Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Yo soy trampa: conversación de Luisa Valenzuela con Ksenija Bilbija

Luisa Valenzuela

Ksenija Bilbija





He aquí las palabras que intercambié con Luisa Valenzuela durante las dos primeras semanas de agosto del año 2000. No llegamos a este diálogo en estado absoluto de pureza. Cada una cargaba con su propio bagaje mental, su propio inconsciente quizás estructurado como la lengua, sus propios vocabularios, recuerdos, ficciones y, sobre todo, sus respectivas lenguas maternas. Estas últimas, sin embargo, parecían unirnos más que separarnos. Ella nació en la versión porteña del castellano, pero a los veinte años la abandonó para hablar el francés de París y, más tarde, el castellano de México, el catalán de Barcelona y el inglés de Nueva York. En el caso de Valenzuela, la parte materna del lenguaje puede tomarse al pie de la letra pues su madre fue la escritora Luisa Mercedes Levinson, con quien comparte el nombre pero no el apellido. En cuanto a mi persona, comencé deambulando por los libros de Calderón de la Barca, Cervantes, Borges, Cortázar y Benedetti e imaginé el lado de allá desde mi propio acá yugoslavo que de ningún modo coincidía con el de Cortázar y su Rayuela. Pero todo era cuestión de imaginación y de los límites de la imaginación. Y si Cortázar podía sacar a la tan porteña Alina Reyes de sus lares codificados en «Lejana» y ponerla en un puente con los zapatos mojados dentro del remoto cuerpo de una mendiga húngara, ello me daba la posibilidad de imaginar el futuro de cualquier húngara/serbia/croata/búlgara/-yugoslava trasladada a la ciudad de Buenos Aires y mantener así la línea de lo que a Cortázar le pudo parecer oriental y exótico. De manera que seguí imaginando la ciudad, dos veces fundada y con resonancias de virgen protectora de los marineros, a través de los escritores que continuaban mitificándola. Al serbocroata de mi adolescencia y al libresco castellano de mis estudios universitarios (emprendido gracias a mi madre, quien pensó que el español sonaba tan lindo como el italiano pero era más útil), le añadí el inglés del medio oeste norteamericano, mezclado con los sonidos que salían de las pantallas de los siempre parlantes televisores. Lo empecé a balbucear en 1982, durante la fiesta de Halloween en una ciudad de nombre poco evocador: Iowa City. En los primeros tiempos de mi existencia en inglés ignoraba que trece años antes esa misma ciudad había compartido su fisonomía con Luisa Valenzuela y le había inspirado su tercer libro: El gato eficaz.

Los cuerpos, esas gloriosas residencias de nuestras identidades, son móviles y nómadas. La historia que voy armando, al igual que la conversación con Valenzuela, entrecruza las ciudades y los lugares reales con los imaginarios en un intento de contarnos conectando puntitos en el mapamundi (existencial y referencial). Escritora y lectora. Lectora y escritora. La consecuencia: existimos, dislocadas, atravesando topografías y ajustando las memorias, recuerdos y mitos de los lugares que nos marcaron. La mal llamada dislocación nos da continuidad, si no identidad. Por consiguiente, las cronologías seguirán órdenes aparentemente ilícitos pero lingüísticos. También metonímicos, pues nos permiten la sustitución de un nombre por otro, de una parte por el todo, de la cosa por el signo. Traductoras. La metáfora nos ayudará a cargar con el significado adquirido por nuestros cuerpos en sus andanzas, traslados y ubicaciones. Las identidades resultantes, condensadas, desplazadas y revisadas, además de ilusorias, guardarán una relación plausible, si no verosímil, con los (mal llamados) originales.

En algún instante de 1969, en una pequeña ciudad universitaria llamada Iowa City, Valenzuela invoca su ciudad natal que pese a «prometer buena salud», está en vísperas de ser gobernada por una dictadura atroz que «desaparecería» a miles de sus ciudadanos declarándolos «virus» de la nación: «Nada se ve en la esquina de Suipacha y Corrientes aunque todo suceda y la Argentina arda. Una ciudad de espaldas, creciendo cuidadosa, en un país que empieza a desarmarse para encontrar su forma» (El gato eficaz, p. 29) ¿Extrañaba ella su Belgrano? ¿Extrañaba yo mi Belgrado?

-Curiosamente, cuando extrañaba, aquello que más extrañaba no era el Buenos Aires elegante sino el Buenos Aires de los bajos fondos que me gustaba recorrer.

-¿Cuándo te diste cuenta de que eras nómada?

-De nacimiento. Y no tiene nada que ver con el hecho cultural. De chica, las gitanas decían reconocerme como una de ellas. Intenté escapar de casa a los cinco años; más tarde trepaba por los techos, me trepaba a los árboles, vagaba por todos lados. Me inventaba viajes dentro de la ciudad, iba a París, Barcelona, a Londres sin salir de Buenos Aires. Encontraba alternativas gracias a los cuentos de viajes de mi abuela y a las postales que coleccionaba entonces. Después me casé y me fui a vivir a Francia; de regreso, recorrí la Argentina como periodista. Nómada me sentí siempre.

Acudimos a las instantáneas, guardamos imágenes, quitamos capas de la superficie urbana y seguimos viviendo, caminando. Recuerdo las palabras de Como en la guerra que parecen ahora adquirir otro significado: «La uso a ella de espejo, me pongo máscaras para verme mejor y ella tiene que restituirme mi verdadera imagen» (p. 72). Una lectora (yo) buscándose en el espejo escritural. Un acto nada original, quizá sólo un poco más consciente. Corría el verano de 1983 cuando descubrí, en un deslumbrante espejismo simétrico, que mientras yo aprendía a establecer conexiones entre el inglés y el castellano, Valenzuela viajaba por Yugoslavia descifrándose en mi lengua. La instantánea revela que la calle «Ilegálica» de una ciudad yugoslava quedó traducida a la nostalgia de la escritura. «Busqué refugio en una calle cortada envuelta por el aroma de balcones en flor. Ilegálica era el nombre de la calle, cosa que me pareció perfecta porque denotaba el sentido de ilegalidad con el que siempre he vivido, persiguiendo un deseo geográfico eternamente elusivo» («In Search of my Own Backyard», The Review of Contemporary Fiction, p. 15). En aquel entonces quise preguntarle (y no pude) cómo se sintió al abandonar por primera vez su entorno porteño para vivir en francés, una lengua que aún no le pertenecía. Ahora sé que los verdaderos deseos perduran y puedo, finalmente, formular la pregunta en su presencia.

-El francés fue para mí una adquisición tardía y lo aprendí a hablar bien cuando me casé. Lo sentía más ajeno que el inglés, que aprendí de niña.

