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ArribaAbajoEl bajá da libertad a Pedro

PEDRO.-  A lo primero respondo, por que Mátalas Callando no quede preñado, que quien tiene libertad oirá misas todas las que quisiere cada día, y todos los oficios como en Roma, y de esto no más, hasta su tiempo y sazón. Quiso Dios que el bajá sanó de su enfermedad de hidropesía y de la abertura de la bolsa, y la pascua suya tienen por costumbre dar de vestir a toda su casa y hacer aquel día reseña de todos, que le vienen uno a uno a besar la mano; y como aunque sano estaba en convalescencia, mandome que le vistiese como yo quisiese, y púsele todo de tela de plata y brocado blanco y saquele a una fuente muy rica que tenía en una sala, en donde tardó con grandísima música gran pieza el besar de la mano; y cuando todos se hubieron ya con sus ropas nuevas hecho, vino el mayordomo mayor y echome una ropa de brocado acuestas porque veáis la magnificencia de los turcos en el dar, y el tesorero me dio un pañizuelo con cincuenta ducados en oro, y cuando me hinqué de rodillas para besar la mano a mi amo, tenía la carta de libertad hecha y sellada, reboltada como una suplicación y púsomela en la mano y comenzaron de disparar mucha artillería y tocar músicas, y tornando a porfiar para besarle el pie, asiome por el brazo y abrazome, y diome un beso en la frente, diciendo: «Ningunas gracias tienes que me dar de esto, sino a Dios que lo ha hecho, que yo no soy parte para nada. Aunque agora te doy la carta, no te doy licencia para que te vayas a tu tierra hasta que yo esté en más fuerzas; ten paciencia hasta aquel tiempo, que yo te prometo por la cabeza del Gran Turco de te enviar de manera que no digas allá en cristiandad que has sido esclavo de Zinan Bajá, sino su médico». Yo le respondí, inclinándome a besarle otra vez el pie y la ropa, que besaba las manos de su excelencia y no me tuviese por tan cruel que le había de dejar en semejante tiempo hasta que del todo estuviese sano, antes de en cabo del mundo que me hallara tenía de venir para servirle en la convalescencia, donde más necesidad hay del médico.

JUAN.-  Estoy tan aficionado a tan humano príncipe, que os tengo envidia el haber sido su esclavo, y no dejaría de consultar letrados para ver si es lícito rogar a Dios por él.

PEDRO.-  Después de muerto tengo yo el escrúpulo que en vida ya yo rogaba mil veces al día que le alumbrase para salir de su error.

MATA.-  Y la carta, ¿qué la hicisteis? ¿Traíaisla con vos o confiábaisla de otro?

PEDRO.-  El mayordomo mayor, aquel que me dio la ropa de brocado, con temor de que estaba en mi mano y me podría venir cuando quisiese, sin que nadie me lo pudiese estorbar, me la pidió para guardármela hasta que me quisiese venir, y entre tanto, para entretenimiento, me dio una póliza por la cual me hacían médico del Gran Turco con un ducado veneciano de paga cada día, de ayuda de costa.

JUAN.-  ¿Cuánto es el ducado veneciano?

PEDRO.-  Trece reales.

MATA.-  No dejara yo mi carta por cien mil ducados venecianos del seno.

PEDRO.-  Hartos necios me han dicho esa misma necedad. ¿Luego pensáis que si yo no viera que el bajá lo mandaba así que no la supiera guardar? No pude hacer menos: que si por malos de mis pecados dijera de no o refunfuñeara, luego me levantaran que rabiaba, y me quería ir, y fuera todo con el diablo, rocín y manzanas.

JUAN.-  A usadas, mejor consejo tomasteis vos cuanto más que la honra y provecho de médico del Gran Turco valían poco menos que la libertad. ¿Y qué dio a los judíos?

PEDRO.-  Cada cien ducados y sendas ropas de brocado. ¡Mas los triunfos que cada día hacíamos por Constantinopla me decid! El primer día que fue a Duan, que es a sentarse en el Consejo Real en lugar del Gran Señor, iba en un bergantín dorado por la mar, todo cubierto de terciopelo carmesí, y ninguna persona iba dentro con él sino yo, con mi ropa de brocado; y en otro bergantín iban los gentiles hombres y los médicos judíos, y no había día que no repartiesen dineros para vino a todos, cada tres o cuatro escudos. Fue grandísima confusión para los médicos mis contrarios que al cabo de cuatro meses hubiese salido con la hidropesía curada, y de tal manera pesó al Amón Ugli, que cayó malo y dentro de ocho días fue a ser médico de Belcebut, y los que quedaron, grandísima envidia de verme médico del rey y con más salario del primer salto que ellos o los más en toda su vida.

MATA.-  ¿Y sabíaislo representar?

PEDRO.-  Era como águila entre pájaros yo entre aquellos médicos; todos me temblaban.

MATA.-  ¿Pues tan para poco eran que no podían un día mataros o hacerlo hacer?

PEDRO.-  No podían lo uno ni lo otro, porque mi cabeza era guardada con las suyas; más sujeta gente es que tanto ni aun alzar los ojos a mirarme no osaran, porque no tenían mayor enemigo en el mundo que a mi amo; a ellos y a sus casas y linajes pusiera fuego.

MATA.-  Qué, ¿no faltara un bocadillo para que nadie lo supiera?

PEDRO.-  Bobo es el mozo que tomara colación ni cosa de comer en sus casas. Convidábanme hartas veces, pero yo siempre les decía que ya sabían que mi fe lo tenía vedado, por tanto no me lo mandasen.

MATA.-  Y al cirujano viejo aquel cristiano, ¿no le dieron nada o no sirvió?

PEDRO.-  También, que todo lo que de cirugía se hizo se había de agradecer a él, que el judío no estaba más de para lo que os dije. Le dieron su carta de libertad, y la depositó en la misma parte diciendo que nos habíamos de venir juntos. No penséis que no se tornó otra vez de nuevo a perder la amistad de los judíos, que le vino una erisipela que se paró como fuego, y yo, aunque estaba flaco, fui de parecer de sangrarle, en lo cual fui contradicho de todos los médicos, que no menor copia había mandado venir que al tiempo del abrir, los cuales decían que un hombre que había pasado lo que él y estaba tan flaco, juntamente con la sangre echaría el ánima. No me aprovechando dar voces diciendo que se encendía en fuego de la gran calentura y mirasen tenía tanta sangre que le venía al cuero, y que por estar flaco no lo dejasen, que cuanto más gordo es el animal tiene menos sangre, como claramente vemos en el puerco, que tiene menos que un carnero, entreme dentro en la recámara y díjele el consejo de todos los médicos, y como ni por pensamiento le consentían sangrar; que de la sangre ajena eran tan avarientos, ¿qué hicieran de la suya propia? Díjome: «¿pues qué te parece a ti?» Entonces tomele a solas por la mano y apretándosela como de amistad, digo: «Señor, por Cristo, en quien creo y adoro, que lo que alcanzo es que si no te sangras te mueres, sin aprovecharte nada tan gran peligro como has huido, de la hidropesía, y soy de parecer que entre tanto que ellos acaban de consultar el cómo te han de matar, entre el cirujano cristiano y yo cerremos la puerta y saquemos una escudilla de sangre». Él lo aceptó, extendiendo el brazo y diciendo: «Más quiero que tú me mates que no ser sano por sus manos; pero ¿qué diremos, que querrán entrar al mejor tiempo?» Digo: «Señor, para eso buen remedio: decir que estás en el servidor». Y quedamos a puerta cerrada un gentil hombre que se llamaba Perbis Aga, tesorero suyo y el más privado de toda la casa, que me tenía tanta y tan estrecha amistad como si fuéramos hermanos y el que jamás se apartó de la cama del bajá en toda su enfermedad, y el barbero y yo y un paje. A puerta cerrada le saqué cerca de una libra de sangre, la más pestilencial que mis ojos vieron, verde y cenicienta, y abrimos la puerta que entrasen los que quisiesen, escondida la sangre, y allí estuvimos en conversación una hora, en la cual el bajá sintió notable mejoría, y muy contento les preguntó el inconveniente de la sangría, certificándoles estar cuasi bueno con haber hecho dos cámaras. Ellos respondieron que no había otro sino que no podía escapar si lo hiciera. No pudo sufrirlo en paciencia, y airadamente, mostrándoles la sangre, les mandó que se le quitasen delante, llamándolos de homicidas, y que si más le iban a ver, aunque los llamase, a todos los mandaría ahorcar. Fuéronse, bajas sus cabezas, a quejar al hermano y a la sultana, y disculparse que si se muriese no les echasen culpa ninguna. El hermano le envió a visitar y reprehender porque hubiese así refutado su consejo; y él le envió la sangre que la viese, la cual vio también la sultana, y andaba entre señores mostrándose como cosa monstruosa; y a la tarde yo le saqué otra tanta, con que quedó sano del todo.

MATA.-  ¿Qué os decían después los judíos?

PEDRO.-  Que no se maravillaban de que hubiese sanado, pero la temeridad mía los abobaba. Un hombre que había salido con tantas cosas y con victoria y estaba ya libre, y si moría su amo con el parecer de todos quedaba más libre y con mucha honra, atreverse a perder todo lo ganado en un punto, ya que si moría en sus manos la mayor merced que le hicieran fuera atenazarle; lo mismo me dijo un día el Rustan Bajá, al cual respondí: «Señor, cuando yo voy camino derecho a sólo Dios temo, y a otro no; mas cuando voy torciendo, una gallina pienso que me tiene de degollar, aunque esté atada». Y a los judíos dije también: «Sabed que la mejor cosa de la fortuna es seguir la victoria».

MATA.-  Al menos hartas cosas había visto, por donde, aunque le pesase, ese vuestro amo os había de creer más que nadie.

PEDRO.-  Eso fuera si estuviera bien con Dios; pero como le traía el diablo engañado, habíale de dejar hasta dar con él en el infierno; dos meses más le dio de vida.

JUAN.-  ¿Cómo?

PEDRO.-  Andaba en el mes de diciembre, al principio, con una caña en las manos, como si no tuviera ni hubiera tenido mal, y al cabo que había caminado una legua se me quejaba que le dolían un poco las piernas y que le curase. Yo lo echaba por alto, diciéndole: «¡Señor, un hombre que seis meses ha pasado lo que Vuestra Excelencia se espanta de eso! Las piernas aún están algo débiles y no pueden sustentar como de primero tan grande carga como el cuerpo, sin hacer sentimiento, hasta que tornen del todo en su ser. Guárdese Vuestra Excelencia del diablo y no haya medicina ninguna, que le matará». Vino a él un judío boticario que se hacía médico y todo, el más malaventurado que había en Judea y más pobre, que se llamaba Elías, y como sabía que pagaba bien, díjole en secreto: «Yo, señor, he sabido que Vuestra Excelencia ha estado, mucho tiempo ha, malo, y mi oficio es solamente de un secreto de hacer a los flacos que por más que anden no se cansen. Podrete servir en ello, pero ha de ser con condición que este cristiano español no sepa nada, porque luego hará burla y dirá que no sé nada y no quiero que deprenda por mil ducados mi secreto». El bajá, que estábamos de camino para Persia al campo del Gran Turco, túvolo en mucho, y no sólo le prometió que yo no lo sabría, mas jurole todos los juramentos que en la ley de Mahoma más estrechamente ligan, y luego comenzó de esconderse de mí y tomar ciertos bocados que aquél le daba, llenos de escamonea, que le hacía echar las tripas, purgole once días mañana y noche, que al menos le hizo hacer ciento y ochenta cámaras, y da con él en tierra.

MATA.-  ¿Pues él no se sentía peor?

PEDRO.-  Sí; pero el otro le hacía creer que aquello que salía era de las piernas y que no debilitaba nada, y que él ponía su cabeza que se la cortasen si no saliese con la cura. Ya que se vio muy decaído, acordó de mandarme dar parte de todo lo pasado, y cuando lo supe, que aquellos días yo me andaba paseando por la ciudad como no le hacía ninguna medicina, hallele cuasi muerto, debilitado y con una calenturilla, y reñile mucho el error pasado. Y como vino allí el judío, quísele matar, y los privados del bajá, entre los cuales era el mayordomo mayor y el tesorero, que debían de estar concertados con él que le despachasen, no me dejaron que le hablase mal ni le reprehendiese cosa de cuantas hacía. Yo vime perdido, y estando la sala llena de caballeros y dos bajás amigos suyos, que le habían venido a ver, como quien toma por testimonio le protesté y requerí que no hiciese más cosa que aquél le mandase, porque si lo hacía no llegaría a nuestra Pascua, que era de allí a veinte días, y me maravillaba de una cabeza como la suya, que gobernaba el imperio todo por mar y por tierra, igualarla con la de un judío el más infame de su ley. Si quería por vía de medicina judíos, había honrados y buenos médicos; llamáselos y curásese con ellos, y no les diese aquella higa a todos los médicos. «Gran venganza -digo- será que después de muerto corten la cabeza del judío. Pregunto: ¿Qué gana Vuestra Excelencia por eso?» A todos les pareció bien y de allí en adelante cada día a cuantos me preguntaban cómo estaba mi amo les respondía: «Muérese». El judío no dejó de perseverar su cura, con decir que ya él había dicho que yo le había de contradecir; mas por voces que diese no deprendería el secreto y que tomase lo que le daba y callase. No dejó de mejorar un poco, porque cesó de darle purgas, y reíase mucho de que yo le dijese cuando le tomaba el pulso que se moría. Como no sanaba dentro del plazo constituido, díjole: «Señor, yo hallo por mis escrituras que contra el mandado y voluntad de Dios no se puede ir; hágote saber que si no vendes una nave que tienes, por la cual te ha venido el mal, que ningún remedio hay». Manda luego sin ninguna dilación se diese por cualquier precio, porque él se acordaba que del día que aquella nave se cayó en la mar tenía todo su mal.

