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Libro cuarto


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Capítulo I

Propone su madre a Pedro Saputo que se case. Revelación importante


¡Qué lástima que Pedro Saputo pasase de los diecisiete o dieciocho años aún de la edad que tenía cuando salió del convento! ¡Qué cosas tan amables habría en su vida! Porque lo que es él no necesitaba más barbas, más tempero ni madurez: era un gran músico, un buen pintor, literato, filósofo, muy robusto y esforzado, hombre perfecto, hombre completo y hecho de todos modos. Es verdad que como los demás hubieran ido envejeciendo, no hubiese podido tener siempre unos mismos amores, y se viera obligado a dejar los que se iban de edad, y tomar los que fuesen viniendo. Mas esto a él ¿qué se le podía dar?; algo, ya lo veo; porque ni el corazón del hombre es ése ni hay verdadero amor sin estimación, ni estimación sin virtud, y la virtud sigue todas las edades. Peor sería aún si había hijos, porque éstos crecerían, barbarían, y se harían hombres, y el padre se quedaría detrás de ellos y muchacho siempre. Vaya, no puede ser, no estaría bien, es disparate pensarlo; mejor es lo que ahora usamos.

Por otra parte, ¡ser siempre joven!, ¡no pasar nunca los veinte años! ¡Ay, qué bueno sería, dirá aquí alguna muchacha pasada ya de esa edad o asomando a ella! ¡Ay, qué bueno! Pues mira, lector, di a esa muchacha, o entiéndelo tú que lees, la joven de los cuatro lustros, o los que tengas, que si en mi mano estuviera nunca seríais viejas, sin que sea lisonja parecéis mejor y nos gustáis más de jóvenes. En llegando que llegaseis al aspecto medio y de tránsito que dan los treinta y cuatro o treinta y cinco a la mujer, os pararía allí y no seríais más feas. Sí que ha pasado ya la juventud y se fue el color de rosa, y la viveza de los ojos y la lisura de la tez, y el aire y la amabilidad de los años de las gracias. Pero aún no sois feas. ¿Qué más queríais? Hablad a los diez años más, y diréis: ¡ay si aquéllos fueran! Pero no se me ha dado semejante encargo; lo siento, y más no poderlo remediar. Conque admitid la voluntad o alcanzadme licencia para serviros.

Hemos llegado al libro cuarto de la vida de Pedro Saputo, en el cual es ya hombre de más serios pensamientos, ya no hedía a las mantillas, y ya no faltaría quien muy pronto le diese una sofrenada y le dijese: hola, mozo; mira que eres hombre. Sino que es el caso que yo, como le quiero tanto y era él tan vivo y diabólico de muchacho, siento que no lo sea siempre y hayamos de tratar de cosas tan formales como van a ser las que apuntan y siguen. Con todo, él es el mismo, y yo también, y así ni él dejará de obrar como quien era, ni yo de escribir como he escrito hasta ahora. Conque, ¡arredro, tristeza!, ¡oste allá, pesares del alma! Buen ánimo y continuemos.

Aquel invierno lo pasó Pedro Saputo en su lugar, dedicándose al estudio principalmente y no olvidando la pintura y la música. Los ratos libres descansaba en la conversación de Eulalia que con tan buen maestro llegó a ser la muchacha más discreta y amable de la tierra. No dejaba de creerse digna del mismo favor la hija de su madrina, porque era también muy amable, graciosísima, bonita, garbosa, entendida, aunque inocente, y un verdadero diamante labrado, y labrado por tales manos; y le quería mucho igualmente, habiéndola inclinado su misma madre al amor de Pedro Saputo con propósito de que la amistad de los padres se llegase a estrechar del todo con la unión de los hijos y quedasen las dos casas hechas una sola. Él conociéndolo, contemplaba y alegraba a su hermanita, pero la parte principal siempre era para Eulalia.

Su madre, en fin, después de haberlo pensado muchas veces y retraídose otras tantas por temor de su respuesta, se determinó a insinuarle que su deseo sería verle casado, y en el estado que ya a su edad convenía más que otro. Y le añadió que en el pueblo mismo podría casar muy bien, porque demás que el que casa en su pueblo ni engaña ni le engañan, yo sé, dijo, que hay quien te quiere y piensa en ti más de lo que tú acertarás a imaginarte. De Eulalia tú sabrás a lo que está dispuesta, habiendo dicho siempre en su familia y públicamente que te quería tanto que jamás querría a otro hombre, porque no lo podía haber ya digno de ella después de haberte conocido a ti y merecido tu amor. Gala, sí, hijo mío, gala está haciendo, con ser hija de un hidalgo que tú sabes lo entonado que era, del amor con que te quiere y dice que tú le correspondes. Y lo que es más, nadie murmura de ella sino que aún parece que todos la quieren más por esta resolución y desenfado. De las demás del pueblo, grandes, chicas y medianas, quizá te costaría más pedillas que alcanzar el sí de ellas y de los padres; porque yo sé cómo me saludan, yo sé lo que me favorecen, tratándome como su igual aun las más engreídas, visitándome y alegrándose cuando yo las visito. No sé lo que es; pero aun para criadas se me han brindado muchachas de casas harto decentes. Mas entre todas me parece que a quien te puedes dirigir es a la hija de tu madrina, a tu hermanita, a esa Rosa que lo es verdaderamente y a quien su madre ha criado como adrede para ti, y ella merece un hombre como tú, porque es un ángel como ves de hermosa y amable, siempre alegre y natural, viva, dócil y graciosa, advertida, siempre llevando la gloria en sus ojos y en aquel rostro que no sé si habrás mirado bien, pero que sin hablar dice mucho, con un corazón puro y tierno, y un pensamiento florido; que bien dichoso será, hijo mío, bien dichoso al que ella abra su pecho y se le entregue del todo.

Pedro Saputo le contestó: -Cosa natural es que vos, señora madre, me hayades propuesto que tome estado. No obstante, a mí me parece que todavía soy joven. ¿Qué son veinticuatro años para un hombre, y aún no cumplidos? Y para mí son menos que para otros. También creo que conocéis poco el corazón humano si tomáis por más que una simple enhorabuena los obsequios que os hacen en las casas principales del lugar, no probaré yo si son otra cosa. Y entre tantas muchachas como vos me encontráis, no me atrevería a hablar de enlace sino a dos, la una porque está conocido el buen deseo de su familia, que es mi hermanita Rosa; la otra, Eulalia, porque rompería por todos los inconvenientes y despreciaría la contradicción de los suyos. Pero no nos engañemos, buena madre y señora mía; yo como Pedro Saputo soy bien recibido donde quiero, y las jóvenes, lo que es por ellas, repararán poco en una vanidad o soberbia que no dice al corazón; pero tienen padres, tienen deudos que no pueden dejar de pensar al uso del tiempo; y sin un arrojo un poco estrepitoso me atrevo a decir que aun de esas mismas, si no es Rosa, habría alguna dificultad para ver nuera en vuestra casa. Y la paz después duraría o no, y lo mismo el contento. El mundo se gobierna por preocupaciones y no por razón; y dígase también que hay preocupaciones necesarias, siéndolo unas en unos tiempos, otras en otros, y algunas convenientes en todos, porque tocan al alma misma de la sociedad. En fin, señora y madre mía, os lo diré sin rodeos: me sobran bienes, o a lo menos tengo bastantes y puedo aumentallos fácilmente; pero me falta nombre y familia, y no debemos cometer la temeridad de buscar desaires o disgustos que nos duelan y ofendan. De Rosa hablaré más en particular a su tiempo.

Su madre le entendió y dijo: -Hablas, hijo mío, como lo que eres y te llama el mundo. Es verdad, tienes razón, por tu desgracia y la mía... Y aquí se puso a llorar y no pudo decir más. -No lloréis, madre, le dijo él; pensad que nada os falta, y que tenéis un hijo que os adora y nada echa de menos en su condición. -Sí, hijo, sí, ya lo veo, respondió ella; pero ya que hemos tocado este punto, y eres tan prudente, quiero que sepas lo que hasta ahora no me había atrevido a decirte:

-Yo entraba en casa una tarde de invierno muy fría y tempestuosa, y al mismo tiempo acertó a entrar en el pueblo y pasar por allí un caballero, me miró con atención, paró el caballo, y como vio que yo me avergonzaba e iba a cerrar la puerta, me llamó y pidió posada para un rato, pues todavía quería pasar del pueblo, no más que calentarnos, dijo, y tomar un bocado. Yo le dije que se apeara y entrara en mi casa si gustaba, pero que sentía fuese tan poco digna del tal huésped ni como había menester en el estado que le veía; porque venía arrecido y entumido de frío. Él se apeó, subió, se calentó, comió algo, y mandaba al criado sacar al caballo; cuando mirando por la ventana vio el tiempo cruel y dijo: no importa la vida ni la hacienda, amable huéspeda mía; yo a nadie conozco ni he de ver en este lugar, si no os he de ser molesto, me quedaría aquí esta noche. Yo llena de confusión por mi mal ajuar, le dije que mirase lo que hacía; que no era casa donde pudiese estar a gusto y cómodamente, porque la buena voluntad con que yo le serviría no suplía otras faltas. Y se mostró muy satisfecho y contento.

Al día siguiente nevó y ventisqueó sin parar y no salió de casa. Al otro día hizo un viento que se llevaba los tejados y un frío que no se podía vivir sino encima de los tizones; y habiendo enviado el criado a por agua porque no quiso que yo fuese, me dijo: -¿Conque sois pupila? -Sí, señor. -¿Y soltera? -Sí, señor. -¿Y honrada? -Ya lo veis. -Pues yo, dijo entonces, soy mozo y caballero, huérfano también de madre, y voy a seguir el consejo de mi padre, que es un hombre muy sabio. ¿Queréis veniros conmigo? -No, señor, y perdonad, le respondí yo. -No seréis mi criada, sino señora de mi casa. -Os doy las gracias, le dije temblando, pero mis padres me encargaron mucho la honestidad y no me dejaron otros bienes. -No os turbéis, digna doncella, me dijo entonces grave y amoroso. Dios me ha hecho entrar en esta casa llamándome con vuestra modestia y la nobleza de corazón que vi en vuestras miradas y palabras. Los lazos más ocultos que me tienen sujeto a vuestro lado son muy fuertes, creedlo, y quiero que sean visibles y más fuertes aún de otro modo; son del corazón, y quiero que sean también de la ley. Dadme la mano. Y diciendo así me tomó la mano y dijo: -Sois mi esposa. Yo estaba tan fuera de mí, que no podía hablar y no le contestaba. Y él me dijo: -Hablad o apretarme al menos la mano. ¿Admitís la mía? Yo se la apreté y creo que dije «señor». Entonces me abrazó, y me creí, hijo mío, me creí su esposa... Aquí volvió a llorar la infeliz, y luego prosiguió diciendo: y con esto se detuvo un día más, ¡y fui tu madre!... No pudo continuar la pobrecilla, y su hijo la dejó llorar un poco, y luego la conhortó y dijo con mucho amor, que acabase su historia, porque la oía con mucho gusto. -No tengo más que decir, respondió su madre, sino que el caballero me dejó cuarenta escudos y se fue prometiéndome volver dentro de un mes, pero sin decirme cómo se llamaba ni de dónde era. Todo, hijo, me parece un sueño; y si tú no hubieses nacido por sueño lo tendría. Porque si no ¿cómo un hombre tan formal y virtuoso engañara así a una infeliz en pago de haberle recibido en mi casa? ¡Y te le pareces tanto!

Pensó un poco Pedro Saputo y dijo: -No os desconsoléis; aquel caballero no os engañó, no podía engañaros, sino que o murió o le sobrevino alguna desgracia, sea como quiera, que no le ha permitido volver a los brazos de una esposa que tan libremente y con tanta reflexión tomó del modo que habéis referido. No lloréis, no penséis más en esto; consolaos y sed feliz como lo habéis sido hasta ahora. Dejadlo todo, y alegrad vuestra imaginación con el bien y estado presente, que tantas otras envidian, como vos misma veis. Y en cuanto a mi casamiento no estéis solícita, que ya lo iré yo pensando, y veremos lo que nos estará mejor, puesto que no hay cosa que nos apremie.

Consolóse su madre, y no se habló más en el asunto. Acordóse en verdad Pedro Saputo de lo que había oído del padre que le daban, que hasta príncipe lo creían algunos, y de buena gana le hubiese hecho algunas preguntas a su madre; pero tuvo por más conveniente no seguir una curiosidad quizás inútil y no del todo bien vista en un hijo con su madre.




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Capítulo II

De cómo Juanita llamó a Pedro Saputo. Descúbrese un gran secreto


Pues señor, esto va su camino, pero muy aprisa, a escape, a las cuatro sucias. Por supuesto que el lector siempre habrá creído que el libro se había de acabar; pues bien, que lo sienta o no corre a su fin, y se va a recibir y cerrar al arco; y si otro arco es, mírale ya doblado y buscándose los dos cabos para tocarse y quedar hecho un círculo perfecto. O de otro modo, aquí la cumbre y aquí el principio del descenso.

Estando un día cenando Pedro Saputo llegó un criado de Juanita con una carta en que le suplicaba fuese allá inmediatamente, pues le necesitaba, y que procurase llegar entre las nueve y once de la mañana. Era el primer favor, la primera merced, la primera gracia y firmeza que le pedía aquella vieja amiga, a la cual como asimismo a Paulina, ya conoce el lector que no podía él negar nada, pero llamándole tan adrede y con tal urgencia, del cementerio se hubiese levantado para servirla. Partió allá, pues, y dispuso la jornada de modo que llegó a la hora prevenida. Encontró a Juanita vestida de luto, aunque en el semblante vio que era por los vivos y no por el muerto. Y en efecto, le dijo que quien se había muerto para descanso de todos, de un benéfico tabardillo, era su buena gloriosísima suegra, mujer (añadió) de la raza de las harpías o hermana de las furias, a quien de derecho tocaba por marido un cancerbero, y se llevó un ángel, si los hay entre los hombres casados. Bien que tuvo culpa un descuido. En fin, ha muerto, no le roamos los huesos; Dios la haya perdonado; y vamos al caso antes que venga mi suegro.

-Te he llamado porque te necesito. Yo he vivido con una suegra y primero me freirían viva que sufra otra. ¡Ay si supieras lo que he padecido con ella! Tres meses que murió, y otros tantos hace que se descansa y vive en esta casa; porque no padecía yo sola, sino todos; y válganos la prudencia y amabilidad de mi suegro, si no, yo al menos ya me hubiese secado y muerto. Mi marido no tiene el talento de su padre. Pues bien, tengo barruntos de que este hombre, no escarmentado aún de mujer, trata de casarse. ¡Malditos sean los hombres y las mujeres! Y desde que he conocido su idea ha perdido mucho en mi opinión, porque no es de sabios casarse dos veces teniendo hijos y casa; hijos buenos, quiero decir, como nosotros que besamos la tierra que él pisa, de amor y respeto que le tenemos; y casa llena de todas las bendiciones del cielo. Yo creo que lo trata con el cura del pueblo, que no le aconsejará sino lo mismo que él proponga y quiera, porque sabe más mi suegro, y cuando el cura levanta el pie, ya él ha ido y vuelto dos veces. Yo le diré que te conocí de estudiante después de paso en mi pueblo, y que te vimos también en Zaragoza. ¿Le diré quién eres? -Hasta ahora no, respondió Pedro Saputo. -Bien, dijo Juanita; y si te ruega que te estés mañana y más días no seas melindroso. Él te llevará a ver sus campos, y tú le has de disuadir del casamiento, cogiendo bien la ocasión y hablándole como se habla a quien no necesita consejos. La ocasión, si es verdad que tiene ese maldito pensamiento, él mismo te la dará sabiendo ganalle la voluntad, que sí harás, porque no ha de ser él una excepción en el mundo.

En esto llegó un jornalero de casa con el recado de que no aguardasen a comer al amo porque había pasado al pueblo de N. y no vendría hasta la tarde. Era el lugar de Paulina, y dijo Juanita: me alegro; estaremos solos, porque mi marido no viene hasta la noche. Has de saber que como nos tocó la suerte de casarnos cerca, no más de dos leguas de distancia, nos visitamos a menudo, y nosotros hemos hecho amigos a los suegros y las familias. Paulina tiene suegros y cuñadas; pero una buena gente que idolatran en ella, y es la verdadera señora de la casa.

-¿Sabes, Juanita, le dijo Pedro Saputo, que te has vuelto cigarra? Si no acabas, ¿qué he de decirte yo del propósito con que me llamas? Sea mi vez, y escúchame. No me pesa de haber venido, porque tengo el gusto de verte, y después iré a ver también a Paulina. Pero yo no sé si será acertado hablar a tu suegro aunque él me dé pie, que no es regular porque de esas cosas no se hablan sino con personas muy conocidas, con amigos en una palabra, y aun no con todos. Pero no te apures. Si tu suegro tiene la idea de casarse, cree que no estará mal ni a él ni a vosotros. Porque no puede dejar de conocer que vuestra compañía no la mejoraría una mujer extraña y nueva, y perder la vuestra por la de ella sería imprudencia que hombres como él no cometen. -Algún tanto me calma esa reflexión, respondió Juanita; pero siempre tengo aquí dentro una tristeza que no sé lo que me anuncia. Por sí o por no, aprovecha la ocasión si te la da y quítale esa manía de la cabeza; lo seguro es lo seguro.

En todo el día no dijeron sino siempre lo mismo, y no pudo Pedro Saputo sosegar del todo a Juanita, no porque a él le faltasen razones sino porque ella era mujer. Por la tarde no vino tampoco el suegro, sino al día siguiente por la mañana. Díjole Juanita cómo tenía un huésped que había conocido en casa de Paulina en otro tiempo, y que esperaba se alegraría de verlo, pero que aún no se había levantado.

A poco rato fue Juanita al aposento de Pedro Saputo y le dijo: mi suegro acaba de llegar y parece quiere entrar a verte; yo quisiera que fueses tú a su cuarto y acompañarte. Porque, aunque en rigor a él le tocaba visitarte primero, al cabo eres más joven, estás en casa desde ayer y así le harás ver que no sigues una etiqueta vulgar como los hombres vanos e ignorantes.

Entraron, con efecto, a ver al suegro, el cual se entretenía en mirar unos papeles; volvióse al oír la puerta, y viendo a Pedro Saputo se le comenzó a demudar el semblante, contestando con poca atención a sus palabras cuando le saludaba; y sin apartar la vista de su rostro, se sentó e hizo seña a los dos que se sentasen. Juanita sin saber por qué se puso a temblar viendo tan formal y grave a su suegro. Pedro Saputo no estaba tampoco sereno en su interior porque no esperaba aquel recibimiento.

Al cabo de un buen minuto de silencio le preguntó: -¿De dónde sois?, y él respondió: -De Almudévar. -¿De quién sois hijo? -De una mujer. -¿Y vuestro padre? -No lo he conocido. -¿Quién es vuestra madre? -Una infeliz y honrada pupila que fue pobre en su juventud y de un engaño con que la sedujeron tuvo un hijo que ha sabido hacella rica y exaltalla a un estado decente y a la estimación y respeto público. -¿Qué edad tenéis? -Voy a los veinticuatro años. -¿Cómo os llamáis? -Las gentes me llaman Pedro Saputo... Calló un poco el caballero, miró de nuevo a Pedro Saputo, y tosiendo y escombrando la garganta, dijo sosegado y en voz natural, aunque reprimiendo el afecto de la expresión: -¡Sois mi hijo...!, ¡yo soy tu padre! Al concluir de pronunciar estas palabras y viendo a Pedro Saputo inflamado el rostro y levantándose de su asiento, se levantó él también, y se abrazaron con grande amor y sin oírse más palabras que la exclamación de Pedro Saputo cuando dijo: ¡padre mío...!

Juanita se trastornó enteramente, y llena de imaginaciones, turbada, bascosa, pálida y casi sin luz en los ojos se salió fuera y tomó un sorbo de agua, y fue y se dejó caer en la cama; suspiró, sudó, trasudó, se sosegó un poco y dijo: -¡Pedro Saputo hijo de mi suegro! ¡Pedro Saputo hermano de mi marido! ¡Y cuñado mío! ¡Paulina! ¡Qué dirás cuando lo sepas! Suspiró de nuevo otra y otra vez, y fijó el pensamiento en Paulina, se levantó, escribió muy aprisa dos líneas en que le decía que en su casa estaban pasando muy graves acontecimientos, no todos de buen agüero, y que por Dios viniese corriendo; llamó a un criado, le envió allá de propio, y se volvió al cuarto de la grande escena.