-¡Pero amabas en francés! -la interrumpo con impaciencia.

-Amaba en francés, pensaba en francés y escribía en castellano. Aun en el extranjero siempre se encuentra gente con quien hablar el propio idioma y mantenerlo vivo. Además, es bueno sumergirse en la lengua local, se descubren mil vericuetos semánticos. Bianciotti decía que el vivir en Francia lo volvía más atento a la gramática española, a su propio idioma. Claro, hasta que se pasó al otro bando. Por eso, cuando años más tarde percibí el peligro de ir metiéndome más y más en el inglés, dejé Nueva York y volví a casa.

-Escribiste tu primera novela, Hay que sonreír, a principios de la década de 1960, mientras vivías en París inmersa en los sonidos de la lengua francesa. Recuerdo tus maravillosas descripciones de la espera cuyo único testigo era el reloj de la Torre de los Ingleses... y ahora caigo en la cuenta de que estabas reconstruyendo imágenes de Buenos Aires, que recomponías el rompecabezas de cuanto habías dejado aquí, en tu ciudad natal: «En la plaza los faroles se fueron iluminando uno a uno, las agujas del reloj de la Torre de los Ingleses señalaron las ocho y media sin lástima y sobre la cabeza de Clara la gran estrella de neón del Parque Retiro empezó a encenderse y apagarse como una de verdad. El cielo se había puesto de un azul intenso y ella pudo pensar en el mar, por un instante, y sentirse feliz. Este preciso instante de felicidad que a veces rescata todo un día, un mes, un año de indiferencia y de impermeabilidad» (p. 12).

Nos encaminamos precisamente hacia la Torre de los Ingleses. Valenzuela me guía, esta vez recorriendo el verdadero Buenos Aires doce libros después de imaginar su ciudad desde Europa.

-Estamos en la estación Retiro, frente a la Torre de los Ingleses, la misma que Clara mira desde la puerta del viejo Parque Retiro. Esta zona es conocida como el Bajo y fue zona de prostitución, de dancings, de luces rojas; el Parque Retiro era un parque de diversiones que ya a principios de los sesenta, cuando me fui, no existía más. Este mundo marginal me fascinaba. Ahí no más está el puerto, que era entonces en verdad el gran puerto de Baires que nos dio el apelativo de porteños, y los marineros traían efluvios de otras tierras. En todo esto pensaba -y añoraba- al escribir Hay que sonreír, la novela que originalmente se llamó Clara: cuerpo y cabeza.

Valenzuela continúa describiendo las diferentes esperas de su protagonista mientras trato de adivinar si los recuerdos son reflejos de las imágenes impresas en las páginas de la novela o de lo vivido. ¿Cuál será la diferencia? Tiempo y circunstancias, diría Milan Kundera en otro contexto y en otro idioma.

Una década más tarde, en Iowa City, ciudad famosa por hospedar a escritores de las más diversas lenguas, quienes, después del choque inicial se entregaban a la ficción y organización de sus memorias y represiones, Valenzuela anotó, con ira o con displicencia: «Buenos Aires no merece tamaño enfrentamiento psicodélico. Nada ha hecho para merecerlo: ni como recompensa ni como algún castigo» (El gato eficaz, p. 30). Aún faltaban seis años para conocernos personalmente. Yo había comenzado a preguntarme por qué no figuraba ninguna escritora entre los numerosos autores latinoamericanos que tanto me habían inspirado. Y en Iowa City, el lugar menos probable, en los ochenta, descubrí las huellas que Luisa Valenzuela había dejado en 1969, luego de pasar un año lectivo en el International Writing Program, espacio que ella misma describirá como un «conventillo de escritores». Sus cartas, sus entrevistas, sus libros... todo estaba en los archivos del Programa. ¿Esperándome a mí? En 1982, Valenzuela acababa de publicar su séptimo libro, Cambio de armas, y yo apenas si vislumbraba la gran mentira e ilusión que Los nuestros había creado: el famoso boom latinoamericano había procurado eclipsar la existencia de las escritoras. «Las nubes espían las colinas y las protegen para que no se olviden de ser colinas...» observó Valenzuela en una entrevista del 4 de noviembre de 1970 en La Nación. Se refería al paisaje de Iowa, mejor dicho a la llanura del estado más llano: las colinas borradas por los vientos del norte, ocluidas al igual que las escritoras latinoamericanas, tal vez espiadas.

-¿Querías volver a casa? -pregunta la voz entrevistadora refiriéndose al tiempo transcurrido en la ciudad que ofrecía a los escritores la dádiva suprema: tiempo para escribir.

-No -responde Valenzuela-. En Francia extrañé tanto Buenos Aires que aprendí a no echar de menos, a no extrañar más, me gustan las ciudades desconocidas.

Casi un año después de volver de Iowa City, le tocó a Valenzuela descubrir Barcelona. La ciudad natal de su abuela materna acabó por resultarle poco amistosa, y terminó siendo traducida y mitificada en el marco de su tercera novela (y quinto libro) Como en la guerra. Pero siempre amalgamada con su lugar en el Sur: «Ella no se ha animado aún a mencionar una ciudad y menos un país, aunque todo a su alrededor grita Argentina, Argentina, y yo con cualquier cara que me ponga, con cualquier disfraz o acento se lo huelo en el acto. (¿Qué tiene este país que todos le huimos y nos quema por dentro? ¿Qué hay de nosotros por el mundo, linyeras del amor, sin siquiera querer reconocernos, negándonos los unos a los otros? ¿Qué es ser...?)» (Como en la guerra, p. 23). ¿Argentina, acaso? En 1973, Valenzuela regresa a Buenos Aires y termina la novela.

-Cuando volví me puse a leer lo que ya tenía escrito, para retomar la novela, y me pegué un susto tremendo, porque (habiendo leído mucho sobre la desintegración del yo en las enseñanzas secretas del budismo tibetano) me encontré con la tal desintegración puesta en palabras, en mis palabras, con relación al protagonista de la novela. Algo muy «lispectoriano» avant la lettre, aunque todavía no había descubierto a Clarice Lispector.

Los primeros ejemplares aparecen en Buenos Aires el 30 de abril de 1977. La ciudad ya era otra, muy otra de la que Valenzuela trataba de no olvidar en Barcelona. Era la ciudad de los Ford Falcon, de la agresión policial, de las razzias, de la llamada guerra sucia (¿para distinguirla de alguna guerra limpia?), de la represión y de la censura. También de la autocensura. A último momento, cuando ya las pruebas de galera se apilaban en su escritorio, Valenzuela decide suprimir el prólogo -en realidad una forma de epílogo puesto al principio, titulado significativamente «Página cero» -que contenía una descripción del interrogatorio y la subsiguiente tortura del protagonista, violado con el caño de un revolver. Y, sin embargo, el índice de Como en la guerra preserva la existencia del elidido prólogo, indicando tercamente que la «Página cero» se encuentra entre las páginas 7 y 9.

