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ArribaAbajoLa maldición paterna

Portada de «La maldición paterna»

Vamos a referir un hecho cierto, sin nombrar el lugar en que sucedió ni las personas a quienes acaeció, trasladando el hecho a otro punto y dando otros nombres a las personas que en él actúan.

Lo que nos mueve a darle publicidad es el considerar el poco o ningún aprecio que se hace, y la solemnidad que ha perdido hoy día, tanto la bendición como la maldición paternas. Verdad es que no puede esto extrañarse, en vista de la influencia que necesariamente deben ejercer en el espíritu de un siglo en el que la indiferencia religiosa de los gobiernos y asambleas gubernativas (que son los tutores de los pueblos) han permitido a los hombres de talento predicar la abolición de la familia, negar la divinidad del Redentor y ensañarse descaradamente contra su Iglesia, de la que dice el sabio Augusto Nicolás «que es Dios reconocido y servido por la humanidad, siendo la revolución la humanidad emancipada de Dios, revolucionada contra Dios, atacando a Dios».

Y, no obstante, se ven y se tocan los efectos de la maldición paterna, y más generalmente en el pueblo; lo uno porque siendo éste más enérgico y menos contenido que las clases cultas, la lanza siempre que la cree merecida; lo otro porque el pueblo es franco, y cuenta y deja contar lo que le acontece, y con más razón si en los sucesos reconoce la inmediata intervención divina, para que sirvan de lección o de escarmiento.

La hermosa y robusta fe del pueblo español -y quien dice fe dice religiosidad, porque sin fe no puede haber ninguna clase de religiosidad ni tampoco sentido común- respeta y tiene en tanto el poder de una maldición o anatema dimanada de la autoridad espiritual, que unida a su sentido poético, lo extiende hasta sobre lo inanimado. De esto hemos traído una prueba en el prefacio de la colección de cuentos y poesías populares, en el siguiente relato:

«En la iglesia de un pueblo fue robado un vaso sagrado; fulminado el terrible anatema de la Iglesia contra el sacrílego criminal y sobre el encubridor que retuviese en su poder el santo objeto substraído, el anatemizado reo, en su angustia, escondió el hurto en el hueco de un olivo. Tan luego éste perdió su savia, su lozanía y se secó, y cortado que fue, se halló en su concavidad el vaso robado. « Demos por sentado, añadíamos en dicho prefacio, que el olivo se secó por la casualidad; no motejemos por eso, sino envidiemos al pueblo que cree sin cortapisas esa fuerza e inocencia de su fe voluntaria y no exigida, que cree al olivo encubridor secado por el terrible anatema de la Iglesia, y no ridiculicemos con acre e impío sarcasmo esta superabundancia de fe. Si se arroga el escéptico e impío espíritu del siglo presente el derecho de condenar las sencillas, candorosas y fervientes creencias de pasadas épocas, se hará el Herodes de los inocentes.

En la provincia de Córdoba, a seis leguas de la capital, a orillas del río Guadajosillo, se halla el pueblo de Castro. Por privilegio concedido por el rey Alfonso XI, en Écija, año 1351, mandó el soberano que tomase nombre Castro EL LEAL, por los que fueron en dicho lugar de Castro, guardaron muy bien la verdadera lealtad e servicio de los reyes ende yo vengo e el mio Señorío. -Ignoramos si algún día usó el honroso privilegio concedido a su nombre, añadiéndole por epíteto el de la más noble de las virtudes, pues es la lealtad estrella fija y brillante en el cielo de las virtudes; pero en cuanto a hoy, se denomina con el distintivo material e insignificante de Castro del Río.

En 1565 compró D. Alonso Fernández de Córdova, primer marqués de Zelada, al rey don Felipe II el pueblo de Castro en ciento y tantos millones de maravedises. Estaba este magnate casado con doña Catalina Fernández de Córdova, tercera marquesa de Priego y décimonovena señora de Aguilar.

Los habitantes de Castro, que querían permanecer realengos, llevaron muy a mal esta venta. Desde últimos del siglo XVII se halla unido el marquesado de Priego a la casa de Medinaceli, en cuya época sostuvo el pueblo grandes pleitos con el duque de este título, solicitando la reversión a la Corona.

Hasta aquí la historia, que no es de nuestra incumbencia, pero cuyos hechos hemos presentado para que se pueda comprender el origen de las tradiciones y cosas que vamos a referir, pues lo antedicho explicará una frase muy conocida y usada por los vecinos de los pueblos colindantes de Castro, que para mortificarlos les dirigen en tono de broma preguntándoles, y es ésta: «¿Usted será de los que dicen: viva el duque, mi señor?» Esto lo miran los interpelados como un insulto, y el castreño que la pronunciase afirmativamente, esto es, que reconociese al duque por su señor, no sólo lo mirarían sus convecinos como deshonrado, sino que sería cruelmente castigado por ellos.

Tal sucedió a un pobre despreocupado, que por una libra de tocino que le prometieron prorrumpió en vivas al duque, su señor. Sabido esto por sus paisanos, le dieron un manteo de tal calidad, que salió de él con un ojo y algunos dientes menos. Campesinos de los cortijos inmediatos al término de Castro han intentado obligar a los zagalillos de ganado a pronunciar la anatematizada frase, y no han podido conseguirlo ni aun colgando con brutal crueldad a los pobres niños por los pies a un árbol, y encendiendo debajo una hoguera de hojarasca, cuyo humo los habría sofocado a no haber hecho cesar a tiempo la bárbara prueba sin haber logrado su intento.

Esta tenacidad secular en no querer reconocer otro señor que el rey ha dado lugar a lances serios, y lo ha dado también a chistes y burlas, como no podía menos de suceder en Andalucía, y no es menos gracioso el asegurar los burlones que cuando los castreños rezan las letanías, en llegando el que, lleva el rezo a la advocación de la Virgen, Janua Coeli, entendiendo los demás que dice Medinaceli en lugar de ora pro nobis, responden en voz grave: pase pase.

En el patio de una de las casas más humildes de Castro del Río se hallaban las dos vecinas que en ella vivían, ocupadas la una en planchar la ropa de su marido, la otra en remendar la de sus hijos.

-¿No te se han enfriado todavía las planchas desde anteayer que te sirvieron -dijo esta última a la primera-, y estás otra vez de plancha?

-Sí, hija -contestó la interrogada-, que Dios nos manda la pobreza, pero no la porquería; ayer volví a lavar, que mañana va mi Juan a Córdoba en caa de sus amas, y no quiero que le abochorne algún zumbón, preguntándole si su mujer no sabe lavar; además le precisa hablar con la señora, que me ha encargado moza de mi satisfacción, y la diga que se la he hallado que ni pintada.

-¿Sí? ¿Y quién es?

-Es Rafaela, la sobrina del tío Prisco, que desde que nació ha sido la prosulta14 de la desdicha. Al nacer ella se murió su madre y fue criada a traguitos15. Pero después murió su padre, que era un infeliz, un pan perdido, de resultas del manteo que le dieron cuando se supo que el muy sinvergonzón, por una libra de tocino que le aprometieron, dijo: «¡Viva el duque, mi señor!».

-Y merecido que lo tuvo -observó su interlocutora con indignación.

-No digo que no -prosiguió la otra-; pero el desdichado estaba muerto de hambre, y el hambre tiene mala cara, y asina me pienso que en aquel trance diría para su chaleco: «La vergüenza pasa y el tocino queda en casa», que asina piensan más de cuatro encumbrados.

-Pues le acaeció al revés, que el tocino se lo comió, y la vergüenza, en cuanto le quedó de vida, no se la pudo quitar.

-Pero cuando murió el padre, ¿no recogió el tío Prisco a los dos hijos que dejó, que lo eran de su hermana?

-Sí, los recogió el tío Prisco, que está rodeadito16 y no necesita trabajar, pero que es el más díscolo y desamoretado del pueblo, con un genio de Barrabás, que por todo se encabrita como potro cerril y parte como banderilla de fuego. Les ha dado a los sobrinos más hiel que pan; y ahora, para que nada le falte a la pobre Rafaela, le ha caído soldado su hermano, que es una prenda.

-Verdad es; esas voces tiene17 -dijo la vecina-. Cuando muchacho, le tomó el señor cura de monaguillo, y como le vio a la par tan humildito y picudillo, y se enteró que sabía las letras, aunque no las juntaba, le enseñó la leyenda y la pluma, y salió muy aventajado, por lo que dijo su mercé, cuando supo que le había tocado la suerte, que poco había de tardar en salir a sargento y en hacerse sujeto.

-Lo que no quita que el tío esté hecho un veneno, porque le va a faltar el jornal que entraba en su casa, pues el sobrino es un trabajador de los de punta; y con eso tenía a los sobrinos siempre con sed de dientes18, sin hacerse cargo de que la mano es menester de que coma. La pobre Rafaela, que es un jardín de virtudes, con tantas tribulaciones se ha puesto tan delgada, que parece está estudiando para tabique. Yo la he dicho que para huir del bracono de su tío se meta a servir, que yo la llevaré en casa de mis amas a Córdoba, que son unas usías legítimas de antaño, y no de esas medias tintas del día, que gastan mucho papel y poco tabaco. Aquella casa es una casa de bendición, en que, como en la de San Basilio, todos son santos, hasta el aguador, y en la que es tal la caridad, que resucita a los muertos.

-¿Y qué dice ella?

-Ella desea ir; pero su primo Matías, que la quiere, no lo consiente; por más que hace ella por convencerlo, él se retranca y se está en sus trece.

-¡Qué! ¿La habla Matías? -exclamó la interlocutora.

-Ellos lo niegan por miedo del padre, que si lo supiese se pondría hecho un toro de fuego; pero no me se ha escapado a mí.

-Vaya, mujer, que tienes punzones en los ojos que todo lo penetran; bien dice el refrán: «No lo que ve la suegra, sino la vecina que todo lo escudriña». Paréceme que ella hace malamente en someterse de aquesta manera a Matías, que es tan espino majoleto como su padre; a mí no me atan tan corto, que corto la soga.

