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ArribaAbajoEl naufragio

PEDRO.-  Ya no tengo memoria en dónde quedó la plática principal.

MATA.-  Yo sí. Cuando en Santa Laura el prior os dijo que si queríais ir a trabajar con los hermanos, y respondisteis que erais casado.

PEDRO.-  Gran deseo es el que Mátalas Callando tiene de saber, pues tiene tanta atención al cuento. Yo determiné, harto falto de paciencia y desesperado de verme traer de Anás a Caifás, de no me descubrir más a ningún hombre ni por pensamiento; sino, pues sabía ya tan bien todas sus ceremonias y vida frailesca, que aquel que vino conmigo los dos días me había enseñado, estarme en cada monasterio los tres días que los otros peregrinos estaban por huéspedes, y hacerles entender que era tan buen fraile como ellos todos; cuanto más que sabía ciertos salmos en griego, de coro, y otras cosillas con las cuales los espantaba y me llamaban «didascalos», que quiere decir doctor; todo el pan que podía ahorrar escondido lo guardaba para tener qué comer en el bosque cuando me quisiese ir a estar algún día para detenerme más, por si acaso en aquel tiempo pasase algún navío que me llevase. Salí de aquel monasterio con otro fraile de guía y fui a otro que se llama Agio Pablo, donde me estuve mis tres días y cantaba con ellos en el coro, y no se contentaban poco, y la comida era como las pasadas. Acabados mis tres días fui al monasterio Rúsico, que es de rusios, cierta gente que confina con los tártaros, y está sujeta a la Iglesia griega, y estuve los mismos, y fui a San Jerónimo, donde pasé un grandísimo trago; porque estaban unos turcos que habían aportado allí, y preguntáronme dónde era, y dije que del Chío; y acertó que el uno era de allá, renegado, y luego me preguntó cuyo hijo y en qué calle; y yo en mi vida había estado allá; pero Dios me dio tal gracia, que estuve hablando con él más de una hora, dando razón a cuanto me preguntaba sin discrepar ni ser tomado en mentira, y aún oían la plática otros dos frailes naturales de allá.

MATA.-  Eso no me lo engargantaréis con una cuchara. ¿Qué razón podíais vos dar de lo que nunca visteis?

PEDRO.-  Andad vos como yo por el mundo y sabreislo. Dábale a todo respuestas comunes; a lo que me preguntó cúyo hijo era, dije que de Verni, que es nombre que muchos le tienen, y si me preguntaba de cuál, decía que del viejo; ¿y cómo está Fulano?, es muerto; el otro no está allí, Fulano, está malo; el Tal armó una barca cargada de limones para Constantinopla; y otras cosas así; ¿paréceos que me podía eximir?, y aun os prometo que quedó bien satisfecho.

MATA.-  Paréceme que no les faltaba razón a los que decían que teníais demonio, porque tales cosas aun el diablo no las urdiera.

PEDRO.-  Pues hombre que había ya sido dos meses o cerca fraile, ¿no queréis que urda cosas que el diablo no baste? El último monasterio adonde fui se llamaba Sero Potami, estando en el cual dos días, en vísperas vi entrar un marinero griego, y preguntele de dónde venia y díjome que de la isla de Lemno, y tornaba allá. Como no veía la hora de salir de allí, que se me acababa la candela, díjele si desde allí podían ir al Chío, que me iría con él; díjome que muy bien. Igualeme en medio escudo, y embarqueme con mi compañero, y de aquel monasterio donde yo salí se embarcaron seis frailes, los cuales metieron harto bastimento, principalmente, vino. Comenzamos de alzar vela y navegar, y era cuasi noche y dieciséis de hebrero. Comenzó a avivar el viento y dije al patrón del navío: «Mirad, señor, que es invierno y la noche larga, y el navío, pequeño; mejor será que nos quedemos aquí esta noche, porque el viento refresca y podrá ser que nos veamos en aprieto». Como iban él y los frailes bebiendo y borracheando lo que habían metido, no hicieron caso ninguno de lo que yo decía, antes se rieron, y cuasi todos beodos; a las once de la noche alborotose la mar, no así como quiera, sino la más brava e hinchada que en mi vida la vi; los marineros, parte por lo poco que sabían, parte por el vino, perdieron el tino de tal manera, que no sabían dónde se estaban y no hacían sino vomitar. Quiso Dios que cayeron en la cuenta que echásemos en la mar todo cuanto llevábamos para aliviar el navío; esforzando más el viento llevonos el árbol y antena con sus velas; ya era el día y halláronse menos borrachos, pero perdidos; comenzó de divisarse tierra, y no sabían qué era. Unos decían que Salonique, otros que Lemno, otros que Monte Santo; yo reconocí, como había estado otra vez allí, que era el Sciatho, y díjeselo; mas ya desesperados, viendo que íbamos a dar en unas peñas dijeron: «Agora, por Dios verdadero, nos ahogamos todos; señores, ¿qué haremos sin vela ni nada?» Dejó el patrón el timón ya por desesperado, e hincáronse de rodillas y comenzaron de invocar a San Nicolás, y tornaron a preguntarme a mí: «¿Qué haremos?» Respondí con enojo: «Na mas pari o diávolos olus»: Que nos lleven todos los diablos; y salto donde estaba un pedazo de vela viejo, y hago de dos pedazos una vela chica, y pongo en cruz dos varas largas que acerté a hallar, y díjeles: «Tened aquí, tirá de estas cuerdas, y tirando llamad cuantos santos quisiéredes; no penséis que los santos os ayudarán si vos no os ayudáis también». Comenzó de caminar nuestro navío con aquel trinquete, como la fuerza del viento era tan grande, que cada hora serían bien tres leguas; y fuenos la vida que durase la fortuna, porque si estonces cesara y nos quedábamos en calma, todos perecíamos de hambre, porque estábamos en medio del golfo, y el bizcocho todo había ido a la mar por salvar las vidas, y no podíamos caminar sin viento. Llegamos a distancia de tierra por tres o cuatro leguas y allí avivó de tal modo el viento, que nos llevó el trinquete, que del todo desesperó a todos. Dijo el patrón: «Señores, todo el mundo se encomiende a Dios, porque nuestro navío va a dar en aquellas peñas, adonde todos pereceremos». Y comenzó de mantener cuanto podía el navío, que ni anduviese atrás ni adelante, y decía: «Si alguno tiene dineros delos a estos marineros, que saben muy bien nadar, que por ventura se salvará y hará algún bien por el ánima». Yo les dije, aunque ciertamente no faltaban una docena y dos de ducados, que no tenía blanca; mas aunque la tuviese, ¿qué se me daba a mí, perdiéndome yo, que también la mar se sorbiera el dinero? En esto quiso Dios que nos acercáramos a tierra mucho más; y con la grandísima furia que la mar tenía no se pudo dejar de dar al través en aquella isla, y fuenos llevando la mar; y como yo me vi cuasi en tierra, sin saber nadar, acudicieme a saltar, y si no me sacaran dos marineros, yo me quedaba allí; los demás no quisieron saltar por el peligro, y ensoberbeciose la mar más y dio con el navío más de un cuarto de legua fuera del agua, junto a una ermita de Nuestra Señora que allí estaba, y asentad ésta por cabecera entre todas las mercedes que de Dios he recibido; que aquella isla del Schiatho donde dimos al través, tiene de cerco treinta y cinco leguas y en ninguna parte de todas ellas podíamos dar al través que no pereciéramos todos, porque es por todas partes peña viva, sino adonde dimos, que había un río pequeño que daba en la mar y era arena todo, y allí embocó el navío, que no sería de ancho cien pasos.

JUAN.-  ¿Qué llamáis dar al través? ¿Por ventura es lo que dice San Pablo padecer naufragio?

PEDRO.-  Eso mismo; y éste fue tal, que a la mañana, que la mar había sosegado, el navío estaba hasta medio enterrado en la arena. Cayó aquella noche una nieve de media vara en alto, y todos nos acogimos a la ermita, que estaba llena de unos cepos muy grandes de tea, la cual se embarca desde allí para llevar a Sidero Capsia, donde se hacen el oro y la plata.

JUAN.-  ¿Pues qué, tanto camino teníais aventajado en tanto tiempo que no salíais de esa Sidero Capsia?



ArribaAbajoOtra vez en la isla de Skiathos

PEDRO.-  ¿No os tengo dicho que me volvió la fortuna a la isla donde dejé al sastre, que en mes y medio, con cuanto había caminado y trabajado, no me hallé haber aventajado una legua? Ciento y cincuenta leguas que a pie, cargado de alforjas, había caminado en mes y medio, torné en una noche y un día hacia atrás, con otras tantas más de rodeo, de tal manera que en cincuenta días no me hallé más de cien leguas de Constantinopla. El frío que aquella noche hacía no se puede aquí escribir, pero tomome tan falto de ropa que no tenía sino estameña acuestas, porque una ropa morada que la sultana me había dado, que traía debajo el hábito, con sus martas, troqué en Monte Santo con aquel fraile que habló por mí, a una túnica vieja llena de piojos que tenía al rincón.

MATA.-  ¿A qué propósito el trueco del topo?