«Aquello que no está, está mucho más», dice Valenzuela sentada en «La mosca blanca», el mismo restaurante donde hace un cuarto de siglo capturó las epifanías del inconsciente colectivo porteño: la colección de cuentos habría de salir en plena dictadura bajo el título de Aquí pasan cosas raras. Lo reprimido siempre emerge con redobladas fuerzas. Aunque el cero denote ausencia y equivalga a nada en la realidad material y numérica, colocado a la derecha de otra cifra se vuelve colosal e imborrable. Página cero, la imborrable, recobra su existencia material. «Solemos creer que para combatir las sombras se requiere más luz, pero al intensificar las luces sólo se logra intensificar las sombras. Sólo la oscuridad mata las sombras, esto es lo intolerable» (p. 227) escribió una narradora llamada Bella, que a su vez era la transcriptora de los apuntes de la tal Bella, que a su vez era la protagonista de una versión que resultó ser una mera «Cuarta versión». El cuento, más bien una nouvelle, publicado en 1982 por Ediciones del Norte en Estados Unidos como parte de la colección Cambio de armas, se refiere a la época inicial de la dictadura de Videla, cuando ya flotaba en el aire la necesidad de cambiar las armas. ¿O el cambio ya estaba insinuado en aquella supresión de las páginas cero? La imagen de la violación del prisionero ¿insinúa acaso que el sexo -el sexo masculino, indudablemente- puede ser remplazado por el revólver? Más allá de la metáfora, mucho más allá de la metonimia, puede haber una revuelta popular que implique una suerte de revolver, pero ¿qué ocurre cuando la realidad se ha vuelto tan atroz que es mejor no creerla sino recrearla? Revolver el estómago, revolver la sangre, revolver las tripas... ¿qué más se puede revolver en el cuerpo humano? Revolver o cambiar las armas por las letras tal vez sea el paso inicial. La protagonista de la historia «Cambio de armas», que da nombre a la colección, siente en su propio cuerpo el poder del revolver, y en un principio el cuerpo rechaza el recuerdo. Pienso en la manera como Valenzuela también arma y desarma las ciudades en su escritura. Las desarma en el sentido de Cambio de armas, con el propósito de cambiar las armas, de hacerlas menos amenazadoras.

-Al mismo tiempo se desarma para luego armarlo de otra manera, como en un rompecabezas -añade la autora.

-Desplazar también, desarmar calles y plazas, literalmente desplazar.

-Sí, y rearmarlas en la anatomía de una persona -me recuerda Valenzuela pensando seguramente en la historia del hombre que, bajo la mirada de una mujer, se convirtió en una ciudad que sólo podía ser Buenos Aires, captada en «Ni el más aterrador, ni el menos memorable», uno de los cuentos de Aquí pasan cosas raras.

Las armas por las letras, el cuerpo ficcional y el cuerpo real:

-Tiempos de terror que me llevaron a escribir el cuento titulado «Cambio de armas», más bien una nouvelle de aliento más largo pero entrecortado, jadeante. Cuando lo completé, pensé que de allí podría surgir una novela narrando un antes y un después de la situación de desmemoria. Pero no me dio el cuerpo. No me dio el alma, ni siquiera para mostrarlo a mis amigos más cercanos: sentí que los pondría en peligro. Era un cuento contaminante, un saber al borde del abismo.

¿Cómo combatir las fuerzas oscuras, las sombras que se habían apoderado de «la capital de un imperio que nunca existió» (André Malraux)? Lo más terrible fue que los ciudadanos empezaron a callar y a pensar que «podríamos estar peor», sin cuestionar los indicios y las marcas del horror que iban aflorando en el cuerpo de la ciudad. Valenzuela intenta transmitir la sensación de impotencia que se respiraba en Buenos Aires en 1974 cuando, luego de una estancia de dos años en el extranjero, vuelve a su ciudad natal, pero la ciudad ya es otra. La represión se palpaba en el aire, dice.

-¿Pero cómo se sabían estas cosas si nadie hablaba de ellas, aunque pasaran cosas raras? -le pregunto.

-En el 1974/1975 todavía no nos habíamos dejado vencer por el terror que enceguece, lo que Freud llamó la forclusión. La violencia atroz que instauró la Triple A de López Rega (el de Cola de lagartija), un verdadero terrorismo de estado, era bien evidente; todo lo hacían a la luz del día, para sembrar el terror y silenciarnos. Con el advenimiento de la dictadura militar en marzo de 1976, la violencia se volvió más disimulada, mucho menos notoria. Aun entonces, si querías saber, podías saber muchas cosas. Sólo que ya no aparecían en los diarios, todo era de boca en boca, de miedo en miedo. Se vivía un clima de mayor desazón.

El restaurante La mosca blanca, por lo general vacío, está situado en pleno centro de Buenos Aires pero al margen, detrás de la estación Retiro, en un lugar improbable y desolado. Valenzuela se distrae mirando por los amplios ventanales, estudia los reflejos en los vidrios entreabiertos y enfrentados que se interceptan en un absurdo diálogo ciudad-campo en medio de lo absolutamente urbano, y de pronto dice:

-Me encanta observar los reflejos, encontrar lecturas superpuestas y contradictorias, por transparencia. Y me gustan lugares como este que dan sensación de extranjería, de estar fuera de lugar; la palabra exacta sería alienación, no como locura sino como un estar físicamente al costado, enajenada.

-Mirando reflejos -comento, -como nuestra entre/vista, ¿no te parece? Estar entre dos vistas, tal vez las delineadas por los marcos de las ventanas, por el espacio de los vidrios. Siempre se trata de un intercambio con el otro y en este sentido sólo el otro tiene el acceso a la identidad de una. O las palabras que se generan entre las dos.

Valenzuela habla de cuando empezó a comprender, en este mismo lugar, una noche de 1974, que todo en su país había cambiado para siempre. Acababa de volver de Europa, los amigos le contaban retazos de incidentes insólitos que se vivían en la ciudad, los mozos empezaban a poner las sillas sobre las mesas para barrer el restaurante, cerrarlo e irse finalmente a su casa. Aunque la miro y recuerdo la escena que está describiendo, nunca la presencié: será por el cuento «Aquí pasan cosas raras» que dio nombre a toda la colección. Sin embargo, sé que esta vez la descripción se refiere a la realidad que dio luz/sombra al cuento. El país bien podría haberse llamado «Unlimited Rapes United, Argentina», como lo insinúa el título del cuento de la misma colección, milagrosamente publicada en 1976.