Miró entonces al hijo y al padre, y no haciendo caso de lo que hablaban dijo exclamando: ¡tanto que se parecen, y no haber caído! Riéronse los dos, y el padre le preguntó si había mandado recado a su marido; ella dijo que no había pensado, pero que se iba a mandar, como en efecto lo hizo y volvió a ver y mirar mejor a aquellos dos hombres que debiera haber conocido antes a no tener cerrados los ojos.

Vino el hijo, se alegraron mucho, celebraron el día, y después de la siesta llamó el padre a los tres, cerró la puerta y les hizo una larga relación de su vida en lo que tocaba al caso presente. Pero esto pide otro capítulo. Advierto, que en el nombre del caballero hay sus dudas; yo por lo que tengo averiguado le he llamado siempre don Alfonso López de Lúsera: y su hijo mayor, el marido de Juanita, se llamaba don Jaime.




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Capítulo III

Relación del padre de Saputo


Yo, hijos míos (dijo), tuve en mi juventud una vanidad que me ha costado muy cara, pues me quitó la felicidad de la vida, sin sacar de ella por contrapeso otra utilidad que desengañarme de la virtud de las mujeres. Mas no creáis por eso que las condeno o que siento mal de ellas; no pueden ser de otra manera. Aun más: ni convendría que lo fuesen si no se mudaba enteramente el orden de causas en la inclinación que se tienen los dos sexos. También admitiré excepciones si se me piden; o al menos dejaré en su opinión al que las defienda.

Había llegado el término de mis libres entretenimientos en cuya edad, sin embargo, no causé ningún escándalo ni di lugar a feos rumores; pensaba en tomar estado; mas ninguna de las jóvenes que había tratado o conocía me pareció digna de llamarse mi esposa. Mi padre me había dicho que el suyo, es decir, mi abuelo, fue hombre muy sabio y que le habló muchas veces de la condición de los caballeros, de la diferencia de los tiempos, de la mudanza de las costumbres, del olvido de los usos antiguos, todo por causa que ya no estaba en manos de los hombres detener, y cuyos efectos serían aún mayores de sí mismos y por el solo curso de las cosas, porque en un siglo había corrido mucho el mundo y mudándose de modo que no se conocía. Que por consiguiente el hombre que sabía descostarse del vulgo juzgando sanamente de las cosas, y tenía valor para obrar conforme a la razón venciendo las falsas opiniones recibidas, no debía fundar la felicidad en causas ajenas y tal vez contrarias al orden y fin de la naturaleza. Y entre otras muchas consecuencias que de estas reflexiones sacaba, aplicándolas al estado particular de cada uno, decía que en la mujer para casarse no se debía buscar sino dos cosas, talento y agrado; y del nacimiento decía que sin despreciallo de ningún modo, no era de las primeras causas que contribuyen a hacellas más o menos dignas. Así es que mi padre imbuido de estas sabias máximas se casó con una labradora hija de una familia honrada, sí, pero casi pobre, y fue muy feliz con ella; y lo fuimos sus hijos también, porque era mujer muy amable, y solícita y advertida en todo. Y a mí me decía que si me parecía bien una mujer plebeya, no reparase en preferilla a otra de nacimiento, si por sus prendas solas y puramente personales no fuese tan digna como aquélla.

Confieso que esta filosofía de mi padre y de mi abuelo me parecía un poco irregular; pero observando lo que pasaba en muchos matrimonios veía que era la verdadera; y con todo me repugnaba, y aun casi me deshonraba, de vella en mi casa. Ofreciéndoseme en esto un viaje a Zaragoza, y de allí pasar a Huesca, a Casbas y otros pueblos, y no teniendo en Almudévar ningún conocido y acosándome el frío pedí posada a la primera persona que encontré en la calle. Era una muchacha de una presencia agradable que entraba en una casita que me pareció convenía al traje y aire modesto de la persona. Quería sólo pasar un rato; pero la voz de aquella joven, sus respuestas y palabras, siempre naturales, siempre atentas y aun discretas, me detenía y me hacían contar las horas por minutos. Pasóse el día; la mañana siguiente continuó el temporal, y me alegré interiormente, y le dije que si no le era molesto no me iría con aquel mal tiempo. Ella, con una gracia que acabó de prendarme, respondió: «el mal tiempo, señor, le tiene vuestra merced en mi casa; y no en el campo o por los caminos; pero pues a vuestra merced... no se lo parece, lo mismo será engañarse que estar bien en realidad. Ya dije a vuestra merced ayer, que sólo siento no podelle hospedar como desearía; lo demás es cuenta de vuestra merced que lo padece». Esta respuesta, como digo, me encantó de manera, que pasé todo el día observando sus ademanes; y acordándome del consejo de mi padre dije entre mí: a esta muchacha en dos meses la educo yo y levanto a la dignidad del porte que le corresponde en mi casa; es discreta, dócil, naturalmente graciosa y afabilísima; honrada también y cuanto puedo juzgar, y me parece que no me engaño, honesta y recatada. Su apellido ha tenido lustre en Aragón, y no hará disonancia al mío. Ésta es, pues, mi suerte; sigo la filosofía de mis buenos padres y abuelo. Y por algo también me ha traído la Providencia a esta casa. Llaméla entonces, y haciéndole primero algunas preguntas, le dije: no temáis, soy caballero; vuestra virtud merece un premio, y voy a daros el mayor que puedo. Soy libre, miradme; y si no os parezco mal, dadme la mano y sed mi esposa. Ella se turbó, como era natural, y temblaba; yo le tomé la mano, se la apreté y le pregunté: ¿me la dais como yo os la pido?, y respondió llena de agitación y sin poder casi pronunciar las palabras: sí, señor. Me detuve aquel día y parte del siguiente, y continué mi viaje.

Salí de su casa, feliz, glorioso, y mudado en otro hombre. No quise ir a Huesca, sino que me vine vía recta a casa a decir a mi padre lo que había hecho; cuando al llegar me entrega una carta que hacía dos días me aguardaba, en la cual la difunta me decía: «Tengo noticia que has vuelto a Zaragoza, y ya me moría de pena, y más pensando que hace seis meses que no te has dignado venir a verme. Sabe que tu última visita me ha puesto en un estado que yo no puedo ocultar. Si dentro de tres días no vienes, lo descubriré todo a mis padres que ya andan sospechosos; o me corto el cuello o hago desatino, porque estoy desesperada y no puedo disimular más, no haciendo sino llorar y dar a entender mi desgracia.»

Figuraos lo que pasaría en mí con esta nueva tan a deshora llegada. Mi padre al verme sin color y sin voz me preguntó qué era, e yo le di a leer la carta. Leyóla y me dijo: Siento tu disgusto y el de aquella familia; pero todo tiene remedio, si no es mala elección que has hecho, porque el carácter de esa muchacha le dará mal genio y será poco amable de cerca, a no domalla desde el primer día. Ha tenido muy mala educación, o por mejor decir, no ha tenido ninguna; hanla criado a la soberbia y sólo sabe ser soberana, que es, impertinente y necia; y el no ser fea no compensa estos defectos. -Por humillar su soberbia, dije entonces, la quise enamorar de esta manera sin estar yo enamorado de ella. -Pues has sido ignorante, me respondió mi padre; la soberbia del carácter, la altivez del genio, la vanidad y el orgullo, no tienen que ver con la sensibilidad del corazón, si hay honor en el hombre y no ha de publicar aquella flaqueza. Disponte a ir allá; por mi parte estoy resignado a vella de nuera en mi casa, aunque tendremos trabajo con ella.

Partí aquel mismo día; y a poco más de la mitad del camino topé con un hermano de ella que venía a buscarme. Paróseme delante y muy grave me pregunta: -¿Adónde vais, don Alfonso? -A vuestra casa, le respondí. -¿Sabéis lo que pasa en ella? -Lo sé y a eso voy. -Pues vamos. Y sin hablar más palabras en todo el camino llegamos allá. Su padre, hombre un poco duro y áspero, porque la soberbia era innata en aquella familia, me recibió con seriedad, me llevó al cuarto donde estaba su hija llorando, y sin preguntarme nada, sin prevenirme ni decirme nada, me tomó del brazo, me presentó a ella y dijo: -Aquí tienes a tu esposa; dale la mano. Yo le alargué la mano, ella me dio la suya, y dijo el padre: acábense los lloros, o al menos llora con quien ha de consolarte y no conmigo. Yo al vella tan humilde, tan confusa y avergonzada, le dije: -Ten buen ánimo, Vicentita; esta mano es tuya, y este brazo tu escudo. Hoy he de comer contigo en la mesa, y no he de ver correr más lágrimas de esos ojos. Por abreviar; aquella misma noche se arregló todo, y a los seis días caminábamos ya hacia esta casa unidos legítimamente.

Yo, sin embargo, no podía olvidar a tu madre; siempre estaba allá el pensamiento; pero cuando supe que había dado a luz un niño, pensé dar al traste con mi resignación y echarlo todo a barato. Hube de conformarme empero con lo que no tenía remedio, y pretextando no sé qué fui a Huesca, me presenté al señor obispo y le dije lo que pasaba, para suplicarle al fin, como lo hice, que con gran recato y mucho secreto, y valiéndose del cura del pueblo a quien nada se le había de revelar y sí encargar no dijese por qué ni dónde, procurase asistir a tu madre y al hijo, no con mano tan larga que moviese la curiosidad del pueblo, o de un modo poco disimulado, sino con circunspección y prudencia, y haciendo que era favor que ella y el niño merecían; o tomando ocasión de una fiesta; de algún suceso público, de las gracias mismas del niño. Y le dejé mil escudos de plata, mandándoles otros mil a los cinco años. Así se hizo y así procedimos hasta que tú supiste volar; y te ibas y venías del nido a tu cuenta, y campabas por tu respeto; que fue cuando concluiste de pintar la capilla del Carmen. Por el señor obispo supe que la pintabas, y fui a verte y estuve en la capilla como uno de tantos curiosos. Así es que me pareció conocerte, y al fin no dudé que eras tú, disfrazado de estudiante, hallándome casualmente en Berbegal cuando pasasteis, y bien podrás acordarte que de una sola mano hubisteis treinta y seis escudos de plata, y no supisteis de quién venían.

-Me acuerdo, me acuerdo, respondió Pedro Saputo, de ese rasgo de liberalidad; pero estuve bien lejos de imaginar que fuese de mi padre. -Yo pues, continuó don Alfonso, cuando te vi tan aventajado y listo, y que desde niño te llamaban Pedro el Sabio, dije: éste ya no me necesita; ni yo debo hacer más por ahora; a su tiempo será otra cosa. Y desde entonces (no olvidando nunca tu derecho) te encomendé a la providencia, y sólo procuré saber si madre e hijo vivíades, lo cual la misma fama de tu nombre me lo decía. Agora he quedado libre y desde luego determino cumplir mi obligación con tu madre y contigo; y a eso me disponía cuando no sé cómo te has presentado aquí para abrir más fácil camino a este trato, en el cual, Juanita y tú, Jaime, espero no me negaréis vuestra aprobación y consejo. -Yo, respondió Juanita, admito, recibo y abrazo de corazón a este nuevo hermano que me encuentro, y a su madre por mía y por señora en esta casa, así como confieso que si hubiérades pensado en darme otra, quizá lo sintiera más de lo que podría sufrir buenamente. Su marido (el hijo mayor de don Alfonso) dijo lo mismo, y añadió que en lo demás el padre haría lo que quisiese, aprobándolo y dándolo todo por bien desde aquel punto. El padre entonces rebosando amor y consuelo del corazón, abrazó a los tres; y pasadas las demostraciones y satisfacciones primeras de aquel tan extremo caso, dijo el padre a Pedro Saputo: -Agora, hijo, te toca a ti. Quiero que otro rato u otros me cuentes muy por menor y de espacio tu vida, tus travesuras, tus aventuras, que no dudo serán muchas y peregrinas. -Creo que sí, dijo Juanita; dignas serán de saberse, porque según la fama, y aún no debe de decirlo todo, ha de haber cosas muy extraordinarias y gustosísimas de oír en la vida de vuestro hijo y nuestro hermano. Pero para eso, tiempo queda; y cata que oigo caballo o mula a la puerta, y me da el corazón que es mi amiga Paulina a quien escribí que viniese. Voy a recibilla. Mirad hermano, dijo a Pedro Saputo, que no contéis lo que yo he de tener curiosidad de oír, y habríades doble trabajo. No necesitaba él esta advertencia, que entendió muy bien, y caló el pensamiento de Juanita, pues no había de ir a contar las bellaquerías del noviciado ni otras después de aquéllas.




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Capítulo IV

Llega Paulina. Casamiento de los padres


Un reparo estoy viendo que pondrán algunos a esta ilustrísima historia o biografía (no pintoresca por Dios, que malditos sean toda la turba de faramallas pintorescas de nuestra edad, pues hasta el último sacramento de la Iglesia con sus ministerios nos darán al fin pintorescos); digo que un reparo, si caben en este libro, estoy temiendo me pongan, y le quiero satisfacer por quitar dimes y diretes. Por ventura parecerá a algunos que Pedro Saputo encontraba muy dócil y afable al bello sexo. A lo cual no responderé yo por ser parte apasionada; sino que quiero que respondan por mí las mujeres de esta era, que son las mismas de entonces, pero con un poco más de recato, y aun de virtud si me apuran; verdadero recato digno y verdadera virtud; pues siendo más libres para dejarse hablar y tratar de los hombres, no las veo más desenvueltas. Porque es de saber, que en aquel tiempo esto de las visitas y tertulias no se usaba tanto y había más etiqueta; y sobre todo muchas rejas y celosías, mucho encierro, muchas dueñas, y poco ver la calle. Por consiguiente, las doncellas se criaban más miedosas y dengueras; y los jóvenes tenían que volverse brujos para tratar sus amores con ellas. Pero en cambio, porque en este mundo no hay cosa que no le tenga (si no, había de morirse de rabia) contra las dueñas, las rejas, y el retiro, estaban las terceras, las Celestinas, los jardines y los galanteos admitidos; y tal vez las mismas dueñas servían en el oficio. Y como la misma sujeción hacia las niñas más arriscadas, eran las ocasiones más fuertes, buscándolas con todo el peligro y ceguedad de las pasiones, cuando se enamoraban de un hombre que creían de confianza (¡y el amor los cree todos!), entregándose a su solo honor y palabra. ¿De qué es causa la privación? De exceso en el uso de la libertad cuando se logra, y de los objetos de que se nos priva. Pues ahora aplique el lector el refrán, y mire si lo que ha leído en este libro es o no conforme a él y a la verdad de la experiencia.

A más de esto se ha de tener presente que Pedro Saputo era muy galán, muy gracioso y seductor, amable, discreto y bien hablado. ¿Y no es verosímil tanto favor en las mujeres? ¡A que sí, por vida mía! Del cual, sin embargo, no abusó, como se ve en diversas ocasiones en que todo se le ofreció vencido y en la mano. ¿Queda satisfecho el reparo? Pues vamos adelante.

Con efecto, la que llegó (como iba diciendo) era Paulina, que con gran temor y sobresalto y sin más acompañamiento que un criado viejo de su casa se puso en camino apenas recibió la esquela. Y dijo a su amiga al saludarse al pie de la escalera: -Dime lo que hay, porque no hago sino imaginar desdichas todo el camino, y cuando he llegado al ver la casa me ha dado un vuelco el corazón y me late como si le tuviera azogado. -No tanto, no tanto, respondió Juanita; sosiégate; lo que hay es que ahí dentro está nuestro amigo Pedro Saputo; pero ¡Dios mío! ¡Cuando te lo diga! Y en esto acabaron de subir y se entraron en un cuarto. -No me hagas penar, dijo Paulina, porque vengo llena de confusión y desventura. -Y te he dicho que sosiegues, respondió Juanita; nada de lo que piensas; no es eso lo que ocurre. ¡Jesús, qué cosas!, estoy aturdida, no sé lo que me digo ni lo que me hago; se ha descubierto, que es hermano mío. -¡Hermano tuyo!, dijo Paulina muy espantada. -No así a secas hermano mío, continuó Juanita, sino de mi marido, que es lo mismo; es hijo de mi suegro; hijo de mi suegro, sí; ¿qué te parece? ¡Y no haber caído nosotras nunca en la semejanza! Porque ya verás, se parecen mucho. ¡Qué ciegas hemos estado! (y le contó la historia de su suegro). Acabado que hubieron de hacer pasmos y admiraciones entraron en el cuarto, y se aumentó con la llegada de Paulina la satisfacción de aquel día.

Fuese empero al siguiente prometiendo volver con su marido. El padre llamó de nuevo a sus hijos y les dijo cómo pensaba traer a casa a su nueva y primera esposa, cumpliendo con las leyes en cuanto a las formalidades públicas y usos de la Iglesia: que a Pedro, como el hijo segundo, le destinaba los bienes libres y algún dinero para fundalle casa; y que sin aguardar más, si les pareciese bien, tenía determinado ir con Pedro Saputo a Almudévar a ver a su señora. Todo pareció bien a los hijos; y Pedro le dijo que la fortuna le había sido favorable, pues los caminos que vería en la relación de su vida había allegado un caudal de diez a doce mil escudos; y que por lo tanto no había para qué desmembrar o disminuir notablemente el patrimonio. -Eso, respondió su padre, no lo debes a nadie, e yo tengo obligaciones que cumplir contigo. Harto les quedará a tus hermanos. Y pues dices que no se le ha de avisar a tu madre, porque nunca lo has usado, vamos a vella que es lo más urgente.

Fueron y procuraron llegar a Almudévar entre dos luces. La madre al oír caballos a la puerta bajó como acostumbraba a recibir a su hijo no dudando que fuese él con algún amigo. La saludó y abrazó Pedro Saputo, y pidiendo una luz para el criado de los caballos se subió con su madre de la mano, y detrás seguía el nuevo huésped sin decir nada después de haberla saludado muy ligeramente a la primera vista. Cuando estuvieron arriba se entraron con una bujía en el cuarto, y levantando Pedro Saputo la luz entre los dos, dijo a su madre: -Mirad, señora madre, a este caballero. Había procurado don Alfonso vestir un traje igual en lo posible al que llevaba cuando estuvo allí y se desposó con ella; y le miraba, y parece que buscaba su memoria, y le iba reconociendo; y al advertir don Alfonso que le tenía casi del todo conocido, por la alteración que se notaba en su semblante, dijo: -Sí, soy yo; y le acabó de conocer, y cayó desmayada, sosteniéndola su hijo y ayudándole don Alfonso. Volviéronla en sí, hiciéronle beber un poco de agua; y le dijo Pedro Saputo: -Serenaos, señora madre; don Alfonso López de Lúsera, mi padre y señor, viene a fenecer vuestra larga y cuita y esperanza. -Sí, señora, continuó don Alfonso; yo soy el que se desposó con vos en este mismo cuarto; que al fin he podido cumplir mi deseo de abrazar a mi hijo Pedro y a vos después de tanto tiempo. Más despacio os diría vuestro hijo y mío, pues le he contado la historia, e yo os la repetiré gustoso cuantas veces quisiéredes, como me ha sido imposible hasta agora mostraros y acreditaros que nos os engañé en cuanto estaba de mi parte. Serenaos, por Dios; mirad que somos vuestro esposo y vuestro hijo.

A todo esto nada respondía la infeliz, embargada del gozo que había inundado su pecho. Y temiendo el hijo algún funesto accidente le hizo beber agua de nuevo y la distrajo diciendo: -Ea, tomad la mano de mi señor padre. Y no olvidéis que vinimos hambrientos y esperando una buena cena. Inclinó un poco la cabeza de su madre, y después de apretar la mano a su esposo, se arrojó en los brazos del hijo llorando y sollozando con grande ímpetu como si fuese la última hora de su vida. Alegráronse los dos de que así prorrumpiese, pues había vencido la opresión echándola del pecho con aquellas lágrimas y sollozos. Volviéronla a sentar más aliviada, y levantando la cabeza para mirar a don Alfonso dijo: -¡Veinticinco años!, y lloró de nuevo. -Muy bien, muy bien, dijo Pedro Saputo; desahogad vuestra congoja. -¡Veinticinco años!, tornó a exclamar: ¡Ah, don Alfonso, que aun el nombre no me dijisteis! -Pero vivimos los tres, respondió el hijo; dad gracias a Dios, que nos hemos encontrado y conocido. Y por ahora, yo como a hijo, os ruego, padres y señores míos, que cesen las lágrimas y los recuerdos, y más las quejas por cariñosas que sean, porque tiempo os queda para ellas; y agora no son ya más del caso.