-¡Y qué quieres, si ella es un pan de rosas, y cada uno vive con su genio! -repuso la otra-. A Matías le quise aconsejar por su bien de ambos; pero él se retrepó y me dijo, volviéndome las espaldas: «El que no tiene calentura no necesita médico».

Expuestos quedan en el referido diálogo los antecedentes de la muchacha que pocos años después se hallaba sirviendo, querida y atendida de sus señoras, en una de las principales casas de Córdoba.

De cuando en cuando la venía a ver su protectora, la mujer del guarda del campo de sus señoras, y siempre acompañada de Matías, que seguía queriendo a Rafaela como quiere el campesino, cuyo primer amor se entreteje en su existencia de manera de no poderse separar el amor y la existencia; es este amor como un árbol arraigado en el terreno que le es propio; bien podrá el tiempo ajarle sus flores (¿qué amor carece de flores?), pero no puede ser trasplantado; su tronco es inamovible, sus raíces indesprendibles: este es el amor que la Iglesia consagra y bendice.

El tío Prisco, cuyo genio malo y despótico le hacían contrario a toda voluntad ajena, a toda cosa que no fuese dispuesta por él, había rabiado por haber salido soldado su sobrino, había rabiado por haberse ido a servir a Córdoba su sobrina, que le era muy útil en su casa, y más que por todo rabiaba por los amores de su hijo con ésta, de los que se había enterado.

Teniendo Matías un genio tan violento como el de su padre, nada le había dicho éste a su hijo sobre el particular, aguardando la ocasión propicia para hacerlo de un modo solemne y terminante.

La mujer del guarda, patrocinadora de esos amores, decía en su enérgico lenguaje a su vecina: ambos, padre e hijo, callan porque saben que dan duro con duro, y saben que ninguno ha de cejar, y procuran no encontrarse en la vereda.

De esta suerte pasó tiempo; entonces, por medio del cura, pidió Matías a su padre licencia para casarse, licencia que le fue negada de la manera más terminante, y si no lo fue con ira e insulto, fue debido al respeto que inspiraba la persona intermedia.

Viendo la obstinación de su padre, y conociendo que ésta sería inmutable, se decidió Matías a dejar pasar algún tiempo, y entonces acogerse a las leyes eclesiásticas y civiles, las que, para evitar mayores males, pasado el plazo señalado por la ley, conceden al hijo que es mayor de edad el tomar estado sin este requisito cuando razón de valía no se oponga.

Rafaela, que no había sentido ni inspirado más amores que el de su hermano, que había marchado con su regimiento a la Habana, y el de su primo Matías, quería a éste con ternura, y con ésta y la suavidad de su carácter sabía templar los violentos arranques de su genio, por lo cual la mujer del guarda solía decirle: «Matías, si no fuese por Rafaela que es tu buen ángel, tan bravío y fiera eres tú como tu padre».

Rafaela, entretanto, había ido empleando su salario en reunir su ajuar con la satisfacción que se siente en poseer y disfrutar los bienes adquiridos con el propio honrado y trabajo; pero antes que en lo agradable, había pensado Rafaela en lo útil. No se había comprado vestidos ni pañolones de espumilla, sino que había convertido sus salarios en el ruidoso almirez, amado ruiseñor de nuestras maritornes culinarias, el que competía en brillo con el velón; éste, con sus cuatro piqueras, que miraban a los cuatro puntos cardinales, parecía, en amor y compañía de los periódicos, esparcir sus luces sobre las cuatro partes del mundo. La caldera para colar la ropa y las planchas para alisarla, esos indispensables auxiliares del aseo; algunas tazas, platos, ollas y cazuelas estaban colocados con grande orden en primer término delante de una cama con su buen colchón, sábanas y vistosa colcha, que era el costoso regalo de novia de su buena señora. Sus señoritas habían ofrecido a Rafaela regalarle el vestido de novia, de lanita, lo que la había alborozado; pero no así la condición que para dárselo habían puesto, y era que al recibirlo había de decir: ¡Viva el duque, mi señor! A esto se resistía horripilada.

Un día que las señoritas volvían de haber ido a las tiendas, enseñaron a Rafaela una gran cantidad de muestras de lindas telas, para que escogiese la que más le agradase. Terrible fue para la pobre muchacha, a la que tanta falta hacía aquel vestido; pero no sucumbió a la tentación, y siguió negándose, no diremos obstinadamente, sino digna y valerosamente, pues recordaba el baldón y desgracia que sufrió en parecidas circunstancias su pobre padre.

Entonces la señora, compadecida, dijo a sus hijas.

-No insistáis, que la hacéis sufrir inútilmente; contentaos con que diga: «¡Viva don Alonso de Aguilar!».

Los lectores recordarán que don Alonso Fernández de Córdova, señor de Aguilar, que lo compró al rey Alfonso IX, fue el primer dueño y señor de Castro.

A decir esto no tuvo Rafaela reparo, ignorando los antecedentes, y prorrumpió en un sincero ¡viva don Alonso de Aguilar! Por lo cual se encontró feliz poseedora de su vestido de novia.

Hase dicho que las paredes tienen oídos, y se debía añadir que tienen bocas para repetir lo que oyen.

Aunque en la anterior descrita escena no había presentes sino Rafaela y las señoras de la casa, las paredes, a pesar de su aparente formalidad, hubieron de repetir lo ocurrido, con la malicia de aplicar el viva de Rafaela al duque, su señor.

Sabido es que nada corre más que una mala noticia, a no ser una calumnia, y bajo estas dos agilidades llegó tan luego a Castro del Río la voz de que Rafaela, por tal que la regalasen un vestido, había gritado el ominoso viva.

Pocos días después vino a verla la mujer del guarda, acompañada como siempre de Matías: pero la cara de éste, que tenía siempre, según la expresión popular, fuño, en esta ocasión estaba tan adusta y sombría, que la pobre Rafaela, pasando en un instante de la más franca alegría a la más viva inquietud, le preguntó azorada:

-Matías, ¿qué traes?

-Seis leguas andadas -respondió con aspereza el interrogado.

-No es eso lo que te encapota, Matías; algo traes cocido por dentro.

-Pues sábete que vengo a decirte que ya no me caso.

La pobre huérfana, que tan inesperadamente vio quebrarse el solo lazo de cariño que le unía a sus semejantes, puso ambas manos sobre su corazón, que le pareció iba a quebrarse, y cayó ahogada por sus sollozos sobre una silla.

-Mira tú -le dijo la mujer del guarda-, mira tú que el muy papanatas ha dao crédito a las habladurías del lugar, que dicen que por un vestido has dicho tú: «¡Viva el duque, mi señor!».

-Es mentira, es muchísima mentira, mentira tan descarada como el sol de Junio! -repuso indignada y poniéndose de pie la acusada.

-Ya lo decía yo -exclamó con aire de triunfo la mujer del guarda dirigiéndose a Matías; pero éste permanecía mustio y desconfiado.

Entonces la pobre muchacha corrió bañada en lágrimas a suplicar a su bondadosa señora que viniese a atestiguar el que no había pronunciado la deshonrosa frase.

La autoridad de aquella noble y respetable señora era tal, tan autorizado su fallo, que Matías, que lo que deseaba era ser convencido, lo estuvo desde el momento que esta señora le aseguró que Rafaela no había dicho «¡viva el duque, mi señor!» y sí sólo «¡viva don Alonso de Aguilar!».

Pero a veces, y como haciendo paréntesis en las dulces expansiones de la reconciliación, Matías preguntaba con algún recelo: pero, Rafaela, ¿tú a qué santo dijiste: viva don Alonso de Aguilar?

-¿No ves -contestaba ella- que este nombre dijo la señora, que es tan buena, para que se contentasen las señoritas, como hubiera dicho Periquillo, Sarmiento o Juan de las Viñas?

Poco tiempo después, a pesar de la oposición de su padre, que era más violenta desde que había hallado en lo que se dijo de Rafaela una razón en qué fundar su oposición, se casaron Rafaela y Matías, y se establecieron en Castro.

Años pasaron, pero no pudieron extinguir ni aun mitigar el injusto, amargo y profundo resentimiento que abrigaba el iracundo y obstinado de ser viejo hacia su hijo y su sobrina. A pesar de ser aquél un cumplido hombre de bien y ella un dechado de esposas y de madres, no hablaba de ellos sino para infamarlos. Esto lo sabía Matías, que, a su vez, y a pesar de las cristianas reflexiones de su buena mujer, abrigaba hondo resentimiento hacia su padre.

La muerte de su madre, baldada hacía años, había traído a Matías a la casa paterna, en la que desabridamente fue recibido por el tío Prisco; esto, y en aquellos momentos, acabó de exasperar a su hijo, que iba allí a cumplir un deber sagrado, y como si lo que ya había hecho no satisficiese al díscolo y rencoroso anciano, apenas salió el cadáver de la casa, concluidas las ceremonias y cumplidos que son de uso, el padre se encaró con el hijo y le intimó que saliese, añadiendo con rudeza y altivez la orden de no volver a pisar su casa.

-El cuidado será mío -repuso irritado el hijo- que me sobra vergüenza para no presentarme donde a mí y a mi mujer, sin motivo ni razón, se nos infama y envilece.

-¿Sin razón dices? -exclamó el padre con violenta explosión de coraje-, ¿sin razón dices, tú que te has casado contra la voluntad de tu padre, tunante?

-Señor -repuso, pálido el rostro, encendidos los ojos, Matías-, tenga su mercé en cuenta que si soy hijo soy también hombre, y hombre cuya honra no ha de dejar mancillar ni aun a su padre.

-¡Honra! ¿Pues acaso la tienes? -repuso con recalcada expresión de desprecio el padre.

-¡Señor!... -gritó Matías exasperado-, cuenta con lo que habláis, que sanan cuchilladas, pero no malas palabras.

-Envilecido, sinvergüenza, ¿acaso no sabes que el que a los suyos trae la lepra los enferma y no sana, y te has casado a sabiendas con una mujer, que lo propio que su padre ha perdido la honra?

Al oír estas últimas palabras, Matías, lívido de furor, fuera de sí, se abalanzó al anciano, y su crispada mano cayó sobre el rostro de su padre, que se bamboleó al empuje que recibió, y cayendo sobre la silla en que había estado sentado, exclamó con voz ahogada y estridente:

-¡Maldito! ¡Maldito! Has puesto la mano en el rostro de tu padre; permita Dios que no vuelvas a ver más dónde la pones.

