que la de los judíos, pues lo que tantas veces veían creían menos.

PEDRO.-  Siempre cuando se quejan dos gana el primero, y en cosa de estos pareceres el postrero; y como los bellacos sabían tan bien la lengua siempre hablaban a la postre; aunque le tuviese de mi parte le mudaban luego. Comienzan de sacar drogas de una talega y mostrar al bajá, y los manojuelos de poleo y mestranzos y calamento y otros; así decían: «¿Ve Vuestra Excelencia esto?; viene de Chipre, estotro de Candia, aquello de tal India, estotro de Damasco»; y sin vergüenza ninguna de mí; yo, algo enojado, dije al bajá al oído que me hiciese merced de pues era cosa que le iba la vida, mandase que yo hablase allí y me diesen atención; lo cual hizo de buena gana, porque la noche antes había cobrádome un poco de crédito, y díjeles: «Señores...»

MATA.-  ¿En qué lengua?

PEDRO.-  En turquesco, que nunca Dios me faltaba; no por vía de disputa ni de contradecir cosa que haréis, sino para saber: «¿esas hierbas no serían mejores y de más virtud frescas que secas?» Dijo el Amón: «Bien habéis estado atento a lo que hemos dicho. ¿No oísteis que ésta viene de doscientas leguas, y estotra de mil; aquélla de Indias, la otra de Judea? ¿Pensáis que estáis en vuestras Españas, que hay de estas?» «Ya lo tengo -digo-, señores, entendido, y no digo sino si las hubiese, por si Dios me lleva en mi tierra, que decís que las hay, sepa alguna cosa de nuevo». Respondieron todos a una: «No hay que dudar sino que si se hallasen sería mil veces mejores». Pregunté al bajá si había entendido lo que decían, y él dijo que sí; y tornóselo él mismo a preguntar, y refirmáronse en sus dichos; estonces yo digo: «Pues, señor, mande Vuestra Excelencia poner la caldera en que se han de cocer al fuego, con agua, y si antes que hierva no trajese todas estas hierbas frescas y algunas más, en llegando quiero que se me sea cortada la cabeza; porque Vuestra Excelencia vea cómo éstos no saben nada más de robar». Respondió el Amon: «Si vos trajéredes ésta, mostrándome un poco de centabra, yo os daré un sayo de brocado, si no vais a España por ella». El bajá prestamente mandó ser puesto todo por la obra, y voy con mis guardianes y un azadón a una montañuela que estaba del jardín un tiro de ballesta pequeña, donde yo algunas veces cuando curaba a la sultana había ido por todas las hierbas y raíces que había menester, y donde sabía claramente que estaban todas, y comienzo de arrancarlas con sus raíces y todo, y tomo un grande haz de ellas y otras que ellos no habían traído, y entro cargado con mi azadón y todo en la cámara del bajá, donde estaba toda la congregación, y arrojé junto a mi amo el haz, bien sudando, y que no me alcanzaba un huelgo a otro, y comencé de tomar un manojuelo de secas y una rama de verdes, y juntábalas y mostrándoselas a mi amo decía: «¿Soltan buhepbir della?»: «¿Señor, esto no es todo uno?» A lo cual respondía, como no lo podía negar: «ierchec»: «es grande verdad»; y tomaba otra y decía lo mismo; hasta que no había más de las secas, y comencé de mostrar otras que también hacían al propósito, y eché la centabra sobre la cabeza del judío y díjele: «Dadme un sayo de brocado, y tomá esta hierba».

MATA.-  Él os diera dos por no la ver. ¿Y qué dijo a eso? No faltara allí confusión; maravíllome no alegar el texto del Evangelio: «in Belzebut principe demoniorum ejicit demonia».