-Ediciones de la Flor, que publicó el libro cuando ya los militares habían tomado el poder, tuvo la inteligencia de anunciarlo como el primer libro sobre la era de López Rega. Fueron muy valientes. Ya en los meses previos a la dictadura la gente empezaba a decir «yo no sé nada, acá no pasa nada, son cosas que se oyen, pero aquí no pasa nada». Donde más notaba la transformación era en los cafés. No se oían más las habituales discusiones políticas, las diatribas contra el gobierno. De golpe todo era dicho en sordina, y entonces en los cafés se podían entreoír frases insólitas que aludían a otra cosa.

-¿Y tomabas apuntes?

-No, sentada a la mesa de distintos cafés escribía directamente un cuento. Con mala letra para que no pudieran leer por encima de mi hombro. Todavía tengo el cuaderno. Escribía el cuento de un tirón.

Treinta cuentos en treinta días, tal como le había apostado a su hija.

-Elaboré lo que podríamos llamar una escritura automática/consciente. Fue como acceder con un bypass al inconsciente, a la mirada directa al inconsciente sin pasar antes por el raciocinio que lo estropearía todo con explicaciones, descripciones y juicios morales. Inconsciente, sí, pero no incoherente. Nada de eso.

Las palabras ya no significaban lo que decían, diferían de todo cuanto daba a entender el cuerpo mismo que las pronunciaba, no eran sino los núcleos significativos en torno a los cuales se tejían las historias de la época que no cabía en las palabras. «Mata-mató-matará-mataría-ha matado-hubo matado-habrá matado-habría matado-está matando-estuvo matando-ha estado matando-habría estado matando-habrá estado matando-estará matando-estaría matando-mate» («Verbo Matar», Aquí pasan cosas raras, p. 425). ¿Es posible conjugar el verbo matar sin consecuencias? O tal vez la indicación fuera otra y se relacionara con aquello de que al principio fue el verbo, el verbo creador de vida que además nos permite morir por la letra. «El lenguaje sabe mucho más que nosotros», comenta Valenzuela. Y el lenguaje escrito deja huellas difícilmente borrables. Probablemente por esa razón, en algunos de los cafés que frecuentaba se prohibía el acto mismo de la escritura: «ahora en los cafés no se hace más que hablar porque en muchos ya se prohíbe escribir aunque se consuma bastante. Alegan que así las mesas se desocupan más rápido, pero sospecho que estos dueños de cafés donde se reprime la palabra escrita son en realidad agentes de la provocación. La idea nació, creo, en el de la esquina de Paraguay y Pueyrredón, y corrió como reguero de pólvora por toda la ciudad» («El lugar de su quietud», en Aquí pasan cosas raras, p. 467). A pesar de tales prohibiciones, Valenzuela termina su colección en un mes, ficcionalizándose (encarnando y personificando a la vez a la narradora y a algunas protagonistas) y reconociendo el miedo que marcaba no sólo los movimientos y las voces de los ciudadanos sino también el ritmo de su escritura, hecha siempre «a oscuras» («El lugar de su quietud», p. 472).

Lo indomable, a veces denominado barbarie, tan míticamente relacionado con las afueras de las ciudades argentinas, se había instalado ahora dentro de sus invisibles murallas. ¿Cómo representar el autoritarismo (con sus autores y autoridades) sin nombrar? En la ciudad que era Buenos Aires, pero que también podría haber sido cualquier otra domada por los decretos (¿Belgrado en los noventa?), el verde no se puede ni verbalizar ni vislumbrar, pero tampoco prohibir.

Los ciudadanos (¿qué habrá pensado Valenzuela?) que en marzo de 1976, tres días antes del golpe militar, hojearon las páginas de La Nación podían enfrentar la mirada insegura y vacilante del soldado, también ciudadano de la nación argentina, quien ya de espaldas rumbo a la oscuridad volvía la cabeza para ver si alguien lo acompañaba. El anuncio, pagado por la Liga Pro-Comportamiento Humano, contenía asimismo palabras inscritas casi verticalmente, paralelas al rifle erecto del soldado, que intentaban convencer (al soldado y al lector) de que: «No estás solo... tu pueblo te respalda. Sí, no es sencilla la lucha. Pero saber de qué lado está la verdad la hace más fácil. Tu guerra es limpia. Porque no traicionaste. Porque no juraste en vano. No vendiste a tu patria. No pensaste en huir. Porque empuñas la verdad con tu mano, no estás solo». Y lo único que los curiosos lectores en vísperas del golpe podían discernir en su mano era un rifle erecto.

El restaurante La mosca blanca es una enorme desolación. ¿Será por la situación económica que el lugar está vacío de parroquianos?

-Creo que ahora estamos en un momento de transición, un momento muy interesante. Siempre creíamos que tocábamos fondo y que no podía ser peor. Yo creo que ahora estamos tocando fondo no porque no pueda ser peor, siempre puede ser peor, sino porque estamos tomando conciencia de una realidad que hasta el momento se negaba. Menem despertó en los Argentinos el loco sueño de entrar al Primer Mundo... ahora por suerte nadie menciona ese desvarío. Todo parece doloroso y gris, pero esto de volver a la realidad puede ser muy positivo.

-Pero la crisis económica es tremenda -insisto, repitiendo palabras que escuché infinitas veces desde que llegué a Buenos Aires.

-Sí, pero no es peor de la que era hace un año con el menemismo. Sólo que ahora nadie nos miente.

Me doy cuenta de que este domingo, el 6 de agosto de 2000, a las dos de la tarde, sólo se escuchan nuestras palabras. Nos despedimos del mozo que de vez en cuando reaparecía, siempre con la misma expresión de saberlo todo y no querer revelarlo.

En 1979, Valenzula tuvo que abandonar finalmente Argentina para poder seguir escribiendo:

-Entre Nueva York y México pude completar esa serie de cuentos sobre el poder y la dominación que finalmente llevó el título del cuento principal, el hasta entonces inmostrable.