Al llegar Matías a su casa dijo a su mujer que sentía un vehemente dolor en el ojo izquierdo, dolor que se le fue aumentando al par que su angustia al sentir igual dolor en el ojo derecho; cuando llegó el médico que fueron a requerir, Matías estaba ciego.

Habían pasado años cuando tuvo que ir a Castro del Río un pariente de las señoras en cuya casa había servido Rafaela, y éstas, llenas de bondadoso interés, le encargaron que viese a su antigua criada y les trajese noticias de ella.

Llegado que hubo, preguntó al dueño del mesón por ella y por su casa.

-Y muy buena y propia que la tienen aquí a la vuelta -contestó el interrogado-. Esas gentes están muy bien arropaditas. A la mujer se le murió un hermano que tenía aguas allá19, que desde soldado había ascendido a oficial, y que le dejó sus ahorros, con los que compraron unas hazas de tierra y la casa en que viven descansaditos, sin deber nada a nadie, sino su alma a Dios; tan bien están, que se han llevado a su padre de él consigo.

-¿Cómo ha sido eso? -preguntó el forastero-; mis primas creían que estaban reñidos por haberse casado Matías contra la voluntad de su padre.

-Así fue por muchos años; pero el tío Prisco enfermó, se puso perlático, y aunque era más bravío y amargo que la retama, y malo de esta que corre -añadió señalando una de las venas de su brazo-, que quien dice la verdad ni peca ni miente, la enfermedad y el desamparo lo amansaron, y ya es un sol puesto.

El cura habló a Rafaela, que es la paz de Dios; ésta habló a su marido, y fueron ambos a ver al padre y se lo trajeron a su casa, en la que lo cuidan y miman a cual más.

El caballero siguió la dirección que le habían dado y entró en una casa que, aunque pobre, tenía buenas proporciones, y en la que reinaba gran aseo y orden.

Rafaela, que lo reconoció por haberlo visto en casa de sus señoras, salió alegre y obsequiosa a su encuentro y lo introdujo en la habitación común. Allí vio sentado con semblante sereno y apacible a un hombre como de cuarenta años, al que Rafaela dijo llena de júbilo:

-Matías, aquí está el primo de mis amas, que han encargado de verme y llevarles noticias de mí; ¡mira qué bondad tan buena!

El interpelado volvió su sereno rostro hacia la puerta, dando cortésmente la bienvenida al recién entrado, el que entonces pudo notar que el marido de Rafaela estaba ciego, lo que le llevó a hacer un gesto de sorpresa. Rafaela, que lo notó, le dijo:

-Sí, señor; ¡mi pobre Matías ha perdido la vista! No se le conoce mucho por tener sus ojos sanos y abiertos; pero ¡ay, señor! son dos pesetas falsas.

En este momento entró en el aposento, sostenido por una linda niña de diez años, un agobiado anciano cuyos movimientos entrababa la parálisis.

Al oír sus pasos, el ciego se puso de pie, y Rafaela se apresuró a arrimar un tosco pero cómodo sillón de anca, en el que, ayudada de la niña, hizo sentar al anciano.

-Pero -preguntó a Matías el forastero -¿no ha consultado usted para su curación a algún hábil facultativo?

-En muchas ocasiones, señor, para obedecer a mi padre y dar gusto a Rafaela -contestó el interrogado-; pero todos los médicos de consuno han dicho que mi ceguera no tiene remedio, y yo me he alegrado.

-¡Alegrado! -exclamó el forastero.

-Sí, señor; porque mi ceguera es el dedo de Dios, es un castigo, y asina mientras más sufro y expío mi culpa, más se aligera el pesar y arrepentimiento que me inspira, y se aumenta en mi alma la esperanza del perdón que pido.

-Y yo -añadió el anciano, en el que la enfermedad y los años habían amansado su genio indómito- llevo, si no con placer, con resignación, mis crueles padeceres, que son también un castigo, pues no es el que comete la culpa el solo culpable, que lo es también el que a la culpa provoca. Ambos, señor, fuimos culpables; a ambos nos ha castigado visiblemente Dios; ambos sufrimos resignados su justicia, y ambos, arrepentidos, esperamos de su misericordia el perdón que le pedimos.




ArribaAbajoLa viuda del cesante

Portada de «La viuda del cesante»

Las murallas de Cádiz son un hermoso paseo, ancho, llano, sin el menor obstáculo ni tropiezo, en el que puede pasear descuidado un ciego, un distraído o el que, absorbido en contemplar la vista que ofrece, anda, como aquéllos, sin brújula. Bajando por ella desde los cuarteles, se mira a la izquierda una fila de casas altas, alineadas, fuertes y uniformes como un regimiento prusiano, y a la derecha la bahía, poblada de barcos anclados, inmóviles y mustios como presos. ¡Qué imagen de la fuerza bruta es el navío! Privado de su piloto, todo lo atropella, destroza y hunde, hasta que él mismo se pierde en desconocidas playas.

La costa opuesta aparece confusa como un recuerdo medio borrado, y al frente se extiende el mar, que la cortedad de nuestra vista hace a cierta distancia unirse al cielo, no obstante de estar allí tan distantes como lo están aquí, y esto lo creemos por fe, como debemos creer otras muchas cosas que nuestra vista no alcanza ni nuestra concepción comprende, porque la comprensión del hombre, así como su vista, son limitadas.

Paseaban por esta muralla, hace de esto algunos años, dos señores. El uno era alto, de buena presencia; el otro era más pequeño, algo agobiado, y de semblante doliente y decaído.

-Paisano -dijo en tono jovial el más alto al que lo acompañaba-, usted se hace del porvenir un monte, y yo lo veo muy llano.

-Llano, sí -contestó el interpelado-; llano como lo es el camino que desde Puerta de Tierra conduce al camposanto. Usted, que tiene su porvenir asegurado, puede vivir tranquilo; pero un empleado como yo, que tiene siempre la cesantía, como la espada de Damocles, amenazando su cabeza, no puede hallar sosiego ni gusto para nada. A pesar del juicio, modestia y economía de mi mujer y de nuestra vida retirada, apenas tenemos ahorros, pues habiéndoseme en poco tiempo, destinado desde Málaga a La Coruña, desde La Coruña a Pamplona y desde Pamplona aquí, los crecidos costes de los viajes los han absorbido todos.

-¿Y por qué, con mil diablos, fue usted empleado, paisano?

-Mi padre lo era, y antiguamente los hijos seguían las carreras de sus padres, sin aspirar a más que a distinguirse y subir en ellas, y los servicios de aquéllos les servían de derecho y recomendación; pero desde que todos en España quieren empleos, y cada ministro y cada diputado tiene un ciento de ahijados que colocar, para que esos tengan cabida, se tienen que dejar cesantes infinitos empleados, por más que toda su vida hayan servido fiel e inteligentemente sus destinos... Yo no tengo protector ni me he afiliado a ningún bando político, y así estoy seguro de quedar cesante muy en breve.

-Paisano, no anticipe usted males.

-Señor don Andrés, más vale estar prevenido que recibir inopinadamente la noticia de su ruina. Si mi padre, que en descanso está, hubiese podido prever el porvenir, me hubiese enviado con usted a Lima cuando se fue; allí ha hecho usted fortuna y ha logrado la suma felicidad, que es vivir independiente.

Habían llegado a una de las escaleras por las que se desciende de la muralla... Después que la hubieron bajado, dijo don Andrés a su acompañante:

-Véngase usted a la nevería a tomar un helado.

-Gracias -contestó el invitado-. Me voy, como tengo de costumbre, a mi casa, en la que rezamos el rosario; nos hace mi hijo una lectura amena mientras cose mi mujer, o jugamos una partida de tresillo; a las diez tomamos chocolate y nos acostamos; esto es poco elegante, pero no nos cuidamos por la elegancia. No diga usted tampoco que rezamos el rosario; nos llamarían neos, lo que sería suficiente motivo para dejarme cesante.

Pocos meses después, los temores del pobre empleado se habían realizado. Cesante y forzosamente desocupado, un hombre laborioso como él lo era, sin medios ni esperanza de mejorar su suerte, cayó en un profundo abatimiento, que agravó el mal de hígado que lo había lentamente acometido, y que de crónico pasó a agudo, y en breve plazo le ocasionó la muerte.

Desgarrador fue el pesar de su amante mujer y de su excelente hijo, joven de veinte años, que se había criado al lado de su padre para seguir su carrera, la que de todo punto se le cerraba, no teniendo cabida este joven capaz, excelente y modesto, entre la infinidad de pretendientes que no tenían ninguna de sus cualidades; pero que en su lugar contaban con osadía y un protector político cualquiera.

Tres días después del entierro estaba la infeliz viuda recostada en un canapé, caída la cabeza sobre el pecho de su hijo, que la tenía abrazada, y sin atender a las benévolas palabras de consuelo que don Andrés le repetía, a pesar de estar convencido de su insuficiencia. De repente levantó la pobre viuda su cabeza, y con los ojos secos y desatentados, exclamó, cruzando sus manos:

-¿Qué va a ser de mí y de mi hijo?

-A grandes males, grandes remedios -repuso don Andrés-. Su marido de usted me decía que ojalá que su padre le hubiese enviado a Lima cuando yo fui; que vaya, pues, su hijo, yo le daré cartas de recomendación, en particular para la viuda del compañero que allí tuve; yo le costearé el viaje... y me devolverá este desembolso cuando pueda hacerlo cómodamente -añadió don Andrés al notar que la viuda apurada iba a rechazar-. Señora-prosiguió-, este sacrificio es necesario, y la única tabla de salvación que os queda en la cruel situación en que tanto el uno como el otro os halláis.

El corazón de la tierna madre se partió; pero no era posible rehusar, cuando su mismo hijo se hallaba dispuesto a seguir aquel amistoso consejo, y cual si no fuesen bastantes las lágrimas de la viuda, vinieron a aumentar las lágrimas de la madre, al ver la nave que encerraba al solo objeto que amaba en este mundo, aquel hijo amante, del que nunca se había separado, poner erguida la proa a la ancha mar, no dejando tras de sí sino una estela que borraban tan luego las aguas móviles del mar, como el tiempo borra el recuerdo.

