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ArribaAbajoSegunda parte

La muy noble y muy ilustre


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ArribaAbajo- I -

El bayo agonizaba en el espinillar ya indiferente a las hormigas que lo entraban por las cuencas de los ojos reventados. El caracará aguardaba el desenlace. Chillaba el kirikirí alborotando a las urracas. Anoes y piriritas detenían sus vuelos atolondrados para curiosear y comentar el suceso. Los cuervos daban vueltas, acercándose. Algo de luto empañaba el verdor, atemperaba al viento que soplaba en rachas tibias como enardecido en la espera del ánima del toro. Un hombre hurgaba entre los yuyos abrumado por su enorme sombrero. A la sombra de un árbol, Daniel lo veía hacer, con las manos apoyadas en el cabezal de la montura. Se notaba que había besado la botella, por las ojeras hundidas y el brillo apagado pero ardiente de los ojos soñolientos. A su lado, don Rosendo se mordía los labios tratando de aceptar aquel nuevo desastre. Miguelí seguía con sobresaltos la pesquisa de caraí León, quien, por virtud de una medalla de San Antonio que tenía injertada bajo la piel del brazo, podía hasta decir el pelo de un caballo con sólo mirar las huellas. La última esperanza era que el santo, cuya estatuilla había birlado a Ofelia y enterrado patas arriba, se dejara persuadir por el tormento. Porque, a pesar de la constante prédica del padre Lutin contra las irracionales supersticiones, Miguelí no podía dejar de tantearlas cuando no le quedaba otra salida. Hubiera preferido arreglar al santo por   —64→   las buenas, pero, como solía decir Basilio, al que quiere joderte no has de andarle con súplicas. Y qué iba a socorrer aquel patrono de solteronas calientes a un malvado pecador como era Miguelí.

-Me pregunto quién habrá sido el descastado que le reventó los ojos -dijo don Rosendo como si de pronto rebosara de rabia-. Una vez Toribio Sosa le macheteó a mi montado porque entró en su maizal, y le hice bailar chopí con toreada, a arreadorazos, en la plaza del pueblo. Pero esto es el colmo, es inaudito, ¡hay que ser sin entrañas! Quizás algún pariente de Santiago, para vengar la cornada que le dio; aunque lo dudo, porque son correligionarios y además gente decente. Puede ser el urú, con quien se me fue la mano. O algún tarefero desconforme con la paga. Alguien tuvo que ser, sin falta. Ya lo sabremos. Y juro por mis canas que, sea quien sea, le he de desollar el lomo a guascazos y encima le he de echar un balde de salmuera. Para que sepan, para que se recuerden, que estos brazos, aunque de viejo, todavía tienen garras...

Caraí León examinaba el palo con que pegaron al toro. Desde el fondo del alma le salió a Miguelí la promesa fervorosa de sacar a San Antonio de su entierro, bañarlo con jabón de olor, prenderle una vela de esperma, de las grandes, y no una de ésas de cebo hediondo que solía ponerle Ofelia y que le manchaban de hollín el rostro afeminado.

-Anoche me quemaron la yerba -se seguía plagueando don Rosendo-, hoy me arruinan un toro que vale una fortuna. Si continúa la seca no habrá caso de sembrar. Haber vivido tanto para que todas las cosas se me den la vuelta y amargar mi vejez, ¡caracho digo!

-Es una mala racha -dijo Daniel, encogiéndose de hombros-. A veces hasta dan ganas de liquidar todo y mandarse a mudar a la Argentina. Von Stauffemberg no ofrece mucho, pero paga al contado y se hace cargo de las cuotas atrasadas de la hipoteca.

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Don Rosendo lo miró de soslayo, desconfiado, y se quedó mascullando sin responder.

-Don Jorge dijo una gran verdad -continuó Daniel-. Somos los únicos terratenientes labradores. Los demás, los que prosperan, o, por lo menos, los que no se funden, dejan el trabajo al toro y levantan cosechas a liño por medio de las chacras de los arrendatarios. Según él, es la única forma razonable de trabajar, porque en el Paraguay el agricultor está embromado. Su chacra sirve para mantener viva la mano de obra necesaria para los obrajes y yerbales, y un poco, muy poco, para las estancias. Lo que sobra tiene que emigrar, no hay vuelta de hoja. Tal es el secreto de la despoblación del país, no la dichosa Guerra Grande. La agricultura conviene si se hacen inversiones mínimas, sin alterar el principio. Con tal criterio el alemán, en el mismo palmar que hasta que se lo vendimos nunca sirvió para nada, consiguió que nuestro antiguo parásito, Basilio Gómez, sembrara veinte hectáreas con arado de reja y una yunta de bueyes. Nosotros, en cambio, tenemos por ahí tirada la cosechadora de maíz, la desmotadora, la bomba aspirante, y no sé cuántos otros cachivaches que sólo sirvieron para endeudarnos hasta las orejas...