PEDRO.-  Antes respondieron lo mejor del mundo, que el diablo que los guía, como yo después les dije, les faltó al tiempo que más era menester. Salió Amon Ugli y dijo: «Señor, yo, en nombre de todos, te juro por el Dios de Abraham y por nuestra ley, enviada del cielo, que tienes en casa al que has menester, y que si ése no te cura, nadie del mundo baste a hacerlo; y como ya sabe Vuestra Excelencia, nosotros, por la grande sujeción que os tenemos, no osamos salir al campo a buscar si hay estas cosas, porque nos matarían por quitarnos las capas; no pensábamos que tal cosa hubiese, y así con las naves que van a esos lugares que dije enviamos a proveernos de todo». Salida allá fuera en conversación, yo les dije: «Señores, pídoos por merced que no os toméis conmigo, que maldita la honra jamás ganéis, porque por virtud del carácter del bautismo, sé las lenguas todas que tengo menester para confundiros, y ganaréis conmigo más por bien que por mal».

JUAN.-  Razonablemente de contento quedara vuestro amo.

PEDRO.-  Como si le dieran otro estado más como el que tenía; y os diré que tanto, que aquel mismo día hizo testamento muy solemne y la primera manda es dejarme libre si se muriese; y mandome venir delante de él con mis guardianes y diome una sotana de muy buen paño, morada, y a ellos sendas otras de un paño razonable y cada cuatro escudos; y díjoles: «Yo os agradezco mucho la buena guarda que de este cristiano me habéis tenido hasta agora, pues Dios le ha hecho libre; de aquí adelante dejadle andar, y vosotros idos a mi torre a guardar los otros cristianos, que éste guardado está»; y desde aquel día adelante comencé de gozar alguna libertad y servir con tanta afición y amor, que no me hartaba de correr cuando me mandaban algo, y comedíame tanto, que si veía que el bajá mandaba alguna cosa a uno de sus criados, yo procuraba ganar por la mano y hacerla. Vino la privanza a subir tanto de grado y estar todos en casa tan bien conmigo, como ya sabía la lengua, que un día, estando purgado el bajá algo fatigado, levantose al servidor, y cierto en aquella tierra ni saben servir ni ser servidos; y como yo vi que ningún regalo hacían a la cama, ni siquiera igualarla, dejo caer mi capa en tierra y abrazo toda la ropa y quítola de la cama y hago en el aire la cama bien hecha, de lo que quedó el bajá tan espantado y contento, que mandó que sirviese yo en la cámara, y dende a pocos días proveyó al camarero un cargo y mandome que yo fuese camarero suyo, lo cual acepté con grande aplauso de toda la casa; y de tal manera, que no se levantara por ninguna vía ni se revolviera si yo no lo hacía. Cada mañana había yo de ir a la cocina y ordenarle la comida; y cuando quería comer era menester que yo sirviese de maestresala, y en ninguna manera se le llevara la comida si yo no iba con una caña de Indias en la mano a decir que la trajesen; y venía delante de ella y yo por mi mano se lo cortaba y daba de comer, y me comía delante de él los relieves.

PEDRO.-  Más, al menos, que los judíos.

JUAN.-  ¿Pues no son liberales en el ordenar la comida?

PEDRO.-  Yo os diré: un día que el bajá se purgaba fueron a la cocina y dijeron al cocinero que cociese media ave y diese del caldo sin sal media escudilla, y después la sazonase porque había de comerla el bajá. Yo, como los vi mandar aquello, atestelos de hijos de puta, bellacos, y mandé poner cuatro ollas delante de mí y en cada una echasen dos aves. En la una se cociesen sin sal, con garbanzos; en la otra, con raíces de perejil y apio; en la otra, con cebollas y lentejas; la última, con muchas hierbas adobadas, y asasen otras dos también por si quisiese asado. Ellos luego dijeron: «¿Ut quid perditio hec?» Digo: «Por que sepáis que nunca curasteis hombre de bien; ¿cómo?, ¿a un tan gran señor tratáis como se había de tratar uno de vosotros?; cómanse estas gallinas después los mozos de cocina». No dejé de ganar honra con mi amo cuando lo supo.

JUAN.-  Con los cocineros creo que no se perdió.

MATA.-  ¿Pensáis que es mala amistad en casa del señor? No menos la querría yo que la del más principal de casa.

JUAN.-  Y de allí adelante, ¿mejoraba o empeoraba?

PEDRO.-  Ora mejoraba, ora se sentía peor, como la hidropesía estaba ya confirmada.