Fuéronse poco a poco serenando, y don Alfonso quedó muy pagado de ver aquella pobre y humilde pupila de otro tiempo en un estado de tanto decoro. El cuarto, aunque el mismo donde estuvo, parecía de una persona principal por los muebles y las pinturas que le adornaban; de modo que no le pesara de que hallasen presentes su hijo mayor y Juanita.

En dos días fueron padre e hijo a Huesca y volvieron con los despachos de la curia eclesiástica, si bien entonces no eran estas diligencias de tanto escrúpulo como agora, ni menos reñían los ordinarios por si la novia o el novio son tuyos o míos. Celebróse en forma el casamiento, y el segundo día por la tarde se presentaron de repente Juanita y su marido y quisieron ver a los padres en su casa de Almudévar, y aumentaron la alegría de todos. Juanita se hizo muy amiga de Eulalia, y a Rosa la abrazaba con todo el cariño de hermana. Volviéronse a los tres días para preparar el recibimiento.

Una semana después los siguieron los padres con Pedro Saputo, llevándose para unos días a Rosa, y quedando Eulalia huérfana de amores y cariños y tan triste como es de creer viendo mudado su cielo. Acompañólos todo el pueblo a la salida, y no cesaba con vivas y ademanes de júbilo de dar la enhorabuena a la virtuosa y de tantos modos dichosa pupila, que al fin cobraba su honra y se miraba levantada a la clase de señora, casando con tan noble caballero. Don Alfonso veía con una satisfacción inexplicable aquel amor que el pueblo manifestaba a su esposa e hijo, y se llenaba de consuelo, agradeciendo tanto favor con palabras muy corteses y afectuosas. Avisados Juanita y el hijo mayor del día y hora en que llegaban, había dispuesto aquélla un recibimiento digno de su discreción y como es pensar no faltó Paulina en ocasión tan solemne.

Describir el contento y gloria de aquella casa es imposible; tantas y tales eran las personas que se juntaron, y por tantos y tales casos de fortuna se reunían y formaban una sola familia. El segundo día en la velada quiso Pedro Saputo darles un buen rato, y mostrar a su padre lo que sabía hacer en la música. Tomó el violín, y dijo: -Historia de mi madre; su vida antes de ver a mi padre. Y tocó en estilo muy sencillo, y haciéndole sentir muy claramente, su vida y faenas, su natural alegría, su constante propósito de no casarse diciendo de no a todos los pretendientes. Luego dijo: visita de un caballero... mi señor padre: Vino después su aflicción creyéndose burlada, y lo que sucedió en su nacimiento. Y por no alargarse vino de ahí al casamiento haciendo llorar otra vez a su padre, y a la misma madre de ternura, cuando dijo: la escena del cuarto. En la cual se entretuvo más porque quiso expresarlo todo. Y concluyó con la llegada y recibimiento de la víspera, que ya entendieron mejor los demás oyentes.

Asombrado se quedó su padre de ver tanta habilidad, tan sublimes ideas y frases tan patéticas; un lenguaje, en fin, completo por medio de los tonos y la forma de los sonidos (si así se puede decir), con la armonía y expresión tan perfecta de las pasiones y de los afectos. Y como sabía que nadie le había enseñado, le miraba y no acababa de creer lo que veía; y aun a los demás, aunque con menos inteligencia, les sucedía lo mismo. Rosa, la inocente Rosa, estaba elevada oyendo aquella música, y ni oía ni tenía otra cosa, ni sentía la vida sino en el oído y en el corazón. Todos repararon en ella; y no dejó Paulina de dar en alguna malicia, pues dijo en voz baja a Juanita: -Agora sí que veo que concluyeron nuestros amores. Esa linda amable niña, quizá sin advertillo, está enamorada del que llama su hermano. ¿Ves que no mira sino siempre a él, que con la vista sigue todos sus movimientos, y en saliendo él a otra parte, no sosiega? ¡Qué candorosa! ¡Qué pura! ¡Qué encantadora! ¡Pero qué apasionada está la pobrecilla! -Pues aún hay otra en Almudévar, respondió Juanita, más capaz que ésta de ganarnos el juego si por jugar estuviese; porque ésta enamora sólo, y aquélla enamora y domina. Yo los días que estuve allá quería a las dos, pero la otra me aficionó a su trato de modo que si no la tenía conmigo me parecía que todo me faltaba.

Un mes tuvieron allí a esta donosísima niña, sin que ella pensase casi en Almudévar; pero vino su padre a buscarla porque su madre estaba próxima al parto, y otra hermana que tenía no era capaz del gobierno de la casa. Lloró la infeliz al ver disponer su viaje, y nadie lo extrañaba porque sabían lo que quería a Pedro Saputo y a su madre; ni ella tampoco se reprimía ni disimulaba. Dijo por fin ya un poco serena: -Yo pensaba que estaba en mi casa. -Pues en tu casa estás, le dijeron todos; sí, sí, en tu casa y en tu familia. -Pues tengo dos, contestó ella, con mucha gracia, y ahora me necesitan en la otra. -Bien, hija, bien, dijo don Alfonso. Y Juanita corrió y la abrazó con mucho afecto. Mas Pedro Saputo, que sabía mejor que nadie la verdadera causa de sus lágrimas, se levantó y dijo: -Mira si eres de esta casa y familia, que para que no te separes del todo de ella en lo posible, o veas que arrastras una parte contigo, te acompañaré yo hasta Almudévar. ¡Oh, qué satisfacción le causó la noticia! Arrebolóse su alma, y bañó su semblante de un esplendor que la paró más hermosa y amabilísima. La acompañó en efecto, y se detuvo allá ocho días.




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Capítulo V

Sale Pedro Saputo al registro de novias. Sariñena.-Almudévar


De ahí a algún tiempo, que empleó en hacer los retratos de todos los de casa, es decir, de los padres y su hermano y Juanita, le preguntó su padre si había pensado en tomar estado y vivir como hombre de otras obligaciones. Respondió que alguna vez había pensado, pero ligeramente; que ahora, sin embargo, le parecía que debía tratarlo con seso y resolución, aunque la edad no le apremiaba. Manifestóle entonces su padre que así él como su madre deseaban verle casado; y cuando lo determines, dijo, aquí tengo todavía la lista que formé para tu hermano de todas las doncellas que en tierra de Huesca y Barbastro y la próxima Montaña me pareció que había a propósito. Apartóse poco de casa, porque en el segundo pueblo que visitó encontró ya quien le paró, que fue Juanita. Algunas se han casado, y están borradas, otras he añadido estos días porque han llegado a la edad que entonces no tenían. Tomó Pedro Saputo la lista, fue leyendo nombres y notas, porque cada una llevaba la suya de la edad, dote que les podían dar, y cualidades personales. Vio entre ellas algunas de las que conoció de estudiante, y a Morfina Estada, que era la que él buscaba, con un elogio que ninguna otra le igualaba; y al fin estas palabras: pero no quiere casarse ni recibe galanteos ni obsequios de nadie.

Como el padre y el hijo eran muy activos empleó aquél dos días en escribir cartas, dióselas a Pedro Saputo y salió éste a verificar el registro de aquellas doncellas con presupuesto de divertirse mucho y comparando aquella expedición a la de los estudiantes. Por de pronto y antes de ver a ninguna, eran tres las que le ocupaban el pensamiento: Eulalia, Rosa y Morfina. La primera tenía el mérito de haberle amado con mucha constancia, y de haber dicho mil veces públicamente que por Pedro Saputo despreciaría al mayor príncipe del mundo con su cetro y su corona real. La segunda estaba también en su corazón, pero más como hermana que como amante, pareciéndole imposible amarla de otra manera. Morfina, que por su hermosura, educación, talento, discreción y virtudes era la que prefería entre todas, hacía cerca de siete años que no la había visto, ni le escribió nunca por dudar de su suerte y no atreverse a vivir con ella en el país ni llevarla a la ventura a otra provincia; y temía que le hubiese olvidado o pensase en él con indiferencia, por ser prueba a que ningún amor puede resistir faltando la esperanza, o la comunicación, que es la que le sostiene. Es de pecho más profundo que todas, se decía a sí mismo; la de mejor entendimiento; la que tratándome menos me ha conocido más y ofreciéndoseme con más inteligencia y estimación de mí y de su persona; su amor, si todavía existiese, el más antiguo también; y ¡con qué firmeza y prendas fue fundado y asegurado! ¡Pero seis años, siete años sin saber de mí, fuera de la visita no lograda de su padre, siete años sin saber si yo pienso en ella! Nadie los resistió en el mundo no mediando necesidad u obligación pública o secreta, pero cierta y eficaz, y en rigor no media de esta calidad entre nosotros.

Con estas reflexiones llegó al primer pueblo de la lista, y pasó como quien entra en una casa conocida a tomar un vaso de agua y hacer una visita; la enregistrada no le pareció digna de más. Continuó la vereda; y aunque no se tiene el itinerario sino una nota de los pueblos que visitó, que no se sabe quién la ha formado, quiero poner algún orden en la relación, pues veo a Sariñena al lado de Tamarite, Adahuesca y Ayerbe, juntos, y otros así no menos disonantes. Y llegase en un día o en dos, o en tres, o en más o menos, quiero comenzar por Sariñena, ya que la hemos nombrado.

No había cosa de gusto, y eso que llevaba tres en la lista; porque la una era fea y presumida, que es decir necia; y parecía acostumbrada a tratar con mercaderes de mulas, o con las mulas mismas; la otra, muy crítica y sabijonda, apretaba los labios para hablar y coleaba con el moño; y la tercera, entre boba y maliciosa, hermana de la tercera orden, supida y leída también, fajaba con mucha naturalidad a los niños de su cuñada, y parecía destinada para el oficio de componer la cofia a las paridas.

Mas la ocasión, que, si no se ofreciera de suyo, la hubiera él buscado, le despertó el deseo que siempre tuvo de ver a sus antiguas monjas. De que se infiere que el dichoso convento que él honró de muchacho, fue el de Sariñena. Y todavía en esta historia, si se lee con cuidado, se encontrarían otras pruebas a favor de Sariñena, y contra Tamarite por consiguiente, cuyas monjas presumen haber sido las favorecidas del filósofo, por una descripción del convento donde estuvo que conviene a las dos como asimismo la situación en su pueblo respectivo: y villa también es Tamarite como Sariñena, aunque se cree que ésta dejará de serlo. Yo por lo menos, que si no he sido monja en ninguno de estos conventos, sé grandes secretos de algunas de las que se encerraron en ellos, voto resueltamente por el de la villa de las grandes ferias. Y quiero decir lo que ahora sucedió, y no antes ni después, según mis notas a que me refiero.

Encaminóse, pues, al convento. Vio el edificio, miró aquellas paredes, aquellas ventanas misteriosas y oscuras, por las cuales fijando bien la vista a ciertas horas se ven de cuando en cuando pasar como sombras las tristes que dentro habitan, y acercarse a mirar, tal vez con la envidia en el corazón y las lágrimas en los ojos, la libre luz del sol, y la tierra y el mundo que ya no es para ellas. Y dijo: dentro están: ¿cómo las encontraré después de tantos años? ¡Si aguardarán semejante visita! ¿Qué les sucederá cuando me vean? Estaba ya cerca de la puerta y detuvo el paso. Tres veces movió hacia ella, y tres veces se paró, no queriendo los pies ir adelante; y dudaba, y le latía el corazón al paso que se acercaba o determinaba llegar. Parecía que acabase de leer el falso billete de Juanita en Zaragoza. Pisó en fin el umbral, entró, y se acordó de cuando llegó allí otra vez disfrazado de mujer tan cargado de embustes como de miedo, y se espantó de aquel arrojo y temeridad. Pero esta misma memoria le dio valor, y llamó, y preguntó por la antigua priora y sor Mercedes. Bajaron al locutorio, no sin darles un salto el corazón de verse llamadas las dos a un tiempo.

Saludólas con naturalidad y les entregó un papel que decía: «El caballero que tenéis delante es el que hace ocho años estuvo en esta casa en traje de mujer y con el supuesto nombre de Geminita, llamándose Pedro Saputo...» Al llegar aquí se sobresaltaron y levantaron la cabeza a mirarle: él sonriéndose amablemente, les hizo seña que continuasen. Continuaron y leyeron: «Pero hace cuatro meses he encontrado mi verdadero nombre habiendo conocido por una feliz causalidad a mi padre, que es el caballero don Alfonso López de Lúsera, viudo de su primera mujer, y ahora casado legítimamente con mi madre, la cual tengo el consuelo de ver señora de aquella casa y adorada de su esposo e hijos políticos. Así que, y para servir a mis dos apreciables amigas de otro tiempo, cuya amabilidad jamás he olvidado, me llamo Don Pedro López de Lúsera

Leído el papel y mudándoseles el color y las faltas de voz para hablar, se pusieron a mirarle entre alegres y vergonzosas. Caíanseles los ojos a tierra, y no sabían qué hacer ni qué decir. Socorriólas él advertido y discreto, diciéndoles con algo de intención, pero templado y risueño: mejor recibido pensaba ser; ¿me habrá de pesar el haber venido?... ¿Se temerá que en mí falte honor, prudencia, reserva, circunspección y conocimiento de las cosas, no habiendo faltado en edad que generalmente no conlleva sino imprudencia y mal recado? Alentáronse ellas con esto un poco y se serenaron de la turbación y vergüenza primera. Pero ¡oh, lo que en aquel breve rato padecieron! Levantaron al fin los ojos y le miraron sin empacho, hablaron con libertad y recordaron con gusto y con dolor, bien que en términos muy generales aquellas inolvidables escenas de los últimos días, quedándoles ya sólo el alborozo que era natural, y la suspensión y pensamiento que debía excitarles la vista de un hombre a quien tan dulce e impensadamente estrecharon de más mozo en sus brazos. Miraron después el papel de nuevo, y dijeron que según el nombre del padre debió encontrar el joven de nuera en casa a su compañera de noviciado, Juanita. -Sí, señoras, respondió él; efectivamente es Juanita agora mi cuñada, y está como el ángel del amor y de la alegría en aquella casa feliz, si felices hay en la tierra.

Mucho se admiraron las monjas de ver las cosas que pasan en el mundo, y ya del todo serenas y tan afables como siempre, le preguntaron de la ocurrencia y diablura de fingirse mujer para ir allí y engañarlas como lo hizo. Él les contó sus aventuras desde la capilla de Huesca hasta que llegó al convento (omitiendo lo de la catedral de Barbastro). -Sois Pedro Saputo, dijo sor Mercedes, y ese nombre lo explica y lo dice todo; ya no me admiro de nada. Pero entended que aunque os hubiésedes descubierto con nosotras (después de estar dentro, como se supone y esto os lo quiero decir por una fineza que deberéis a nuestro antiguo cariño) no os hubiésemos vendido ni echado atropelladamente. Ya os acordaréis que yo no creí en la transformación que tan benditamente engulló esta nuestra buena prelada. -Es verdad, contestó ella; yo ya se ve, lo creí... Tan bien supo el señor fingilla de un modo... -E yo, continuó sor Mercedes, os dejé en vuestra fe por no meternos en aprensión, puesto que no importaba lo que fuese. Pero no os propuse que se echase del convento, y os disuadí de comunicallo a quien decíades.

Lanzadas estaban las monjas en su conversación y gratísimos recuerdos, de que suspiraban en el centro más vivo del alma, cuando se oyó a deshora una campana que las llamaba al coro. Jamás sonó tan impertinentemente; pero sonó, y no fue posible dejar de darse por entendidas. Conque se levantaron, él se despidió, y se separaron comenzando sólo a gustar el sabor de la visita, y por consiguiente poco satisfechas y con más sed de explicaciones y de desahogo. Pero sor Mercedes salió de allí muy triste; y cuando se vio sola en su celda suspiró profundamente y dejó correr de sus ojos algunas lágrimas que nadie recogió para consuelo.

Pasados tres o cuatro días llamaron a la coja, o sea, a la organista, y le dijeron lo que había de Geminita; y cuando acabó de creerlo acabó también de avergonzarse y principió a echarse maldiciones. -¡Desasnar a Pedro Saputo!, le decían las otras con sorna y una caidica que la quemaba. Les pidió que callasen, si no se arrancaba la toca o las arañaba a ellas la cara. Y torciendo muy pronto la idea, exclamó dando una palmada: -¡El grandísimo demonio! ¡Conque era hombre! ¡Mira por qué yo lo quería y me gustaba tanto! ¡Ah, no haberlo sabido! ¡Y con qué gazmoñería nos engañó a todas y nos embelesó la vista para que no conociésemos nada!... Sí que es verdad; hombre, hombre era; agora me acuerdo. ¡Ah, tonta de mí! ¡Tantas ocasiones que tuve!... Pero no os perdono, señoras madres, el no haberme llamado para velle. ¡Qué hermoso, y qué caballero debe de estar! Como otra vez no me llamen si vuelve, o me mato, o mato a las dos. Mucho se rieron las dos amigas de oír desatinar a la coja. Y después siempre que querían pasar un rato de humor, la llamaban y tocaban este registro.

De Sariñena pasó Pedro Saputo a La Naja, donde había una doncella; pero le pareció que tenía el alma pegada a la pared, y la dejó con su vela recogida y con su dote de buena cuenta. En Alcubierre casi le gustó una muchacha de diecinueve años por su inocencia; y después supo que se había jugado la flor con un mudo. Visitó otros pueblos, no se detuvo en ninguno, y fue a Almudévar para pasar al Val de Ayerbe.

Dicho se está que fue a posar en casa de su madrina, su segunda madre, y que lo hubiera sido en todos los oficios, si quedara pupilo de la suya; mujer de algún talento y de un corazón bonísimo, que no tuvo otra ambición toda su vida que la de ver a su hija Rosa casada con Pedro Saputo. Así es que dejó libre y aun fomentó la inclinación de la muchacha; pero él la miraba como hermana verdadera, y ni la razón ni la reflexión pudieron dar otro temple a su amistad. Veía que la infeliz estaba enamorada, y no sabía cómo partir para no desesperarla. Hizo su retrato y el de Eulalia en miniatura, y para darles más a su gusto los últimos retoques, las llevó una tarde a su casa a merendar, pues fuera de no haber pan, que tomaron de casa de Rosa, nada se había sacado y estaba la despensa aún repuesta de cosas buenas y regaladas. Sentólas a las dos juntas primero, después una a un lado y otra a otro; y retocó y perfeccionó los retratos. Mas mientras ellas salieron del cuarto a dar una vuelta por la casa y traer lo necesario para la merienda, se puso él a pensar en su vida y en su madre; miraba aquellos cuadros de pintura con que había adornado las paredes, miraba los muebles, recordó su niñez y primera mocedad, y cayó en una tristeza que no pudieron desvanecer del todo las dos muchachas con su presencia tan alegre; con el contento que tenían y les rebosaba por los ojos y se mostraba en todas sus palabras y movimientos. -¿Qué tienes?, le preguntó Eulalia de ahí a un rato viéndole pensativo. -Nada, respondió él; sino que en esta casa y en este cuarto he nacido, me he criado, he sido feliz, nada me faltaba, antes bien me sobraba todo, y el mundo para mí era menos que este cuarto y que aquella suerte, que con vosotras dos, amores míos dulcísimos, llenaba mi corazón y lo regaba de gloria y alegría al lado de mi madre. -¿Y qué piensas tú, dijo ella, que has hecho con esto? ¡Pues nos has muerto, sí, nos has muerto! Rosa, no le dejemos salir de Almudévar; unámonos, y con tus brazos y los míos, con tu cariño de hermana y el mío de amiga, formemos unos lazos que no pueda romper, y no le dejemos ir; porque me dice el corazón... ¡No le dejemos ir, Rosa mía! -Basta, dijo él; basta; no hemos venido aquí a llorar. Merendaron enseguida, y haciéndole tomar después la vihuela, un poco fueron los tres cobrando su natural alegría.