JUAN.-  ¿Qué nave? ¿Qué tenía que hacer el mal con la nao?

PEDRO.-  Tenía una muy hermosa nao, la cual un día, dentro el puerto, dándole careña, que es cierto baño de pez que le dan por debajo, cargáronla sobre unas pipas, y por no la saber poner se hundió toda en la mar; a sacarla concurrió infinita gente, que casi no quedó esclavo en Constantinopla. Con muchos ingenios, en ocho días, a costa de los brazos de los cristianos, sin lesión ninguna la sacaron. Decía agora aquel judío que la nave causaba el mal. Hízosela vender en cinco mil ducados, valiendo ocho mil, con la agonía de sanar.

JUAN.-  ¿Y no había otra causa más para echar la culpa a la nave? ¿Qué decíais vos a eso?

PEDRO.-  Cuando yo lo vi, concedí con el judío que desde entonces tenía el mal, y el caerse la nave había sido la causa de la enfermedad; mas que ni el judío ni él no sabían el por qué como yo, y si me perdonaba yo lo diría. Diome luego licencia y asegurome; digo: «¿Vuestra Excelencia tiene memoria que aquel día crucificó un cristiano y le tuvo delante de los otros más de cuatro horas crucificado? Pues Dios está enojado de eso».

JUAN.-  ¿Crucificar cristiano?

PEDRO.-  Sí en verdad.

JUAN.-  ¿En cruz?

PEDRO.-  En cruz.

JUAN.-  ¿Vivo?

PEDRO.-  Vivo.

JUAN.-  ¿Y así aspado?

PEDRO.-  Ni más ni menos que a Cristo.

JUAN.-  ¿Pues cómo o por qué? ¿Vos visteis tan gran crueldad?

PEDRO.-  Con estos ojos. Hay dos o tres galeras en Constantinopla que llaman de la piedra.

MATA.-  ¿Son hechas de argamasa?

PEDRO.-  No, sino como las otras; mas porque sirven de traer de contino, invierno y verano, piedra para las obras del Gran Turco, las llaman de la piedra. En respecto de la de éstas, es paraíso estar en las otras; traen sin árboles ni velas, salvo una pequeñita que está en la proa, que se dice trinquete, y los que han hecho de los turcos tan graves delitos que merecen mil muertes, por darles más pena los echan allí, donde cada día han de cargarla ante él y descargar, como si también cuando faltan malhechores meten cristianos cautivos.

JUAN.-  ¿Por qué no tiene árbol ni velas?

PEDRO.-  Porque como es tan infernal la vida, los que aran dentro se irían con la misma galera, que aun sin velas se huyó tres veces estando yo allí, entre las cuales fue ésta cuando un garzoncito de éstos concertó con todos los que con él remaban que matasen los guardianes y se huyesen; vinieron a ejecutar su pensamiento, y levantáronse contra los que estaban dentro y rindiéronseles, matando alguno, e huyéronse. Aquel húngaro, no contento con esto, ya que estaban rendidos estaba mal con el arráez porque le azotaba mucho, y cuando se vio suelto arremete a él y dale de puñaladas, y ábrele el pecho y sacó el corazón, el cual se comió a bocados, y otro compañero suyo tomó al canite y a un hijo del arráez e hizo otro tanto. No fue Dios servido de darles buen viaje. Volvió el viento contrario, y dieron al través cincuenta leguas de Constantinopla, y fueron descubiertos de la gente de la tierra y presos todos y llevados a Constantinopla cuando esta nave se sacaba. Cuando se huyen cristianos, los turcos, a los capitanes que los ponen en que se huyan, castigan, que a los demás no los hacen mal, sino dicen que los otros los engañaron y lo han de pagar. Como la bellaquería que aquel húngaro y su compañero habían usado era tan grande, Zinan Bajá, como virrey, mandó que aquel día, que todos los cautivos estaban sacando, juntos en la nave fuesen crucificados, vivo el que mató al capitán, y el otro empalado después de cortados brazos y orejas y narices; éste luego murió, mas el que estaba en la cruz bien alta, entre una nave y otra, estuvo con gran calor medio día, hasta que yo con mi privanza fui a besar el pie del bajá, que muchos habían ido y no habían alcanzado nada; hízome la merced de que yo le hiciese cortar la cabeza, con la cual nueva fui tan contento como si le hiciera la merced de la vida.

JUAN.-  Grande lástima es ésa. En mi vida oí decir que fuesen tan crueles; por mayor merced tengo aquélla que el alcanzar la vida. ¿Murió cristiano?

PEDRO.-  Yo no entendí su lengua; pero a lo que dijeron todos los que le oían y entendían, como un mártir.

JUAN.-  Bienaventurado él, que no sé qué más martirio del uno y del otro. ¿Y los cristianos qué decían?

PEDRO.-  Ayudarle con un pésame. ¿Qué queréis que hiciesen? Lástimas hartas; y los mercaderes venecianos y griegos todos estaban mirándole y animándole.

MATA.-  Y al bajá, ¿pesole lo que le dijisteis? Porque yo, por fe tengo que esa fue la causa.

JUAN.-  ¿No os parece que era bien suficiente?



ArribaAbajoMuere Zinan Bajá

PEDRO.-  Echolo en risa y díjome: «Mucho caso hace Dios de vuestro cristiano en el cielo con toda su mejoría y vender de nao». El día de Santo Tomé pidiome, estando sentado, un espejo y un peine, y preguntome, estándose mirando, cuándo era nuestra pascua. Yo le respondí que de allí a cuatro días. Díjome: «Gentil pronóstico has echado si no he de vivir más de hasta allá». Con mucha risa yo le dije: «Vuestra Excelencia, que no hay cosa en el mundo que yo más deseo que mentir en tal caso; pero como yo veía el camino que este malaventurado de judío trae, procuraba apartar a Vuestra Excelencia de que no muriese a sus manos». Díjome: «Pues si es hora de comer, tráeme la comida y vaya el diablo para ruin, que yo no he tenido mejor apetito muchos meses ha». Tomé mi caña de Indias, como tenía de costumbre, y fui a la cocina y mandé que llevasen la comida; yendo yo delante de los que la llevaban, vi un negro que a grande priesa bajaba la escalera diciendo: «Yulco, yulco»: «agua, agua rosada». Salté arriba por ver quién estaba desmayado, y hallé al pobre Zinan Bajá con el espejo en la mano y el peine en la otra, muerto ya y frío; y por sí o por no, y de miedo que algún turco no me diese algo que no me supiese bien, pues parecen mal los médicos en las cámaras de los muertos, retrájeme a mi aposento, que era bajo del del bajá y cerreme por dentro.

MATA.-  Yo me huyera.

PEDRO.-  Gentil consejo; agora os digo que habéis borrado cuanto bueno toda esta noche habéis hablado. ¿Paréceos que era bueno, donde no tenía culpa, hacerme homicida y donde era libre tornar a ser cautivo? Antes gané la mayor honra que en todas las curas ni de sultana ni príncipe ninguno; porque con la protesta que le hice y el pronóstico, todos quedaron señalándome con el dedo diciendo el «vere filius Dei erat iste». Si a éste creyera, nunca muriera. Desde mi cámara vi toda la solemnidad y pompa del enterramiento, y llantos, y lutos, lo cual, si queréis, no os diré agora, si no remitirlo he para su lugar.

MATA.-  ¿Qué más a propósito lo podéis decir en ninguna parte que aquí?

JUAN.-  Dicho se estará.

PEDRO.-  Pues presuponed que en su casa tenía muchos gentiles hombres y criados que se pusieron luto y le lloraban por orden y compases, diciendo uno la voz y respondiendo todos llorando. El luto es sobre la toca blanca que traen, que llaman turbante; se ponen la cinta que traen ceñida de manera que el tocado se cubra y parezca o todo no blanco, sino entreverado, o negro o de otro color como es la cinta. No hay más luto de este ni dura sino tres días; y con éste llevan los vestidos que quieren, que aunque sea brocado, es luto. La voz del llanto decía: «¡Hei, Zinan Bajá!» «¡Hei!», respondían todos. «¡Hei, hei bizum afendi!» «¡Hei, hei!», respondían siempre. «¡Hei denis beglerbai; hei, hei, Stambol bezir! ¡Hei, hei andabulur birguile captan anda!» A esto todos: «¡Vhai, vai, vai!» Quiere decir: «¡Ay! Zinan Bajá, ¡ay!, nuestro patrón y señor, almirante de la mar, gobernador del imperio, ¿dónde se hallará un capitán como éste? ¡Guay, guay, guay!» Yo, cerradas mis ventanas, en mi cámara me eché de hocicos sobre una arca, y apretaba los ojos fuerte, y tenía muy a mano un jarro de agua, con que los mojaba, y el pañizuelo también, para si alguno entrase que no pareciese que no le lloraba; y a la verdad, entre mí holgábame porque Dios le había matado sin que yo tuviese en qué entender con él; y como en la muerte del asno no pierden todos, quedaría libre, y me podría venir; lo cual si viviera, siempre tenía temor que por más cartas de libertad que me diera nunca alcanzara licencia.

MATA.-  No me parece que dejó de ser crueldad no os pesar de veras y aun llorar, que en fin, aunque era pagano, os había hecho obras de padre a hijo.

PEDRO.-  Yo a él de Espíritu Santo; bien parece que nunca salisteis de los tizones y de comer bodigos, que de otra manera veríais cuánto pesa la libertad y cómo puesta en una balanza y todas las cosas que hay en el mundo, sacada la salud, pesa más que todas juntas. No digo yo Zinan Bajá, pero todo el mundo no se me diera nada que se muriera, por quedar yo libre. No dejé, con todo esto, de meter bastimento para si no pudiese salir aquellos dos días, de una calabaza de vino que siempre tenía, y queso y pan, pasas y almendras. Luego le pusieron sobre una tabla de mesa y con mucha agua caliente y jabón le lavaron muy bien todo.

MATA.-  ¿Para qué?

PEDRO.-  Es costumbre suya hacer así a todos los turcos. Y metiéronle en un ataúd de ciprés, y tomáronle entre cuatro bajás, con toda la pompa que acá harían al Papa, que no creo que era menor señor, y lleváronle a una mezquita que su hermano tenía hecha, que se llama Escutar, una legua de Constantinopla, y para la vuelta había muchos sacrificios de carneros, y mucho arroz y carne guisado, para dar por amor de Dios a cuantos lo quisiesen. Otro día que le habían enterrado yo salí a la cocina, a requerir si había qué comer, muy del hipócrita, puesto el pañizuelo, en los ojos, mojado, con lo cual moví a grandísima lástima a todos cuantos me vieron, y decíanse unos a otros: «¡Oh, cuitado, mezquino de este cristiano, que ha perdido a su padre!» En la cocina me dieron un capón asado. Envolvile en una torta, sin quererle comer allí, por fingir más soledad y dolor, y fuime a la cámara, harto regocijado dentro. Como informaron al mayordomo mayor y al tesorero de mi gran dolor y tristeza, fueron, que no fue poco favor, con otros diez o doce gentiles hombres a visitarme a mi cámara, y por hacerme más fiesta quisieron que allí se hiciese un llanto como el otro y llevase yo la voz, por el ánima del bajá. Fui forzado a hacerlo, y con llorar todos como una fuente, yo digo mi culpa, no me pudieron hacer saltar lágrima; digo de veras, que del cántaro harto más que ellos. No veía la hora que se fuesen con Dios: ¡tanto era el miedo que tenía de reírme!

MATA.-  ¿Qué se hizo de la hacienda? ¿Tenía hijos?

PEDRO.-  Quedó la sultana por testamentaria o albacea, y lleváronle allá todo cuanto había, que no fueron pocas cargas de oro y plata. Estad ciertos que eran en dinero más de un millón y en joyas y muebles más de otro; dejó dos hijas y un hijo; y después que yo vine he sabido que el hijo y la una hija son muertos; en fin, todo le vendrá al Gran Turco, poco a poco; día de los Reyes fue el primero que sacaron a vender por las calles en alta voz los esclavos, no menos contentos que yo; porque dice el italiano: «chi cangia patron, cangia ventura»: Quien trueca amo, trueca ventura. Como era tan grande señor y tan poderoso, no se le daba nada por rescatar cristianos; antes lo tenía a pundonor, y así muchos, aunque tenían consigo el dinero, estaban desesperados de ver que estuvieran en manos de quien no tuviese necesidad de dineros. Comenzaron a sacar a todos mis compañeros, y aunque eran caballeros andaban tan baratos, por no tener oficios, los rescates dudosos y la pestilencia cada día en casa, que nadie se atrevía a pasar de doscientos ducados por cada uno, entre los cuales muchos habían rogado con seiscientos a Zinan Bajá y podían dar mil. Yo quisiera aquel día más tener dineros que en toda mi vida, porque los daban a luego pagar como si fueran nada, y como no tenía, andaba estorbando a todos los que veía que tenían gana de ellos y se alargaban en la moneda, diciendo, como amigo que mirase lo que hacía, que yo le conocía de España, y que aunque decía que era caballero, lo hacía porque no le hiciesen trabajar tanto como a los otros; mas en lo cierto era un pobre soldado que no tenía sino deudas hartas acá, y por eso se había ido a la guerra. Siendo cosa de interés, todos tomaban sospecha ser verdad lo que yo les decía y nadie los quería comprar.

MATA.-  ¿Pues ellos, ¿qué ganaban en eso? ¿No fuera mejor que los comprara algún hombre de bien que los tratara como caballero?

JUAN.-  ¿No veis que acaba de decir que vale más ser de un particular que de un señor?