PEDRO.-  Porque como iba por aquellas espesuras, alguna mata o retama me asía de la estameña y llevábame un jirón, y por allí se parecía luego lo azul y podía ser descubierto, porque no era cosa decente a fraile.

MATA.-  ¿Y en aquella ermita no podíais encender buen fuego con aquellas teas y calentaros? No fuera mucho con esa poca ropa y con el frío que hacía quedaros allí.

PEDRO.-  Los marineros y los otros frailes eran tan escrupulosos que no osaban llegar a tomar de la tea, diciendo ser sacrilegio, y como ellos no saltaron en la mar como yo, no estaban mojados, y mediano fuego les bastaba, al cual yo no me osaba llegar por no me arremangar para calentarme, y ser conocido por las calzas que debajo traía, y camisa, que no era de fraile.

MATA.-  ¿No podíais tomar juntamente con el hábito todos los demás vestidos de frailes al principio?

PEDRO.-  Como yo nunca me había huido otra vez, y el espía me engañó, que dijo bastar aquello, me curé más de echarme el hábito sobre la ropa que yo me tenía; si yo fuera plático como agora, tampoco saliera en hábito que fuesen menester tantas hipocresías ni no comiesen carne; en hábito de turco me podía venir cantando.

JUAN.-  O de judío.

PEDRO.-  También, pero es peligroso; que en pudiéndole coger en descampado le roban y le matan por hacerlo. Si no fuera por el peligro que había, siendo tomado, de ser turco, mejor hábito de todos era el turquesco.

MATA.-  ¿Qué remedio tuvisteis aquella noche?

PEDRO.-  Pesábame de haber escapado tan grande peligro y morir muerte tan rabiosa. Como la compañía toda se durmió junto al fuego, yo tomé una hachuela e hice pedazos un cepo de aquellos, y desnudeme y mudé camisa, y hago un fuego tan grande, que quería quemarse la ermita, y con todo no bastaba a tornar en mí. Cuando los otros despertaron dijeron: «Verdaderamente, éste es diablo, y no es posible ser cristiano, pues tan poco temor ha tenido de Dios en hurtar lo ajeno aunque pereciera». Dijo otro: «¿No os acordáis cuando hoy, en la mayor fortuna de la mar, dijo que nos llevasen todos los diablos, y otras veinte cosas que le hemos visto hacer?» Yo estaba tal que no se me daba nada ser descubierto, por no morir así, y no se me dio tampoco de lo que decían. Otro día vinieron allí dos clérigos de la tierra, que para dar gracias a Dios habíamos llamado que dijesen misa, los cuales cerraron la iglesia, poniendo por grandísimo escrúpulo la noche que allí habíamos dormido, y nos hicieron dormir otras dos noches fuera. Los marineros se fueron a dormir al navío, y a mí y el compañero no nos dejaron entrar por el pecado pasado, y fue necesario dormir debajo de un árbol aquella noche.

MATA.-  ¿Con toda la nieve y frialdad?

PEDRO.-  Y aun hielo harto.

MATA.-  ¿Y no os vais adonde sirváis a Dios de tal manera que venialmente no le ofendáis, habiendo recibido tan particulares mercedes?

PEDRO.-  Plegue a Él que conforme al deseo que yo de servirle tengo me ayude, para que lo haga. Como estaba el navío enterrado en la arena, los marineros quisieron sacarle y forzáronme que les ayudase, pues también había yo venido dentro, y no osé hacer otra cosa porque eran muchos y cierto me mataran. Comencé con gran fatiga de cavar y hacer lo que me mandaban; entraron todos en una barca para ir a buscar una áncora que se les había caído en la mar, que ya sabían dónde estaba, y mandaron que entre tanto yo y mi compañero cavásemos. Como yo vi el laberinto tan grande y la poca gente que éramos para ello, pregunté a uno de la tierra que descargaba allí tea cuánto había de allí al primer lugar y cuál era el camino, y mostrómelo; dije a mi compañero si sería para seguirme y llevaría yo nuestra alforja y nos les huyésemos. Era un viejo enjuto que caminaba más que yo, y dijo de sí. Voy donde estaba el hato y húrtoles un pedacillo de bizcocho y tomé mi alforja, y metímonos por el bosque, yendo con harto más miedo de ellos que de los turcos; y quiso Dios que llegamos a una aldea, y en la taberna almorzaban unos griegos, y convidáronnos a pan y buen vino, con lo cual Dios sabe el refrigerio que hubimos, y contamos nuestra desventura y pedimos consejo de lo que haríamos para ir a Chío. Dijéronnos que diez leguas de allí, aunque por grandes montañas, estaba el puerto de mar, donde muchas veces había navíos en que pudiésemos ir, y si queríamos nos darían un mozo que por un real no más nos enseñaría todo aquel camino. Respondiles, agradeciéndoselo mucho, que era muy contento de ello aunque lo dejase de comer, y fuimos aquel día tres leguas, y hallamos una «metoxia» de un monasterio de Monte Santo, en la cual nos recibieron aquella noche, como dijo Vasco Figueira, «muyto» contra su voluntad. Todavía hubo pan y vino y sendos huevos, que fue la mayor comida que había hasta allí habido; y a la mañana dijéronnos que fuésemos presto, porque la nieve estaba helada y si ablandaba no era posible pasar. Caminamos con nuestro moco para hacer seis leguas de sierra despoblada que nos faltaban, y caminamos las tres lo mejor del mundo por sobre la nieve; mas estando en medio del camino en un altísimo monte vino una niebla que nos enterneció la nieve y no podíamos ir atrás ni adelante; cayendo y levantando, quiso Dios que anduviésemos una legua más y topamos en un valle una casilla pequeña, donde había dos moradores que labraban ciertas viñas, y diéronnos pan y vino, vinagre y unas nueces e higos, que yo dudo si en el mundo, cuan grande es, las hay mejores, de lo cual hinchimos bien los estómagos; y el mozo determinó de que caminásemos adelante, y yo bien quisiera quedarme allí; en fin, las dos leguas que restaban se caminaron en medio día, con la nieve siempre hasta los muslos, cayendo de cuatro en cuatro pasos, y acabándose cierto la paciencia, que era de lo que más me pesaba; tuvimos consejo mi compañero y yo que valía más ser esclavos que no padecer de aquella manera; y Dios lo permitía así, quizá que se le hacía mayor servicio de serlo; por tanto, en llegando a la villa, preguntásemos por el gobernador turco y le dijésemos cómo éramos dos esclavos de Zinan Bajá y nos habíamos huido, por tanto nos volviese a nuestro dueño, que todo lo hacía cada cien palos y no padecer tantas muertes como habíamos pasado; y lo que más me incitaba para ello era ver que, pues Dios no quería que pasásemos adelante, señal era que se servía más de que volviésemos a Constantinopla, que aun los pecados que en el cautiverio se habían de pasar no debían de ser acabados de purgar; ya llegábamos con esta fatiga al pueblo, y entrando queríamos preguntar por casa del «baivoda», y vi a deshora en una botiquilla el sastrecillo que había llevádome allí desde la Caballa.

MATA.-  ¿Era ese el pueblo donde el mercader os había dicho que os llevaban engañado y que os fueseis de allí, que estaba en un alto?

PEDRO.-  El mismo.

MATA.-  Yo digo que, aunque la paciencia se os acababa, si estonces os moríais estabais bien con Dios, porque muy grandes requiebros y labores son esos que os daba.