-Tú los compraste.

-Es verdad. La idea fue mía, lo reconozco. Estoy haciendo mi autocrítica, como hubiera dicho el pobre Sotelo. Pretendí mecanizar la agricultura, mestizar el ganado, y otras cosas muy lindas, sin tener en cuenta que para eso hace falta un mercado que pague, cosa que no es posible en un país donde los precios se fijan para sacar el jugo al pobre diablo que araña la tierra con un palo. «El estanciero paraguayo, dijo don Jorge, sabe por instinto que no debe meterse a sembrar por su cuenta. Es un sujeto miserable y astuto. No un caballero, un intelectual, como son usted y su señor papá».

-Muchas gracias -gruñó don Rosendo-. A ese gringo caracha un día de éstos le voy a arreglar las cuentas.

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Daniel se echó a reír.

-¿Por qué? ¿Porque sabe vivir? ¿Porque tiene razón? Tú y yo, querido papá, padecemos de una inadaptabilidad perfecta. Tú mismo se lo dijiste al coronel Chirife cuando vino a enredarte en su conspiración: «Tengo un pie cien años atrás y otro cien por delante. Este país volverá a ser lo que fue, mas no por obra nuestra». ¿Te acuerdas? Todavía teníamos la casona de la calle Oliva. Yo había entrado para entregarte una carta cuando me topé con los tamaños bigotes de mi coronel, y con su casco de bombero sobre tu escritorio. Mandaste que me sentara, y siguieron hablando en mi presencia con toda confianza. Fue un gran honor para un muchacho de quince años. Nunca lo olvido.

-Es que entonces eras más formal que ahora -bromeó don Rosendo, complacido.

-Sí, y una semana después andábamos a los balazos, tú en un bando y yo en el otro. No me acuerdo cómo amanecí «saco-pucú» con don Modesto Guggiari y su gente de la Liga Marítima... ¿qué me dices?

Rieron de gusto al evocar tiempos mejores.

-Me alegré de que a esa edad supieras tomar partido, aunque en mi contra. De que te alcanzara la fuerza para empuñar el fusil. Es más, estaba seguro de que lo tuyo no era travesura sino decisión responsable. Por eso mismo hubiera preferido que estuvieras a mi lado.

-En el bando que perdió...

-¿Me lo reprochas?

-Claro que no. Tanto los sacos largos como los cortos se comieron nuestras vacas. Además, también a mí me gustan las causas perdidas. Lo llevo en la sangre, soy paraguayo.

Don Rosendo lo miró con inquietud. Daniel no solía ser tan locuaz, ni oler a caña tan temprano.

-¡Eh, caraí León! -gritó, como para sacudirse la impresión penosa-, ¿encontraste algo?

-¡Algo! -repitió el capataz, agitando la mano. Después volvió a inclinarse, concentrado en su tarea.   —67→  

-Ésta es una tierra ingrata para con sus hijos -continuaba Daniel-. Raúl es único de la familia que ha prosperado, y para eso tuvo que irse... Me ofrece el empleo de jefe de compras, ¿te imaginas? Mandaría imprimir una tarjeta que dijera: «Doctor Daniel Domínguez, capitán del Ejército del Chaco, ascendido en el campo de batalla por méritos de unos pobres infelices que pusieron la barriga a las balas para hacer lo que les mandó», y debajo, con letra chiquitita: «se aceptan coimas en especie»... ¿qué te parece?

-Un disparate -replicó, don Rosendo-. No te acostumbrarías. El mismo Raúl, que fue siempre un botarate, no se halla.

-Qué no se va hallar -exclamó Daniel-. No te engañes. Está encantado de la vida. Me escribe cartas llenas de consejos, porque resulta que ahora soy yo la oveja negra.

-No se halla -repitió el viejo, obstinado-. Me ha escrito que quiere regresar, y si quiere regresar es porque no se halla.

Daniel soltó una carcajada.

-¡Ah, bueno, eso es otra cosa! No encontré en Buenos Aires uno solo que no hablara de volver. Tienen ese problema y se complacen jugando con él de vez en cuando como un chicuelo con su trompo. Tienen un cargo de conciencia como si hubieran abandonado hijos en la miseria. Figúrate: sienten vergüenza, y esa especie de pudor les impide arraigarse... ¿Qué tendrá este país?

-Somos un pueblo que ama a su patria -sentenció don Rosendo.