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Capítulo VI

Testamento del tío Gil Amor


Muchas cosas graciosas o extraordinarias ha visto el lector hasta ahora; pero ninguna más que la que sucedió aquellos mismos días con unos consultores de Ayerbe. Eran un viejo, una vieja y una muchacha de unos veinte años, bastante donosa, aunque un poco morena, y muy bien vestida, formando contraste con las galas de los viejos, que ya no podían más de cansados; y los tres apestando con un luto muy espeso y reciente, bien que sin maldita la señal de haber llorado. Acompañábalos un muchacho del lugar que acaso toparon en la calle y le tomaron por guía, el cual aprendía de barbero, de hasta catorce años de edad, nueva generación que ya no conocía Pedro Saputo. Preguntóle de quién era, y dijo que era hijo de la Suspira, y que su madre decía que aún eran con él algo parientes. -Hombre, mira lo que dices: conozco a tu padre y a tu madre, y no sé tener mezclas con ellos. A ver cómo lo endilgas. -Sí, señor, replicó el aprendicillo muy confiado; porque mi madre es prima tercera de la tía Simona de Tutelobuscas, que es prima hermana de Ramón Llevodos, y Ramón Llevodos fue con su primera mujer yerno carnal de la madre de Juan Bramidos, que está casado con la hija de Tornavueltas, que es cuñado de la suegra del hermano del marido de Salvadora Olvena, su madrina de usted. Soltó aquí Pedro Saputo una gran carcajada, se hizo seis medias cruces de admiración, volvió a reírse, y dijo: -Con efecto, todo eso es verdad; pero sumados todos esos parentescos, afinidades y consanguinidades, podrías decir: cero y llevo cero. No obstante le cayó tan en gracia aquel método de encontrar las familias, que después cuando oía de parentescos lejanos que se traían por interés, por vanidad, o por afición y amor a las personas, al punto se acordaba y decía. El entronque de la Suspira. Hasta los viejos de la consulta se rieron con todo su luto y los temores que traían. Dijo al fin al muchacho que teniendo que hablar y tratar con los forasteros, se podía ir, pero que volviese otro día más de espacio a hacer una nueva muestra de su buena memoria. Fuese, y Pedro Saputo quedó consigo en favorecerle por el despejo que mostró en la relación de tan extraño rodeo, que no era aún parar a él o a su madre, sino al marido de su madrina.

Tomó entonces la palabra el viejo, y dijo: -Nosotros, señor, venimos a presentaros esta chica, ya le veis, que es muy pobre, y vos si queréis la podéis hacer rica. -¿Yo?, dijo Pedro Saputo; ya os iréis explicando. -Sí, señor, ya nos explicaremos, continuó el viejo. Pues, como iba diciendo, es hija de un yerno que tuvimos, y de una hija que se murió hace seis años. Él la mató, él, sí, señor, porque era una mala testa, holgazán, pendenciero, gastador con mujeres malas, que, señor, en todas partes las hay. Conque según eso, esta zagala es nieta nuestra. Pero como su padre acabó lo que le dieron y le dimos, siempre los tuvimos que llevar a cuestas mientras vivió nuestra hija, y después de todo se nos fue acabando y dio fin de día en día, y nos quedamos per istam; y agora los pasamos no de limosna, porque no es verdad, pero sí como Dios quiere. En fin, que la chica sea feliz, que a nosotros de poco ya nos puede engañar el mundo. Pues señor, yo tenía un hermano que era rico, no rico rico que digamos, porque otros lo son más; pero sí, señor, rico de verdad para lo que él era. Porque además que mis padres (¡cuántos años hace!) le dieron más que a mí, él fue más tratante y ambulante, y su mujer más ingrata y ruin que una azarolla verde. Y tuvieron buenos años y no malos hijos; bien que hijos, ni buenos ni malos, porque no tuvieron ninguno. Con mulas y bueyes y ganados de todo pelo ganó lo que él se sabe. Hase muerto ahora cinco días, y deja heredera a nuestra nieta Ninila (Petronila), que es única en su casa y en la mía, con pacto y condiciones que se ha de casar dentro de un año y que sea con la aprobación y a gusto de Pedro Saputo de Almudévar, que es vuesa merced. Y lo que ha dejado es cinco mil libras en dinero y otras tantas que vienen a valer sus posesiones con la casa. Mire ahora vuesa merced si está en su mano, como decía, hacer rica o pobre a Ninila, porque dice el testamento que si pasa del año o no es a gusto de su merced, de vuesa merced, todo lo deja para las almas del purgatorio y del otro mundo.

No se admiró Pedro Saputo de este testamento, porque el testador (que al momento adivinó quién era) le conocía y quería mucho, entraba a verle siempre que pasaba por Almudévar, de sólo oírle hablar lloraba de gozo, y le decía muchas veces: Después de Dios, Pedro Saputo; y le ofreció muchas veces todos sus bienes y buscarle novia con ellos. Palabras que entendía muy bien Pedro Saputo, porque aquél se tenía consigo a la sobrina.

-Según vuestra explicación, respondió al viejo, ese hermano era mi buen amigo el tío Gil Amor. -El mismo, sí, señor, dijo el viejo. -En paz descanse, continuó Saputo. Siento no haberle visto en sus últimas horas; alguna vez le he hecho quedar a comer conmigo. Mas yo desearía ver el testamento. -Aquí lo traigo, dijo el paisano; y le sacó; y en efecto, ponía a la muchacha las dos condiciones. Preguntóle a ella si tenía galanes o pretendientes. -¿Si tiene?, respondió la abuela; así, así. Y meneaba los dedos levantando la mano. -Pero nosotros, dijo el viejo, le tenemos buscado uno; aquél sí que es bueno, rico, sí, señor, de una casa muy buena. Un poco torcido lleva el cuello de la cabeza, y no le gusta mucho a esta rapaza; pero ya le decimos que eso viene después; lo que importa es que sea rico. -Es verdad, dijo la vieja; y aun yo le he pensado otro mejor que ése, porque es más rico, y tampoco no le gusta porque es tuerto de un ojo y le falta el dedo pulgar en la una mano. ¿Qué culpa tiene el pobre mozo?

Quería Pedro Saputo preguntarle a la muchacha, y los viejos, hablar y darle, y no dejarla responder, adelantándosele siempre y riñendo casi los dos por quien había de llevar la palabra. Al fin dijo el abuelo: -Vaya, mira, lo que nosotros queremos es que su mercé de vuesa merced nos dé un papel escrito de su puño que diga que le parece bien y aprueba el casamiento que nosotros hagamos. -¿Conque no más es eso?, les preguntó él. -No, señor, respondieron los dos; no queremos más, que después ya lo endilgaremos nosotros. -Pues bien, dijo Pedro Saputo; para hacer este papel quiero preguntar algunas cosas a Ninila, pero a solas. -Todo lo que quiera, dijo el viejo; ahí la tiene; lo que quiera; apuradamente la chica es muy aquél, y si no... ¡cuidado!... (dijo mirándola con amenaza). Nosotros nos vamos a la posada. -No tanto, dijo Pedro Saputo, bastará que salgan un rato a la cocina. Y se salieron.

-Mira, le dijo a la muchacha; a lo que veo, tratan de casarte con quien tú no quieres, y yo, al contrario, deseo que te cases a tu gusto. Dime: ¿tienes algún amante, algún mozo que te quiera y te guste? Háblame con libertad, porque ya veo que está tu suerte en mi mano. -Yo creo, respondió ella, que hay tres que me quieren bien, pero uno más porque hace dos o tres años que me festeja. Y los otros dos, si con aquél no puede ser, también me casaría con cualquiera de ellos. Preguntóle entonces (ya por sola curiosidad) si su tío Gil Amor le había hablado de él alguna vez; y respondió que muchas, y que decía que sólo deseaba una cosa en este mundo. -¿Y dijo qué cosa era? Encendiósele el rostro a la muchacha a esta pregunta, y llena de vergüenza respondió, que traérselo de joven a casa (de amo joven, de yerno). Entonces Pedro Saputo se puso a escribir una carta en contestación a otra que le trajeron del cura, y concluida, llamó con voz grave, entraron los abuelos, entrególes la carta y dijo que estaban despachados. -Pues ¿y la chica?, preguntó el viejo. -Sálganse los tres de delante, les respondió con aspereza, si no quieren que los tome del brazo y les haga rodar la escalera. -¡Señor! -Fuera de mi casa, digo; ¡ea! Los infelices, temblando, asustados y no atinando casi con las puertas, se fueron llorando, sin saber lo que les pasaba.

Viéronlos Rosa y su madre y les dieron compasión; pero al llegar a la puerta de la calle y antes de salir oyeron que el viejo decía a la muchacha: -Tú tienes la culpa, sí, tú; que no le habrás querido dar gusto. -Ah, tunanta, dijo la vieja: te he de deshacer a bofetadas y pellizcos. ¡Por no dalle gusto! ¡Y la herencia! ¡Bribona, que nos has perdido! -¡Por Dios!, decía llorando la muchacha. ¿Qué gusto ni qué disgusto le he podido dar yo si no me ha dicho nada? -¡No te ha dicho nada! Esas cosas se hacen sin decirse. Tú te acordarás del día de hoy. Y la amenazaba con el puño. La muchacha juraba que nada le había dicho ni pedido; y si no, dijo, volvamos a subir. -A subir, dijo el viejo, a que nos coja y nos vuele por la ventana. Vamos, vamos, que ya te ajustaremos la cuenta.

Oyeron también todo esto la madre y la hija, y se lo contaron a Pedro Saputo, extrañando mucho aquella dureza y crueldad. Pero él les dijo que había su fin en ello, y que pronto aquellas lágrimas se convertirían en gozo y alegría. -Y ved, les dijo, lo que puede el interés, pues tanto sentían los dos perder la herencia por no haber condescendido la muchacha a lo que maliciosamente discurrían le había yo pedido, creyendo que por eso he querido quedarme a solas con ella. Y lo que éstos han hecho, no dudéis que de cada ciento lo harían noventa y nueve, hallándose en el mismo caso. Y aquel único lo aprobaría quizás en los otros.

Llegaron los viejos a Ayerbe y apenas se supo el mal recado que traían se espantaron los pretendientes de la muchacha y la dejaron como los pájaros cuando con gran bullicio acuden al caer el día, que si va alguien y tira con fuerza una piedra huyen todos callados y vuelan a otra parte. Mas el cura, el prior de Santo Domingo y otras personas principales les prometieron interceder con Pedro Saputo, y con efecto le mandaron con un propio media docena de cartas, y él les despachó sin contestar a ninguna; con que se afirmaron más y más en que Pedro Saputo quería los bienes del tío Gil Amor para las almas del otro mundo, y ya el mismo cura y el prior de los frailes se los repartían caritativamente en esperanza.

Seis días hacía que estaba en Almudévar cuando llegaron los viejos del testamento, y estuvo ocho más concediéndolos al cariño de Eulalia y Rosa, a quien hubiera concedido mucho más de buena gana. Dejólas en fin, pero con tanto sentimiento que casi lloró con ellas; y fue a Ayerbe donde también llevaba una registrada.

Apenas llegó, llamó a Ninila y con mucha afabilidad le preguntó qué galanes le habían quedado de tantos como le dijeron que tenía. Ella, acordándose de los malos tratamientos de los abuelos, y viendo que también la había entrado en un cuarto a solas, dudando, ruborosa, mirando a tierra, sofocada, y luchando con la vergüenza, respondió: -Aunque conozco que no soy bastante hermosa... sin embargo... nadie me ha tocado aún... lo que vuesa merced quiera hacer de mí... Pedro Saputo, al oír esto, dejó caer la frente en la mano sobre la mesa; y la ira por una parte, la compasión por otra, pensando ya en la malicia de los viejos, ya en el candor e inocencia de la muchacha, le tuvieron un rato desazonado y perplejo no sabiendo cómo romper. Al fin levantó la cabeza y le dijo entre severo y afable: -Yo lo que deseo es tu felicidad, y lo que te pido es que me digas si de los pretendientes que tenías te ha quedado alguno fiel después que han sabido que yo no te quería dar la herencia. -Uno, dijo ella, toda avergonzada y sudando y tragando saliva de congoja. -¿Es el que tú creías que te quería más? -No, señor, sino que agora veo que me quería más que aquél, porque me ha dicho que no se le daba nada de que yo fuese pobre. -Pues anda y que me le traigan aquí tus abuelos; volverás tú también con ellos.

Presentáronse con el mozo; vio Pedro Saputo que era bien dispuesto, galancete, un si no es ardiente y fogoso, pero de un corazón como un Alejandro. Parecióle bien y mandó llamar un escribano y se hizo la declaración en forma, aprobando el casamiento de Ninila con aquel noble y desinteresado joven. Concluido, hizo quedar a los abuelos y a la muchacha, y a ellos les reprendió ásperamente su mal propósito y villana sospecha, y a ella le encargó mucho la virtud y la fidelidad al marido.

En cuanto a la enregistrada de aquel lugar la vio dos veces y siempre por casualidad: era tiesa, jarifa, cuellierguida, pantorrilluda y bien plantada, aire de ponerse en jarras, descocada y capaz de arrojar un mentís al hijo del sol; y dijo: Lástima que yo no sea todo un tercio de soldados para llevármela de vivandera.




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Capítulo VII

Sigue el registro de las novias. Fiesta y baile de una aldea


De Ayerbe fue a Loharre, donde llevaba otra, pero la halló tan berroqueña de genio, que parecía cortada de las peñas de la sierra vecina.

En Bolea había dos, la una, beata, absoluta y novelera, la otra, hija de un letrado y tan doctora como su padre. A la primera le hizo la cruz; la segunda quiso enseñarle a hablar, diciendo muy remilgada con motivo de nombrar a su abuela, no le conocí; y sobre vivir en ciudad o en aldea, que entendía la diferiencia. Alterósele el estómago a Pedro Saputo, y en tres minutos vomitó cuatro veces. Tales náuseas le dio de oírla.

Siguió al pie de la sierra donde vio algunas flores deshojadas. Y al pasar por Lierta miró a Gratal y se le antojó subir a su picota. El día por otra parte convidaba, claro, apacible y sereno, en el mes de septiembre que alguna vez es tan amable como el mayo. Llamó, pues, un paisano del pueblo, porque él ni su criado no sabían el camino; dispuso que se llevase buena comida a la deliciosa fuente del prado del Solaz, y tomó a pechos la subida. Llegado arriba, ¡qué gozo en el corazón! ¡Qué oreo tan puro! ¡Qué sol y qué cielo al mediodía! ¡Qué llanos hasta Zaragoza! ¡Cuántos pueblos sembrados en aquella noble y graciosa vega! Y a la espalda y a los lados, ¡cuántas cumbres humildes! Pero fijando su vista en Huesca, dijo: «¡Qué bien sentada estás, ciudad alta y compuesta, ciudad de las cien torres en tus muros! ¡Cuál descuella tu catedral soberana con su edificio y vistosa con sus agujas al viento! ¡Con qué señorío y grandeza reinas en tu Hoya, amor que fuiste y corona de Aragón en tus siglos, ciudad libre y gloriosa por los Sanchos, por los Pedros y los Alfonsos! ¡Cuántas y cuáles bellezas encerraste siempre, brillaron en ti siempre, fueron en ti siempre la envidia de Palos y de Citera! ¡Y no he de verlas ahora, en este postrer viaje de mis amores! Mas así lo ordenan los hados. Perdonad las que en mí no habéis echado menos el traje de vuestros favores, pues lo he merecido con otro. Y aún... aún... Pero no; está ahí cerrada mi suerte por un padre a quien venero. Y para de tan de paso y en los puntos ya extremos de mi libertad, no quiero sufrir el cacareo de vuestras malditas viejas trilingües.» Y con esto volvió la espalda, y se echó como quien dice a rodar monte abajo. Llamaba trilingües a las viejas de Huesca no porque hablasen o supiesen tres idiomas, que nunca supieron más que el suyo, sino porque tenían tres lenguas para hablar y hablaban con las tres a un tiempo. ¡Qué viejas aquéllas! Pasó felizmente su generación; y ya después, viejas y jóvenes, según informes que se han recibido, sólo tienen una lengua, expeditilla, sí, pero una sola.

Pasó adelante y llegó al Abadiado. -Se oye cantar, dijo a los de Montearagón, y se percibe el incienso que allí queman. Vamos adelante. Conque subió a Santolaria a ver a sus parientes y a la viuda de marras, y se lanzó en el Semontano. Yo empero no hubiese pasado tan de vuelo, porque el cielo particular del Abadiado, aunque pequeño, es amable, el país jocoso, el suelo fácil y bueno, y suele criar algunas plantas especiales.

En el Semontano hizo muchas equis y eses yendo de unos pueblos a otros, porque ya se ve, no estaban todos en línea, y pasó una larga revista de doncellas contándolas casi por docenas, aunque no todas eran adocenadas. ¿En qué vega no nacen distinguidas, olorosas y lindas flores, a vueltas de las feas, vanas y vulgares? Había, pues, de todo; y si abundaba la ropa de almacén, la quincalla de esquina y los cuadros de almoneda y aun de deshecho, también se encontraba alguna que otra que fueran muy buen descanso de cualquiera peregrinación. Y yo fío a no estar preocupado de otros amores, allí quedara preso de ellos, si había entonces doncellas como algunas que conozco en nuestro tiempo, sin embargo del sin embargo. No las produce aquel país arteras, falsas, astutas, ni fingidas; y si alguna se torna es porque las obligan malamente con su doblez y engaños los que las tratan.

Hallóse en la fiesta de un lugar, y es cosa de contarse. Llegó a una aldea, y en la casa donde se hospedó había una hija y una sobrina que sólo aguardaban a levantarse de la mesa a medio día para irse a la fiesta de otro pueblo, que unos dicen era Colungo, otros Casbas, otros Abiego; y hay quien afirma que fue Adahuesca. Pero yo que lo sé bien digo que fue Colungo. Traía carta para el padre de la hija, la cual era también de las de la lista, y le propusieron que fuese con ellas. Aceptó y tomando en ancas a su Helena (que Helena se llamaba), puesto que podía muy bien llevando la maleta el criado con un mulo, fueron al otro pueblo, donde no se sabe si tenía alguna en su registro.

Por la noche y hora primera de la velada hubo más de cien personas en la casa a ver a los forasteros, y más voces, gritos, chillidos y risotadas que en una plaza de toros. Llamaron a la mesa, y se amontonó la gente de modo en ella, que estaban a media vara, y cada silla era un grupo de cuerpos, brazos y cabezas, porque en vez de seis huéspedes convidados vinieron seis seises. La cena, abundante, pero mal acondicionada y perramente servida. Aún estaban a los postres cuando sobrevino una ola de muchachas acompañadas de otros tantos mozos, que dándose empellones, chillando, tropezando y asidas de los brazos y culebreando dijeron que venían a buscar a las chicas para ir al baile de casa de N. -Sí, sí, dijo el padre; van al momento, y ya ellas se habían levantado y agarrándose de las otras. Pero no se iban, y estaban mirando como si les faltase algo. -Vamos, don Pedro, le dijo el huésped. Vuesa Merced se servirá acompañarlas y supongo bailará con Helena. -¡Vaya!, respondió una de las de la casa, zurda, mofletuda y pecho alto; no faltaba más sino que don Pedro no viniera al baile. El cielo se le cayó encima al oír esto; y advirtiendo el capellán su perplejidad, dijo que iría también, como quiera que no podía excusarse. Bajó entonces la cabeza, conociendo por otra parte que no dejarían de llevarle, aunque se empeñara una comisión entera.

Ya están en la casa de baile. ¡Qué confusión! ¡Qué bahorrina! Bien era grande la sala, pero estaban como sardinas en cesto. Principió, o más bien continuó la música, la cual se reducía a un mal violín, a una peor vihuela, y a una pandereta, tan desafinados los dos instrumentos de cuerda, que hacían enfermar los oídos y por ellos el alma. Hubo de bailar sin remedio, no habiendo bailado sino otra vez en la corte desde que fue estudiante de tuna. Retiróse luego a una silla que le ofrecieron, y cuando se ponía a observar lo que veía, se le vienen topando encima disparatadas y corriendo sus dos forasteras y las otras dos muchachas de su huésped, y con la mayor desenvoltura se le sienta la creída privilegiada en las rodillas, y las otras dos encima y delante de aquélla culo con falda, sirviendo él de fundamento a toda la batería. -¿Qué hacéis, Helena, qué hacéis?, le preguntó admirado. -¡Otra!, respondió ella, con mucho desenfado que ya de suyo pecaba más por afable que por esquiva; lo que hacen todas, después de un canario, de una chacona o un mal trozo de otro baile, iban a sentarse en las rodillas de los mozos. Tenía cerca al capellán, y le dijo: -¿Pero es posible que sea costumbre esta llaneza? -Sí, señor, respondió el bueno del beneficiado; aquí se hace y no se repara.