La primera edición de Cambio de armas, el libro que en Iowa City yo estaba traduciendo al serbocroata en 1983, apareció por primera vez en castellano en Estados Unidos, en 1982. Estas historias no verán nunca la luz del día en la ciudad que constituyó su fuente de inspiración: Buenos Aires. Un año después se publicó otra edición en México, seguida por una serie de traducciones: al inglés en 1985, al portugués en 1986, al holandés en 1988, al japonés en 1990. Cuando en 1995 Bella, Pedro, Tío Ramón, Chiquita, Amanda, Beto vierten finalmente sus historias al serbocroata, el contexto ya era otro: Yugoslavia, mi país de nacimiento, no existía, y lo que había empezado como una guerra entre Serbia y Croacia, después de cinco años había desbordado el campo de las letras. La energía nacional se concentraba en las diferencias: ya nada nos unía. Incluso nuestra lengua se percibía como dos, mientras los ciudadanos desaparecían... y yo me preguntaba por qué las historias de ambos países, a los cuales me sentía tan unida, eran a tal punto paralelas. Como si entre las dos placas, Argentina y Yugoslavia, existiese una cámara oscura que a veces dejaba pasar la luz hacia un lado, y a veces hacia el otro, pero nunca simultáneamente. Uno tenía que permanecer en la sombra para que el otro sintiera la luz. Rememoro con tristeza el recuerdo de Valenzuela: «En tu país, en Yugoslavia, me desesperaba porque con el serbio no podía entender dónde empezaba una palabra y terminaba la otra. Para mí todo era un gran hilo de palabras. Pero de golpe surgía con la gente una comunicación extraverbal, era maravilloso. Hasta con las gitanas, como en un film de Kusturica».

Eran otros tiempos, pienso sin decirlo, porque me doy cuenta de estar repitiendo la frase con la que mi abuela solía dar por terminado una disputa.

-¿Extrañabas tu Buenos Aires cuando vivías afuera?, se me ocurre preguntarle, aunque sospecho que la pregunta no pasa de ser un lugar común.

-Vine de visita varias veces durante los años de dictadura, y nunca fue fácil. Cruzar el aeropuerto de Ezeiza siempre era una experiencia traumática: bastaba con que algún oficial de migraciones o un guardia de aduana se rascara la oreja para que una creyera que le estaba haciendo alguna seña a un policía de civil. Existía peligro de secuestro y desaparición, sabía de varios casos y pensaba que los militares no podían ignorar mis actuaciones en el Freedom to Write Commitee del PEN American Center, o en el Fund for Free Expresion de Americas Watch, o en Amnisty International. Pero una vez sorteado el principal peligro, podían ocurrir cosas maravillosas, inesperadas, como cierta noche cuando salí a caminar por Belgrano, las calles de mi infancia, y de golpe me dio un ataque de llanto. Lloraba porque partes del barrio habían cambiado, y lloraba porque muchas casas y esquinas seguían igual. Unas lágrimas incontenibles y absurdas. De golpe, como salido del corazón de la noche -eran como las tres de la mañana-, apareció un muchacho muy joven que me preguntó por qué lloraba. Traté de razonar, «Bueno», le dije, «yo estoy viviendo en Nueva York y..». «Contáme como es Nueva York», me pidió él, y entonces empecé a contarle, y me fui alegrando, y caminamos como una hora hasta que entendí, gracias a este muy circunstancial amigo, que había estado llorando no porque echara de menos un lugar -Buenos Aires o el barrio de Belgrano- sino un tiempo. Echaba de menos los tiempos de antes de la dictadura. Porque finalmente una ciudad es sobre todo la presencia humana, y lo que ocurre en sus calles puede hacerla radiante u opaca. Amiga u hostil. La ciudad es como una esponja, lo absorbe todo, y los miedos y las emociones exudan de las paredes como una sustancia perceptible.

Los primeros años de la dictadura militar, desde 1976 hasta principios de 1979, fueron los más duros y Valenzuela los pasó en Buenos Aires, tratando de poner la realidad en palabras. Y la novela que creía estar escribiendo se negaba a ser una novela; como cuento era demasiado largo, los personajes se rebelaban y revelaban otros, los apuntes, escamoteados en los papeles sueltos, se deslizaban de entre las manos (bocas) de los narradores que se volvían protagonistas, antagonistas, seres que de vez en cuando huían de los cuerpos de los personajes. «Hay cantidad de páginas escritas, una historia que nunca puede ser narrada por demasiado real, asfixiante. Agobiadora. Leo y releo estas páginas sueltas y a veces el azar reconstruye el orden. Me topo con múltiples principios. Los estudio, descarto y recupero y trato de ubicarlos en el sitio adecuado en un furioso intento de rearmar el rompecabezas. De estampar en alguna parte la memoria congelada de los hechos para que esta cadena de acontecimientos no se olvide ni repita. Quiero a toda costa reconstruir la historia ¿de quién, de quiénes? De seres que ya no son más ellos mismos, que han pasado a otras instancias de sus vidas. Momentos de realidad que de alguna forma yo también he vivido y por eso mismo también a mí me asfixian, ahogada como me encuentro ahora en este mar de papeles y de falsas identificaciones» («Cuarta versión», Cambio de armas, p. 205). ¿Un testimonio? Es posible que un testimonio mantenga su aura de credibilidad y veracidad dentro de la ficción? ¿O el género necesita distinguirse ostensiblemente de la ficción partiendo de la veracidad?

-«Cuarta versión» iba a ser una novela hecha y derecha. Tenía por primera vez en mi vida la trama perfectamente desarrollada, capítulo por capítulo, como hacen tantos escritores que conozco. La trama tenía muchos puntos de contacto con la realidad, y con la necesaria dosis de creación para volverla interesante. Escribía y escribía pero no lograba levantar vuelo. No lograba sorprenderme, que es en definitiva lo que más me interesa del acto de escribir. Entonces tiré como trescientas páginas a la basura y decidí comprimir para poder descubrir qué se estaba diciendo por debajo de las palabras.

De la idea de novela saltamos a la colección Donde viven las águilas. Con ese libro, Valenzuela intentó completar «una serie de cuentos sobre lugares y seres de mi América Latina que tanto he recorrido y tanto amo. Me salió a medias. Muchos de los cuentos ni son tan beatíficos - iluminados- ni siquiera tan "latinoamericanos". Aunque quien sabe». Ese mismo año, en 1983, aparece en las librerías porteñas la novela Cola de lagartija. O dicho con más precisión y aun a riesgo de incurrir en la cursilería, en 1983 dio a luz Cola de lagartija porque la había escrito «de un tirón durante nueve meses». El encanto de las sirenas míticas que Ulises tanto deseaba escuchar se convierten aquí en «las sirenas de los patrulleros [que] desprenden a veces esa fetidez, o la mirada turbia de los soldados que mañana, tarde y noche nos apuntan con sus ametralladoras» (Cola de lagartija, p. 76). En la novela «dejo que hable el lenguaje, que elige su camino por sí mismo». Y el lenguaje parece haberse apoderado de la realidad: un Brujo, l'Bruj, un López Rega ficcional con tres testículos y con el deseo indomeñable de procrear a su propio hijo, morirá años más tarde en la cárcel con el cuerpo real marcado por un cáncer de testículo. ¿El poder de la ficción? ¿El poder del inconsciente? ¿Del inconsciente colectivo?

