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ArribaAbajoLeonor20

Portada de «Leonor»


ArribaAbajo- I -

-Conde -decía una señora a un grande de España-, he oído hablar de vuestra galería de retratos de familia, y desearía verla, deseos que abrigan igualmente estos amigos míos.

El conde, que era un hombre tan fino como bondadoso y franco, se apresuró a acceder a un deseo que no podía menos de lisonjearle, y al día siguiente recibía en su galería, a aquellas señoras, acompañadas de algunos de sus amigos.

Mientras recorrían aquel recinto, parando su atención ya en uno, ya en otro de aquellos rostros conservados por la pintura, cuando nada quedaba existente de los originales, como si el corazón hubiese pedido al estable pincel el auxilio que le negaba la frágil memoria humana, dos jóvenes, considerando aquel conjunto de retratos, hacían reflexiones, moneda hoy muy corriente, pero en la que se encuentran piezas falsas, tanto como de buena ley.

-Yo -decía uno de ellos, gallardo oficial de caballería- pondría los ricos trajes, las cruces y las mitras con que se engalanan estos retratos a esqueletos, lo cual, no sólo sería incontestablemente propio y exacto, sino también una justa censura de las antiguallas y la vanidad, dos cosas que son un anacronismo patente en nuestra época y modernas tendencias. ¡Qué poesía y qué filosofía habría en colgar una banda y una cruz de los desnudos huesos de un pecho vacío, y en colocar esas mitras sobre huecas calaveras!

-Sí, por cierto -contestó su interlocutor-; pero tu pensamiento poético-filosófico y palpitante de actualidad, según la expresión moderna, es un plagio.

-¡Un plagio! ¿Cómo?

-Habiéndolo tenido antes que tú nuestro archicatólico y antiguo pintor Valdés, como verlo puedes en el santo Hospital de la Caridad, fundado en Sevilla por el católico don Miguel de Mañara. Desengáñate, capitán; cuanto de bueno pueda decir la filosofía, está dicho antes y mejor en el Evangelio; cuanto pueda hacer la filantropía, lo ha hecho antes y mejor la caridad cristiana. Pero, hablando de bandas y cruces, ¿sabes que me han dicho que te han negado la de San Fernando?

-¿Cómo puede ser eso -exclamó sorprendido e irritado el oficial-, si el juicio contradictorio que se ha instruido me da derecho a ella?

-Porque dice el ministro que esas distinciones son únicamente pompa vana, y que debiendo morirte algún día y volverte esqueleto, no te debes cruzar.

-¿Si habrá salido el tal ministro de la Caridad de Sevilla?

-Tal vez -contestó su amigo-, o acaso de las aulas filosóficas. Pero lo que de cierto no ha brotado de ningún sentimiento caritativo es tu encubierta y pomposa crítica sobre conservar a los retratos las distinciones que merecieron y obtuvieron los que representan. Yo haría más si fuese dueño de esta galería y descendiente del hombre a quien representa el retrato ante el cual nos encontramos en este momento; yo escribiría al pie de esta noble figura de uno de los españoles caballerosos, espléndidos y amantes entusiastas de su país y de sus reyes, que el caballero que está en él representado, y cuyo pecho decora la cruz de Calatrava, modelo de los antiguos españoles, regaló a Carlos III un navío de guerra de caoba y de ochenta y cuatro cañones, construido a sus expensas, y cuyo costo no bajó de veinte millones de reales, porque tales rasgos honran, no sólo a las familias de aquéllos que los hicieron, sino al país de que son hijos.

Mientras discurrían así aquellos dos amigos, estaba parada la señora que había deseado ver la galería ante un retrato del cual no apartaba la vista, y mientras más lo miraba, más parecía agradarle y cautivar su interés. Representaba a una joven en traje de religiosa agustina de la Concepción; su túnica era negra, y celeste el amplio manto que caía de sus hombros; su toca blanca y plegada formaba una punta sobre su frente, y en el semicírculo que describía a cada lado de sus pobladas sienes se veían las bien dibujadas entradas de una rica y negra cabellera. Aunque la pintura mejicana de este cuadro no era buena, por carecer de sombras, tenía aquella minuciosa exactitud de detalles que nada omite y que copia fielmente; así era que los magníficos ojos negros de aquella joven expresaban a un tiempo una inocencia de corazón y una firmeza de carácter tan unidas, que no pudo el pintor trasladar al lienzo la una sin la otra. Sus cejas estaban bien dibujadas, así por la naturaleza como por el pincel; su boca era pequeña y fresca como un clavel, y su nariz, un poco corta, demostraba que a veces el capricho hace más graciosa y linda a la hermosura que una clásica y cumplida perfección.

Habiendo también este precioso retrato muy especialmente llamado la atención de las demás señoras, y preguntado al conde de quién era, díjoles éste que de una tía suya; suplicáronle entonces que les diera cuantos detalles supiese sobre la vida de tan linda religiosa; accediendo galantemente el conde a sus deseos, les entregó un manuscrito en que estaban consignados estos hechos, que una de las señoras copió, y que vamos a comunicar al lector.




ArribaAbajo- II -

A fines del siglo pasado, Méjico, la hermosa hija de España, vivía rica y feliz, digna y próspera, asida a su bandera de oro y púrpura, sonriendo a un porvenir de paz y de ventura.

¿Quién reconocerá hoy en la ciudad que desde hace cerca de medio siglo es teatro de la anarquía, del escándalo, del desenfreno y de las malas pasiones, a aquella magnífica capital, honor y prez del continente americano, a quien España dio alma con su santa fe y vida con el noble pendón a cuya sombra creció tranquila, respetada, creyente, culta y agradecida? ¡Sí, ella es la que aún conserva lo que los hombres no le pueden quitar: su suelo privilegiado, su cielo puro, pero profanados ambos con el horrible espectáculo de la ingratitud, de la traición, de las doctrinas disolventes, anticultas y antirreligiosas, que pervierten su índole y destrozan su seno! ¡Qué no sería aquella metrópoli del Nuevo Mundo si hubiese desechado su ingrata emancipación y seguido como digna hija bajo la decorosa y suave tutela de la madre patria!

Pero apartemos la vista de lo presente y retrocedamos a aquellos dichosos días.

Descansaba el mando, en la época en que acontecieron los hechos que vamos a referir, en manos del poderoso virrey don Miguel José de Azanza, a quien autorizaba la madre patria a dar al elevado cargo que ejercía todo el prestigio, toda la fuerza y dignidad necesarias para revestirlo de la altísima importancia que revelaba su título.

Conforme entonces cada cual con el lugar que la Providencia le destinaba en el escalafón que constituye la sociedad humana, la prosperidad seguía su marcha progresiva, sin disturbios ni pretensiones destructoras del orden establecido. Era la alta clase demasiado digna y señora para ser bullanguera, y demasiado prudente para afanarse por alcanzar una flor de un día, sacrificando el arraigado tronco secular, herencia suya, al par que la clase llana estaba lejos de alzarse con pretensiones que condenaba en la superior. Tranquilo se deslizaba el tiempo como un manso río, sin que corrientes fangosas y extrañas enturbiasen sus aguas ni le hicieran salir de madre.

Pero demos principio a nuestro relato.

Hay una quinta inmediata a Méjico, en la que el arte y la Naturaleza se han unido para embellecerse mutuamente. Entre las plantas más bellas y frondosas brotan surtidores de alegres aguas, que brillan al sol, como si sonriesen a las flores antes de ir a besarles los pies. Cerca de una, de estas fuentes, rodeada de jarrones de China, en que florecían las plantas más raras y bellas, veíase sentado una tarde a un anciano sacerdote, de rostro sereno y digno, cuyos negros hábitos condecoraba la roja cruz de Santiago; a su lado se hallaba una señora joven, ricamente prendida, y ambos fijaban con indecible cariño su vista en otra Joven, casi niña, que, vestida de blanco, se entretenía en formar un ramo con las mejores flores que aquellos jarrones contenían.

No podía darse nada más encantador que aquella joven tan engolfada en la confección de su ramo. No era alta, pero sí perfectamente formada. Su cara blanca y sonrosada parecía pequeña para contener sus grandes ojos negros, cuya mirada, alternativamente alegre como el sol y grave como la luna, pero siempre inocente y pura, se fijaba en las flores que cautivaban toda su atención; las manos que las manejaban, notoriamente pequeñas y blancas, parecían jazmines que formasen parten de los ramos. Su alba tez contrastaba con el pronunciado negro del color de su cabello, y sus prominentes y rojos labios parecían retener una alegre y maliciosa sonrisa por respeto a aquel sacerdote. Era éste su padre, el conde de Nerbas, que, después de haber enviudado, había recibido las sagradas órdenes. Tenía dos hijas, que eran las dos jóvenes que acabamos de dar a conocer al lector, la más pequeña de las cuales se llamaba Leonor, estando casada la otra, de muchos más años que aquélla, y que la amaba con la ternura de una madre, con el poderoso conde de Elgra.

-Padre -dijo la condesa al ver que el sol recogía sus últimos rayos-, ya es hora de retirarme y de llevarme a Leonor, pues es necesario que empecemos nuestros preparativos para el baile que da el virrey, al que no nos es posible faltar.

-Es cierto -repuso el conde- Id, pues, y que Dios os acompañe.

Leonor se levantó alegremente, se acercó a su padre y le besó la mano, diciendo con respeto:

-Esto como a sacerdote.

Y luego, saltando a su cuello, lo abrazó, añadiendo con ternura:

-Esto como a padre.

Ambas jóvenes desaparecieron entre los arbustos y las flores, mientras las seguían, como ángeles custodios, las enternecidas miradas del anciano.

La corte virreinal era una semejanza de la de Madrid. El virrey, que representaba la persona del soberano, alcanzaba todo el respeto y todas las atenciones que aquél en España, y los títulos de Castilla gozaban en su palacio las mismas consideraciones que los Grandes en el palacio de Madrid. El que ocupaba el virrey era un vasto edificio, situado en una inmensa plaza; aunque sin pertenecer determinadamente a orden alguno de arquitectura, era digno y notable por su grandiosidad.

Llenos estaban sus inmensos salones aquella noche de cuantas personas escogidas contenía la gran capital americana, cuando se presentaron la condesa de Elgra y su hermana Leonor. Llevaba ésta una túnica o, como ahora se denomina, vestido de dos faldas, de tul blanco, recogida la superior con ramos de jazmines; una guirnalda de éstos en la cabeza, y adornado su albo cuello con un riquísimo collar de esmeraldas. Todas las miradas se fijaron en ella, llenas de admiración. Salió el virrey al encuentro de las hijas del conde de Nerbas, y mientras hablaba con la condesa, acercósele presuroso uno de sus caballerizas, joven teniente del ejército, para hacerle una pregunta cuya contestación urgía. El virrey dio ésta brevemente, pero el oficial no se movió; fija la vista en Leonor, absorto y abstraído, parecía que toda su atención, su inteligencia y su ser se habían reconcentrado en la mirada que tenía fija en aquella encantadora aparición.