Pasaron días, semanas, meses; pasó un año sin disminuir en la pobre solitaria el dolor de la ausencia, y haciendo brotar y crecer en su corazón la más angustiosa zozobra, al ver que ninguna noticia de la llegada de su hijo a su destino recibía; y como si esto no bastase a colmar su infortunio, presentose el cólera, y una de las primeras víctimas que escogió fue don Andrés, su único amigo, aquel por cuyo conducto esperaba recibir al fin noticias de su hijo.

La viuda había vendido cuanto tenía para mantenerse; pero siendo esto caro en Cádiz, vio con asombro que dentro de poco nada le quedaría.

Entonces hizo un paquete de lo estrictamente necesario, vendió lo restante por lo que la dieron, y se fue al muelle, en el que buscó un falucho de los que de los pueblecitos de la costa llevan frutos y legumbres a Cádiz y se embarcó en él. Durante la travesía se informó de un marinero joven de si hallaría en el pueblo alguna casa en la que le quisiesen arrendar una habitación. El marinero contestó que su madre tenía una bastante capaz, por haber sido su padre albañil y haber agregádole por la parte del corral habitaciones para que cuando sus hijos se casasen tuviese cada cual casa en que vivir, y que, estando una desocupada, no tendría su madre inconveniente en arrendársela. Y así sucedió; por ocho reales al mes tomó posesión de una salita y alcoba, y por dos reales más puso la dueña en ella cuatro sillas toscas, una mesita de pino sin pintar y una cama de bancos y tablas apolilladas. La Viuda, del poco dinero que traía, separó seis duros, pensando: «Esto compone un año de alquiler, de aquí allá sabré de mi hijo o me habré muerto. «Pero ¡ay! ni una cosa ni otra sucedió... Pasó el año, y no pudiendo ya pagar, dio la dueña por pretexto que uno de sus hijos mozos se iba a casar para obligar a la inquilina a mudarse.

Las almas nobles y delicadas se acostumbran luego a todas las privaciones, incomodidades y humillaciones de la pobreza, pero jamás a los cálculos, tretas e importunidades que engendran en las almas que no lo son, por lo que la pobre viuda, que había caído en una completa apatía en todo lo que no era el temor y la esperanza que alternaban en su corazón, no sabía qué hacer, hasta que una buena mujer, que vivía en la casa inmediata, la que no tenía más que una salita, le ofreció una covacha que había servido para guardar leña y los aparejos de la burra cuando vivía su marido. La aceptó, como el perdido en un desierto sin encontrar senda, al fin, cansado, se deja caer en el suelo. De allí no salía sino para ir a la iglesia, que aunque perteneciendo a una aldea tan pequeña, era hermosa como casi todas las de España. Allí, postrada ante el altar de una bellísima Virgen de La Esperanza, era donde únicamente podía respirar, llorar y hallar algún sosiego; muchas veces se ha dicho, pero más veces aún se debe repetir, que la desgracia nos lleva irremisiblemente a buscar consuelo en la religión, que es la única que nos enseña a sufrir con resignación y con fruto; el Señor no ha dicho: «Toma una corona de flores y sígueme»; sino que ha dicho: «Toma tu cruz y sígueme»..

Al pie de aquel altar imploraba, pues, esta infeliz la intervención de la Santa Madre de Dios para con su hijo por la vuelta del suyo, y la Virgen, que tenía en la mano el áncora, símbolo de la hermosa virtud que le habían dado por advocación, parecía enseñársela y decirle: Si te faltan las terrestres, nunca te faltarán las divinas.

Volviose luego a su covacha. La buena vecina Josefa, el día que tenía que comer, le daba alguna pequeña parte; pero el día que no lo tenía e iba a comer en casa de una hija casada, que era tan pobre como ella, la triste viuda no probaba bocado; y días y días se sucedían, y ninguno le traía noticias de su hijo; pero ella no perdía las esperanzas, a lo que la vecina le decía: «Por demás está visto que su hijo ha muerto»; ¿pero quién sería tan bárbaro para arrancarle sus esperanzas? Ellas la ayudan a vivir: el día que las pierda, se muere.

Pero la pobre viuda se iba debilitando por días; andaba doblada, y estaba tan delgada, que sus huesos todos parecían quererse desprender de su cuerpo, y, no obstante, se arrastraba al pie del altar.

Un día que el cura, saliendo de la sacristía, atravesaba la iglesia, desierta a la sazón, vio un bulto al pie del altar de la Señora: acercose y vio que lo formaba una pobre mujer desmayada.

Llamó el cura a un monaguillo; éste avisó a algunos vecinos, que llevaron a la inerte señora a su casa, acompañándoles el cura, que quedó asombrado al ver la desnuda y triste covacha que la dueña de la casa indicó como su albergue.

-Josefa -le dijo el cura-; yo no sabía que esta señora estuviese tan necesitada: ¿cuánto te paga por esta covacha?

-Nada, señor; ¡pues si no tiene para pan, y este desmayo le proviene de necesidad! Hace dos días que no come, porque, no teniéndolo para mí, no he podido darle un bocado.

El cura se volvió hacia el monaguillo y le mandó ir a su casa y que dijese a su sobrina que acudiese al punto, trayendo un plato de la comida que tuviera preparada para ellos y un bollo de pan.

Al cabo de un rato, la pobre viuda abrió los ojos, y al ver al cura, exclamó:

-¡Ay, señor cura! ¡Yo pensé que ya el Señor se había apiadado de mí y ponía fin a mis sufrimientos! Pero no es así, ¡cúmplase su santísima voluntad!

-Pero, señora -contestó el cura-, ¿por qué no ha hablado usted? Poco tengo, pero es bastante para impedir que ninguno de mis feligreses se muera de hambre.

Entró en esto apresuradamente una hermosa joven de catorce a quince años, que traía en un plato arroz con tomate, que sin que se lo dijese su tío presentó a la pobre viuda; ésta volvió la cabeza al otro lado.

-A comer, señora, a comer -dijo el cura-; ¡ojalá fuera otra cosa! Pero lo que importa es que usted coma; lo contrario sería ofender a Dios y afligirme a mí.

Rosalía, que así se llamaba la sobrina del cura, unió con calor sus instancias a las de su tío, y la pobre viuda cedió. A medida que aquel sencillo, pero sano y caliente alimento, caía en su desfallecido estómago, se iba la desmayada reanimando, y pudo referir al cura su triste historia.

Desde aquel día, este excelente hombre se constituyó con sus escasos medios en ser el amparo de aquella desamparada; Rosalía, por su parte, se dedicó con aquel tierno y santo amor que inspira la lástima, y que aumentó de día en día el trato dulce y tierno de la viuda, a asistirla, aliviarla y acompañarla cuando caía enferma. Cada día le traía un plato de la comida que ponía en su casa, ya patatas guisadas, ya garbanzos, y de vez en cuando pescado, cuando algún marinero, agradecido a los favores del cura, se lo regalaba. El cura reanimaba su abatido espíritu, dándola esperanzas, que él no abrigaba, de que su hijo no hubiese muerto, y que cuando menos lo pensase recibiría carta

Así pasaron años, sin que se disminuyesen ni se enfriasen, ni en el tío ni en la sobrina, los cuidados, el interés y la caridad hacia aquella infeliz. ¡Qué de virtudes y qué de buenas obras calladas, sin pretensión ni aparato, existen que el mundo ignora!... Pero Dios no las ignora.

Toda la noche había estado el cura ayudando a bien morir a un hombre que había tenido una larga y penosa agonía; había ido a la iglesia, en la que había dicho misa, que aplicó por el alma del finado, y entró en su casa rendido de cansancio y de necesidad.

Cuando estuvo en su cuarto, se quitó su viejo manteo y su sombrero de canoa, que colgó en una percha; se dejó caer en su tosco sillón de brazos, e iba a dormirse, cuando entró Rosalía, trayendo en una mano un plato de sopas y en la otra un pequeño vaso de vino.

-¡Qué es esto! -exclamó el cura, poco acostumbrado a semejante regalo-; ¿de dónde has sacado estas gollerías?

-Hoy son los días del señor López -contestó Rosalía-, que ha matado una ternera y ha mandado a usted dos libras y media de tocino, con un jarrito del vino de su viña; puse al instante el puchero para poderle dar un plato de sopas cuando entrase y antes que se pusiese a descansar, pues de ambas cosas tendrá usted gran necesidad.

-Necesidad precisamente, no -respondió el cura tomando la sopa-; pero me viene bien, Rosalía.

El cura tomó su sopa y su vasito de vino, que aunque ambos, caldo y vino, de inferior calidad, comunicaron a su desfallecido estómago un gran bienestar; dio a Dios las gracias, recomendó a su sobrina que de ambos regalos llevase su parte a la pobre viuda, y habiendo dejado caer su cabeza sobre la almohada que había colocado allí Rosalía, se quedó dormido en un sueño que hizo profundo como el de un niño su cansancio, y tranquilo como un cielo sin nubes su pura y limpia conciencia.

Dos horas haría que disfrutaba el cura de este envidiable sueño, cuando le despertó una voz desconocida que a la puerta de su casa preguntaba por él. Su sobrina se presentó para decir que estaba su tío recogido; pero ya éste se había levantado, y abriendo la puerta de su cuarto:

-¿Qué se le ofrecía a usted, caballero? -preguntó al ver a un señor joven y bien portado.

-Perdone usted si le incomodo -respondió el forastero-; pero un asunto del mayor interés me trae aquí para hacerle a usted una pregunta. En este pueblo pequeño es de pensar que tenga usted noticias de todo forastero que venga a habitarlo -preguntó el recién llegado.

-Es muy cierto, señor mío.

-Así puedo esperar que me de usted razón de si vino aquí, hace nueve o diez años, una señora viuda y sola, que tenía por nombre doña Carmen Díez de Vargas.

El cura miró con ansia a aquel forastero, y le dijo con emoción:

-¿Le trae usted, por suerte, noticias de su hijo, que hace nueve años llora por muerto?