JUAN.-  ¿Era sujeto a medicina? ¿Tomaba bien lo que le dabais?

PEDRO.-  Por lo que pasó con el caldo sin sal de la primera purga que le di lo podréis juzgar; porque le dejé un día ordenado, habiendo tomado las píldoras, que media hora antes de comer tomase una escudilla de caldo sin sal; pensando que para cada día se lo mandaba, le duró cuarenta días, que lo tomaba cada día, hasta que, como le sabía tan mal, un día me rogó que si podía darle otra cosa en trueco de aquello lo hiciese, porque estaba ya fastidiado. Venido a saber qué era, contome cómo cada día tomaba aquel brebajo. Yo le desengañé con decir que era muy bien que le hubiese tomado, mas que yo no lo había ordenado más de para el día de las píldoras.

JUAN.-  En propósito he estado mil veces de preguntar esto del caldo sin sal a qué propósito es, o si se puede excusar, porque a mí y aun a muchos es peor de tomar que la misma purga. Paréceme a mí que cuatro granos de sal poco hacen ni deshacen.

PEDRO.-  Es como la necedad común del refrán de la pobreza que no es vileza; que se van los médicos al hilo de la gente sin más escudriñar las cosas a qué fin se hacen. No se me da más que sea con sal que sin sal, ni que sea caldo que agua cocida. El fin para que los que escribieron lo dan es para lavar la garganta y tripas y estómago, y en fin todas las partes por donde ha pasado, porque no quede algún poquillo por allí pegado que después haga alguna mordicación y alborote los humores. Esto tan bien lo hace con sal como sin ella.

MATA.-  A mí me cuadra eso; y un médico muy grande, francés, que pasó por aquí una vez, curando a ciertos señores les daba el caldo con sal, y agua con azúcar otras veces.

PEDRO.-  Eso mismo se usa en todo el mundo, sino que muchas cosas se dejan de saber por no les saber buscar el origen; sino porque mi padre lo hizo, yo lo quiero hacer.

MATA.-  ¿Qué se hizo de los judíos? ¿Nunca más aparecieron?

PEDRO.-  Yo hice que los despidiesen a todos, sino a dos, los principales que estuviesen allí.

MATA.-  ¿Para qué?

PEDRO.-  Eso mismo me preguntó mi amo un día; que pues no se hacía más de lo que yo mandaba, ¿para qué tenía allí aquellos médicos a gastar con ellos? Díjele: «Señor, ésos yo no los tengo para Vuestra Excelencia, sino para mi satisfacción; si Dios quiere llevar de este mundo a Vuestra Excelencia, no digan que yo le maté, y también para que un príncipe tan grande se cure con aquella autoridad que conviene, pues tiene, gracias a Dios, bien con qué lo pagar».

JUAN.-  ¿Contradecíanos en algo?

PEDRO.-  Antes estábamos en grande hermandad, y decían mil bienes de mí en ausencia al bajá; y cuando le venían a ver, primero hablaban conmigo, preguntándome cómo había estado, y lo que yo les respondía, aquello mismo decían dentro.

JUAN.-  No entiendo eso.

PEDRO.-  Si yo decía que tenía calentura, ellos también, si que no la tenía, ni más ni menos; ya no me osaban desabrir ellos.

MATA.-  ¿Y otros?

PEDRO.-  Cada día teníamos médicos nuevos en casa, a la fama que tenía de ser liberal.

MATA.-  Sé que ya no los creía.

PEDRO.-  Como si no hubiera pasado nada por él; pero eran médicos de las cosas de su ley con palabras y sacrificios, a lo cual ni los judíos ni yo osábamos ir a la mano, y ninguno venía que no prometiese dentro de tres días darle sano, y a todos creía. Dijéronle los letrados de la ley de Mahoma que los médicos no entendían aquella enfermedad ni la sabrían curar; que era la causa de ella que algunos que le querían mal habían leído sobre él, que es una superstición que ellos tienen, que si quieren hacer a uno mal leen cierto libro sobre él, y luego le hacen o que no hable y que no ande, o le ciegan, o semejante cosa; y el remedio para esto era que buscase grandes lectores y que leyesen contra aquéllos, y de este modo sanaría. Costole la burla más de siete mil ducados.