-¿Qué os detenéis? -dijo el virrey-. Id, Camino, que nada tengo que añadir.

Alejose el oficial, pero no sin que Leonor hubiese notado aquella mirada del alma clavada en ella, y que tanto lisonjea a una hermosa cuando es hija de la admiración y no heraldo del atrevimiento.

Camino, que había llegado a Méjico con el virrey, y a quien éste profesaba mucho afecto y demostraba gran confianza, era un joven tan modesto y simpático, que se había ganado el aprecio y la benevolencia generales. Contribuía a esto la manera digna y natural con que procuraba huir de todas las ocasiones de figurar en primer término, a pesar de la importancia que le daba la marcada preferencia con que le distinguía el virrey.

Como suele suceder que la sociedad otorgue ampliamente aquello que no se exige, había ésta asignado a Camino un honroso lugar en su seno.

El sarao se animaba. La actividad del baile y la aglomeración de gentes en movimiento y distraídos por él originaban esa clase de inobservancia que suele animar a los tímidos.

Leonor había notado desde que empezó el baile que por todas partes la seguían las miradas del joven favorito del virrey, y aun sin ver al que se las dirigía, sentíalas posarse sobre ella como dos brillantes y ardientes rayos del sol. Merced a la confusión propia del baile, el joven se acercó a ella y le pidió ser su pareja para la siguiente contradanza. Concedióselo gustosa Leonor, y ya no sólo bailó con ella entonces, sino toda la noche.

Leonor, que salía al mundo sin el necesario conocimiento de sus usos, y que tenía bajo aquella suave y tranquila apariencia un carácter singularmente decidido y una voluntad muy independiente en su origen, por más que, muy sumisa a lo que conceptuaba deber estarlo, no conoció que con la preferencia concedida a Camino se singularizaba, ni mucho menos previó que esta misma preferencia debía dar pábulo a las esperanzas de aquel joven, aunque es de temer que si lo hubiese comprendido así no se hubiera detenido ante esta consideración, pues no arredraban a su fuerza de voluntad pequeños obstáculos, del mismo modo que esta misma fuerza de carácter la habría hecho someterlo todo a cuanto juzgase que exigían de ella la razón y el decoro. No es de extrañar, pues, que en aquella noche, en que brotó simultáneamente en dos nobles y firmes corazones una pasión que había de decidir del destino de su vida, quedasen unidas sus voluntades, como a veces lo están en el cielo la luz del so1 y la que de éste recibe la luna.

Con disgusto observó la condesa de Elgra la ostensible preferencia concedida por su hermana al caballerizo del virrey, y apenas se hallaron solas, de regreso a su casa, cuando le hizo notar toda la inconveniencia de su comportamiento.

Oyó Leonor a su hermana con cierta extrañeza y desagrado, contestándole que no comprendía que se pudiera poner objeción seria y fundada a una inclinación cuyo término sería un enlace que no podía causar disgusto grave a su familia.

-¡Cómo! -exclamó la condesa-. ¿Puedes ni aun imaginar que un pobre teniente, cuyos antecedentes se desconocen, sea el partido que convenga a una hija del conde de Nerbas, pretendida por los primeros, más ilustres y poderosos caballeros de Méjico?

-Por lo mismo que tengo bienes de fortuna, no necesito buscarlos en el compañero que elija -contestó Leonor-. Camino es un hombre que por su mérito y valer ha sabido granjearse la amistad del virrey, y por su comportamiento el aprecio general; esto basta para que se hallen en mí de acuerdo mi juicio y mi corazón.

Todas las objeciones que hizo la condesa no pudieron conseguir que variase de opinión su hermana, ni todos sus consejos lograron hacerla mudar de propósito.

Anduvo el tiempo, y viendo la condesa que en todas las reuniones a que concurrían se entregaban los amantes sin rebozo ni recelo a la inclinación que los arrastraba, y que cada día iba en aumento, determinó dar aviso de ello a su padre.

Mucho disgustó a éste la noticia, pues aun en el caso de que su corazón le dictase no oponerse a los deseos de su hija, las exigencias sociales de su época le vedaban consentir que se enlazase con un joven que, sobre estar al principio de su carrera y carecer de fortuna, era de humilde extracción.

Las costumbres e ideas de aquella época lo traían así consigo, y le causó y debió causarle, por tanto, gran sorpresa y dolor que su hija bajase de clase en la elección que había hecho de un hombre para amarlo. Entonces los padres encumbrados exigían, para casar a sus hijas, igualdad, jerarquía y sangre noble; hoy no se exige aquélla, sino posición y dinero. Entonces el orgullo buscaba linaje; hoy la vanidad busca riqueza; ambas cosas son nacidas de malos padres, pero la primera se funda al menos en el respeto a la memoria de grandes hechos, de gloriosos servicios al rey y a la patria, mientras que la segunda sólo tiene por base la codicia.

Llamó el conde a Leonor y la hizo cuantas reflexiones le sugerían su razón, su dignidad y su cariño; todas las combatió y ninguna convenció a aquella niña tan débil, suave y flexible en su físico, y tan entera e inmutable en su parte moral. No trató de persuadir ni enternecer a su padre; sabía que por sus años, por su carácter austero y por su estado, no le movería a variar sus ideas una pasión amorosa; además, Leonor era reconcentrada como suelen serlo las personas de mucha fuerza de carácter; no había leído novelas, no creía compatibles con el retenimiento y la modestia anexos, instintivos al sexo femenino, esos descompuestos extremos, esas escenas trágicas en que, por casarse con un hombre a quien quieren, incurren las jóvenes que no respetan a sus padres, a la opinión ni a sí mismas. Por todas estas razones no trató de resistir ni de desobedecer el mandato de su padre, cuando le ordenó que no volviese a ver ni a hablar a Camino, y esta orden fue tanto mejor cumplida por ella cuanto que entonces la autoridad paterna, lo mismo que la sacerdotal, era un valladar que no traspasaban las humanas pasiones sino muy rara vez.

Pasó tiempo; no se había vuelto a nombrar a Camino, pero la paz y el contento habían desaparecido del seno de aquella familia, antes tan feliz. El conde había envejecido; sobre la severa frente de su hija mayor diseñaban los cuidados su triste sello, y Leonor, alternativamente animada por una, aunque remota esperanza, y abatida por el desconsuelo, y excitada de continuo por esta incesante lucha, había caído al fin postrada en su lecho.

Una tarde entró la condesa de Elgra en la habitación de su padre, Estaba pálida y abundantes lágrimas corrían por sus mejillas.

-¿Qué tienes, hija mía? -le preguntó el conde, que amaba con ternura, así a ella como a su hermana.

-Padre -contestó la condesa-, acabo de hablar con el médico, y me ha revelado que el estado de Leonor es muy grave, y que su pasión de ánimo ataca ya sus órganos vitales; padre, entre un mal casamiento y un féretro, ¿cuál preferís para vuestra hija?

No pudo proseguir, porque consternado el conde, se había levantado y se dirigía presuroso al cuarto de Leonor.

-Hija de mi alma -exclamó al entrar, estrechando a la postrada enferma entre sus brazos-, desecha el mal que mina tu salud. Si la causa es el no ver realizados tus deseos, renuncio a todas mis esperanzas por tu futuro bienestar, y sacrifico el lustre de nuestra familia, que ha sido el anhelo de toda mi vida y el blanco de todos mis deseos, a ver los tuyos cumplidos, toda vez que lo contrario ha de ser para ti una pena sin consuelo y sin olvido, que llegue a poner en peligro tu vida. Por más gestiones que he hecho, tan obscuro y pobre es el origen de Camino, que no he podido averiguarlo; pero voy a dirigirme directamente al virrey para que me informe de los antecedentes de su protegido, y como un obstáculo insuperable no lo impida, te prometo aceptarlo por hijo.

Un suave carmín, una sonrisa aún mas suave fueron la respuesta de la enferma, que cogió la mano de su padre, que besó con apasionada gratitud.

El conde se dirigió sin detenerse, al palacio del virrey, y fue anunciado y recibido al momento.

El triple carácter de padre, de ministro del Señor y de esclarecido prócer de que venía revestido, unido a su ancianidad, aumentaban la dignidad del conde, quien, después de saludar al virrey, le habló en estos términos:

-No es por cierto, señor virrey, una impertinente curiosidad la que me mueve a rogarle como padre, como sacerdote y como caballero, que me informe sobre un asunto cubierto con un velo de misterio para todos, pero que la tranquilidad de una familia y la suerte de uno de sus miembros hace forzoso descorrer. Así es que, bajo el triple concepto de padre, de sacerdote y de caballero, le suplico me diga quien es, cuáles son los antecedentes del caballerizo don Bernardo Camino.

La fisonomía del virrey expresaba un embarazo y un pesar crecientes a medida que hablaba el conde. Por un momento calló, y dijo después:

-Conocí a Camino en Madrid. Sus buenas prendas, poco comunes, me lo hicieron apreciar, y cada día me ha dado nuevas muestras de sus sobresalientes cualidades. Pertenece, como sabéis, a la honrosa carrera de las armas, que le abre un porvenir seguro y brillante. Sus padres son pobres, pero honrados; esto es, creo, cuanto necesitáis saber.

-Bien sabía -repuso el conde-, cuando vine a palacio, el mérito de Camino, su carrera y sus lisonjeras esperanzas para lo porvenir. Vuestra respuesta, señor Virrey, es evasiva y no aclara lo que deseo y me precisa averiguar; esto es, la clase a que pertenece y lo que era antes de que lo llamaseis a vuestro lado.

El embarazo del virrey aumentaba, e iba tornándose en una agitación que no podía ocultar a la enérgica y fija mirada del conde; evidentemente, ni le era fácil, ni acertaba a contestarle, lo que, notado con pesar por su interlocutor, le dijo con sequedad:

-Señor virrey, respeto las causas que podáis tener para no darme más amplios informes sobre don Bernardo Camino; pero sabed, si acaso aún lo ignoráis, que sin tenerlos cumplidos y satisfactorios, no emparentan los caballeros de Méjico con sujetos que, aunque tengan prendas personales y la ventaja de pertenecer al ejército de su majestad, ocultan, sea cual fuere la causa, sus antecedentes. Por última vez -añadió poniéndose en pie para retirarse- os requiero, señor, por esta cruz de Santiago que honra mi pecho como honró los de mis antepasados, y que decora el vuestro, que me digáis lo que era Camino antes de que lo hicieseis oficial del ejército y caballerizo vuestro.