-No le traigo noticias, le traigo a su propio hijo, pues ese soy yo. ¿Vive mi madre? ¿Dónde está? ¡Oh! señor, condúzcame usted adonde se halle... no se detenga...

Y el forastero se encaminaba hacia la calle.

-Párese usted -le gritó apurado el cura-. Su pobre madre está muy delicada; al ver a usted inopinadamente, la sorpresa y el gozo podría matarla; es necesario prepararla.

Adrián Vargas, pues era él, se sentó muy agitado en una silla, y dijo:

-Tiene usted razón, señor cura, y siendo así, suplico a usted tome el encargo de prepararla. Id, señor cura, id, que esta misión es santa y una de las pocas gozosas que tiene su ministerio.

-Voy, señor -repuso el cura- Rosalía, tráeme mi canoa y mi manteo. Pero, señor, ¿me explicará usted la causa de un silencio de diez años?

-Todo se explicará; pero ahora, por Dios, diga usted a mi madre que su hijo está aquí y ansía por abrazarla.

El cura se encaminó presuroso hacia la miserable casa y triste covacha en que habitaba la pobre viuda.

-Señora -la dijo después de saludarla-, siempre he dicho a usted que nunca se deben perder las esperanzas; son el báculo que nos ayuda a subir la cuesta de la vida, que tan agria y árida es para algunos.

-¿Qué esperanzas no se apuran en diez años, señor cura? -contestó la pobre viuda.

-Pues pasados esos diez años pueden realizarse, y sepa usted que ha llegado una persona de Lima que dice haber conocido allí a su hijo de usted, el que quedaba en dicho punto a su salida.

Un temblor convulsivo se apoderó de la débil y padecida señora al oír aquellas palabras; quiso hablar, pero las palabras quedaron ahogadas en su garganta; una lívida palidez se extendió sobre su rostro.

El cura llamó a la buena vecina Josefa para que trajese agua, y vuelta un poco en sí mediante estos auxilios, la pobre viuda pudo preguntar al cura con voz trémula:

-El que trae esas noticias, ¿hace mucho que ha llegado? ¿Dónde le habéis visto? ¿Está en el pueblo?

-No, no está en el pueblo -respondió el cura, asustado, al ver el estado convulso de la viuda.

-¡Oh, señor cura! ¿Por qué no me avisó usted para que yo lo hubiese visto y hablado?

-Porque ha de volver mañana por una fe de bautismo que le tendré buscada; mientras tanto, tranquilícese usted y dé gracias a Dios por esta inesperada merced, debida seguramente a la intercesión de su santa Madre de la Esperanza, que tanto ha invocado.

-Señor -dijo el cura a Adrián cuando regresó a su casa-, el anuncio solamente de que vive usted y está en Lima, ha puesto a su madre en tal estado de excitación, que hace imposible causarla más emociones hasta que se haya sosegado. Su madre de usted ha padecido mucho, está muy destruida, muy débil, y no puede pasar del extremo del dolor al colmo de la alegría sin grandes precauciones; es necesario aguardar hasta mañana para que usted la vea. Siento muchísimo no poder ofrecer a usted hospedaje; mi casa, como usted ve, la componen sólo esta mi habitación con una alcoba, en la que estrechamente cabe el mal catre de tijera en que duermo, y enfrente, separado por el callejón de entrada que comunica con el corral, está la cocina y otra piececita en que duerme mi sobrina. Mi cena consiste en unas sopas de aceite y chocolate, y aunque es mala, mucho celebraría nos acompañase a tomarla.

El joven dio las gracias y se retiró al mesón. Poco o nada durmió, y a la mañana siguiente se fue a casa del cura, que había salido ya para ofrecer el santo sacrificio de la misa en la iglesia; allí fue Adrián a buscarlo, y cuando hubo concluido el cura con los deberes de su santo ministerio, se unió a él, y al atravesar la iglesia y pasar ante el altar de la Virgen de la Esperanza y mirándola, le dijo:

-Esta Señora es la que me introdujo con su madre de usted.

El cura se dirigió a su casa.

-¡Oh, señor cura! -exclamó Adrián- Suplico a usted no me impida por más tiempo el ir a abrazar a mi madre.

-Esto no puede ser.

-Usted le ha dicho que hoy viene la persona que me ha visto en Lima; esa persona seré yo: he variado tanto en diez años, que mi madre no me reconocerá si yo no me doy a conocer.

-Pues ya que usted lo exige, vamos -respondió el cura-; pero por Dios le suplico que sea prudente.

-Señora -dijo el cura al entrar en el lóbrego chiribitil de la pobre viuda-, aquí tiene usted al caballero que ha llegado de Lima.

-¿Y mi hijo, vive -exclamó la madre, levantándose para ir al encuentro del forastero; pero apenas fijó en él sus ansiosas miradas, cuando dio un grito agudo, vaciló y cayó en brazos de Adrián, que corrió a sostenerla.

Había perdido completamente el conocimiento.

El cura mandó a una de las vecinas que corriese a avisar a su sobrina, y cuando la viuda, gracias a los auxilios que le fueron prodigados, abrió los ojos, los fijó lentamente en los que la rodeaban, que eran la buena vecina Josefa, que la sostenía la cabeza apoyada en su pecho; Rosalía, que de rodillas la presentaba un pañuelo empapado en vinagre; al otro lado, de rodillas también, su hijo, que cubría de besos y de lágrimas una de sus manos; al frente el cura echándole aire con el sombrero de paja que traía Adrián. Apenas comprendió lo sucedido, cuando el exceso de la dicha la hizo desvanecerse de nuevo.

-Esto me temía yo; ¡está tan débil! -dijo el cura,

-¡Hijo de mi alma! -exclamó, volviendo en sí la viuda, arrojándose en los brazos de Adrián.

-Yo pensé, madre mía, que no me hubieseis reconocido; ¡estoy tan mudado! -¿Qué ojos y qué corazón de madre no reconocen a su hijo? Pero di, di: ¿cómo no has escrito y has olvidado a tu madre durante diez años que han sido diez siglos?

Entonces, de una manera difusa e interrumpido ya por preguntas, ya por exclamaciones, hizo Adrián la relación, la que en breves y más claras palabras vamos a resumir.

Cuando llegó a Lima, fue su primer cuidado presentarse en casa de la viuda del ex compañero de don Andrés, para quien le había dado éste una carta de recomendación. La viuda, que tenía poco más de treinta años y carácter vehemente y apasionado, se prendó luego de aquel bello joven, que tan notables elogios merecía del ex compañero de su marido, e hízolo su secretario particular; habiendo cumplido este cargo con tanto celo como inteligencia, lo puso al frente de sus negocios. Viendo que Adrián no correspondía a las muestras de afecto que ella le daba, y que permanecía triste y metido en sí, le preguntó un día cuáles eran sus miras y sus esperanzas. Adrián contestó, con la verdad y naturalidad de su cándido carácter, que eran las de poder ganar lo suficiente para mantener a la que más amaba en este mundo, a su madre, y reunir un capitalito para volver a su lado.

Esta respuesta, que aniquilaba todas sus esperanzas, desesperó a la mujer violenta y apasionada y exasperó su pasión, al punto de mandar secretamente que se le entregase toda la correspondencia de Adrián, y así las cartas que recibía como las que escribía Adrián fueron por ella arrojadas al fuego.

Afligíase Adrián de no tener noticias de su madre, cuando se supo allí que el cólera hacía estragos en Cádiz y que una de sus víctimas había sido don Andrés. Con este motivo, un amigo complaciente de la viuda le dio a entender de una manera muy clara que su madre también lo había sido. La viuda, al ver el vivo dolor de Adrián, le prestó los más cariñosos consuelos, y él, agradecido y tan aislado en el mundo, admitió la oferta de su mano, que le hizo el consabido complaciente amigo de la apasionada viuda.

Adrián cayó desde entonces bajo el doble despotismo de un carácter y de una pasión indómitos, que sólo su templada y suave índole hubiesen podido tolerar.

Así pasaron ocho años amargos y tristes para Adrián, que recordaba la dulce paz doméstica en que se había criado y las virtudes de su buena madre.

Entonces acometió a su mujer una enfermedad aguda, que la puso en las puertas de la muerte, y ya en ellas, se arrepintió y le confesó su delito, implorando su perdón; al hacer esta revelación, el excelente joven pudo contener su ira, pero no el alejamiento y horror que le causaba la criminal, que murió desesperada.

En su testamento dejaba a su marido por heredero universal; pero él rehusó tomar dádiva alguna de la que quizá fuese la asesina de su madre, y sólo se reservó los gananciales hechos desde su matrimonio y gerencia de los negocios, que eran muy crecidos.

Los parientes, herederos naturales, le entregaron en el acto cien mil duros en buenas letras de cambio, sin aguardar los trámites legales, y él a ellos el desistimiento de la herencia legalizado, y en la primera ocasión emprendió el regreso a su patria.

Al llegar a Cádiz se dirigió a la casa de don Andrés, en la que supo la aldea a que se había retirado doña Carmen.

-Pero ahora, madre mía -acabó diciendo-, ya no viviréis en una aldea; he vuelto para dedicar mi vida a hacer dulce y feliz la de usted; soy rico por mi trabajo; iremos, pues, adonde usted quiera establecerse: a Cádiz, a Madrid.

-¡Hijo de mi alma! No, no me saques de aquí -exclamó la viuda-; tengo cariño a este pueblo, como se le tiene a un amigo que ha visto sufrir mucho; a la Virgen Santa de la Esperanza, que tantas ha derramado en mi corazón, pues sin la de volverte a ver no hubiera podido penar tanto. Y sobre todo -prosiguió, volviéndose al cura y a Rosalía-, no me separes de estos dos seres benéficos, a los que debes el hallarme viva y no muerta de miseria; ellos me han mantenido, servido, cuidado y consolado, sin desmayar un día en tan triste tarea, sin tener más esperanzas de recompensa que mi estéril gratitud. No, no me puedo separar de ellos; quiero morir auxiliada por este modesto santo y asistida por este ángel puro, que ha pasado los primeros años de su juventud sin más afán ni más pasión e intereses que el de asistir a su excelente tío y de cuidar a una pobre enferma mendiga.