PEDRO.-  Como yo vi mi sastre, arremetí para abrazarle con grande alegría, y estuve en su botica un grande rato, y dile cuenta de todo lo pasado, y él me dijo que por amor de Dios me fuese de allí, porque él se estaba bien, y buscase una posada y no le hablase como que le conocía. Yo le rogué que me tuviese allí escondido, pues yo tenía qué gastar, que aún duraban los dineros, gracias a Dios. Dijo que en ninguna manera lo haría; por tanto, que luego me saliese de su botica. Viéndome perdido, preguntele dónde vivía el gobernador. Díjome que para qué le quería. Yo le descubrí el consejo que habíamos tomado de querer más ser cautivos que morir muertes rabiosas. Dijo que para qué queríamos levantar la liebre ni desesperarnos así. Digo: «Por ver que en el mundo no hay fe ni verdad; que yo pensaba haber topado la libertad en veros; mas agora que os veo olvidado del bien que os hice y los dineros que os di, yo determino que tan ingrato hombre no viva en el mundo, y pues no habéis querido encubrirme, iremos juntos a Constantinopla, porque yo diré que vos me sacaste, pues sois espía, y vengarme he de vuestra ingratitud, que en fin a mí menester me han y tengo muchos amigos, que no seré muy maltratado; y quedad con Dios de aquí a que el gobernador envíe por vos»; e íbame a salir; él, muy turbado, viendo ya la muerte al ojo, arremetió conmigo para no me dejar salir y echóseme a los pies puestas las manos, rogándome que por amor de Dios le perdonase, y que él se determinaba de tenerme allí y darme de comer hasta que hubiese navíos donde fuese a mi placer, y echaba por rogador a mi compañero. Comenzó a puerta cerrada, que hacía frío, a encender fuego, que estaba bien proveído de leña, y descalzarme y hacerme regalos. Yo le aseguré y dije que le ponía por juez de la razón que yo tenía, y si podía darme libertad ¿por qué lo había de dejar? Y si quería venirse conmigo, le daría más que ganase en toda su vida. Allí estuve y no le dejaba gastar ocho días, hasta que entraron las Carnestolendas, y los de la tierra que iban a cortar ropas y nos veían allí, como no salíamos de casa, comenzaron a murmurar y sospechar lo que era, y avisaron al sastre que se apartase de nuestra compañía si no quería que sus días fuesen pocos. Él les respondió que éramos muy buenos religiosos, y si no salíamos era porque habiendo dado al través el día de la gran fortuna, estábamos desnudos y mojados; no contentos con esto, vinieron, para más de veras tentar, los clérigos del pueblo, y como que venían a visitar, rogáronme que fuésemos el primer día de Cuaresma a la iglesia ayudarles a los oficios. Yo respondí que era sacerdote y letrado, y quería hacerles este servicio al pueblo de confesarlos todos y decir la misa mayor el día de Cuaresma. Como me vieron hablar tan bien y tan osadamente su lengua, creyéronlo, y dijeron, porque era cosa de mucha ganancia lo que aquel día se ofrece, que la misa no era menester, que allí estaba el cura, mas que el confesor, ellos lo aceptaban. Yo dije que no quería sino todo, y la ganancia daría yo al cura. No aprovechó, que aún pensaban que le había de sisar, y rogáronme que confesase mucha gente del pueblo honrada, aunque por tentar creo que; yo concedí lo que demandaban, y aquella noche el sastrecillo me dijo: «Yo os prometo, si acertáis a confesarlos la ganancia será bien grande»; bien quisiera yo deshacer la rueda, aunque me parecía que, según son de idiotas, lo supiera hacer. Y avisáronme que para el segundo día de Cuaresma yo estuviese a punto para ello, y el primer día era de ayuno hasta la noche, que no se podía comer; y yo determiné que nos bajásemos con un pan a la mar y un pañizuelo de higos y nueces, diciendo que íbamos a traer ostras para la noche, y teníamos muchos griegos que querían cenar con el padre confesor; y en la mar metime entre unas peñas, y representándoseme dónde estaba y cómo, y los trabajos pasados, no pude estar sin llorar, y de tal manera vino el ímpetu de las lágrimas a los ojos, que no las podía restañar, sino que parecían dos fuentes; quedé el más consolado del mundo de puro desconsolado, y otro tanto creo hizo mi compañero, que entrambos nos escondimos a espulgarnos, que había razonables días que no lo habíamos hecho.

MATA.-  ¡Hi de puta, cuál estaría la túnica que os trocó el otro a la ropa!

PEDRO.-  Esa yo no la espulgué, porque tenía tanta cantidad que no aprovechara matar un celemín. Los ojos tenía quebrados y deslumbrados de mirar si parecía algún navío donde me meter, como no fuese a Constantinopla, para huir de aquellas calumnias que la gente de aquel pueblo me traía. Como fuese tarde y no parecía nada, fuímonos al pueblo que esperaban para cenar, con la determinación de por no ser descubierto confesar y hacer lo que me mandaran.

JUAN.-  ¡Buena conciencia era ésa! Mejor fuera descubriros que cometer tal error.

PEDRO.-  ¿No miráis la hipocresía española?

MATA.-  Ruin sea yo si no creo que lo hiciera mejor que vos. Yo al menos antes confesara veinte pueblos que volver a Constantinopla; mas si después fuera sabido, era el peligro.

PEDRO.-  ¿Qué peligro? Tornaba a ser esclavo.

MATA.-  No digo sino por haber hecho aquello.

PEDRO.-  Siendo esclavo no estimara cuántos griegos ni judíos había en lo que huello; antes si cogiera alguno de ellos le moliera a palos y me saliera con ello, no me la fueran a pagar al otro mundo los que me descubrieran.

JUAN.-  Como no teníais ya más que perder, yo lo creo.

PEDRO.-  Hízolo Dios mejor, que cenamos bien, aunque de cuaresma, temprano, y pusiéronme en cabecera de mesa para el bendecir del comer y beber.

JUAN.-  ¿No es todo uno?

PEDRO.-  No, que primero se bendice la mesa; después cada uno que tiene de beber la primera vez dice con la copa en la mano: «Eflogison eflogimene», «Echad la bendición, padre bendito». Entonces él comienza, entre tanto que el otro bebe, a decir aquella su común oración: «Agios o Theos os», y otro tanto a cuantos bebieron las primeras veces, aunque haya mil de mesa.

MATA.-  Trabajo es. ¿Y si no hay fraile ni clérigo?

PEDRO.-  Ellos entre sí la gente vulgar, y aun cuando el fraile o clérigo bebe, también echan los otros la bendición. Y acabada la cena, vimos despuntar dos velas por detrás de una montaña y acercáronse, y eran dos navíos cargados de trigo que venían a tomar allí bastimento para pasar adelante. Como yo los vi, Dios sabe lo que me holgué, y luego los patrones subieron al pueblo a comprar lo que les faltaba; y yo le hice al uno llamar en secreto, y preguntele adonde iba. Díjome que a la isla de Medellín, a buscar naves de venecianos que venían a buscar trigo, y si no las hallaban allí, que pasarían al Chío. Pediles de merced que nos llevasen allá pagándoles su trabajo.

JUAN.-  ¿Eran cristianos o turcos?

PEDRO.-  Cristianos. ¡Ojalá fueran turcos! No querían, por más ruegos, hacerlo, porque cuantos marineros hay tienen esta superstición, que todo el mundo no se lo desencalabazará, acá y allá en toda la mar: que cuando llevan frailes o clérigos dentro el navío, todas las fortunas son por ellos.

JUAN.-  Callad, no digáis eso.

PEDRO.-  Dios no me remedie si no es tan verdad como os lo digo; y no así como quiera, sino en toda la mar cuan espaciosa es; y aun en Barcelona ha menester más favor un fraile para embarcarse que cien legos; y si es clérigo o fraile, sin que tenga favor, así se puede ahorcar que no le llevarán si no los engaña con vestirse en hábito de soldado.

JUAN.-  La cosa más nueva oigo que jamás oí.

PEDRO.-  Preguntádselo a cuantos han estado en la mar y saben de estas cosas. Fue tanta la importunación y ruegos, que lo concedió el uno, y díjome que me embarcase luego, porque se partirían a media noche. Yo compré de presto una sartaza de aquellos higos buenos, que pesaría media arroba, y obra de un celemín de nueces y pan; y en anocheciendo bajamos a la mar y embarcámosnos, y a media noche comenzamos de caminar. Habiendo andado como tres leguas llegaron dos galeras de turcos, que iban en seguimiento de los navíos, y mandaron amainar.

JUAN.-  ¿Qué es amainar?

PEDRO.-  Quitar las velas para que no camine más; y saltan dentro de nuestros navíos, y prenden los patrones de ellos y pónenlos al remo, y llevábannos a todos.

MATA.-  ¿Pues cómo o por qué? ¿No había amistad con los turcos?

PEDRO.-  Sí; pero había premática que nadie sacase trigo para llevar a vender, y para eso estaban aquellas dos galeras. Considerad lo que podía el pobre Pedro de Urdimalas sentir. Yo luego hice de las tripas corazón, y como me vi cobré ánimo. Y en verdad que el capitán turco y muchos de los suyos me conocían bien en Constantinopla, pero no en aquel hábito. Yo les dije: «Señores: yo conozco que estos pobres cristianos han pecado contra el mandato de nuestro Gran Señor; pero, en fin, la pobreza incita a los hombres muchas veces a hacer lo que no deben. Obligados sois en vuestra ley a tener misericordia y no hacer mal a nadie. Bien tengo entendido que tomarnos a todos podéis lícitamente, y hacer lo que fuéredes servidos; pero también sé que, idos en Constantinopla, ningún interés se os sigue, porque habéis de dar por cuenta todo lo que los patrones confesaren que traían en sus navíos, y la gente; de manera que solamente os habéis vosotros de ello el hacer mal y pensar que el Gran Turco recibe servicio, y no por eso se le acuerda de vosotros. No sabéis en lo que os habéis de ver. Pídoos por merced, que dándoos con qué hagáis un par de ropas de grana, los dejéis ir y aquello os ganaréis, y tenernos heis a todos como vuestros esclavos». Respondiome sabrosamente que por haberlo tan bien dicho determinaban dejarlos, pero que el dinero que daban era poco. Yo repliqué que no era sino muy mucho para ellos, pues daban lo que tenían todo y eran pobres. Yo lo hice en fin por cincuenta ducados, que no pensaron los otros pobres se hiciera con mil, y soltáronnos y dejáronnos ir. Luego vinieron a mí los patrones entrambos, y me lo agradecieron como era razón.

MATA.-  ¡Mirad cuánto hace hacer bien sin mirar a quién! Tan esclavos eran ésos, si vos no os hallabais allí, como vos lo habíais sido.

PEDRO.-  Eso bien lo podéis creer.

JUAN.-  De allí adelante bien os trataran en sus navíos.