En abril de 1983 Buenos Aires es una fiesta a la que Valenzuela acude para celebrar el retorno de la democracia. Por momentos siente ganas de quedarse, pero vuelve a Nueva York porque todavía hay tanto que hacer allá y además tiene un contrato con la Universidad de Nueva York donde dicta talleres de escritura en inglés y sabe que Nueva York es el corazón del mundo y aún no ha terminado de tomarle el pulso ni de abrevar en la riqueza intelectual que la ciudad le ofrece.

Recién en otro abril, el del año 1989, Valenzuela vuelve a radicarse en Buenos Aires. «El choque de esa experiencia», consigna la escritora en su currículo, «está reflejado en Realidad nacional desde la cama, presentada a finales de noviembre de 1990». Se trata de una novela sobre la ocupación del espacio privado y la resemantización de la noción de pasividad. De una manera fantasmagórica, el tejido construido por el texto y el contexto histórico se amalgamaron y produjeron los alarmantes titulares aparecidos en los periódicos de Buenos Aires el 3 de diciembre de 1990. Los soldados grotescos que hacen sus maniobras en el cuarto de la aparentemente apática señora en la novela y que completan su camuflaje identificatorio en uno de los últimos episodios, dejan el ámbito de la ficción y aparecen en las primeras páginas de los diarios de la capital: los carapintada. Bajo el mando del coronel Seineldín, los caras pintadas con betún se levantan contra el gobierno del recién electo presidente Carlos Menem. Lo real nunca se halla separado del lenguaje: puede escamotearse, enmascararse, carnavalizarse, pero siempre está involucrado dentro de las capas lingüísticas. «Buenos Aires, como toda ciudad, es una metáfora», observó Cortázar en una ocasión y vuelvo a escribir sus palabras en este contexto que se va construyendo entre las vistas de Buenos Aires y Nueva York. Tampoco me sorprende que luego de su regreso en Argentina, la ciudad de Nueva York parezca reemplazar ahora a Buenos Aires en el imaginario de Valenzuela. La siguiente novela, publicada también en 1990, Novela negra con argentinos, transcurre en Nueva York.

-¿Por qué te fuiste de Nueva York? -le pregunto, no sin recordarle que en París y en Barcelona escribía sobre Buenos Aires, y ahora...

-En París yo extrañaba tanto Buenos Aires que acabé escribiendo mi primera novela, Hay que sonreír, sobre un Baires totalmente arquetípico. Y nunca más extrañé tanto en mi vida; después aprendí a disfrutar plenamente del lugar donde vivo. Y Nueva York me encanta, me resulta excitante, estimulante. Creo que es el aquí-lugar por el cual pasa el mundo entero, donde ocurre todo y de todo, donde vive la imaginación. Estoy escribiendo sobre ese lugar casi emblemático.

Buenos Aires, que era misteriosa como bien supo Mujica Láinez, se ha transformado en una ciudad sin imaginación. ¿Y por qué me fui de Nueva York? Me fui porque me cansé de tanto correr el mundo con sólo cruzar la calle, me cansé de creerme eso de la ética protestante del trabajo, de querer hacer cada día más y mejor. Fue una partida absolutamente racional. No tenía ningún motivo para alejarme, por el contrario; me ofrecieron un apartamento más amplio, un aumento de sueldo. Sentí entonces que corría el riesgo de quedarme para siempre en Nueva York mientras en Buenos Aires, en mi ausencia, se iban muriendo demasiados seres y cosas queridas.

Curiosamente, o tal vez manteniendo un equilibrio casi poético, Novela negra con argentinos aparece primero en una editorial de Barcelona, Plaza y Janés. Un año más tarde se publica en Estados Unidos en Ediciones del Norte y por último en Argentina, en la editorial Sudamericana. Es una novela negra, pero aquí hay que andarse con cuidado, porque si bien cumple los requisitos básicos del género, es una novela negra hasta cierto punto, a lo Valenzuela: hay un asesinato, pero en vez de descubrir gradualmente la identidad del asesino, el hilo narrativo busca el motivo del crimen. Y los protagonistas son dos escritores argentinos, un hombre y una mujer. El cuerpo de la ciudad aparece «atractivo y perverso, como una amenaza de peligro constante. Atravesar la ciudad es como avanzar por las zonas más secretas y ominosas de un teatro en el que se te va la vida. Como en todo verdadero teatro, al fin y al cabo», explica Valenzuela.

-¿Y el cuerpo de la mujer asesinada? -le pregunto.

-Eso forma parte del secreto. Es cierto que Susan Sontag me dijo que se sentía incómoda porque el crimen quedaba impune, y la verdad es que yo también, un poco, aunque hay tanto crímenes impagos en el mundo... Pero la verdad es que hice trampa en la novela y sembré la duda, la mató, no la mató, el único que puede saber algo es el supuesto asesino, y él no quiere ni enterarse.

-Pero hay una escena donde Agustín se come la foto de la víctima, la foto que apareció en el periódico -insisto.

-Sí, pero no podemos estar seguros de que sea precisamente la foto de ella. Él no lee el artículo y por lo tanto nosotros tampoco. Podría ser una mujer que se parece a la víctima. Honestamente yo creo que sí, que la mató; son sólo dudas que sembré. A mí me parece tan tremendo el hecho de creer que mataste a alguien como el hecho de haberlo matado. Pero Roberta nunca lo cree del todo. El único en la novela que cree en el asesinato y lo ayuda a Agustín a aceptarse es Héctor Bravo, porque su trabajo es ese, precisamente. Además, como siempre ocurre, la novela se termina pero la vida de los personajes sigue, y más adelante bien puede encontrarlo la policía que quizá estuvo investigando por su lado.

-Porque además está relacionado con el sacrificio del cuerpo femenino, para que un hombre escriba una novela.

-Un sacrificio inútil, como tantos, porque él al final no escribe nada.

-Mientras escribías, ¿no se te ocurrió pensar «por qué estoy sacrificando a esta mujer inocente» o algo por el estilo?

-Yo la sacrifiqué de buena fe porque quería escribir una novela negra y a alguien hay que matar. No tuve ningún empacho en sacrificarla. Después, viste, surgen ciertas inquietudes y miedos del tipo ¿por qué me meto con estos temas? Pero no mientras se escribe, nunca; las buenas intenciones pueden hacer trastabillar los mejores trabajos. Yo por la palabra escrita arriesgo mi vida. Pero respeto la ajena. Cierta vez Borges comentó que yo era capaz de matar a mi madre por un juego de palabras. Pienso que el maestro estaba proyectando sus propios fantasmas. La vida de la gente viva es sagrada, pero la de los seres hechos sólo de palabras, de puro papel... no sé por qué maté a una actriz. Nunca me detuve a pensarlo.