Adrián cayó de rodillas ante Rosalía, la que, ruborizada al oír las palabras de la viuda, se tapaba la cara con ambas manos, diciendo:

-No admito esos elogios ni esa gratitud que no merezco...

-¡Oh! ¡Admitidla -exclamó Adrián-, y con la mía, que es aún mucho mayor, como pobre pago de una deuda que sólo Dios puede pagar!

Algunos años después había Adrián hecho labrar una casa, no ostentosa, pero grande y cómoda; no brillaban en ella primores artísticos ni tal o cual arquitectura, pero la valoraba su solidez. A espaldas tenía un hermoso jardín, arreglado en una huerta y combinado de manera que uno de los más hermosos naranjos que había en ella viniese a estar frente de la puerta de la casa que daba al jardín. Alrededor del robusto tronco del naranjo se había colocado un ancho banco rústico. En torno de este centro se habían plantado toda clase de arbustos de flor, como lilas, mirtos, aromos, celindas y luisas; tupían enredaderas los claros que entre sí dejaban estas plantas. A la entrada de este gran cenador había colocados dos rústicos sillones. En aquel lugar perfumado, tan fresco en verano como al abrigo de los vientos en invierno, es donde se reunía por las tardes la familia de Adrián, a la sazón aumentada.

En una de estas tardes del mes de Octubre estaban sentados en el banco, debajo del naranjo, el cura y doña Carmen; enfrente, en los dos asientos mencionados, Adrián y Rosalía. Esta tenía entre las rodillas, y sujetaba con las andaderas, un hermoso niño, que pateaba el suelo con sus piececitos, meneaba los brazos, reía y gritaba al ver jugar y correr alrededor del naranjo a dos hermanitos suyos.

-No meter tanto ruido, niños -dijo Rosalía, que era su madre-, que incomodáis al tío cura y abuelita, no correr más: id a coger flores.

Los niños obedecieron, y el mayor se había empinado ya para coger una flor de adelfa, cuando les gritó la niñera, que era Josefa, la pobre y buena vecina que amparó a la viuda:

-Suelta, suelta; no cojas adelfas.

-¿Y por qué? -preguntó el niño.

-Porque son malas.

-¿Tienen espinas?

-No; pero son dañinas. Todas las flores tienen su miel y su misterio, menos la adelfa, que no tiene ninguno.

-No es -contestó el niño.

-Sí es; y si no, verás lo que sucedió en una ocasión: había un reo de muerte muy retemalo; pero como a los malos nunca les faltan padrinos, los tenía éste, que se empeñaron con su majestad el rey para que lo indultase. El rey no quería, y por no dar un no pelado, dijo que se lo daría si le llevaba un ramo compuesto de todas las flores del mundo. El reo, que sabía más que Briján, cogió un panal de miel, y en medio clavó un ramo de adelfa, porque sabía que las abejas de todas las flores sacan miel menos de la adelfa, que no la tiene.

-¿Y el rey le perdonó? -preguntó el niño.

-Por supuesto, como que tenía palabra de rey. -¿Y se comió, la miel?

-¡No que no! A todo el mundo le gusta la miel, hasta a los osos, que se pirran por ella.

-Rosalía -dijo el cura-, ¿qué es eso, que me he encontrado, en lugar de mi sillón de paja, una lujosa butaca de muelles?...

-Tío, el sillón estaba roto.

-Lo sé, y mandé que se compusiese.

-Señor, estaba todo apolillado, no se ha podido componer. Tío, va usted siendo viejecito, y es preciso que se cuide.

-¿Yo viejecillo? -preguntó con cierta extrañeza el cura-. Verdad es, niña, y tienes razón, pues nací en el siglo pasado; pero como, bendito sea Dios, no me ha dado ninguno de los achaques que acompañan a la vejez, me se ha entrado por las puertas sin sentir. Bien venida sea! ¡No me pesa!...

-¡Ay, señor cura -dijo doña Carmen-; me parece mentira la felicidad que gozo! Si antes no tenía ojos para llorar, ahora me faltan labios para dar gracias a Dios, y después de dárselas por haberme devuelto el hijo de mi alma, se las doy porque ha podido pagar con su cariño la caridad que por tantos años han ejercido usted y mi Rosalía conmigo.

-Madre -dijo con pena Rosalía-, me habíais prometido no volver a avergonzarnos con ese tema.

En este momento entró un criado trayendo el correo, en el que venían toda clase de periódicos. El cura se apresuró a coger El Boletín Eclesiástico; la viuda se apoderó de Los Ecos de María, preciosa publicación de Barcelona; Adrián cogió La Ilustración Popular Económica, que se publica en Valencia, y Rosalía rompió la faja de otro de Madrid, que con el título de El Último Figurín, trataba de literatura y de modas.

-Este es nuevo -dijo-: ¿otro periódico más, Adrián? ¡Esto es un despilfarro!...

Mujer, ¿más orden y economía quieres que tenga? -contestó Adrián-. No gastamos ni la cuarta parte de la renta que tenemos, y no ahorro por avaricia, sino para emplear lo que no se gasta en adquirir para cada uno de mis hijos un patrimonio en fincas rurales para que se hagan agricultores, mejorando y fomentando sus bienes, viviendo como honrados y modestos propietarios aquí en el campo, sin depender de nadie ni ser gravosos al Erario, que es la bolsa común de todos los españoles.

-¡Ay! -exclamó asombrada Rosalía, que había seguido leyendo el periódico nuevo-; Adrián, ¿sabes lo que trae este diario?

-¿Qué cosa puede ser esa que tanto te asombra? -repuso su marido.

-Es nuestra historia, con el epígrafe o título de La viuda de un cesante; nada absolutamente hay cambiado, sino los nombres.

-¡Dios mío! -exclamó doña Carmen-; nosotras, que vivimos tan retiradas del mundo, tan ignoradas de todos...

-¿Quién habrá podido -añadió Rosalía- contársela a la persona que la escribe?

En este momento se posó sobre una rama del naranjo un pajarito, que se puso a cantar.

Adrián, señalando, sonriéndose, a la rama, dijo:

-Ése.




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Portada de «Las mujeres cristianas»

En el último extremo de la calle de un pueblecito cercano al mar, se veía, pocos años ha, una casa arruinada. La parte de la derecha, cuyo techo se había desplomado, servía de zahurda a un vecino del pueblo bien acomodado; se la había arrendado el alcalde, que disponía de aquellas ruinas, cuya posesión nadie reclamaba, por importar menos el valor de la vieja y mal situada finca que lo que devengaba al Erario por tributos y contribuciones. La parte derecha tenía aún un aposento cubierto con un techo que todavía se mantenía en su puesto gracias a unas estacas viejas y toscas que el arrendatario había puesto de cualquiera manera, para que sirviera el espacio que cobijaba de albergue al que guardaba su ganado de cerda, el menos bello e idílico de los que forman los rebaños que pueblan los campos, hermosean los paisajes y constituyen la riqueza del campesino.

La ruina del edificio era menos patente al exterior, cuya pared se mantenía aún derecha gracias a sus cimientos más sólidos, como se mantiene en pie el árbol muerto y sin savia gracias a sus raíces; pero en el interior de la casa todo yacía por tierra, sin que ni aun se hubiesen hacinado los escombros en montones para facilitar el paso o no chocar la vista.

Era triste y aun lúgubre aquel lugar, antes alegre domicilio de sus dueños, a quienes había albergado y guarecido del rigor de las estaciones sirviéndoles de nido, de fortaleza, de amparo, de descanso, y que ahora, abandonado, no hallaba lo que había prestado, y caía piedra a piedra solo y olvidado como un anciano sin hijos y sin nietos.

En la sola estancia, que, como hemos dicho, se mantenía aún techada, se hallaba, en una negra y tempestuosa noche en que el huracán bramaba y las nubes lloraban con más o menos fuerza, pero sin cesar, una pobre mujer a quien apenas cubrían unas ropas hechas jirones, acurrucada cerca de una pequeña hoguera, secando en ella las destrozadas prendas de vestir de un pobre niño de doce años, que se hallaba a su lado tiritando y envuelto su desnudo y exhausto cuerpo en un cobertor.

Este niño, hijo de aquélla, era el porquero del labrador a quien estaba arrendada la casa, y ganaba, por su constante trabajo y vigilancia, media hogaza de pan y los avíos, esto es, un poco de aceite, vinagre y sal; con esto se mantenían él y su madre; en cuanto a dinero, no lo veían jamás, ni aun el de la limosna, porque ni la madre ni el hijo la pedían.

Bien dada está siempre la limosna; pero pudiera estarlo mejor si, a lo generosa, lo repetida, lo continuada y lo universal que es, añadiese, a la caridad que la inspira y al desprendimiento que la realiza, el deseo de discernir y la eficacia de averiguar la verdadera necesidad y la que no lo es y a las manos se le viene. ¡Cuán provechoso sería que ese santo dinero se impusiese, como se hace en otros casos, después de haber minuciosa y exactamente examinado el cómo se invierte!

-¿Quieres que te haga unas sopas? -preguntó la madre al pobre niño- No has comido nada caliente en todo el día, hijo mío, y estás arrecido de frío.

-No tengo hambre -contestó el niño con un estremecimiento que se notó hasta en su voz.

-Pues ¿qué te aqueja, hijo de mi corazón? -preguntó la madre, sobresaltada-. ¿Estás malo?

-No, señora, madre.

-Te has estremecido...

-Es de frío.

-Acuéstate -dijo la pobre mujer, señalando en un rincón un montón de paja-; pondré a tus pies, que están helados, una de estas piedras que el fuego ha calentado, y te cubriré con esta manta.

-No tengo sueño, madre; no podría dormir, y estoy mejor al lado de esta hoguera, que calienta mis miembros, y al lado de usted, que abriga y fortalece mi ánimo.

-Pues qué, hijo del alma, tú siempre tan animoso, ¿lo tienes acaso desfallecido?

-Sí, madre. Este temporal que oímos, y que penetra hasta nosotros por las rendijas de las desvencijadas puertas, me estremece el cuerpo y me acongoja el alma; usted, madre, me ha enseñado a temer a los temporales, que, como dice, son la rebeldía de los elementos contra el poder que los enfrena.

