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ArribaAbajoEn las Fuentes del Amazonas

Yo había tenido en Cerro de Pasco un solo día de descanso, lo que ocurrió el 2 de enero de 1861, más a causa de mi mula, a la que le tuve que comprar una buena cantidad de forraje, que por causa mía. El día 3, en la madrugada, ya estaba nuevamente listo para el viaje. Tampoco supe aquí nada concreto sobre la colonia alemana, extendiéndose mi camino ahora hacia el este, dentro del territorio de las fuentes del río Amazonas, en el cual, completamente separada del mundo y de sus relaciones, se había establecido la colonia de mis paisanos alemanes. Hasta el nombre de Pozuzu sonaba extraño y con sabor a aventura, y el hecho de que esa zona no era visitada ni siquiera por los mismos peruanos y se encontraba fuera de su habitual circulo de relaciones, demostraba ese «¡Caramba!», con que se me respondía cada vez que escuchaban el nombre de Pozuzu, cuando yo señalaba ese sitio como mi próxima meta. «¡Caramba!» La gente tenía sobrada razón, y yo mismo hube de exclamar varias veces «¡Caramba!» cuando me había metido en un pantano o en la espesura o tenía que trepar o bajar por empinadas cuestas llenas de espinas. Por otra parte, la gente que conocía el interior del país me había dado en Lima el sensato consejo, de no emprender el viaje sin un pasaporte del gobierno, pues el viajero de aquella época, frente a un pueblo indolente, no sufre otra cosa que molestias y necesidades y pierde indefinidamente un tiempo precioso para procurarse las bestias necesarias para la prosecución del   —85→   viaje. Felizmente seguí ese consejo y encontré más tarde que esa medida estaba justificada en toda su extensión. Como no podía utilizar mi propia mula en todo el viaje, como no fuera para atentar contra su vida, estaba obligado a arrendar bestias en diversas estaciones del camino y un pasaporte del gobierno, y más todavía si traía una rúbrica estampada y un negro sello, producía un efecto mágico sobre todos los pequeños funcionarios. Un mozo que en otro momento no se hubiera movido, y echado en la sombra, respondiera a la pregunta con tono perezoso y simple: «Ahora no hay ninguna mula... quizás mañana», saltó como un resorte, a fin de satisfacer el pedido del foráneo, y con alguna aspereza logré casi en todas partes, mediando claro está, el pago de lo acostumbrado, seguir más lejos.

Montado en mi mula a partir de Cerro seguí en dirección de un pueblo situado más en lo hondo y de clima más cálido porque en Cerro la alimentación de una bestia es enormemente cara, aparte de que el animal no se siente bien a causa del aire tan fino y tan frío. Se me indicó como la próxima meta Huariaca y apenas obtuve del Prefecto de Cerro mi salvoconducto, que me lo expidió muy amablemente, salí en la madrugada del día 3 de enero de Cerro y fui siguiendo, siempre hacia abajo, las fuentes del Río Huanacu, a lo largo de este mismo valle.

Esta cabalgata fue sumamente interesante. El camino se desenvolvía inmediatamente entre empinadas y poderosas paredes de roca gris, mientras que junto a la rápida corriente, se descubrían lavaderos de plata, situados uno junto a otro, en los que el noble metal es triturado y lavado. También junto a Cerro de Pasco, cerca de una laguna se encontraba un lavadero de plata, ya que las piedras que muelen el metal son puestas en movimiento mediante la fuerza del vapor. Pero quien no disponía de ella, tenla que satisfacerse con la fuerza proporcionada por el agua, por lo cual no se desperdiciaba aquí ni siquiera un balde de este líquido;   —86→   y cada cubo de agua, todavía cansado del último trabajo y completamente sucio de limo amarillento, tenía que saltar al radio de una nueva rueda, a fin de hacer girar el eje que impulsaba el molino de piedra.

Todas estas ruedas están situadas bajo tierra, de tal manera que el agua no cae desde lo alto sobre la rueda o se escurre por abajo, como entre nosotros, sino que se lanza de costado, ahorrando mucho espacio, haciendo girar los radios de la rueda. He visto también en el país, así como en el Ecuador, muchos molinos semejantes, todos los cuales están construidos sobre un arco de puente, debajo del cual sale disparada el agua, impulsando lateralmente la rueda con su mástil vertical.

Innumerables llamas acarrean unas veces la piedra y otras la triturada masa, las que son depositadas en un lugar densamente enguatado y rodeado de muros, donde circula agua corriente, con lo que comienza propiamente la tarea de multitud de pequeños y roñosos ponis, los que en número de 15 o 20 se mueven en un espacio estrecho, de unos 18 a 20 pies de diámetro a lo sumo, permaneciendo allí horas de horas y recibiendo latigazos de estímulo.

¡Todo comienzo es difícil!... En un principio tosen y estornudan sobre la masa fría, todavía dura y áspera, mas a medida que van trabajando en ella el suelo se va volviendo más blando, hasta que finalmente, queda convertido en una papilla sobre la que siguen dando vueltas.

Los alrededores tienen una desconsoladora apariencia. Consiste solamente de algunas chozas muy pequeñas y primitivas, en la mayor parte de las cuales se ha alzado una banderita peruana, roja y blanca, como una señal de que allí se expende ese pésimo aguardiente. El camino se precipita pronunciadamente hacia el valle, de manera que en algunas horas me encontré en un clima relativamente tropical.   —87→   Crecían allí las primeras papas y allí mismo se comenzó a dar pienso a los animales, el cual suele ser llevado en asnos y llamas hasta Cerro de Pasco; aquí también comenzó el pasto verde y alegre en las laderas, advirtiéndose junto a la corriente, en el cerro, otra vez los arbustos, cuyas colgantes ramas se sumergen en las rápidas aguas del arroyo.

Todavía un poco más lejos, abajo, encontré un poco de maíz y hortalizas; y más o menos a mediodía, el valle comenzó a abrirse más, mostrando verdes platabandas, en las que pastaba una multitud de bestias de carga y bueyes. La construcción de los caminos peruanos presentaba también aquí la necesidad de hierro. Cuando se hubiera podido utilizar un par de libras de pólvora como para eliminar fácilmente las dificultades del camino, como son pequeños bloques de roca, se prefirió conducir empeñosamente el camino, de manera más directa, hacia arriba o hacia abajo pudiendo en perjuicio de los pobres animales de carga que seguirían por esos lugares.

Llegué a Huariaca a eso de las tres de la tarde. Se trata de un pueblo pequeño y alegre, que se alza a la orilla de la espumosa corriente, rodeado de verdes prados. Hasta las laderas mismas de los cerros están adornadas con su manchas de matorrales que comunican algo de alegre a la comarca. Tenía que buscar donde alojar a mi mula, ahora sí se había presentado la oportunidad de reposar y reponerme. Lo que se paga por el forraje es, en todo caso, muy moderado viene a costar solamente un peso a la semana.

El viajero deja de pagar, sobre todo, los gigantescos precios de la costa occidental (para provecho de su bolsillo), siendo esto más notable todavía en el alquiler de las bestias. Estos precios se extienden desde la costa hasta Cerro de Pasco. De Lima a Cerro de Pasco se debe pagar de 16 a 18 pesos y a veces hasta 20 por 48 leguas. Desde aquí, en cambio, la legua cuesta un real (8 reales del peso), y por un   —88→   guía que vuelve a recuperar su caballo alquilado, hay que pagar además, un medio o medio real extra por legua. Esa es una doble ventaja para los viajeros, que no sólo reciben un precio ya fijado, sino también uno más barato.

En Huariaca, ciudad en la que no hay ninguna fonda o posada (que en el país se llaman tambo), hube de permanecer en casa del llamado gobernador. El título de tal hombre suena muy bonito y da importancia. Los españoles como los alemanes gustan mucho de los títulos pomposos y el de gobernador tendría entre nosotros la misma significación que el de «Schulze», alcalde de un pueblo. Mi gobernador era un hombre pequeño y grueso, muy amable, el que parecía ser tolerado en su casa sólo por su mujer, una figura reseca, alargada y mordaz. Y en realidad, sólo ella podía informar de cada uno de los hechos de su vida, no parecía estar de acuerdo de ninguna manera con su existencia, pues luego de haber mostrado mi salvoconducto, tuvo con su marido un largo y vivo coloquio. Alzando a cada rato los hombros, el marido mostraba estar enteramente de acuerdo, aunque demostraba igualmente que buscaba lo imposible para obrar de otra manera.

Si hubiera seguido el antiguo proverbio, de no terciar jamás con gente cuya cara no me había caído en gracia desde el primer momento, me habría ido seguramente mejor. El hombre se brindó a mantener mi mula en sus praderas durante cuatro semanas, y como creí que aquí iba a estar mejor conservada y además, debía recibir de él otro animal al día siguiente, no quise hacer inútiles ceremonias.

La mujer puso finalmente buena cara para hacer mal juego, puesto que el salvoconducto no podía ser desconocido. Me ofreció para dormir un poyo de adobes en su cuarto de provisiones, sin poner debajo siquiera un triste cuero de oveja, como se ofrece en la más humilde cabaña. Pese a todo, dormí toda la noche perfectamente, me preparé yo mismo   —89→   una taza de té, y monté en una cabalgadura bastante inquieta, que ya me tenían lista, rumbo a Huánuco, por un camino mucho mejor.

Como había esperado encontrar abajo un valle ancho y extendido, sufrí una nueva desilusión. En Huariaca se había abierto un poco pero luego se fue estrechando cada vez más, hasta formar algo que no era sino una verde garganta, en la que en pequeños retazos, había algunos cultivos. A medida que aumentaba el calor, los árboles eran más altos, apareciendo en el camino por todas partes, hermosos sotos cubiertos de flores, llegando hasta la misma corriente del río. Los cactus y aloes subían cada vez más altos, hasta elevar los primeros, en el cielo azul su tronco arbóreo cubierto de flores. Asimismo, el tallo del maíz que se había plantado en los preciosos campos, se hacía más robusto y al aproximarse la noche distinguí la primera caña de azúcar.

Por muy fértiles que pudieran ser estos aislados lugares, el carácter del pueblo peruano quedaba aquí justamente en evidencia. Valles estrechos, muy estrechos, con extraordinaria vegetación, pero en torno de ellos, inacabables regiones cerriles que en las vertientes occidentales de la cordillera sólo tenían arena y piedras, y que en la parte oriental sólo podían servir para alimentar hatos de ovejas y ofrecer pastales. El país es colosalmente grande y probablemente en muchos, pero en muchos sitios, repleto de ricos metales, sin embargo, la agricultura tiene que luchar con muchas y muy grandes dificultades que son más difíciles de vencer, precisamente allí donde sería más fácil el intercambio y la exportación de los productos extraídos: en la costa occidental. La tierra tiene que ser regada artificialmente, si se desea que produzca algún fruto, y tales tierras no se ofrecen sino rara vez al inmigrante, ya que éste encuentra una cantidad de otras regiones, en las que la naturaleza le facilita esa labor.

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Esa noche pernocté en el pequeño pueblo de Ambo, nuevamente en casa del gobernador o alcalde -he olvidado desgraciadamente su verdadero título-, encontrándome en medio del atrayente y fecundo valle de Huánuco, el cual constituye el granero de los alrededores, muchas leguas a la redonda.

El valle se amplía convirtiéndose en una sabana verde que es regada por el río Huánuco, respetablemente crecido. Por todas partes se extienden campos de caña de azúcar. Prosperan también, magníficamente, el maíz, las papas, diversas plantas forrajeras, hortalizas. Podría competir este pedazo de tierra con las más ricas del mundo, si existiese en el carácter del peruano algún género de estímulo. Mas ellos trabajan en realidad tan poco como es posible, sólo para mantenerse con vida en un poncho. No conocen una aspiración hacia algo mejor y si la conocen, hacen lo menos posible para ponerla en práctica. En cualquiera otra parte de la tierra no se dejaría sin cultivar un solo pie de terreno, especialmente allí donde hace falta tierra fértil. Aquí en cambio, muchas chacras esperan el arado, a fin de devolver mil veces más de lo que se ha confiado al seno de la tierra.

Desde Ambo hasta aquí hay sólo cinco leguas de tierra enteramente plana, conduciendo el camino, en su mayor parte, por entre haciendas, campos y jardines. Esto era muy interesante por sí mismo, aparte de ello cabalgué en una mula que parecía no haber sentido nunca ni el freno ni las espuelas, sino haber estado acostumbrada a caminar en tropa, llevando una carga o algún cajón en el lomo. Por eso es que desde un principio, apenas la tocaba con las espuelas, volvía grupas hacia Ambo, pasando por el puente bastante largo, lo cual pareció causar la mayor satisfacción a un cierto número de jóvenes peruanos y ladrones diurnos. La dejé tranquilamente que hiciera su voluntad, hasta que ya en las afueras, detrás de Ambo, tuvimos que subir cabalgando a una altura. Le hice sentir con decisión el freno, le   —91→   di buenos espolazos despiadadamente, hasta que nos pusimos al galope en la altura, donde tuve la satisfacción una vez llegado allí, de tener a mi mula enteramente mansa y servicial.

En Huánuco tuve que hablar con el Subprefecto, el que tenía que visar el salvoconducto que me había extendido el Prefecto. El Subprefecto de Huánuco era el hombre más acaudalado de esta rica provincia, poseía una estupenda propiedad rural en uno de los más hermosos sitios, a una distancia de más o menos media legua de la ciudad, donde parecía reinar sin límites.

Como era un día sábado creí que no estaría de más buscarlo en su hacienda, por la que yo debía de pasar, pensando que quizá querría sustraerse de los urgentes negocios de la administración, y haberse retirado a la tranquila vida del campo. Y no me había equivocado, siendo recibido por el señor en la forma más cordial.

Me alegró especialmente recibir la noticia, cuando me informé sobre el camino a seguir para ir a la colonia alemana, de la que se me había dicho en Lima que dejaba mucho que desear.

«¿El camino?» -exclamó el Subprefecto-, «no tenga ningún cuidado a causa de él. Desde aquí tiene Ud. un excelente camino, y puede Ud. ir a su Pozuzu con toda facilidad en tres días y medio. No es nada el camino desde aquí».

Esto me consoló; pero en vano traté de que se me devolviera visado el pasaporte. -«Sí, sí, con el mayor gusto», decía el Subprefecto, pero no hacía nada. Tenía que dar primeramente un pequeño paseo por su jardín que le quitó algo así como media hora, en seguida tuvimos que almorzar varios platos y finalmente desempaquetó un antiguo reloj de pared inglés. Por felicidad no tenía la llave del mismo y trató de poner en movimiento el péndulo.

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Entre tanto habían dado ya las tres de la tarde y yo había contemplado la hacienda, cuya parte interior no ofrecía nada de particular. No quería ni podía esperar más tiempo, y sólo cuando exigí seria y decididamente, en tanto que ensillaba mi mula y montado ya, expresé que seguiría mi viaje sin el pasaporte -lo que desde luego no habría hecho-, pude obtenerlo. Sin excepción alguna, la gente no tiene conciencia del tiempo y de su valor, ¡dichosos mortales -pues que en todo caso tendrán que serlo- que no podrán advertir ni siquiera su propia desaparición!