Libráronle pronto de aquel peso porque sacaron a bailar a las cuatro chicas, y él se puso a mirar la sala. Había por allí algunas madres que parecían habían ido a cuidar de sus hijas y de otras, y era en lo que menos pensaban. Sentadas en el suelo y por aquellas arcas unas se contaban los partos que habían tenido y los meses que la vecina pudo dar leche al primer niño; otras las leches que mamó el suyo; otras se dormían en un rincón; otras animaban a las muchachas tímidas; hasta que sacaron un canastillo vestido de gala con muchas randas y lleno de tortas de aceite más mohínas que una mula sorda. En este mismo punto estaba él discurriendo una treta para no bailar más, pues ya le habían intimado las chicas que querían bailar con él; y le salió perfectamente. Presentáronle el canastillo, tomó una torta se levantó para repartirla a las muchachas, que acababan de bailar; pero hizo que se le torcía un pie y como estaba tan espesa la sala, dejó inclinar el cuerpo y al fin caer encima de una pobre mujer que viéndoselo venir en peso hizo el cuerpo atrás y cayeron del todo: ella boca arriba, y él de espaldas y de lado encima saltándole la torta a donde ella quiso ir. Riéronse todos mucho; levantóse, cojeaba que era una lástima, y asido del brazo del capellán se fue a la cocina donde se mojó el pie con agua fría, por disimular, y así se libró de volver al baile diciendo que aun andar no podía.

Con todo, sobre las once salió a la sala, pidió el violín, le templó, y preguntó si sabían bailar el gitano. Dijeron que bien o mal también lo bailaban. -Salga, pues, una pareja, o dos si quieren, dijo él. Y haciendo callar al de la vihuela, y advirtiendo al del pandero que diese solamente algunos golpes y le acompañase con ruido bajo continuo, principió a tocar el fandango más rabioso que se oyó de manos de músico: unas veces alto y estrepitoso; otras blando y suave; unas picado y mordente, otras ligado y llano; ya como un río lleno y arrebatado que arrastra cuanto encuentra; ya como una corriente apacible que se remansa y parece que se oculta en la arboleda hasta que rompe un remolino, y llega y cae despeñado con grande estruendo del valle y montes vecinos. Todos se alborotaron y desasosegaron a las vibraciones de aquellos ecos tan provocadores. Al principio, sólo bailaban dos parejas; muy pronto salió otra, luego otra, luego todas; y hasta las viejas que se dormían y las comadres que parteaban se pusieron en pie y hacían meneos con el cuerpo y con la cabeza, y no podían parar, como azogadas, y se derretían y regalaban. La risa comenzaba, crecía, cundía, se hizo general; y entre el violín, y las castañuelas, y tal bullir y saltar, y tanto arrope y jadeo; y el fuego que se había encendido a todos, lo mismo viejos que jóvenes se soltó la cuerda, y todos por ojos y por boca y por todo el cuerpo echaban llamas que confundían entre sí y los abrasaban. Mirábalo Pedro Saputo, y especialmente se divertía de ver el meneo y gestos de las viejas cuando pareciéndole ya demasiado peligroso el efecto de su endemoniada música, dio una gran cuchillada al violín, y con un gorjeo de golondrinas se cortó aquel incendio y estrago, dejándose caer los bailantes por aquellas sillas y por donde podían, hechos cada uno un volcán, y procurando con la gran risa en que exteriormente cuando menos encubrían los efectos disimular algún tanto lo que les pasaba, ellas con mucha vergüenza y no menos desasosiego, ellos perdido el tino, desmandados casi a vistas y no acertando con palabra derecha. ¡Ah madres, las que queréis librar de peligros a vuestras hijas! En quince días no volvieron las pobres muchachas a su temple ordinario; con sólo pensar en el baile se volvían a destemplar y arder de nuevo. Pero lo que es la memoria duró siempre. Ya eran madres, ya abuelas, y aun bisabuelas, si no murieron las que habían asistido, y aún hablaban y nombraban el gitano de aquel año.

Y por aquella noche, ¿quién estaba ya para más obra ni baile? Para desbravar del todo el estro que tenía en tal desafuero las imaginaciones, tomó otra vez el violín y dijo: voy a tocar una cosa que compuse al dolor y lágrimas de mi madre, habiéndole dicho un traidor que yo había muerto en Cataluña. Y tocó una composición muy triste y patética, sin tener mucha cuenta con las reglas del arte porque fue idea repentina y supuesto el motivo; con lo cual por de pronto se calmaron aquellos jóvenes y volvió todo al orden. Escucharon con maravilloso silencio, no hubo quien no se dejase penetrar y enternecer de una música tan afectuosa; y algunas mujeres hasta lloraron, porque esforzó él mucho el sentido del dolor y del desconsuelo. Concluyó en fin, tocaron las madres a recoger, y se retiraron todos. Mas a la casa de Pedro Saputo se lanzó tal batería de muchachas y con tanta algazara, que no cabían por la escalera, y pensó si venían huyendo de alguna emboscada o campo de batalla, o que querían acabar de ver en qué paraba la locura y desenfreno de aquel día; pero se sosegó oyendo que venían a dormir con las forasteras y las huéspedas. Cómo se gobernaría el dormitorio para tantas no lo entendía; él hubo de partir su cama con el capellán y no pegó los ojos. Conque pudo madrugar, y despidiéndose casi a mala cara, porque querían que se detuviese todas las fiestas, y dejando inconsolables a las muchachas y más a Helena, montó a caballo y se fue, respirando así que se vio en el campo, como los de una cocina humosa en invierno se salen a recrear y tornar aliento a una sala o a la ventana.




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Capítulo VIII

De la feria de Graus


Anduvo aún por allá algunos otros pueblos, y se acercó al Cinca pasando por Barbastro, donde sólo visitó a la siempre amable Antonina, aunque llevaba cuatro doncellas en lista, no por desprecio de ellas, sino porque de Barbastro no quería amistad ni deudo. Inclinó su dirección al oriente hacia arriba para subir a la Ribagorza, y llegó a la Puebla de Castro, donde paró en el mesón, no llevando registro de aquel pueblo. Era el mesonero hablador, alegre, franco y muy atento. A los postres pidió licencia y entró en el cuarto de Pedro Saputo, y le dijo que si quería madrugar un poco le podía servir, porque pensaba ir a la feria de Graus a divertirse un rato, y en voz baja añadió: y traerme una criada para ama de llaves, porque se me casa la que tengo, y la cocinera no vale sino para los pucheros y los tizones.

Llegó en esto un labrador, y le hizo entrar diciendo: -Este hombre, señor caballero, es cuñado mío, hermano de mi difunta. Me casé hace dieciséis años, y nos dieron a mí un campo y a ella otro; y entre los dos, que los sembré aquel año, cogí dos cahíces y medio de morcacho, y antes ya me parió la mujer. Yo comencé a decir: pues estás bien, Juan Simón; no tienes donde sembrar hogaño, y la Felipa te va a parir todas las pascuas. Malo, Juan Simón, porque no habrá pan. ¿No habrá?, dije, pues ha de haber, a discurrir. Y discurriendo y no durmiendo m'ocurrió, un específico que algún santo me lo puso en la cabeza. Y le dije a mi mujer: cariño, ya he discurrido un modo para que no nos falte; ya puedes parir sin miedo. Mira, Felipa, en este mundo sólo es deshonra tres cosas: ser pobre, no tener dinero y llevallos. -De eso último ya te libraré yo, dijo ella. -Calla boba, le respondí yo; no va por ti, que ya sé que no piensas ponérmelos. Pues sí señor, le dije; eso sólo es deshonra en este mundo, y no otra cosa. -Vamos Juan Simón, dijo el cuñado, que algunas otras cosas hay. -Ya lo sé, replicó el parlante; pero la verdad es la verdad, y en lo demás no se repara. Déjame hablar y no me golfees las palabras. Mi Felipa s'alegró mucho y yo dije: ya ves que en este lugar nadie quiere ser tendero ni mesonero, porque lo tienen por afrenta, y los arrieros y viajeros no saben a do parar, y andan pidiendo favor y lo pagan más caro y están mal servidos. El comprar y vender, ¿puede ser afrenta?; el dar posada al que no tiene do meterse, ¿puede ser afrenta? Cornudo sea si eso no es mentira. Yo he pensado, pues, comprar aceite, vino, pan, arroz, abadejo, sardinas, tocino salado, especias y otras cosas, y tener abacería de tienda y hacerme mesonero; ¿te parece bien, cariño? Y me respondió: -Como dicen que venimos de buenos... -Calla, tonta, en este mundo ningún pobre es bueno; todos los miran de reojo y así como de lance. Dime que sí, y en dos paletas te hago rica, y también más hermosa, porque las ricas todas lo son, aunque no lo sean. ¡Qué guapa, y qué refilada los días de fiesta cuando vayas a misa, y vuelvas, y a cada cosa que rebullas en el arca suenen por allí los doblones! Aún no has visto ninguno, aún no sabes cómo son; ya verás entonces. Y con esto la puse contenta, y me levanté, que era aún de mañana y estábamos en la cama. Y aquel mismo día, cojo y vendo los dos campos, el mío y el de mi mujer. Aquí está mi cuñado que no me dejará mentir. ¡Qué loco, decían las gentes, qué perdido! Y tú también, Silvestre, lo decías, y tu padre más, que vino y se me quiso comer, e hizo llorar a Felipa. Mas yo callar y a la mía. Conque voy y me compro un burro (con perdón de vuesa merced), y ¡qué tieso que era!, y bajo a Basbastro y me lo traigo cargado de la tienda. Y a la hora que suelen venir los arrieros salí a la plaza y les dije: a mi casa, que soy mesonero. Ya hace de esto catorce años, cerca de quince, y cuatro que se me murió mi mujer, bien rica (a Dios no sea retraído), y con otras carnes que vosotros me la disteis, cuñado, con toda vuestra sopopeya, que al fin, con que venís de buenos, tienes una burra, y mala, que si se te muere te quedas tan de a pie, que no has de montar ya más cabalgadura que la azada, si yo no te lo presto. Y yo tengo par de mulas, y campos y olivares, y un jaco que se bebe el viento, y gracia de Dios que no sé dónde metella; y por eso tan de buenos vengo agora como cuando me casé y era pobre. Mis hijos van a la labranza, y no los hay más garridos y envidiados en el lugar. ¡Ah, haberse muerto su madre!

Con mucho gusto oía Pedro Saputo la relación del mesonero, y preguntándole de la feria, dijo: -En esa feria, señor caballero, no se vende lo que de ordinario se vende en todas, aunque no falta, sino que es feria de criados y criadas. Allí acuden de toda la Ribagorza los mozos y mozas que quieren afirmarse, ellos para mozos de labor o de mulas, y también para pastores u otra cosa, y ellas para criadas, niñeras, caseras de curas, lo que les sale y según la persona. Y ¡qué guapas algunas! ¡Qué frescas y lucidas! Yo no la pierdo nunca; y dos criadas que tengo y tres que se me han casado, dos en tiempo de mi mujer y una después, todas las he traído de allí, y todas buenas, porque tengo ojo y no me engaño. Es verdad que el buen amo hace el buen criado, y como los trato bien... -Demasiado, dijo el cuñado. -¿Veis?, ya cayó en la malicia. Señor caballero, la envidia es muy mala, porque no creáis que es otra cosa. Bien parece que me las sacan, que no dirán sino que el servir en mi casa, y eso mesonero, sea concilianda de novios, que siempre les sobran por encima de la cabeza. Sin armonía y buena voluntad, ¿cómo había de haber paz en casa? Y vivir sin paz y sin gusto ninguna ley lo manda. ¿Tengo razón, señor caballero? -Tenéisla, y muy grande, respondió Pedro Saputo; porque la vida sin agrado, sin descanso del corazón, no es vida verdadera sino purgatorio antes de tiempo. Sólo que como sois viudo, la malicia salta luego... -Eso, eso, dijo el mesonero. ¿Veis, Silvestre como también el señor dice que es malicia? Y si me casase, después no me servirían tan bien las muchachas, porque todas en oyendo que oyen que es un hombre casado, al instante le ponen cara anublada. Otra que encuentre como la Simona, que así se llama ésta; y el que tenga envidia que se reviente. Vamos, cuñado, que el señor ha de descansar. Saliéronse en fin los dos cuñados, quedando con Pedro Saputo en que le acompañaría el mesonero y le enseñaría lo que aún no había visto ni se ve sino en aquella feria.

Madrugaron con el día y el mesonero con su jaco volador acompañó a Pedro Saputo, diciéndole por el camino: -Ya verá su merced, cuántas y qué guapas. Todas se ponen en su sitio, que es la Cruz y cuando se acercan a mirallas hacen unos ojos... Yo por la mirada las calo, y la que es aguda también me cala a mí, y sin hablar nos entendemos. Llevan cosida por dentro en el jubón o ropilla debajo del brazo una estampa de Santa Romera, abogada de los resbalones; que regularmente se las cosen las abuelas, encargándoles mucho que se encomienden a la santa. Y si les vais a hacer cosquillas, fuyen y dicen que les ajáis la estampa; pero esto es en la plaza y a los principios.

Con tan alegre conversación llegaron a Graus, y como día de fiesta que era (san Miguel) cumplieron primero con la iglesia, tomaron un ligero desayuno habiéndose dejado llevar Pedro Saputo a donde quiso Juan Simón, y fueron a la Cruz, que es la parada, y como la tienda y ferial propio de las muchachas.

Con efecto, estaban allí y había muchas, y algunas harto graciosas y bien prendidas. Y dijo Pedro Saputo al mesonero: -Id vos, Juan Simón, por un lado y yo por otro; vos marcaréis una e yo otra, que sabiendo vuestro gusto voy a ver si os acierto. Hiciéronlo así, y acabando el alarde y revista de todas, se apartaron a un lado a conferenciar. Y aunque Pedro Saputo había visto una que le pareció sería la que más llenaría el ojo a su huésped, con todo por probarlo, dijo que le convenía una que había con ribetes azules, y de buen talle, y linda presencia, que con dos amigas hacía la deshecha a un lado. Y se la señalaba. -Perdonad, señor, respondió el mesonero; sí que me gusta, pero será muy retrechera y engañará a su sombra, ¿no veis que sabe mucho? Mejor es la del lazo verde, aquella que nos mira, y que aunque vergonzosilla ya me ha dicho con los ojos todo lo que yo quería saber. Y veis, ya me la está acechando aquel cura, que es el de Salas Altas, y me la va a soplar y dejarme a la luna de Valencia. Pues no ha de ser para él, voto a bríos que voy allá y la firmo de un brinco. Y diciendo y haciendo se dispara a ella y le dice: -Pedid salario, la del lazo verde, y veníos conmigo para ama de llaves de mi casa, que soy tendero. Pidióle nueve escudos y dos pares de alpargatas. -Diez te daré, dijo él, con más de un par de zapatos, y quedaron ajustados, y se la trajo y la mandó a su posada con las señas.

Quedó admirado Pedro Saputo del conocimiento del mesonero, pues en efecto era la misma que él le había marcado. La de las cintas azules se acomodó de casera con el cura de Salas. Y de más de sesenta muchachas sólo unas quince se volvieron a sus pueblos para otro año. También Pedro Saputo afirmó otra para casa de sus padres, y como no podía llevarla consigo la entregó y encomendó al mesonero hasta que con persona de confianza enviase a por ella. -Y mirad, le dijo... -Entiendo, entiendo, respondió Juan Simón; buen ojo habéis tenido; pero id descansado, que yo, señor, lo mío mío y lo de otri de otri. ¡Malditilla! Mejor es que la mía; pero nada, lo dicho dicho; como si le dejaseis puestas armas reales. Se la mandaré a vuesa merced lo mismo que la parió su madre, salvo error de cuentas pasadas.

En cuanto a las del registro, que eran dos, las vio Pedro Saputo sin manifestar quién era, y se dio por satisfecho.




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Capítulo IX

Sigue el mismo registro. Morfina


De Graus pasó a Benabarre, dio vuelta por la Litera, bajó a Monzón, de allí subió a Fontz y Estadilla, pensó en dirigir el rumbo hacia su casa, doliéndose de no poder volver a Benabarre, porque fue donde vio más lindas caras, y pechos más abiertos, y olvidando con pena algunos amores que se dejó allá perdigados. -Pero basta, dijo; he dado gusto a mi padre y me lo he tomado yo también no pequeño.

Faltábanle empero una media docena de pueblos, entre otros el de Morfina; y dando los demás por vistos, se dirigió al de aquel nobilísimo primer amor que no sabía cómo encontraría ni cómo se había de presentar, ni con qué cara después de tantos años. Y dudando, y latiéndole fuertemente el corazón, y con no menos temor que deseo, llegó al pueblo y se encaminó a su casa.

Había muerto el padre hacía dos años, como dijimos en otra parte, aquel don Severo tan bueno y tan generoso; y el hijo hacía cuatro que era casado. Morfina, cumplidos ya los veinticinco años, sin padre, su madre pensando sólo en misas y rosarios, y el hermano de poca autoridad con su mujer, se miraba a sí misma como la sombra de la casa; lo cual junto con el chasco tan cruel que le dio el hombre de su amor y de quien fió más que su corazón (que chasco se puede llamar tan larga suspensión de su esperanza), y a las manos siempre a pesar de todo con una pasión que no tenía sol ni día en el año, había perdido aquella alegría que tanto brillaba en otro tiempo en su bellísimo rostro, y sin estar ajada se conocía que se había marchitado la lozanía de sus pensamientos, entregada a una resignación penosísima, que a ser ella menos animosa o de temple menos fino, la consumiera del todo. ¡Ah!, de los veinte a los veinticinco pasa una época, una edad entera, y la más fuerte y de mayor mudanza en las doncellas. Pero en Morfina además obraba la causa especial de que había amado y amaba aún al único hombre que llegó a su corazón y éste ¡hacía siete años que la tenía olvidada!, mientras ella era insensible para todos, resignada a morir en aquel estado primero de dar su mano a otro.

Llegó Pedro Saputo y sólo ella lo conoció antes de hablar; pero todos se alegraron, hasta la cuñada. El primer día no quiso ser, aun para la misma Morfina, sino Pedro Saputo, porque les dijo desde luego que él era; y buscando una ocasión preguntó a Morfina qué era de su antiguo amor y cariño. Respondióle que no sabía con quién hablaba. -Con tu amante, dijo él. -No os conozco por tal, contestó ella; pero sí os diré que tuve uno en otro tiempo, y que si se me presentase me encontraría como la primera vez, y como la segunda, y como la tercera que nos vimos. -Pues yo soy, dijo él; dame tu queja, pero disponiéndote a oír mi respuesta. -No cabe satisfacción, dijo ella; y si todos los hombres grandes son como vos, si tal proceder es inseparable de su excelencia, bien infelices son las que los aman. Yo os quise sin saber quién érades, porque vi lo que érades; vi que la idea de perfección que yo me había formado de un hombre cabal, de un hombre digno de mí llenábades vos cumplidamente, y más si más pudiera ser, aunque tan joven. Después supe que érades Pedro Saputo, y sólo tuve que unir a la persona la fama del nombre; y al oír de vuestro nacimiento di gracias a mi estrella porque me facilitaba el hacer algo por vos y por mi amor; pues si de la fortuna fuésedes poco favorecido en otros bienes y nada más teníades que aquella alma tan sublime, yo los debía heredar de mi padre suficientes para no temer que por esta causa fuese menor nuestra felicidad. Y desde este momento pasa un año, pasan dos, y cuatro y cinco y seis, y ninguna noticia recibo de vos. ¿Os escribo y qué me respondéis? Va a veros mi padre, prometéis venir, y os burláis de vuestra palabra. ¿Debía yo creer, debo ahora creer, que me habéis querido? Cásase mi hermano, muere mi padre, quedo con vuestro amor abandonada y sola en medio de mi familia; pasan años, ni venís, no tenéis la cortesía de escribirme una letra, de mandarme un simple recado. Sé por la fama que andáis por vuestra tierra; y en el mismo silencio siempre. ¿Debía creer, debo creer ahora, que me queríades o me hayades querido nunca? Mi amor es siempre el mismo, lo confieso, porque es mi misma vida, soy yo misma; ¿qué me diréis vos del vuestro? ¿Qué me diréis para que en mí no sea facilidad, imprudencia y error voluntario creeros y fiar de vuestras palabras? Y aun antes de oír vuestra respuesta, quiero certificaros que no me ha pesado ni me pesará de haberos querido, aunque ahora mismo sin responder a mi queja me echéis una mirada de desprecio, y me volváis la espalda y desaparezcáis, y sepa luego que os habéis casado con otra. Es más fuerte que todo eso el amor que os he tenido, y la alta aprobación que mi corazón le ha dado siempre. Y no obstante, sacrificios por vos no he hecho ninguno; jamás usaré esta palabra, os di el corazón, allí estaba todo.