MATA.-  ¿De sólo leer? ¿Maravedís diréis?

PEDRO.-  No, sino ducados, y aun de peso; porque hizo poner un pabellón muy galán en medio el jardín, que podían caber debajo de él cincuenta hombres, y de día y noche por muchos días venían allí muchos letrados a leer su Alcoran y otros libros, y velaban toda la noche, y a la mañana se iban con cada cuatro piezas de oro y venían otros tantos, de manera que nunca se dejase de leer; tras esto, mil hechiceros, unos hincando clavos, otros fijando cartas, otros dándole en la taza que bebía una carta para que se deshiciese allí.

JUAN.-  ¿Y todos ésos prometían a tres días la salud?

PEDRO.-  Todos, y nadie salía con ella; vino una mujer que a mi gusto lo hizo mejor que nadie, y tenía grande fama entre ellos, que cada día la primera cosa que veía por la mañana hacía que fuese una cabra negra, y tras esto pasaba tres veces por debajo de la tripa de una borrica, con ciertas palabras y ceremonias, y era la cosa que más contra su voluntad hacía, porque era un hombrazo y con una tripa mayor que un tambor: ya podéis ver la fatiga que recibiría. Entre éstas y éstas le daba un letuario lleno de escamonea, que le hacía echar las tripas. Dijo que era menester hacer un pan en un horno edificado con sus ceremonias, y proveyose que en un punto fuesen los maestros con ella y la obreriza necesaria, y que juntamente le llevasen cuatro carneros. Yo fui a ver lo que pasaba, por el deseo que de la salud de mi amo tenía, y en una parte de la casa, donde era buen lugar para el horno, tomó una espada, y con ciertas palabras, mirando al cielo, la desenvainó y comenzó de esgrimir a todas las partes, y puso en cuadro los carneros maniatados donde el horno había de estar, y dio al cortador el espada para que los degollase con ella, y después de degollados mandoles dar a unas hijas suyas arriba, y sobre la sangre comenzaron a edificar su horno con toda la prisa posible, de suerte que en un día y una noche estaba el mejor horno que podía en Constantinopla haber, y allí echó un bollo con sus ceremonias, y llevósele al bajá, diciendo que comiese aquél, con el cual había de ser luego sano, y no dejase para que se cumpliesen los nueve días hacer lo de la cabra y la asna. Ella se fue a su casa, y dejose a mi amo peor que nunca.

JUAN.-  Ella lo hizo muy avisadamente, porque no quería más de tener horno y carnero para cecina, y merecía muy bien ese bajá todas esas burletas, pues lo creía todo.

PEDRO.-  Vino tras ésta otro que dijo que veinticuatro horas podía tener el mal, y no veinticinco, si luego le daban recado; y pidió una mesa allí delante y tras esto cinco ducados soldaninos que llaman, que tienen letras arábigas, y que fuesen nuevos. No fue menester, por la gracia de Dios, irlos a buscar fuera de casa. Cuando los tuvo sobre la mesa dice: «Tráiganme aquí un clavo de un ataúd de judío, y una manzana de palo (que tienen los ataúdes de los turcos, en que llevan el tocado del muerto), y la tabla de otro ataúd de cristianos». Todo fue con brevedad traído, y puso la tabla sobre la mesa y los ducados sobre la tabla, y tomó la manzanilla con una mano y el clavo en la otra; y alzados los ojos arriba, no sé qué murmuraba y daba un golpe en el ducado y agujereábale, y tornaba a decir más palabras y daba otro golpe; en fin, los agujereó todos, y dijo que aparejasen el almuerzo porque a la mañana no habría más mal en la tripa que si nunca fuera, con lo que había aquella noche de hacer en las letras de los ducados, y tomó sus ducados en la mano y fuese hasta hoy aunque le esperaban bien.

MATA.-  ¡Dios, que merecía ése una corona, porque hizo la cosa mejor hecha que imaginarse puede, porque sepan los bellacos a quién tienen de creer y a quién no!