-Es verdad -repuso su madre-. ¿No ves la ira y la soberbia en las altivas y terribles olas del mar? ¿No ves la furia, que nada retiene ni aplaca, en los bramidos lúgubres del viento, el malestar y asombro de las nubes, que corren desoladas y lloran, y si las centellas, cual dardos de fuego, parten las negras nubes, llevando la muerte y el destrozo adonde se dirigen, seguidas del trueno, espantosa voz de la tormenta con que lanza la amonestación y la amenaza, entonces toda la Naturaleza se agita y estremece con esta muestra del poder de Aquél que, como es Criador, puede con sólo querer ser aniquilador; todos bajan la cerviz y alzan el corazón al cielo, menos el incrédulo, más soberbio que el mar, más iracundo que el huracán, más nocivo que el rayo, que, irguiendo su pequeña y ruin cabeza, se atreve a decir a Dios,: «Ni te conozco como Criador y Padre ni te temo como a Supremo y Todopoderoso juez y Señor»? Nosotros, hijo mío, por suerte creyentes y sumisas criaturas suyas, temamos su justicia, a la que Él mismo se sacrificó, pero confiemos en su misericordia; ¿quieres, para sosegarte, que leamos en el Kempis, en el que todo has aprendido, hasta leer?

-No, madre; estoy tan angustiado, que no atendería -respondió el niño.

-Nunca te he visto, hijo mío, tan afectado por los temporales; algo que me ocultas te agita el ánimo.

-¿No me ha dicho usted que algo dice el huracán que, en determinadas ocasiones, se entiende? -preguntó el niño.

-Así lo creo, hijo mío.

En este instante una bocanada del huracán pasó mugiendo y haciendo temblar las vacilantes paredes, como si fuese un lamento que, estremeciéndose, lanzasen las ruinas, extinguiéndose entre ellas exhausto, cual si le faltasen a un tiempo aliento y vida.

-¿Lo oyes? -dijo con voz trémula y estrechando contra su pecho a su hijo-; ha dicho: «¡Muere!» -y añadió con asombro y dolor-: ¡Lo mismo que dijo a tu padre!

¿A mi padre? -exclamó el niño asustado- ¿Cómo y cuándo? Nunca me lo ha dicho usted...

-Es verdad, hijo; nunca he querido entristecer más de lo que hace nuestra mísera situación tu ánimo infantil.

-Madre, no soy tan niño que puedan la falta de edad y discernimiento motivar la completa ignorancia en la que, sobre la suerte y circunstancias de mi padre, vivo; sólo sé que somos aquí forasteros; que no tenemos a quién volver la cara; que usted, madre mía, es superior a las buenas e incultas gentes de esta aldea. No me oculte usted por más tiempo nuestra suerte, dando así margen a que pueda temer que algo vergonzoso encierra este misterio.

-Si en lugar de ser «hijo» hubieses sido «hija» mía, tal sospecha ni habría entrado en tu corazón ni salido de tus labios. Sabe, pues, lo que el cariño maternal te callaba, cual impide llegue a la cuna del dormido niño ni el más sutil e inocente ruido que le pueda despertar.

Nada de extraordinario ni de novelesco tiene lo que voy a referirte; es tan sólo una de esas espantosas catástrofes de que son víctimas los marinos, que, por repetidas y generales, aunque exciten la lástima, no llaman la atención, y que, por aterradoras que sean, no son contrarrestadas e impedidas por la humanidad, porque la temeridad que hay en arrostrar tales peligros es coronada por la gloria de laureles y por la industria de encina, y ambas cosas hablan tan alto al corazón del hombre, que desoye la voz de la humanidad que las condena.

Tu padre era hijo de un capitán mercante, que pereció en un naufragio. Su niño, que llevaba consigo, atado sobre una tabla, y ya sin sentido, fue recogido por una fragata española que hacía la travesía de Manila. Siguió en el barco, y con el capitán que lo había salvado, primero de grumete, luego de marinero y después de piloto, hasta que llegó a ser capitán de un bergantín que hacía el comercio entre Barcelona y Cuba.

En Cuevitas, de donde soy natural, que conoció y nos casamos, permaneciendo yo allí mientras vivieron mis padres.

Cuando faltaron, y no teniendo allí pariente alguno, determinamos establecernos en Barcelona.

Embarcamos en el bergatín nuestra Pequeña fortuna, invertida en mercancías, y, contigo en brazos, pisé aquellas tablas, bien ajena de que nos llevaban a nuestra perdición.

No parece, hijo mío, sino que la mar y la tierra son dos enemigos encarnizados; el mar agresivo, amargo, iracundo, violento, invasor y mudable, como lo es todo lo inconsistente, provocando y embistiendo siempre al suelo firme que le resiste, ya con fuertes rocas, ya con la humilde arena, al que alguna vez invade y cubre, pero sin poder avasallarlo nunca; esta es la misma lucha que en el mundo moral sostienen el bien y el mal, la verdad y la mentira.

Llegamos cerca del estrecho de Gibraltar; pero al aproximarnos a estas costas se declaró un furioso temporal, que no pudo resistir la embarcación, y el cual la arrojó sobre unas rocas escarpadas. En aquella situación desesperada, los marineros se echaron al mar para salvar sus vidas a nado; pero, juguetes de las olas, los vimos unos después de otros desaparecer.

A pesar de eso y de mis súplicas y lágrimas, tu padre, después de haberme atado, teniéndote en mis brazos, sólidamente en la cofa, para que no nos arrastrasen tras sí las olas del furioso elemento, ató a su cintura una larga cuerda, cuyo otro extremo afianzó al barco, y se echó igualmente al mar, terrible pero único recurso de salvación que le quedaba.

Yo, hijo mío, al verlo luchar y agitarse entre la vida y la muerte, viendo una y otra vez que, cuando creía asirse a una roca, se estrellaba sobre él una ola gigantesca, que, en su retroceso, lo arrastraba consigo al abismo, me habría mil veces desmayado o perdido el juicio, si no hubiese recordado las últimas palabras de tu padre al ponerte en mis brazos: «¡No le abandones!».

Cuánto duró la lucha, lo ignoro; pero sé que, si hubiese durado más, habría sucumbido; tal tensión de nuestras facultades de sentir es cual la clavija que estira la cuerda de un instrumento que, a no cesar a tiempo su violencia, la quiebra.

Una furiosa y bramadora ráfaga del huracán, empujando ante sí una monstruosa ola que pasó sobre el barco, estremeciéndole, llegó al paraje en que tu padre, ya exhausto de fuerzas, luchaba aún, y lo sumergió, y la ráfaga pasó mugiendo: «¡Muere!».

La infeliz narradora calló, cruzó ambas manos sobre su exhausto pecho, y levantó al cielo su cara cubierta de lágrimas.

-¿Y mi pobre padre, no reapareció? -preguntó, llorando, el niño.

-Sí, hijo mío; cuando lo hubo matado el mar, lo echó a la orilla como despreciado despojo. Recogido por unos guardias civiles, notaron éstos la cuerda que llevaba atada al cuerpo, la que les sirvió para preparar un aparato con el que les fue posible salvar nuestras vidas, exponiendo las suyas con esa generosidad, ese valor y abnegación que tanto distingue, honra y enaltece a ese admirable cuerpo.

Nos trajeron a este pueblecito, que era el más cercano, y fuimos recogidos por un buen matrimonio anciano, que vivía aquí mismo, porque el marido era porquero del palantrín de quien hoy lo eres tú; ¡así, entre pobres ruinas materiales y humanas, hallaste, pobre hijo mío, tu primero y solo amparo en esta vida!

Una grave enfermedad, producida en mí por este terrible acontecimiento, me impidió hacerme cargo de nuestra situación en las primeras semanas que siguieron a nuestro naufragio, y consumió la no cuantiosa suma que tu infeliz padre había puesto en un bolsillo colgado de mi cuello; y cuando pude volver en mí, me hallé en un país desconocido, sin recurso alguno y hasta sin ánimo, sin aliento para intentar salir de este pueblo. Los ancianos que nos habían dado hospitalidad llegaron a morir; sus parientes recogieron su pobre ajuar. Entonces, el amo te ofreció ocupar la plaza de porquero del pobre anciano que solía llevarte consigo al campo; triste recurso, pero que era el solo que nos quedaba, y si nos faltase, ¿qué sería de nosotros?

El pobre niño, al oír estas últimas palabras, bajó la cabeza sobre su pecho, y en su rostro se, dibujó una inexplicable expresión de angustia.

La madre y el hijo se estremecieron, pues en este momento se abrió con estrépito la desvencijada puerta, y en el dintel apareció un hombre tosco que, con voz brusca y enojada, preguntó al niño:

-Me ha dicho el tío José, que ha visto entrar los puercos, que falta un gorrino; ¿es eso verdad?

El niño, que temblaba, se había instintivamente acercado a su madre, y respondió en queda voz y tono humilde:

-Verdad es, señor, que se me ha extraviado, sin que, peor más que lo he buscado, haya podido encontrarle. Señor, mañana, antes que sea de día, iré a buscarlo y parecerá.

-¡Qué había de parecer! Torpe, descuidado... -gritó con enfado el amo-; de las garras de los ladrones o de los dientes de las zorras, no se saca lo que se llevan. Lárgate, y cuanto antes, que para nada me sirves. Esto me lo estaba yo temiendo, pues, como te he dicho otras veces cuando te veía en el campo con un libro en la mano, no se hacen bien dos cosas a un tiempo, y que quien iba a pagar tus «leyendas» era mi piara. No sirves para el caso, hijo, ni para nada, y así, lárgate con viento fresco.

-¡Señor, señor! Por mi pobre madre, no me eche usted; déjenos este pobre techo que la ampare; yo pagaré a usted el animal.

-¿Pagar? ¿Y con qué has de pagar un animal que vale más que tú?

-Señor, desquitará usted su valor de mi pan y avíos.

-Sandeces; nada, lo que me importa es salir de ti para que no me suceda otra. Te he dicho ya que cuanto antes te largues, que mañana es preciso que tenga el nuevo porquero la habitación desocupada, y da gracias a Dios que no te castigo como mereces.