La lectora y la escritora hablan de los personajes y sacrificios.

-¿Quiénes son tus lectores? ¿Has conocido a muchos de ellos? ¿Qué es lo que nos une? -La interrogo luchando con la linealidad de la lengua y con un deseo irreprimible de preguntarle todo a la vez.

-Por fortuna conocí a muchos, sobre todo en las universidades. En cuanto a qué los une, me gustaría que no tuvieran nada en común, que cada uno se acercara a mis trabajos por motivos diferentes. Suelen ser personas que saben leer la literatura a fondo, aunque quizá sólo se acerquen los que no son tímidos. Más que diferencias entre diferentes países noto diferencias entre diferentes circunstancias. No es lo mismo el estudiante o la estudiosa que la lectora y el lector común. Es muy emocionante cuando la gente de la calle se deja atravesar por la escritura. Ahora más que nunca, cuando la verdadera literatura ya no es un valor de mercado.

-¿Crees que existe un lector ideal de tus textos?

-Hanibal the Canibal es mi lector ideal. ¿Te acordás, el de Silence of the Lambs? Quiero un lector/a que me exija la verdad aunque la verdad lastime, le resulte fea, o que la verdad no sea exactamente lo que espera; quiero un lector/a que no entre a un libro buscando algo en particular, que descubra hilos secretos, que pueda añadirle algo al texto. Quien no espera nada, encuentra. Como bien dicen los indios norteamericanos: no hay que salir a cazar un animal en particular porque entonces no logramos ver las demás posibles presas. O como en Zimbabwe, donde el guía me dijo que para ver a los animales en el monte no debemos buscar formas sino movimiento. Podría ser esta una metáfora para la lectura activa, la lectura que descubre.

Entonces le cuento una historia referente a mi clase. El curso versaba sobre la escritura y la represión y leímos varios cuentos de su recién publicado libro Cuentos completos y uno más. Una de las estudiantes había perdido algunas clases y me escribió para explicar las razones. Estaba sufriendo una grave depresión. «Esta clase significa mucho para mí», me decía, tratando de encontrar las palabras que reflejaran fielmente sus sentimientos. «He descubierto que por alguna razón, cuando leo los cuentos de Luisa Valenzuela me pierdo en su escritura y puedo olvidar por completo todos los males que me agobian. Es algo que raras veces sucede hoy en día. Quizá porque su escritura es difícil y requiere mucha concentración, pero también estoy convencida de que hay mucho más que eso. Gracias por permitirme acceder a ella». La escritura como un don, como una ofrenda que va más allá, mucho más allá de lo que osamos imaginar. También recuerdo otro lector que en la década de 1970, cuando todavía vivía en Polonia, descubrió un cuento de Valenzuela traducido al polaco. El lector era el artista plástico Bolek Greczynski, quien años más tarde habría de enfrentarla con una cita en inglés que ella no identificará como propia. Y sin embargo eran sus palabras, escritas en castellano en Como en la guerra. A ese lector no sólo le dedicará Novela negra con argentinos, sino que lo convertirá en personaje en su última novela aún inédita, La travesía.

-Bolek decía que sabía que me iba a encontrar tarde o temprano porque transitábamos caminos semejantes. Empezó a buscarme cuando presentó en Buenos Aires una muestra sobre los desaparecidos. Pero yo ya vivía en Nueva York, oh casualidad, donde también estaba viviendo él. Bolek era un tipo fantástico, muy difícil, de enorme talento. Yo quise mantenerlo vivo convirtiéndolo en personaje, ficcionalizándolo, pero respetando la verdad de su obra brillante, sobre todo el trabajo de Creedmore, una institución psiquiátrica donde junto con los internados crearon un museo viviente. La novela trata básicamente sobre el secreto, ¿y qué dos mejores lugares para indagarlo que el arte y el manicomio?

-¿Personajes y personas a veces se mezclan? -le pregunto, introduciéndome poco a poco en el resbaladizo terreno de la «así llamada» ficción y pensando que «yo soy trampa toda hecha de papel y mera letra impresa».

-En la nueva novela, La travesía, trabajé justamente con la idea del híbrido. La idea inicial fue componer una «autobiografía apócrifa», después me alejé de la primera persona pero mantuve ese plano donde la ficción básica del argumento se entremezcla con personas reales de mi vida en Nueva York. Sobre todo con los/las artistas plásticos que me posibilitan la metáfora de entrada a los mundos ocultos tras las imágenes. Por otra parte, creo que lo interesante de la escritura es que te salva de que se te mezclen los tantos. A mí nadie me vende ficción por realidad (políticamente hablando) porque he aprendido a leer y sé dónde empieza la una y termina la otra. Pero también sé que siempre se articula una imbricación, nada es tan realista como aparenta, el ser humano es muy complejo, por suerte, y nuestra capacidad, como bien descubrió Lacan, de acceder a lo real sólo se ejerce por la mediación de lo simbólico.

La escucho y no estoy segura de si me habla de ficción, de realidad o de algo más que esbozó en la famosa introducción a su «novela negra»: «El hombre, Agustín Palant, es argentino, escritor y acaba de matar a una mujer. En la llamada realidad, no en el escurridizo y ambiguo terreno de la ficción».

-¿Qué opinas de la manera como los otros se apropian de tus textos?

-A veces me deslumbra, a veces me descubren cosas que yo misma no supe ver y me asombra, otras veces me siento muy incómoda porque tergiversan lo que quise decir, aunque yo no sé bien qué quise decir en el fondo, en última instancia siempre quiero decir algo más allá de lo que estoy diciendo. Pero creo en la racionalidad de las palabras, en un hilo narrativo inexorable, y a veces la gente pierde el hilo en la lectura, omite alguna palabra o frase y se interna en zonas propias, inconducentes. También es cierto que siento cierto resquemor, hay algo de desnudamiento, de desprotección, cuando se leen los comentarios críticos, aunque sean ponderativos.

-¿Tienen algo en común tus lectores?

-Los buenos lectores son personas que saben ver el lado oscuro de sí mismas, saben por lo tanto que la vida no es solamente la parte luminosa (como les gusta pensar a quienes leen cierta literatura light), y tampoco es maniquea, todo blanco o todo negro. Es gente que entiende las ambigüedades y los claroscuros de las situaciones. Esta es la gente que a mí me interesa. Pero cuando escribo no pienso necesariamente en lector o lectora alguna, soy mi principal lectora y necesito sorprenderme a cada frase.