JUAN.-  De allí adelante, al menos, bien escarmentado quedara.

PEDRO.-  Maldito; lo más que si ninguna cosa hubiera pasado por él de éstas; porque otro día siguiente vino otro que le hacía beber cada día media copa de agua de un pozo, y cada día leía sobre el pozo una hora; y mandó al cabo de ocho días que fuesen a buscar si por ventura hallasen algo dentro; y entró un turco y sacó un esportillo, dentro del cual estaba una calavera de cabrón con sus cuernos, y otra de hombre y muchos cabellos, y valiole un vestido al bellaco del hechicero, no considerando que él lo podía haber echado.

JUAN.-  ¿Pues qué decía que significaba?

PEDRO.-  Que el que lo echó causó el mal, y había de durar hasta que lo sacase; mas no curó de esperar más fiestas. Diéronle dos ducados, con los cuales se fue y sin pelo malo. Tras todo esto vino un médico judío de quien no rezaba la Iglesia, que se llamaba él licenciado, y prometió si se le dejaban ver que le sanaría. El bajá, por ser cosa de medicina, cuando vino remitiómelo a mí rogándome que si yo viese que era cosa que le podría hacer provecho, por envidia no lo dejase. Yo se lo prometí, y cuando vino el señor licenciado comenzó de hablar de tal manera que ponía asco a los que lo entendían. Yo le dije: «Señor, ¿en cuántos días le pensáis dar sano?» Dijo que con la ayuda del Dios en tres. Repliqué si por vía de medicina o por otra. Él dice que no, sino de medicina; porque aquello era trópico y le habían de sacar, que era como un gato, y otros dos mil disparates; a lo cual yo le dije: «Señor, el grado de licenciado que tenéis, ¿hubístele por letras o por herencia?» Dijo tan simplemente: «No, señor, sino mi agüelo estudió en Salamanca e hízose licenciado, y como nos echaron de España, vínose acá, y mi padre fue también médico que estudió en sus libros y llamose así licenciado, y también me lo llamo yo». Digo: «¿Pues a esa cuenta también vuestros hijos, después de vos muerto se lo llamarán?» Dice: «Ya, señor, los llaman licenciaditos». No pude estar sin reírme, y el bajá preguntó que qué cosa era, si cumplía o no. Respondile que no sabía; reprehendiome diciendo que cómo era posible que no lo supiese. Digo: «Señor, si digo a Vuestra Excelencia que no sabe nada, luego me dirán que le destierro cuantos médicos hay que le han de sanar; si le digo que sabe algo, será la mayor mentira del mundo, y hanme mandado que no mienta; por eso es mejor callar». Ayudáronme de mala los protomédicos que allí estaban, y tuvimos que reír unos días del señor licenciado con sus licenciaditos.

JUAN.-  De reventar de risa era razón, cuanto más de reír. ¿Y en estos medios hacíaisle algunas medicinas o dejabais hacer a los negrománticos?

PEDRO.-  Siempre en el dar de comer asado y bizcochos y tomar muchos jarabes y letuarios apropiados a la enfermedad continuábamos nuestra cura, hasta que quiso Dios que se le hinchó la bolsa de tanto grado que estaba mayor que su cabeza, y comencé de ponerle mil emplastos y ungüentos, que adelgazaron el cuero y comenzó de sudar agua clara como del río, en qué manera, si pensáis que le agujereé la cama para que cayese en una bacía lo que destilaba, y hallé pesándolo que cada hora caían tres onzas y media de agua, por manera que si no me fueseis a la mano os diría el agua toda que salió cuánto pesó.

MATA.-  Como sea cosa de creer, ¿quién os tiene de contradecir?

PEDRO.-  Pues no lo creáis si no quisiéredes, mas yo os juro por Dios verdadero que pesó once ocas.

JUAN.-  ¿Cuánto es cada oca?

PEDRO.-  Cuarenta onzas; en fin, cuatro libras medicinales.

MATA.-  ¿Qué es libra medicinal?

PEDRO.-  De doce onzas.