PEDRO.-  Y aun de un pobre que de un rico; porque como el pobre tiene todo su caudal allí empleado, dales bien de comer y regálalos, y es compañero con ellos, porque no se les mueran, y lo mejor de todo es que por poca ganancia que sienta los da por haber y asegurar su dinero; lo cual el rico no hace, porque ni les habla ni les da de comer, pudiendo mejor sufrir él que los pobres la pérdida de que se mueran. Al que yo conocía que era pobre y hombre de bien le decía: «Compra a éste y a éste, y no te extiendas a dar más de hasta tanto, que yo los fío que te darán cada uno de ganancia una juba de grana que valga quince escudos»; y así hice a uno que comprase tres Comendadores de San Juan por doscientos ducados, y él tenía un hermano cautivo en Malta, y de ganancia cuando le diesen los doscientos ducados, le habían de dar al hermano; y dentro de tres meses se vinieron a su religión bien baratos; a otros dos hice se comprase otro por ciento veinte ducados los cuales sobre mi palabra dejaba andar sin cadenas por la ciudad.

MATA.-  ¿Tanto fiaban de vos?

PEDRO.-  Aunque fueran mil y diez mil no lo hayáis a burla, que uno de los principales y que más amigos tenía allá era yo.

MATA.-  ¿Cómo aquistasteis tantos?

PEDRO.-  Con procurar siempre hacer bien y no catar a quién. Todos los oficiales y gentiles hombres de casa de Zinan Bajá pusieran mil veces la vida por mí, tanto es lo que me querían, y el mayor remedio que hallo para tener amigos es detrás no murmurar de hombre, ni robarle la fama, antes loarle y moderadamente ir a la mano a quien dice mal de él; no ser parlero con el señor es gran parte para la amistad en la casa que estáis. ¿Sabéis las parlerías que yo a mi amo decía? Que no hubo hombre de bien en la casa a quien no hiciese subir el salario que en muchos años no había podido alcanzar y le pusiese en privanza con el bajá. Tenía esta orden: Que cuando estaba solo con él, siempre daba tras el oficio de que más venía al propósito; unas veces le decía: «Muchas casas, señor, he visto de reyes y príncipes, mas tan bien ordenada como ésta ninguna, por la grande solicitud que el mayordomo mayor trae, del cual todo el mundo dice mil bienes»; y sobre esto discantaba lo que me parecía. Otras veces del tesorero: «Señor, yo soy testigo que en tantos días de vuestra enfermedad no se desnudó ni hubo quien mejor velase». Del cocinero otras veces: «Yo me estoy maravillado de la liberalidad y gana de servir de él, y del gusto y destreza; que tengo para mí que en el mundo hay rey que mejor cocinero mayor tenga; cuando de noche voy a la cocina para dar algún caldo a Vuestra Excelencia, le hallo sobre la misma olla, la cabeza por almohada, no se fiando de hombre nacido, vestido y calzado». Hasta los mozos de despensa y de cocina procuraba darle a conocer y que les hiciese mercedes. Luego veía otro día al uno con una ropa de brocado, al otro con una de martas y con más salario, o mudado de oficio, venirme a abrazar, porque algunos pajes que se hallaban delante les decía: «Esto y esto ha pasado el cristiano con el bajá de vos». Si entraba en el horno, despensa o cocina, todos me besaban la ropa; pues aunque yo tuviera cada día cien combinados no les faltara todo lo que en la mesa del bajá podían tener. Tened por entendido que si dijera mal de ellos, ni más ni menos lo supieran, que las paredes han oídos, y fuera tan malquisto como era de bien, de más del grandísimo deservicio que a Dios en ello se hace. Son gente muy encogida, y aunque se mueran de pura hambre no hablarán en toda su vida al amo, ni unos por otros; y por hablar yo así tan liberalmente con él me quería tanto. El número de los arraeces no es cierto, que pueden hacer los que el bajá de la mar quiere; yo pedía, como supiese que cabía en él, para muchos la merced y la alcanzaba y no les quería llevar blanca, aunque me acometían a dar siempre dineros. Veis aquí, hermanos, el modo de aquistar amigos dondequiera, que, en dos palabras, es ser bien criado y liberal y no hacer mal a nadie, porque donde hay avaricia o interés maldita la cosa hay buena.

MATA.-  ¿No os aprovechasteis de nada en esos tiempos?

PEDRO.-  Sí, y mucho; deprendí muy bien la lengua griega, turquesca e italiana, por las cuales supe muchas cosas que antes ignoraba, y vine por ellas a ser el cristiano más privado que después que hay infieles jamás entre ellos hubo.

MATA.-  ¿No digo yo sino de algunos dineros para rescataros?

PEDRO.-  ¿Qué más dineros ni riqueza quiero yo que saber? Éstas me rescataron, éstas me hicieron privar tanto que fui intérprete de ellas con Zinan Bajá de todos los negocios de importancia de ellas, y aun con todo se están en pie, y los dineros fueran gastados; cuanto más que, si yo más allá estuviera, no faltara, o si mi amo viviera.

JUAN.-  Volviendo a nuestra almoneda, ¿todos se vendieron?

PEDRO.-  No quedaron sino obra de ciento, para hacer una mezquita en su enterramiento, y acabada también los venderán.

JUAN.-  Pues de las limosnas de España que hay para redención de cautivos, ¿no podían hacer con qué rescatar en buen precio hartos?

PEDRO.-  ¿Qué redención? ¿Qué cautivos? ¿Qué limosna? Córtenme la cabeza si nunca en Turquía entró real de limosna.

MATA.-  ¿Cómo no, que no hay día que no se pide y se allega harto?

PEDRO.-  ¿No sabéis que no puede pasar por los puertos oro, ni moro, ni caballo? Pues como no pase los puertos, no puede llegar allá.

MATA.-  Mas no sea como lo de los hospitales..., no digo nada.

PEDRO.-  Tú dijiste. Yo lo he procurado de saber por acá, y todos me dicen que por estar cerca de España Berbería van allá, y de allí los traen; bien lo creo que algunos, pero son tan pocos, que no hay perlado que si quisiese no traería cada año más, quedándole el brazo sano, que en treinta años las limosnas de los señores de salva. No hay para qué decir, pues no lo han de hacer como los otros: sola la medicina dicen que ha menester experiencia; no hay Facultad que, juntamente con las letras, no la tenga necesidad, y más la Teología. Pluguiese a Dios por quien él es, que muchos de los teólogos que andan en los púlpitos y escuelas midiendo a palmos y a jemes la potencia de Dios, si es finita o infinita, si de poder absoluto puede hacer esto, si es «ab aeterno», antes que hiciese los cielos y la tierra dónde estaba, si los ángeles superiores ven a los inferiores y otras cosas así, supiesen por experiencia medir los palmos que tiene de largo el remo de la galera turquesca y contar los eslabones que tenía la cadena con que le tenían amarrado, y los azotes que en tal golfo le habían dado, y los días que había que no se hartaba de pan cocido sin cerner, un año había, lleno de gusanos, y las arrobas de peso que le habían hecho llevar acuestas el día que se quebró, y los puñados de piojos que iba echando a la mar un día que no remaba; ¡pues qué, si viesen las ánimas que cada día reniegan, mujeres y niños y aun hombres de barba! Pasan de treinta mil ánimas, sin mentir, las que en el poco tiempo que yo allí estuve entraron dentro en Constantinopla: de la isla de Llipar, nueve mil; de la del Gozo, seis mil; de Tripol, dos mil; de la Pantanalea y la Alicata, cuando la presa de Bonifacio, tres mil; de Bestia, en Apulla, seis mil; en las siete galeras, cuando yo fui preso, tres mil. No quiero decir nada de lo que en Hungría pasa, que bien podéis creer que lo que he dicho no es el diezmo de ellos; pues pluguiese a Dios que siquiera el diezmo quedase sin renegar. Lo que por mí pasó os diré: enviaron de Malta una comisión que se buscasen para rescatar todas las ánimas que en el Gozo se habían tomado, y como yo lo podía hacer, diéronme a mí el cargo; anduve echando los bofes por Constantinopla y no pude hallar, de seis mil que tenía por minuta, sino obra de ciento y cincuenta viejos y viejas.

MATA.-  ¿Pues qué se habían hecho?

PEDRO.-  Todos turcos, y muertos muchos, y éstos que quedaron, por no se lo rogar creo que lo dejaron de hacer. Juzgad así de los demás. ¿Qué más queréis, que se hablan las lenguas de la Iglesia romana, como italiano, alemán y húngaro, y español, tan común como acá y de tal modo que no saben otra? ¿Paréceos que, vistas las orejas al lobo, como ensanchan sus conciencias ensancharían las limosnas y las cuestiones, si es lícito al sacerdote tomar armas, y serían de parecer que no quedase clérigo ni fraile que, puestas sus haldas en cinta, no fuese a defender la santa fe católica, como lo tiene prometido en el bautismo? A vos, como a teólogo, os pregunto: si una fuerza como la de Bonifacio, o Tripol, o Rodas, o Buda, o Belgrado la defendieran clérigos y frailes con sus picas y arcabuces, ¿fuéranse al infierno?

JUAN.-  Para mí tengo que no, si con sólo el celo de servir a Dios lo hacen.

MATA.-  Para mí tengo yo otra cosa.

PEDRO.-  ¿Qué?

MATA.-  Que es eso hablar «ad efeseos»: que ni se ha de hacer nada de eso, ni habéis de ser oídos, porque no hay hombre en toda esta corte de tomo, letrado, ni no letrado, que no piense que sin haber andado ni visto nada de lo que vos, porque leyó aquel libro que hizo el fraile del camino de Jerusalem y habló con uno de aquellos bellacos que decíais que fingen haberse escapado de poder de moros, que les atestó las cabezas de mentiras, no les harán entender otra cosa aunque bajase San Pablo a predicárselas; yo os prometo que si mi compadre Juan de Voto a Dios topara con otro y no con vos, que nunca él torciera su brazo, pues conmigo aún no le ha querido torcer en tantos años, sino echome en creer del cielo cebolla.

PEDRO.-  No tengo que responder a todos ésos más de una copla de las del redondillo, que me acuerdo que sabía primero que saliese de España, que dice:


   Los ciegos desean ver,
oír desea el que es sordo,
y adelgazar el que es gordo,
y el cojo también correr;
solo el necio veo ser
en quien remedio no cabe,
porque pensando que sabe
no cura de más saber.

MATA.-  Agora os digo que os perdonen cuanto habéis dicho y hecho contra los teólogos, pues con solo un jubón habéis vestido a la mayor parte de la corte.

PEDRO.-  Pocos trances de esos pensaréis que he pasado con muchos señores que así me preguntan de allá cosas, y como no les diga lo que ellos saben, luego os salen con un vos más de media vara de largo: «Engañaisos, señor, que no sabéis lo que decís; porque pasa de esta y de esta manera». Preguntado que cómo lo saben, si han estado allá por dicha, ni aun en su vida vieron soltar una escopeta, y por esto yo estoy deliberado a no contar cosa ninguna jamás si no es a quien ha estado allá y lo sabe.

MATA.-  ¿Ni del Papa ni nadie nunca fue allá limosna de rescate?

PEDRO.-  Ni del que no tiene capa.

JUAN.-  ¿Y del Rey?

PEDRO.-  No, que yo sepa; porque si algunas había de haber hecho, había de ser en los soldados de Castilnovo, que después que en el mundo hay guerras nunca hubo más valerosa gente ni que con más animo peleasen hasta la muerte, que tres mil y quinientos soldados españoles que allí se perdieron, lo cual, aunque yo no lo vi, sé de los mismos turcos que me lo contaban, y lo tienen en cabeza de todas las hazañas que en tiempos ha habido, y a esta posponen la de Rodas, con averiguarse que les mataron los comendadores mas de cien mil turcos.

MATA.-  ¿Cuánto tiempo ha eso de Castilnovo?

PEDRO.-  Había cuando yo estaba allá diecisiete años, y conocí muchos pobres españoles de ellos, que aun se estaban allí sin poner blanca de su casa. Podría el Rey rescatar todos los soldados que allá hay y es uno de los consejos «ad efeseos», como vos decíais denantes, que las bestias como yo dan, sabiendo que el Rey ni lo ha de hacer ni aun ir a su noticia; mas, pues no tenemos quien nos dé prisa en el hablar, echemos juicio a montones. Ya habéis oído cómo por antigüedad, o porque quieren, dan los turcos a algunos cristianos cartas de libertad con condición que sirvan tres años, quedándose por todos aquellos tres tan esclavo como antes, y no menos contento, aunque no le dan de comer, que si ya estuviese en su tierra. ¿Cuánto más merced le sería si el rey los sacase y les quitase de cada paga un tercio hasta que se quedase satisfecho de la deuda? Y haría otra cosa: que el escuadrón de mil hombres de esta manera valdría, sin mentir, contra turcos, tanto como un ejército, como primero se consentirían hacer mil pedazos que tornar a aquella primera vida.

MATA.-  ¿Habéis dicho? Pues bien podéis hacer cuenta que no habéis dicho nada, y aunque metáis ese consejo en una culebrina, no hayáis miedo que llegue a las orejas del rey; porque si las dignidades solamente de las iglesias de España, con sus perlados, quisiesen, que es también hablar al aire, no habría necesidad del ayuda del rey para ello; mas ¿no sabéis que dice David: «¿Non est qui faciat bonum, non est usque ad unum?» No se nos vaya, señores, la noche en fallas ¿Qué fue después de la almoneda?

PEDRO.-  Ya que vendieron a todos, yo demandé la carta que tenía de libertad, depositada en el mayordomo mayor del bajá, el cual fue a la sultana y le hizo relación de la venta de los cristianos y que no quedaba más del médico español; si mandaba Su Alteza que se le diese la carta que estaba en depósito. Ella respondió que no, por cuanto Amón Ugli era muerto, el protomédico de su padre, y no había quien mejor lo pudiese ser que yo, ni de quien el Gran Turco mejor pudiese fiarse; por tanto, que me tomasen con dos jenízaros, que son de la guarda del rey, y me llevasen allá, que ella le quería hacer aquel presente.

MATA.-  ¿Dónde estaba el Gran Turco estonces?