La contrariedad que había expresado hasta entonces el semblante del virrey tornose en profunda tristeza cuando, después de vacilar unos instantes, contestó de esta suerte:

-Me obligáis, señor conde, y con ello me dais un gran pesar, a revelaros un secreto que hubiera querido conservar siempre ignorado de todos; pero ya que me habéis comprometido a ello por cuanto puede obligar a quien tiene honor y conciencia, me veo precisado a deciros que Camino, antes de ocupar el puesto en que hoy dignamente se encuentra, era un servidor mío, era mi ayuda de cámara.

El conde nada contestó; saludó al virrey y salió.

La dolorosa sorpresa que contenía su alma no se notó tampoco en su grave semblante cuando entró en el cuarto de su hija, a la que no creyó del caso dirigir amonestación alguna, contentándose con hacerle en breves frases la misma revelación que acababa de oír de boca del virrey, y alejándose en seguida sin añadir una sola palabra.

El conde conceptuó que Leonor, criada bajo el régimen y la influencia de aquellos tiempos, renunciaría desde luego a su unión con Camino, graduándola de uno de esos imposibles definitivos e insuperables, cuyas consecuencias, semejantes a las de la muerte, no pueden ser modificadas por la voluntad del hombre ni por medios humanos, y que pronto condenaría y desterraría, por tanto, de su corazón un amor reprobado, ilícito y sin porvenir, como un amor adúltero, pues a la verdad esto venía a ser considerada socialmente su pasión, no ya sólo por pertenecer como pertenecían ambos amantes a distintas clases, sino por la calidad de las funciones que había ejercido Camino. Constábale que su hija estaba amamantada en las severas doctrinas religiosas, el recato en el sentir, el freno en la voluntad, la sumisión a la autoridad paterna y la conformidad en los reveses, y creyó, en consecuencia, que no sólo no combatiría con indecorosos extremos los deberes que aquéllos le imponían, sino que se sometería a ellos con suave mansedumbre femenina, muy ajena por cierto del espíritu de emancipación que cunde en nuestros días.

Llévanos este aserto a observar que si hoy no se presencian más escándalos ni se ven más casamientos a disgusto de los padres, es porque las jóvenes contemporáneas se prestan en lo general admirablemente a entrar en los cálculos que forman aquéllos para establecerlas, asignando a la pasión del amor un poder muy limitado y una influencia muy subalterna, disposición que celebramos y enaltecemos mucho en sus efectos, por más que estemos muy distantes de hacer lo mismo en cuanto a sus causas.

El conde no se equivocó; Leonor recibió la comunicación de su padre como habría recibido la noticia de la muerte de su amado.

Cuanto pasó y sintió quedó oculto y sepultado en su pecho, como en el seno de la tierra cuanto es presa de la muerte.

Leonor calló, no por mutismo, sino por el hábito de reserva que en el austero trato de su digno padre había adquirido, así como también por efecto de esa fuerza de voluntad que le era propia.

Avisado Camino por uno de sus amigos de que el conde de Nerbas había tenido una entrevista con el virrey, según había colegido por haber visto el carruaje del primero estacionado ante el palacio, dirigiose hacia allí y penetró, como tenía de costumbre, en las habitaciones del virrey; pero en la puerta del despacho de éste fue detenido por el alabardero que en la antecámara se hallaba de guardia.

-¿La entrada me está vedada? -exclamó retrocediendo y consternado Camino.

-Tal es la orden que he recibido -contestó el alabardero-, con el encargo de entregaros este pliego.

Camino cogió en sus trémulas manos el pliego, y anhelante y poseído de un aciago presentimiento, rompió el sello y lo desdobló. ¡Cuál no fue su asombro al ver en él la orden de marchar a las pocas horas a Veracruz y embarcarse allí en la primera embarcación que se hiciese a la vela para España!

El mandato era apremiante; todo el poder del jefe supremo se ostentaba en él, sin que nada recordase el protector, el amigo.

-¡Así me abandona y desvía de sí el que parecía ser mi segundo padre, el que era mi solo protector! -exclamó Camino dejándose caer sobre un sitial, con ese desconsuelo peculiar del desamparado y ese espantoso vacío del aislamiento.

Escapósele de las manos el funesto pliego, y entonces notó que la cubierta contenía dos; abrió el que aún no había leído y vio que era un despacho de capitán. Cual hiende de improviso un rayo de sol las opacas nubes que obscurecían la tierra, penetró uno de esperanza en el corazón de Camino. La justa guerra contra la república francesa que, feliz en un principio para nuestras armas, guiadas por la vencedora y gloriosa espada del ilustre general Ricardos, y funesta después bajo la conducta del valiente pero desgraciado conde de la Unión, que había de volver a tornarse próspera para España merced a las altas dotes del sabio general Urrutia, tenía abiertas entonces en la Península las puertas de oro de la verdadera e inmarcesible gloria, y todos los españoles de todas clases y condiciones se precipitaban ansiosos por ellas al santo grito de religión, rey y patria, sin necesidad de invocar para nada, la unión, pues unánimes todos en sus generosos sentimientos, no había desunión posible.

Camino comprendió la senda que le marcaba su protector: conquistar un nombre glorioso, adquirir con la espada, genuina fuente de nobleza, el puesto que había de encumbrarlo a la altura de la mujer que amaba, fue lo que le pareció indicarle el despacho que le facilitaba los medios para ello, y en seguir este nuevo rumbo cifró su esperanza, su estímulo y su consuelo, viendo en hacerlo así el único medio, aunque remoto, de que aquella cruel pero inevitable separación no fuese eterna. Todos estos pensamientos, unidos a los dolores de la ausencia, expresó en una larga carta que escribió a Leonor, en la que mezclados formaban como una corona de ciprés entretejida con rosas, y a las pocas horas partió.

Leonor, al recibir esta carta, la quemó resueltamente sin leerla, después de lo cual cayó de rodillas bañada en llanto.

Todo esto fue ignorado de su familia, en cuya casa no volvió nunca a pronunciarse el nombre de Camino.

Leonor no hizo alteración alguna en su modo de ser y de vivir. Salía, entraba, iba a todas partes adonde su hermana la llevaba.

Dos años pasaron de esta suerte. Alentados los pretendientes a la mano de la rica y bella heredera, recibió el conde varias proposiciones, y no mostrando Leonor preferencia por ninguno de los que la solicitaban, determinó su padre hablarla e inclinar su ánimo hacia aquél que le parecía reunir más ventajas y más elementos para hacer su destino feliz. Hízolo así, y Leonor le escuchó con acatamiento y calma; pero cuando hubo concluido, le contestó:

-No he podido ser esposa del solo hombre que he amado y amaré en mi vida, y no lo seré de otro alguno. He querido que una resolución firme e irrevocable, tomada por mí desde el momento en que la suerte nos separó, y que desde aquel día ha sido todo mi consuelo, no os pareciese pasajera y atropellada, y sólo hija de la vehemencia de mi dolor; así es que nada os he dicho hasta el día de hoy, en que se me presenta la deseada ocasión de hacerlo; han pasado dos años desde que ofrecí a Dios, entero, un corazón que no podía ya ocupar otro sentimiento que el santo amor a Él, único amor que proporciona calma y dulzura al corazón, que es inmutable, y que empieza por dar consuelo y acaba por hacer olvidar las penas y dolores de este mundo.

Al oír estas palabras, venciendo el amor paternal a las consideraciones de sacerdote, exclamó el conde, amargamente sorprendido por la perentoria declaración de su hija, que destrozaba su corazón de padre y destruía sus esperanzas de cabeza de familia:

-Nunca consentiré...

-Señor -le interrumpió Leonor con templada firmeza-, no podéis desaprobar una determinación que vos mismo tomasteis... Si el esposo que había elegido mi corazón humillaba a la familia, el que ahora elige mi alma la honra y enaltece; debéis, pues, aprobar esta mi determinación, así como debisteis reprobar la otra.

-Si ha de ser para el bien de tu alma -repuso el conde, vuelto en sí de su primer movimiento de repulsa-, único bien real a que debe aspirar el hombre en su transitoria peregrinación por un mundo cuyos bienes jamás han llegado a satisfacer sino momentáneamente al que logre disfrutarlos, hágase según tu voluntad, y que no sea un padre y un sacerdote el que se oponga a ella cuando va bien guiada. Elévense a la par de las tuyas mis esperanzas y mis anhelos. Persuadido de lo premeditado de tu determinación y de la constancia de tus sentimientos, no me opongo a tu resolución, y si pierdo el encanto de mi hogar doméstico, adquiero en cambio un ángel que a Dios ruegue por mí, y que me retribuya, con oraciones de su candoroso corazón y de sus puros labios, las bendiciones que derramo y he derramado durante toda mi vida sobre tu cabeza.

Leonor entró en el convento de agustinas de la Concepción, y al año profesó con el contento y la alegría que le eran propios en sus primeros años. Todos sus amigos y deudos asistieron al solemne acto de su profesión, y muchas lágrimas de ternura y de admiración fueron vertidas, pues tal es nuestro apego a las cosas mundanas, que el renunciar a ellas por las del cielo nos parece un heroico rasgo de virtud y un doloroso sacrificio.

Una vez monja Leonor, apresurose el virrey a llamar nuevamente a su lado a Camino, quien no se apresuró menos en acudir a este llamamiento, ceñida ya su sien de bien ganados laureles, y lleno además el corazón de dulces esperanzas, por imaginar que el amor y la constancia de Leonor, unidos a la amistosa intervención del virrey en favor suyo, habrían podido vencer la oposición del conde de Nerbas a su enlace con Leonor y sido causa de su regreso.

Llegó a Méjico, encaminose desalado al palacio virreinal, y se presentó gozoso a su protector.

-Ya ves -le dijo el virrey, que en la intimidad favorecía a Camino con el tú paternal que le dictaba su cariño-, ya ves cómo desde que han cesado los obstáculos que se oponían a tu vuelta y motivaron tu ausencia, que era el único medio de prevenir muchos males, me he apresurado a llamarte a mi lado, libre ya de los cuidados y temores que aquéllos me inspiraban.

-¿Y el conde de Nerbas, ha consentido? -exclamó ebrio de alegría Camino, que suponía, como hemos dicho, que el haber cesado los obstáculos a su estancia en Méjico era debido a no haberlos ya en sus amores con Leonor.

-Consintió -repuso el virrey- en el deseo de su hija, y a pesar de que destruía todas sus esperanzas de cabeza de una ilustre y poderosa casa, porque consideró que la primera obligación de un padre es la de mirar por la felicidad de sus hijos, y que debe anteponerse a todas las miras terrenas.

-¡Oh, Dios mío! -exclamó Camino-; ¿así, pues, Leonor me aguarda?