MATA.-  ¿De manera que son cuarenta y cuatro libras de esas?

PEDRO.-  Tantas.

MATA.-  Porque vos lo decís yo lo creo, pero otro me queda dentro.

JUAN.-  Yo lo recreo, por el juramento que ha hecho, y sé que no está agora en tiempo de mentir, cuanto más que qué le va a él en que sean diez ni ciento.

MATA.-  Ello por vía natural, como dicen, ¿podíase convertir el viento en agua?

PEDRO.-  Muy bien.

MATA.-  De esa manera yo digo que lo creo, que se engendraba cada día más y más.

PEDRO.-  No menos hinchado quedó siendo salida tanta agua que si no saliera nada, porque la parte sutil salió y quedose la gruesa, por no haber por dónde saliese; lo cual fue causa de romper toda nuestra amistad, porque viendo yo que se tornaba de color de plomo y dolía terriblemente y se canceraba, fui de parecer que luego le abriesen, y los protomédicos, que no en ninguna manera: ¡tanto es el miedo que aquellos malaventurados tienen de sangrar y abrir postemas! Yo dije, como era verdad, que si esperaban a la mañana, el fuego no se podría atajar; por tanto, luego mandasen hacer junta de todos los cirujanos y médicos que hallasen, los cuales vinieron luego, y propuesto y visto el caso no había hombre que se atreviese sino sólo aquel mi compañero viejo de quien arriba he dicho, y llegueme a la oreja a un cirujano napolitano judío que había estado en Italia y se llamaba Rabi Ochana, y díjele: «Si tú quieres ganar honra y provecho, ven conmigo en mi opinión, que todos estos son bestias, y yo haré que quedes aquí en la cura». Él fuese tras el interés y dijo que estando él con el marqués del Gasto, había curado dos casos así y ninguno había peligrado; no sabía por qué aquellos señores contradecían tanto. Yo hablé el postrero de autoridad y digo: «Contra los que dicen que se abra no tengo qué argüir, porque me parece tienen gran razón; pero los que dicen que no, ¿cómo lo piensan curar?» Dijo el Amon Ugli: «Con empastos por de fuera y otros ungüentos secretos que yo me sé». Digo: «Pues ¿por qué estos días no los habéis aplicado?» Respondiome: «Porque no han sido menester». Digo: «¿Pues no veis que mañana estará hecho cáncer, y lo que está dentro, que es materia gruesa, si no le hacéis lugar, por dónde ha de salir?» El bajá, visto el dolor mortal, envió a decir a su hermano Rustan Bajá el consejo de los médicos, y cómo la mayor parte decía de no y qué le parecía que hiciese. La sultana le envió su eunuco a mandar expresamente que ninguna otra cosa hiciese sino lo que el cristiano español mandase, y lo mismo el hermano, y a mí que me rogaba que mirase por la salud de mi amo y no consintiese hacerle cosa que a mí no me pareciese ser buena y probada. Despidieron y pagaron los médicos todos, que no quedó sino uno, yerno del Amon, que se llamaba Josef, y el cirujano Rabi Ochana; y otro día por la mañana mandeles a los cirujanos se pusiesen en orden y le abriesen, lo que pusieron por obra y salió infinita materia; pero porque no se desmayase yo lo hice cerrar y que no saliese más, por sacarlo en otras tres veces.

JUAN.-  ¿No era mejor de una, pues era cosa corrompida? ¿Qué mal le tenía de hacer sacarle la materia toda?

PEDRO.-  Podíase quedar muerto, porque no menos debilita sacar lo malo que lo bueno.

JUAN.-  El por qué.

PEDRO.-  No es posible que a vueltas de lo malo no salga grande cantidad de bueno; y como iba saliendo, él sentía grandísima mejoría, y cuanto más iba, más; y de aquella vez quedó muy enemigo con todos los médicos que no le querían abrir, diciendo que claramente le querían matar.

MATA.-  ¿Y vos entendíais algo después de abierto de su mal?

PEDRO.-  ¿Cómo si entendía?

MATA.-  Dígolo porque ya era caso de cirugía y los médicos no la usan.