PEDRO.-  Muy bien si durara; mas aína me dieran el pago si Dios no me tuviera de su mano.

MATA.-  ¿También deshicisteis la amistad, como con los turcos y judíos solíais hacer?



ArribaAbajoEn Lemnos

PEDRO.-  Y aún más de veras, porque no hubiera sido la riña de palabra. Caminamos por nuestra mar adelante con razonable viento, y ya que estábamos junto a Medellín, donde iban, revolvió un viento contrario y dio con nosotros en la isla de Lemno, no con menor fortuna que la pasada. Tuvieron consejo para ver cómo podrían salvar las vidas, que se veían ir todos a perecer. Dijeron que si no echaban los frailes en la mar no cesarían jamás, porque no hallaban causa otra por donde se moviese semejante fortuna. Ya todos muy determinados de lo hacer, inspiró Dios en los patrones, y dijeron: «Por el bien que nos han hecho, mátelos Dios, y no nosotros»; ya no se excusa que no demos al través. Cuando si Dios quisiese nos vamos de aquí, los dejaremos y no irán con nosotros; y en esto la mar echó fuera nuestros navíos, y quiso Dios que no peligraron cosa ninguna, más de quedar en seco. La fortuna duró ocho días, en los cuales, con mucho mayor frío, nos hicieron dormir fuera de los navíos, y aun ojalá hubiera alguna mata a donde nos acoger o pan siquiera que comer. Esta isla es muy abundantísima de pan y vino y ganado; pero de árboles no, porque es toda páramo; no tiene en veinte leguas al derredor más de un olmo, que está junto a una fuente.

MATA.-  ¿Pues con qué se calientan?

PEDRO.-  Por mar traen la leña de otra parte, y los sarmientos que de las viñas tienen y algunas aliagas. El viento que hacía, cierzo que acá llamáis, era terrible, ya que no se podía resistir, porque si no es un rimero de piedras que los pastores tenían hecho para ponerse detrás de ellas, ninguna otra pared, árbol ni mata había allí. Hartos de pacer hierba, nos metíamos a espulgarnos, y lavamos nuestras camisas y zaragüelles; y después de seco, cuando fui por ello, vilo tan manchado como si no lo hubiera lavado, y no sabía qué pudiese ser, pues yo bien lo había fregado, y hallé que eran muchos millones de rebaños de piojos, que como no se había echado agua caliente, cuando estaban las camisas mojadas no se parecían, pero con el sol habían revivido.

MATA.-  Grande crueldad era la de aquellos perros, que así se pueden llamar, y el trabajo de no comer sino hierba, no menor.

PEDRO.-  Cuanto más que como era mes de hebrero había pocas y pequeñas, y como el hambre acusaba, comiendo de prisa y no advirtiendo, topaba con alguna que amargaba, otra que espinaba y otra que abrasaba la boca.

JUAN.-  ¿Pues no había pueblos en esa isla?

PEDRO.-  Sí; había más de treinta, a cuatro leguas de distancia; pero no osaba apartarme de los navíos, por saber cuándo se iban, que las cosas de mar son inciertas. Dentro de un instante se alza la mar, y se amansa; y quería probar a ver si usaran de misericordia; ya como la fortuna fue adelante, determinaron los patrones de irse al primer pueblo a borrachear, y nosotros fuímonos tras ellos, por comprar pan que comer. Y era tanto el frío, que, con caminar medio corriendo y cargado, no sentía miembro de todo el cuerpo, y los ojos estaban que no los podía menear, cuasi como paralítico. Llegados al pueblo, en la primera casa de él estaban borracheando muchos griegos en un desposorio, y como yo preguntase si hallaría por los dineros un poco de pan, ellos nos hicieron, movidos a compasión, sentar, y como era cuaresma no tenían sino habas remojadas y pasas; y como vieron que no podía tomar el pan con las manos mandaron sacar a la mesa un poco de fuego, y al primer bocado que comí, luego el escanciador me dio una copa de agua ardiente, que aunque en mi vida lo había bebido, me supo tan bien que no fue menester más brasero, y quedé todo confortado.

MATA.-  ¿Aguardiente a comer? ¿A qué propósito?

PEDRO.-  Tan usado es en todas las comidas de conversación en Grecia y toda Turquía el beber dos o tres veces, las primeras de aguardiente, que lo llaman «raqui», como acá vino blanco.

JUAN.-  ¿No los abrasa los hígados y boca?

PEDRO.-  No, porque lo tienen en costumbre, y tampoco es lo primero que es demasiado de fuerte, sino lo segundo que llaman.

JUAN.-  ¿Hácenlo a falta de vino blanco?

PEDRO.-  No, por cierto, que no falta malvasía y moscatel de Candia; antes tienen más blanco que tinto; sino porque la mayor honra que en tales tiempos hay es el que primero se emborracha y se cae a la otra parte dormido, y como medio en ayunas, con los primeros bocados, beben el «raqui», luego los comienza a derribar; y aun las mujeres turcas y griegas, cuando entre sí hacen fiestas, luego anda por alto el «raqui».

MATA.-  ¿Tan gente bebedora es la griega?

PEDRO.-  Como los alemanes y más. Salvo que en esto difieren, que los alemanes beberán pocas veces y un cangilón cada vez; mas los griegos, aunque beben mucho, comen muy poco y beben tras cada bocado con pequeñita taza. Podéis creer que de como el que escancia toma la copa en la mano, aunque no sean más de tres de mesa, hasta que se vayan, que no cesará la copa ni pondrá los pies en suelo aunque dure la comida dieciséis horas, como suele.

MATA.-  ¿Que, dieciséis horas una sola comida? Pues aunque tuviesen todos los manjares que hay en el mundo bastaban tres.

PEDRO.-  Por no tener manjares muchos son largas, que si los tuviesen presto se enfadarían. Con un platico de aceitunas y un tarazón de pescado salado, crudo, entre diez, hay buena comida, y antes que se acabe beberán cada seis veces; luego, si hay huevos con cada sendos asados, tardándolos en comer dos horas, beberán otras tantas veces.

MATA.-  ¿Pues en qué tardan tanto?

PEDRO.-  Como no va nadie tras ellos, y son tan habladores que con el huevo o la taza en la mano contará uno un cuento y escucharán cuatro.

MATA.-  ¿Parleros son al comer como vizcaínos?

PEDRO.-  Con mucha más crianza, que ésos parlan siempre a troche moche y ninguno calla, sino todos hablan; mas los griegos, en hablando uno, todos callan, y le están escuchando con tanta atención que tendrían por muy mala crianza comer entre tanto; y no os maravilléis de dieciséis horas, porque si es algo de arte el convite, será manteniendo tela dos días con sus noches; agora sacan un palmo de longaniza; de aquí a una hora ostras, que es la cosa que más comen; tras éstas, un poco de hinojo cocido con garbanzos o espinacas; de allí a cuatro horas un pedacillo de queso; luego sendas sardinas; si es día de carne, un poco de cecina cruda, y de esta manera alargan el convite cuanto quieren.

MATA.-  ¿Cómo pueden resistir?

PEDRO.-  Yo os lo diré: uno duerme a este lado, otro a este otro; cuando despiertan comen y levántanse; otros que van a mear o hacer de sus personas, y así anda la rueda y nunca para el golondrino.

MATA.-  ¿Qué llaman golondrino?

PEDRO.-  Unos barriles de estaño que en toda Grecia usan por jarros, hechos al torno, muy galanes, de dos asas, que se dan en dotes, y la que lleva cuatro no es de las menos ricas.

MATA.-  ¿Qué fue del convite de la isla de Lemno?

PEDRO.-  El desposado luego me trajo presentado un grande jarro de vino de una pipa que había comenzado, y pan no faltaba; comí hasta que me harté y conteles el cómo había dado al través, y compré en el pueblo una docena de panes; y dije a mi compañero que nos volviésemos a estar junto a los navíos aunque pereciésemos de frío, porque si se iban sin nosotros no teníamos qué comer y en mil años no hallaríamos quien nos llevase. Partímonos a media noche, consolados con el comer y desconsolados de no haber, con el frío que hacía, donde meter la cabeza que se defendiese del aire, y metímonos junto a un arroyo que bajaba a la mar, algo hondo de donde atalayábamos los navíos cuando aparejaban de irse. Como no cesaba la fortuna, los marineros, desesperados, determinaron de irse de allí, porque había nueva de cosarios, adonde la ventura los llevase, y comenzaron a sacar las áncoras. Fuimos presto a que nos tomasen y echáronnos con el diablo. Yo comencé de aprovecharme del hábito que traía, que hasta allí no lo había hecho.

JUAN.-  ¿Cómo aprovechar? ¿No habíais sido dos meses fraile?

PEDRO.-  Digo a ser importuno, y pedir por amor de Dios.

MATA.-  También las mata Pedro algunas veces callando.

JUAN.-  Sí, que Ebro lleva la fama y Duero el agua.