PEDRO.-  En Amacia, una ciudad camino de Persia, quince jornadas de Constantinopla; y, como sabéis, no hay mejor cosa que tener donde quiera amigos, un paje de esta sultana, ginovés, que había sido de Zinan Bajá capado, que yo cuando no sabía la lengua era mi intérprete, dio a un barbero que entraba a sangrar una mujer allá dentro, dos renglones, por los cuales me avisaba de todo lo que pasaba; por tanto viese lo que me cumplía. Yo fui luego al Papa suyo y díjele (que era muy grande señor mío, que le había curado) todo como pasaba; digo el depositar de la carta, y cómo no me la daban y el miedo que había que la sultana no hubiese mandado que no me la diesen; ¿qué remedio tenía si la quisiese sacar por justicia; si podría, pues la última voluntad del testador era aquélla, y tenía muchos testigos, y él mismo confesaba tenerla? Respondiome que tenía mucha justicia y me la haría guardar; mas que me hacía saber que había entre ellos una ley que si caso fuese que el cautivo que ahorrasen fuese eminente en una arte, no fuesen obligados a cumplir con él la palabra que le habían dado, por ser cosa que conviene a la república que aquel tal no se vaya. «Si esto -dice- os alegan, no os faltará pleito; mas yo creo que no se les acordará; lo que yo pudiere hacer por vos no lo dejaré».

MATA.-  ¿Todo eso tenemos a cabo de rato? ¿Pues qué consejo tomaste?



ArribaAbajoLa fuga

PEDRO.-  El que mi tía Celestina, buen siglo haya daba a Pármeno, nunca a mi se me olvidó: desde la primera vez que le oí que era bien tener siempre una casa de respecto y una vieja, a donde si fuese menester tenga acogida en todas mis prosperidades; con el miedo de caer de ellas, siempre, para no menester, tuve una casa de un griego, el cual en necesidad me encubriese a mí o a quien yo quisiese, pagándoselo bien, y dábale de comer a él y un caballo muchos meses, no para más de que siempre me tuviese la puerta abierta.

MATA.-  No creo haber habido en el mundo otro Dédalo ni Ulises, sino vos, pues no pudo la prosperidad cegaros a que no mirásedes adelante.

PEDRO.-  ¿Ulises o qué? Podéis creer como creéis en Dios, que yo acabaré el cuento, que no pasó de diez partes una, porque lo de aquél dícelo Homero, que era ciego y no lo vio, y también era poeta; mas yo vi todo lo que pasé y vosotros lo oiréis de quien lo vio y pasó.

JUAN.-  Pues, ¿qué griego era aquél? ¿Era libre? ¿Era cristiano? ¿A quién estaba sujeto?

PEDRO.-  Presuponed, entre tanto que más particularmente hablamos, que no porque se llame Turquía son todos turcos, porque hay más cristianos que viven en su fe que turcos, aunque no están sujetos al Papa ni a nuestra Iglesia latina, sino ellos se hacen su patriarca, que es Papa de ellos.

MATA.-  ¿Pero cómo los consiente el Turco?

PEDRO.-  ¿Qué se le da a él, si le pagan su tributo, que sea nadie judío ni cristiano, ni moro? En España, ¿no solía haber moros y judíos?

MATA.-  Es verdad.

PEDRO.-  Pues de aquellos griegos hay algunos que viven de espías, de traer cristianos escondidos porque les paguen por cada uno diez ducados y la costa hasta llegar en salvo, que es un mes, y si aportan en Raguza o en Corfó, las ciudades les dan cada otros diez ducados por cada uno.

JUAN.-  La ganancia es buena si la pena no es grande.

PEDRO.-  No es mayor ni menor de empalar, como he visto hacer a muchos: que al cristiano cautivo que se huye, cuando mucho, le dan una docena de palos, mas al que le sacó empálanle sin ninguna redención.

MATA.-  ¿Pues hay quien lo ose hacer con esa pena?

PEDRO.-  Mil cuentos: la ganancia, el dinero, la necesidad e interés, hacen los hombres atrevidos; sé que el que hurta bien sabe que si es tomado le han de ahorcar, y el que navega, que si cae en la mar se tiene de ahogar; mas, no obstante eso, navega el uno y el otro roba. Por cierto, la espía que yo traje había ya hecho diecinueve caminos con cristianos, y con el mío fueron veinte.

JUAN.-  ¿Cómo se llamaba?

PEDRO.-  Estamati.

MATA.-  ¿Y qué hacía? ¿De qué os servía?

PEDRO.-  De mostrarme el camino, y servirme en él.

JUAN.-  ¿Y trajo a vos sólo?

PEDRO.-  Como yo vi la respuesta que el Papa turco me dio, comencé de pensar en mí quién me mandaba tomar pleito contra el rey, valiendo más salto de mata que ruego de buenos hombres; yo determiné de huirme y tomé los libros, que eran muchos y buenos, y dilos envueltos en una manta de la cama a una vecina mía, de quien yo me fiaba, que los guardase, y saqué de una arquilla las camisas y zaragüelles delgados que tenía, labradas de oro, que valdrían algunos dineros, que serían una docena, que me daban turcas porque las curaba, y fuime en casa de la espía y topé en el camino aquel cirujano viejo mi compañero, y contele lo que había pasado, y díjele: «Yo me voy huyendo; si queréis venir conmigo, yo os llevaré de buena gana, y si no, y os viniere por mí algún mal no me echéis la culpa». Fue contento de hacerme compañía, mas quiso ir a casa por lo que tenía, que era cosa de poco precio. Digo yo: «No quiero sino que se pierda; si habéis de venir ha de ser desde aquí, si no, quedaos con Dios». El pobre viejo, que más valiera que se quedara, fuese conmigo a casa del griego, y allí consultamos en qué hábito nos traería. Dijo que el mejor, pues yo sabía tan bien la lengua, sería de fraile griego, que llaman caloiero, que es éste con que espantó a Mátalas Callando, pues teníamos las barbas que ellos usan, que era también mucha parte. Yo di luego dineros para que me trajesen uno para mí y otro para mi compañero.

JUAN.-  ¿Pues véndense públicamente?

PEDRO.-  No, sino que se los tomase a dos frailes y les diese con qué hacer otros nuevos; y trájolos. Dile luego cinco ducados para que me comprase un par de caballos.

MATA.-  Tenedle, que corre mucho.

PEDRO.-  ¿Qué decís?

MATA.-  ¿Que si corrían mucho?

JUAN.-  No dijo sino una malicia de las que suele.

MATA.-  Pues cinco ducados dos caballos, ¿quién lo ha de creer? Aunque fueran de corcho.

PEDRO.-  Y aún creo que me sisó la quinta parte el comprador. No entendáis caballos para que rúen los caballeros, sino un par de camino, como estos que alquilan acá, que bastasen a llevarnos treinta y siete jornadas, y éstos no valen más allá de a dos o tres escudos.

MATA.-  ¡Quemado sea el tal barato!

PEDRO.-  Este griego usaba tenerse en casa escondidos los cautivos un mes o dos beborreando, hasta desmentir y que no se acordasen; mas yo no quise estar en aquel acuerdo, antes aquella noche, a media noche, quise que nos partiésemos, haciendo esta cuenta: como ya ando libre, el primero ni segundo día no me buscarán; pues cuando al tercero me busquen y envíen tras mí, ya yo les tengo ganadas tres jornadas, y no me pueden alcanzar.

MATA.-  Sepamos con qué tantos dineros os hallasteis al salir.

PEDRO.-  Obra de cincuenta ducados en oro y una ropa de brocado y otra de terciopelo morado, y las camisas y calzones y otras joyas. El viejo no sé lo que se tenía; creo que lo había empleado todo en piedras, que valen un buen precio. Salimos a la mano de Dios, y la primera cosa que topé en apartándome de las cercas de Constantinopla, que ya quería amanecer, fue una paloma blanca que me dio el mayor ánimo del mundo, y dije a los compañeros: «Yo espero en Dios que hemos de ir en salvamento, porque esta paloma nos lo promete».

MATA.-  Y si fuera cuervo, ¿volviéraisos?

PEDRO.-  No penséis que miro en agüero; aquello creía para confirmación de esperanza; pero no lo otro para mal. Íbamos dando la espía lección de lo que habíamos de hacer, como nunca habíamos sido frailes, y es que al que saludásemos, si fuese lego, dijésemos, bajando la cabeza: «Metania», el «Deo gratias» de acá (quiere decir «penitencia»), que es lo que os dije cuando nos topamos, que interpretaba Juan de Voto a Dios tañer tamboril o no sé qué. A esto responde: «O Theos xoresi», que es el «por siempre» de acá (quiere decir: «Dios te perdone»); si son frailes a los que saludáis, habéis de decir: «Eflogite, pateres»: «Bendecid, padre». Éranme a mí tan fáciles estas cosas, como sabía la lengua griega, que no era menester más de media vez que me lo dijeran.

MATA.-  ¿Y el compañero, sabía griego?

PEDRO.-  Treinta y cuatro años había que estaba casado con una griega de Rodas, y en su casa no se hablaba otra lengua; y él nunca supo nada, sino entendía un poco; pero en hablando dos palabras se conocía no ser griego, y nunca el diablo le dejó deprender aquellas palabras. Topamos una vez un turco que entendía griego y llégase a él, por decirle «metania», y díjole «asthenia».

MATA.-  ¿Qué quiere decir?

PEDRO.-  Dios te dé una calentura héctica o, si no queréis, el diablo te reviente. Como el turco lo oyó, airose lo más del mundo y dijo: «¿Ne suiler su chupec?» «¿Qué dijo ese perro?» Yo llegué y digo: «¿Qué había de decir, señor, sino "metania"?» El turco juraba y perjuraba que no había dicho tal; en fin, allá regañando se fue. Yo reprehendile diciendo: «¿Pues una sola palabra que nos ha de salvar o condenar, no sois para deprender?» Habiendo caminado siete leguas no más, llegaron a nosotros a caballo dos jenízaros, que, como diré, son de la guardia del rey, y dijeron: «Cristianos, no quiero de vosotros otra cosa más de que nos deis a beber si lleváis vino»; porque aunque el turco no lo puede beber conforme a su ley, cuando no le ven, muy bien lo bebe hasta emborrachar. Yo llevaba el recado conforme al hábito.

JUAN.-  ¿Cómo?

PEDRO.-  ¿Habéis nunca visto fraile caminar sin bota y vaso, aunque no sea más de una legua? Yo eché mano a mi alforja, y mandé al compañero que caminase, que aquello yo me lo haría y le alcanzaría, porque no fuese descubierto por no saber hablar, y comencé de escanciarles una y otra, e iban caminando junto conmigo en el alcance de los compañeros; preguntáronme de dónde venía; digo: «Constantinopla».

JUAN.-  ¿En qué lengua?

PEDRO.-  Cuando griego, cuando turquesco, que todo lo sabían. Dijéronme: «¿Qué nuevas hay en Constantinopla?» Digo: «Eso a vosotros incumbe, que sois hombres del mundo, que yo, que le he dejado, no tengo cuenta con nueva ni vieja; si de mi monasterio queréis saber, es que el patriarca nuestro está bueno y esta semana pasada se nos murió un fraile». Preguntome el uno, llegándose a mí, cuántos años había que era fraile. No me supo bien la pregunta y díjele, haciendo de las tripas corazón, que seis. Preguntome en dónde. Respondí que parte en la mar Negra y parte en Constantinopla. Asiome el otro del hábito y dijo: «Pues, ¿cómo puedes, pobreto, con esta estameña resistir al frío que hace?»

MATA.-  A fe que metería al asir las cabras en el corral.

PEDRO.-  Yo le dije que debajo traíamos sayal o paño. Fue la pregunta adelante, y dijeron: «¿Dónde vas agora?» Respondí que a Monte Santo.

JUAN.-  ¿Qué es Monte Santo?

PEDRO.-  Un monte que tendrá de cerco cuasi tres jornadas buenas, y es cuasi isla, porque por las tres partes le bate la mar, en el cual hay veinte y dos monasterios de frailes de esta mi orden, y en cada uno doscientos o trescientos frailes, y ningún pueblo hay en él, ni vive otra gente ni puede entrar mujer, ni hay en todo él hembra ninguna de ningún género de animal; a este monte son sus peregrinajes, como acá Santiago, y por eso no se echa de ver quién va ni viene tanto por aquel camino. Ya que nos juntamos con los compañeros díjeles: «¿Y vosotros a dónde vais?» Respondió el uno: «En busca de un perro de cristiano que se ha huido a la sultana, el mayor bellaco traidor que jamás hubo, porque le hacían más bien que él merecía y todo lo ha pospuesto y huídose (parece ser que aquella noche le había dado un dolor de ijada, y habíanme buscado, y como supieron que había sacado los libros, luego lo imaginaron)». Digo: «¿Y dónde era?»; que del viejo no se hacía caso que se fuera, que estuviera. Dice: «De allá de las Españas». Tornele a preguntar: «¿Qué hombre era?» Comenzome a decir todas las señales mías.

JUAN.-  Pues, ¿cómo no os conoció?

PEDRO.-  Yo os diré; ¿veis esta barba?, pues tan blanca me la puso una griega como es agora negra, y al viejo la suya blanca, como está esta mía, y toda rebujada como veis, el diablo nos conociera, que ninguna seña de las que traía veía en mí: la caperuza, el sayo, la ropa, todo se había convertido en lo que agora veis. Díjeles: «Pues, señores, ¿a dónde le vais a buscar?» Respondieron: «Nosotros vamos hasta Salonique, que es diez y siete jornadas de aquí, a tomarle todos los pasos, y por mar han despachado también un bergantín para si acaso se huyó por mar». Yo entonces les digo: «Pues ese mismo camino, señores, llevo yo». Ellos dijeron que por cierto holgaban de que fuésemos juntos. La espía y el compañero desmayaron, pensando que ya yo me rendía o estaba desesperado.

MATA.-  ¿Pues no tenían razón?; ¿No era mejor o caminar adelante o quedar atrás?