PEDRO.-  No la dejan por eso de saber, antes ellos son los verdaderos cirujanos.

MATA.-  Pues acá, en viendo una herida, o llaga, o hinchazón, luego lo remiten al cirujano y él comienza a recetar muy de gravedad.

PEDRO.-  Esa es una gran maldad, y mayor de los que lo consienten; porque ni puede purgar ni sangrar más que un barbero sin licencia del médico, sino que los malos físicos han introducido esa costumbre, como ellos no sabían medicina, de descartarse; y los confesores no los habían de absolver, porque son homicidas mil veces, y pues no escarmientan por el miedo de ofender a Dios, que la justicia los castigase.

MATA.-  Pues, ¿qué es el oficio del cirujano, limpia y cristianamente usado?

PEDRO.-  El mismo del verdugo.

MATA.-  No soy yo cirujano de esa manera.

PEDRO.-  Hanse el médico y el cirujano como el corregidor y el verdugo, que sentencia: a éste den cien azotes, a éste traigan a la vergüenza, al otro corten las orejas; no lo quiere por sus manos él hacer, mándalo al verdugo, que lo ejercita y lo hará mejor que él, por nunca lo haber probado, pero ¿claro no está que el verdugo, pues no ha estudiado, no sabrá qué sentencia se ha de dar a cada uno?

MATA.-  Como el cristal.

PEDRO.-  Pues así el médico ha de guiar al cirujano: corta este brazo, saja este otro, muda esta bizna, limpia esta llaga, sangradle por que no corra allí la materia, poned este ungüento, engrosa esa mecha, dadle de comer esto y esto, en lo que mucho consiste la cura.

MATA.-  Y si ese tal ha estudiado, ¿no lo puede hacer?

PEDRO.-  Ése ya será médico y no querrá ser inferior un grado.

MATA.-  Pues muchos conozco yo y cuasi todos que se llaman bachilleres y aun licenciados en cirugía.

PEDRO.-  ¿Habéis visto nunca graduado en ahorcar y descuartizar?

MATA.-  Yo no.

PEDRO.-  Pues tampoco en cirugía hay grados.

MATA.-  ¿Pues en qué Facultad son éstos que se lo llaman?

PEDRO.-  Yo os diré también eso: ¿nunca habéis visto los que tienen vacadas guardar algunos novillos sin capar, para toros, y después que son de tres años, visto que no valen nada, los capan y los doman para arar, y siempre tienen un resabio de más bravos que los otros bueyes, y tienen algunas puntas de toros que ponen miedo al que los junce?

MATA.-  Cada día, y aun capones que les quedan algunas raíces con que cantan como gallos.

PEDRO.-  Pues así son éstos, que estudiaban súmulas y lógica para médicos, y como no valían nada quedáronse bachilleres en artes de «tibi quoque»; sus padres no los quieren más proveer, porque ven que es coger agua en cesto, y otros, aunque los provean, de puros holgazanes se quedan en medio del camino, y luego compran un estuche, y alto, a emplastar incordios, quedándose con aquel encarar a ser médicos.

JUAN.-  Está tan bien dicho, que si me hallase con el rey le pediría de merced que mandase poner en esto remedio, como en los salteadores, porque deben de matar mucha más gente.

MATA.-  Y aun robar más bolsas.

PEDRO.-  Pues los barberos también tienen sus puntas y collares de cirujanos, pareciéndoles que en hallándose con una lanceta y una navaja, en aquello sólo consiste el ser cirujano. Una cosa os sé decir, que donde yo estoy no consiento nada de esto, si lo puedo estorbar.

JUAN.-  Sois obligado, so pena de tan mal cristiano como ellos.

PEDRO.-  Así, tenía aquellos cirujanos del bajá, que ninguna cosa hacían si no la mandaba yo primero. El judío era algo fantástico y quísoseme alzar a mayores porque se vio favorecido; mas yo luego le derribé tan bajo cuan alto quería subir; en fin, determinó mudar costumbre e hízose medio truhán, que decía algunas gracias.

JUAN.-  ¿Y era buen oficial?