En un trote de poco rato a través de un verdadero huerto, llegué a la ciudad que ocupa una extensión bastante grande. Es una lástima que sin necesidad, ocupase un terreno muy fértil ya que el paraje de los arrabales, con sus desiertas casas, daba la apariencia de haber sido devastado por una espantosa epidemia.

Me acordé de aquella expresión de un proletario de Berlín, en 1848, que afirmaba que Alemania no podría estar mejor, mientras alguien viviese en el primer piso.6 El hombre hubiera podido encontrar aquí su paraíso pues en todas las calles por las que atravesé a mula, encontré de manera maravillosa que el primer piso estaba vacío y desierto, y casi en todas partes, a través del marco de las ventanas, el cielo azul contemplaba el empedrado.

Un par de pisos tenían ventanas, pero nadie vivía tampoco allí, todos se mantenían en la planta baja y el primer piso parecía abandonado a los vientos y a los murciélagos.

Huánuco podría ser una importante ciudad, pero es una pequeña ciudad achatada, la cual semeja en pleno calor del sol, un balneario en invierno, en el que miles de viviendas se alquilan por muy poco.

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La región produce toda clase de frutos tropicales, y muy en especial un café excelente que lo transportan a Lima, donde es vendido a precios muy elevados. En Lima, las cien libras o quintal puede adquirirse generalmente por 40 pesos, mientras el café brasileño con flete e impuestos, casi por la mitad. Pero la costa occidental de América produce un café mucho mejor que el del oriente y tanto el café de Huánuco, como también el del Ecuador, no le va a la zaga al Moka en calidad y hasta tiene el mismo gusto característico, aunque quizás no tan categórico.

También crece perfectamente bien, en esta región, la caña de azúcar aunque necesita de mucho tiempo para madurar, más que en los distritos, profundamente situados y no es tan fuerte y jugosa.

No es lo suficientemente cálido para la coca, ésta necesita suelos mucho más cálidos que la misma caña de azúcar o el café.

Estas regiones están habitadas por una raza característica de hombres -no hay blancos, ni indios tampoco, sino algo de ambos y muy a menudo de aquélla que corresponde a lo que los peruanos señalan como Cholo.

Cholo significa aquí lo que en América del Norte se llama mestizo; descendiente de indios y blancas. En realidad no tiene por qué avergonzarse la gente de su sangre india, aunque no provenga completamente de un tronco de caciques, ya que en aquellos tiempos los había más nobles que entre la gentuza española que se desparramó por estas costas y que entre los piratas e incendiarios, apenas un poco mejores. El hecho de que se llamasen cristianos, viene a empeorar todavía más las cosas.

Huánuco tiene por lo menos la ventaja de un hotel bastante bueno, en el que se ofrecen las siguientes condiciones:   —94→   un aposento alfombrado, todo él ocupado por una mesa de billar, y una mesa más pequeña y sus dos sillas respectivas arrinconadas en un ángulo; la comida mala y cara; una cama tendida en un cuartucho, donde uno puede darse con una piedra en el pecho si los chinches lo dejan tranquilo en la noche y por el cual hay que pagar bastante. Pero el café era de primera, lo que venía a resarcir todo lo demás.

El gobernador (quien, en ausencia del Subprefecto, tenía las riendas del gobierno en la mano), me había prometido que al día siguiente, muy temprano tendría un caballo. Como era natural, el que no cumplió su palabra fue el gobernador, pues yo fui a las seis y media a su casa pero él estaba todavía en cama. Si yo hubiese sido un alemán de vieja cepa, me habría informado muy cortésmente a qué hora se levantaba, bien descansado, el señor gobernador para preguntar lo mismo un poco después. Por desgracia, había dado muchas vueltas por estos países sudamericanos, como para no saber cómo se debe tratar a esta gente. Llevaba en el bolsillo el pasaporte del gobierno según el cual estaban obligados los funcionarios a procurarme un caballo, sin más trámites, pero no sucedió así, la holgazanería del único empleado fue la causa de ello. Para dominarla no había sino un solo medio: la rudeza y tuve que ser rudo.

En dos minutos tuve al gobernador levantado de su cama y en la calle e inmediatamente después reuní, ante la policía, en un español virulento por añadidura, a los servidores de ese Cuerpo para decirles que hasta ahora no se me había proporcionado ningún animal. Persuadí finalmente al jefe temporal de la policía en esta parte del Perú, quien montó en la silla y a galope tendido se perdió por la calle. Una media hora más tarde, estaba ya en mi poder un animal bastante bueno y de buen andar, y en él bajé al trote el alegre valle, hacia otra pequeña ciudad, Panao.

La región es hermosísima, los altos y pelados cerros   —95→   están muy lejos, al fondo, mientras que el camino es flanqueado por millares de sotos floridos y se ofrecen a la vista campos fértiles y verdes. Fuera de ello, la gente se aplica a extraer un excelente «guarapo» del zumo de la caña y como se expende en una gran cantidad de casuchas, al borde del camino, por un precio barato, no tardé en usarlo frecuentemente.

El guarapo sólo tiene dos o tres días de vida, durante los cuales es bueno, dulce y sabroso: su hermosa juventud, luego de la cual se vuelve viejo, agrio y se amarga su esencia, y si pasan dos días más, se le guarda en calabazas o jarros de piedra como vinagre.

No veo, además, por qué no se elabora un buen guarapo de nuestra remolacha, como de la caña de azúcar; con aquélla se hace también muy buen azúcar y por eso quiero ofrecer a nuestros «plantadores» alemanes una sencilla receta, según la cual podrían intentar hacer un experimento:

«Se mezcla el almíbar con una tercera parte de agua, se cuece luego y se espuma, hasta que se reduzca hirviendo a la primitiva cantidad del jugo. En seguida, se le deja enfriar y se le vierte en un recipiente de arcilla o de madera, donde fermenta.

Después de tres días, generalmente es bueno; mas la primera vez, como el recipiente no ha absorbido todavía ácido alguno, la fermentación se produce lentamente. El recipiente debe estar abierto en su parte superior».

El clima tropical en que se desarrolla la caña de azúcar quedó detrás de mí, apenas me separé hacia la derecha de la corriente del Huánuco e ingresé nuevamente a la zona templada y a los cerros. Otra vez un cambio de clima, en pocos días de la zona fría a 14.500 pies de altura sobre el nivel del mar, pasando por la templada, hasta la caliente, y   —96→   otra vez más en la templada, para llegar de nuevo hasta los límites de la fría y meterse finalmente, en la verdaderamente caliente. El hombre se vuelve finalmente tan confuso por estos eternos cambios que ya no sabe en qué país del mundo se encuentra. Hoy debe de quitarse el saco para poder caminar en el calor, mañana deberá meter las manos en los bolsillos, en tanto la nieve le chicotea el rostro, pero porque Dios lo ha querido, nuestro tiempo de abril alemán ha sido algo semejante el año pasado, sin que por ello nos hayamos inquietado mucho, siendo ésta quizás la causa por la que soporté el cambio tan ligera y tranquilamente.

Esa noche tuve que trotar hasta un pueblecito, Panao, donde el gobernador debía proporcionarme una nueva bestia. El camino se alargaba terriblemente en la lejanía y dejando atrás la tierra fértil, nuevamente me interné por mal camino, cerros, y -algo nuevo para mí en el Perú- árboles, realmente los primeros árboles que había visto hasta allí, si debo exceptuar los escasos sauces del río Chillón.

Comenzó el bosque un tanto mezquino, es cierto y cuya madera no era demasiado fuerte, pero era no obstante, bosque, siendo agradable a los ojos el panorama que hacía tiempo no veíamos. Al atardecer me encontré con un muchacho montado sobre un caballo blanco, que también se dirigía a Panao y como el sol ya estaba cerca de ponerse, le pregunté a que distancia estábamos todavía del pueblo. Nos hallábamos justamente en las faldas de un cerro que bajaba profundamente hasta el valle y presumí que Panao se encontraría abajo, en alguna parte cerca de la corriente. Pero el muchacho, riéndose y señalando la parte de arriba por encima del valle, exclamó: «¡Esta allá arriba, y bien grande!».

Y efectivamente estaba allí arriba «y bien grande y ancho», como una mancha de color rojo ladrillo, atravesada por calles cruzadas y oblicuas, pegado a la verde falda con sus extensas calles, el pueblo. Tal camino había que bajar   —97→   hasta el valle y volver a subir por el otro lado hasta llegar al pueblo. No hubo nada que hacer. Por lo menos había columbrado mi meta y por ello le di con las espuelas a la bestia a fin de no perder innecesariamente el tiempo. Sin embargo, bien pronto se hizo noche oscura cuando entré a la ciudad y como hacía tiempo que había dejado detrás de mí al muchacho del caballo blanco, hube de preguntar a unos y otros, a quienes venía encontrando en el camino, por el gobernador. Por mucho que me esforcé por hablar mi mejor español, y pronunciarlo lo mejor que pude, no logré que ninguno de ellos entendiera. Descubrí con espanto que hablaban el quichua, o sea el idioma de los Incas, del que yo no entendía ni una sola palabra.

Por felicidad, un hombre de la vecindad se percató de mis apuros, oyéndome, ya que no podíamos distinguirnos mutuamente. Salió de su casa y se ofreció gentilmente para acompañarme donde el gobernador, ya que no podría encontrarlo en su propia casa por ser hoy fiesta (Día de Reyes), habiéndose reunido para un baile las notabilidades del pueblo.

¡Para un baile!... Bueno estaba yo para bailes, todo cubierto de polvo y de sudor, muerto de hambre y de fatiga. En cuanto el hombre me dio esa noticia, le pregunté por una posada, a fin de poder comer y beber, antes que nada. Él me aseguró que justamente nos dirigíamos a la posada, donde se habían congregado los huéspedes y de nada me habría servido negarme. No tuvimos que andar mucho trecho, apenas volteamos la esquina, escuché los agudos sonidos de un violín, encontrándome bien pronto en el dintel ante una curiosísima y característica escena. Cómo quisiera y pudiera dar una idea de ello al lector alemán.

La sala de baile consistía en una habitación no excesivamente grande, algo así como de veinte pies por lado, en cuanto la vi creí que estaba completamente a oscuras. Al   —98→   mirar con más detenimiento, reconocí entonces el resplandor de cuatro velones colocados en diversas partes, los que irradiaban una luz sumamente parca.

En esta lobreguez pululaban, a lo que pude presumir, gente alegre. Todos saltaban y bailoteaban entre ellos y el violín que ya se había escuchado antes, comenzaba a marcar el compás. Como ya he dicho, cuando entré al cuarto, no pude ver lo más mínimo; sólo oía cuando era presentado a alguien, sentía cómo una o dos personas me sacudían la mano. Me encontré de repente con un vaso de aguardiente en la mano y sentado en un banco muy bajo.

Vacié el aguardiente de un solo trago, pues estaba realmente agotado y requería algún reconstituyente cualquiera, o por lo menos un excitante. Cuando creí que los festejos de recepción habían terminado, estaba totalmente equivocado, pues un segundo vaso de aguardiente siguió al primero y a éste, un tercero, y parecía que todos se habían puesto de acuerdo para llevarme debajo de la mesa lo antes posible.

Poco a poco fui reconociendo algo mejor el contorno: encontré entonces que estaba entre el gobernador y el cura o sacerdote, o sea los personajes del lugar, quienes asistían a la fiesta para realzarla con su presencia. No dispongo aquí de tiempo como para contar todos los sustos de esa noche pero quiero decir que intenté mucho tiempo inútilmente, obtener alguna cosa para comer. Allí se bebía pero no se comía, mas al fin, ante mi insistencia, una de las mujeres me trajo un hueso de cordero que ya había sido comenzado, junto con un pedazo de pan duro. Devoré las mínimas sobras que todavía encontré, recomendé encarecidamente al gobernador para que hiciera preparar mi caballo para las seis de la mañana del siguiente día y me hice señalar un sitio donde pudiera dormir sin ser constantemente molestado.

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Al día siguiente tuve que ir a sacar de la cama al gobernador, sin haber conseguido todavía el caballo, pues el hombre no había dormido suficientemente todavía la bomba de la noche. Me puse nuevamente en camino, relativamente temprano y en una linda y fresca mañana salí al trote por una región alta y bastante montañosa.

Las cordilleras que en la parte oriental de Chile constituyen un solo nudo compacto de cerros, aquí se extienden como separadas en dos ramas. La más importante de éstas es la que forma el divortium aquarum, al oeste de Cerro, siendo allí que se tramonta el paso más alto. Con todo, hay una segunda cadena que se extiende, que no corre ininterrumpidamente, sino que deja discurrir por sus quebradas el agua que brota de las cadenas principales de la parte oriental y se dirige a la corriente del Amazonas. No se puede ir siguiendo a los valles, pues sus laderas son poco menos que cortadas a pico en muchos lugares rocosos por las que se precipita la corriente, por eso, el camino se dirige por las altas cumbres, que ofrecen un paso más fácil.

La técnica caminera peruana se muestra aquí nuevamente en toda su gloria, la estrecha senda se desenvuelve hacia arriba y hacia abajo, sin cortar ninguna dificultad, sino más bien trepándose por ella. Para evitar un pequeño e incómodo peñasco que bien hubiera podido ser eliminado con dos libras de pólvora, se tiene que hacer grandes rodeos, subiendo y bajando nuevamente por el cerro escabroso y parece como si no hubiesen sido los hombres los que han escogido y seguido lo salvaje de esta senda, sino los animales.

Después de un trote corto (ya que mi próxima pascana se encontraba sólo a tres leguas, lugar donde debía obtener otro caballo), llegué por fin a un pequeño y desolado pueblo llamado Chaglla, en donde tuve que sacar de su cama al alcalde para que me proporcionara rápidamente   —100→   una cabalgadura. De primera intención no quiso levantarse, afirmando que estaba muy enfermo; pero yo le demostré que estaba completamente sano, por lo que pude encontrarme nuevamente sobre la silla una hora después teniendo un guía a mi lado, el que debla de conducirme hasta Muña otro pueblo, de donde volvería a llevar su caballo.

En el ínterin y hasta que recibiese cabalgadura nueva, aproveché para almorzar ya que no había comido nada desde la mañana anterior. Obtuve un formidable guiso de habas, de esas que en el norte de Alemania son llamadas «habas grandes» o «Saubohne», con las que me recuperé completamente. El clima es completamente templado, aunque en realidad hacía más frío que calor, siendo el principal producto del suelo, la papa. Se plantaba también en algunas partes el maíz, el cual crecía bien; la tierra parecía ser evidentemente fértil, en todo lo que puede ser cultivable. Mas como todos estos hombres tienen muy pocas necesidades y aun lo más urgente lo trabajan de mala gana y obligados, es perfectamente comprensible que no hayan metido el arado en ningún pedazo de tierra que no consideraran absolutamente imprescindible para su vida, lo demás era por fuerza. Por eso es que no tenían nada que vender en el mundo, como no fuera el aguardiente del que el alcalde o teniente había hecho traer de Panao dos botellas para especular con ellas.