PEDRO.-  Ni vos ni ellos no sabéis lo que os decís: atrás no era seguro, porque ellos dejaban toda la gente por donde pasaban avisada, y sobre sospecha éramos presos en cada pueblo; adelante, no bastaban los caballos. ¿Qué más sano consejo que, viendo que no me habían conocido, hacer del ladrón fiel, y más la seguridad del camino, que es el más peligroso que hay de aquí allá? Si el rey, por hacerme grande merced, me quisiera dar una grande y segura compañía, no me diera más que aquellos dos de su guarda; es como si acá llevara un alcalde de Corte y un alguacil para que nadie me ofendiese; ¿no os parece que iría a buen recado? Cuanto más que de otra manera nunca allá llegara, porque los jenízaros tienen tanto poder que por el camino que van toman cuantas cabalgaduras topan, sin que se les pueda resistir, y cuando hacen mucha merced, por un ducado o dos las rescatan; en solas siete leguas me habían tomado ya a mí mis caballos, porque todos los caminos por donde yo iba estaban llenos de jenízaros, y por ir en compañía de los otros nadie me osaba hablar.

JUAN.-  No fue de vos ese consejo. Por vos se puede decir: «Beatus es, Simon Barjona, quia caro nec sanguis non revelavit tibi; sed Pater meus qui in celis est». Agradecédselo a quien nunca faltó a nadie.

PEDRO.-  Llegáronse a mí los dos mis compañeros rezagándose, y comenzaron de decirme que para qué había destruido a mí y a ellos. Yo le respondí que poco sabía para haber hecho tantas veces aquel camino. Respondiome: «Si vos sólo fuerais, yo bien creo que fuera bien; ¿mas no veis que por este viejo, que ninguna lengua sabe, somos luego descubiertos? ¿Qué haremos? ¿Dónde iremos?» Consolele diciendo no ser inconveniente, aunque no supiese la lengua; pero que lo que cumplía era que no hablase. Dijo que había necesidad de que se hiciese mudo por todo el camino; donde no, bien podíamos perdonar; lo que más presto, digo, nos echará a perder es eso, porque es cosa tan común que todos lo hacen en donde quiera cuando no saben la lengua, y se está ya en todas estas tierras mucho sobre el aviso, que dirán: «Fraile y mudo, ¿quién le dio el hábito? Guadramaña hay». Él es viejo y estarle ha muy bien que se haga sordo, y cualquiera que le hablare se amohinará de replicar a voces muchas veces lo que ha de decirle, y así responderemos nosotros por él; de esto hay tanta necesidad, que en hacerlo o no está nuestra salvación y con algunas palabrillas que sabe de griego y no tener a qué hablar mucho, será mejor encubierto que nosotros.

MATA.-  Bien dicen que quien quiere ruido compre un cochino. ¿Qué necesidad teníais vos de salir con nadie sino salvaros a vos?

PEDRO.-  Oiréis y veréis, que aun esto no es nada: mil veces estuve movido para echarle en la mar por salvarme a mí.

MATA.-  Ya que hicisteis el yerro, urdisteis la mejor astucia de vuestra vida; porque hablar con un sordo es un terrible trabajo; al mejor tiempo que os habéis quebrado la cabeza, os sale con un ¿qué?, puesta la mano en la oreja; y al cabo, por no parecer que no oyó, responde un disparate.

PEDRO.-  Muy bien le pareció al espía; más cosa fue para el viejo que en tres meses de peregrinación nunca la pudo deprender.

MATA.-  Pues, ¿qué había que deprender?

PEDRO.-  No más de a no hablar; que para un hombre viejo y que había sido barbero es muy oscuro lenguaje y cosa muy cuesta arriba; al mejor tiempo, mil veces que hablábamos en las posadas en conversación, dicho ya que era sordo, como entendía el griego, respondía descuidado, y metía su cucharada que a todos hacía advertir cómo oía siendo sordo. Yendo nuestro camino con los jenízaros, yo les tenía buena conversación, y ellos a mí, como sabíamos bien las lenguas; el espía y el viejo se iban hablando por otra parte; llegamos la noche a la posada, y yo, como sabía las mañas de los turcos, que querían que les rogasen con el vino, hice traer harto para todos, pues ellos no podían ir a la taberna, y para mejor disimular pusímonos a comer un poco apartados de ellos, como que cada uno comía por sí, y el griego nunca hacía sino escanciar y darles hasta que se ponían buenos. Mandele también al griego que los sirviese mejor que a mí y mirase por sus caballos.

JUAN.-  ¿Hay por allá mesones como por acá?

PEDRO.-  Mesones muchos hay, que llaman «carabanza»; pero como los turcos no son tan regalados ni torrezneros como nosotros, no hay aquel recado de camas ni de comer, antes en todo el camino no vi «carabanza» de aquéllos que tuviese mesonero ni nadie.

MATA.-  ¿Pues cómo son?

PEDRO.-  Unos hechos a modo de caballeriza, con un solo tejado encima y dentro por un lado y por otro lleno de chimeneas y altos a manera de tableros de sastres, aunque no es de madera, sino de tierra, donde se aposenta la gente.

MATA.-  ¿Sin más camas ni recado?

PEDRO.-  Ni aun pesebres para los caballos, sino entre tantos compañeros toman una chimenea de estas con su cadahalso, y allí ponen su hato, sobre el cual duermen, echando debajo un poco de heno. Una ropa aforrada hasta en pies lleva cada turco de a caballo en camino, la cual le sirve de cama.

JUAN.-  ¡Oh de la bestial gente!

PEDRO.-  No es sino buena y belicosa.

MATA.-  ¿Pues dónde comen las bestias?

PEDRO.-  A los mismos pies de sus amos, en el cadahalso o tablado, le echan heno harto, que en aquella tierra es de tanto nutrimento, que si no trabaja la bestia está gorda sin cebada, y cada una lleva consigo una bolsa que llaman «trasta», que le cuelga de la cabeza como acá suelen hacer los carreteros, y dentro les echan la cebada.

JUAN.-  Pues si no hay huéspedes, ¿quién les da cebada y todo lo que han menester?

PEDRO.-  Mil tiendas que hay cerca del mesón, que de cuanto hay les proveerán, que por la posada no pagan nada, que es una cosa hecha de limosna para cuantos pasaren, pobres y ricos; en entrando a apearse llegan allí muchos con cebada, leña, arroz, heno y lo que más hay necesidad. A las bestias en aquella tierra tienen bien acostumbradas, que nunca comen de día, sino de noche les ponen tanto que les baste.

MATA.-  ¿De esa manera tampoco se gastará tanto en el camino como por acá?

PEDRO.-  El que cada día gasta dos o tres ásperos en comer él y la bestia es mucho, porque la cebada vale barata, y el pan; y vino no lo bebe la gente, con que menos se les da por el comer. Hicimos nuestras camas y echámonos, no con menos frío que agora hace, todos juntos, la alforja frailesca por cabecera y el tejado por frazada, y a primo sueño comienza a tomar el diablo a mi compañero, y hablar entre sueños, no así como quiera, sino con tantas voces y tanto ímpetu y coces como un endemoniado, y decir levantándose: «¡Mueran los traidores bellacos que nos roban!, ¡Ladrones, ladrones!», y con esto juntamente dar puñadas a una y a otra parte; no solamente despertamos todos, mas pensamos que era verdad que nos mataban; la lengua española en que hablaba escandalizó mucho a los jenízaros que allí dormían y preguntaron qué era aquello y yo le dije cómo soñaba.

MATA.-  La vida os diera hacer del mudo con tan buena condición.

PEDRO.-  Aun con todo eso no les podía quitar a los turcos de la imaginación el hablar diferentemente de lo que ellos todos, lo cual me dio las más malas noches que en toda mi vida pasé.

JUAN.-  ¿En qué?

PEDRO.-  Porque ya no me osaba fiar, sino tenerle de contino asida la mano, para cuando comenzase despertarle presto.

JUAN.-  ¿Y soñaba de esa manera cada noche?

PEDRO.-  Y aun de día, si se dormía, y no menos feroces los sueños; que aunque he leído muchas veces de cosas de sueños que los médicos llaman turbulentos, y visto algunos que los tienen no tan continuos y tan bravos; contemplad agora y echad seso a montones: ¿qué sintiera un hombre que venía huyendo y estaba entre sus enemigos durmiendo y por sólo él hablar español había de ser conocido, y las noches de enero largas, y echado en el suelo, sin ropa, y no poder, aunque tenía grande gana, dormir, por no le osar dejar de la mano?

MATA.-  No me dé Dios lo que deseo si no me parece que un tal era mérito matarle si se pudiera hacer secretamente; a lo menos echarle en la mar; yo hiciéralo, porque en fin muchas cosas hacen los hombres por salvarse; más valía que muriera el uno que no todos. ¿Y cuántos días duró ese subsidio?

PEDRO.-  Con los jenízaros trece.

JUAN.-  ¿Pues trece días vinisteis siempre con vuestros enemigos?

PEDRO.-  Y aun que recibía hartos sobresaltos cada día.

JUAN.-  ¿Cómo?

PEDRO.-  Sentándonos a la mesa, hartas veces daba un suspiro el uno de ellos, diciendo: «Hei guidi imanzizis, quim cizimbulur nase mostulu colur»: «¡Ah, cornudo sin fe, quién te topase, qué buenas albricias se habría!» ¿Qué os parece que sintiera mi corazón? No podía ya tener paciencia con el viejo, viendo que de los pensamientos y torres de viento del día procedían los sueños, y llegueme un día a él, apartado de los jenízaros, y preguntele en qué iba pensando, porque con las manos iba entre sí esgrimiendo. «¿Sabéis -digo- qué querría yo que pensaseis? La miseria del trabajo en que vamos y la longura del camino, y que sois un pobre barbero y no capitán ni hombre de guerra, y de setenta años, y cuando llegaréis, si Dios quiere, en vuestra casa, o vuestra mujer será muerta, o ya que viva, como ha tanto que vos faltáis, no podrá dejar de haberos olvidado, y vuestras hijas por casar y cada dos veces paridas. Esto id vos contemplando de día, que no creo yo que escapa de ser verdad, y soñaréis de lo mismo».

MATA.-  ¡Por Dios, que vos le dabais gentil consuelo! ¿Y vos consolábaisos con eso, o pasabais este rosario que traéis a la cinta muchas veces?

PEDRO.-  Siempre al menos iba urdiendo para cuando fuese menester tejer.

JUAN.-  ¿Malicias?

PEDRO.-  No en verdad, sino ardides que cumpliesen a la salvación del camino.

JUAN.-  Pues ése el mejor era ayuno y oración. ¿Cuántas veces pasabais cada día este rosario?

PEDRO.-  ¿Queréis que os diga la verdad?

JUAN.-  No quiero otra cosa.

PEDRO.-  Pues en fe de buen cristiano que ninguna me acuerdo en todo el viaje, sino solo le trajo por el bien parecer al hábito.

JUAN.-  Pues, ¡qué herejía es ésa! ¿Así pagabais a Dios las mercedes que cada hora os hacía?

PEDRO.-  Ninguna cuenta tenía con los «pater nostres» que rezaba, sino con sólo estar atento a lo que decía. ¿Luego pensáis que para con Dios es menester rezar sobre taja? Con el corazón abierto y las entrañas daba un arcabuzazo en el cielo que me parecía que penetraba hasta donde Dios estaba; que decía en dos palabras: «Tú, Señor, que guiaste los tres reyes de Levante en Belén, y libraste a Santa Susana del falso testimonio, y a San Pedro de las prisiones y a los tres muchachos del horno de fuego ardiendo, ten por bien llevarme en este viaje en salvamento ad laudem et gloriam omnipotentis nominis tui»; y con esto, algún «pater noster», no fiaría de toda esa gente que trae «pater nostres» en la mano yo mi ánima.

MATA.-  Cuanto más de los que andan en las plazas con ellos en las manos, meneando los labios y al otro lado diciendo mal del que pasa, y más que lo usan agora por gala, con una borlaza.

JUAN.-  Vosotros sois los verdaderos maldicientes y murmuradores, que por ventura levantáis lo que en los otros no hay.

MATA.-  Buen callar os perdéis, que vos no sois parte en eso.

JUAN.-  Mejor os le perdéis vosotros, que cuando no tenéis de qué murmurar dais tras una cosa tan santa, buena y aprobada como los rosarios en la mano del cristiano.

PEDRO.-  Pues como no sea de derecho divino, el rosario aunque sea de los que el general de los frailes bendijo, podemos decir lo que nos parece.

JUAN.-  Sí, como no sea contra Dios ni el prójimo.

MATA.-  Ahora, sus, y con esto acabo. A mí me quemen como a mal cristiano si nunca hombre se fuere al infierno por rezar ocho ni diez «pater nostres» de más.

JUAN.-  ¿Pues eso quién lo quita?

MATA.-  Pues si no lo quita, ¿qué necesidad hay para con Dios de rezar, como dijo Pedro de Urdimalas, sobre taja, habiendo dado Dios cinco dedos en cada mano, ya que queríais cuenta, por los cuales se pueden contar las estrellas y arenas de la mar?

PEDRO.-  Por los dedos puédese contar, sin que la gente lo vea, debajo de la capa, como quien no hace nada, y no andan ellos tras eso; mas ¡qué de veces saltan desde el «qui es in celis» en el «remissionem pecatorum» cuando ven pasar al deudor!

MATA.-  Yo veo que Juan de Voto a Dios no puede tragar estas píldoras. Vaya adelante el cuento. Al cabo de los trece días ¿dónde aportasteis con los turcos?

PEDRO.-  Llegamos a un pueblo bueno, que se llama la Caballa, que ya es en la mar; porque hasta allí siempre había procurado de no pasar por entre los dos castillos de Sexto y Abido.

MATA.-  ¿Aquellos que cuenta Boscán?

PEDRO.-  Los mismos.

MATA.-  ¿Dónde están?