Caraí León, tras olfatear como perro, se había puesto a cavar afanosamente con las manos.

-Palabras, nada más que palabras, querido papá. Ya no estás en el Congreso. Convengo en que seríamos un gran pueblo si, a más de imaginación, tuviéramos un poco más de voluntad para realizar esas pequeñas cosas concretas con las cuales al fin y al cabo se construyen las pirámides. Los sueños nos agotan. Allá tienes a Raúl, el vago de la familia, con su regio   —68→   departamento, su automóvil y la mar en coche, mientras nosotros, los doctores, desbichando terneros y tratando de averiguar qué estúpido bárbaro nos liquidó el mejor semental que teníamos. Pero, hasta en Raúl se manifiesta el alma de la raza. Se las da de exilado y acaricia sus nostalgias como se acaricia a una mujer, para excitarse... Aunque por otro lado me convide a ir allá, ofreciéndome un empleo de bolichero.

-Puedes irte -replicó don Rosendo, amoscado.

Daniel se rió.

-No te aflijas, no voy a abandonarte en esta estúpida pelea. Trataremos de aprender de don Jorge von Stauffemberg -Daniel pronunció el nombre con regusto, porque una de sus grandes vanidades era el conocimiento del alemán-. A lo mejor me hago su socio, antes de que nos convierta en peones suyos. A él ni se le antoja regresar, como tampoco se le antojaría a Raúl si un paraguayo fuera capaz de vivir de realidades sin buscar tres pies al gato... Parece que nuestro detective hace progresos -se interrumpió, señalando a caraí León que estaba tanteando un poste-. Míralo, ¡Curupí en persona! Se está rompiendo todo, poniendo todo su talento, toda la pasión de que es capaz para pillar a un pobre diablo como él, aunque resulte su compadre. La mejor recompensa que le podrías dar es permitirle oficiar de verdugo; descargar en el lomo de un desgraciado toda la ponzoña acumulada en su alma de indio. Los he visto en la guerra, daban espanto, ¡y pensar que a eso le llaman heroísmo!

-¡Qué demonios te pasa! -rugió don Rosendo, perdida la paciencia-. ¡Cállate ya! No olvides que te escuchan.

Daniel se volvió.

-¡Ah, te aflige este ciudadano! ¿En qué andamos, compañero?

-¡Eh caraí León! -gritó don Rosendo, enojado-. Cuándo acabarás con eso.

-Enseguida, mi patrón -contestó el capataz, con   —69→   una confianza que llenó de pavura a Miguelí. Daniel se dio cuenta. Hizo un gesto de extrañeza y siguió hablando.

-Nuestro genio embotellado ha vuelto a perder un año de escuela. Ya nadie lo aguanta en la Asunción. Ahora se lo acusa de haber perpetrado un yacaré19... No me sorprenderían en él tales precocidades.

-Si no se corrige tendremos que mandarlo a la Marina, para que lo muelan a palos hasta que se dome o reviente -dijo don Rosendo, con exagerada severidad.

-¿Qué te parece la idea, hermanito? -remató Daniel.

Miguelí se mordía los labios, humillado.

-Total, te gusta el mar. Lástima que a los paraguayos sólo nos quede mar en la sal de nuestras venas y en una misteriosa nostalgia de infinito. Poco de eso vas a encontrar en la Marina. Hicimos lo posible para que estuvieras en un lugar donde verdaderamente te educaras, pero lo echaste a perder con una de esas genialidades que sólo a ti se te ocurren. Probemos ahora el efecto de ese rigor brutal que hace de nuestro ejército uno de los más aguerridos del mundo... ¡Pero qué blanco te has puesto! ¿Qué te pasa? ¿Encontraste a Pies Dobles o anduviste por el lado de Basilio? Linda la moza, ¿eh? Pero no te apures en gastar tus balas, pendejo. Nadie sabe cuándo le hará falta la última, la principal.

Daniel reía con esa risa amarga que tanto endulzaba su rostro varonil. El capataz llamaba agitando los brazos. Se fueron hacia el alambrado. Miguelí los siguió ya decidido a aguantar lo que viniera.

-Lo tentaron -decía caraí León-. Habrá estado muy furioso para atropellar el alambre. Era un toro muy letrado.

El topetazo había ladeado este poste y soltado esos hilos.

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-Y con esto le pegaron cuando se enredó -concluyó caraí León, levantando el garrote en ademán vindicativo.

-¿Quién fue?

Caraí León quedó callado. Don Rosendo, tras de observarlo, como si le hubiera leído el pensamiento, abrió tamaños ojos.

-Fuiste tú, Miguelí -afirmó, volviéndose para apuntarlo con el índice.