A eso de las once continué mi viaje desde Chaglla, y tuve la suerte de ver ese «maravilloso camino», que el subprefecto de Huánuco no me lo había ponderado lo suficiente. Había sido tan admirablemente acondicionado que desde Chaglla tuve que seguir una legua en fuerte pendiente, cerro arriba y dos leguas casi totalmente empinadas. Hube de cruzar un torrente y trepé de nuevo una legua de algo que era como una muralla para tener que volver a descender de nuevo al otro lado. Desde allí, el camino sigue pendiente una legua más hasta Muña y todavía tres leguas y   —101→   media de áspera subida, hasta la cima de una cordillera, llamada Alto Tambo.

El camino continuó en zigzag durante todo el día, unas veces subiendo, otras bajando, de manera que me era imposible permanecer en la silla a menos que quisiera sacrificar a la bestia o cabalgar dando vergüenza. Es por esta causa que avanzaba muy despacio en ese lugar y antes de que alcanzase completamente la segunda altura, estaba envuelto en las sombras de la noche.

Hacía tiempo que había dejado atrás el bosque; sólo abajo, junto a la corriente, había un tupido y abundante matorral. En lo alto, los montes estaban totalmente desnudos aunque con muy buen pastal para ganado, si los vecinos de esta región se hubieran resuelto a criarlo. Apenas si llegamos a distinguir media docena de vacas y un par de caballos y mulas, los que parecían aburrirse en una espantosa soledad. A bastante altura en la ladera del cerro, encontramos animales para cazar. Un venado estaba comiendo completamente confiado a algo así como a cien pasos de distancia.

Debió habernos visto hacía rato, subiendo penosamente en zigzag, en terreno descampado; pero sólo pude advertirlo cuando él alzó la cabeza y nos echó un vistazo.

Rápidamente tomé la escopeta del hombro, le puse un fulminante y apunté; pero ¡caramba! a causa de la penosísima subida, agotado y fuera de aliento, no podía mantener la mira fija sobre la figura y sólo después de haber tomado nuevamente aire, es que apreté el gatillo. El venado, entre tanto, inquieto porque nos habíamos detenido, se fue alejando despacio hacia la ladera, teniendo que abandonarlo, quizá a cincuenta pasos más lejos. Finalmente disparé, mientras el tiempo se le estaba haciendo espantosamente largo a mi acompañante, y el venado mostró -lo que nosotros   —102→   vimos con toda claridad- que había recibido la bala en plena panza, estaba herido, ya que, al apretar el gatillo, me moví. Con el tiro corrió dando vueltas y quiso trepar el cerro, pero no lo consiguió; sólo llegó a dar dos saltos en esa dirección, y se precipitó casi hasta media ladera, desde donde habíamos echado con gran trabajo una hora para llegar adonde estábamos.

Esa fue una terrible pasada, ya que la noche se venía encima, no debiendo pensar en absoluto en seguirlo, no obstante de que hubiera querido tener su hermosa cornamenta. Para recuperar algo, me dijo mi acompañante que al día siguiente tomaría la presa en el camino de regreso a Chaglla y conservaría para mí la cornamenta, de suerte que si yo regresaba la podía reclamar. Esto es lo que él prometió y quizás hubiera cumplido; mas como yo al regresar de Pozuzu hube de cambiar mi plan de viaje y tomé otro camino para Cerro, no volví a ver Chaglla ni mi cabeza de venado.

Todas estas cosas nos detuvieron de tal modo, que no pudimos alcanzar Muña de ninguna manera por la tarde, a menos que quisiéramos hacer el escabroso camino en plena oscuridad. Desde la cima del cerro tuvimos todavía que trabajar en la oscuridad para descender hasta la quebrada, en la que se encontraba una pequeña hacienda, Cormieles, donde pasamos la noche.

Habíamos llegado a descender tanto, que de nuevo nos encontramos en los dominios de los plátanos o bananas y de la caña de azúcar, extendiéndose el camino empinadamente cuatro leguas y media hasta las fronteras de las regiones frías, sobre la cima de la segunda cordillera.

A la siguiente mañana, alrededor de las nueve, llegué a Muña y como no había sino una salvaje desolación en que no se encontraba ninguna habitación humana, pensé comprar provisiones y emprender viaje a más tardar al día siguiente... ¡y cómo me había engañado!...

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Muña es un pequeño pueblo, en un atrayente sitio sobre una estrecha llanura en la ladera del monte, que corre a la manera de terraza. El clima parece ser excelente. Encontré un campo de maíz muy pequeño, en el que crecía con extraordinaria abundancia. Una sola planta de plátanos llevaba una gran cabeza de esos frutos, casi maduros. El lugar debía de ser el paraíso de las papas y ¡qué pueblo es el que allí vivía solamente de maíz, sin dársele una higa por el resto del mundo!...

No había ni siquiera un alcalde, apenas uno a quien llamaban inspector, indio además, que acababa de estar en la selva, para cortar tablas y tablones. Aquí comienza realmente el bosque, de nuevo, el cual se extiende por la ladera del frente hasta perderse en la niebla, ¿a qué altura? es cosa que no se puede averiguar, ya que la parte superior del monte estaba cubierta por blancos cendales.

La mujer del inspector que tenía un enorme coto y era espantosamente fea, con un rostro picado de viruela, fue enviada por mí a buscar a su marido para que volviera lo más pronto posible con una mula y un guía, habiendo hecho él mismo la ronda para comprar provisiones. Sí -provisiones- pero no había cómo conseguir una siquiera; las casas todas estaban desiertas y vacías y no se veía un solo hombre en todo el lugar, sólo un par de mujeres con coto, a las que yo les pregunté por huevos, gallinas, carne, habas, pan, siendo infalible y clara la respuesta eterna: «no hay», lo que es para desesperar al viajero en América del Sur. No era posible tener siquiera una comida, con excepción de dos papas sancochadas por lo que me puse a esperar la llegada del inspector, a fin de enviarlo por forraje.

Por fin llegó éste, quien prometió procurarme además, un caballo en el día, siendo según opinión suya, muy difícil encontrar un guía, pues la gente estaba en la selva, con el objeto de cortar planchas. Ni siquiera sabia dónde podían   —104→   estar metidos. Sin guía no podía emprender este camino, pues arriba, en Alto Tambo, se extendía una vasta pampa la cual estaba cruzada por centenares de sendas. No había ni siquiera una dirección que pudiera seguir y que pudieran proporcionarme estas gentes, que no tenían la menor idea de lo que es Norte y Sur... ¿Y artículos alimenticios?... «no hay», respondió el hombre, mientras se llenaba plenamente la boca con hojas de coca.

¡No hay! esto lo supe mejor; había visto muchas gallinas y conocí un medio para comprarlas. Ante todo, envié afuera a mi inspector a que me consiguiera un caballo y me trajera un guía; tomé luego mi escopeta y me fui a la casa más próxima, en la que encontré gallinas. Naturalmente se negaron a vendérmelas, mas yo había aprendido en Pailon a tratar a estas gentes. Extraje tranquilamente medio peso del bolsillo y se lo mostré a la mujer mientras le decía que esa pieza de dinero se la daría en cambio de una gallina, pero si se negaba, yo mataría la primera que encontrase buena, sin que por ella recibiera un centavo. Fue suficiente, opuso al principio alguna resistencia, mas como yo alzase la escopeta y me voltease hacia una hermosa gallina blanca, pensó de otra manera. Así compré un pollo y luego de lo cual otro, en otra casa, aparte de algún maíz para tostar, con lo que pude distraer por lo menos el hambre inmediato.

Sólo muy tarde en la noche regresó mi inspector, aunque felizmente con un caballo pero sin el guía. Es cierto que me prometió que me traería uno al día siguiente, lo que no logró tampoco, por mucho que se hubiera dado el trabajo para ello y no se hubiera quedado dormido en algún matorral. Todavía permanecí aquí un segundo día, aunque no tuve más remedio que contentarme con un muchacho de diez años a menos que quisiera permanecer inactivo, quien, en todo caso, conocía el camino, no sirviendo para ninguna otra cosa en el mundo.

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Según la descripción de la gente, tenía que calcular otros tres días completos para llegar a la selva. Lo que me había referido el subprefecto de Huánuco sobre la extensión y bondad de este camino, no era otra cosa, para emplear la palabra más suave, que pura invención. Asimismo, no habla medios de vida, me encontraba en momentos de buscar otro pollo, debiendo confiar sólo en mi buena suerte, que hasta ese instante se me había mostrado fiel. Así hube de partir al día siguiente, muy temprano, con mi diminuto guía, pudiendo ejercitarme ahora en trepar cerros, ya que el ir en zigzag por esas alturas hubiera arruinado a mi caballo en la primera hora. Desde las siete de la mañana hasta las tres del mediodía, subimos lenta pero continuamente el cerro y sólo cuando llegamos a bastante altura, encontramos nuevamente llanos herbosos y abiertos con colinas ondulantes, matizados de trecho en trecho por pequeños bosquecillos y peñascos.

No había visto en mi vida un terreno tan asombroso para la caza y como encontré además, una gran cantidad de rastros de venados, decidí acampar, a fin de seguir la pista de uno de ellos. Sobre la meseta que constituía la cima de esta cordillera, había un antiguo rancho, dos estacas clavadas en el suelo cubiertas mezquinamente con un pasto semejante al junco. Lo reacomodé nuevamente, encendí una hoguera, acarreé una cantidad de troncos secos y cuando ya me encontraba listo, cayó un chaparrón.

Estábamos en mitad de la estación de lluvias, aunque por felicidad hasta ese momento me había conservado seco, no debiendo en verdad quejarme, aunque fuese mojado un par de veces, ya que todo eso lo sabía de antemano. Pero hasta la lluvia resultó para mí una ventaja, algo así como una media hora antes de la caída de sol, volvió a aclararse nuevamente, con lo que tuve la más hermosa oportunidad de rastrear, lo que no descuidé de ninguna manera. Era un placer del que estaba privado hacía mucho tiempo, el de   —106→   adentrarme escopeta al hombro, por esos maravillosos terrenos y que sólo el cazador lo puede sentir tan hondo. No tardé mucho en llegar a tiro. Uno de esos animales se hallaba en una pequeña quebrada lateral y se puso de pie, en cuanto yo fui rastreando hacia él por detrás de un grosero peñasco. Mas como tenía un viento favorable él no podía barruntarme y comenzó a comer. No debía dejar pasar esa ocasión, ya que necesitábamos algo para comer en nuestro largo camino. Luego del disparo saltó algo así como veinte o treinta pasos detrás de la próxima colina, yendo yo detrás de él no bien hube cargado nuevamente el arma, pero lo encontré muerto. Tomé las dos piernas y el lomo y los puse al fuego, dejando el resto para los cóndores, que sólo pasarían rozando por aquí a la mañana siguiente. Al regreso hubiera podido matar un venado tierno al que me acerqué hasta cien pasos, pero esto hubiese sido un asesinato y regresé derechamente hacia el campamento, donde mi pequeño guía se asombró no poco de la rápida cacería.

Ahora ya teníamos para vivir y por mucho que hizo un frío terrible esa noche, no pasamos hambre. El caballo encontró, asimismo, abundante pasto y como desde este sitio teníamos que seguir cerro abajo, creí que podría terminar el viaje rápidamente, pero yo no conocía todavía bien los caminos peruanos. El camino iba, ciertamente, cerro abajo, y en forma bastante empinada, mas lo que en este país se llama un camino en Europa sería denominado como una senda de osos. Encontré muy pronto que mi caballo aun sin jinete, no estaba casi en condiciones de seguir esta escabrosa pista. Es cierto que se había tallado un camino en donde habían crecido nuevamente los árboles, pero toda la empinada ladera consistía únicamente en trozos aislados de roca, sobre los que conducía la senda, en forma totalmente desconsiderada y sumamente peligrosa. Luego de una marcha de más o menos una hora, consideré que una roca como de un pie de altura no constituía el menor obstáculo como para hacer pasar por encima de ella un caballo,   —107→   el cual se hundió en el fango hasta las rodillas, y debió sentirse contento de no haber sufrido más. Allí donde el camino era plano en un corto espacio, había también un fangal profundo y fluido, en el que los pobres caballos suelen caer hasta la cincha y del que se les saca sólo con enormes esfuerzos.

Este era el excelente camino que el subprefecto de Huánuco había ensalzado tanto. La explicación de ello pude encontrarla más tarde, ya que los sudamericanos no hacen nada sin motivo. Este era el camino más corto para que la colonia alemana de Pozuzu se conectara con Cerro, pero para desviarlo hacia otro, dando un gran rodeo por Huánuco, se hizo toda clase de esfuerzos, de lo que tuve algunas pruebas.

El bosque era bastante denso en este lugar, aunque en cierto sitio, donde apareció una peña puntiaguda, se abrió de manera que se pudo obtener una mayor perspectiva, mostrándose por todas partes una quebrada estrecha y profunda, en cuya apretada garganta corría un torrente salvaje. Aquí es donde llegué al Pozuzu, cuyas amarillas ondas, hinchadas por las lluvias, se dejaban ver de trecho en trecho. Al anochecer cruzamos algunos arroyos, que también habían crecido con las últimas lluvias, siendo mojados hasta los zapatos porque las aguas alcanzaban una altura poco habitual, aunque no había por qué asustarse.

Mi pequeño guía me había asegurado que conocía perfectamente el camino, y que llegaríamos por la noche a una buena cabaña; pero como oscureció, no encontramos sino las estacas de una que fue cabaña, no habiendo cómo pensar en construir un verdadero techo. Por la noche llovió cuanto quiso el cielo, y nosotros estábamos hechos una sopa. No me causó poco asombro escuchar al amanecer el ladrido de un perro, muy cerca de nosotros. Eso estaba demostrando que apenas a unos cien pasos de una cabaña buena   —108→   y seca, la que hubiéramos podido encontrar antes, habíamos tenido que acampar nosotros. Un indio de Pozuzu había llegado la noche anterior con el objeto de ver el ganado que se apacentaba en este lugar y quien había encendido un magnífico hogar. Almorzamos juntos y continuamos nuestro camino, superficialmente seco, acompañados por él.

Como habíamos dejado atrás la parte más empinada del camino, lo encontramos mejor en adelante. La vegetación era hermosísima y a eso del mediodía, la abundancia de la misma reveló especialmente que nos estábamos aproximando nuevamente al trópico.

Muy a menudo se mostraban los hermosos y blancos cálices de los lirios, sin aroma alguno ciertamente. Nuestro nuevo guía los llamaba azafrán y resultó que eran verdaderamente azafranes. Las raíces amarillo claro, tenían un sabor semejante al del azafrán y al decir del indio, se les recogía en cantidad para enviarlas a Cerro de Pasco y Huánuco, donde se pagaba la arroba (25 libras) a razón de 8 dólares. Aquí se hubiera podido reunir una arroba en muy poco tiempo.