-¿Y en cuanto al género de estas personas?

-Bueno, son mucho más las mujeres que estudian mi obra, pero hay varios hombres que me leen de una manera muy interesante. Los críticos y quienes escriben críticas en diarios y semanarios en toda Argentina lo hacen de un modo muy superficial. Desde esa perspectiva creo que me entienden más las críticas, aunque no sé bien qué decir, es difícil verse desde el otro lado del espejo. Pero me siento profundamente agradecida con las extraordinarias, brillantes críticas que, como vos, se han detenido en mi obra y la mantienen viva.

-¿Hasta qué punto estos otros tienen acceso a algo que uno podría llamar una identidad tuya, algo propiamente tuyo? ¿Hasta qué punto te entregas a ellos?

-La entrega es total. Lo propio es otra cosa. Uso poco material autobiográfico, me aburre, a pesar de haber vivido mil historias que merecen ser contadas. Pero pongo en juego lo más mío que vendría a ser mi forma de ver el mundo y de tratar de entenderlo. Al fin y al cabo toda escritura es un intento de desenmarañar los nudos, un sistema para derivar sentido en las cosas, to make sense. La mente humana tiene diversas rutas para acceder al conocimiento. Yo trato de explorar a fondo la que me tocó a mí. No creo que sea exclusiva.

-¿Sos consciente de los riesgos que corrés cuando escribís?

-Por supuesto. Creo que es una cosa peligrosa, escribir.

-Durante la dictadura los riesgos eran políticos... pero, ¿ahora?

-En la época de mi madre los escritores decían que el riesgo era la locura, algo que Sábato exploró en Abadón. Yo creo que no es tan fácil volverse loco, que la locura pasa por otro camino. De todos modos, al escribir ficción tu cuerpo está comprometido, se movilizan zonas oscuras, inquietantes, y ya no sabés dónde estás parada. Todo es cambio, todo fluye, no hay posibilidad de certidumbre.

-Pero si vos escribís así, entonces uno puede descubrir cosas a medida que te va leyendo. Algo que no pasa con esos escritores que te arman unos cuentos ya hechos y no tenés que pensar mucho. Al pronunciar estas palabras me percato de que mi pregunta tiene un innegable sabor argentino... que me he apropiado de las particularidades que separan a los argentinos de otros latinoamericanos, que nunca hubiera podido usar conscientemente el «vos», que a pesar de todos mis deseos ese no es mi lenguaje, que no tengo derecho.

-Esos son riesgos que corro a sabiendas, porque dejo que hable el lenguaje, y como bien dijo Juan Goytisolo, el lenguaje nunca es inocente.

Se me ocurre agregar, «también en mí hacés que hable un lenguaje que me parece y no me parece ajeno, nada inocente», pero no se lo digo.

-Si imaginaras tu vida como una novela, ¿cuales serían los capítulos? -le pregunto-. Porque está escrito en El gato eficaz: «Yo no estoy escribiendo una novela sino simplemente anotando con el poco de vida que me queda».

-Estoy segura de que nunca escribiré mi vida, pero la idea es interesante, la vida como novela... no sé, podría elegir armarla alrededor de los viajes, según los lugares y las obras que fui escribiendo en esos lugares. Cierta vez me pidieron una autobiografía de cuarenta páginas, me pagaban bien. Llegué a las diez páginas, a mis quince años, y abandoné por cansancio. La idea era justamente armarla libro por libro; quizá me divertiría más hablar de los amores...

La ciudad de Buenos Aires, tu Buenos Aires, iba a estar en todos los capítulos, pienso, convencida de que tal vez esa fuera mi trampa, de papel, por supuesto, y un poco de tinta.

-Y Buenos Aires -le pregunto-. ¿Cómo te ve Buenos Aires ahora?

-Poco, Buenos Aires me ve poco. Lo cual no sé si es una desventaja. Antes los escritores teníamos mucha más presencia en los medios, nuestra opinión era valorada. Aunque yo siempre le resulté incómoda a mi gente: los de izquierda me piensan de derecha, los de derecha creen que soy izquierdista. En realidad soy una francotiradora con esperanzas de un nuevo socialismo antidogmático. Pero no lo digo. Que revienten quienes necesitan andar colgando etiquetas. Además están los que no pueden identificarse con una y se sienten incómodos, y los que me cuestionan: ¿Por qué viviste en Nueva York? ¿Por qué hiciste lo que yo no hice?

-¿Y eso le pasa a otros que emigraron de Argentina en los años de la dictadura?

-Más a las mujeres. Los hombres, cuando vuelven con éxito de afuera, tienen éxito acá. A veces tarde, como en el caso de Juan José Saer, un escritor excepcional, que recién ahora es reconocido. Para no hablar de Manuel Puig a quien se pusieron a aplaudir post mortem.

-¿Entonces creés que la aceptación de los que volvieron tiene que ver con el género?

-La aceptación en general está muy relacionada al género. Este es un pueblo en pañales, quiere que la mujer le dé seguridad, lo acune. Cuando una escritora sacude la cuna le resulta intolerable. Y yo creo que la única posición que puede tener un escritor o escritora es la de moverle el piso al lector. Si lo vas a reasegurar y reafirmar en su posición mejor te quedás en casa tejiéndole un sweater, que es más calentito que un libro. Pero con mi caso ha habido una cierta evolución. Hasta hace muy poco, hasta la aparición de Cuentos completos y uno más, no me leían aquí como escritora política. Cambio de armas nunca fue publicado en Argentina, Aquí pasan cosas raras y Como en la guerra aparecieron durante la dictadura, cuando más te valía no mencionar el tema. Creo que sólo Horacio Verbitsky y Juan Jacobo Bajarlía leyeron bien Cola de lagartija. Y así siguió la cosa, hasta el punto de que ningún crítico o crítica mencionó el cuento «Simetrías» cuando apareció el volumen del mismo nombre. Como si no existiera el más político y más fuerte de todos mis escritos, basado en dos formas de la realidad, entrelazadas, una la quizá mítica historia del orangután y la mujer de un coronel que se contaba en la primera época de Perón, y otra la del militar enamorado de la guerrillera que salió a luz durante los juicios.

La historia que voy armando, al igual que la conversación con Valenzuela, también entrelaza ciudades y lugares reales con sitios imaginarios, en un intento de contarnos conectando los puntitos en el mapamundi (existencial y referencial). Escritora y lectora. Lectora y escritora. La consecuencia: existimos, dislocadas, atravesando topografías y ajustando las memorias, recuerdos y mitos de los lugares que nos marcaron. «La mal llamada dislocación nos da continuidad, si no identidad». Lo había dicho ya. Lo sé.

Buenos Aires, 2000.





Indice