PEDRO.-  A la entrada de la canal que llaman de Constantinopla, los cuales son toda la fuerza del Gran Señor, porque no puede entrar dentro de Constantinopla ni salir nave, galera, ni barca, que no se registre allí, so pena que la echarán a fondo, porque han de pasar por contadero.

JUAN.-  ¿Qué tanto hay del uno al otro?

PEDRO.-  Una culebrina alcanza, que será legua y media.

JUAN.-  ¿Y son fuertes?

PEDRO.-  Todo lo posible; al menos están lo mejor artillados que entre muchos que he visto hay, y de gente no tienen mucha, porque cada y cuando fuere menester dentro de dos días acudirán a ellos cincuenta mil hombres.

JUAN.-  Y la Caballa donde llegaste, ¿es de este cabo o del otro?

PEDRO.-  No, sino de éste. De allí a Salonique eran tres jornadas, y a Monte Santo, veinte leguas por mar; yo determiné de no tentar más a Dios, y que bastaban trece jornadas con los enemigos. El camino real es el más pasajero del mundo; yo soy muy conocido entre judíos y cristianos y turcos; no sea el diablo que me engañe, y me conozca alguno; más quiero irme por agua a Monte Santo; y despedime con harto dolor y lágrimas de los jenízaros, que les contentaba la compañía, diciendo que yo quería irme en una barca a mis monasterios, y me pesaba de perder tan buena compañía y los servicios que les había dejado de hacer. Ellos respondieron que por cierto holgaran que el camino y compañía fuera por mucho mayor tiempo, y así se fueron. En la posada bien sabían quién yo era, porque conocían el espía, y había allí un sastrecillo medio remendón, candiote, que también solía ser espía, con los cuales bebimos largo aquella noche.

JUAN.-  ¿Cómo podías sin cama sufrir tanto frío y sin ropa?



ArribaAbajoEl viaje por mar

PEDRO.-  Hartándome de ajos crudos y vino, que es brasero del estómago, aunque no todas veces hallaba la fruta; mas a fe que cuando la podía haber luego iba a la alforja. Tuvimos consejo entre los dos espías y yo con el mesonero griego, cuál sería mejor: pasar adelante siempre por tierra o ir a Monte Santo alquilando una barca. Todos dijeron que ir a Monte Santo y yo lo acepté, estando muy engañado con pensar qué harían a fuer de acá los frailes en recoger a los huidos y malhechores, cuanto más a mí en tal caso; y donde tantos frailes hay, no es menos sino que les agradaré con mis pocas letras griegas y latinas, y tenerme han hasta que pase por ahí alguna nave o galera de cristianos, que como están en la ribera de la mar muchas veces pasan, con la cual me vendría hasta Cicilia. El espía y los compañeros no veían la hora de apartarse de mí, por el peligro en que andaba; y con pensar que en el punto que pusiese el pie en el Monte Santo sería libre, porque así me lo decían los griegos, hice que me alquilasen una barca que me llevase al primer monasterio, y trajéronme una igualada por cinco ducados, para haber de partir otro día por la mañana. Hice cuenta con el espía con pensar que ya no le habría menester, y alcanzome cuarenta ducados venecianos, sin doce que yo le había dado, los cuales le pagué doblados porque tomó mis vestidos de brocado y seda y las camisas de oro y pañizuelos y otras joyas en descuento, al precio que él quiso, y presentele de más de esto un caballo de aquellos y el otro vendí por dos escudos.

MATA.-  Pues ¿cuánto le dabais cada día al espión?

PEDRO.-  Cuatro ducados venecianos, que son cincuenta y dos reales, y de comer a él y a un caballo.

JUAN.-  Y el viejo, ¿no pagaba su mitad?

PEDRO.-  No me ayude Dios si yo le vi en todo el viaje gastar más de cien ásperos, que el mal viejo todo lo llevaba empleado en piedras, y por no nos parar a venderlas y ser descubiertos, yo no hacía sino gastar largo entre tanto que durase. A la mañana despedí la espía y tomé provisión, y metime en la barca, y aquel sastrecillo griego quiso irse conmigo porque el dueño de la barca le daba parte de la ganancia si le ayudaba a remar. Partimos con un bonico viento y caminamos obra de tres leguas, y allí volvió el viento contrario, y echonos en una isla que se llama Schiatho, dos leguas y media de la Caballa, donde habíamos salido. Díjome el sastrecillo: «Hágoos saber que habemos, gracias a Dios, aportado en parte que por ventura será mejor que Monte Santo, porque ésta es una muy fértil isla de pan y vino, aceite y todas frutas, y en este puerto vienen siempre muchas naves grandes y pequeñas que van al Chío, y a Candia, y a Venecia a tomar bastimento. Estarnos hemos aquí hasta que venga alguna». Y subímonos al pueblo, que estaba en un alto. El marinero pidió dineros de la barca, y yo le daba dos ducados y no quiso menos de todo. Digo: «Hermano, ¿pues cómo? Yo te alquilé para veinte leguas a Monte Santo y no me has traído sino tres, y ¿quieres tanto por éstas como por todo el viaje?» Díjome: «Padre, tornaos con Dios y con el viento, que yo no tengo culpa»; el sastre ayudó de mala, como había de haber la mitad, y dijo: «Dele vuestra reverencia, padre, todo, que aunque no tenga justicia, no os tiene nadie de sentir por ello». Dile sus cinco ducados, y aun en oro pagados, y tomamos en el pueblo una posada donde estaba un mercader que traía sardinas en cantidad, griego, y como nos sentamos a comer, yo eché la bendición sin estar advertido el cómo lo había de hacer, sin pensar que fuese menester. Aquel mercader y otros griegos preguntáronme si era sacerdote. Yo dije que no; luego vieron que yo ni el otro éramos frailes, y llegose a mí el mercader y comenzome de decir en italiano: «Yo conozco a ese sastre, que es un gran tacaño, y os trae engañado; agora esta gente barrunta, como creo que es verdad, que no sois frailes y luego os hará prender».

JUAN.-  Pues ¿qué gente era la del pueblo?

PEDRO.-  Cristianos todos, sino sólo el gobernador, que era turco.

JUAN.-  Pues, ¿qué miedo teníais de los cristianos?

PEDRO.-  Antes de ésos se tiene el miedo, que del turco ninguno; porque fácil cosa es engañar a un turco que no sabe las particularidades de la fe y lengua, y ceremonias, como el griego. Si conocen aquellos griegos de aquella tierra que el cautivo cristiano va huido, luego le prenden y dan con él en Constantinopla.

MATA.-  Pues, ¿por qué, siendo cristianos?

PEDRO.-  Por ganar el hallazgo, lo uno; lo otro, porque si después hallan al esclavo, luego pesquisan: con éste habló, aquí durmió, aquel otro le mostró el camino, y destrúyenlos, llevándoles las penas, y aun muchas veces los hacen esclavos. Yo ningún miedo jamás tuve de los turcos; pero de los cristianos, grandísimo, porque recio caso es hacernos un italiano o francés a los tres, como estamos, entender que es español aunque hable muy bien nuestra lengua, que en el pronunciar, que en un vocablo muy presto se descubre no serle natural la lengua, así que dice: «El mejor consejo que vos podéis tomar me parece que luego os bajéis abajo y os metáis en aquel bajel que va a Sidero Capsa y de allí en un día podréis por tierra iros a Monte Santo». Yo, metidas las cabras en el corral, acepté el consejo, y díjeselo al sastre, el cual dijo que no quería sino quedarse allí, que había mucho que remendar; que si me quería quedar con él, era mejor, y si me quería ir, él concertaría que me llevasen en el bajel.

MATA.-  ¿Qué llamáis bajel?

PEDRO.-  Es un nombre general que comprehende nave grande y pequeña y galera, en fin cualquiera cosa que anda en la mar. Sidero Capsa es una ciudad pequeña, donde se hunde todo el oro y plata que se saca de las minas que hay en aquella isla del Schiatho, donde yo estaba, y en la Caballa, las cuales son tan caudalosas que dudo si son más las del Perú.

MATA.-  ¿Qué tanto hay de las minas a donde se hunde?

PEDRO.-  Veinticinco leguas por mar; sirven cien navecillas que llaman «caramuçalides», y acá «corchapines», de llevar solamente de aquella tierra que produce cierto oro finísimo de muchos quilates, y plata, y lo que más es en grandísima cantidad. Pagué por que me llevasen dentro un ducado; y cuando me vi allí, los del bajel imaginaron que, pues tanto les había dado siendo fraile, podrían sacarme más, que debía de tener mucho, y en descargando la tierra de la mina para volver por más, díjome: «Yo os querría echar en tierra; mas quiero que sepáis que el poco camino que tenéis de andar hasta Monte Santo por tierra está lleno de ladrones, que cierto os matarán; dadnos otro ducado y poneros hemos por mar en una "metoxia de los frailes", que es lo que acá llamamos granja». Concerteme con él y dísele, porque me pareció que tenía razón, aunque también estaban con gran sospecha de los sueños del compañero, que yo cierto tengo que estaba espiritado. Desembarcamos junto a la granja, que era una torre donde había un fraile mayordomo y otros seis frailes que le servían y cavaban las viñas. Ya yo pensé estar en España; y como llegamos con nuestro hato acuestas llamamos y no quisieron abrir para que entrásemos, que no estaba allí el «icónomo», que así se nombra en griego. Esperamos, y cuando vino a la tarde saludámosle y respondiome como fraile, en fin, de granja.



ArribaAbajoLos monasterios del Monte Athos

MATA.-  Siempre dan esos cargos de mandar a los más cazurros y desgraciados.

PEDRO.-  Luego dije: «En hora mala acá venimos, si todos los frailes son como éste»; ya con las cejas caídas sobre los ojos, a media cara, con sus cabellazos hasta la cinta y barbaza, dijo: «Sube si queréis, padre, a hacer colación, aunque acá todos somos pobres».

MATA.-  ¿Luego la primera cosa que todos tienen es ésa?

PEDRO.-  ¿Qué?

MATA.-  Predicar pobreza.

PEDRO.-  Es verdad; y subimos y comenzó de preguntarme y repreguntarme de dónde era. Yo le dije que de la isla del Chío, porque si acaso hablase alguna palabra que no pareciese griego natural no se maravillasen, por respecto que en aquella isla se habla también italiano, y todos los griegos lo saben. Sentámonos a cenar en el suelo sobre una manta vieja y dieron gracias a Dios y comenzaron de servir manjares.

MATA.-  ¡Y aun qué tales debían de ser y qué de ellos!

PEDRO.-  No hubo fruta de principio ninguna.

MATA.-  Ni aun de medio creo yo.

PEDRO.-  La principal cosa que sacaron fue habas remojadas de la noche antes en agua fría y con unos granos de sal encima, sin moler, tan grandes como ellas, y tras esto un plato de aceitunas sin aceite ni vinagre, que yo cuando las vi pensé cierto que fuesen píldoras de cabra, porque no eran mayores; añadieron por los huéspedes tercero plato, que fue media cebolla.

JUAN.-  ¿Y así comen siempre?

MATA.-  Que son mañas de frailes cuando hay huéspedes forasteros, por comprobar la pobreza que tienen predicada; mas entre sí, yo os prometo que lo pasan bien, y tienen alguna razón, porque luego les acortarían las limosnas por la fama que los huéspedes les darían.

PEDRO.-  De los de acá yo bien creo lo que vos decís, mas de aquéllos no, porque lo sé muy bien que hacen la mayor abstinencia del mundo siguiendo siempre ellos y los clérigos griegos la orden evangélica. Llegamos de allí en el primer monasterio de Monte Santo yendo por una espesura muy grande, que es de esclavones, que allá se llaman búlgaros, y el nombre del monasterio Chilandari; y en llegando estaban unos frailes sentados a la puerta de la portería, y encima de todas las puertas hay una imagen de Nuestra Señora, a la cual los que van en romería han de hacer primero oración que hablen a nadie, y en esto tienen grande escrúpulo. Yo, como no sabía aquello, en viendo los frailes los saludé con el grande placer que tenía, pensando hallar la caridad y acogimiento que en Burgos. Ellos respondieron: «Bre, ¿ti camis?» «Padre, ¿qué hacéis?», señalándome la imagen. Yo luego caí en la cuenta, e hice mi oración como ellos usan.

JUAN.-  ¿Qué uso es el suyo?

PEDRO.-  En toda la Iglesia griega no se hincan de rodillas, y las oraciones particulares, como no sean misa ni horas de la Iglesia, son a la apostólica, muy breves: hacen tres veces una cruz como quien se persina, tan larga como es el hombre, de manera que como nosotros llegamos al pecho con la cruz, ellos a la garganta del pie, y dicen: «Agios o Theos, Agios schiros, Agios athanatos, eleison imas». Esto, como digo, tres veces o cuatro, y en la iglesia añaden un «pater noster».

MATA.-  ¿Qué quieren decir aquellas palabras?

PEDRO.-  «Santo Dios, Santo fuerte, Santo inmortal, ten misericordia de nosotros».

MATA.-  En verdad que es linda oración.

JUAN.-  A vos, porque es breve os agrada.

PEDRO.-  También tienen un «Chirie eleison», la más común palabra: cuando se maravillan de algo, «Chirie eleison»; cuando se ven en fortuna de mar o de tierra, «Chirie eleison». Estarse un griego media hora diciendo: «Chirie eleison»; que es: «Señor, miserere». Entramos ya en el monasterio y fuimos a la iglesia a hacer primero la oración que llaman «prosquinima», cuando me preguntaban a dónde iba o de dónde venía aquellos frailes, con decirles que era «prosquinitis», que quiere decir como peregrino que va a cumplir alguna romería, atajaba muchas preguntas; diéronme luego a beber en la despensa y el prior mostró buena cara.

MATA.-  Esas siempre las muestran hasta saber si les dan algo o no.