Oyó Pedro Saputo su justa sentida queja sin interrumpirla, y mirándola afablemente, le contestó: -La suerte y no mi voluntad te ha privado de la satisfacción que tu amor necesitaba y el mío lloraba de no poderte dar. No admito, pues, no admito contra mí tu queja, porque no ha estado en mi mano el nacer de padre conocido, cuya desgracia ha sido la causa general y particular de la fuerza de muchas circunstancias, bien tristes, por cierto, después de conocerte, de diversas épocas de mi vida. Pensarás tú, en hora buena, con toda la nobleza que dices y vi tan por mis ojos; pero yo debía tener otros miramientos contigo y con nuestro amor, el cual no había de ser de un sólo día, ni gozarse en la soledad y fuera del trato humano. Talento tienes, y no necesitas que te explique estas reflexiones. Por otra parte en tu edad y en mi deseo ya no cabía entretener la esperanza con plazos indefinidos, peores mil veces que el absoluto silencio que he guardado, porque éste podrá matar un amor vulgar, pero no quitar el temple ni embotar un amor verdadero en corazones como los nuestros. Una mirada de la fortuna que nadie sabe aún, me facilitó el poderte proponer condiciones de tanta libertad en nuestra suerte, que nos permiten prescindir de la que tú me ofrecías con los bienes de tu padre. Y cuando me disponía a venir a verte, sucedió un caso que ha retardado esta visita hasta ahora, como te diré cuando me hayas declarado tu resolución. Estamos en el día; hoy es, dulce y encantadora Morfina. Mira el cielo; y si aún eres la misma para mí, dale las gracias en tu corazón, y ven para siempre a los brazos de tu amante, a los brazos de tu esposo... Dijo estas últimas palabras con tanto afecto, que no pudo Morfina consigo; y agitada, tierna y resuelta le abrazó estrechamente exclamando: -¡Amor mío! ¡Esposo mío!

-Pues ahora, le dijo él, sabe para tu satisfacción y la de tu familia, que ya no soy Pedro Saputo, hijo de aquella pupila de Almudévar, sino que soy hijo de ella y del caballero don Alfonso López de Lúsera, con quien casó mi madre hace cuatro meses, habiéndome él conocido por casualidad y hallándose viudo de su primera mujer. -¡Hijo eres, dijo Morfina espantada, de don Alfonso López de Lúsera! Le conozco de nombre y de vista, porque años atrás pasó por aquí dos o tres veces y se decía de amigo con mi padre. Sí que eres su hijo, sí; me acuerdo, te le pareces. Bien decía la fama que eras hijo de un gran caballero. ¡Don Alfonso, tu padre! También, pues, habrás ya conocido a su nuera, ahora tu cuñada, aquella Juanita que dicen que es tan discreta, y la más celebrada de toda esta tierra. -Sí, respondió él, y la conocí ya de estudiante, con su amiga Paulina... -Son inseparables, dijo Morfina; y también dicen de esa Paulina que es graciosísima. -Ahora vendrás tú, dijo Pedro Saputo, a aumentar el número de las personas que une aquella amistad y la sangre, más discreta que Juanita, más amable que Paulina, más hermosa y digna que las dos, y la verdadera gloria mía y de mi familia. Mira si no el concepto que mereces a mi padre. Y le enseñó la lista de las doncellas con la nota que tenían todas. Miróla Morfina; estaba ella la cuarta habiéndolas puesto su padre por orden de distancia de los pueblos; y se rió de lo que añadía al fin sobre no querer oír hablar de amores ni casarse. -¿Cómo, dijo, pudiera el buen don Alfonso imaginar, que si yo no quería amar ni oír de amores, era porque amaba a su hijo? Parece, pues, que ya las has visto a todas, si eso significa la cruz que llevan sus nombres. -Esa cruz, respondió él, la hice ya a todas el primer día, dándolas por vistas; sino que por complacer a mi padre y pasar unos días de curiosidad que me recordaban un poco la vida estudiantina, he estado en algunos pueblos, y cierto que me he reído. -¿También has visto a la hija del escribano Curruquis?, preguntó Morfina. -¿Quién es el escribano Curruquis? -Éste (señalando con el dedo); y si no has estado, mira de ir por allá aunque rodees, porque verás un padre y una hija muy originales. Y de paso podrás ver estas dos que forman la sombra del cuadro.

Llegó en esto la cuñada, y continuaron la plática, y asimismo delante del hermano que vino luego, y también de su madre; que fue la declaración de Pedro Saputo a la familia, pues tratando a Morfina con tanta llaneza, entendieron que había algún secreto ya no secreto entre ellos. -Este caballero, dijo Morfina, es hijo de don Alfonso López de Lúsera. -¿Cómo?, dijo el hermano; ¿pues no es Pedro Saputo? -Sí, don Vicente, respondió él, pero también soy hijo de don Alfonso, aunque hasta hace poco tiempo no se sabía; como hace poco también que enviudó de su primera mujer y ha casado con mi madre. Y con el nuevo nombre y con el antiguo he venido a ver a Morfina y deciros a todos, que desde estudiante nos queremos y teníamos tratado, o entendido al menos entre los dos, nuestro casamiento. -¡Oh, cielo santo, si viviese mi padre!, exclamó don Vicente. ¡Vos, Pedro Saputo, hijo de don Alfonso López de Lúsera! ¡Mirad si lo dije yo cuando vi el retrato! ¿Quién está, pues, en nuestra casa? -Un amante de Morfina, dijo él; un hijo político vuestro, señora (dirigiéndose a la madre), y un hermano vuestro, don Vicente, si Pedro Saputo primero, y ahora don Pedro López de Lúsera es digno de tanto honor, así como es dueño hace tantos años del corazón de vuestra hermana. -Mirad, dijo don Vicente a su madre, mirad, cuerpo de mí, la que no quería casarse. -¿Y cómo había de querer a otro, respondió Morfina, queriendo ya desde niña a don Pedro? Sí, hermano, desde entonces le quiero y nos queremos, y ni quiero ni querré a otro hombre, ni le podía querer, aunque don Pedro hubiese muerto. Y perdonad, señora madre, que siendo doncella y estando vos presente me atreva a hablar de esta manera. -Hija, respondió su madre: ya sabes que lloraba de verte reacia y que no querías casarte; agora lloro de gozo de saber lo que me dices y de ver a don Pedro en nuestra casa; ya no tengo qué pedir a Dios en este mundo. ¡Ay, si viviera tu padre! ¡Tanto que hablaba de Pedro Saputo, y no saber que todos le conocíamos! Pero tú, hija mía, ya lo sabrías. -Sí, madre; pero no me atrevía a decillo. -Pues señor, dijo don Vicente; ahora sí que no os vais en un mes, o nunca; hemos de cazar, amigo, hemos de cazar, y habéis de tocar el violín, vamos, aquellas cosas tan buenas que sabéis. ¡Conque Pedro Saputo! Y tú, Morfina, lo sabías y has callado. -No tanto cazar, amigo don Vicente, porque quiero hacer el retrato de vuestra hermana. -Y el de mi mujer, dijo don Vicente. -Bien, le haremos. -Y el mío. -También, ya que nos ponemos. Después tengo que contar a Morfina cosas importantes de mi vida, y consultar muchas otras. -Ahí la tenéis, dijo don Vicente; ya no es niña; vuestra es, componeos; ¿no es verdad, madre? -Sí, hijo, sí, dijo la buena señora. Dios los bendiga como yo los bendigo de mi parte. La nuera, sin embargo, se conocía que pensaba alguna vez en el patrimonio que se llevaba Morfina, a quien tenía destinada en su mente para tía muy querida de sus hijos. Habíale dejado su padre un patrimonio que daba unos mil doscientos escudos anuales; y aunque no de más monta, sentía la nuera que saliese de su casa. El hermano era más noble.

Pedro Saputo envió el criado a su padre escribiéndole que estaba en casa del difunto don Severo Estada, cuya familia conocía mucho desde estudiante, y le detenían algunos días para hacer sus retratos. Pero Morfina con la gran satisfacción de tener a su amante y con la seguridad de su amor que tantos suspiros y lágrimas le había costado, y con la libertad de confesarlo y manifestarlo, volvió a cobrar su antigua belleza, la energía de los afectos, la alegría de su corazón; y serena, contenta, ufana y gloriosa brillaba con todas las gracias y encantos de la incomparable hermosura que debiera a la naturaleza.

Mes y medio se detuvo allí Pedro Saputo, haciendo los retratos, cazando también algún día, y gozando de la felicidad suprema del amor con su amabilísima y dulcísima enamorada, Morfina. Don Vicente, viéndole tan hermoso, tan caballero, tan cabal y perfecto en todo y con tantas gracias y habilidades le preguntó un día en la mesa: -La verdad, don Pedro; ¿cuántas mujeres habéis vuelto locas en este mundo? ¿Todas las que habéis visto? -Y más, respondió Morfina, porque algunas se habrán enamorado de él por la fama. -No por cierto, respondió él; porque algo diría esa misma fama, y nada habéis oído. Esto, Morfina, significa solamente que nací para vos, así como vos habéis nacido para mí; y don Vicente, que me quiere como amigo y como hermano, está sin duda aún más ciego que tú, y por eso delira tanto.

Al fin hubo de llegar el día de separarse: día anublado y triste; día que jamás debiera traer el cielo con sus vueltas; porque dejar sin vida a aquella infeliz, que sólo aquéllos pudo decir que había vivido. ¡Gloria de este mundo! ¡Felicidades de esta vida!




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Capítulo X

Concluye el registro de novias. Y es lo mejor de todo


Miró la lista, y le faltaban cinco o seis pueblos. En el primero le obsequiaron teniéndole enclavado a dos mesas de juego desde el alba hasta la noche. Moríase de asco y de enfado; y sin decir nada a las muchachas, que eran dos, la una joven y no maleja, y la otra atrevida de edad y talla, y aunque con opinión de buena moza, luz sin calor por demasiada nuestra, pasó adelante.

En el segundo pueblo conoció la persona más extravagante que vio en su vida; y le recibieron poco menos que con desaire teniéndole por un aventurero, hasta que presentó la carta de su padre, en la cual sólo decía al dueño de la casa que su hijo don Pedro pasaba a visitar algunos amigos, y que si algo se le ofrecía le hiciesen la cortesía de recibirle. Entonces todo mudó, y pasaron al extremo contrario. Era el escribano de quien le habló Morfina, hombre rico, de genio irregular, tan pronto arrebatado, tan pronto remiso y como insensible; raquítico, o más bien un poco jorobado, piernas largas, cuerpo corto y encogido, lo que fue causa que le llamasen Curruquis; ojos salidos, rostro pequeño, boca rasgada, cuello dudoso, pecho levantado y propenso a doble giba; hablador sempiterno, y más claro y llano que la pobreza en camisa. Así que vio la carta de don Alfonso dijo: -Ya yo conozco a vuestro señor padre y he oído la historia de vuesa merced, y me alegro mucho y celebro tener en mi casa al gran Pedro Saputo, agora don Pedro López de Lúsera, hijo de un tal caballero como don Alfonso López de Lúsera. Del sabio nace el sabio, que lo es también, aunque no tanto, el caballero don Alfonso López de Lúsera; y tal vez de hombres pequeños nacen hombres grandes, aunque grande es también don Alfonso López de Lúsera; y aún he visto nacer de grandes pequeños, aunque aquí todo ha mejorado y subido punto del uno al otro. ¿Porque comparado con vos, qué es ya vuestro padre por más que sea don Alfonso López de Lúsera? Seáis muy bien venido. Sabed que esta casa toda es vuestra con dominio propio y absoluto; me basta saber que sois el hombre más grande de España y de Aragón y todo. Y más agora con el nuevo nombre que lleváis, no digo nada, con el ser que sois nada menos que hijo del caballero don Alfonso López de Lúsera, la flor y la nata de los caballeros aragoneses de más alta alcurnia. Pero vamos claros: ¿venís a ver a mi hija Pepita? Hallábase ella delante, y respondió Pedro Saputo: -Yo vengo a haceros una visita, y confieso que no me pesa de ver a esa señora Pepita, vuestra hija, pues su presencia no es para espantar a nadie. -Yo lo creo, ¡cuerno!, dijo el escribano; ahí la tenéis, miradla; y luego, ¿eh?, lo que yo le pondré en el delantal, que señor mío, si quiero, será la friolera de seis mil escudos en moneda limpia y enjuta. ¿Os parece poco señor don Pedro?, no reñiremos: sean siete mil. ¿Todavía no estáis contento? Pues, ocho mil, y cerremos. ¿Qué queréis, amigo? Un hijo y dos hijas me dio el de arriba; el hijo se me lo llevó y quedaron ellas; la mayor me la casaron hace cuatro años, y le hice heredera con condición que no me pusiese los pies en casa hasta que me sacasen ésta. ¿Me entiende vuesa merced? Pues digo, vuestra presencia es gallarda; vive Dios que sois galán y bien hecho. Mira, Pepita, mira; esto es cosa buena. Pues de vuestra familia... Vamos, es mucha honra para mí emparentar con don Alfonso López de Lúsera; con una casa tan ilustre; aunque también la mía es antigua. Eh, volved la vista; ésas son mis armas: sí, señor, las armas de los Jordanes. Porque yo soy Jordán por parte de madre, y Almanzor por parte de padre. Los Almanzores (vea vuesa merced sus armas, son las de ese cuartel) fueron por lo menos generalísimos de los moros; digo, capitanes cristianos, pero muy famosos, que vencieron a generalísimos de los moros, y de algún tope que les dieron tomaron su nombre por apellido. Pues los Jordanes, saque vuesa merced la cuenta; en la Tierra Santa de un toqueo mataron lo menos trescientos mil mahometanos, que si agora vinieran a España nos ponían a freír el alma. De modo, amigo mío, que si vos sois noble, mi hija ya lo veis; y podemos decir que pari dignamur stemmate. ¿Entendéis el latín? -Sí, señor. -Es que si no, os diría que eso quiere decir que en linaje somos iguales. Vamos al negocio. Pepita, el señor, como acabas de oír es celebérrimo y nunca bien ponderadosapientissimus sapientum Pedro Saputo, y además hijo de aquel gran caballero que has oído nombrar, don Alfonso López de Lúsera; y viene a verte. Si tú le gustas a él, y él te gusta a ti, cuenta hecha y al nudo ciego; ocho mil por agora del primer empujón, dos mil más para el aniversario de tu boda, y mil por cada nieto que me deis mientras viva. Conque miraos bien, tanteaos de amor, conoceos por dentro y por fuera y enamoraos como locos. Yo me voy a N. (un lugarcito que distaba legua y media) a hacer una escritura; son las nueve de la mañana y volveré a comer, o no volveré; es decir, que a la hora, ¡Jesús!, y la cuchara al plato. Adiós. Y diciendo esto se levanta, coge unos papeles y el tintero, el sombrero y la capa, vuelve a decir adiós, cierra la puerta con llave, quita la llave y se va dejando a los dos encerrados en el cuarto. -¡Padre!, ¡padre!, gritó la muchacha. -Soy sordo, soy sordo, respondió él; y llamó a su mujer y le dijo: ahí quedan los pájaros; la llave yo me la llevo; cuidado que nadie los incomode. Hasta la vuelta.

Y se quedaron los dos mirándose del uno al otro; él, admirado y sonriéndose; ella, un poco avergonzada y encendida de color, pareciendo casi hermosa con este realce; pero uno y otro se resignaron. Preguntóle Pedro Saputo si su padre había hecho aquello alguna otra vez, y dijo que hacía un año lo hizo con un rústico labrador, que luego (añadió) porque no supo hablarme una palabra en más de hora y media que nos tuvo en este mismo cuarto, le despidió con desabrimiento y bochorno, diciéndole que no quería un gaznápiro y majadero para yerno. -Y ahora, preguntó Pedro Saputo, ¿cuánto pensáis que tardará en abrirnos? -Lo menos cuatro horas, dijo la muchacha, porque tres de ir y venir, que nunca hace correr la mula, y una más allá o más para despachar la diligencia que lleva. ¿Le parece a vuesa merced mucho? -¿A mí, Pepita?, respondió él; que pareden la puerta si quieren, y hasta que yo los llame. -Pensaba, dijo ella. En esto llamó la madre a la puerta y dijo: -¡Mira, hija, dile a ese caballero que tenga paciencia; yo lo siento mucho, pero como tu padre es así... Cómo ha de ser; entretened el tiempo lo mejor que podáis; alegra, hija mía, alegra a don Pedro; yo andaré en gobernar la comida con la moza (criada). -Muy bien, señora, muy bien, contestó Pedro Saputo; vuestra Pepita es amable, y no me parecerá largo el tiempo que dure esta penitencia. -Mejor, caballero, mejor, respondió la buena de la madre; con que adiós y no tiene remedio. Ella se fue a la cocina, y ellos se entraron en el despacho del padre.

Pues señor, dijo entre sí Pedro Saputo; en esta casa todos son locos; buen remate llevo. Pero la muchacha no es fea ni melindrosa; pecho al agua. Llevaba acaso un lapicero encima, pues los colores estaban en la maleta, como se supone, y se puso a hacer su retrato. Sacóle muy parecido, y la muchacha quedó sumamente complacida; y dieron las once. Después dieron las doce, luego la una, y al fin las dos; él, hombre de mundo, ella tentada de la risa, y el padre no venía. Dan las tres, y en este mismo punto le oyeron en la escalera que subía repitiendo la declaración de una mujer que había herido a su suegro, y decía, como hablando consigo mismo, pero en voz alta y sonora; y dijo la sujeto, que lo había hecho por hacelle entender su razón, por cuanto tenía oído que no hay ejemplar que ningún sordo haya dejado de oír dándole un buen tenazazo en las espinillas... ¡Ja-ja-ja! Y soltó una gran carcajada. Llegó así al cuarto, y les abrió la puerta, mostrándose incomodado y casi furioso porque no habían comido. -Pues señor padre, dijo la muchacha; si teníades vos la llave, ¿cómo habíamos de salir? -Es verdad, dijo él, riéndose, no me acordaba. ¿Y cómo ha ido, hija? -Muy bien, padre, respondió ella. -Supongo, dijo, que don Pedro no es el brutis y mastuerzo del año pasado; aquel páparo, aquel antropófago de Junzamo. Púsose ella colorada, y continuó el padre: buenas nuevas, bonísimas, ¿conque os habéis gustado? Me alegro. -Mirad lo que ha hecho don Pedro, dijo la muchacha; y le enseñó el retrato. Dio un salto el escribano, y dijo: -Diez mil el primer día, y en lo demás lo dicho. Mira, Pepita... ¡Voto a quien!... el primer nieto que me deis quiero que se llame don Alejandro Magno Almanzor Jordán de Jerusalén y López de la Sabiduría de Lúsera... Al revés: don Alejandro Magno López de Lúsera Jordán de Jerusalén y Almanzor de los... Sí, sí, así se ha de llamar. Ya veis, amigo, que esto de Jordán de Jerusalén hace más bombo y trueno que eso otro de vuestra familia. Vamos, vamos a comer.