El virrey lo miró asombrado, y tornándose poco a poco su mirada triste y compasiva, le dijo con voz solemne:

-Sí, Camino; Leonor te aguarda, pero en un mundo mejor, no en este, al que ha renunciado, muriendo para él dulce y suavemente en el convento de monjas agustinas de la Concepción, en el que ha profesado.

Camino no oyó más, y sin cuidarse de las reglas sociales, se precipitó, sin añadir palabra, fuera de la estancia de su protector, y sin tomar aliento llegó al indicado convento, en el que pidió que avisasen a la recién profesa, que había en el locutorio una persona que venía con un recado de su padre.

A pesar de la moderación de su carácter, al ver Camino a la que amaba en traje de religiosa, sintió un dolor desesperado que le hizo desahogar su pecho con todo el arrebato y la elocuencia de la pasión, y le impulsó a proponer a Leonor que le facultase a ir a Roma, y, echándose a los pies del Santo Padre, obtener que desatase con su poderosa y autorizada mano lazos anudados tan ligeramente y por razones de tan poco valer en la alta esfera del sentir, y cuyas consecuencias no podían ser otras que causar la desgracia de dos personas que unidas habrían sido felices.

Leonor rechazó con dulzura, pero con alta dignidad, tan descabellada proposición, y aumentándose entonces la exaltación de Camino, por el despecho que le causaba la negativa de aquélla, prorrumpió en amargas quejas, acusándola de no amarle ni haberle amado nunca y de no sentir ni comprender el amor.

-Comprendo y siento -contestó Leonor- que no se ama más que una vez en la vida, y que este amor agota las fuentes que le dieron vida; pero no el que este amor se sobreponga, en una persona de carácter y de fuerza de voluntad, a todas las condiciones sociales, a la razón y al deber de hija. Ese amor de pasión del que pretendéis los hombres hacer casi una virtud, no lo es tal: es sólo una calentura, con todos sus padecimientos y delirios, que, transitoria y fugaz, no se debe fomentar con estímulos, sino serenar con calmantes. Hay otro amor, Camino, de más fuerza, de más duración y de más porvenir, puesto que el suyo es la eternidad. Éste crece sostenido por otros móviles que la pasión terrena, y se satisface muy de otra manera. Decís que no sé amar porque no comparto con vos la violencia que todo lo arrastra, el ímpetu que a todo se sobrepone. Yo creo, por el contrario, que la buena calidad del amor se demuestra más en el exclusivismo y en la constancia que en la pasión, ese fatal estado del hombre que muchos tratan por desgracia de enaltecer, y que es casi siempre el origen de todos sus males. En el siglo, sólo a vos amé; en el claustro, sólo amo a mi Criador y Dueño, y aun dado el caso de que sin pedirlo yo se abriesen de par en par las puertas de este asilo de consuelo y de paz, de esta alegre y tranquila tumba en que nada nos distrae del santo y único fin del hombre, que es prepararse a la vida eterna, nunca, no, nunca resucitaría para sufrir la que murió para descansar21.

-Pues adiós, Leonor -dijo Camino con la calma del dolor sin remedio, sin consuelo y sin olvido-; busqué la gloria, porque creí que me acercaría a vos; ahora buscaré la muerte, puesto que me es inútil la gloria.

Camino regresó a España, hallando años después la gloria que no buscaba y la muerte por que ansiaba en la guerra eternamente memorable de nuestra Independencia.






ArribaAbajoLos dos memoriales

Portada de «Los dos memoriales»

En una de las humildes casas cobijadas por techos de anea o chamiza, de los que en casi su totalidad se compone el pueblo de Dos Hermanas, estaba, a fines del verano de 1862, una anciana, en cuyo expresivo rostro se pintaba la aflicción y la angustia, ocupada en reunir unas sillas bastas, unos cuadritos y otros enseres de poco valor, pero de gran precio para su dueña, pues constituían todo su ajuar.

-¿Qué está usted haciendo, tía Manuela? -la preguntó otra mujer joven y alta, cuyas ropas raídas demostraban suma pobreza, y cuyo semblante abatido atestiguaba también en ella pesares-. ¿Se va usted a mudar?

-Yo, no, Josefa, hija -contestó la anciana-, pero voy a mudar mi ajuar. Arrepara el techo de mi casa, que se ha vencido y está para desplomarse, por lo que voy a pedirle a Rosalía que me recoja estos chismes en su casa.

-Yo ayudaré a usted a mudarlos -repuso la joven, y cargando con parte del ajuar, precedida por la dueña, que llevaba lo restante, atravesaron la calle y entraron en la casa de la indicada vecina.

-¿Qué es esto, tía Manuela? -exclamó ésta al verla entrar-. ¿La echan a usted de su casa?

-Sí, hija -contestó la interpelada-; me echan y con cajas destempladas, esas nubes, que si les da gana de descargar, van a hacer de mi casa un lodazal, pues el techo, que es más viejo que yo, se ha vencido y está hecho una criba. Quiero, al menos, resguardar mi ajuar, y para eso déjame, hija, que lo meta en tu sobrado, y Dios te premiará la buena obra.

-Sí, señora, con mil amores; pero usted, ¿qué se va a hacer sin su ajuar?

-No lo sé, hija; pero como tenerlo en casa es lo mismo que tenerlo en la calle, preciso era buscar donde cobijarlo.

-El caso es, tía Manuela, que si usted no ve de componer el techo de su casa, se le va a desplomar a las primeras aguas de la otoñada, y ya no será mojados, sino aplastados, como van ustedes a hallarse.

-Hija, ¿y qué le hago? Mi Juan, que no sabe techar, no puede componerlo; tendríamos que pagar a un techador y comprar la chamiza, por la que piden a treinta reales la carretada; te harás, pues, los cargos, que estando mi Juan viejo y con un bulto entre las costillas, no pudiendo ganar ni para pan, ¿de dónde habíamos de sacar esos gastos? Ya me se previene que nos vamos a quedar sin casa, porque la nuestra se va a hacer alberca. ¡Ay mi casita! ¡Mala es, pero me estaba mirando en ella como en un espejo!

En ella murieron mis padres y han nacido mis hijos, y fuera de ella, Rosalía, te digo mi verdad, que no me hallaría ni en un palacio. La tengo de abolengo, y conocida es por la casa de los Ortegas ende abinicio.

En ella lo he pasado tan retebién, pues además de ser mi Juan un trabajador de los de punta y ser en mi casa el jornal seguro como el sol de Dios, ha sido mi Juan la flor y nata de los hombres de bien, y me ha dado buena vida. Sembrábamos la hacecita de tierra suya, y hogaño se queda vacía por no poder menear la simiente ni él trabajarla. ¡Mira si caben más desdichas!

Y rápidas unas tras otras, como vierten nubes de tormenta las suyas, corrían lágrimas por las escuálidas y atezadas mejillas de la pobre anciana.

-Tía Manuela -dijo la mujer joven que le había ayudado a mudar su ajuar-, vamos, que las desdichas mías no se quedan atrás. Usted tiene a sus hijas casadas y establecidas, y aunque pobres, mientras trabajar puedan, no le ha de faltar a usted y a su padre el pan; pero yo, que tengo a mis niñas chicas y a mi marido desde tres meses con tercianas, sin tener para que duerman mis hijitas más que el suelo pelado, sin una mala manta con que abrigarles, de manera que de arrecidas me se van a morir en diciendo el frío: ¡aquí estoy!

-¿Cómo es eso, mujer? ¿Pues qué, tu marido no lo ganaba antes que le acometiesen las malvadas tercianas?

-Sí, señora, tía Manuela, y su jergoncito, sus almohadas, sábanas y manta tenían mis niñas; pero mi suegro, que era viudo, vino malo del campo, ¿y dónde había de parar sino en casa de su hijo? En la cama de mis niñas pasó la enfermedad, que fueron unas postemas y unas pútridas que se lo llevaron, y después dijo el médico que la cama, las ropas y cuanto le había servido se quemase, porque aquella enfermedad era muy mala y muy pegajosa; así es que duermen mis niñas en el santo suelo, sin que tenga yo para cobijarlas ni la manta de su padre, porque cuanto teníamos vendimos para sostenerle al suyo la enfermedad, y ustedes me dirán qué va a ser de esas niñas en llegando el invierno. ¡Mire usted, tía Manuela, que lo que a mí me pasa salta a los ojos y me echa un dogal al cuello!

-Ya se ve, hija, ya se ve que cuando Dios extiende su mano a todas partes alcanza. ¡Lo que es a mí lo que más me ahoga es el que cuantito caiga el primer chaparrón se va a hacer mi casa una laguna, y mi Juan, al que dañan mucho las mojadas, y que está tan abajo y tan paecido, me se va a morir.

Y la infeliz se echó a llorar amargamente.

-Vaya, tía Manuela -le dijo compadecida la vecina-, no pierda usted las esperanzas; las esperanzas son puntales, y en faltando éstas, nos desplomamos nosotras, y se acabó. Las esperanzas dan cuerda al reloj de la vida; sin ellas se queda parado y se muere el corazón, y no permita su Divina Majestad que se nos muera el corazón, que entonces somos perdidos.

La interpelada era mujer de gran talento natural y de genial vivo y alegre, que son tan frecuentes en Andalucía; así es que contestó:

-Bien sabes, Rosalía, que si puntales hallase, ya se los hubiese yo puesto a mis esperanzas, que decía mi madre (que de Dios goce) que en día de Carnestolendas nací yo, y riendo en lugar de llorando, y así no soy yo de las que se atolluncan; pero si ni aun puntales de palo tengo para apuntalar el techo de mi casa, ¿cómo los había de tener de esperanzas para apuntalar mi desdicha?

-Ni yo -añadió Josefa.

-¿Y os parecen a vosotras pocos puntales las esperanzas en Dios?

-¿En que hiciera un milagro, que es la sola manera de remediarnos? -repuso Josefa- ¿Y acaso lo había de hacer su Divina Majestad?

-¿Y quién te dice que no? ¿No los hace acaso todos los días? Yo he visto llover los milagros en mi casa; pero sin fe no hay milagros, sin pedirlos no hay socorro; asina no desconsolarse, que Dios está siempre en el mismo lugar. ¿Os vais vosotras a parecer, a la gente del día, que dice que no hay milagros?

-¡Jesús, Rosalía; no lo permita su Divina Majestad! -exclamó la tía Manuela-. Milagros, que son la patente intervención de Dios en las cosas de los hombres, ¿no los habíamos de creer? Tanto valía negar a Dios que negarle su poder y su voluntad. Lo que quería decir Josefa es que acá no merecemos que por nosotras los haga el Señor.

-Por esa desconfianza, puede ser, que de otra suerte, para obtener los favores de Dios, basta ser humilde y pedírselos con fe y amor; dice el Señor: «Ayúdate, que yo te ayudaré».

-¿Qué más quisiera el ciego que ver? ¿Qué más quisiera yo que ayudarme? ¿Pero cómo?