Se pudo comprobar que la piedra que se había considerado pórfiro y granito, tenía vetas muy finas de cuarzo y con frecuencia rojizas, lo cual iba en aumento a medida que nos acercábamos al Pozuzu. Se hacía difícil atravesar las laderas, pues el pie resbalaba en las piedras, como si se hubiese pisado sobre jabón mojado.

El carácter de la tierra peruana, tal como lo había conocido hasta ahora, cambió en este lugar completamente, no pareciéndose en lo menor al de la costa occidental. Como la región oriental estaba bajo la acción de las frecuentes lluvias, tenía, por su exuberante vegetación, más parecido con la de la costa atlántica, a la que pertenecía propiamente,   —109→   a causa de su posición geográfica. La transición estaba entre las peladas y pedregosas cumbres de las cordilleras y las fértiles aunque insalubres depresiones de la poderosa corriente del Amazonas.

No llegaba a comprender en qué lugar de esta estrecha quebrada podía estar establecida realmente la colonia, en realidad, no debíamos estar muy lejos de ella. ¿Es que el valle se abría quizás un poco más abajo? El indio me señalaba el corte en que debía estar la colonia. Cada vez que miraba el contorno, me daba cuenta de que nos hundíamos cada vez más en la espesura y en el abismo, de suerte que el resto del tiempo me confié a su desarrollo. Al anochecer, no había podido todavía, llegar a la colonia, aunque sí alcanzamos el Pozuzu, abajo. Río que cerrado en su estrecho lecho, se deslizaba bramando por encima de aislados bloques de peña, muy numerosos, que habían rodado en loco afán hasta allí. ¡Cuán semejante con la vida de tantos hombres, que ciega y apasionadamente arroja hasta las mayores dificultades sobre el camino, y luego, mientras tropieza, ruge de ira y razona!...

Pasé la noche donde el indio (en su casa de arriba había dos mujeres, que también tenían sus buenos bocios), y el mozo trigueño me refirió muchas cosas de la colonia: cómo había tenido que soportar la gente, en un principio, escasez y temor, habiendo eliminado todo eso, inteligente mente, de suerte que producían en masa los mejores elementos alimenticios. Eso fue en Mairo a 15 leguas de aquí, y hasta donde se puede navegar en botes a vapor en la corriente del Amazonas. Describió la región como extraordinariamente fértil, aunque caliente e insalubre, con muchísimos mosquitos e indios bravos, o lo que da lo mismo, indios salvajes y malos en la cercanía.

La palabra bravo, tiene en español (por lo menos en América del Sur), una significación muy extensa y significa   —110→   no sólo bueno y valiente, sino que suele ser añadida a toda cualidad claramente marcada. Un niño sumamente travieso, un cieno correoso y molesto, unas espinas peligrosas, que agarran y no se desprenden fácilmente, todo eso se llama bravo pero como nosotros concedemos otro valor a esa palabra, nos proporciona muy cómicas sugerencias.

Volvió a llover por la noche, cuanto se le antojó al cielo, pero se aclaró en la mañana y no obstante que se presentaban dificultades para conducir al caballo por las húmedas paredes de barro, llegamos al fondo del valle, sin habernos roto los pies o los brazos. Ahí pude reflexionar sobre la navegabilidad del Pozuzu, en el que vi muy pocos sitios por los que podía arriesgarme a intentar el paso a nado. Estaba conformado por una ininterrumpida fila de rápidos, en los que ni siquiera el bote más ligero o la canoa hubieran podido sobrevivir.

La quebrada seguía siendo tan estrecha que en algunos trechos, el camino se veía constreñido a pasar por el borde mismo del lecho del río, mientras que en otros volvía a trepar desesperadamente en zigzag, la falda del cerro. Sólo en un sitio se extendió un poco más donde estaba situada una pequeña hacienda, en la que se producía caña de azúcar, plátanos y papayas. Crucé muchos de los arroyos que iban a verter sus aguas en las del Pozuzu, los cuales pasé montando, teniendo que darse maña el caballo para resistir la fuerte correntada. Parece que nunca hubieran pensado en un puente y cuando llegaron a construir uno, fue arrastrado de todos modos por las hirvientes aguas acrecidas por las lluvias.

A las diez de la mañana, más o menos, el camino se dirigió repentinamente hacia el lecho del río, donde había un banco de guijos y de peñascos, llegando a ver por primera vez el notable puente sobre el Pozuzu, del cual había oído hablar ya y que ahora tendría que pasarlo.

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En el banco de guijos se levantaba un armazón de árboles jóvenes, barrotes y cuerdas de cortezas, desde la cual, hasta una peña de la orilla del frente se había tesado un solo sarmiento muy fuerte. Podía ser tan fuerte como el brazo de un hombre y también lo bastante resistente como para soportar a un hombre. Lo que resultaba desagradable es que parecía estar tesado sobre la corriente, en una amplitud muy grande, de suerte que pendía formando un arco considerable, en el que debido a la constante oscilación, uno estaba a veces arriba o a veces abajo. El hecho de haber bajado dos personas, no contribuyó en todo caso a desvanecer una desagradable sensación, pero como ya estaba en la orilla y tenía que pasar al frente, cuanto más rápido fuese tanto mejor sería.

En la orilla opuesta pude reconocer campos ya cultivados, con plantaciones de caña de azúcar y plátanos. Inútilmente grité y llamé a grandes voces hasta ponerme ronco; en vano disparé dos veces mi escopeta para advertir a los colonos que había llegado una visita, nadie oyó. Permanecí hasta las tres de la tarde descansando en un banco de guijarros, alternando entre el sol caliente y un fuerte chaparrón, hasta que por fin acertaron a pasar casualmente por allí dos indios. Éstos tenían que traer consigo desde allá una especie de plancha que pendía de la cuerda y sobre la que se va sentado, lo cual facilita grandemente el paso. Si desde el otro lado se ayuda a tirar con una cuerda, no puede haber entonces nada más cómodo en el mundo. Todos estos preparativos fueron ejecutados y mi equipaje con la rienda y la montura, amarrados en dos paquetes y transportados en primer lugar, de modo que yo podía ver cómo sería evacuado desde allí. Enseguida encomendé mi cuerpo a mi leal y viejo ángel de la guarda que ya me había puesto un pan ácido y me deslicé con un vaivén altamente desagradable hasta el otro lado.

Muy cerca de la otra orilla, vine a descubrir con desagrado   —112→   que el cable por ser demasiado corto, había sido seccionado al sesgo, para ser remendado luego. Parecía que esto había sido asegurado de manera irresponsable con un par de alambres luego de lo cual se enrolló todo con alambre de latón. Este último se había desenrollado en parte y las clavijas amarradas con el alambre habían cedido también en tal forma que el corte tenía una separación de casi una pulgada y media. Pero ya era demasiado tarde para poner remedio a la cosa... un jalón más y me encontraba al otro lado; dos más y podía tocar ya las estacas exteriores... un sacudón más y estaba ya en la orilla opuesta, seguro, en la ansiada y con tanto trabajo conseguida colonia alemana del Pozuzu.



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ArribaAbajoLa Colonia Alemana del Pozuzu

Debo de confesar que se apoderó de mí una agradable sensación de seguridad, cuando percibí la ironía de tener un puente a mis espaldas y sentir que mis pies pisaban tierra firme. También vine a comprender ahora, por qué razón nadie podía darme informes exactos ni en Lima ni aun en el mismo Cerro de Pasco, sobre este pedazo de tierra, pues el camino que tuve que hacer hasta aquí no era en verdad, ningún «tour» de recreo. ¡Y ese subprefecto de Huánuco que me había asegurado tan cordialmente que yo encontraría hasta aquí un excelente camino!... Si esto hubiese podido saberlo antes... Sus declaraciones no eran, naturalmente, nada más que una de esas amables fantasías peruanas que sorprenden tan a menudo al foráneo agradablemente, con sus extravagancias.

No perdí mi tiempo, naturalmente, en hacer estas reflexiones en la orilla. Como es de comprender, hube de dejar en la orilla opuesta el caballo y el guía, quienes deberían encontrar desde allí su camino, lo mejor que pudiesen. Lo urgente era ingresar en la colonia alemana ya que hasta este momento no había oído ni una sola palabra en alemán. Pero me engañé amargamente, apenas hube llegado a la primera hacienda supe que era la propiedad de un peruano. Como no había probado bocado en todo el día, aparte del último pedazo de venado, muy en la mañana, me reconforté primero con una taza de un café realmente delicioso, crecido   —114→   en el mismo suelo y con unos exquisitos plátanos, como no los había saboreado en toda mi vida, no obstante haber encontrado estas frutas en Brasil, Ecuador, India, así como en las Islas del Mar del Sur, en toda su magnificencia. Encontré dos jóvenes alemanes que pertenecían a la colonia, uno de ellos se ofreció para llevar mi alforja y poncho. Quedaba todavía una hora de sol, por lo que él opinó que tendríamos tiempo para llegar a la colonia.

Nos pusimos en marcha ya que rechacé el hospitalario ofrecimiento del peruano para que yo pernoctara en su casa, y pasamos muy cerca del puente, que no estaba muy alejado de nosotros y desde donde había distinguido diversas cabañas.

En el límite exterior de la colonia vivía un tirolés y aunque tenía que dar un pequeño rodeo para ir a encontrarlo, no quise pasar de largo por su casa.

No tuve de qué arrepentirme. Goce la maravillosa sensación, mitad agradable, mitad dolorosa, de encontrar entre las anchas hojas de un plátano y de los árboles de café, un auténtico tirolés, vestido de domingo con su sombrero puntiagudo y su chaqueta, quien, con cara de asombro, aunque amistosa, respondió a mi «Grüss Gott».

-«Cómo ha llegado Ud. hasta aquí», exclamó. «Hace una eternidad que no hemos visto aquí a un compatriota alemán. ¿Es Ud., entonces, el que ha estado gritando toda la mañana, allá arriba?».

«No es para creerlo; había Ud. escuchado mi grito, pero nadie vino hasta el puente».

-«Si, es cierto, pero yo no pensé que pudiera ser un alemán», continuó alegremente el hombre, «pues hubiese llamado con el 'Hol über'».

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«He disparado también muchas veces».

«Si, he oído también detonaciones», dijo, riéndose, el tirolés, «creo que han sido dos veces».

El muchacho había oído hasta la falla de mis cartuchos y supo que un alemán se encontraba allí arriba, deseando llegar abajo y sin embargo no movió aquél un pie, «pues yo no quiero saber nada de la raíz (así lo llamaba al puente), exclamó «cosa maldita es esa del puente».

Patross, que así se llamaba, era realmente un carácter, como lo supe más tarde. Había vivido, en el Perú extraordinarias e interesantes peripecias, y aun románticas, aunque él mismo no tuviera en lo más mínimo la apariencia romántica.

Poco después de su llegada al lugar, su mujer y su hijo tomaron las de Villadiego internándose en el país, sin que él supiera dónde. Pero el niño lo arrastró a él. Los fue siguiendo por todas partes, hasta que, finalmente, encontró sus huellas, y luego de un viaje espantoso halló a su infiel mujer, pero muerta y a su hijo en manos extrañas, aunque le habían cobrado cariño y querían conservarlo con ellos. Mas él ya no quiso separarse de él y regresó con el niño a la colonia, donde tiene una especie de administración de muchachos.

Un caso muy semejante supe que había ocurrido en Australia, sólo que allí se murió el hijo, debiendo el hombre regresar a su frío hogar, completamente solo.

De aquí se interna la senda en la selva, directamente. Altos y hermosos árboles cubrían con feracidad tropical el cerro poco empinado. Unas dos veces corre la senda estrecha, legítimamente tirolesa y algo peligrosamente por el banco de otro río que va a desembocar en el Pozuzu y pude   —116→   reconocer más arriba los campos abiertos de la colonia, habiendo llegado antes de la puesta del sol al primer y alegre edificio de la misma. Cuán distinta me había imaginado la colonia extendida en una amplia y preciosa llanura. Las casas a la manera de un pueblo alemán, pero rodeadas de jardines, la iglesia y la cervecería, que siempre están juntas en todo pueblo alemán, puestas en el medio. A mi juicio, tal debía de ser el sitio apropiado escogido para una colonia, no siendo necesario ubicarla en un desierto, detrás de ambas cordilleras. ¡Qué diferente fue la situación que hallé aquí!

No se encontraba la colonia, como lo aprecié luego, en un extenso llano, en el cual los colonos hubiesen tenido espacio suficiente para extender sus cultivos y sus prados en todas direcciones sino en una estrecha quebrada o garganta en muchos sitios de la cual la escarpada orilla caía justo sobre el agua, y se inclinaba con gran pendiente sobre el río, haciendo que fuese imposible establecerse allí. Sólo donde el codo del río empuja hacia la otra parte, había en ese otro lado sitios cortos, pero en muy limitados lugares. En éstos, situados en fila a lo largo de la corriente, estaba ubicada la colonia, interrumpida de trecho en trecho por el lomo de las colinas, serpenteando algo así como media legua distante de la orilla.

La primera parte de la colonia a la que había llegado yo esa tarde, estaba construida en una especie de talud del cerro, como debo llamarlo. Cada uno de los colonos habían recibido una estrecha faja de tierra, teniendo un ancho frente en el río, donde podía trabajar, o también atrás, en los cerros. La colonia era todavía muy joven como para poner en ejecución tan pesado trabajo. Los colonos se contentaban por el momento en cultivar la tierra plana que se extendía en torno de sus cabañas, habiéndose hecho lo increíble.

Algunas personas me habían dicho en Lima que los colonos   —117→   del Pozuzu eran un pueblo ocioso: que los hombres se la pasaban fumando todo el día el tabaco que ellos habían cultivado, debiendo las mujeres llevar a cabo todas las labores.

Lo primero resultaba evidentemente correcto. Los hombres fumaban todo el día el tabaco de su propio cultivo -incluyendo a los jóvenes de dieciséis años-, mas con sus pequeñas pipas en la boca, en pocos años han limpiado completamente todo el bosque de su tierra plana, convirtiendo ese suelo en un huerto frutal. Pero las mujeres no permanecían a todo esto con las manos quietas, y cuando no estaban ocupadas en casa en el cuidado de los niños, sacaban las malas hierbas y plantaban afuera, en el campo, necesitándose solamente echar una mirada en los campos, para darse cuenta de que allí habían estado las activas manos alemanas.

En la primera parte de la colonia, vivían los tiroleses. La colonia no está compuesta únicamente de tiroleses, sino también de renanos, los cuales, aunque limitando estrechamente entre ellos, se habían establecido entre paisanos. Nunca olvidará la impresión que mi intempestiva presencia produjo en una mujer cuya casa visité.

Los perros se pusieron a ladrar en cuanto me aproximé con mi guía, apareciendo ella en la puerta. Yo estaba ya muy cerca de ella sin darle tiempo para verme o reflexionar. Con mi «Grüss Gott» me adelanté hacia ella y le extendí la mano, tendiéndome a medias la suya, dijo asustada: «Ja, Grüss Gott» -¿Sois un alemán de nuestra tierra?», y un par de gruesas lágrimas apareció en sus grandes y hermosos ojos. «Ay -continuó-, estamos aquí tan lejos y fuera del mundo, que había creído que no podría venir donde nosotros otro alemán».