PEDRO.-  Ya como no aprovechaba nada y se partían, dije que no quería ir con ellos; pero por el bien que a los patrones había hecho les rogaba que me escuchasen dos palabras. Respondieron que no había qué, porque ellos ya no iban al Chío, sino a buscar naves de cristianos de acá a quien vender su trigo, y que si fueran al Chío holgaran de llevarme. Tanto los importuné, que saltaron en un batel a ver qué secreto les quería decir. Y tómolos detrás de un peñasco y digo: «Señores, la causa por que no queréis que vaya con vosotros es por ser frailes; pues sabed que ni lo soy ni aun querría, sino somos dos españoles que venimos de esta y de esta manera, y para que lo creáis...»; arremangué el hábito y mostreles el jubón y la camisa labrada de oro, que junta con las carnes traía, y unas muy buenas calzas negras que debajo de estos borceguilazos traía. «Y en lo que decís que vais a buscar naos de cristianos, eso mismo busco yo. Hoy podéis redimir dos cautivos; mirad lo que hacéis». Enternecióseles algo el corazón y dijeron: «¿Por qué no lo habíais dicho hasta agora?» Díjeles que por qué sabía que todos los griegos prendían los cautivos que se huían y no los querían encubrir. Tomáronme entonces de buena gana y metiéronme en sus navíos, y dijeron que no me descubriese a ningún marinero, y caminamos con tanta fortuna que me holgara de haberme quedado en tierra, porque comenzó a entrar tanta agua dentro, que no lo podíamos agotar. Llegamos en Medellín, en un puerto que llaman Sigre, adonde pensaban hallar naos, y como no hubiese ninguna, pasaron con toda su fortuna al Chío.

MATA.-  ¿No podían esperar en aquel puerto a que pasase la fortuna?



ArribaAbajoEn Chíos

PEDRO.-  Había gran miedo de infinitos cosarios que por allí andan; y también la fortuna, aunque grande, era favorable en llevar hacia allá. A media noche fue Dios servido, con grandísimo peligro, que llegamos en el Delfín, que es un muy buen puerto de la misma isla del Chío, seguros de la mar, mas no de los cosarios, que hay más por allí que en todo el mundo, porque no hay pueblo que lo defienda, y de allí a la ciudad son siete leguas. Rogué a los patrones que nos echasen en tierra, y eché mano a la bolsa y diles obra de un ducado que bebiesen aquel día por amor de mí. Y no le queriendo tomar, les dije que bien podían, porque ido yo a la ciudad sería más rico que ellos. Tomáronlo y avisáronme que, por cuanto había tantos corsarios por allí que tenían emboscadas hechas en el bosque por donde yo había de ir, para coger la gente que pasase, mirase mucho cómo iba. Yo fui por un camino orillas del mar, más escabroso y montañoso que en Monte Santo había visto, y de tanto peligro de los corsarios que había dos meses que de la ciudad nadie osaba ir por él; y aún os digo más, que cuando llegamos al pueblo todos nos dijeron que diésemos gracias a Dios por todos los peligros de que nos había sacado, y más por aquél, que era mayor y más cierto que todos, porque en más de un año no pasó nadie que no fuese muerto o preso.

MATA.-  ¿Y allí estabais en tierra de cristianos seguros?

PEDRO.-  No mucho, porque aunque es de cristianos, y los mejores que hay de aquí allá, cada día hay muchos turcos que contratan con ellos, y si fuesen conocidos los cautivos que han huido, se los harán luego dar a sus patrones; porque en fin, aunque están por sí, son sujetos al turco y le dan parias cada un año.

JUAN.-  ¿Adónde cae esa isla?

PEDRO.-  Cien leguas más acá de Constantinopla y otras tantas de Chipre, y las mismas del Cairo y Alejandría y Candia; a todas éstas está en igual distancia, y cincuenta leguas de Rodas. Es escala de todas las naves que van y vienen desde Sicilia, Esclavonia, Venecia y Constantinopla al Cairo y Alejandría.

MATA.-  ¿Qué llamáis escala?

PEDRO.-  Que pasan por allí y son obligados a pagar un tanto, y allí toman cuanto bastimento han menester y compran y venden, que la ciudad es de muchos mercaderes.

JUAN.-  ¿Qué, tan grande es la isla?

PEDRO.-  Tiene treinta y seis leguas al derredor.

JUAN.-  ¿Cúya es?

PEDRO.-  Como Venecia, es señoría por sí, y rígese por siete señores que cada año son elegidos.

JUAN.-  ¿De qué nación son?

PEDRO.-  Todos genoveses, gentiles hombres que llaman de casas las principales de Génova, y hablan griego e italiano. Solía esta isla ser de Génova en el tiempo que mandaban gran parte del mundo, y aun agora le conoce esta superioridad, que la ciudad nombra estos siete señores y Génova los confirma.

JUAN.-  ¿Hay más de una ciudad?

PEDRO.-  No; mas villas y pueblos más de ciento.

JUAN.-  ¿Qué tan grande es la ciudad?

PEDRO.-  De la misma manera que Burgos, y más galana; no solamente la ciudad, pero toda la isla es un jardín, que tengo para mí ser un paraíso terrenal. Podrá proveer a toda España de naranjas y limón y cidras, y no así como quiera, sino que todo lo de la vera de Plasencia y Valencia puede callar con ello. Entrando un día en un jardín os prometo que vi tantas caídas que de solas ellas podían cargar una nao, y así valen en Constantinopla y toda Turquía muy baratas por la grandísima abundancia. La gente en sí está sujeta a la Iglesia romana, y entrado dentro, en el traje y usos, no diréis sino que estáis dentro de Génova; mas difieren en bondad, porque, aunque los genoveses son razonable gente, éstos son la mejor y más caritativa que hay de aquí allá. Aunque saben que serían castigados y quizás destruidos del turco por encubrir cautivos que se huyen de acoger y regalar, y dándoles bastimento necesario los meten en una de las naves que pasan para que vengan seguros. Tienen fuera de la ciudad un monasterio, que se llama santo Sidero, en el cual hay un fraile no más, y allí hacen que estén los que se huyen todos escondidos, y del público erario mantienen un hombre que tenga cuenta de llevarles cada día pan y vino, carne, pescado y queso lo necesario, y el que estando yo allí lo hacía se llamaba maestre Pedro el Bombardero.

JUAN.-  ¿Qué tributo pagan ésos al Gran Turco?

PEDRO.-  Catorce mil ducados le dan cada año, y están por suyos con tal que no pueda en toda la isla vivir ningún turco; sino como venecianos, están amigos con todos, y reciben a cuantos pasan sin mirar quién sea, y tratan con todos.

JUAN.-  Estos dineros, ¿cómo se pagan? ¿De algún repartimiento?

PEDRO.-  No, sino Dios los paga por ellos, sin que les cueste blanca.

MATA.-  ¿Cómo es eso?

PEDRO.-  Hay un pedazo de terreno que será cuatro leguas escasas, donde se hace el almástica, y de allí salen cada año 15 ó 20 mil ducados para pagar sus tributos.

MATA.-  ¿Qué es almástica? ¿Cómo es?

JUAN.-  ¿Nunca habéis visto uno como incienso, sino que es más blanco, que hay en las boticas?

PEDRO.-  Es una goma que llora el lentisco, como el pino trementina.

MATA.-  Pues de ésos acá hay hartos, mas no veo que se haga nada de ellos, sino mondar los dientes.

PEDRO.-  También hay allá hartos, que no lo traen en lo que mucho se engrandece la potencia del Criador, que en solamente aquel pedazo que mira derecho a mediodía se hace, de tal manera que en toda la isla, aunque está llena de aquellos árboles, no hay señal de ella. Y más os digo, que si este árbol que trae almástica le quitan de aquí y le pasan dos pies más adelante o atrás de donde comienza el término de las cuatro leguas, no traerá más señal de almástica; y al contrario, tomando un salvaje, que nunca la tuvo, y trasplantándole allí dentro, la trae como los otros.

MATA.-  Increíble cosa me contáis.

PEDRO.-  Podéisla creer, como creéis que Dios está en el cielo; porque lo he visto con estos ojos muy muchas veces.

MATA.-  ¿Y cómo lo hacen?

PEDRO.-  El pueblo como por veredas es obligado a labrarlo y tener el suelo limpio como el ojo, porque cuando lloran los árboles y cae no se ensucie; todos los árboles están sajados y por allí sale, y ningún particular lo puede tomar para vender, so pena de la vida, sino la misma señoría lo mete en unas cajas y da con parte de ello a Génova y otra parte a Constantinopla; y tienen otra premática que no se puede vender cada caja, que ellos llaman, menos de cien ducados, sino que antes la derramen en la mar y la pierdan toda.

JUAN.-  ¿Pues no la hay en otra parte?

PEDRO.-  Agora no, ni se escribe que la haya habido, sino allí y en Egipto; mas agora no parece la otra, antes el Gran Señor ha procurado lo más del mundo en todas las partes de su imperio probar a poner los árboles sacados de allí, y jamás aprovecha.

JUAN.-  ¡Qué tiene de aprovechar, si en la misma isla aún no basta fuera de aquel término!

MATA.-  ¿De qué sirve?

PEDRO.-  De muchas cosas: en medicina, y a muchos mandan los médicos mascarla para desflemar, y siempre se está junta, y por eso se llama almástica, porque masticar es mascar. Los turcos, como la tienen fresca, la usan mucho para limpiar los dientes, que los deja blancos y limpios.