Rosalía se quedó un momento pensativa, y dijo después:

-Ya saben ustedes que la reina está en Sevilla, y que después de la del cielo es la de España la reina más misericordiosa que ha habido ni habrá, así como, después de la de Dios, es Isabel II la providencia de España. Háganle ustedes un memorial en que le pidan que las socorra en tamaña necesidad.

-Mujer, no lo has pensado malamente -dijo la tía Manuela, cuyas lágrimas, como las de los niños, se secaron instantáneamente-; me has dado un puntal: mira qué presto se lo pongo a mis esperanzas.

-Pero falta el milagro -añadió sin salir de su abatimiento Josefa-, y no dejaría de serlo el que su real majestad hiciese caso de nuestros memoriales. Vamos, eso es un sinfundo, si los hay. Decía el ordinario anoche, cuando llegó de Sevilla, que a cientos y miles se los entregaban a su real majestad, y siendo éstos sin cuento, ¿acaso podría la reina satisfacer tanto pedido? Eso sólo Dios lo podría.

-No le hace; yo voy a presentarle un memorial.

-Eso es que cuenta usted con el milagro -dijo con triste amargura Josefa.

-No, hija -repuso la triste anciana-; no cuento con el milagro; pero acaso podría esperar en él, que ese puntal, ya que a manos me se viene, lo quiero aprovechar. Mira, Josefa, mañana nos vamos a Sevilla, y de camino vemos los festejos, los arcos, los adornos que allí han hecho, que dicen que desde que el mundo es mundo no se ha visto cosa igual. Buscamos un memorialista que nos haga el memorial, nos ponemos a la verita del coche, mas que nos atropellen los caballos y nos estrujen las gentes, y se lo damos a su real majestad.

-Las cosas de usted -repuso Josefa-, que todo lo allana sobre la marcha como plancha caliente. Los memoriales se hacen sobre papel de sello, señora, y cuesta dos cuartos la hoja; al memorialista es menester pagarle su trabajo, y ni usted ni yo tenemos un cuarto; nada, tía Manuela, donde no hay harina todo es mohína.

La cara de la tía Manuela, que se había animado con un rayo de esperanza, tornose a abatir, como la rama del sauce llorón, a quien por un momento alzara y diera movimiento una pasajera ráfaga de aire.

-¡El gozo en el pozo! -exclamó tristemente-, pues no tengo los dos cuartos para mercar el papel, que en cuanto a quien me escriba, conozco en Sevilla al mozo de una casa en la que sirvió mi hija antes de casarse, el que tiene una letra como un maestro de escuela, y ése nos los escribiría.

-Pues en ese caso -dijo la vecina sacando de su bolsillo dos monedas de dos cuartos-, poco dinero tengo, pero les emprestaré estas dos motas para ayudarles a poner un puntal a sus esperanzas. Si algo alcanzan ustedes, me lo pagarán, y si no, perdono la deuda.

-Dios te lo premie y te dé la gloria, que la merece tu buena obra, tanto más meritoria cuanto que va a servir para un por si acaso de los más aventurados; pero bien dice el que dijo que quien no se arriesga no pasa la mar; asina, Josefa, aprevente, que mañana nos vamos un pie tras otro a Sevilla.

No hay que extrañarse de que la vecina prestase esa pequeña cantidad a dos pobres más necesitadas que ella. Lo que sí hay que admirar en estas pobres aldeas, compuestas en su casi totalidad de braceros, cómo el que está algo más desahogado fía al necesitado en las épocas en que le falta el trabajo, si bien no metálico, de que él mismo carece, trigo, semillas, aceite, esto es, substancias alimenticias. Como es de suponer, entre gentes que no saben escribir, no median contratos ni recibos; entre la caridad y la gratitud no media más que la buena fe, por lo que estas tan generales deudas nunca se han visto negadas ni desatendidas.

Seis días después de la precedente escena estaba la tía Manuela parada ante la puerta de su casa, hablando con Josefa, cuando pasó un hombre bastante bien portado, al que dijo con tristeza la tía Manuela:

-¿Conque, Miguel, se fueron los reyes?

-Ayer -respondió el hombre-; yo los vide entrar en el coche real del ferrocarril, y cuenta que si los pude ver es porque cuando serví al rey era granadero, y porque en la estación cogí sitio ende temprano. ¡Qué de almas, María Santísima! ¡Si parecía que las cuatro provincias de Andalucía se habían apiñado allí! Vide despedirse a las dos hermanas reales, que abrazadas lloraban por su cara abajo; tía Manuela, ya ve usted cómo también los reyes lloran.

-¡Si son hijos de Adán, Miguel, y con el pecado de aquél entraron en el mundo las lágrimas que nos dejó por herencia en este valle que de ellas toma el nombre!

-Al ver a nuestra reina y a nuestra infanta tan queridas llorar, todo el mundo lloraba, y yo sentí que algo me corría por la cara; me eché mano, tía Manuela... ¡pues no estaba yo llorando!22.

-Y yo también, Miguel, de oírtelo referir -repuso la tía Manuela, secándose las lágrimas con un pico de su delantal-. ¡Qué dolor, qué dolor de ver llorar a la reina de mi corazón y de mi alma, y a esa infanta bendita que con su esposo han hecho en San Telmo de los jardines un paraíso y del palacio un santuario! ¡Y habría llorado también, Miguel, porque ese malvado ferrocarril se llevaba con mis reyes mis esperanzas!

-Y las mías, aunque eran pocas -añadió Josefa.

-¿Que se llevaba las esperanzas de ustedes? -dijo admirado el hombre-. Pues qué, ¿las tenían ustedes puestas en la reina?

-Sí, porque yo y tía Manuela le habíamos hecho un memorial para que nos socorriese.

-Qué,¿tan necesitada estás, Josefa? Pues denantes estabas descansadita.

Denantes! -respondió Josefa-, denantes me vivían mis padres; pero ende que me faltó mi madre me han llovido desdichas y no tengo arrimo ni calor de nadie; asina es que dice bien el cante:


    Murió mi madre, ¡ay de mí!
Ya entraron mis amarguras;
ninguno diga que es pobre
mientras su madre le dura.



Mira, tú, que tengo a mi Pedro hace tres meses con tercianas, y a mis niñas durmiendo en el suelo pelado, y el invierno que ya asoma.

-¿Y quién entregó esos memoriales? -preguntó el hombre-. ¿Vosotras?

-No, porque aunque esa intención llevábamos -contestó la tía Manuela-, y nos pusimos a esperar a su real majestad en una calle por la que dijeron había de transitar, cuando llegó a pasar, tan hermosísima, tan bien puesta, que parecía una imagen, tan respetuosa a la par de tan hermosa, pasando despacito por no atropellar a nadie, por el apiñado gentío que la rodea por doquiera que va, sacando del coche un brazo más blanco y más torneado que si lo hubiesen hecho de marfil, para recoger los memoriales, nos quedamos entrambas tan admiradas, tan extáticas, tan cuajadas, que ni el viva que rebosaba en nuestro corazón pudimos echar al aire; cuando miramos por nosotras, ya había pasado, ya iba lejos aquel hermoso coche que se llevaba nuestra reina, nuestro corazón y nuestras esperanzas, ¡y sólo nos quedaban lágrimas en nuestros ojos y en nuestras manos los memoriales!

-¡Por vía de Chápiro Valillo! -exclamó Miguel-. ¡Quién había de creer que se atollancasen ustedes tanto, usted, tía Manuela, que es más viva que un ajo, que tiene la lengua expedita y bueno el pronunciado, y hasta coplera es!

-Pues ahí verás, hijo mio, cómo impone la real majestad, que me se apagó el candil, me se anudó la garganta, y ni un viva le pude dar a mi reina, lo que me ha de pesar mientras coma pan.

-Y ¿quién les hizo a ustedes los memoriales?

-Un mozo de casa que escribe que ni imprentado.

-La cuenta de la plaza será -opinó Miguel-; ¡pero un memorial a la reina!... ¡Bueno estaría, y más si el mozo era farruco!

-Pues, sí, señor, que iba bueno, que yo se lo fui anotando.

-Y ¿qué la decía usted en el memorial a la reina, tía Manuela? ¿Acaso que le comprase la chamiza para la techa?

-Pues, sí, señor.

Su interlocutor soltó una carcajada, y preguntó:

-Y Josefa, ¿qué pedía en el suyo? ¿Que le comprase su real majestad un jergón en que dormir sus niñas?

-Pues, sí, señor.

Su interlocutor volvió a reírse más estrepitosamente todavía.

-Hombre -le dijo con impaciencia la tía Manuela-, ¿y qué querías que pidiese yo a la reina, que fuese el pedido digno de su real majestad? ¿Una encomienda? Ni me la hubiese dado, ni yo para maldita la cosa la necesito... ¿Qué querías?

-Que no hubiese usted pedido náa, haciéndose los cargos, que por más que se levante el polvo de la tierra no llega al sol; ¡qué al sol! ni a los luceros y estrellitas que lo rodean, que se encaraman más alto que él; así se hubiese usted ahorrado el viaje y su memorial, y no estaría ahora llorando sus esperanzas perdidas. ¿Acaso no sabe usted la copla?


    Son nuestras esperanzas
flor sin raíces,
que se las lleva el viento
antes de abrirse.
   Y es culpa nuestra,
por sembrarlas al aire
y no en maceta.



-¡Pues otras han alcanzado, Miguel! Pero bien me se previene que en un lugar no todos pueden vivir en la plaza.

-En cuanto a mí -añadió Josefa-, yo y mi Pedro somos tan desgraciados, que si él hubiese sido sombrerero habían de haber nacido los niños sin cabeza.

-Pero vamos a ver, que tengo curiosidad -dijo Miguel-. ¿Qué era lo que rezaba el memorial de usted, tía Manuela, y cómo le pedía usted chamiza a su real majestad?

-Toma, muy clarito y sin circunloquios, como se lo pido a Dios. ¿Pues no le está pareciendo a este hombre, que lo echa de sabido, un desacato el pedirle la chamiza que necesito a la reina? Decía el memorial asina: «Señora, a los pies de vuestra real majestad se postra una infeliz anciana que va a quedar a la inclemencia del cielo por derrumbarse el techo de su casa. Deme vuestra real majestad, que se complace en llamarse madre de los españoles, la chamiza para techar mi casa y cobijarme, y Dios en cambio cobijará a vuestro trono, a vuestra real majestad y sus augustos esposo e hijos con su santísima bendición».

-¿Y el de Josefa? -preguntó Miguel.

-Decía asina -prosiguió la anciana-: «Señora, a las plantas de vuestra real majestad se postra una madre desdichada que tiene a las hijas de su alma durmiendo en el suelo y sin abrigo. Deles vuestra real majestad un jergón, y hará una obra de caridad de las grandes. Humilde es mi petición, reina y señora, pero más humilde es la de los pájaros, y Dios la atiende».