-Sí, fui yo.

-Lo dejaste reventar. Es monstruoso.

-No lo quise lastimar. Lo estuve toreando. Cuando se enredó, le pegué para amansarlo y para que me respete otro día. Cuando lo solté me di cuenta de que estaba ciego. Fue una desgracia.

Don Rosendo, incrédulo, miró al capataz. Caraí León levantó su cara chata de guaicurú perforada por ojillos inyectados y crueles de capanga nato. Hizo una mueca afirmativa, y apartando con el pie unas matas secas que él mismo colocara, descubrió una huella apenas perceptible.

-Evidente -exclamó Daniel, volviendo grupas y alejándose, seguido por caraí León, hacia donde estaba el toro bayo. Don Rosendo y Miguelí quedaron frente a frente, sin saber qué decir. El muchacho no bajaba los ojos. Llevada por el instinto, la mano del viejo buscó la pistolera.

-Fue una desgracia.

-Ve a mi despacho -ordenó don Rosendo, y espoleó a su caballo para alcanzar a Daniel.

Miguelí se quedó solo, desdeñado. Vio cómo caraí León, que con las piernas torcidas muy abiertas y el cuchillo en la mano parecía un monstruo grotesco, se aprestaba a despenar al toro. Y cómo don Rosendo lo apartaba de un pechazo y descargaba su revólver sobre el bayo, que, en un postrer alarde, se levantaba corneando entre bandadas de pájaros espantadas por los tiros.

A Miguelí se le antojó que esas balas eran para él.   —71→   Se alejó al tranco, chusqueando, con el sombrero en la nuca, retando al viento con la frente altiva. Allá, sobre la loma que brillaba como una tonsura en medio del monte, la Casa Grande, con su espinazo torcido, parecía un arca varada en aquel paraje agreste.




ArribaAbajo- II -

Miguelí entró a un salón penumbroso lleno de librotes y retratos mostachudos. Apartó papeles para mirar, bajo el cristal del escritorio, una fotografía desteñida que le gustaba mucho:

-Me pegarán -le dijo-. No te asustes, duele un momento y pasa. A palos se amansa a los bueyes, nunca a los toros.

Borró con el índice el polvo que empañaba el cristal y la quedó mirando largo rato en un esfuerzo casi doloroso por evocar una reminiscencia. En otro tiempo solía quedarse así, siempre a escondidas, como si hubiera algo prohibido en rememorar las sombras. Cantimploras rebosando leche. Voces de guitarra, despedidas. Un rostro inmenso como la ternura que se inclinaba sobre él para mojarlo con sus lágrimas. Luces mortecinas proyectando sombras enlutadas. Y la búsqueda, el llorar desconsolado, el maullido de una gata. Toscas caricias, un trencito, y después, la cerrazón del olvido. Miguelí estaba enfermo, muy enfermo, y la luz que se filtraba por la cortina de estera hacía rayas de colores sobre el piso de ladrillos y ahuyentaba a «Guerra». «Guerra» era un duende coludo cuyo nombre se pronunciaba con distintos acentos. Una vez lo encontró, detrás del cántaro, disfrazado de sapo, con tremendos colmillos babosos colgando de labios leporinos. Otra, bajo el jazminero, haciendo sonar sus cascabeles y lanzando miradas furibundas. O se escondía invisible debajo de la cama para llenar de espantos las noches obscuras. «Guerra» se llevaba a los hombres para comérselos. Tras pintarlos de verde, los iba subiendo por el camino rojo,   —72→   tornándolos azules a la distancia. Y las madres lloraban y lloraban con las manos vacías alzadas hacia el cielo como implorando al sol. «Guerra» traía bolís marrones, taciturnos, como santos de piedra. De «Guerra» hablaban las mujeres, las guitarras, el viento que agitaba los ramajes rebeldes. ¡«Guerra», «Guerra»!, repetía Miguelí, para gustar del miedo. «Guerra» mandaba la desgracia con un milico viejo que dejaba una carta. Venían entonces los velorios sin muerto. Los mantos y rebozos se iban tornando negros. Negros como «Guerra», el duende maligno.

-Miguelí, ¿quieres mirar el Chaco?

Entonces le ponían manos sobre las orejas y lo alzaban muy alto, colgado de la cabeza... «¿Qué viste?». «A Guerra». «¿Cómo es Guerra?». «Patas de loro, ojos de sapo, uñas caguaré». Risas de varones, santiguar de mujeres: «Entren a ese chico, ¿no ven que está enfermo? Pónganle una tricota». Oía nítida la frase, y, qué curioso, lo que seguía se hacía claro como al despertar de un sueño. Pero quedaba una pregunta.