MATA.-  Ya la he visto; agora cayó en la cuenta; un oidor nuestro vecino, la mascaba cada día.

JUAN.-  Esa misma es. ¿Y cómo llegasteis en la ciudad? Seríais el bien venido.

PEDRO.-  Llegar me dejaron a la puerta, mas no entrar dentro.

MATA.-  ¿Por qué?

PEDRO.-  Por la grande diligencia que tienen de que los que vienen de parte donde hay pestilencia no comuniquen con ellos y se la peguen; y como yo no pude negar dónde venía, mandáronme ir a santo Sidero, y allí envió la señoría uno de los siete que me preguntase quién era y qué quería; y como le conté el caso, díjome que me estuviese quedo en aquel monasterio y allí se me sería dado recado de todo lo necesario; mas de una cosa me advertía de parte de la señoría: que no saliese adonde fuese visto de algún turco; porque si me conocían y me demandaban no podían dejar de darme, pues por un hombre no tenía de perderse toda la isla. Llamábase éste Nicolao Grimaldo.

JUAN.-  ¿Qué quiere decir Grimaldo?

PEDRO.-  Es nombre de una casa de genoveses antiguos. Hay tres casas principales en Chío: Muneses, Grimaldos, Garribaldos. Para aquella noche no faltó de cenar, porque mi compañero tenía allí un cirujano catalán pariente, que se llamaba maese Pedro, hombre valeroso así en su arte como por su persona, bien amigo de amigos, y, lo que mejor, tenía bien quisto en toda la ciudad. Yo rogué a uno de aquellos señores que me llamasen allí a uno de los del año pasado que la señoría había enviado por embajador a Constantinopla, para que le quería hablar, el cual a la hora vino.

JUAN.-  ¿Qué tanto es el monasterio de la ciudad?

PEDRO.-  Un tiro de ballesta; y conociome, aunque no a «prima facie»; porque estando yo en Constantinopla camarero de Zinan Bajá, todos los negociantes habían de entrar por mi mano; y como arriba dije, procuraba siempre de estar bien con todos, y cuando venían negocios de cristianos yo me les aficionaba, deseando que todos alcanzasen lo que deseaban. Cada vez que aquel embajador quería hablar con mi amo le hacía entrar. Allende de esto, como yo era intérprete de todos los negocios de cristianos, llevaba una carta de la Señoría de Chío, para Zinan Bajá, y no iba escrita con aquella crianza y solemnidad que a tal persona se requería; y ciertamente, si yo la leyera como iba, él no negociara nada de lo que quería.

MATA.-  ¿Pues allá se mira en eso?

PEDRO.-  Mejor que acá. En el sobrescrito le llamaban capitán general, que es cosa que ellos estiman en poco, sino almirante de la mar, que en su lengua se dice «beglerbei»; tratábanle de señoría, y habíanle de llamar excelencia; y esto de cuatro en cuatro palabras. Como yo vi la carta, con deseo que alcanzasen lo que pedían, leíla a mi propósito, supliendo como yo sabía tan bien sus costumbres, de manera que quedó muy contento y hubo consejo conmigo de lo que había de hacer, y le hice despachar como quería, avisándole que otra vez usasen de más crianza con aquellos bajás; y él quedó con toda la obligación posible, así por el buen despacho como por la brevedad del negociar; y como me vio y nos hablamos, fue a la ciudad y juntada la señoría les dijo quién yo era y lo que había hecho por ellos, y que me podrían llamar liberador de la patria, y como a tal me hiciesen el tratamiento. De tal manera lo cumplieron, que en 28 días que allí estuve fui el más regalado de presentes de todo el mundo, tanto que no consentían que comiese otro pan sino rosquillas. Podía mantener treinta compañeros con lo que allí me sobraba. Mandaron también, para más me hacer fiesta, que los siete señores se repartiesen de manera que cada día uno fuese a estar conmigo en el monasterio a mantenerme conversación. Pues de damas, como era cuaresma, que iban a las estaciones, tampoco faltó. Allí hallé un mercader que iba en Constantinopla, el cual llevaba comisión de un caballero de los principales de España para que me rescatase, y pedile dineros y no me dio más de cinco escudos y otros tantos en ropa para vestirme a mí y a mi compañero.

MATA.-  ¿Pues qué vestidos hicisteis con cinco escudos dos compañeros?

PEDRO.-  Buenos, a la marineresca; que claro es que no habían de hacerse de carmesí.

MATA.-  ¿Y en hábito de frailes os festejaban las damas?

PEDRO.-  Al principio sí; porque un día, el segundo que llegamos, yo estaba al sol tras una pared, y llegaron cuatro señoras principales en riqueza y hermosura, y como vieron a mi compañero, fueron a besarle la mano. Él, de vergüenza, huyó y no se la dio, sino escondiose. Quedaron las señoras muy escandalizadas, y como yo las sentí, salí y vilas santiguándose. Pregunteles en griego que de qué se maravillaban. Dijo una no sé cuasi, que no le alcanzaba un huelgo u otro: «Estaba aquí un fraile y quisímosle besar la mano y huyó; creemos que no debe de ser digno que se la besemos». Digo: «No se maravillen vuestras mercedes de eso, que no es sacerdote; yo lo soy». En el punto que lo dije, arremetieron a porfía sobre cuál ganaría primero los perdones. Yo a todas se la di liberalmente, y a cada una echaba la bendición, con la cual pensaban ir santificadas, como lo contaron en la ciudad. Ya andaba el rumor que se habían escapado dos cristianos en hábito de frailes y estaban en Santo Sidero. Halláronse tan corridas, que fueron otro día allá, y cuando yo salí a saludarlas y darles la mano, una llevaba un palillo con que me dio un golpe al tiempo que extendí la mano, y armose grande conversación sobre que yo no tenía ojos de fraile; y ningún día faltaron de allí adelante que no fuesen a visitarme con mil presentes y a danzar. Al cabo de un mes partíase una nave cargada de trigo, y el capitán de ella era ciudadano, y había también otros doce cristianos que se habían de los turcos rescatado, de ellos huido, y mandole la señoría que nos trajese allí hasta Sicilia, dándoles a todos bizcocho y queso, pero a mí no nada, sino mandaron al capitán que no solamente me diese su mesa, mas que me hiciese todos los regalos que pudiese, haciendo cuenta que traía a uno de los siete señores del Chío; y así me embarqué y fuimos a un pueblo de Troya, allí cerca, que se llama Smirne, de donde fue Homero, a acabar de cargar trigo la nave para partirnos.



ArribaAbajoHacia Italia

JUAN.-  ¿De Troya, la misma de quien escriben los poetas?

PEDRO.-  De la misma.

MATA.-  ¿Pues aún es viva la ciudad de Troya?

PEDRO.-  No había ciudad que se llamase Troya, sino todo un reino, como si dijéramos España o Francia; que la ciudad principal se llamaba el Ilio, y había otras muchas, entre las cuales fui a ver una que se llama Pérgamo, de donde fue natural el Galeno, que está en pie y tiene dos mil vecinos; pedazos de edificios antiguos hay muchos; pueblos, muy muchos, pero no como Pérgamo, ni donde parezca rastro de lo pasado. Los turcos, cuando ven edificios viejos, los llaman «esqui Estambol, la vieja Constantinopla»; y para los edificios que el Gran Turco hace en Constantinopla llevan toda cuanta piedra hallan en estas antiguallas.

JUAN.-  ¿Era buena tierra aquella?

PEDRO.-  Una de las muy buenas que he visto, abundosa de pan, vino, carne y ganado, y lo que demás quisiéredes.

JUAN.-  Y qué, ¿aquella es la ciudad de Troya?

PEDRO.-  Todo lo demás que oyéredes es fábula.

MATA.-  ¿No decían que tenía tantas leguas de cerco?

PEDRO.-  Es verdad que Troya tiene más de cien leguas de cerco; ¿mas en qué seso cabe que había de haber ciudad que tuviese esto? Solamente el Ileo era la más populosa ciudad y cabeza del reino, y cae en la Asia Menor, y Abido es una ciudad de Troya que la batía la mar, enfrente de Sexto.

MATA.-  En fin, eso lleva camino, y hase de dar crédito al que lo ha visto, y no a poetas que se traen el nombre consigo. Y, porque viene a propósito, quiero preguntar de Athenas si la viste.

PEDRO.-  Muy bien.

MATA.-  ¿Y es como decían o como Troya? ¿O no hay agora nada?

PEDRO.-  La ciudad está en pie, no como solía, sino como Pérgamo; de hasta dos mil casas, mas labradas no a la antigua, sino pobremente, como a la morisca.

JUAN.-  ¿Y hay todavía escuelas?

PEDRO.-  Ni en Athenas ni en toda Grecia hay escuela ni rastro de haber habido letras entre los griegos, sino la gente más bárbara que pienso haber habido en el mundo. El más prudente de todos es como el menos de tierra de Sayago. La mayor escuela que hay es como acá los sacristanes de las aldeas, que enseñan leer y dos nominativos; así, los clérigos que tienen iglesia, tienen encomendados muchachos que, después que les han enseñado un poco leer y escribir, les muestran cuatro palabras de gramática griega y no más, porque tampoco ellos lo saben.