-Lo que es de largas no pecan -opinó Miguel-, pero sí de gansas, que lo son como pajares, y de atrevidas, que lo son como gorriones. Por suerte, que no llegaron ustedes a entregarlas y no las habrá visto la reina.

-Pues, Miguel, yo había esperado que sí, porque en vista que no habíamos podido ponerlos en manos de su real majestad, nos fuimos en casa de una señora que yo conozco, y donde paraba un usía muy considerable de la comitiva real, y le dije que por el amor de Dios y de María Santísima se los entregase y se empeñase con él para que se los presentase a su real majestad de parte de Manuela Ortega y de Pepa Monje, de Dos Hermanas. La señora lo prometió, pero por lo visto no lo ha cumplido.

-O el usía no querría entregar a su real majestad semejantes marmojos -dijo Miguel.

-Eso será -repuso la tía Manuela-; porque mira, Miguel, gansos o no, tan cierta estoy de que si nuestra reina los hubiese visto nos socorre, como cierta estoy que nos alumbra el sol.

-Tía Manuela -le dijo Juana-, para que hubiesen llegado a manos de la reina, era menester un milagro, y Dios no ha querido hacerlo, ¡Cómo ha de ser, paciencia! ¡Ay, mis pobres niñas!

-Tía Manuela -dijo una mujer-, en busca de usted venía, de parte del señor cura, para que vaya usted allá.

-Eso será para aljofifar la iglesia, que entonces siempre se acuerda su mercé de mí. ¡Dios se lo premie! Ya ves, Miguel -añadió enjugando sus lágrimas-, que si una puerta se cierra otra se abre, y que Dios no le falta a nadie.

-Tía Manuela, voy con usted a ver si el señor cura quiere que ayude a usted en la faena -dijo Josefa.

-Sí, vente, mujer, que yo también se lo pediré. Miguel, con Dios, hasta más ver.

-Yo voy para allá también, que llevo a su mercé un encargo que me hizo ayer.

Los tres echaron a andar apresuradamente, y llegaron en breve a la casa del cura.

-Dios guarde a su mercé, señor cura -dijo al entrar la tía Manuela-. Pepa Monje viene conmigo a pedir a su mercé que sea ella la que me ayude a aljofifar la iglesia.

-No se trata de limpiar la iglesia -contestó el cura.

-¿No? -exclamó tristemente sorprendida la tía Manuela-. Pues entonces, ¿a qué me ha mandado llamar su mercé!

-Has hecho un memorial a la reina -dijo el cura-, ¿no es eso?

-Sí, señor -contestó la pobre mujer aturrullada-; eso no es malo, ni está prohibido, ¿no es así, señor cura?

-No, mujer, no; y si te llamo es para entregarte la contestación de la reina. De parte de nuestra benéfica soberana tienes aquí, no sólo para techar tu casa, que ya sé que es tu primera necesidad, sino con qué costear la siembra de tu haza.

Y el cura puso unas monedas de oro en las manos de la anciana.

Ésta, al ver el oro, se puso fría, pálida y parada; después encendida, agitada y temblorosa, y acabó por prorrumpir en un copioso llanto, gritando:

-¡Dios hizo el milagro! ¡Bendita sea la fe! ¡Yo puse los medios, bendita sea la esperanza! ¡La reina fue el intermedio de Dios, bendita sea la caridad! ¡Bendecido sea Dios! ¡Bendecida sea la reina!

El cura había entrado en un cuarto y salió de él con un abultado lío.

-Y tú -dijo presentándoselo a Josefa- aquí tienes, por respuesta a tu memorial, las ropas y abrigos de una cama completa, y además este dinero -añadió entregándoselo- con qué remediarte.

-¡Hijas de mi alma! -exclamó Josefa estrechando el abultado lío contra su pecho- ¡Hijas de mi alma, que ya no llorarán de frío, y van a dormir abrigadas y en blando como princesas, rogando a Dios cada noche por la reina de España, la reina de todas las reinas, misericordiosa como el sol, que a todos los alumbra y da su calor!

La tía Manuela, que se había repuesto algún tanto del pasmo y turbación que le habían causado la sorpresa y el júbilo, reía, lloraba, daba vueltas, alzaba sus manos cruzadas al cielo, y era la imagen más caracterizada de la alegría, de la gratitud y del entusiasmo.

-Tía Manuela -le dijo zumbonamente Miguel-, usted, que es coplera, ¿cómo no le saca usted un trovo a la reina, que a pesar de las sandeces de su memorial la ha socorrido como reina y madre?

Inmediatamente, y con los ojos brillantes por su felicidad, improvisó la tía Manuela:


    Le doy el viva a Isabel,
le doy el viva a mi reina,
la generosa señora
que me ha sacado de penas.
   Dios le conserve su vida
y la colme de favores,
porque gasta sus tesoros
en socorrer a los pobres.
   He de pelar mis rodillas
al pie de nuestros altares,
pidiéndole a Dios que guarde
y premie a sus majestades23.






ArribaAbajoUn vestido

Portada de «Un vestido»

Caridad quiere decir amor. Hay tres clases de amor incluidas en esta denominación: el amor a Dios, que es la adoración; el amor a nuestros iguales, que es la benevolencia, y el amor a los pobres y los que padecen, que conserva el nombre de este amor teologal: caridad.

Si, por desgracia, en nuestra acerba y descreída era están tibios y aminorados los dos primeros, no lo está por suerte el último, que permanece en el siglo como una cruz en la cúspide de un edificio que van invadiendo, al menos al exterior, las frías aguas del indiferentismo.

Mientras más cunda la miseria merced a causas que no es del caso ni de nuestra incumbencia examinar, pero entre las cuales, no obstante, citaremos el lujo, que, semejante a un despreciable afeite, pero siendo en realidad una mortífera lepra, se va extendiendo sobre toda la sociedad y la carestía de los artículos de primera necesidad, que oprime y ahoga a las clases menesterosas como un dogal, mientras más cunda, decimos, la miseria, más ostensiblemente corre a su auxilio la caridad. Desde los graves hermanos de San Vicente de Paúl, que edifican al público, hasta los alegres histriones que lo divierten, todos concurren al misino objeto. Centuplica la caridad sus recursos y después que las señoras, imitando el ejemplo de las santas, le han dedicado los primores de sus agujas, los hombres, a su vez, las imitan, dedicando al mismo fin los trabajos de sus plumas. No elogiaremos este buen propósito; las buenas obras, sinceras y puras, tienen su pudor, que rechaza el elogio como una recompensa, puesto que la dádiva que obtiene premio no es tan dádiva como la que nada recibe, y esta es la razón por la que tantas almas piadosas ocultan el bien que hacen, mortificadas que son por la alabanza que excita.

Estableciose en una populosa ciudad de Andalucía un caballero que había estado muchos años en América, y traía de ella muchos tesoros, como decía la voz pública, en su manera ponderativa. Pero era cierto, que uno traía superior a los de oro y plata que se le suponían, y era una mujer buena, honrada, modesta y caritativa, bien hallada entre las pacíficas y alegres cuatro paredes de su casa, feliz y contenta en su tranquilo interior doméstico.

En breve echó de ver el marido el desenfrenado lujo que ostentaban en el vestir las señoras de su nueva residencia, con el que contrastaba la modesta sencillez que de suyo gastaba su mujer. Y así fue que le dijo un día en que juntos iban a salir:

-Luisa, preciso es que te compres un vestido como el que veo gastar a otras señoras.

-Felipe -contestó su mujer-, esos vestidos que ves en otras, cuestan cuatro mil reales; el año que viene no se gastarán ya, y son cuatro mil reales tirados, lo que es un despilfarro y hasta una impropiedad en quien no tiene ni la posición ni el caudal de unos príncipes.

-Siendo más pudiente que otras que los llevan, deseo que no seas tú menos, lo que nos expondría a la crítica o a la burla -respondió el marido.

Luisa se sonrió y calló; pero en lo que menos pensó fue en comprarse el vestido.

Cada vez que juntos salían, le preguntaba don Felipe:

-Luisa, ¿no te has comprado todavía el vestido?

Y ella, con el fin de no contrariarlo, buscaba disculpas por no haberlo hecho.

-Luisa -observaba entonces su marido-, se sabe que tengo posibles; y como nadie podrá creer, si una señora no lleva, cual le corresponde, un vestido rico, que sea por su motu propio, creerán que es mi avaricia y no tu voluntad la causa de que no lo tengas.

Un día que les acompañaba a la mesa un amigo íntimo de don Felipe, le refirió éste, muy sentido, lo que llamaba la manía de su mujer, de no querer comprarse el vestido, y, levantándose, trajo cuatro mil reales en oro, que entregó a Luisa, con la expresa condición de que habían de ser invertidos en la compra del vestido.

Salieron en seguida los dos amigos a pasear, y Luisa entró en su gabinete y se sentó sobre una silla baja en su encierro de cristal a hacer labor.

Aguardaba allí una de las muchas personas necesitadas que esta señora socorría con sus dones y consolaba, escuchando con el mayor interés la relación de sus males y de sus desgracias.

La persona que le aguardaba conservaba un aspecto decente, en medio de la más completa miseria, gracias a Luisa, que la había provisto de las piezas de vestir necesarias para ello.

El marido de esta desgraciada había ejercido toda su vida un empleo subalterno; pero hacía algún tiempo que, sin causa ni pretexto, había sido privado de su cargo para favorecer a otro con él.

Anciano ya, sin conocimientos, fuerzas ni proporción de buscar otro modo de mantener a su familia, la angustia, el desconsuelo y la irritación que se apoderaron de su ánimo le postraron en cama.

En breve fue vendido su modesto ajuar y cuanto poseían para atender al sustento de la familia y a la asistencia del enfermo.

Entonces su hijo, joven a quien había dado su padre una buena educación, y que por entonces estudiaba en la Universidad, lo abandonó todo para trabajar y mantener a sus padres; pero como ningún oficio había aprendido, no le quedó más recurso que entrar en una obra de peón de albañil.

Empero, seis reales que ganaba a tan inusitadas y duras penas, que iban minando su salud, como no acostumbrado desde niño a tan rudo trabajo, los seis reales que ganaba, decimos, no con el sudor de su frente, sino agotando las fuentes de su vida, no alcanzaban al doble objeto de sustentar a su familia y costear los gastos de la enfermedad de su padre.

¡Cuán palpables son las disposiciones de Dios en las grandes crisis de la vida!

¿Quién no ha visto claramente al dedo de Dios señalar a la caridad el lugar y ocasión en que debe ejercer su santa misión? Y así lo hizo ahora, porque una prima noche oyó Luisa el dulce, triste y argentino son de la campanilla que anuncia a los fieles que viene Dios a la casa del hijo que, no pudiendo ir a la suya, implora su presencia.