Había algo inhabitualmente conmovedor en las pocas   —118→   palabras pronunciadas muy bajito. Era una joven tirolesa, esbelta de cuerpo, con cabellos negros y densos trenzados. Hubiera sido bonita, si no estuviera desfigurada por un cuello bastante grueso, casi como un bocio. Justamente llegaba del campo el hombre, un mozo y ágil tirolés, con un par de plumas de gallo silvestre en el sombrero, y asimismo con un ancho cuello sospechoso. Vino a mi encuentro con un cordial «Grüss Gott», ¡y de qué manera me apretó la mano! Como es natural, entré inmediatamente y tomé café, los tiernos árboles de café estaban como propaganda en torno de la cabaña, cubiertos enteramente de frutos, pero me excusé por hoy ya que tenía que buscar el punto central de la colonia, la casa cural, y se había hecho tarde, entre tanto. Les dije que quería pasar algún tiempo en su colonia, y que los visitaría en otra oportunidad para tomar café.

La próxima cabaña estaba a menos de cien pasos, el hombre era tirolés, también; la mujer empero, como lo supe después, era la única protestante en la colonia. De pequeños y negros ojos, espesas cejas y negros cabellos, hablaba el legítimo dialecto de Francfurt.

Una nueva invitación a tomar café y la misma disculpa. Igual fue en la tercera casa, donde vivía otra familia tirolesa, con bocios decididamente pronunciados.

Inmediatamente detrás estaba la residencia del gobernador, un peruano, cuyo título sonaba más pomposamente de lo que correspondía a su modesta residencia. Una invitación más a tomar café, era como si esa buena gente quisiera atorarme de café.

Tenía para el gobernador una carta de su hijo, quien lo había dejado enfermo y a quien había encontrado en el camino. Se alegró muchísimo de recibir buenas noticias de él, y hube de tomar por lo menos una copa de cognac.

  —119→  

Desde aquí se desliza una cuchilla de montaña hasta muy cerca del río, que, en cierto trecho, corta al establecimiento. Al otro lado se abre, en cambio, una estrecha pero alargada llanura, y allí me mostró mi guía un edificio bajo de madera que se alzaba solo, presentándomelo como la iglesia de la colonia. Detrás de la cual estaba la casa cural.

El paisaje era maravilloso. A la izquierda se deslizaba la corriente arrojando blancas olas espumosas sobre el camino que iba entre las rocas, en tanto que la orilla opuesta, cubierta con tupida vegetación, subía empinadamente hacia lo alto de las cumbres admirablemente recortadas. A la derecha se encontraba una espesa selva sobre una ladera con suave declive. El llano se extendía al medio, por encima del cual se paseaba libre y sin obstáculos la vista y que, gracias a la laboriosidad alemana, se había transformado en un huerto.

Era de verse especialmente a la derecha, hacia la selva, la masa de un gigantesco bosque extinguido, cuyos desnudos brazos se levantaban como coléricos hacia el cielo, lo cual mostraba que la cultura había comenzado abriéndose un camino alguna vez, no habiendo eliminado de ningún modo todas las dificultades. En las profundas y frescas sombras de los troncos de plátanos de anchas hojas, estaban enclavadas las cabañas de los colonos, rodeadas a la derecha y a la izquierda por bajos bosquecillos de cafetales, cuyo verde oscuro se destacaba entre los claros maizales.

De entre los bananos surgió un fresco y cordial Jodler, que llegó casi como si hubiera surgido de entre los nevados bosques de pinos el llamado de un papagayo. Bananos y Jodlers en realidad, no está muy de acuerdo y el ojo y el oído deben irse acostumbrando a unir tales cosas contradictorias. Todo revelaba por lo demás el carácter completamente tropical de la región, no sólo el aire suave y caliente y el profundo azul del cielo, sino, asimismo, las numerosas coronas   —120→   de palmas, que por todas partes salían a otear de entre el follaje de los bosques, destacándose contra el mar de hojas que las rodeaba estrechamente. Para colmo una tropa de monos negros chilló desde la orilla opuesta su melódica canción crepuscular. Una gran bandada de papagayos iba valle abajo, en busca de su acostumbrado sitio de dormir, mientras el viento murmuraba quedamente en las temblorosas y finas hojas de la caña de azúcar.

Qué tranquilo reposaba el valle, rodeado por los altos cerros, y qué lejos y separados del mundo estos tiroleses que antes estuvieron tan apegados a sus montañas. Me asaltó un sentimiento de melancolía, un sentimiento como si yo tuviera que vivir aquí y como estos pobres emigrantes, hubiese cortado esa esperanza de regresar algún día al terruño. Pero esto duró sólo un momento, no podía detenerme largo rato en consideraciones, pues había comenzado a oscurecer, y me dirigí con apresurado paso a la casa cural no muy distante.

El párroco, un hombre bastante joven, me recibió también algo asombrado, la gente de aquí no está acostumbrada evidentemente a ver extraños en el lugar; pero se mostró amistoso, encontrándome pronto instalado en una pequeña y estrecha pero acogedora casa, en la que, en corto tiempo se congregó una buena cantidad de vecinos. El rumor de que había llegado un foráneo, se extendió con bastante rapidez, deseando cada uno de ellos saber algo nuevo del mundo y de su terruño.

Qué cosa nueva podía decirles, Dios mío. Lo más que podría informarles es que yo mismo estaba ya ocho meses fuera de la patria. Ninguna noticia penetraba en esta desolación, ningún periódico, ni siquiera una carta había llegado para los miembros de la colonia. Todo, cuanto de afuera les hubiera podido contar, habría sido una novedad, pero eso no les interesaba, ya que se refería a cosas que ellos   —121→   no conocían. Llevé la conversación hacia una serie de temas no queriendo creer en un principio, lo que veía con propios ojos, hasta que por fin hube de confesarme que esta gente no había vivido nunca tan apartada del mundo y de su patria, como aquí en Pozuzu.

Ninguna noticia podía darles sobre su propia aldea y su correspondiente vecindario, no conocía a ninguna persona cuyo nombre me indicaban ellos, y nada sabían del resto del mundo; más aún, tampoco se inquietaban por ello.

La biblioteca de esta gente consistía sólo en un par de libros de oraciones, breviarios, una gramática español-alemán. No leían otra cosa y posiblemente, nunca habían leído algo más. Vivían aquí, en el mismo estrecho círculo que habían dejado en su tierra, y al que los unía solamente un delgado hilo, la estela que habían dejado en el mar.

Es sabido lo mucho que entonces se escribió en Alemania contra la emigración de los tiroleses hacia el Perú, cómo sacaron a relucir razones y hechos concretos para apartarlos de semejante paso. El «Allgemeine Zeitung» y otras hojas publicaron ese artículo; yo mismo colaboré en ello y todos consideramos a estos tiroleses, cuando partieron a pesar de todo, como un pueblo espantosamente obstinado que no quería escuchar ninguna razón de peso, y que teniendo palmas y monos en la cabeza, habían vuelto la espalda a su patria, ¡y qué inocente era esta gente!

El descubrimiento tuvo para mí también algo de deprimente, pero se aclaró ante el hecho de que ninguno de los emigrantes tiroleses, y aun de los renanos, habían leído ni siquiera una palabra de nuestras exhortaciones y advertencias.

El párroco me dijo, es cierto que titubeando un poco, que creía haber leído un artículo sobre ese punto pero eso   —122→   no fue sino una cortesía bien a favor mío o bien a favor de él mismo.

Lo que sí es seguro, es de que los buenos alemanes de aquí, nunca habían leído u oído alguna de nuestras exhortaciones o advertencias. Frente a las descripciones de la tierra extraña y libre, apretados por los impuestos, amargados por los subalternos, sin ninguna perspectiva ante sí para realizar alguna empresa en su propia tierra y fuera de eso, constantemente en aprietos y deudas, no resulta raro que hubiesen abandonado a su hasta entonces hermosa tierra y encaminado sus pasos al para ellos fabuloso Perú.

¿Sentíanse felices aquí? Resultaba interesante escuchar a cada uno de ellos por lo cual resolví hacer una excursión en los próximos días a través de la colonia. Tenía que dejar el día siguiente para descansar, pues estaba cansado al extremo, a causa del largo trote y de la marcha espantosamente pesada de los últimos cinco días.

Conocí otro hecho verdaderamente maravilloso: en toda la colonia alemana no había ni una sola cervecería y de aguardiente, cerveza y vino, ni palabra. El párroco no tenía sitio para mí en su pequeña casa, pero uno de los tiroleses, una especie de autoridad entre los demás, se ofreció graciosamente para acogerme. En su casa tuve al mismo tiempo, oportunidad de conocer una muestra de la administración del Pozuzu.

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No había en toda la colonia un buen edificio propiamente dicho. La colonia era joven, y todas estas viviendas habían sido construidas por los colonos, en los primeros tiempos, a fin de tener el alojamiento necesario. La de mi anfitrión, Gstier era la mejor de todas; grande y espaciosa, es cierto que de madera, pero fuerte. Construida y aireada de acuerdo al clima, con un gran espacio abajo, en donde se veía una auténtica cocina tirolesa, un dormitorio adyacente   —123→   y arriba junto al desván, un cuarto para la muchacha. El desván estaba totalmente lleno de mazorcas colgadas, abundantes habas y tabaco y sobre el hogar pendían dos macizas cabezas de plátanos con sus espléndidas vainas color oro. No faltaba tampoco algo de carne seca, aunque en general constituía la carne una rareza, por mucho que la cría de gallinas era próspera y abundante.

Me gusta comer pollos y huevos frescos, pero para verdugos y gentuza insolente no hay en ninguna parte como las gallinas y los gallos viejos, en cuanto uno ha sido admitido en una casa. Es así como un viejo gallo tomó la costumbre de subir a mi cama, antes del amanecer y ponerse a cantar en mis oídos, de modo que me despertaba salvajemente sobresaltado. Las gallinas de otro lado escarbaban y cacareaban en torno mío, porque necesitaban las virutas de mi colchón para poner allí sus huevos mañaneros, hasta que lo lograban finalmente, y yo me levantaba desesperado.

Qué bien dispuestas y avenidas se hallaban estas gentes a su alimentación. Me di cuenta, particularmente, de que los colonos alemanes no tenían de qué quejarse en lo relativo a los víveres y no sufrían de escasez.

Seguramente no había sido así siempre, y pocos colonos han resistido tanto tiempo difícil para lograr hacer algo, como esta pobre gente. Ninguna nación en el mundo hubiera sufrido tan tranquila y pacientemente todo esto, como los alemanes.

La primera insinuación para esta emigración, la dio el alemán Damián v. Schütz, cuyo nombre figuró atacado frecuentemente, en los periódicos alemanes. El gobierno peruano deseaba asimismo que todas sus tierras amazónicas o sea las de la vertiente occidental de la cordillera, fueran colonizadas lo más pronto posible, estableciendo una comunicación con el Océano Atlántico por la corriente del Amazonas.   —124→   Los alemanes son conocidos en todo el mundo como los «mejores colonizadores»: un cumplimiento y al mismo tiempo una grosería, pues los gobiernos extranjeros entienden exactamente tal cosa como los gobiernos alemanes lo entienden con el nombre de «buenos súbditos», o lo que es lo mismo, que los alemanes son enormemente aplicados, no interesándose absolutamente por la política. El gobierno peruano estaba dispuesto por esta razón, a suscribir un contrato, en virtud del cual, por cuenta del Estado, sería trasladado un gran número de emigrantes al Perú habiéndose ofrecido a conducirlos, el señor Schütz.

Las promesas del gobierno peruano fueron amplias, pero quien conoce a los peruanos me confesó que no son parcos en hacer promesas. Nunca se está seguro con estos gobiernos y no se sabe si cumplirán sus promesas, especialmente si debe transcurrir algún tiempo. Tampoco se tiene la seguridad de que permanezca el mismo gobierno con la mano en el timón, el cual puede ser tomado una o dos veces por otro, que no se siente comprometido por las responsabilidades del Régimen anterior. Por eso es que los contratos suscritos con las repúblicas sudamericanas son muy inseguros, lo que no siempre atrae al hombre honrado, aunque sí, frecuentemente, a los más cortos.

Damián v. Schütz cometió la gran falta de haber creído no solamente en la solidez del gobierno peruano, sino también en su lealtad. Es más, él hubiera debido saber de que ni el mismo Presidente, aun teniendo en él mayor confianza, tenía la dirección de los negocios, y Dios perdone a quien tenga que hacer algo con un Ministro de cualquier república sudamericana.

Una condición importante que puso el señor v. Schütz, fue la de que se construiría un camino hasta esa alejada región, antes de que él arribase con sus colonos, a fin de que éstos pudiesen llegar con sus equipajes al lugar de su destino,   —125→   con toda facilidad. Tal condición, como es natural fue aceptada, por lo cual comenzó a reclutar alemanes para la colonia.

Cuando finalmente salió el primer barco con los colonos, 300 en total, y llegó al Perú antes que ellos, todavía no se había dado una sola paletada de tierra para la construcción del nuevo camino. El Presidente Castilla le dijo que el dinero le había sido entregado al prefecto en Cerro de Pasco, lugar hasta el cual había una senda para mulas, y lo indujo a trasladarse a dicho lugar, a fin de hacerse cargo de la construcción del camino. Así lo hizo; pero en Cerro de Pasco se puso en evidencia que el Prefecto había invertido el dinero en otro asunto (posiblemente de carácter militar). El señor Schütz tuvo que regresar a Lima, para procurarse el dinero, con lo que se perdió naturalmente un tiempo precioso, habiendo llegado entretanto los emigrantes, mientras que el camino tan difícil de construir, apenas había sido comenzado.

Pero los colonos habían llegado y debían ser trasladados al interior, pues el gobierno tenía el presentimiento de que si ellos eran abandonados en Lima o en la costa, se dispersarían muy pronto y no llegarían a formar de ninguna manera una colonia en el interior del país. Y así fue como ocurrió, de modo que el dinero empleado en la travesía, fue echado por la ventana, sin provecho alguno.

Fue cuando comenzó un tiempo difícil para los colonos: la marcha al interior, en donde ni siquiera se conocía de antemano un lugar en el que pudieran hospedarse. Se les trasladó lo más cerca posible del lugar en que debían de establecerse, tratándose de utilizar sus propias fuerzas para llegar al sitio. Entre tanto, se les puso a trabajar en la carretera, prometiéndoseles el pago correspondiente.

Es así como llegaron finalmente a ocho o nueve leguas   —126→   de distancia de su actual emplazamiento, donde debido a la incapacidad del empleado fueron alojados en la falda de un cerro, temporalmente. Desde allí debieron hacer ellos mismos el camino del Pozuzu, pasando lo peor durante el trayecto.