MATA.-  ¿Hay alguna diferencia entre griego y gramática griega?

PEDRO.-  Griego es su propia lengua que hablan comúnmente, y gramática es su latín griego, como lo que está en los libros.

JUAN.-  ¿Hay mucha diferencia entre lo uno y lo otro?

PEDRO.-  Como entre la lengua italiana y la latina. En el tiempo del florecer de los romanos la lengua común que en toda Italia se hablaba era latina, y esa es la que Cicerón sin estudiar supo y el vulgo todo de los romanos la hablaba. Vino después a barbarizarse y corromperse, y quedó ésta, que tiene los mismos vocablos latinos, mas no es latina, y así solían llamarse los italianos latinos. En el tiempo de Demóstenes y Eschines, Homero y Galeno y Platón y los demás, en Grecia se hablaba el buen griego, y después vino a barbarizarse y corrompiose de tal manera que no la saben; y guardan los mismos vocablos, salvo que no saben la gramática, sino que no adjetivan. En lo demás, sacados de dos docenas de vocablos bárbaros que ellos usan, todos los demás son griegos. Dirá el buen griego latino: «blepo en aanthropon», «veo un hombre»; dirá el vulgar: «blepo en antropo». Veis aquí los mismos vocablos sin adjetivar.

JUAN.-  De manera que solamente en la congruidad del hablar difieren, que es la gramática. Pregunto: Uno que acá ha estudiado griego, como vos hicisteis antes que os fueseis, ¿entenderse ha con los que hablan allá?

PEDRO.-  No es mala la pregunta. Sabed que no, ni él a ellos ni ellos a él: porque primeramente ellos no le entienden, por no saber gramática, y tampoco él sabe hablar, porque acá no se hace caso sino de entender los libros; ni éstos entenderán a los otros, porque como no adjetivan y mezclan algunos vocablos bárbaros, paréceles algarabía, y también como no tienen uso del hablar griego, acá no abundan de vocablos. Eso mismo es en la italiana, que los latinos que desde acá van, si no lo deprenden no lo entienden, no obstante que algunas palabras les son claras; ni los italianos que no han estudiado entienden sino cualquier palabra latina. Bien es verdad que el que sabe el griego vulgar deprende más en un año que uno de nosotros en veinte porque ya se tiene la abundancia de vocablos en la cabeza, y no ha menester más de componerlos como han de estar. También el que sabe la gramática deprenderá más presto vulgar que el que no la sabe, por la costumbre que ya tiene de la pronunciación. Yo por mí digo que sin estudiarla más de como fui de acá, por deprender la vulgar me hallé que cada vez que quiero hablar griego latín lo hago también como lo vulgar.

MATA.-  Debéis de saber tan poco de uno como de otro.

PEDRO.-  De todas las cosas sé poco; mas estad satisfecho que hay pocos en Grecia que hablen más elegante y cortesanamente su propia lengua que yo, ni aun mejor pronunciada.

MATA.-  El pronunciar es lo de menos.

PEDRO.-  No puedo dejar de daros a entender por sólo eso la grandísima falta que todos los bárbaros de España tienen en lo que más hace al caso en todas las lenguas.

MATA.-  ¿Qué, el pronunciar?

PEDRO.-  ¡Si vieseis los letrados que acá presumen, idos en Italia, donde es la policía del hablar, dar que reír a todos cuantos hay, pronunciando siempre n donde ha de haber m, b por v y v por b, comiéndose siempre las postreras letras! Ninguna cosa hay en que más se manifieste la barbarie y poco saber que en el pronunciar, de lo cual los padres tienen grandísima culpa y los maestros más. Veréis el italiano decir cuatro palabras de latín grosero tan bien dichas que aunque el español hable como Cicerón parece todo cacefatones; en respecto de él más valen cuatro palabras bien sabidas que cuanto supo Salomón mal sabido. Una cosa quiero que sepáis de mí, como de quien sabe seis lenguas, que ninguna cosa hay para entender las lenguas y ser entendido más necesaria y que más importe que la pronunciación, porque en todas las lenguas hay vocablos que pronunciados de una manera tienen una significación y de otra manera otra, y si queréis decir cesta, diréis ballesta. Tome uno de vosotros en la cabeza seis vocablos griegos, mal pronunciados, y pregúnteselos a un griego qué quieren decir, y verá que no le entiende. La mayor dificultad que para la lengua griega tuve fue el olvidar la mala pronunciación que de acá llevé, y sabía hablar elegantemente y no me entendían; después, hablando grosero y bien pronunciado, era entendido. Hay en ello otra cosa que más importa y es que si pasando por un reino sabiendo aquella lengua queréis pasar como hombre del reino, a dos palabras, aunque sepáis muy bien la lengua, sois tomado con el hurto en las manos. Estos son primores que no se habían de tratar con gente como vosotros, que nunca supo salir detrás los tizones, mas yo querría que saliese y veríais.

MATA.-  Yo me doy por vencido en eso que decís todo, sin salir, porque a tan clara razón no hay qué replicar.

PEDRO.-  Si las primeras palabras que a uno enseñan de latín o griego se las hiciesen pronunciar bien sin que supiese más hasta que aquellas pronunciase, todos sabrían lo que saben bien sabido; pero tienen una buena cosa los maestros de España: que no quieren que los discípulos sean menos asnos que ellos, y los discípulos también tienen otra: que se contentan con saber tanto como sus maestros y no ser mayores asnos que ellos; y con esto se concierta muy bien la música barbaresca.

JUAN.-  Cuestión es y muy antigua, principalmente en España, que tenéis los médicos contra nosotros los teólogos, quereros hacer que sabéis más filosofía y latín y griego que nosotros. Cosas son por cierto que poco nos importan. Porque sabemos lógica; latín y griego demasiadamente, ¿para qué?

PEDRO.-  En eso yo concedo que tenéis mucha razón, porque para entender los libros en que estudiáis poca necesidad hay de letras humanas.

JUAN.-  ¿Qué libros? ¿Santo Tomás, Escoto y esos Gabrieles y todos los más escolásticos? ¿Paréceos mala teología la de ésos?

PEDRO.-  No por cierto, sino muy santa y buena; pero mucho me contenta a mí la de Cristo, que es el Testamento Nuevo, y en fin, lo positivo, principalmente para predicarse.

JUAN.-  ¿Y ésos no lo saben?

PEDRO.-  No sé; al menos no lo muestran en los púlpitos.

JUAN.-  ¿Cómo lo veis vos?

PEDRO.-  Soy contento de decirlo: todos los sermones que en España se tratan, que aquí está Mátalas Callando que no me dejará mentir, son tan escolásticos que otro en los púlpitos no oiréis sino santo Tomás dice esto. En la distinción 143, en la cuestión 26, en el artículo 62, en la responsión a tal réplica. Escoto tiene por opinión en tal y tal cuestión que no. Alejandro de Ales, Nicolao de Lira, Juanes Maioris, Gayetano, dicen lo otro y lo otro, que son cosas de que el vulgo gusta poco, y creo que menos los que más piensan que entienden.

JUAN.-  ¿Pues qué querríais vos?

PEDRO.-  Que no se trajese allí otra doctrina sino el Evangelio, y un Crisóstomo, Agustino, Ambrosio, Jerónimo, que sobre ello escriben; y esotro déjanselo para los estudiantes cuando oyen lecciones.

MATA.-  En eso yo soy del bando de Pedro de Urdimalas, que los sermones todos son como él dice y tiene razón.

JUAN.-  ¿Luego por tan bobos tenéis vos a los teólogos de España, que no tienen ya olvidado de puro sabido el Testamento Nuevo y cuantos expositores tiene?

MATA.-  Olvidado, yo bien lo creo; no sé yo de qué es la causa.

PEDRO.-  Las capas de los teólogos que predican y nunca leyeron todos los evangelistas pluguiese a Dios que tuviese yo, que pienso que sería tan rico como el rey, cuanto más los expositores. ¿No acabasteis agora de confesar que no era menester para la Teología, Filosofía, latín ni griego?

MATA.-  Eso yo soy testigo.

PEDRO.-  ¿Pues cómo entenderéis a Crisóstomo y Basilio, Jerónimo y Agustino?

JUAN.-  ¿Luego Santo Tomás y Escoto no supieron Filosofía?

PEDRO.-  Pero de la santa mucha.

JUAN.-  No digo sino de la natural.

PEDRO.-  De ésa no por cierto mucha, como por lo que escribieron de ella consta. Pues latín y griego, por los cerros de Úbeda.

JUAN.-  Ya comenzáis a hablar con pasión. Hablemos en otra cosa.

PEDRO.-  ¿No está claro que siguieron al comentador Averroes y otros bárbaros que no alcanzaron filosofía, antes ensuciaron todo el camino por donde la iban los otros a buscar?

MATA.-  ¿Qué es la causa por que yo he oído decir que los médicos son mejores filósofos que los teólogos?