Luisa iluminó su balcón y se arrodilló, adorando al Dios que da consuelo y fortaleza en esta vida pasajera, y la bienaventuranza en la eterna.

El santo Viático entró en un pobre corral cercano a su casa, y cuando de allí salió, después de dejar el socorro del alma, entró el de la vida, que en persona fue a llevarle Luisa.

Desde entonces venía diariamente la mujer del enfermo a recibir caldo y otros auxilios de aquella casa, como lo hacían otros menesterosos; y por eso no había querido Luisa tomar del dinero que le entregaba su marido para los gastos la crecida suma de cuatro mil reales, lo que le hubiese impedido atender con holgura a estas obras de caridad, que hacía sencillamente sin ruido y sin ostentación, como riega una suave nube de primavera la sedienta tierra, porque prefería los goces del corazón a los de la vanidad.

-Señora -exclamó Luisa al notar que la pobre mujer, que era la del referido cesante, lloraba amargamente- ¿Qué tiene usted? ¿No se hallaba aliviado su marido de usted?

-Sí, señora -contestó sollozando la interrogada-; pero el hijo de mi alma, que no puede con el trabajo que hace, ¡ayer cayó postrado, y está echando sangre por la boca!

Hubo un rato de silencio, pues el dolor en la una y la compasión en la otra eran tales, que no hallaban palabras que los expresasen.

Después de un rato, prosiguió la madre:

-Tenemos un primo en la Habana que nos ha escrito que, en vista de las cualidades, saber e inteligencia de mi hijo, tiene proporción para colocarlo allí ventajosamente, y que se lo enviemos; ¡pero no tiene presente que el que no tiene para comer, no tiene para costear un viaje a la Habana! Y, no obstante, dice el médico que un viaje de mar es lo único que podría salvar la vida a mi hijo ¡Si no le hubiesen quitado a mi marido el destino, habría hallado quien, con la fianza del sueldo, le hubiese adelantado el dinero; pero ahora es un imposible. Señora, ¡nos han perdido! Dios se lo perdone.

Luisa tenía los cuatro mil reales en la mano, era tímida, era sumisa a su marido, pero era aún más caritativa.

-Salvo la vida de este buen joven -pensó-; quizá haga su suerte y la de toda su familia; todo con privarme de un vestido de lujo..., y titubeo.,. Tome usted, señora -dijo poniendo el oro en la mano de la desconsolada madre-; que parta inmediatamente su hijo de usted, y que lo haga descuidado, pues mientras no escriba su llegada, no faltará a ustedes el pan de cada día.

La explosión de júbilo y de gratitud de la pobre madre pintarásela el que esto lea mejor su imaginación de lo que las palabras pudieran hacerlo.

Ocho días después navegaba el enfermo hacia la Habana, vigorizando sus pulmones los aires puros del mar, el descanso sus miembros y la esperanza su espíritu.

Entretanto, la cuestión del vestido seguía siendo el solo pero perenne altercado del matrimonio de que nos venimos ocupando. Y, no obstante, el marido no era vanidoso; pero cobarde respeto humano le indujo a persistir en aquella mezquina exigencia, con la que de continuo mortificaba a su excelente mujer.

-¿Y el vestido? -preguntaba de cuando en cuando don Felipe-, ¿te lo has comprado?

Está, que era tímida, no se atrevía a decir a su marido que había dispuesto del dinero, y trataba de salir del paso con evasivas. Unas veces decía que no le gustaban los que de venta se hallaban, y que le habían dicho en las tiendas mejor surtidas que estaban aguardando nuevas remesas; otras, que no había salido por causa del frío o falta de tiempo, y así fueron pasando días y meses.

Ya la paciencia de don Felipe estaba gastada.

-¿Quiere usted creer -dijo con irritación a su amigo un día que estaban sentados a la mesa- que haciendo, como usted recordará, dos meses que di el importe del vestido a mi mujer, con la condición de que en él lo invirtiese al momento, que aún no lo ha hecho? ¿Es esto leal? ¿No es, con su aire gazmoño, burlarse de mí?

Luisa, que, como hemos dicho, era tímida, y que oía por primera vez palabras desabridas y duras en boca de su marido, se turbó y afligió, y dijo para calmarlo:

-Está comprado.

-¡Por fin! Albricias -repuso satisfecho don Felipe-. ¿Dónde está?

-Lo tiene la modista -respondió su mujer, cada vez más turbada, como todo aquél a quien falta energía para seguir con paso firme la buena senda.

En este momento avisó un criado a media voz a Luisa que estaba allí una de las pobres que favorecía, que pedía hablarle con urgencia.

Luisa se levantó.

-¿Dónde vas, mujer? -preguntó don Felipe- ¡A que es una pobre! Dile que vuelva a otra hora.

-Es la modista -contestó Luisa.

-Entonces ve, no te detengas y haz traer el vestido, que lo veamos.

No habían pasado cinco minutos, cuando entró Luisa apresuradamente. Sus ojos negros brillaban, reflejándose en ellos una espléndida alegría, como brilla un puro cristal reflejando los radiantes rayos del sol; sus mejillas estaban encendidas como hogueras de regocijo; sus labios temblaban indecisos entre una gozosa sonrisa y un suave llanto. En la mano traía una carta doblada.

-Toma, Felipe, toma -exclamó alargándosela a su marido-; ¡ahí tienes el vestido!

Su marido, asombrado y sin atinar cuál sería el sentido de aquellas palabras, tomó la carta y leyó:

«Padres de mi corazón: Se han acabado vuestros sufrimientos y los míos. Dios nos ha hecho felices por mano de uno de aquellos ángeles que el cielo envía a la tierra para consuelo y bien de la humanidad.

Gracias a él y al inesperado socorro que nos prestó -que fue tal que debió costarle algún sacrificio, lo que aumenta su valor y mérito- embarqueme y llegué aquí, después de una feliz travesía, completamente restablecido; apenas desembarqué cuando me dieron la colocación que me tenía preparada mi tío en casa de sus antiguos amos, poderosos comerciantes que lo tienen en mucha estima; a los pocos días me demostró el señor estar tan satisfecho de mi celo e inteligencia, que me aumentó el sueldo; y esta mañana, preguntándome si estaba contento, y respondiéndole yo que no podía estarlo por la ausencia de mis padres, y verlos en tan infortunada posición, me dijo que escribiese a ustedes que se vinieran, en vista de que tiene en donde colocar a usted, padre. Mando adjunta para que costeen el viaje una letra, importe del sueldo de los dos meses, que no he gastado con objeto de enviárselo, habiéndome tenido el tío en su casa, etc».

Cuando don Felipe hubo acabado la lectura de la carta, fijó los ojos en su mujer, con una mirada que expresaba toda la admiración, todo el cariño, todo el enternecimiento de que rebosaba su corazón, y sólo pudo decirle:

-Perdona, Luisa.

La suave y modesta mujer le contestó:

-Perdona tú, pues te engañaba.

-Mi culpa es, pues no supe inspirarte confianza -repuso el marido-; si me lo hubieras dicho, se habría hecho la buena obra sin que para eso tuvieses que privarte de un buen vestido; ahora me encargo yo de proporcionártelo, y por cierto que no habrá salido de las fábricas de Lyon otro mejor que el que recibas.

-No, no, Felipe; no -exclamó Luisa-; si acaso lo que he hecho es una buena acción y me la recompensaras, no sería yo, sino tú, el que de ella tendría el mérito y la satisfacción, y no te los cedo. Además, el bien que se hace sin que nos cueste un sacrificio o una privación pequeña o grande, no deja del todo satisfecho el corazón ni completamente alegre la conciencia.




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Portada de «Los pobres perros abandonados»

Hace pocos días que los diarios de Sevilla referían sin comentarios, y como cosa meramente curiosa, pero no conmovedora, el que, habiendo entrado un viajero en el tren del ferrocarril de Córdoba a Sevilla, y no habiendo querido o podido pagar la cuota designada para traer los perros en la jaula destinada a este objeto, abandonó al suyo, y que este apegado animal fue siguiendo al tren en su vertiginosa carrera. Llagaba poco después que él a las estaciones, en que caía jadeante y rendido, y cuando el tren se volvía a poner en marcha, emprendía de nuevo su inconcebible carrera para seguir a su ingrato amo. ¿Es creíble que ni su amo ni ninguno de los pasajeros se moviesen a pagar la corta cantidad que habría aliviado al infeliz animal de la angustia que sentía y del tormento que se daba?

Al leer esta admirable muestra de cariño y de fidelidad se nos cayeron las lágrimas, y recordando los muchos perros abandonados que de precisión ha de haber desde que hay caminos de hierro en un país donde, sin amarlos mucho, son infinitos los pobres que crían perros y muchos los que no tendrán dinero de sobra cuando viajan para pagar el pasaje de estos pobres animales, pensábamos que sería en toda la extensión dé la palabra una obra de caridad, de compasión, de orden público (sea policía), que a los pobres, y sobre todo a los ganaderos, les llevasen en los ferrocarriles sus perros de balde. No falta filantropía en esta época que tanto la proclama y ejerce, sobre todo con el uso de las suscripciones públicas, que la estimulan y vigorizan; pero hay poca y, sobre todo, muy inerte compasión hacia los pobres desvalidos animales. ¡Pobre perro! Ha merecido la calificación de amigo del hombre, y éste bien merece, en general, la de enemigo del perro. Pudiéramos contar a este propósito la historia de una pobre y hermosa perra de ganadero preñada, sin duda abandonada por su dueño, que llamaba la atención hace tres años en Sevilla, cuyas calles recorría triste, angustiada y abatida, como buscando amparo, y pidiéndolo en la expresión lánguida y desconsolada de sus ojos y de su continente. No hallaba ni aun donde descansar, porque de todas partes la echaban, a lo que contribuía su gran tamaño y lo inmediato de su parto, pues apenas podía ya moverse. Pero preferimos, para amenizar este articulito, dejarla referir al sabio literato, al ameno poeta, al grande y culto investigador y propalador de las glorias literarias antiguas y modernas de España, M. de Latour, en una carta que, en nombre de Cervantes, nos escribió en español, carta la más fina e ingeniosa, brote de buen humor y de amistad delicada, que de modo alguno ha sido destinada a la publicidad, pero que consideramos muy digna de ella:

Carta de Cervantes a Fernán Caballero

«Sr. D. Fernán Caballero. -Muy señor mío e ilustrado ahijado: Si desde esta banda me tomo la libertad de molestar a usted, no es (puesto que sería ofender su modestia) al autor ingenioso de tantas novelas más ejemplares que las mías, sino para dar a usted las gracias por la compasión y caridad de las que acaba de dar señalada prueba hacia un pobre perro por el que me intereso. La historia de esta perra es una novela. ¿Me da usted licencia para que se la cuente?