Comieron, y no cesando el escribano de ponderar el talento y habilidades de su hija, y de añadir nietos y miles de escudos al dote, y de matar infieles y moros con los Jordanes y Almanzores, se levantó Pedro Saputo, cansado y diciendo que aún iba a pasar al pueblo de... Lo mismo fue oír esto el escribano se echó a reír y dijo: -¿Pensáis que tendréis mala cama? Y se disparó como una saeta escalera abajo, cerró la puerta de la calle con llave y todos sus cerrojos, y volvió a subir diciendo: conmigo está (enseñando la llave); yo tengo que extender dos escrituras y un testamento, y mi hija no ha de estar sola, porque su madre en poniéndose el sol se pone también, que está un poco delicada y se mete entre las mantas. Conque echad la cuenta, y el sol mirad cómo nos entra. Y con el mismo donaire les dio la espalda metiéndose en su escribanía, y retirándose también muy pronto la madre. La hija le enseñó la casa: la despensa, los graneros, la bodega, los corrales, y hasta las nueve, que tomaron una cena ligera, hubo de dar, bien que sin pesadumbre, conversación y entretenimiento a la muchacha.

Por la mañana no le dejaron ir; comió allí; pero desde la mesa, y aun casi riñendo con el padre y la hija, que no se tomaba ya menos libertad se despidió y montó a caballo, riéndose todo el camino a solas, como hombre que se le ha vuelto el juicio, del carácter de las tres originalísimas personas de aquella casa. Fue la última que visitó, porque deseaba concluir y volver a ver a sus padres.

Llegó y en ocho días no acabaron de reírse del humor y genio del escribano. Juanita y su madre casi enfermaron de tanto reír; el padre le preguntaba muchas veces: -Pero, hijo, ¿es posible que eso ha pasado así como nos lo cuentas? Y se reía también y tornaba a la misma admiración y pregunta. Avisaron a Paulina que Pedro había traído un registro de novias y entre todos habían de elegirle esposa; vino y cuando oyó esta relación, se rió tanto que se le caía a chorros la leche de los pechos y decía a Juanita: -Por Dios, amiga, tenme que me muero; siento no ser hombre para ir a pretender a esa muchacha y ver si me encerraban con ella. Cuéntalo, cuéntalo otra vez; dinos el gesto del escribano Curruquis y la traza de su hija, y lo que hicisteis con ella, que no sería sólo el retrato en tantas horas, algo te dejas; no nos lo dices todo. Y sin duda se dejaba algo, quizá lo más, si no es malicia pensarlo.

En muchos días sólo con mirarse de unos a otros estallaba la risa; y a toda ocasión, y aun sin ella, repetían las palabras del escribano y le remedaban. Porque aunque también gustaron mucho otras aventuras que le sucedieron, pero ésta fue la más celebrada y reída. Y lo podía ser, porque en verdad sólo un burlador de jiboso o un loco rematado pudiera poner los yernos a la prueba que él los ponía. Con todo yo sé de un abogado de cierto reino de España, cuyos hijos viven aún, que intimó otra mucho más abreviada y fuerte a un pretendiente que fue a pedille una hija. Y era, como digo, un abogado, todo un abogado.




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Capítulo XI

Elección de esposa. Viaje del padre y el hijo a Zaragoza


Día por día, pueblo por pueblo y doncella por doncella, le contó él largamente la historia de su expedición, dando mérito con el gracejo en que la retintaba, aun a los hechos más sencillos. Resumiéndose en fin, después de lo más particular que ya se ha referido, en estas observaciones generales: que había encontrado en las muchachas bastantes buenos entendimientos, ninguna instrucción, aun la que está bien a las mujeres y muy errada o del todo abandonada la educación, haciéndola consistir demasiado en exterioridades casi de hipocresía y en prácticas religiosas y devociones que no salen del corazón ni penetran en él, ni tienen más raíces que la imitación, ni más autoridad que el mandato de los padres y la fuerza del ejemplo desde la niñez, pero vanas generalmente, sin jugo ninguno e incapaces de dar el menor fruto de verdadera, sólida y entendida virtud. Que en lo demás le había gustado: del Semontano, el epicureísmo; de Graus, la formalidad; de Benabarre, la sencillez; de Tamarite, la ligereza; de Monzón, la cortesanía, y de Fontz y Estadilla, la amenidad. Advirtiéronle que se olvidaba de Barbastro, y contestó que de Barbastro le gustaba mucho la ausencia. Y les contó el caso de la pintura del Pueyo, de que se rieron todos, especialmente don Alfonso, porque conocía a algunos de los sujetos. -Sé empero, hijo, que hay muchachas muy garridas y menos mal criadas que en otras partes.

Mas llegados al punto de elegir novia, se redujo la competencia a las tres consabidas, callando Pedro Saputo para oír más libres los votos, lo que tenía tratado y adelantado con Morfina, y diciendo solamente que contasen con ella, pues su repugnancia al matrimonio no había sido lo que se creía.

Rosa, la amable Rosa, aquella pensadora, inocente y enamorada Rosa, tuvo tres votos, el de la madre, el de don Jaime y el de Paulina. Díjoles Pedro Saputo que tenían razón porque era muchacha preciosísima; pero que le era imposible mirarla sino como hermana; por más que se había esforzado en dar a su afecto el temple del amor que jamás la podría abrazar como amante ni como esposo, porque no le excitaría sino la correspondencia de un puro hermano. Cedieron a tan justo reparo, aunque su madre con gran sentimiento, desconsolándose de un modo que con dificultad la pudieron hacer asistir a la consulta.

Eulalia tuvo los votos de todos menos el del padre, que dijo: -Mucho me gusta, mucho quiero a Eulalia, y mucho vale; pero donde está la perla, el diamante de Morfina, callen todas las doncellas del mundo; puesto que nos dices que has vencido su repugnancia. Entonces tomó la palabra Pedro Saputo y dijo: «No he vencido la repugnancia de Morfina al matrimonio, porque no la tenía; no, señor padre, no la ha tenido nunca, y es éste uno de los secretos de mi vida, que se revela agora. Desde niña, o desde el primer sentido y conocimiento de estos afectos, ha querido Morfina a un hombre, y ni antes ni después ha podido querer a otro; de modo que si con él no hubiese dado, quizá no le encontrara en el mundo capaz de llegar a su corazón. Y ese hombre soy yo.

»Al pasar por allí de estudiante se enamoró de mí e yo de ella; y se enamoró porque la miré y hablé con intención fuerte y atinada de penetralla de amor, y no pudo resistir, auxiliándome en este empeño la semejanza de sensibilidad que hay en los dos, su gusto delicado; y el rarísimo y sublime entendimiento de que nació dotada. Confirmóse luego este amor con dos visitas más que le hice, la una con los estudiantes a la vuelta, la otra, después que me separé de ellos, habiendo posado en su casa, a ruegos de su padre la primera, y de su hermano la segunda. Mas con el tiempo advertí que había cometido una imprudencia, pues mi nacimiento no permitía tan altas miras. Bien supo quién yo era la última vez, adivinándolo por unas palabras que su padre dijo en alabanza mía, y se lo confesé y dije sin engaño; bien me juró y probó que su amor por eso no dejaba de ser el mismo y que antes bien le abrazaba y seguía más resuelta aún y enamorada; con todo no había vuelto a vella desde entonces, dejándola en libertad de un modo indirecto, y como obligándola a olvidarme si pudiera, o a pensar en lo que más le convendría. Fue ella para mí el primer amor, porque hasta aquel punto había sido muy niño y puros juegos de niño mis entretenimientos con otras; e yo para ella primero también, y a más el único posible, como se ha visto. Yo, entretanto, no me he obligado a ninguna otra. Porque de Rosa ya te he dicho lo que hay; y Eulalia, que a no haberme prendado de Morfina y obligado con ella, sería mi escogida entre todas las doncellas que conozco, nunca me ha insinuado nada de casamiento ni ha demostrado extrañar que yo no le insinuase a ella. Quizá lo ha dado por cosa llana, pues ha dicho algunas veces que me prefería a todos los príncipes del mundo juntos; pero esto no es una verdadera obligación positiva para mí; no media promesa ni aceptación entre nosotros: es una fineza; grande sí, mucho; pero no más que fineza; así como ella me debe a mí otras que si no equivalen a ésa, al menos son de bastante momento para que nunca me pudiese llamar desconocido o ingrato. De niño jugué con ella; y cuando volví hombre al lugar, ya (yo) era de otra, y en su amistad y trato no he olvidado esta circunstancia.

»Cerca de siete años he dejado pasar sin visitar ni escribir a Morfina, sin hacerle entender de ningún modo que pensaba en ella, dando lugar a lo que he dicho; y se ha mantenido constante, fiel, amante siempre y la misma que cuando nos declaramos la primera vez. Todavía ha acreditado de otro modo que su amor es el más acendrado y fino y que cabe en corazón humano. En este tiempo ha tenido muchos pretendientes, entre ellos algunos mayorazgos de casas de títulos, mozos apuestos, adornados de aventajadas partes, y muy estimados, y para todos ha sido insensible, habiéndose formado y cundido en el mundo la opinión que no había nacido con sensibilidad a propósito para el matrimonio, y que no había en ella inclinación natural a los hombres. Todo esto ¿qué quiere decir? ¿En qué caso y obligación me pone, sin la que media entre los dos hace tantos años? No sé yo quién lo declare; a vos, padre, a vos señora madre, a todos dejo la resolución. Sólo pido se tengan por ciertas las razones que he puesto y los motivos que he manifestado, así respecto de ella, como de Eulalia y Rosa, que son las tres en quien está la competencia.»

Cesó de hablar Pedro Saputo, y nadie tomaba la palabra. Habló al fin don Alfonso y dijo: -Morfina Estada es la doncella más hermosa y discreta que he conocido. Y habiendo yo creído que absolutamente no quería casarse, como lo creyó también su difunto padre, con quien hablé de ella algunas veces, nos encontramos agora con que era tu amor lo que la hacía parecer desdeñosa y esquiva, o más bien desamorada. Apreciabilísimas son, cada una por su término, Rosa y Eulalia; cualquiera de ellas te merece, y la vería con gusto de nuera en la familia; pero después de lo que acabas de decirnos, ya no debemos pensar en ellas, quizá, salvo todo, se podría reparar en que Morfina tiene dos años o cerca más que tú, cuando fuera mejor que tuvieses tú, doce más que ella; yo no reparo. -Ni yo, dijo Pedro Saputo; porque la virtud nunca envejece y la discreción siempre tiene flor.

-Pues a la ejecución, dijo el padre; mañana pronto monto a caballo y me voy a ver a Morfina y su buena madre, y tú, Pedro, si te parece, porque tu juicio es el solo que en esto ha de regirte, podrías ir a Almudévar a satisfacer a aquellas dos amabilísimas jóvenes del modo que tu talento y tu discurso te sugiera; porque Rosa no puede disimular su amor, que a mi parecer tiene poco de hermana y mucho de amante; y si a más de eso la han confiado, ya ves que sería un golpe de muerte para ella, sobre quedar mal con su madre, que es también madre tuya. Y a Eulalia ¿qué no le debes? ¿Qué no merece? Yo veo que el empeño es arduo: pero, cumple, hijo mío, cumple a tu honor, cuanto más a tu reputación, dar este paso que exige la humanidad en el amor de aquellas dos amables doncellas. -Iré, pues, a Almudévar, dijo Pedro Saputo; las veré, les hablaré; y aunque las mujeres en estos casos tienen la razón en el corazón y no admiren reflexiones, con todo no desconfío de dejallas si no contentas, porque es imposible, no al menos desesperadas ni enemigas mías. Y saldré mañana mismo, yéndonos los dos a un tiempo.

Con efecto, salieron los dos al día siguiente, el padre a ver a Morfina y tratar del casamiento con la debida formalidad, y el hijo a hacer a las infelices de Almudévar la declaración acordada, que fue el trance más recio en que se vio puesto en su vida. La madre quedó pensando en su Rosa, la cual le parecía la más graciosa y amable de todas las doncellas nacidas de mujer, y prescindía de lo que decía su hijo.

Dos días hacía que estaba Pedro Saputo en Almudévar no habiendo insinuado aún nada a las muchachas, sino que todo se había reducido a fiesta y alegría entre ellos, cuando recibió un pliego del virrey en que le decía se sirviese pasar a Zaragoza, pues tenía que comunicarle una letra de S. M. Acusó el recibo al virrey, le dijo que iba a ponerse en camino, y voló a verse con su padre. Llegó, y al verle venir tan pronto se admiró y le preguntó qué había. A Morfina, viendo la admiración de don Alfonso, porque ya sabía que estaba en Almudévar, aunque no el objeto, le dio un vuelco el corazón, y sólo se sosegó viéndole sonreír sin señal alguna sospechosa. Mostróles el pliego, y dijo su padre: -Iremos juntos; mas cuando pudo hablar libremente a Pedro Saputo, le dijo: me ha trastornado esa noticia. ¡Yo que después de tantos años de esperar y no esperar, y de padecer continuamente me creía ya en el día de mi felicidad y de gloria! -Se habrá de diferir por unos días, dijo Pedro Saputo; ya ahora ves cómo es la suerte la que da y quita los gozos de la vida, la que da luz y la sombra, la tristeza y la alegría, con nuestros cálculos y contra ellos, con nuestros deseos y contra ellos. ¿Puedo yo dejar de obedecer a mi rey? ¿Puedo dejar de ir y presentarme inmediatamente en Zaragoza? Pues causas tan contrarias como ésta y de más eficacia aún, por lo que ahora se puede juzgar, te han privado de tener nuevas de mí estos años, y a mí de seguir mi deseo de dártelas y visitarte. No llores... -No puedo dejar de llorar, respondió ella, y más ahora que puedo llorar y sentir con libertad, y decir por qué y por quién lloro. ¡Amante mío! ¡Esposo mío! ¡Gloria mía! No acababa la infeliz de lamentar su desgracia, y delante de todos lloraba y decía que no había recibido su corazón golpe tan recio en su vida. Pero no hubo arbitrio para detenerle; padre e hijo se despidieron, y ella se encerró en su cuarto a afligirse y hartarse de llamar cruel y maliciosa a la suerte, barruntando oscuramente allá en el ciego sentimiento desgracias que no sabía cuáles serían, ni cómo ni por dónde habían de venir, pero que le anunciaba el corazón como infalibles.

Pedro Saputo y su padre fueron a su pueblo y sin parar se pusieron en camino para Zaragoza. Presentóse primero al virrey Pedro Saputo solo y le enseñó aquél una carta de S. M. en que le decía que averiguase dónde se hallaba Pedro Saputo y le dijese que le necesitaba y deseaba ver; y añadió: -Espero que no os haréis desear en Palacio. -No, respondió Pedro Saputo; pero vendré a veros con mi padre, que hace poco tiempo le he encontrado y fui de él reconocido. Fueron los dos con efecto, comieron con el virrey, y le contaron brevemente su historia, holgando mucho S. E. de oírla. Detuviéronse en Zaragoza unos días, y se separaron al fin, partiendo el uno para la corte, y el otro para su aldea.




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Capítulo XII

No se sabe más de Pedro Saputo. Suerte de Morfina, de los padres y de Rosa y Eulalia


¡Oh qué infeliz es el hombre, que no quiere entender que la alegría es anuncio de penas, la mucha prosperidad, el rostro irónico de la desgracia y el día de la satisfacción, la víspera del dolor y del mayor golpe de la suerte! ¡Qué infeliz el que esto no entiende o lo olvida! Traiciones más bien que favores parece que sean las glorias de este mundo; alevosías, ardides y emboscadas del mal, cayendo siempre en ellas necia y confiadamente para espantarnos luego de la mudanza y maldecir de nuestra estrella y de la vida. ¡Nuestra estrella! ¿A qué llamamos estrella? No hay estrella, sino, hado, suerte ni fortuna, que la manifiesta soberana Providencia que hace lo que quiere de nosotros y de nuestras cosas, valiéndose unas veces de nuestros mismos vicios, otras de nuestras virtudes; unas, de nuestra prudencia, otras, de nuestra temeridad; y otras obrando sin tener ninguna cuenta con lo que nosotros somos, o hacemos o ponemos de nuestra parte. ¿Qué familia más dichosa y merecidamente feliz que la de don Alfonso? ¿Qué satisfacción como la de juntarse al fin tantas personas, tan amadas entre sí, tan excelentes y tan dignas también de aquella felicidad? Pues oiga el lector en qué vino a parar todo muy aprisa.

Un mes hacía que Pedro Saputo había salido de Zaragoza, y aún no se sabía de él; ni se supo en dos ni en tres más que pasaron. El padre escribió al virrey, éste, al ministro; y ¡cuál fue su espanto al recibir una carta autógrafa de S. M. en que le decía, que siempre había deseado ver a Pedro Saputo, y que en efecto pensaba llamarle, pero que nada sabía de su llamamiento, no había dado orden a nadie que le hiciesen venir! Escribió inmediatamente a don Alfonso; presentóse éste en Zaragoza, y al ver lo que pasaba, pensó caerse muerto. El virrey se llenó de inquietud y pesadumbre, ya por lo que pudiera haber sucedido a Pedro Saputo, ya porque se podría sospechar que había tenido parte en el engaño. Alentó en fin a don Alfonso, le aconsejó fuese a la corte y se presentase a S. M.; y lo hizo el buen caballero. Mas el rey, tan afligido como él del caso, y ofendido y altamente sentido de que se hubiese tomado a su nombre para un hecho tan atroz como parecía ser, hizo practicar exquisitas y continuas diligencias por espacio de dos meses, y ninguna luz se pudo adquirir del suceso. Entonces don Alfonso inclinó la cabeza a su desgracia, besó la mano al rey, que lloró con él al despedirle, y se volvió a Aragón a su casa.

Todos con tan funesta nueva cayeron en la misma aflicción y abatimiento; y como en él era el dolor más antiguo y su corazón más fuerte asimismo, tuvo aún valor para ir a ver a Morfina. Ella, cuando le vio llegar solo, pálido y como dudando saludarle después de tanto tiempo que carecía de noticias, sospechó su mal y le dio un desmayo. Vuelta en sí, la llevaron a la cama e hicieron cuanto en semejantes casos se hace con personas muy queridas. -Ya no le veremos más, decía don Alfonso... -¡Ay, don Alfonso!, queredme mucho, que yo también os quiero. -Hija, le respondía él, os quiero como a mi hijo. -Sí, sí, decía ella; ¡llamadme así, llamadme hija, tratadme como a hija, habladme como padre, porque ya no sonará otra voz de consuelo en mis oídos! Ocho días se detuvo allí don Alfonso, porque por una parte no sabía dejar a Morfina, y por otra deseaba volver a su casa en donde acaso había más necesidad de su presencia. Fuese pues, diciendo a Morfina que mientras de cierto no supiesen lo que era de él, no debía desconfiar, pues tenía la costumbre de no escribir cuando estaba de viaje. Morfina contestó meneando la cabeza, y dando a entender con esto que no era ahora lo mismo que en otro tiempo. Bien lo conocía don Alfonso, y él no lo creía; pero ¿qué había de decir a aquella infeliz? Y también se engañaba a sí mismo todo lo que podía.

La semana siguiente fueron a verla Juanita y su marido y estuvieron seis días. Volviéronse y continuando los correos diarios entre las dos familias, le hizo al cabo de un mes otra visita don Alfonso, y se la trajo a su casa acompañándola también su hermano don Vicente. ¡Qué abrazos! ¡Qué lágrimas!

Pero, ¿quién lo diría? La más serena de todos fue la madre; y era que estaba acostumbrada a que desde niño se fuese los meses y los años y a no tener nuevas de él, y le parecía que también ahora era lo mismo, no haciendo caso de la fingida carta del rey ni de lo que todos sospechaban y lloraban. Un poco se conmovió al verse abrazar de Morfina que le dio el título de madre, y lloró también con ella; pero siempre era la que menos afligida estaba porque era la que menos creía en su desgracia.