PEDRO.-  Porque los teólogos siempre van atados tanto a Aristóteles, que les parece como si dijesen: El Evangelio lo dice, y no cale irles contra lo que dijo Aristóteles, sin mirar si lleva camino, como si no hubiese dicho mil cuentos de mentiras; mas los médicos siempre se van a viva quien vence por saber la verdad. Cuando Platón dice mejor, refutan a Aristóteles; y cuando Aristóteles, dicen libremente que Platón no supo lo que dijo. Decid, por amor de mí, a un teólogo que Aristóteles en algún paso no sabe lo que dice, y luego tomará piedras para tiraros; y si le preguntáis por qué es verdad esto, responderá con su gran simpleza y menos saber que porque lo dijo Aristóteles. ¡Mirad, por amor de mí, qué filosofía pueden saber!

JUAN.-  Ya yo hago como dicen orejas de mercader, porque me parece que jugáis dos al mohíno. Acabemos de saber el viaje.

PEDRO.-  Soy de ello contento, porque ya me parece que os vais corriendo. Acabada de cargar la nave, fuimos en la isla del Samo, adonde nos tomó una tormenta y nos quedamos allí por tres días, que es del Chío veinte leguas, la cual es muy buena tierra, mas no está poblada.

JUAN.-  ¿Por qué? ¿Qué comíais allí?

PEDRO.-  Gallinas y ovejas comíamos, que hallábamos dentro. Desde el tiempo de Barbarroja comenzaron a padecer mucho mal todos los que habitaban en muchas islas que hay por allí, que llaman del Archipiélago, y hartos de padecer tanto mal como aquel perro les hacía, dejaron las islas y fuéronse a poblar otras tierras, y como dejaron gallinas y ganados allí, hase ido multiplicando y está medio salvaje, y los que por allí pasan, saltando en tierra hallan bien qué cazar, y no penséis que son pocas las islas, que más he yo visto de cincuenta.

MATA.-  ¿Pues cúyas son esas aves y ganados?

PEDRO.-  De quien lo toma; ¿no os digo que son despobladas habrá quince años?

JUAN.-  ¿Y no lo sabe eso el Gran Turco?

PEDRO.-  Sí; pero, ¿cómo pensáis que lo puede remediar? Algunas cosas habrá hecho Andrea de Oria que, aunque las sepa el Emperador, son menester disimular. De allí fuimos a Milo, otra isla, y de allí pasamos una canal entre Micolo y Tino, dos islas pobladas, y con un gran viento contrario no pudimos en tres días pasar adelante a tomar tierra, y dimos al cabo con nosotros en la isla de Delo, que aunque es pequeña, es de todos los escritores muy celebrada, porque estaba allí el templo de Apolo, adonde concurría cada año toda la Grecia.

JUAN.-  ¿Esa es la isla de Delo? ¿Y hay agora algún rastro de edificio?

PEDRO.-  Más ha habido allí que en toda Grecia, y hoy en día aún hay infinitos mármoles que sacar y los lleva quien quiere, y antiguallas muchas se han hallado y hallan cada día. De allí fuimos a la isla de Sira, donde hay un buen pueblo, y vi las mujeres que no traen más largas las ropas que hasta las espinillas, y cuando sienten que hay corsarios todas salen valerosamente con espadas, lanzas y escudos, mejor que sus maridos, a defenderse y que no les lleven el ganado que anda paciendo riberas del mar. Dimos con nosotros luego en Cirigo, y de allí a París y Necsia, dos buenas islas, y pasamos a vista de Candia, y echamos áncoras en Cabo de San Ángelo, que llaman Puerto Coalla por la multitud de las codornices que los albaneses toman por allí, que se desembarcan cuando van a tierras calientes y se embarcan para venir a criar acá. Luego nos engolfamos en el golfo de Venecia, que llaman el Sino Adriático, con muy buen tiempo, y veníamos cazando, con mucho pasatiempo.

MATA.-  Tened punto; ¿qué cazabais en el golfo?

PEDRO.-  Codornices, tórtolas, de estos pájaros verdes y otras diferencias de aves, que se venían por la mar, siendo mes de abril, para criar acá.

MATA.-  Bien puede ello ser verdad; mas yo no creo que en medio del golfo puedan cazar otro sino mosquitos, ni aun tampoco creo que tengan tanto sentido las aves que una vez van que tornen a volver acá.

PEDRO.-  No solamente volver podéis tener por muy averiguado, mas aun a la misma tierra y lugar donde había estado, y no es cosa de poetas ni historias, sino que por experiencia se ha visto en golondrinas y en otras muchas aves, que siendo domésticas les hacen una señal y las conocen el año adelante venir a hacer nidos en las mismas casas; pues de las codornices no queráis más testigo de que tres leguas de Nápoles hay una isla pequeña, que se dice Crapi, y el obispo de ella no tiene de otra cosa quinientos escudos de renta sino del diezmo de las codornices que se toman al ir y venir, y no solamente he yo estado allí, pero las he cazado, y el obispo mismo es mi amigo.

JUAN.-  Muchas veces lo había oído y no lo creía, mas agora, como si lo viese. También dicen que llevan cuando pasan la mar alzada el ala por vela, para que, dándoles el viento allí, las lleve como navíos.

PEDRO.-  La mayor parte del mar que ellas pasan es a vuelo. Verdad es que cuando se cansan se ponen encima del agua, y siempre van gran multitud en compañía, y si hay fortunoso viento y están cansadas, alzan, como decís, sus alas por vela; y de tal manera habéis de saber que es verdad, que la vela del navío creo yo que fue inventada por eso, porque es de la misma hechura; las que cazábamos era porque revolviéndose una fortuna muy grande en medio el golfo, todas se acogían a la nao, queriendo más ser presas que muertas, y aunque no hubiese fortuna, se meten dentro los navíos para pasar descansadas; los marineros llevan unas cañas largas con un lacico al cabo con que las pescan, y van tan domésticas. Ende más, si hay fortuna que se dejarán tomar a manos, de golondrinas no se podían valer de noche los marineros, que se les asentaban sobre las orejas y narices, y cabeza y espaldas, que harto tenían que ojear como pulgas.

MATA.-  No es menos que desmentir a un hombre no creer lo que dice que el mismo vio, y si hasta aquí no he creído algunas cosas ha sido por lo que nos habéis motejado con razón de nunca haber salido de comer bollos; y al principio parecen dificultosas las cosas no vistas, mas yo me sujeto a la razón. ¿De aquel golfo adónde fuisteis a parar?

PEDRO.-  Adonde no queríamos; mal de nuestro grado, dimos al través con la fortuna, tan terrible cual nunca en la mar han visto marineros, un Jueves Santo, que nunca se me olvidará, en una isla de venecianos que se llama el Zante, la cual está junto a otra que llaman la Chefalonia, las cuales divide una canal de mar de tres leguas en ancho.

MATA.-  ¡Oh, pecador de mí! ¿Aún no son acabadas las fortunas?

JUAN.-  Cuasi en todas esas partes cuenta San Lucas que peligró San Pablo en su peregrinación.

PEDRO.-  ¿Y el mismo no confiesa haber dado tres veces al través y sido acotado otras tantas? Pues yo he hado cuatro y sido acotado sesenta, porque sepáis la obligación en que estoy a ser bueno y servir a Dios. Ayudáronnos otras tres naves a sacar la nuestra, que quiso Dios que encalló en un arenal, y no se hiciese pedazos, y tuvimos allí con gran regocijo la Pascua, y el segundo día nos partimos para Sicilia, que tardamos otros seis días con razonable tiempo, aunque fortunoso; pero aquello no es nada, que, en fin, en la mar no pueden faltar fortunas a cuantos andan dentro. Llegamos en el Faro de Mecina, donde está Cila y Caribdi, que es un mal paso y de tanto peligro que ninguno, por buen marinero que sea, se atreve a pasar sin tomar un piloto de la misma tierra, que no viven de otro sino de aquello.

JUAN.-  ¿Qué cosa es Faro?

PEDRO.-  Una canal de mar de tres leguas de ancho que divide a Sicilia de Calabria, llena de remolinos tan diabólicos que se sorben los navíos, y tiene éste una cosa más que otras canales: que la corriente del agua una va a una parte y otra a otra, que no hay quien le tome el tino, y Cila es un codo que hace junto a la ciudad la tierra, el cual, por huir de otro codo que hace a la parte de Calabria, como las corrientes son contrarias, dan al través y se pierden los navíos.

JUAN.-  ¿Y las otras canales no son también así?

PEDRO.-  No, porque todas las otras, aunque tienen corriente, no es diferente, sino toda a un lado. ¿No os espantaría si vieseis un río que la mitad de él, cortándole a la larga, corra hacia bajo y el otro hacia arriba?

MATA.-  ¿Eso es lo de Cilla y Caribdin?

PEDRO.-  Eso mismo.

JUAN.-  Espantosa cosa es y digna que todos fuesen a verla solamente. Dícese de Aristóteles que por sólo verla fue de Atenas allá.

MATA.-  ¿Qué, tanto hay?

PEDRO.-  No es mucho, serán trescientas leguas.

MATA.-  A mí me parece que iría quinientas por ver la menor cosa de las que vos habéis visto, si tuviese seguridad de las galeras de turcos.

JUAN.-  Llegados ya en salvamento en Sicilia, ¿grande contentamento tendríais por ver que ya no había más peligros que pasar?


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