En ese lugar permanecieron casi dos años, comenzando desde ese sitio la obra de establecerse en el Pozuzu, teniendo algunos que llevar sus alimentos al hombro y cultivar la tierra, así como plantar diversas plantas, hasta que las provisiones que habían traído consigo, se terminaron. Tuvieron que hacer nuevamente el pesado camino de regreso, a fin de conseguir otras provisiones.

Aquí les ocurrió una desgracia. Una noche, luego de una terrible tempestad, el cauce del río, junto al cual acampaban se había represado, probablemente a causa de los troncos o peñascos arrastrados. Repentinamente se rompió el embalse, arrastrando todo lo que estaba al paso, enterró a seis de esos desgraciados en su silbante barro y barrió con todas las cabañas. Perdieron todo cuanto poseían en el mundo, pudiendo sólo salvar la propia vida, con muchísimo trabajo.

Una de las mujeres fue llevada abajo por las aguas, habiendo logrado asirse a unas raíces de las cuales permaneció colgada sobre las alborotadas aguas, hasta que llegó el amanecer, siendo al fin descubierta al día siguiente por sus compañeros y salvada por ellos.

El desconsuelo debe haber sido desgarrador, cuando, en la oscuridad de la noche y la agitación de los elementos, en medio del estallido y bramar de las aguas y el estrépito de los árboles, las mujeres llamaban a sus maridos, los niños a sus padres, los hombres a sus mujeres, buscándose todos. Mas de vez en cuando, en medio de la pena y de la miseria, una escena jubilosa, al encontrarse nuevamente olvidando todo lo demás en un momento de dicha y de felicidad.

  —127→  

Pobre gente, ¡tan lejos de su terruño, luchando con la penuria y la escasez, y teniendo todavía que experimentar esta desdicha! Cuántos se habrán arrepentido grandemente de haber dejado su país, y si no se hubiese dado ese paso quizá ninguno hubiese permanecido en el prometido Perú. Pero era demasiado tarde; ahora no había sino que perseverar y soportar lo inevitable.

Mucho después de esto, una mujer que había pasado por esta desgracia, pereció en forma espantosa aun debido a la insensibilidad de sus compañeros que le acarreó en parte, o por lo menos precipitó su muerte.

Una parte de los inmigrantes había descendido desde su temporal alojamiento hacia el Pozuzu, a través de los cerros, a fin de trabajar allí en sus ya comenzadas haciendas. Como se habían terminado los víveres, unos cinco o seis de ellos tuvieron que regresar. Entre ellos se encontraba una pequeña y débil mujer, la que hacía tiempo se encontraba enferma y no había podido reponerse completamente, por lo que ahora amenazaba su cuerpo a rendirse ante las dificultades. Su marido se encontraba todavía en el Pozuzu y todos la disuadieron para que no hiciera el largo y penoso camino; pero ella insistió en continuar. La gente decía que el marido, a causa de su profesión de herrero, la había tratado dura y desconsideradamente, por lo que ella tenía más destrozado el corazón que el cuerpo. Sea como fuere, su marido la dejó irse, así débil como estaba y se puso en marcha con la gente.

Yo mismo he hecho este camino después. Es una senda estrecha y salvaje que todavía se extiende algunas leguas dentro del feraz valle. Luego que la senda ha atravesado un torrente, asciende como cinco leguas en terreno escarpado al lomo de la segunda cordillera, siempre más alto, hasta que arriba, en el aire frígido, los árboles tan robustos más abajo, se arrastran como reducidos matorrales y el suelo se cubre de una paja brava y de puntiagudos cactus.

  —128→  

Hasta para un hombre sano y fuerte, el camino es pesado, no me acuerdo haber estado más fatigado en una marcha, que en este lugar. La pobre mujer sintió de pronto que sus fuerzas la abandonaban, no pudiendo seguir adelante con la rapidez de los otros. Permanecían junto a ella tres mujeres y dos hombres y durante cierto tiempo la impulsaron para que todos se concentraran y juntos pudieran llegar a sus chozas del cerro, antes de que anocheciese. La desgraciada hizo cuanto pudo, hasta que, finalmente, no pudo andar más.

Ninguno de sus compañeros tuvo suficiente corazón como para perseverar junto a ella, y cuando vieron que la pobre mujer caminaba muy despacio, sólo le gritaron que los siguiera pronto y la dejaron sola en la desolada y salvaje naturaleza.

La gente llegó tarde en la noche, a sus cabañas, pero la mujer ya no los siguió, tampoco vino a la mañana siguiente. A eso del mediodía, dos de ellos provistos de víveres y aguardiente, se pusieron en marcha para encontrarla y traerla consigo. Sólo tuvieron que enterrarla allí donde encontraron su cadáver.

Desde el lugar donde había sido abandonada el día anterior, se había incorporado de pronto y había trepado de noche, en plena oscuridad, hacia arriba, el escarpado cerro, hasta que ya no pudo ir más lejos. Había quedado en medio del camino y así la encontraron sus compañeros echada sobre el rostro, las manos extendidas.

En el camino está su tumba solitaria. Sin alegría, tal como ella vivió en el mundo, reposa en tierra peruana, en el bosque que le había ofrecido todo cuanto le había prometido: una nueva patria.

Parece que ésta fue la última desgracia ocurrida a los colonos. Desde ese momento, su condición mejoró notablemente.   —129→   Los frutos plantados en Pozuzu, maduraron pronto, pudiendo proseguir finalmente en la cálida y cómoda colonia, por su propio esfuerzo y preparados para comenzar seriamente y con éxito su trabajo.

El gobierno peruano no parecía estar de completo acuerdo con esto. El Pozuzu no era precisamente el lugar que en un comienzo había sido elegido, ya que no estaba en las inmediaciones de un río navegable o de alguno de los tributarios del río Amazonas. Los alemanes no quisieron aceptar nuevas negociaciones, los años habían trascurrido y en el transcurso habían llevado una vida insegura y miserable, deseando los que habían perseverado en la colonia, obtener por fin una morada segura.

Tampoco permanecieron mucho tiempo juntos los colonos. Muchos de ellos, en especial los jóvenes y solteros que no estaban atados por ningún vínculo de familia, y que habían sentido espanto por las dificultades sobrellevadas, se dispersaron por el país, en busca de alojamiento. De los 300 colonos (calculándose hombres, mujeres y niños), de los cuales, sino me equivoco, 296 habían desembarcado y cuatro habían muerto en el viaje, la colonia contaba ahora solamente 143, dos terceras partes de tiroleses y una tercera parte de renanos. Muchos de los que escaparon del camino, viven actualmente en Lima, en donde les va muy bien, sin tener al parecer, remordimiento de conciencia por haber roto su contrato. El Estado no había cumplido con lo que les había prometido, y debió comprender que «legalmente» no tenía nada que reclamar a los que lo rompieron, ya que a ninguno de ellos se le había facilitado nada en el camino.

En lo relacionado con la colonia, ésta se extiende a 10º de latitud sur, según mi apreciación y la vegetación, entre los tres y cuatro mil pies sobre el nivel del mar, quizás un poco más alto que bajo. El clima (estando todo rodeado por altos y boscosos montes) es bastante cálido, pero no   —130→   tanto que impida trabajar. El lugar es también muy sano a pesar de que los colonos viven ya tres años en el valle, no se ha presentado ninguna enfermedad grave, ni ha muerto ningún adulto. Es posible que contribuya a ello el hecho de no tener la colonia ningún médico.

Parece que el clima no es propicio para los niños tiernos, pues casi todos los que nacieron allí, con excepción de dos o tres, han muerto poco después de haber nacido. Es posible que la razón se encuentre en motivos casuales, lo que tendría que comprobarse en todo caso en futuras experiencias.

La culpa de que la colonia no tenga médico, la tiene el propio médico, quien al igual que algunos artesanos, se hizo pagar el pasaje y luego buscó su suerte por propia mano. Le importaba poco los colonos, al lado de los cuales había prometido perseverar lo que la colonia, por la cual no tenía ningún interés. Por desgracia existen hombres semejantes y muchos que no poseen ninguna responsabilidad moral, en tanto estén completamente satisfechos consigo mismos y crean haber obrado con rectitud, los cuales tampoco son llevados ante la justicia para ser juzgados.

La colonia no tiene botica, ni asomo de medicinas, y un peruano, el mismo en cuya casa me hospedé primero, parece ser el único que ha curado a la gente, en caso de enfermedad ligera. Es comprensible que él los atienda medicamente como naturista.

Como ya se ha dicho, el aire es durante el día y particularmente a la luz del sol, muy caliente, pero las noches son sin embargo, frescas y agradables. Las cordilleras cubiertas de nieve se encuentran muy cerca, como para dejar sentir su influencia en el valle. En un clima cálido, las noches frescas obran benéficamente sobre los hombres, pues el cuerpo no podría recuperar sus fuerzas jamás, en este enervamiento.

  —131→  

Por lo demás, el lugar de la colonia fue tan desgraciadamente elegido, como no lo pudo ser peor en otra parte. Estaba tan alejado de Lima, capital y ciudad principal de la costa del país, que era difícil vender allí sus productos, se encontraba asimismo, a ocho o nueve leguas de otros lugares situados sobre algún río navegable para ir al Amazonas. El Pozuzu no es navegable, aun con bajo nivel resulta mortal atravesar en una canoa de una orilla a la otra. Como todos los torrentes que bajan de los cerros, consiste en una serie de rápidos y de pequeñas cataratas, las que por muy románticas y salvajes que parezcan y por muy interesantes que puedan ser para los viajeros y los pintores (si es que por casualidad no tienen que pasarlos), hacen imposible todo tránsito por ellos y constituyen un obstáculo para el comercio.

No existe todavía para la vinculación comercial con la colonia del Pozuzu, ni siquiera un camino de herradura, con excepción de esta corriente y la del valle de Huánuco, que produce también todos los productos del Pozuzu, por lo cual no es plaza para colocarlos provechosamente (*).

La ubicación de la colonia era de tal modo desfavorable, que carecía del espacio necesario para extenderse. El terreno plano de la misma es muy limitado, y toda la colonia, como ya se ha dicho, está metida en una garganta. Sin embargo, los montes del contorno no son muy escarpados en la mayor parte de los sitios, siendo apropiados para plantaciones de café y de cacao. El cacao crece inclusive en forma silvestre, y el café, el de mejor calidad, prospera extraordinariamente.

El café peruano es famoso, aunque hasta ahora se le exporta muy poco. En Lima se paga el quintal del café de Huánuco (100 libras), a razón de 40 dólares, mientras que el brasileño puede ser llevado por el Cabo de Hornos por un precio mucho más barato. El café del Pozuzu, empero,   —132→   que sólo este año ha llegado a su madurez, no le va a la zaga al de Huánuco, en ningún sentido, y hasta lo supera en bondad y prospera en forma extraordinaria. Los nuevos cafetos tenían casi tres años de edad y estaban virtualmente cubiertos de granos, prometiendo una cosecha excepcional (**).

El valle no es en todos los sitios igualmente amplio. Han recibido en realidad la parte más estrecha y abrupta, en virtud de su propia elección, y siendo en ello realmente inocentes. Cuando llegaron los primeros colonos con el objeto de considerar el sitio, todo estaba todavía tan tupidamente cubierto de bosque, que en realidad no se podía ver nada. Era cosa muy difícil poder penetrar a los diversos sitios a través de la espesura, contentándose la gente con inspeccionar un poco a la izquierda y a la derecha de la senda indígena, que habían encontrado.

Según parece, los renanos y los tiroleses no se llevaban muy bien durante el viaje, eran todavía «austríacos y prusianos», y no dejaban de estar en discordia. A fin de evitar toda clase de provocaciones, resolvió el párroco, un hombre muy razonable y liberal, mantener separadas en lo posible a ambas nacionalidades, para cuyo objeto se prestaba este valle estrecho. Para este objeto, la iglesia y la casa cural debían ser colocadas en el medio, habitando los tiroleses en un lado, y los renanos en el otro.

Los renanos, que estuvieron sumamente satisfechos con esta distribución, dejaron que los tiroleses hicieran la elección, decidiéndose éstos por el lado próximo al puente, mientras que a los renanos se les señaló los sitios detrás de ellos. Como después se demostró, allí se abría notablemente el valle de manera que muchos de los renanos recibieron cómodamente tanta tierra utilizable como sus vecinos. Una vez producida la repartición, los tiroleses se mostraron bastante razonables para no murmurar contra una elección que ellos mismos habían dispuesto.

  —133→  

Para ver por mí mismo todo esto, al segundo día de mi permanencia en Pozuzu puse en ejecución mi plan, de visitar la colonia de comienzo a fin y de conversar con toda la gente. Gracias a ello obtuve en la mejor forma y con facilidad un compendio.

El tiempo me favoreció bastante; el cielo estaba claro, el camino seco, y la única dificultad que tuve que vencer en mi expedición, por cómico que pueda parecer tal cosa, fue el café.

No sé cuántas casas y chozas visité en el día, pero si sé que no salí de tres de ellas sin haber bebido café. Lo ofrecían tan cordialmente, y parecía darles tanta pena cuando el «señor alemán» se negaba a consumir algo en su casa y a probar algo de su hospitalidad, que no quise ni pude rechazar las ofertas.

Tenían en vez de tazas, pequeños cántaros del tamaño de una palangana regular, que sin piedad los llenaban hasta los bordes. Soy un gran bebedor de café y pude tolerar mi porción. En el día me parecía demasiado a veces, pero en la noche daba las gracias a Dios cuando salía airoso.

Los colonos no vivían tan mal allí. En la mayor parte de las casas había leche y manteca. También elaboraban azúcar de su caña de azúcar, un azúcar oscura o amarilla suficientemente limpia, que aquí llaman chancaca (raspadura en el Ecuador). Las raíces de la yuca crecen también maravillosamente y su contenido es más alimenticio que la papa, y es más sabrosa que ésta. El clima parece ser demasiado caliente para las papas, a pesar de que medran y tampoco puede ser cultivado el trigo. Los colonos hablan de cultivarlos en los lugares más altos donde podrán obtener de manera excelente ambos frutos.

Cuecen su pan de harina de maíz, y como disponen de huevos en gran cantidad, lo mezclan con harina de yuca (sin   —134→   mezclarse, no se presta lo último para la cocción), y de esta manera, obtienen un magnífico pan.

Otro fruto que cultivan con ventaja, es el arroz, y en realidad en campos secos. Las habas crecen muy bien, la caña de azúcar tiene aquí su hábitat y el maíz se deja desear muy poco.

Es extraordinariamente exuberante la vegetación en la colonia, hay árboles corpulentos no sólo en las partes bajas, sino también en las faldas de los montes. Muchos de ellos tienen una madera esponjosa y podrida, la cual es atacada con especial rapidez por los gusanos. Eso ofrece la ventaja de que no permanecerán mucho tiempo en el camino, sino que serán rápidamente destruidos por los gusanos y el tiempo. Pero hay mucha madera fuerte y consistente, que se presta magníficamente para la construcción de casas y postes.