PEDRO.-  De eso estaba bien seguro; y era ya una hora antes que el sol se pusiese, vinieron luego todos los frailes que estaban fuera y tocaron a vísperas, y entramos en el coro donde vi, cierto, una iglesia muy buena y bien adornada de imágenes y cera.

MATA.-  A todo esto, ¿nunca se hacía caso del compañero, ni hablaba, ni preguntaban cómo no hablaba?

PEDRO.-  Cada paso; mas yo luego respondía que era sordo y no entendía lo que decíamos. ¿Cómo había de hablar?, lo cual veían por la experiencia. Los oficios eran tan largos como maitines de la Nochebuena, y ciertamente, sin mentir, duraron cuatro horas; al cabo salimos, que nunca lo pensé, y fuímonos al refectorio a cenar.

JUAN.-  ¿Qué rezan que tanto tardan?

PEDRO.-  El salterio, del primer salmo hasta el postrero.

JUAN.-  ¿Cada día?

PEDRO.-  Dos veces, una a vísperas, otra a maitines.

JUAN.-  ¿Cantado o rezado?

PEDRO.-  Cantado rezando.

MATA.-  ¿Cómo es eso? ¿Cantar y rezar junto?

PEDRO.-  No, sino que lo cantan tan de corrida, que parece que rezan.

MATA.-  ¡Ah! ¿Cómo acá los clérigos en los mortuorios de los pobres?

PEDRO.-  Así es.

JUAN.-  Largo oficio es ése. ¿Qué tiempo les queda si han de holgar?

PEDRO.-  Lo que pluguiese a Dios sobrase a los frailes todos de acá.

JUAN.-  ¿Qué es?

PEDRO.-  Después lo sabréis; dejadme agora. El refectorio tenía las mesas de mármol todas, sin manteles ningunos, mas de la viva piedra y un agujero en medio y algo cóncava, para en acabando de comer lavarla y cae el agua por aquel agujero.

MATA.-  ¿Con qué se limpian?

PEDRO.-  ¿De qué?

MATA.-  De la comida.

PEDRO.-  ¿Pues aún no nos hemos sentado a la mesa y ya os queréis limpiar? Era día de Santo Matía, y en cada mesa se sentaban seis y había seis jarrillos de plomo de a cuartillo llenos de un vino que no sabe mal, hecho de orujo y miel con cierta hierba que le echan dentro y un poco de agua de azahar que le da sabor. Verdaderamente salta y emborracha, y si no os dicen qué es, pareceros ha buen vino blanco, y un platico de queso molido, que en aquellas partes cuajan mucho queso, como manteca de vacas, y métenlo en cueros como la misma manteca, y sécase allí; después está como sal, y esto se come amasando el bocado de pan primero entre los dedos para que adquiera alguna humedad y pegue el queso en ello cuando untare el pan. Teníamos olla de unas como arvejas que llaman «fasoles», y aceitunas como las pasadas y a casco y medio de cebolla. El pan era algo durillo, pero no malo.

MATA.-  Duro tenerlo han para que no se comiese tanto.

PEDRO.-  Acertaste; luego, a la hospedería a dormir, la cual era, como agora os pintaré, una camaraza antiquísima con muchos paramentos naturales.

JUAN.-  ¿Qué son naturales?

MATA.-  ¡Echadle paja! ¿No sabéis qué son telarañas?

PEDRO.-  Las camas, sobre un tablado; una manta que llaman esclavina, que de más de la infinita gente que dentro tenía, habría una carga de polvo en ella. Una almohadilla de pluma que si la dejaran se fuera por su pie a la pila.

MATA.-  ¿Había más?

PEDRO.-  No.

MATA.-  ¿Luego para ir a maitines y madrugar, no había necesidad de despertadores? Y las camas de ellos, ¿son así?

PEDRO.-  Sin faltar punto, salvo la de alguno que se la compra él. Con ser la noche larga, a las dos fuimos a maitines; salimos a las siete: aún estaba confuso qué había de ser de mí; llegueme al prior y díjele que le quería en confesión decir dos palabras: y túvolo por bien. Digo, pues: «Padre santo, yo os hago saber que no somos frailes, ni aun griegos tampoco; somos españoles y venimos huidos del poder de los turcos y para mejor nos salvar hemos tomado este vuestro santo hábito. Apóstoles sois de Cristo: haced conforme al oficio que tenéis, que por solamente querernos hacer renegar somos huidos, y a ser tomados, por no ser maltratados, quizá haremos algún desatino, el cual, no usando vos de piedad y misericordia, seréis causa y llevaréis sobre vos. Yo traigo, gracias a Dios, dineros que gastar estos dos meses, si fuere menester; no quiero más de que me tengáis aquí hasta que venga algún navío que me lleve de aquí, y pagaré cortésmente la costa toda que entre tanto haré».

JUAN.-  Justa petición era por cierto.

PEDRO.-  Tan justa era cuan injusta me respondió. Comenzó de santiguarse y hacer melindres y espantosos escrúpulos, diciendo: «"Chirie eleison", ¿y esta traición teníais encubierta? ¿Queréis, por ventura, vos ser el tizón con que toda nuestra casa se abrase, y aun la orden? Luego, sin dilación, os id con Dios, que a esta mar no viene navío ninguno de los que vos queréis, sino idos a Santa Laura -que era otro monasterio-, que allí hay un portizuelo donde se hallan algunas veces esos navíos: y no os detengáis más aquí, porque como éste es el monasterio más cerca de donde están los turcos, cada día vienen aquí a visitarnos y luego os verán; yo no lo puedo hacer, andá con Dios».

MATA.-  Pues ¡maldiga Dios el mal fraile! ¿Tan pequeño era el monasterio que, aunque viniesen mil turcos, no os podían esconder, cuanto más sin venir a buscaros?

PEDRO.-  El menor, de veintidós que son, es como San Benito de Valladolid, y mayor mucho, como están en desierto, que parece cada uno un gran castillo; y más que todo es muy espeso monte de castaños y otros árboles, que ya que algo fuera me podía salir al bosque entre tanto que me buscaban.

MATA.-  ¿Qué buscar? ¿Qué bosque ni espesura? Y, os prometo que si fuerais doncellas, aunque fueran ciento cupieran en casa, con todas sus santidades.

PEDRO.-  Yo le demandé un fraile que me mostrase el camino hasta otro monasterio, renegando de la paciencia, que sería ocho leguas de allí por el más áspero camino que pienso haber en el mundo, y diómele de buena gana, mas con tal condición: que le pagase su trabajo, porque eran pobres; yo lo puse en sus manos y mandó medio ducado; admitilo, aunque era mucho, mas con condición que, porque yo estaba cansado y el viejo no podía, que llevase él las alforjas a cuestas, que de camisas y veinte baratijas pesaban bien; no quiso, sino a ratos él y yo; escogí del mal lo menos, por tener a quien hablar que supiese que no era fraile, para que me avisase de todas las cosas que había de hacer y ceremonias que en la orden había, para mejor saber fingir el hábito, lo cual fue una de las cosas que más me dieron la vida para salvarme, porque yo cierto lo deprendí a saberlo tan bien como cuantos había en el Monte. Pasamos por un monasterio que se llamaba Psimeno sin entrar dentro, y fuimos a dormir en otro muy de los principales que se llama Batopedi, adonde ya sabía yo el modo de las ceremonias de fraile, y no fui conocido por otro, y fuimos huéspedes aquella noche; y dimos con nosotros en otro, que es también principal, que se dice Padocratora, en donde almorzamos, y pasamos a otro, que se llama Hiberico, en donde comimos, y queriendo pasar adelante me preguntaron qué era la causa que pues todos los peregrinos en cada monasterio estaban tres días, nosotros íbamos tan deprisa. Yo respondí porque en Santa Laura tenía nueva que estaba un navío que se partía para Chío, y por llegar antes que se partiese a escribir una carta y enviar cierta cosa que nuestro patriarca me había dado en Constantinopla; mas que luego había de dar la vuelta y hacer mi oración como era obligado; y con esto los aseguré ya; pasé a otro, que se llama Strabonequita, y de allí a Santa Laura, donde pensaba había de haber fin mi esperanza; y hecha la oración y ceremonias fuimos a hablar al prior, al cual hice el mismo razonamiento que al primero, y él los mismos milagros y respuestas que el otro, y dijo que allí jamás había navío semejante, sino de turcos, que me conocerían y sería la ruina de todos. El mejor remedio era ir al Xilandari, que era el primero de todos, allí solían acudir aquellos navíos. Yo digo: «Señor, he estado allá y remitiéronme acá; mirad que conmigo no habéis de gastar nada». No aprovechando, procuré de saber si había algún fraile letrado para comunicar con él y, contentándole, que se me aficionase y rogase por mí, y había uno solo, que se llamaba el papa Nicola, y comencele de hablar en griego, latino y cosas de letras el cual me entendía tanto, que con una ayuda de agua fría le hicieran echar cuanto sabía. En fin, como dice el italiano: «En la terra de li orbi, beato chi ha un ochio»; en la tierra de los ciegos, beato el tuerto; aficionóseme un poco y habló por mí, y lo que pudo alcanzar era que nos quedásemos allí por frailes de veras, y que él nos enviaría adentro el bosque, donde tenían una granja, y yo cavaría las viñas y mi compañero guardaría un hato de ovejas; y si esto no queríamos, desde luego desembarazásemos la casa; yo respondí agradeciéndoselo, que holgara de ello, pero no podíamos por respecto que teníamos mujeres e hijos, que de otra manera Dios sabía nuestro muy buen propósito.

JUAN.-  ¿Pues el fraile mismo había de cavar ni guardar ovejas?

PEDRO.-  Quiéroos aquí pintar la vida del Monte Santo, para que no vais tropezando en ello, y después acordarme dónde quedó la plática.

MATA.-  Yo tomo el cargo de eso.

PEDRO.-  Los veintidós monasterios que os he dicho, todos, sino dos, están en la misma ribera de la mar, y cada uno tiene una torre y puertas de hierro, y puentes levadizos, no más ni menos que una fortaleza, y no se abre hasta que salga el sol. Tiene asimismo cada monasterio su artillería, y frailes que son artilleros, una cámara de arcos y espadas.

JUAN.-  ¿Para qué esas armas?

PEDRO.-  Para defenderse de los cosarios, que podrían hacer algún salto. La distancia de un monasterio a otro no será de dos leguas adelante. En el punto que sueltan una pieza de artillería, concurrirán al menos tres mil frailes armados, y aun muchos de ellos a caballo, y resistirán a un ejército si fuere menester.

JUAN.-  Si éstos están debajo el Turco, ¿quién les hace mal?

PEDRO.-  Cosarios que no obedecen a nadie; son como salteadores o bandoleros en tierra.

MATA.-  ¿No será mejor a repique de campana?

PEDRO.-  En todo el imperio del Gran Turco no las hay, ni las consiente. Unos dicen que porque es pecado; mas yo creo a los que dicen que, como hay tantos cristianos, teme no se le alcen o le hagan alguna traición; porque el repique de campana junta mucha gente; ni órgano tampoco no le hay en ninguna iglesia, que con trompetas se dice en Constantinopla algún día solemne la misa.

JUAN.-  ¿Pues cómo tañen los frailes o los clérigos a misa?

PEDRO.-  Campanas tienen de palo y de hierro que tocan como acá.

MATA.-  Eso no entiendo cómo pueda ser.

PEDRO.-  Una tabla delgada, estrecha y larga cuanto seis varas; por en medio tiene una asa como de broquel, y tráenla en el aire en la una mano, que no toque a ropa ni a nada, y en la otra un macizo, con el cual va repicando en su tabla por todo el monasterio y hace todas las diferencias de sones que acá nosotros con las nuestras.

JUAN.-  ¿Como acá los Viernes Santos?

PEDRO.-  Cuasi. Las de hierro son una barra ancha y a manera de herradura o media luna, colgada de modo que no toque a ninguna parte, y allí, con dos macizos de hierro hacen también sus diferencias de repiquetes los días de fiesta.

MATA.-  Qué, ¿es posible que en tan grande miseria están los pobres cristianos? Nunca lo pensara. ¿Y tantos hay de esos frailes?

PEDRO.-  Ya os he dicho que en cada monasterio doscientos o trescientos, así como los monasterios de acá y las parroquias; todo es una manera de celebrar allá; dígolo para que los que oyerdes de Monte Santo se entiende de toda Grecia.

MATA.-  ¿El comer?

PEDRO.-  Ya os he dicho cómo comimos aquellos días de fiesta. Ellos tienen la mayor abstinencia que imaginarse puede. Primeramente no comen carne, ni huevos, ni leche, sino es obra de treinta o cuarenta días en todo el año; ítem tienen cuatro Cuaresmas.

JUAN.-  ¿Los frailes, o todos los griegos?

PEDRO.-  Todos las tienen; pero más abstinencia tienen los frailes. El adviento es la una, en el cual comen pescado si le tienen; luego la nuestra cuaresma, que la llaman ellos grande, la cual toman ocho días antes que nosotros, y en aquéllos bien pueden comer todos huevos y leche y pescado. El domingo de nuestras Carnestolendas las tienen ellos de pescado y huevos y leche, si no fuere pescado sin sangre, como es ostras, caracoles, calamares, pulpos, jibias, veneras y otras cosas. Así, los frailes añaden más abstinencia, que no comen lunes, miércoles y viernes aceite, diciendo que es cosa de gran nutrimento, ni beben vino; guisan unas ollas de hinojo y fasoles, con un poco de vinagre; habas remojadas con sal de la noche antes tienen muy en uso y algunas aceitunas.

JUAN.-  ¿Pasáis por tal cosa? ¿Y pueden resistir a guardarlo de esa manera?