PEDRO.-  Todo era palabras: que yo, a falta de hombres buenos le tomé. Siempre el otro lo hacía todo, y éste, por parecer que hacía algo, tenía la candela al curar y estaba tentando y geometreando porque pensasen que enseñaba al otro viejo; los sábados, comenzando del viernes a la noche, no alumbraba, porque conforme a su ley no podía tener candela en la mano, pero todavía parlaba. Tenía yo un día la candela, y son tan hipócritas, que por ninguna cosa quebrantarán aquello, y hacen otros pecadazos gordos; y fue necesidad que yo fuese a no sé qué y dábale la candela que tuviese entre tanto, y él huía las manos, y yo íbame tras ellas con la llama y quemábale, lo cual movió al bajá a grandísima risa, y más cuando supo la ceremonia y la hipocresía de guardarla delante de él. Aquel día habían traído un cesto de moscateles presentado de Candia, porque en Constantinopla, aunque hay grande abundancia de uvas, no hay moscateles, y pidió el bajá que se los mostrasen, y trajeron un plato grande de ellos, y tomó unos granos, pidiéndome licencia para ello, y después tomó el plato e hizo merced de ellos al judío, que no era poco favor, y diómele a mí que se le diese; cuando se le daba extendió la mano y asió el plato; yo tiré con furia entonces, y no se le di y dije: «Birmum tut maz emtepzi tutar». «¡Hi de puta! ¿no podéis tomar la candela y tomáis el plato, que pesa como el diablo? A fe que no los comáis». El bajá, harto de reír, mandome, movido a compasión de cómo había quedado corrido, que se los diese y muy de veras; al cual respondí que no me lo mandase, que por la cabeza del Gran Turco y por la suya grano no comiese, y senteme allí delante y comime todas mis uvas, con gran confusión del judío, que siempre me estaba pidiendo de ellas cuando las comía, y de allí adelante vio que no se habían de guardar todas las ceremonias en todo lugar, y tomaba ya los sábados candela, con propósito de hacer penitencia de ello.

JUAN.-  ¿Y vos, guardabais allí ceremonias?

PEDRO.-  Cuanto a los diez mandamientos, lo mejor que podía, porque nadie me lo podía impedir; mas las cosas de «jure positivo» ni las guardaba ni podía; porque si el viernes y cuaresma no comía carne sentándome a la mesa de los turcos, que siempre la comen, yo no tenía otra cosa que comer, y fuera peor, según el grande trabajo que tenía de dormir en suelo, junto a la cama de mi amo, y aun ojalá dormir, que noventa días se me pasaron sin sueño, dejarme morir, cuanto más que se me acordaba de San Pablo, que dice que «si quis infidelis vos vocaverit et vultis ire, quidquid apponet odite, nihil interrogantes propter conscientiam; Domini si quidem est terra et plenitudo eius». No os lo quiero declarar, pues lo entendéis.

MATA.-  Yo no.

JUAN.-  Dice San Pablo que si algún infiel os convidare y queréis ir, comed de cuanto delante se os pusiere sin preguntar nada por la conciencia: que, como dice David, del Señor es la tierra y cuanto en ella hay. Pero mirad, señor, que se entiende cuando San Pablo predicaba a los judíos para convertirlos, y después acá hay muchos Concilios y Estatutos con quien hemos de tener cuenta, que la Iglesia ha hecho.

PEDRO.-  Ya lo sé; pero estando yo como estaba y en donde estaba, me parece estar en aquel tiempo de San Pablo cuando esto decía, no teniendo qué comer sino lo que el judío o el turco me daban, y mayor pecado fuera dejarme morir. El oír de la misa no lo podía ejecutar, porque con el oficio que tenía de camarero no era posible salir un punto de la cámara, y otras obras así de misericordia, aunque la de enterrar los muertos bien me la habían hecho ejecutar, haciéndome llevar el muerto acuestas a echar en la cava.

MATA.-  ¿Pues hay quien diga misas allá?

JUAN.-  Eso será para cuando hablemos de Constantinopla; agora sepamos en qué paró la cura del bajá.


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