Los primeros días aún parece que se distraía Morfina un poco de su dolor, pero pronto empezó a decaer hasta que del todo vencida se quedó un día en la cama para no levantarse más. Como todos lloraban, como no había en la familia una persona indiferente, y Paulina que vino, aumentó aún el desconsuelo general si era posible, porque no hizo sino llorar, la pobre Morfina fue acabando muy aprisa. Y una mañana viéndose rodeada de todos, los miró, cerró un poco los ojos, y luego volviéndolos a abrir, exclamó con un profundo sentimiento: ¡y no le hemos de ver más...! Y se le apretó el corazón de modo que le dio un desmayo del cual no volvió, expirando en los brazos de don Alfonso y de Juanita que, hecha un esqueleto de flaca, pero en pie con fortaleza invencible, la asistió constantemente sin apartarse de su cama hasta que la vio expirar, hasta que le cerró los ojos; diciendo de ella, luego que la conoció, que no hubiese creído podía haber una mujer tan perfecta en el mundo. Porque sus ojos, si decirse puede de una mortal, eran verdaderamente divinos, llenos de sensibilidad e inteligencia, y habiendo en ellos, a juicio de la misma Juanita, más meditación aún y profundidad que en los de Pedro Saputo, y templando sus miradas con una suave ternura que subía del corazón y regalaba y deshacía el de quien la miraba. Sus movimientos, aunque naturales, tenían mucha nobleza, y su gracia en todo era extremada, su gesto afable y sereno, su habla encantadora: en una palabra, no parecía nacida en la tierra.

La muerte de esta infeliz fue como la señal y anuncio de las que muy pronto habían de seguirse: fue Juanita la primera que murió de parto a los cuatro meses. A ella siguió don Alfonso dentro del año, de un carbúnculo en el pecho. La madre, sin su esposo y una nuera tan apreciable y amante, se quiso ir a Almudévar, pareciéndole que allí viviría menos afligida: y aunque lo sintió mucho don Jaime no se opuso al viaje de su madre política, y la acompañó y la visitó después con frecuencia.

En Almudévar descansó un poco de su aflicción, pues al principio le pareció que volvía a su antiguo estado de pupila con el hermoso y noble hijo de su amor. Mas también se pasó presto este engaño de su imaginación; y aunque no podía persuadirse la muerte de su hijo, y por más que Eulalia y Rosa no la dejaban, esmerándose a porfía en servirla y contemplarla, fuele cargando la tristeza, luego la melancolía, y a los cuatro o cinco años murió llorada de todos y más especialmente de aquellas sus dos hijas, como las llamaba.

Tampoco ellas no creyeron de presto la desgracia de Pedro Saputo; pero al fin rindieron su esperanza; y después se ayudaban y esforzaban, pasándolo juntas continuamente y hablando de Pedro Saputo; y ni se casaron, despreciando todos los partidos que les salieron, ni pensaron en meterse en claustro, que era en lo que entonces solían parar las doncellas desengañadas. No se hicieron viejas, pues murieron con un año de diferencia, primero Rosa, y después Eulalia, a los ocho de la muerte de la Pupila, y dejando en vida la una a su viuda madre, y la otra a su padre y a su madre, que era la madrina, aquella madrina tan buena y tan enamorada de su ahijado.

Don Jaime, el hermano de Pedro Saputo, se volvió a casar, y sólo conoció lo que había perdido en su primera mujer, cuando experimentó lo que era la segunda. Bien que como hombre de menos temple que otros, se acomodó a vivir y a no morir sino de viejo. Paulina ya no volvió más a aquel lugar; y sí fue una vez a ver a la Pupila a Almudévar. Visitábala a menudo don Jaime, y la instaba que viniese, pero le respondió desde la primera vez, que el cielo sin Dios y los santos no sería cielo; que su aldea había sido el cielo y la tierra y dejado de serlo para siempre; y que no se cansase en hacerle instancias, porque no iría ni aun con el pensamiento, si podía de allí apartarlo. Pero él, como también sentía soledad en su casa, volvía siempre y porfiaba en lo mismo; y siempre para llevar la misma respuesta.




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Capítulo XIII

Del natural de Pedro Saputo


No se supo más de él. A los cuarenta o cincuenta años de su desaparición se presentó en Almudévar un mendigo de esa edad poco más o menos, quiero decir, de unos cincuenta años, diciendo que era Pedro Saputo, cuando éste debiera tener entonces, si viviera, setenta y cuatro o setenta y cinco. Pero por burla y con mucho desprecio le preguntaron de su casa y no supo decir cuál era; ni satisfacer a mil otras preguntas que le hicieron. Pidiéronle que pintase, y tocase algún instrumento; y respondió muy entonado y grave: el águila no caza moscas. Y repetía y juraba que era hijo de Almudévar y el verdadero Pedro Saputo. Como era zafio, bajo, grueso, y un borrachín torpísimo, los de Almudévar se ofendieron y le entregaron a los muchachos, que llenándolo de barro y con grande ignominia y algazara le arrastraron por las calles y sacaron del lugar medio muerto. Él se levantó, y mirando al lugar, dijo en tono profético: presto será que el cielo vengue esta ingratitud y mala obra. ¡Pueblo de Almudévar!, no sabes lo que has hecho: ya lo sabrás cuando venga sobre ti el castigo y caiga en ti la calamidad de tu pecado. Los del pueblo rieron, y hasta ahora no ha vengado nada el cielo, ni les ha sobrevenido ninguna calamidad en castigo de haber tratado a aquel asqueroso como merecía. Mas él se fue a otros pueblos, andando mucho por el pie de la Sierra y por el Semontano, llamándose Pedro Saputo. Y como hablaba con gravedad y decía muchas sentencias, aunque las más de ellas muy disparatadas, se habían atribuido algunas al verdadero Pedro Saputo; pero no en Almudévar ni por nadie de los que conocieron al grande hijo de la Pupila.

Como el lector lo está viendo desde el principio de la historia de su vida, no hubo hombre en su tiempo ni después se ha conocido que le igualase en agudeza, en talento, en discreción, en habilidad para todo, juntando a tan excelentes dotes una amabilidad que robaba el corazón a cuantos le hablaban, un aire de mucha dignidad, una presencia gallarda y hermosísima, y una gracia incomparable en todo lo que decía y hacía; y jamás se le vio hinchado ni se vanaglorió de nada. Con la misma naturalidad y facilidad trataba con los grandes que con los pequeños, sin faltar al respeto que se debía a cada uno y al decoro de las personas y de las cosas. No se hacía pequeño con unos, ni grande con otros; ni alto o desdeñoso con éstos, y bajo o servil con aquéllos.

Recibió algunas ofensas, y no vengó ninguna, dándole siempre venganza a su tiempo los mismos que le ofendieron, porque su virtud y la estimación pública, y sobre todo su generosidad, confundían muy pronto a sus enemigos.

Huyó de tener envidiosos, disimulando en lo posible su gran superioridad; y con todo en Andalucía se dice que tuvo un lance con dos émulos a quienes combatió a un tiempo y desarmó, dándoles después de bofetones por desprecio, y como notándolos de infamia por haber usado con él una villanía y acometiéndole alevosamente cuando salían al campo.

También se asegura que habiéndose hecho de él un grande elogio en cierta tertulia de Huesca, tuvo un caballerete, muy jactancioso y vano, la imprudencia de decir movido de la envidia: pero al fin es un borde. No era esto ciertamente una injuria; pero además nombró a la Pupila de Almudévar con una calificación harto fea. Súpolo Pedro Saputo y el domingo inmediato por la mañana se dirigió a la ciudad, y por la tarde a la hora que la gente principal salía a recrearse a ciertos puntos, fue al más concurrido, y vio con otro y una señora a aquel desdichado. Acercósele, y pidiendo permiso a la señora y al caballero le dijo: -Yo soy Pedro Saputo; ¿qué es lo que dijiste de mi madre el jueves en casa de N.? Turbóse el cuitado; y él le dijo con severidad: dentro de tres días he de saber yo que habéis ido a la misma casa y habéis declarado a las personas que se hallaron presentes, que no sabíais lo que decíais porque no estabais en vuestro acuerdo. ¿Lo haréis? Acusado el otro de su conciencia y con la noticia de que tenía del valor y esfuerzo de Pedro Saputo, respondió que sí. Pues en señal de amistad, y que en esto no se hablará más, dadme la mano. Diósela; y él se la apretó de modo que le magulló los dedos, estrujándoselos unos con otros; de que quedó lisiado para siempre después de estar mucho tiempo en poder de cirujanos; dio altos ayes el miserable y llamó la atención del paseo; mas Pedro Saputo le dijo: de vivo a muerto es inmensa la distancia, y eso no es nada; una leccioncita de prudencia, y una memoria del día que nos vimos en este paseo. Y muy sereno, con gentil continente, y saludando a los conocidos, se fue andando a la ciudad, y se volvió a Almudévar. Y solía decir que sus particulares injurias todas las perdonaría; pero que las que dijesen o hiciesen de su madre, le quitarían el sueño a él, y el sueño y algo más a sus autores. Se habló en Huesca de este lance, y todos le aprobaron como obra de un verdadero hijo que vuelve por la honra de sus padres.

Traía siempre consigo el Manual de Epicteto, y decía que no le podía leer tanto, que no le abriese siempre con gusto y provecho. Y solía decir que este libro es el testamento de la raza humana, así como el Evangelio es el testamento de la sabiduría increada, conduciendo el uno (en lo posible) a la paz de la vida y el otro a la paz de la vida y a la felicidad eterna.

Yo quisiera poder quitar de la historia de su vida algunas travesuras que hizo de muchacho, en especial la de disfrazarse de mujer y meterse en el convento; pero debe considerarse su poca edad, los motivos porque lo hizo, y no juzgarle con disfavor. No fue una calaverada; fue sólo discurso del miedo, por más que a otro no le hubiese ocurrido. También a algunos parecerá que fuera mejor haber olvidado después a aquellas dos compañeras del noviciado, o que las hubiese tratado ya con menos familiaridad. Pero, ¿era esto muy posible a él ni a ellas? Si cuantas mujeres le veían y trataban un poco, lo que es por ellas, se daban luego por perdidas, ¿qué sucedería a aquellas dos que nacieron con él a la luz y conocimiento de la malicia? ¿Y de un modo tan singular y no visto?

Desde el momento que se reconoció a sí mismo y vio cuan fácilmente podía ser rico si quería, que fue cuando volvió del gran viaje por España, dijo a su madre estas hermosas palabras: «Ya, buena madre y señora mía, tenemos un estado decente, el cual Dios mediante y yo con salud no ha de faltarnos. Yo os ruego, pues, que a ningún pobre, anciano, enfermo o desvalido, y más si es mujer, dejéis que le coja la noche sin pan si no sabéis que otro le acude. Acordaos cuando lo érades vos e yo niño, acordaos de lo que sentíades cuando alguna persona os saludaba con afabilidad y os daba algo para mí o con pretexto y voz que era para mí, y os encontrábades con un día bueno tomándome en brazos o sentándome a vuestro lado. Aquel gozo que entonces sentíades le podéis renovar y tener siempre que quisiéredes, con la ventaja de ser vos misma la autora de vuestra felicidad, dando con que le sientan otros infelices. Porque si felicidad hay en este mundo, es la conciencia de los beneficios que se hacen.» Y él por su parte, aunque generalmente valiéndose de terceras personas, socorría muchas necesidades. ¿Quién con esto no le amaría, aunque no hubiese otra causa? Viendo tal caridad, le dijo una vez un eclesiástico virtuoso, que no podía dejar de ser su vida muy feliz y próspera; y él, generoso y magnánimo, respondió: ésa no es cuenta mía.

Puédese disputar si fue un bien o un mal, mirando a su sola persona, el haber encontrado a su padre. Porque sus bienes no los necesitaba; su favor tampoco, ni la dignidad de la familia; fuera de si quería casar con mujer que se deshonrase de un hombre sin linaje. Pero como él no la hubiese querido con esta vanidad, no se puede considerar como un favor de la fortuna el adornarle después con un tan ilustre apellido. El de sabio que ha merecido y llevaba era mucho más grande. Y en cuanto a mujer y esposa digna de él habíasele prevenido en la hermosa y discreta Morfina, que nacida con un entendimiento muy claro, un juicio profundo y recto, y un pecho nobilísimo, prefirió a todos sus hinchados pretendientes un hombre de dudosa cuna, pero con ilustre dictado de sabio, que llevaba sin vanidad, sin afectación ni ceño. Dignas eran también de él su hermanita y Eulalia, tan apreciables una y otra, cada una por su término.

Para nada, pues, necesitaba a su padre ni de su apellido. Con todo, se alegró mucho de conocerle, aunque por su madre principalmente. Nunca él había creído liviandad ni desenvoltura el hecho de su madre, porque, sobre dar entero crédito a su relación, le conocía bastante para no dudar de su virtud, sin lo que oía a todos de su mucha honestidad y recato; pero la infeliz no podía estar satisfecha con su buena opinión, y más creyéndose engañada.

Por lo demás, parece que la suerte quiso mostrar en él que los hombres que nacen de su cuenta no deben procurar ser hijos sino de sí mismos, de su aplicación y de sus obras, pues le ocultó al mundo, sea con muerte, sea de otra manera, luego que encontró un padre que le diese estado. No era sin duda éste el que le convenía; y por eso y porque ya había perdido el otro, que era el legítimo en su condición, dejó de ser su hijo, y se perdió la luz y la gloria con que en él quiso iluminar y adornar el mundo.

Acerca del fin que tuvo nada se puede afirmar. Sospechóse por algunos y aun se quiso asegurar, que la carta y llamada a la corte fue traición de los cortesanos, que viendo al rey con deseos de hacerle venir y mostrando alegría algunas damas de las principales y más hermosas, se llenaron de envidia y discurrieron esta maldad para deshacerse de él, valiéndose luego de asesinos que le quitaron la vida en el camino, juntamente con el criado. Esto es lo que se sospechó y dijo, y lo que yo he creído siempre; pero de cierto no puede saberse. De todos modos, bien exclamó el poeta aragonés: ¡Oh corte, quién te desea!




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Capítulo XIV

Máximas y sentencias de Pedro Saputo


Solía decir que más quería enemigos agudos que amigos tontos.

-Decía que hablando en general todos los hombres son buenos y todos malos, porque no les debemos pedir lo que no pueden dar, ni querer que obren como no les conviene aunque tal vez entiendan mal esta conveniencia. Y en cuanto a la justicia, que o no la conocen en los casos que obran mal, o que no saben lo que vale.

-Preguntáronle una vez, qué hombres eran los más perjudiciales, y respondió que los envidiosos. Admiráronse de esta respuesta, y quisieron saber lo que sentía de los ladrones, matadores y otros; y dijo, que de éstos mucha parte eran también envidiosos y por envidia comenzaban a ser malos; que otros son unos miserables, ignorantes, rudos y mal encaminados por otros como ellos, o perdidos por la mala educación en su niñez y mocedad; pero que al fin de todos ellos tarde o temprano se hace justicia. Mas que el envidioso es un verdadero malsín, el traidor por naturaleza, el animal propiamente dañino, contra el cual no hay castigo en las leyes ni en las costumbres, para el daño que causa en general y en particular, que es más que el que nos viene de todas las demás clases juntas de hombres perversos y malvados. Que la envidia ha causado más trastornos en el mundo que la codicia y la ambición juntas si no es que la ambición sea un nombre dorado de la envidia. Pero que sin embargo podían alguna vez, y de particular a particular, producir un bien parecido al de las indigestiones y cólicos en el cuerpo humano, que si no son frecuentes ni muy graves, hacen al hombre templado y sobrio.

-También decía muchas veces que la codicia no había levantado ninguna casa; y sí muchas el orden y la economía.

-Decía que los mayores enemigos del bien del hombre suelen ser la vanidad y la pereza. La vanidad porque gasta más de lo que puede y se arruina o dice más de lo que debe y cae en grandes inconvenientes; y la pereza, porque va detrás de las estaciones en el tiempo, de la sazón en los negocios, de los hechos en los acontecimientos, dejándoselo venir todo encima, hasta que se le cae la casa y acaba en sus ruinas, o huye espantada y no encuentra donde meterse, pobre, falta de consejo y aborrecida.

-Decía que la necedad es mal incurable y piedra en que siempre se tropieza; y que los tres mayores trabajos que puede pasar un hombre son vivir con necios, tratar con embusteros y viajar con un cobarde.

-El influjo de la imprenta y la aplicación de cada uno guiada y excitada por los sabios, decía que harían hombre al mundo, porque hasta ahora (en su tiempo) aún no ha salido de niño.

-Creía que los hombres nunca habían sido mejores, sino que en algunos tiempos tuvieron menos leyes y menos sociedad, y así menos juicio y censura de sus acciones; pero que la sociedad había estado mejor constituida, aunque no bien del todo.

-Según él, los hombres de su tiempo no entendían el comercio, la agricultura, las artes, ni las ciencias, porque le parecía que no veía sino torpeza, casualidad, charlatanismo y miseria.

-Cuando se supo su resolución de casarse le preguntaron, cómo siendo tan sabio caía en esta vulgaridad. Y respondió: no es vulgaridad casarse, porque es seguir la naturaleza, sino casar mal por interés o por mera y sola razón de nombre, y quejarse después, o condenar el matrimonio y hablar mal de las mujeres.

-Antes de conocer a su padre decía que daba gracias a Dios porque no se lo había dejado conocer, pues había visto muchos niños de quien no le pesaría ser padre, y pocos hombres de quien quisiera ser hijo. Mas cuando encontró a su padre, lloró de pena de no haberle conocido desde la cuna. Y acerca de su apellido respondió a don Vicente, el hermano de Morfina que le preguntó si estaba muy vano de él: ya me parecía a mí que no podía escapar de un López, de un Pérez, de un Martínez, Jiménez, Sánchez, o Fernández, porque estos linajes son como los gorriones que en todo poblado se encuentran.

-Como había tratado con frailes y monjas y los conocía muy bien, decía que a aquéllos les faltaba un voto, y a éstas les sobraban dos. Pero no explicaba más, y no sabemos qué votos eran éstos.

-Por tres cosas (decía) daría yo la vida: por la religión que profeso, por mi madre y por mi pueblo. Preguntáronle una vez que acababa de decir esto, si la daría por el rey; y respondió que no entendía la pregunta.

-Solía decir que en general la primera necesidad de las mujeres es hablar; la segunda murmurar de otras, y la tercera, ser aduladas.

-La pereza en los jóvenes, la desautoridad en los viejos, la vanidad en las feas, y casar hombre pequeño con mujer alta, decía que son cuatro pecados iguales contra natura.

-Recomendando la frugalidad solía decir: carne una vez al día, y ésa en la olla o asada. Y condenando la prolijidad en los platos: el mejor dulce es la miel, el mejor bizcocho, el buen pan, el mejor licor, el buen vino, y el mejor guiso, el más corto y simple.

-Decía que había cuatro cosas que le ponían a punto de alferecía: mesa pequeña, cama corta, mula pesada, y navaja sin filo. Cuatro que le regaban el alma de risa: una vieja con flores, un marido gurrumino, un predicador de mal ejemplo, y un fraile o clérigo haciendo la rueda a una dama. Y cuatro que le hacían llevar la mano a la espada: engañar a un ciego, burlarse de un viejo, un hombre pegando a una mujer, y un hijo maltratando a su padre o a su madre.

-Estando en Sevilla le brindaron si quería ir a ver una poetisa que componía sonetos, églogas de pastores y otras poesías; y respondió que sí, pero que le habían de decir con tiempo el día y la hora porque quería prepararse. -¿Qué preparación necesitáis?, le preguntaron, y dijo, purgarme y limpiar bien el estómago, y luego tomar un elixir que sé yo hacer muy especial contra las náuseas y la flojedad del vientre.

-Entre las sentencias de los antiguos la que más le gustaba era aquella de Virgilio, Felix qui potuit rerum cognoscere causas. «Dichoso el que alcanza a conocer las causas de las cosas»; esto es, a la naturaleza.

-Y de él la sentencia que más se celebra es ésta: que el mucho rezar a nadie ha hecho santo, ni el mucho leer sabio, ni el mucho comer robusto y fuerte.

Muchos otros dichos y sentencias se le atribuyen; pero o son muy vulgares, o se les quiere dar autoridad con su nombre. Y asimismo se refieren de él varios hechos que de ningún modo corresponden al concepto que su gran talento y suma prudencia le ha merecido. Yo me persuado que así los dichos como los hechos que corren como los suyos y son tan indignos de su discreción y sabiduría, pertenecen al falso Pedro Saputo, a quien los de Almudévar echaron con razón de su pueblo tan malparado, y que, como hemos dicho, era un mentecato, un vago y un borracho torpe e indecente. El hijo de la Pupila fue muy sobrio, muy fino, muy amable, persona de mucho respeto, y tan grande en todo como se ha visto en esta verdadera historia de su vida.







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