PEDRO.-  Como testigo de vista os diré lo que pasa en eso. No digo yo fraile, ni en cuaresma, sino un plebeyo en viernes que esté malo, que se purgue, no comerá dos tragos de caldo de ave, ni un huevo, si pensase por ello morir o no morir y aun irse al infierno; en eso no se hable, que entre un millón que curé de griegos jamás lo pude acabar, sino unas pasas o un poco de aquel pan cocto de Italia. El Domingo de Ramos y el día de Nuestra Señora de marzo comen pescado y se emborrachan todos los seglares, y aun de los otros algunos, y darán las capas por tener para aquel día pescado.

JUAN.-  ¿Celebran ellos la Pascua como nosotros?

PEDRO.-  Como nosotros y cuando nosotros tienen todas las fiestas del año, y la mañana de Pascua es la mejor fiesta del mundo, que se besan cuantos se topan por la calle y se conocen, unos a otros, y el que primero besa dice: «O Theos aresti». El otro responde: «Allithos anesti». «Cristo resucitó». Y el otro: «Verdaderamente resucitó».

MATA.-  ¿Y a las damas también?

PEDRO.-  Ni más ni menos, si las conocen; aunque yo, para decir la verdad, aquel día, si me parecía bien, aunque no la conociese le daba las pascuas en la calle, y me lo tenía a mucho por ser español, y aun cobraba amistades de nuevo por ello.

MATA.-  ¿Hay hermosas griegas allá?

PEDRO.-  Mucho, como unas deas.

JUAN.-  Dejaos agora de eso; ¡mira adónde salta! ¿Cuál es la tercera cuaresma?

MATA.-  No querría Juan de Voto a Dios oír hablar de damas burlando más de veras. Dios os guarde de todos los de tal nombre en achaque de santos.

PEDRO.-  Desde principio de junio hasta San Juan; y ésta no hay abstinencia de pescado, aunque tenga sangre. La última, desde primero de agosto hasta Nuestra Señora, y aún hay muchos que tienen otra quinta de veinticinco días, a San Dimitre; mas ésta no es de precepto.

JUAN.-  ¿Y en el sacrificar, en qué difieren de nosotros?

PEDRO.-  En el bautizar dicen que somos herejes, porque es grande soberbia que diga un hombre: «Ego te baptizo», sino «Dulos Theu se baptizi»: el siervo de Dios te bautiza. Yo, hablando muchas veces con el patriarca y algunos obispos, les decía que por falta de letrados estaban diferentes su Iglesia y la nuestra romana, porque esto del bautismo todo era uno decir: «Yo te bautizo en el nombre del Padre, etc.» y «El siervo de Dios te bautiza». No echan el agua de alto, sino tómanle por los pies y zapúzanle todo dentro la pila. En la misa no hay pan cenceño, ni curan de hostia como nosotros, sino un pedacillo de pan algo crecido. Las mujeres que llevan pan a la iglesia para ofrecer hacen una cruz a un lado del panecillo, para que de allí tome el sacristán para sacrificar, y en un platico lo tienen en el altar. La casulla es a manera de manto de fraile hasta en pies, con muchos pliegues; no le verán decir la misa, porque el altar está detrás de una pared a manera de cancel con dos puertas a los lados. El sacerdote, sobre la una, dice la Epístola al pueblo, y muchas oraciones que nuestra Iglesia dice el Viernes Santo, ellos en todas sus misas las tienen. En la otra puerta dice el Evangelio. El credo y el paternóster no le dice el sacerdote, sino un muchacho, a voces, en medio de la iglesia.

JUAN.-  ¿Qué causa dan para que se ha de sacrificar con pan levado?

PEDRO.-  Porque el pan sin levadura es como cuerpo sin ánima, y habiéndose de convertir en Cristo aquello, no puede si no tiene ánima. Son todos una gente cuasi tan sin razón como los turcos.

JUAN.-  Así me parece a mí por lo que de ellos me contáis. ¿Y cómo alzan el sacramento?

PEDRO.-  Tiénele el sacerdote en su plato cubierto con un velo negro, y sale por una puerta, y da vuelta por todo el coro a manera de procesión, y torna por la otra; y otro tanto al cáliz, y de como sale hasta que torna ninguno mira hacia allá, sino todos, inclinadas las cabezas hasta las rodillas, y más si más pueden, están haciendo cruces, y diciendo: «Chirie eleison, Chirie eleison». En fin de la misa el sacerdote da por su mano a todos el pan bendito, que llaman «andidero», y algunos entonces ofrecen algo, y no creáis que habrá griego que almuerce el domingo antes que coma el pan bendito. Las más veces hay en fin de la misa «psichico», que es limosna que algunos dan de pan y sendas veces de vino a toda la gente que hay en misa, sentados por su orden. Como no conocen nuestro Papa, tienen por superior un patriarca, el cual reside en Constantinopla, y éste pone otros dos: uno en Antiochía y otro en Alejandría.

JUAN.-  ¿Qué renta tiene?

PEDRO.-  La que tuviesen muchos perlados de acá; solamente aquello que por su persona allega pidiendo seis meses del año limosna en cada pueblo; es verdad que se lo tienen allegado, pero conviene ir en persona; lo que estando yo allá cada año allegaba eran trece mil ducados, de los cuales daba ocho mil al Gran Turco, de tributo porque le deje tener la fe de Cristo en peso y hacer justicia en lo eclesiástico; y de los cinco o seis mil ducados se mantiene a sí y a los otros dos patriarcas.

JUAN.-  ¿Y ese es fraile o clérigo?

PEDRO.-  No puede él ni obispo ni ninguno ser clérigo, porque los clérigos todos son casados a ley y a bendición. Ha de ser por fuerza de los de Monte Santo.

MATA.-  Eso de casados los clérigos, me decid: «¿Cómo casados? ¿Qué cosa es casados?»

PEDRO.-  ¿No os tengo dicho que se vive allá a la apostólica y no están debajo de nuestra Iglesia romana? Cada clérigo se llama papa: el papa Juan, el papa Nicola, etc., y su mujer, la paparia.

MATA.-  ¡Cómo se holgaría Juan de Voto a Dios que acá se usase eso: digo a ley y a bendición, que sin ley y a maldición, de las de a pan y cuchillo, no falta, por la gracia de Dios! Tres veces ha parido la señora después que vos faltáis.

JUAN.-  Para éstas, que yo sepa de aquí adelante de quién me guardar.

MATA.-  No tenéis por qué os picar más vos que los otros, que yo no dije sino de los clérigos y teólogos de acá en comparación de los de allá; sé que vos no sois obligado a responder por todos.

JUAN.-  Ello está bien. ¿Los obispos no tendrán, a esa cuenta, mucha renta?

PEDRO.-  La que les basta para servir a Dios: doscientos o trescientos ducados el que más; y llámanse «metropollitas»; los obispados, como en renta, son pequeños también en jurisdicción; cuasi cada pueblo, como sea de doscientas casas, tiene él su «metropollita», y no puede salir de su obispado si no es a la elección del patriarca, que es por mano de éstos y eligen a uno de ellos.

JUAN.-  ¿Y éstos elígelos el mismo patriarca de los de Monte Santo?

PEDRO.-  Sí.

JUAN.-  ¿Y los clérigos qué renta tienen? ¿Hay canonicatos o dignidades como acá?

PEDRO.-  Ni aun beneficios tampoco; no penséis que es allá la suntuosidad de las iglesias como acá; son pequeñas, como cosa que está entre enemigos, y herédanse como cosa de patrimonio; es como hay acá ciertas abadías en ermitas o encomiendas de San Juan. Tengo agora yo esta iglesia como cura de ella; tomo cuatro o seis papas que me ayudan, y parto con ellos la ganancia toda que los parroquianos me dieren, que es harta miseria, si no tienen otras cosas de que se sustentar así el cura como los otros.

JUAN.-  ¿Confiésanse?

PEDRO.-  Como nosotros; no hay más diferencia entre su Iglesia y la nuestra de lo que os he dicho; en lo demás, entended que lo que vos hacéis en latín el otro lo hace en griego.

MATA.-  Acabemos si os parece a Monte Santo, que después daremos una mano a lo que de esto quedare. En ese monte escabroso, donde ni hay hombre ni mujer ni pueblo en diez leguas alrededor, ¿qué comen?, ¿de qué se mantienen?, ¿quién les da limosna?

PEDRO.-  ¿Limosna o qué? ¿Luego a hucia de la limosna se tienen de meter en las religiones teniendo sus miembros sanos? Cada mañana, en amaneciendo, que se abre la puerta y bajan el puente, veréis vuestros frailes todos salir con unos sayos de sayal hasta la espinilla y unos bicoquis como éste; veinte por aquí con sus azadas, a cavar las viñas; otros tantos por acullá, con las yuvadas; por la otra parte otros tantos, con sus hachas, al monte a cortar leña o madera; cincuenta otros están haciendo aquel cuarto de casa, enyesando, labrando tablas, y todo, en fin, que ninguno hay de fuera. Maestros hay de hacer barcas y navíos pequeños; otros van con sus remos a pescar para la casa; otros, a guardar ovejas; los de oficios mecánicos quedan en casa, como zapateros, sastres y calceteros, herreros; de tal manera, que si no es el prior y el que ha de decir la misa, y algún impedido, no queda hasta una hora antes que el sol se ponga hombre en casa. Yo me espantaba cuando no lo sabía; y caminando de un monasterio a otro veía aquéllos, que cierto parecen hombres salvajes, con aquellos cabellazos y barbas.

MATA.-  No parecéis vos menos en verdad.

PEDRO.-  Y preguntábanme: «Po pai, ¿iagio sini su pater agiotate?» «Santísimo padre, ¿dónde va vuestra santidad?» Yo, muerto de hambre y con mis alforjazas a cuestas respondía primero entre dientes: «¡La puta que os parió con vuestras santidades!»

JUAN.-  ¿Pues por qué os llamaban así?

PEDRO.-  Úsase entre ellos, aunque sea al cocinero y al herrero, llamar santidad.

MATA.-  ¿Y cómo llaman al patriarca?

PEDRO.-  Ni más ni menos. ¿Cómo queréis subir más arriba? Dentro el mismo Monte hay muy buenos pedazos de viñas y olivares y heredades, a donde me querían enviar a mí a trabajar, que son muchos de ellos de particulares, y lo venden.

JUAN.-  Eso no entiendo.

PEDRO.-  Digo que hay caserías, como digamos, con sus viñas y olivares; y el fraile que tiene dineros compra una de aquéllas, y escoge cuatro o cinco compañeros que se lo labren y dales su mesa y mantiénense de aquello.

JUAN.-  ¿No comen en refectorio?

PEDRO.-  Esos tales no, si no tienen muchos cuartos en la casa apartados que corresponden a aquellas caserías y son anejos a ellos, y allí se están y van a sus horas como los otros; mas no son obligados a trabajar nada para la casa.

JUAN.-  ¿Y ésa quién la vende?

PEDRO.-  El monasterio; porque cuando muere se queda otra vez en el monasterio, aunque en vida bien la puede vender. Así hay muchos labradores que son viudos o de otros oficios, y hacen dinero lo que tienen y métense frailes allí.

MATA.-  ¿Y lo que llevan es nuestro, como acá?

PEDRO.-  No, sino suyo propio, que nadie se lo puede tomar.

JUAN.-  ¿Y ésos no saben letras?

PEDRO.-  De diez partes las nueve no saben leer ni escribir, y gramática griega de mil uno, y aquélla bien poca.

JUAN.-  Pocos sacerdotes habrá a esa cuenta.

PEDRO.-  Muy pocos. Cuando a la noche llegaban del trabajo veníanme algunos a hablar; y yo no sabía de qué me conocían. Como venían con sus capas de coro, largas, de chamelote o estameña, y las barbas algo más peinadas, preguntábales quiénes eran o de qué me conocían. Decían: «¿Vuestra santidad no se acuerda que me preguntó por el camino estando yo cavando en tal parte?» Yo luego le decía: «¿Vuestra santidad es? Ya caigo en la cuenta», si mala pascua le dé Dios.

MATA.-  ¿Cómo es posible haber pan y vino y todo lo necesario para tantas personas y tan grandes monasterios en solo pedazos del Monte?

PEDRO.-  ¿No dije primero que tenían sus «metoxias» o granjas fuera? Cada monasterio tiene una o dos o más «metoxias» fuera del Monte, junto a Sidero Capsia, y en las islas del archipiélago algunas, como son en la isla de Lemno y del Schiatho, donde yo estuve, y Eschiro, que son de distancia de Monte Santo quince leguas por mar; y en estas «metoxias» tienen sus mayordomos, con tantos frailes que basten a labrar las viñas y heredades, y con aquellos navíos pequeños que hacen van y vienen y venden lo que les sobra, y allí tienen ganado y gallinas para los huevos, porque carne no la comen, y otras granjerías de frailes; de la lana del ganado hacen de vestir para la casa a todos.

MATA.-  ¿Y ésos trabajan mucho?

PEDRO.-  Como los mayores ganapanes que hay por acá; lo que seis obreros cavarán en un día, ellos largamente lo harán cuatro. ¿Qué pensáis? Antes que fuesen frailes no eran más de eso tampoco; ellos al parecer tienen vida con que se pueden bien salvar, y no piden a nadie nada ni son importunos.

MATA.-  Si en nuestras fronteras de moros hubiese monasterios de esa manera, no se deserviría Dios ni el Rey; porque a Dios le defenderían su fe y le servirían, y al rey su reino, y que la gente de guerra que allí está se fuese al ejército donde anda su persona.

JUAN.-  Decid vos eso y pelaros han los frailes.

PEDRO.-  No me ayude Dios si no creo que irían de tan buena voluntad la mayor parte de ellos como a ganar los perdones de más indulgencias que la Cruzada concede, y aunque cortase tanto la espada de algunos como las de los soldados.

MATA.-  Estaba pensando qué se me olvidaba de preguntar, y agora me acuerdo: ¿Qué hábito traen los clérigos griegos o papas?

PEDRO.-  Unas ropas moradas por la mayor parte, aunque algunos las traen negras, y en la cabeza un barretín morado y una venda azul por la frente que le da tres o cuatro vueltas a la cabeza.


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