Tengo la vanagloria de persuadirme de que usted no ha olvidado el soliloquio de los dos perros del hospital de Valladolid, Cipión y Berganza, y sospecho que, teniendo usted, como es notorio, tanta lástima de los animales, quizá sea porque haya conocido por aquella muestra que el buen criterio y el sentido común, que tantas veces falta a los hombres, se pueden hallar en los perros.

Ha de saber usted que en aquellos tiempos, Cipión tuvo un hijo y Berganza una hija, y según suele suceder entre padres amigos, casaron a sus vástagos, los que engendraron una casta de perros buenos y honrados, siendo la última de esta casta la pobre moribunda que usted acogió en los umbrales de la puerta de su casa.

Una de estas pasadas noches, noche de esas serenas y estrelladas que tan magníficamente celebró Fray Luis de León, caminaba yo por las calles de mi querida Sevilla buscando una novela que, se había recientemente publicado, cuyo título es Vulgaridad y Nobleza, la que deseaba leer en mi tertulia con Quevedo, Mateo Alemán y el padre Isla. En el momento en que llegaba a la plaza de Maese Rodrigo oí, detrás de los mismos marmolillos que existían en mi tiempo, una voz que se lamentaba y que decía: '¡Ah! ¡Si aún viviese Cervantes!'

Me paré asombrado; acerqueme al sitio de donde había partido la voz, y vi una pobre perra preñada, que era la que se quejaba en el zaguán del Seminario. Iba a proseguir mi camino, cuando volví a oír la misma voz, que decía: '¡Ah! ¡Si aun viviese el buen Cervantes!'

Presentóseme entonces a la memoria lo de Berganza y Cipión, y aprovechando la oportunidad de que a aquellas horas nadie podía oírme, me dirigí a la perra, y le dije: -¿Eres tú quien acabas de hablar? -Me contestó primero con un suspiro, y luego, animándose, añadió: -Sí, soy yo; y pues tengo la dicha de que alguien me escuche, referiré mi triste historia. Nieta de aquellos famosos perros a quienes Cervantes enseñó a expresar sus pensamientos en castellano, Dios ha permitido que heredase de ellos tan hermoso privilegio. Diéronme mis padres, en memoria de nuestro ilustre padrino, el nombre de Dulcinea; pero, infeliz en lo demás, tuve la desgracia de enamorarme de un perro fino, amable, valiente, pero el que, dejándose arrastrar por la lectura de las novelas modernas, abandonó a su fiel esposa en el apuro que me ve usted, para correr en pos de una perra que se llamaba Traviata, que bailaba en un circo y que se marchó a otra parte.

-¿Y por qué -le dije- invocabas a Cervantes?

-¡Ah! -contestó-, Porque si aún viviese Cervantes, él, que hizo contra los libros de caballería una novela tan eficaz, escribiría ciertamente otras contra las novelas que hoy corrompen las buenas costumbres.

Me sonreí, y repuse: -Hace siglos que murió el que llamas, y no sé si, bastaría hoy otro Quijote para acabar con una peste tan universal como lo es la de las novelas de que se quejan, no sólo los hombres honrados, sino los perros de buen juicio como tú. Ven conmigo a una casa donde podrás parir tranquila, y permanecer atendida y descansada. En ella vive una persona que no escribe libros contra las novelas; al contrario, compone novelas, ¡pero qué novelas! (Aquí estampa el que escribe la carta un cumplido tan fino como benévolo, que suprimimos.)

En esto llegamos a la puerta de la casa de usted, y como la pobre Dulcinea no alcanzaba a la cadena de la campanilla, quien llamó a la puerta de usted fui yo. -Miguel de Cervantes Saavedra.

P. D. -De seguro que extrañará usted mi mal español. ¡Ah!, amigo mío; además de que ha cerca de tres siglos que he dejado de escribir, los impresos modernos que nos llegan de España hablan un castellano bastante afrancesado, y algo se me habrá pegado de ellos».

Esta pobre perra fue después admitida en la fábrica de cápsulas, en la que se necesitaba un perro de su especie, donde lo pasa muy bien y conserva el nombre de Dulcinea. ¡Qué pocos entre los infelices perros abandonados tendrán la suerte de éste, sino que entrarán en el número de aquellos seres desvalidos a los que no es permitido ocupar su lugar sobre el haz de la tierra sin un fiador, y contra los que tanto se ha clamado!

Pero es, por cierto, singular que para impedir esta aglomeración de perros abandonados, que no negamos sea un inconveniente grande, nadie haya tratado ni pensado de remediarlo en su raíz o primera causa, sino de curarlo en falso o temporariamente por medio de la estrignina, ya célebre por el afán y perseverancia que han desplegado los periódicos por su uso en aplicación a los pobres perros. En cuanto a nosotros, pensamos que la enseñanza de crueldad que reciben los niños y el pueblo, que es otra clase de niño cuya enseñanza moral está también a cargo de la autoridad, al presentarles por todas partes los tormentos de la más horrible y penosa agonía que les sirve de espectáculo y de diversión, y a la que suelen añadir alguna angustia o dolor más, esta inoculación de insensibilidad y de crueldad, que proporciona a miles de corazones la tan aclamada estricnina, es peor, mil veces peor que el mal físico, por terrible que sea, que pueda producir en tal cual individuo la inoculación del virus de la hidrofobia, y nadie se crea más filantrópico que nosotros por dar la preeminencia a la salud del alma de millares sobre la salud del cuerpo de un individuo.

A cualquier mente reflexiva se le previene que el medio de atajar el mal está en prevenir la multiplicación de esta infeliz casta. ¿De dónde proceden estos perros sin amos, míseros seres privados de alimento y abrigo, objeto de toda clase de persecuciones? Proceden de los pobres, cuyos hijos, no pudiendo comprar juguetes, procuran en su lugar hacerse de perrillos chicos, los que después de pasar de cachorros con sus amos una vida de innumerables tormentos, cuando ya no divierten a los niños, o cuando se ha hecho más gravosa su manutención, son cruelmente echados a la calle. El pobre apegado animal vuelve una y cien veces a la casa de sus amos, y cada vez es expulsado de ella con creciente encono, tomando sus insensibles dueños lo que es cariño por obstinación; lo que es lealtad, por falta de sumisión a sus mandatos, hasta que, golpeado, maltratado y perseguido, no se atreve a volver. Sentado sobre sus piernas de atrás, mira de lejos con triste cariño aquella casa, esperando aún que le será abierta; alza con ardiente anhelo sus orejas si nota que la puerta se abre y da paso a alguno de los amos que tanto quiere, pronto a abalanzarse a él con saltos de alegría, con dulces gemidos de gratitud y de cariño; pero no se atreve, y hace bien, pues apenas es apercibido por el que ha salido, le lanza una piedra, que a veces le hiere y hace huir dando dolorosos alaridos.

Ya entró, pues, en la triste falange para cuyo exterminio gasta el Ayuntamiento una fabulosa suma en estrignina, por lo que a nosotros, como a otras personas, nos parece que, ante todo, se debería prohibir con un bando que se criasen perros, imponiendo multas a los padres que permitiesen a sus hijos infringirlo, y que los legisladores, como sucede en otros países, impusiesen para lo sucesivo una pequeña contribución a los dueños de aquellos perros que no sean una necesidad del oficio que ejercen, como los de ganadería, caza, etcétera, sino que se tienen por mera afición.

En una preciosa novela de M. Marmier, denominada L'Orphelin, y que el autor, en muestra de simpatía, nos ha remitido, hallamos el siguiente sentido trozo:

«¡Qué buen ser es el perro! Así el perro del pastor como el del ciego; los perros del Norte de la Siberia, sin los cuales los moradores de aquellas heladas regiones no podrían subsistir; el perro que se deja matar para defender la persona o la hacienda de su amo; el valiente Baby de Terranova, cuya memoria se conserva en el castillo real de Windsor; el glorioso Barri del San Bernardo, que había salvado cuarenta personas de una muerte segura, y llevaba al cuello una medalla de honor! Todos esos dulces, humildes y benéficos compañeros del hombre, que nos dan tan admirables ejemplos de valor, de paciencia, de fidelidad y de resignación, ¿será posible que, según opina un poeta inglés, no sean sino polvo animado? No es fácil creerlo a quienes los aman».

Cuando la guerra de África, refirieron los periódicos hechos admirables de los perros que siguieron a los regimientos a que pertenecían. Uno de éstos, al que no permitieron embarcarse, ¡atravesó a nado el Estrecho para reunirse a sus amos! «Entre las cosas notables que hay en el campamento -decía una carta dirigida a un periódico-, se hallan dos perros que embisten a los moros que ven; van con las guerrillas y son escuchas de tan buena calidad, que reconocen al enemigo por el olfato y anuncian su llegada.

Los soldados han tenido la buena ocurrencia de ponerles los galones de cabo segundo, porque en la acción del 25 se quedaron guardando a un herido, y con sus alaridos y carreras avisaron a la compañía para que acudiese a salvarlo del enemigo».

«El trato con los perros -dice un autor de fama- me ha hastiado del trato de los hombres», y lord Byron compuso este epitafio a su fiel perro de Terranova:

«Aquí descansan los restos de un ser que tenía la belleza sin vanidad; la fuerza sin insolencia; el valor sin ferocidad, y todas las virtudes del hombre sin sus vicios».

Nos han dado a leer unos artículos insertos en un periódico de jurisprudencia, en los que se inicia la idea de crear leyes, como las que existen en otros países, que impidan los excesos de crueldad que cada día impunemente y con tanta barbarie, se están ejerciendo, y de que son lastimosas victimas los pobres e indefensos animales.

Aunque escritos con esa impasible frialdad que es y debe ser el temple de la justicia oficial, que sin seducir, como lo hace el ardiente lenguaje del corazón, convence, deberían tomarse en cuenta por un Gobierno que diese a la existencia y propagación de la moral pública toda la atención y cuidado que este ramo (corazón y conciencia de la sociedad) merece. Poco vale nuestro voto, sobre todo en esta materia; pero como es sincero y racional, se lo damos de gracias y plácemes al señor jurisconsulto que ha tomado la iniciativa en una medida tan justa como humana, condolida y verdaderamente civilizadora. ¡Pobre perro! ¡No hay ser que, cual tú, siembre cariño y recoja ingratitud!

Si en los países extranjeros advierten que en los periódicos españoles se clama sin tregua ni descanso por la estrignina, cual si la rabia fuese aquí el estado normal de los perros, clamores que alternan con las descripciones de las corridas de toros, y que después de esto viajen en nuestro suelo en diligencia... no hay duda que el que lo haga se persuadirá de que es España el edén de los animales, sobre todo de aquéllos que más útiles son al hombre.

FIN