Existe también un árbol maravilloso, al que los colonos, no conociendo otro nombre, le han dado el de árbol del veneno. El árbol crece en abundancia y a gran altura. Con un tronco bastante ancho; su singular propiedad reside en el zumo que segrega ya que la madera no es de utilidad. Allí donde se le agujerea brota el zumo en cantidad. Este zumo es venenoso. Donde toca la piel produce grandes ronchas, habiendo sorprendido desagradablemente a uno de los colonos. La gente había abatido uno de estos árboles y uno de los colonos se sentó confiadamente con sus ligeros vestidos sobre el madero. Las consecuencias fueron para él muy dañinas, habiendo sufrido más de un semana.

El zumo del árbol debe tener al mismo tiempo propiedades medicinales, obrando en forma especial contra los dolores de muelas. La gente llega a afirmar que un diente lleno con el zumo, se despedaza. Es lástima que no hubiese sido testigo de alguna curación, pero traje conmigo una botellita, a fin de hacer analizar el zumo en Alemania.

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  —135→  

Aparte de eso, crece en las proximidades la raíz del azafrán, que se paga en Cerro de Pasco a razón de 8 dólares la arroba, o sea 25 libras. Se deja plantar seguramente con ventaja. Debe haber asimismo otras variedades de hierbas y plantas de valor, pero en todo caso le está reservado a otro tiempo conocerlas y utilizarlas.

Es asombroso cómo todo crece tan rápidamente. La caña de azúcar da jugo en abundancia al cabo de seis meses, con lo que se elabora la chancaca y el guarapo, que es una agradable bebida. El maíz produce en tres meses tiernas mazorcas para el paladar y madura completamente, en cuatro. El arroz necesita seis meses. La raíz de la yuca está desarrollada en el primer año, y hasta el plátano o pisango no requiere sino doce meses para transformarse de una planta delgaducha en un poderoso astil en el que madura una magnífica cabeza de plátanos.

Una de estas cabezas de plátanos fue pesada pacientemente dando el enorme peso de 4 arrobas y 9 libras o sea 109 libras.

Mi paseo lo comencé hoy día en la casa cural, la que como la colonia tiene más tiroleses que renanos, no está exactamente al Centro de ambas nacionalidades, sino más bien los establecimientos de los tiroleses. El primero que visité fue de un viejo tonelero, quien vivía en una casa pequeña, bonitamente arreglada, junto con su mujer y dos hijas. Trabajaba más en su oficio que en la chacra.

Se llama chacra a una pequeña hacienda, y así como en América se usa tan poco en las colonias, nunca se emplea un nombre alemán, llamándola constantemente «farm» y en vez de «ja» se dice «yes», e inevitablemente el colono alemán dirá «chagra» y «sí» en lugar de «ja».

Aquí, por lo demás, como en todas las otras chagras, para conservar alguna vez este vocablo, se puede percibir   —136→   claramente lo que ha producido el esfuerzo alemán. La selva virgen peruana en este lado de la cordillera, no es un juego de niños: los árboles son corpulentos y gigantescos; el suelo está atravesado por las raíces, las que a veces estiran sus amplios brazos sobre un ancho terreno de tierra vegetal aprensada. Pero los alemanes han eliminado todas estas dificultades con sus instrumentos de ninguna manera ejemplares. Se rozó la espesura, se le limpió de troncos podridos y de malezas, luego se plantó regularmente, tal como nuestros paisanos del lugar están acostumbrados a hacerlo.

Es desde todo punto de vista comprensible que todo eso no pudieron hacerlo solos y en corto tiempo, ya que en esos trabajos, dos manos son muy poco. Mas las mujeres de los campesinos alemanes saben también desempeñarse, siendo esto, parece, que impuso a los peruanos: ver cómo trabajan las mujeres en los campos, con tanta aplicación como los hombres. Las plantas crecen solas en cuanto reciben aire, luz y suelo, de manera que ninguna de estas familias tienen temor a la escasez de alimentos, una vez que se ha laborado la tierra, sacan con mucha facilidad más de lo que ellos consumen.

Lo único que realmente les ocasiona mucho trabajo, es la maleza, que en terreno fértil prospera de modo extraordinario. Si sus cafetos tienen un par de años de edad, su sombra hace prosperar la maleza, exactamente como en los huertos de bananos en los cuales no pueden crecer más plantas parásitas. Los campos de maíz y de arroz están constantemente expuestos al sol, por lo que en éstos debe de ser también constante la labor. Hay un antiguo proverbio que dice: donde crece la mala hierba hay mucho fruto. En terrenos secos y malos, nunca hubieran podido alcanzar tales cosechas.

Los colonos parecen encontrarse completamente bien y satisfechos de encontrarse en esta región separada del   —137→   mundo, algo que no me causó asombro, luego de haberme puesto en contacto con otros miembros de la colonia. Y mientras más me adentraba en el conocimiento de los colonos, más me aseguraba en este punto de vista.

«Si nosotros sólo tuviéramos una carretera a Cerro de Pasco», decían, siendo esto la queja general de la colonia, «una carretera para que vengan a comprarnos y nosotros podamos vender, quizás hasta venga un doctor» (cosa curiosa, nadie deseaba un abogado), «eso es lo más que deseamos en el mundo».

Este mismo anhelo lo escuché en labios de todos los colonos y aunque yo no hubiese querido cambiar con ellos su aislamiento del mundo, se debe considerar la clase de gente escogida en Alemania para traerla aquí. Von Schütz había seleccionado en el Tirol y en Finlandia a la clase más pobre, gente acostumbrada a ganarse el pan con el trabajo manual fuerte, viviendo siempre al día. No conocían en realidad otras necesidades que las relativas a su inmediata subsistencia y allí donde las satisficiesen con facilidad y completamente, estaban contentos.

Hice todavía otro descubrimiento, que ya antes se me había mencionado, el cual si debo ser sincero, me sorprendió. Según los informes y quejas manifestados contra Damián von Schütz en Alemania, no debía esperar otra cosa que la confirmación de lo peor: que él trajo aquí a la gente sólo a cambio de un tanto por cabeza, no habiéndose preocupado más de ellos, una vez que recibió el dinero.

Que él no recibió en absoluto ningún dinero por cabeza para traer los emigrantes, sino que más bien estaba interesado en el éxito de la colonia, donde se le había prometido una cierta porción de terreno en las vecindades, lo inferí del contrato mismo, posteriormente, en Lima. Cuando traje a colación al señor von Schütz, me aseguraron que él los había tratado honesta y correctamente, habiendo   —138→   hecho lo posible para cumplir sus promesas. Vivió mucho tiempo con ellos durante el viaje, compartiendo sus privaciones sin temor al sacrificio ayudándolos personalmente, cuando el gobierno se mostraba renitente con sus remesas. Es así como se vio obligado, cuando le faltó dinero, a vender su reloj y hasta a empeñar el anillo para sellar, sólo con el objeto de procurarse víveres para los colonos, por lo que muchos ellos no encontraban suficientes palabras con qué elogiarlo.

«Yo quisiera tan sólo», me dijeron varios, «que pudiera visitarnos nuevamente en el Pozuzu, a fin de expresarle cuán agradecidos le estamos. Él podría quedarse con nosotros todo el tiempo que quisiera».

También escuché en Cerro de Pasco los juicios más favorables sobre él. Los alemanes me aseguraron que él era un hombre honrado a carta cabal y que había hecho lo que estaba en sus manos, y hasta un poco más, ya que había agotado sus propios medios pecuniarios. El gobierno era el que lo había dejado malamente en la estacada, no habiendo recibido ni los emigrantes ni él, ni siquiera la décima parte de lo que les habían prometido. El Prefecto de entonces (promovido hoy a Ministro) y el Secretario de Finanzas, se habían embolsicado el dinero que el Presidente remitía regularmente. Probablemente, el Secretario de Finanzas había sustraído también la suma destinada a la construcción del camino de los alemanes. Éstos no recibieron nunca, ni siquiera el pago de una parte de su trabajo.

En todo caso, el Secretario de Finanzas hubo de presentar su dimisión, pues un pequeño déficit de 26.000 pesos causó sensación. Sus amigos, que habían juntado con él las manos en el mismo saco y trasquilaban las mismas ovejas, no lo dejaron en la estacada: él tiene en Lima, un puesto mucho mejor.

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¿Cuál es la falta que Damián von Schütz pudo cometer en la selección de la colonia y en ella misma?... El haber confiado en las promesas peruanas, poniendo la suerte de tantos alemanes en el posible cumplimiento de las promesas sudamericanas. No se puede ni debe hacerse el reproche de haberse comportado mal con sus compatriotas y de haber puesto los ojos únicamente en sus ventajas personales.

Tuvo que pagar en la forma más cara su fe en el gobierno, pues éste no supo cumplir el compromiso con él, tampoco con los colonos. Quiso entonces, con ayuda de un cónsul, tratar de obligar al Ministerio a que por lo menos le reembolsara los gastos hechos, ¡con ayuda de un cónsul!

Encontré entre los tiroleses a un joven, como hay muchos de esta clase, que parecía descontento por el solo hecho de estarlo, porque no tenía en realidad nada de qué quejarse. Vivía con su mujer muy joven, en una pequeña parcela de tierra, que había trabajado con toda aplicación y donde se encontraba excelentemente, en plena prosperidad. Se encontraba con su mujer, en el campo para recoger el maíz plantado hacía cuatro meses, y cuyas hermosas mazorcas debían llevar a sus trojes.

-«¿Cómo le va a Ud. aquí? ¿Le gusta a Ud. el país?» -le pregunté.

-«¡Oh! esto no va tan mal», opinó el hombre «estamos sanos y tenemos cómo vivir, si todo quisiera seguir creciendo aquí».

-«¿Que creciera en forma?». -Esta era una nueva dificultad, pues hasta ahora lo único que hablaba a favor de la colonia, era la inaudita fertilidad y fecundidad de su suelo, con el cual apenas tiene uno que comprometerse en una estación, y ya se puede plantar y cosechar todo el año, «pero, por Dios, vosotros», le objeté al hombre, «no podéis quejaros del crecimiento». La caña de azúcar crece en seis   —140→   meses, el maíz en cuatro, los plátanos ofrecen sus frutos en un año, frutos verdaderamente maravillosos y crece entretanto un árbol de dieciocho pies o un tronco de doce a catorce pulgadas de diámetro».

-«Sí, claro está», apuntó el tirolés, «si crece, porque si creciera tan lentamente como en el Tirol, tendríamos que morirnos de hambre».

Contra esto no había nada que objetar, el hombre parecía decirlo seriamente y parecía creerlo él mismo. La vegetación exuberante que lo rodeaba, no podía enseñarle nada nuevo ni mejor.

Un poco más lejos vivía otro tirolés, en cuya casa no llegué a entrar, pues tenía fama de ser «la oveja negra» en la comunidad. Como la historia de muchos, la suya era la del «voluntario» que había emigrado a América; «he left his country for his country's good», o lo que da lo mismo: la comunidad en la que vive paga los gastos de viaje hasta el puerto de embarque, a prorrata para dejarlo libre, ya que él había causado bastante cuidado y molestias.

En la colonia el mozo perpetró nuevamente, una gran cantidad de trastadas y se hizo responsable de malversaciones. Pocos días después, una inglesa cuyo marido estaba en Cerro de Pasco, lo había golpeado en el campo, con un palo. La colonia quería librarse de él, y se recurrió al «Gobernador», ante quien se hizo la solicitud.

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Pasamos a otros lugares, caminando un cuarto de hora a través del bosque, sin que se encontrara ningún colono. La colonia de los renanos estaba situada un poco más lejos. El valle se anchaba aquí bastante más. Pronto descubrí que mis compatriotas renanos no les iban a la zaga, en aplicación, a los tiroleses. Sus pequeñas pertenencias habían sido   —141→   trabajadas denodadamente, muchos acres de terreno limpiados y las cosechas eran excelentes.

Sólo un hombre parecía haberse quedado a la zaga de los demás. Había cultivado muy poco, ostensiblemente menos que los restantes y su cosecha tampoco tuvo la abundancia de otros, en materia de víveres. Él no tenía en realidad la culpa de su constitución enfermiza: sufriendo casi todo el tiempo, no podía trabajar sino lo indispensable.

Llegué a las últimas pertenencias, donde gente que tenía varios hijos crecidos, por lo cual estaban en condiciones de trabajar su pequeña propiedad totalmente. Cultivaban la mayor parte del terreno, vastas extensiones con cultivos de maíz, arroz, tabaco, caña de azúcar, café y plátanos. Se hallaban completamente bien y satisfechos con sus nuevas condiciones.

En Alemania habían sido muy pobres. Como ellos mismos me dijeron, no salían de sus deudas y tribulaciones, viendo desaparecer diariamente lo poco que todavía podían considerar como propio. En cambio aquí encontraban que día a día mejoraban sus perspectivas; su situación estaba libre de preocupaciones, y sus hijos avanzaban hacia un futuro venturoso y seguro.

El vecino más pobre y enfermizo que vivía algo apartado del camino, vino a visitarlos cuando yo me encontraba allí. Lo que dijo sobre sí mismo, es conmovedor: «Yo estoy enfermo y en la miseria y es posible que tenga que vivir sólo muy poco tiempo; si yo supiera que debo morir mañana, me iría tranquilo y contento del mundo, pues sé ahora que mis hijos no tendrán que mendigar después de mi muerte, como hubiera sido el caso en Alemania. Todavía no se ha hecho gran cosa en mi pequeña chagra, aunque sí lo suficiente como para mantenernos con vida a todos, y sí después se aplicaran a medias, podrían fácilmente hacer algo importante».

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Esto no era un cumplimiento en Alemania, pero sí lo suficientemente característico dada las condiciones actuales de los colonos alemanes.

Casi todos se encuentran corporalmente bien, con excepción de uno, lo que se hace más visible al foráneo cuanto que es imposible ocultarlo: casi todos ellos tienen, con muy raras excepciones, bocios muy regulares.

Tal cosa no me llamó tanto la atención entre los tiroleses, pues supe que en Estiria el bocio es corriente, y creía entonces que la gente hubiera traído consigo este apéndice superfluo. Mas cuando hube atravesado la frontera de los renanos -un claro y pequeño torrente-, encontré allí lo mismo, el bocio lo habían adquirido después de instalarse en el Pozuzu y muchos de ellos sólo a partir de este año. Algunos no querían ni siquiera confesar que se trataba realmente de un bocio, creían solamente que «no podían abotonarse el cuello de su camisa». Pero el bocio estaba allí y no se le podía negar, presintiéndose que su origen residía en el agua que bebían.

Hasta en los niños podía descubrirse la presencia de los cuellos gruesos, y en muchos, completamente pronunciados, no estando libre de ello casi ningún adulto. Como uno se acostumbra a todo con el tiempo, parecía que el bocio no les causaba a los colonos ninguna incomodidad, especialmente porque nadie tenía que avergonzarse ante el otro, por lo cual no se quejaban.

He mencionado anteriormente que era posible encontrar leche y mantequilla en toda la colonia. Pero las vacas que allí se criaban no habían sido proporcionadas por el gobierno peruano, sino por la liberalidad de un compatriota alemán (hamburgués, si no me equivoco), apellidado Renner, radicado en Lima donde ha labrado su fortuna.