Diciendo esto salió el dueño, que no era un mal hombre, muy persuadido de que había estado justo y hasta indulgente, sin fijar un solo instante su mente en la desolación que dejaba en pos de sí y en la desesperación en que sumía a dos seres tan desvalidos y desamparados.

Lo que sí tenía presente era el no exponerse, el que cifraba, no sólo su interés, sino su amor propio, en que todos viesen que «entendía» su negocio, a que otros hombres «positivos» (en todas las clases de la sociedad los hay) se dijesen riéndose. ¡Hombre! ¿Conque ha perdido usted un gorrino por haberse echado un porquero que se entretiene en leer porque tiene una madre «leída y escribida», y no busca otro que sea para el caso? El que se mete a porquero, que sepa serlo y sepa el a «arte» de guardar cerdos, y si no, que deje el cargo.

Éstos son axiomas de la práctica para sus seides; sentencias del incontrarrestable código del positivismo; fallos de la acatada ley del embudo, en cuyo tribunal no se admiten «considerandos».

Es un efecto muy general, aunque poco palpable y poco perceptible del egoísmo, el de no ponerse en la situación de los demás; si esto se hiciese, no sólo se procuraría a nuestros semejantes mayor bien, sino que éste se haría de una manera mucho más atinada, más útil y más acreedora a la gratitud del que de la ayuda ajena necesita.

Cuando estuvieron solos, el niño se echó, deshecho en lágrimas, al cuello de la pobre viuda, exclamando:

-¡Madre, madre, no lo he podido remediar! El día estaba tan obscuro, la lluvia era tanta, que no se distinguía a dos pasos de distancia; así, sólo cuando llegué pude notar que faltaba uno en la piara; volví al campo a buscarlo: bien vio usted lo mojado, rendido y lo tarde que regresé; ¡no ha sido culpa mía, madre!

-¿Y quién te culpa, hijo de mi corazón? Lo sucedido es sólo una desgracia, la última que nos podía acontecer; predestinados estábamos a morir ahogados; no ha sido en el mar, pero lo seremos por la angustia y la miseria; ¡cúmplase la voluntad de Dios! Vamos ahora a rezar, y dejemos venir el día de mañana para salir de estas ruinas, que a otros parecen tristes y repulsivas, y ¡tan queridas y apetecidas son de nosotros, abandonados, cual ellas, de los hombres!

Se pusieron a rezar, y algún tanto calmados sus ánimos por la oración, y cansados sus ojos de llorar, el pobre niño inclinó su cabeza sobre el pecho de su madre y ésta reclinó la suya contra la pared, y ambos se quedaron dormidos.

Dulce es el sueño; es un blando descanso de musgo y hojas de beleño, puesto a trechos como etapa en la agria y penosa cuesta que viviendo subimos. ¿Será acaso el vivir un estado de sufrimiento que no discernimos, por no conocer otro mejor, y cuya suspensión, que procura el sueño, nos hace a éste tan apetecido, tan dulce, tan necesario y tan reparador?

A la mañana siguiente, cuando despertaron, el niño corrió a la desvencijada ventana, que abrió. La tormenta había pasado, sin haber dejado vestigio, como pasa la indignación en un alma noble, sin dejar rencor. El cielo, como avergonzado de sus nubes y tormentas del día anterior, echaba a profusión sobre la tierra sus luces y su brillo. Los pájaros se cantaban alegremente unos a otros la enhorabuena; las flores y el cielo se miraban y se sonreían como amantes reñidos que se reconcilian. Los árboles y las hierbas se engalanaban con las gotas de lluvia que habían conservado, y que el sol tornaba en brillantes, y hasta la mar, postrada por sus convulsiones recientes, yacía en un letargo profundo, aunque inquieto.

El pobre niño aspiró con delicia la brisa pura y embalsamada que por la abierta ventana se precipitó, y sus ojos quedaron deslumbrados por el esplendor de aquel día radiante; su oprimido corazón se dilató como el cáliz de una flor a los rayos del sol.

-¡Madre -dijo-, mire usted qué hermoso día! Este sol alegra y anima el alma, como una mirada de misericordia de nuestro Criador; oiga usted cómo una suave brisa, que baja del cielo, murmura entre las olorosas flores, «consuelo», y entre las verdes hojas, «esperanza».

La pobre viuda suspiró, y le contestó:

-¡Espera tú, hijo, espera! La esperanza es la prerrogativa de la juventud e hija de la inexperiencia.

-No, madre; usted me ha enseñado que es hija de la fe.

-Cierto, hijo mío; pero son las esperanzas celestiales.

-También las terrenas, si son para confiar en que no nos faltará el sustento que Dios nos enseñó a pedirle. Así, esperemos...

-Hasta mediodía, y no más -dijo la voz áspera de un zagalón que en aquel instante llegaba, y dio otro sentido a la frase-; mi madre queda liando el hato, y en rematando se viene aquí, sin perder la derechura, para aviar la vivienda-. Lo que dicho, se encaminó a la zahurda a hacerse cargo de les puercos puestos a su cuidado, que salieron atropellados y gruñendo unos contra otros, con tan poca armonía para entre sí como para los oídos ajenos.

La madre y su hijo quedaron silenciosos, las manos cruzadas y las cabezas caídas sobre sus pechos. Al fin reventó la opresión del pecho de la infeliz viuda en hondos sollozos.

-¡Madre, valor! Confíe usted en que Dios no nos abandonará, pues a nadie abandona. Vámonos, madre, que ya vienen a echarnos; oigo pasos.

La puerta se abrió, y en el umbral se presentó una señora.

Era ésta joven y bella; su estatura era mediana pero parecía alta por la finura de su talle y cuello, por lo plano de su espalda y perfectas proporciones de sus miembros. Su cara era ovalada y pálida, con ese blanco mate y limpio de las pelinegras, la que aumentaba la belleza con el interés y distinción que le añade. Era su nariz aguileña y sus ojos pardos y hermosos; su porte digno, noble y grave; infundía respeto, al que tan luego la bondad y dulzura de su sonrisa unía el arrastre del cariño y de la confianza, que, como un imán, es anejo a los seres benéficos.

Vestía sencillamente de negro; cubría su cabello castaño obscuro, recogido sin pretensiones en dos trenzas, que iban a unirse a su rodete, una mantilla de anchas blondas, y guarnecían su cuello y mangas magníficos encajes blancos, sujetos a aquél con un broche y a éstas con unos pasadores poco visuales, pero de gran valor.

Estos detalles debieron pasar, y pasaron desapercibidos de la madre y del hijo, preocupados con su infortunio y aturrullados con la inesperada llegada de aquella señora.

Esta les dirigió la palabra con naturalidad y suma benevolencia, en estos términos:

-¡Pobrecitos! ¡Qué desmantelada vivienda ocupáis!

-¡Ojalá -contestó la infeliz mujer- que así fuese! ¡Pero ya no es nuestra!... Nos echan de aquí y no tenemos albergue alguno.

-¿Os echan? Tanto mejor, pues hecho me encuentro lo que a hacer venía, esto es, sacaros de aquí. Pero, pobrecitos, que estáis ambos casi desnudos y no podéis salir así.

Y volviéndose hacia la puerta, hizo señas a personas que debían estar del lado exterior, y al poco rato fue traído un enorme paquete que la señora desató, y con una satisfacción que brillaba en sus ojos con el más santo de los fuegos, el de la caridad, sacó y presentó a aquellos infelices las prendas de un completo vestuario.

-Señora -exclamaba la madre al recibir aquellos dones inesperados-, ¿son para nosotros, entes desconocidos del mundo entero, estas mercedes? ¿Venís equivocada?

-No. Hace unos días que el comandante de la Guardia civil refirió en nuestra presencia el hermoso rasgo de valor y de abnegación con el que salvaron a vosotros años hace los individuos de ese admirable cuerpo. Pregunté qué había sido de la madre y del hijo tan generosamente salvados, y hechas con celo las averiguaciones que pedí, supe vuestro paradero y mísera situación, y he venido a aliviarla; así lo ha dispuesto la Providencia Divina por medios naturales, así como en otras ocasiones se sirve de medios milagrosos para amparar al desamparado. Toma -añadió la señora, alargando a la pobre viuda unas monedas de oro-: ve a la capital y aguarda allí mi próximo regreso; sé que eres hábil costurera, y cuidaré que no te falte trabajo; sé que tu hijo es estudioso, y le pagaré sus estudios en el colegio, y después en la escuela industrial.

-¡Señora, señora! -exclamó enajenada la pobre mujer-: ¿sois un ángel bajado del cielo?

La hermosa señora respondió sonriendo:

-No soy un ángel, soy una mujer cristiana.

-Será sinónimo, pues esto que hacéis...

-Es una de las obras que nos enseña y denomina de misericordia la santa doctrina de Cristo.

-¡Oh, señora! -dijo cayendo de rodillas y derramando copiosas lágrimas la enajenada madre-; decidme vuestro nombre, vuestros títulos, pues sois muy poderosa para no tenerlos, a fin de que, mientras aliente, ruegue a Dios por nuestra bienhechora.

-Entre mis títulos, el que más aprecio es el de «madre de familia»; así, ruega a Dios por mis amados hijos y por su noble padre, que son mi gloria y forman toda mi felicidad.

La señora salió, y la madre y el hijo cayeron en brazos uno de otro. Un momento después oían pisadas de caballos, el ruido de un carruaje que se alejaba rápidamente, las campanas del lugar que repicaban animadas, y alegres voces que gritaban: ¡Viva, viva la Infanta!

-¡Madre, madre! ¿Ha oído usted?... ¡la Infanta! -exclamó admirado y sorprendido el niño-; pero si no es posible que sea ella la que ha entrado en esta zahurda!

-Pues ella ha sido, hijo mío; la Infanta, la digna hermana de nuestra reina, la que, como a ésta, ha colocado Dios muy alta, para que, una sobre el trono y otra a su lado, den ejemplo a los hombres en esta mezquina era de grandeza de ánimo, de valor, de magnanimidad, de generosidad, de apego a Dios, a la religión, a la familia, al país, y de verdadero amor a los pobres.