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De la manera más altruista y noble acogió a los colonos alemanes, no sólo con palabras, sino de hecho, dándoles lo mejor que se podía dar a un hombre en esos tiempos: leche para sus mujeres y sus hijos.

Invirtió un capital con el cual, cada familia, o mejor aún, cada colono debía recibir una vaca, un par de chanchos y un par de cabras. Familias más grandes recibían hasta dos vacas, llegando a fundar el primer plantel de vacas en la colonia. Se aseguró así, el agradecimiento de toda esta pobre gente, a la que procuró con ello un beneficio indescriptible. Hubo grandes dificultades para conducir al Pozuzu las vacas obsequiadas, que fueron compradas en Huánuco, no obstante de que se condujeron cuando habían descendido las aguas. Una canoa cargada con veinticinco chanchitos se estrelló contra las peñas y se hizo pedazos, al extremo de que los indios que conducían la barca, apenas pudieron salvarse. Todo lo demás llegó felizmente al otro lado y al parecer las vacas y los chanchos se encontraban perfectamente.

La cría de chanchos no iba del todo bien. De manera extraña, los marranitos no podían crecer y morían muy pronto. Sólo unos pocos vivían para seguir multiplicando el tronco ya logrado, en tanto que los que habían sido trasladados ya adultos se encontraban en inmejorables condiciones.

La cría de cabras resultó un completo fracaso por el clima caliente del valle. La mayor parte murió a los pocos días de haber llegado y otras quedaron tan postradas, que se les degolló sin más trámites. El clima no les convenía en lo más mínimo y en los montes donde se hubieran encontrado mejor, no podían trepar por la densidad de la arboleda.

Constituye un grave perjuicio para la colonia no tener ningún prado para las vacas. Las pocas vacas que tienen son   —144→   mantenidas en el encierro y alimentadas allí con forraje. Los colonos pretenden hacer un prado para unas pocas vacas rozando la tierra en la cima del monte. Lo cual presenta dificultades y trabajo. Abajo en el establo prosperan las vacas en forma excelente alimentándolas con maíz y otros forrajes en cantidad suficiente. Para el resto se puede utilizar otro sistema.

En la última casa encontré lo que faltaba en las otras instalaciones. Los jóvenes solían ir de cacería con mucho gusto, conseguían en las proximidades chanchos salvajes y una especie de perdiz; todo ello en cantidades suficientes como para recompensar la tarea.

El tapir se detiene también aquí y deja estampadas sus huellas en el blando suelo. Los indios lo llaman «la gran bestia». Parece que su carne es muy sabrosa. Como deja su guarida, profundamente oculta, sólo en las noches se hace visible a los cazadores, o casualmente en el día. Hace algún tiempo fue cogido en las proximidades de Pozuzu un tapir tierno y enviado como una rareza a Cerro de Pasco, a 14.500 pies sobre el nivel del mar. Como es natural, no pudo soportar el aire delgado y frío de ese lugar y se murió al día siguiente.

La iglesia es un sencillo edificio de madera, ubicada bastante cerca del centro de la colonia, de manera que a ninguno de los colonos le parece lejos el templo. El cura es un tirolés, y a juzgar por lo que he podido conocer de él, es un hombre correcto y razonable que parece ser muy apreciado por sus feligreses. No podría subsistir ni en el Pozuzu una colonia alemana sin pendencias. Las disputas hasta este momento se han limitado a cosas sin importancia y las asperezas han sido limadas por el párroco. Los renanos y los tiroleses han aprendido a conocerse mejor aquí, aunque no más que en el obligado y estrecho contacto mutuo a bordo del barco, tolerándose mucho más ahora. Las pendencias   —145→   han sido entre los de la misma nacionalidad, pero no de unas contra otras.

Cuentan con su autoridad civil para allanar desavenencias eventuales. Como autoridad superior en el Pozuzu, es reconocido el Gobernador, un fracasado especulador en minas, a quien sus amigos le confiaron este puesto con un sueldo de 50 dólares mensuales, sin hacer nada. Los alemanes habían elegido dos llamados burgomaestres, uno para los renanos y otro para los tiroleses, los que, en casos de suma dificultad, hacen representación conjunta y junto con el párroco, constituyen un tribunal de tres. Este sistema se ha conservado ventajosamente hasta ahora y demostrado su eficacia.

Fue más perjudicial para ellos el nombramiento, por parte del gobierno, del Gobernador como «Director del Camino», puesto creado exclusivamente para el fin de que obtuviera 50 pesos más, sin que supiera lo más mínimo en materia de construcción de caminos o se diera algún trabajo al respecto. Él mismo me dijo alguna vez que no iría nunca donde no pudiera ir montado, lo que vale decir que nunca dejaría su casa, ya que en Pozuzu no hay ni caballos, ni mulas, ni asnos. Los 50 pesos que gastaba el Gobierno para provecho de la colonia, eran tirados por la ventana.

Todas las quejas que escuché de los colonos, en mi último viaje, estaban dirigidas no contra el gobierno de Lima, sino contra los empleados subalternos. La gente sabía que se había concedido dinero suficiente para su colonia, pero reclamaban con justicia de que se hubiera dejado a los empleados subalternos sin control alguno, quienes podían hacer lo que quisieran, sin que ninguna de las quejas llegase a oídos del Presidente.

La causa era bastante clara. Nada les parecía más inoportuno a los ministros que oír de aquellos asuntos en los   —146→   cuales quizás ellos mismos estaban enredados, o de aquellos otros, que de ser expresados, podrían causar revuelo, siendo por ello más cómodo, permanecer con la boca sellada. Así por ejemplo, se prometió a la gente transportarles sus efectos a un lugar y sitio seguros, en cuanto se establecieron en el Pozuzu. Esto, como todo lo demás, se hizo sin la inspección del gobierno, de suerte que la gentuza peruana, en cuya vecindad habían vivido los pobres emigrantes alemanes, saqueó los bienes de éstos, tanto como pudieron, apenas los propietarios volvieron las espaldas. De esta manera le fueron robados a uno de los colonos sus bienes, contenidos en quince cofres y cajones, sin que hasta ahora haya podido recuperar lo menor.

Lo que vino a ocasionar a los colonos un daño especial con la construcción de su camino, fue que la mayor parte de los empleados subalternos tenían sus propiedades en el fértil valle de Huánuco, o por lo menos, las tenían sus íntimos amigos, era cuestión vital para ellos, impedir que al crecer la colonia, ésta llegase a ser independiente por medio de una comunicación directa con la ciudad más próxima: Cerro de Pasco. Por eso, cada vez que se emprendía la construcción del camino (había sido comenzado en tres sitios diferentes), era frustrado por las intrigas de los hacendados de Huánuco. Los trabajadores llegaron a ser mandados cierta vez por militares, pero lograron lo que querían, que el único camino viable (Dios sabe si era bastante malo), condujera del Pozuzu a Huánuco, desviándolo veinte leguas de la dirección de Cerro de Pasco.

Las mercaderías que los colonos necesitaban con urgencia, tenían que ser compradas en Huánuco y no en Cerro de Pasco, pese a que los comerciantes de Huánuco las adquirían en Cerro. Tenían que pagar, como es natural el doble precio por ellas. Sus productos además, no tenían valor en Huánuco, toda vez que en este valle se producía lo mismo que en el Pozuzu.

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Los colonos estaban convencidos de que el Presidente ignoraba estas condiciones, pero les prometí que en cuanto llegase a Lima iría a buscar al Presidente para exponerle honradamente y sin reservas el estado de las cosas. Éste era el único medio para encontrar socorro a tanta desventura. El Presidente había amparado a la colonia alemana, costándole al Estado mucho dinero instalarla allí, no podía serle indiferente, por lo tanto, que tratada de esta manera, vegetara simplemente, sin que le produjera provecho al Estado peruano como si estuviera fuera del mundo.

Por esta causa no había en toda la colonia ni siquiera un dólar en efectivo, con excepción de los que recibían como sueldo el gobernador y el párroco. Los sacerdotes son pagados por el Estado y cada uno de ellos recibe 50 seguros pesos de sueldo al mes. Sueldo que como él mismo no trabaja en el campo, devuelve buena parte en jornales. Los colonos sólo pueden ganar de vez en cuando un par de pesos cuando van a donde el cura para trabajar por corto tiempo como jornaleros, cosa que ocurre cuando necesitan dinero urgentemente.

Con los colonos vinieron desde el otro lado del mar dos sacerdotes. Uno de ellos consideró que era más provechoso vivir de su propio trabajo, diciendo misas particulares, imaginándose que con eso ganaría más dinero. En todo caso, uno es suficiente para la colonia y está en condición de asistir a los vecinos peruanos, ya que se ha familiarizado rápidamente con el idioma español, el que habla y escribe fluidamente.

En este alejado valle, el sacerdote también es un gran auxiliar para los indios avecindados, pues todos pertenecen a la iglesia católica, observando ante todo las formas. Todos estos grupos étnicos trasvasan una parte de sus antiguas creencias a las nuevas, y el sacerdote debe tener tacto para tratar con ellos. Con gusto extraordinario manda decir   —148→   misas para sus muertos, o por lo menos simples rezos o responsos, en los cuales debe ser pronunciado, clara y distintamente el nombre del desaparecido. Aun esto no los satisface completamente. Consideran imprescindible para que no haya posibilidad de ningún malentendido, que una parte del muerto esté presente durante las oraciones. Algunas veces se contentan con una pieza del vestido que él ha llevado; pero estiman que es mucho más operante el rezo, cuando está presente una parte del cuerpo del cadáver. Poco antes de que llegase a Pozuzu, uno de los indios de la vecindad abordó al cura para pedirle dijera una misa por un pariente fallecido, habiendo traído para el objeto el cráneo del muerto, envuelto en un trapo.

Es así como la colonia, creando casi todo lo que necesitaba, llegó a formar para sí un mundo cerrado. La gente podía confeccionarse sus trajes y zapatos, así tuviesen urgentes trabajos en el campo. El algodón se producía excelentemente. El bosque les proporcionaba los elementos de curtiembre indispensables para curtir las pieles y fabricar sus zapatos. Trasladados del Tirol al trópico, desconocían una serie de recursos y riquezas puestos por la naturaleza a su disposición y que fue necesario aprendieran a utilizar.

Es así como fueron abatidas las plantas silvestres del cacao, sin que las conociesen. El gobernador, que sabía algo más, aunque no lo suficiente, hizo una plantación de troncos tiernos en el campo, a pleno sol. Como es natural, todas estas plantas murieron, lo cual interrumpió todo intento posterior, pensando que el clima no era conveniente para el cacao. Pude darles informes completos acerca del cacao ya que lo había conocido en todo su desarrollo en el Ecuador. Las nuevas tentativas que los colonos hicieron con esta planta remunerativa, más tarde, produjeron excelentes resultados.

La cáscara del cacao ofrece, además, una excelente   —149→   materia para curtir, que los colonos pudieron aprovechar muy bien.

El tabaco se produce espléndidamente en Pozuzu, mas por desgracia los colonos han comenzado con semillas muy malas, semilla de tabaco que los tiroleses habían traído consigo de su tierra, la cual producía sólo un tabaco ligero y mediocre. Estoy convencido de que con una buena semilla de habanos, podrían obtener una hoja buena y fuerte, aunque no equivalente al de las Indias orientales. Es extraño obtener en América del Sur un buen tabaco aromático, hasta el mejor de Nueva Granada, Ecuador, Ambalema y Esmeraldas, no resiste la comparación con el Domingo, y aunque de agradable sabor, es no obstante sin contenido.

La coca crece estupendamente bien en Pozuzu. Esta planta característica constituye el principal medio de existencia del indio peruano y de los nativos y que puede constituirse en uno de los principales productos de exportación de Pozuzu.

Es evidentemente, una ventaja para los colonos la ausencia de tabernas. En cambio, cada familia cultiva una pequeña parcela con caña de azúcar, con cuyo zumo elaboran azúcar para el café y preparan su guarapo. En cuanto se abra un camino directo a Cerro de Pasco y puedan vender sus productos al contado, aparecerá con seguridad una taberna, en donde volverán a sacarles la plata sonante o por lo menos una parte de ella.

Creí que entre tantos tiroleses encontraría un par de expertos tocadores de cítara que me harían disfrutar mucho. Tal como me dijeron, un par de ellos vino a la casa; mas los jóvenes habían abandonado la colonia, justamente cuando ella estaba en apuros y los casados tal como suele ocurrir siempre ya no tocaban la cítara. Sólo uno de estos antiguos instrumentos había quedado allí, con sus cuatro o   —150→   cinco cuerdas templadas, en casa de Gstier, cerca del hogar «a fin de protegerla del aire húmedo». Estaba negra, cubierta de hollín y ronca, negándose obstinadamente a tomar su antiguo temple.

Permanecí una semana en la colonia e hice varias excursiones pequeñas a las diversas «chagras»; en todas partes se me acogía con igual cordialidad y el mayor gusto que podía proporcionarles, era hacer un buen consumo en su casa y pernoctar con ellos. Casi todos, me contaban la historia de su vida, las cuales eran tan sencillas y a veces tan conmovedoras.

En todas partes, siempre la misma y antigua canción. Trabajo y Deudas, de las que no podían escapar y las que año a año, se iban amontonando sobre su cabeza. ¿De qué servía que lucharan contra ello? Todo lo más que podían hacer, era sostenerse en el agua, mientras la corriente los iba arrastrando cada vez más lejos. «Hemos emigrado aquí», -sonaba el conocido refrán-, «sabíamos que no podía irnos peor, y aunque no amontonamos aquí ningún tesoro, tenemos, con todo, de qué vivir».

Qué suerte iban a correr, es cosa que no podían saberlo exactamente. Los niños, crecían un poco a la diabla; no había para ellos una escuela. El párroco enseñaba a los niños en forma muy irregular y apenas lo imprescindible. Había, no obstante, un maestro en la colonia, que había venido de la región del Rhin y a quien habían elegido los renanos como burgomaestre. Pudo haber estado muy aburrido con su puesto de maestro en Alemania (cosa que ahora no la tomo a mal), lo cierto es que no parecía dispuesto a comenzar con las mismas torturas en el Perú.

Con todo, los niños aprendían, trabajaban y escribían un poco. Por añadidura leían y sumaban. Ya se puede calcular el resto. Mientras iban creciendo, los campos también   —151→   crecían en torno de ellos, y los padres, en tanto aseguraban el bienestar de las nuevas generaciones, se enfrentaban a una vejez sin preocupaciones, con tranquilidad. No podían ser más productivos sus esfuerzos.

Me causó una pena verdadera cuando hube de despedirme de estas buenas gentes. Me había costado mucho trabajo y mucho dinero buscarlos en su soledad y se presentaba ante mí un difícil regreso hasta llegar nuevamente a Lima, pero no me atormentaba ningún remordimiento de conciencia, de haber empleado así mi tiempo, pues estoy persuadido de que mi presencia les fue útil desde diversos puntos de vista y de que conservarán un recuerdo amistoso de mi persona.



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