-¿Quién eres? Papá me dijo que lo sabría alguna vez. Ofelia me contó que eras mi madre ¡Miente! Mi padre es don Rosendo Domínguez Pane; mi madre, doña Lucía Insaurralde de Domínguez... Lo dicen mis papeles. Los papeles no mienten, qué embromar.

Miguelí estaba orgulloso de su madre. Cuando ella llegaba, callaban las guitarras y los músicos se ponían de pie como saludando a la bandera. Tocaban después el «colorado», y hasta don Rosendo aplaudía, chocho de contento, aunque era liberal de ley, como el mismo Miguelí, su correligionario acérrimo. Daniel era otra cosa: un «vatará» febrerista. El peor de toda la gente sin color definido era ese mozo Sotelo que había venido confinado. No paraba de hablar de la mañana a la noche, hasta el punto de que se maliciaba que había comido lengua de loro. Y a veces continuaba toda la noche entera, con don Rosendo y Daniel,   —73→   gritando como energúmenos, dando grandes trompadas en la mesa. Según la tía Zoraida, Sotelo se iría al infierno con toda seguridad. En cambio doña Lucía lo escuchaba con paciencia, gastándole una que otra broma y diciendo que era un hombre de buena voluntad. Hasta que llegó a buscarlo la Comisión porque hacía propaganda. Pero, ya desde la víspera, avisado por uno de los Samudio que estaba haciendo la conscripción en la comisaría del pueblo, Basilio lo llevaba por los montes hacia la frontera del Brasil, con cien balas de máuser relucientes que le diera don Rosendo, sendas gurupas con chicharó, raspadura y galleta con maní; y una medalla de la Virgen del Carmen que Ofelia, siempre enamorada, le escondiera entre la muda. Hasta la tía Zoraida lo obligó a aceptar un pañuelo con sus ahorros: «Que Dios te ilumine con su gracia», repetía continuamente.

Pero el único momento en que Sotelo pareció conmovido fue cuando pidió permiso para besar a la mamá de Miguelí: «Usted es como la tierra, la madre de todos, la señora», había dicho antes de mandarse a mudar, lo más campante, según expresó Ofelia, como zanguango que era, sin Dios, Patria ni Familia, por la picada del fondo, hacia donde amanece.

Durante mucho tiempo no se habló de otra cosa. Cuando doña Lucía, a la hora del rosario, pedía protección al caminante, Miguelí se imaginaba a Basilio abriendo pique en el tacuapizal, a Negro alerta y a Sotelo detrás, sudando lacre bajo las garupas, la cara negra de mosquitos, y hablando hasta por los codos.

Pero pronto empezaron a pasar cosas muy raras. Los Samudio se negaron a pagar arrendamiento al gringo Stauffemberg alegando que la tierra es de quien la trabaja. Como nadie se animaba a meterse con los Samudio, que eran muchos y en su casa el «treinta y ocho» era el calibre más delgado, la cosa quedó en un pleito que dio para hablar por muchos años. El cura, en su recorrida, apenas se llevó en diezmo una vaca machorra, unas cuantas gallinas y   —74→   un coatí consentido que hasta le rompió la sotana: «El diablo anduvo por aquí y quedó el olor a azufre», decía, con la boca llena de bife con huevos, sin hacer caso a las risas de don Rosendo y Daniel. Poco después, en la función del Santo, Tibú Aldama largó seis tiros al aire dando vivas a la democracia. Siempre fue medio tilingo, y cuando ya en el cepo, molido a palos, el comisario le preguntó «qué partido pa era ése», el pobre le respondió: «Ya lo vieron: es el partido por el eje».

Estas historias hacían llorar de risa a don Rosendo hasta que se enteró que los peones, en lugar de contar casos y jugar a las barajas, se reunían a cuchichear en el galpón. La comisión atrapó al culpable en el estero. Lo trajeron maneado, enlazado por el cuello, sangrando hasta por los oídos. Era Victorio Torres, criado en la Casa Grande. Por eso nomás no lo mataron cuando, arrinconado, se defendió a garrotazos, descalabrando a dos agentes. Don Rosendo iba a pegarle encima por desagradecido, pero doña Lucía, con una palabra, le paralizó la mano. Después, ella que nunca daba órdenes, mandó que lo desataran. Le lavó las heridas con tapecué y salmuera; le puso emplastos de miel de abeja y le curó los oídos con el jugo de una cucaracha frita. Pero Victorio, según se dijo, también estaba herido en el alma. Y se marchó para siempre. Desde entonces fue suya la oración del caminante. No se había llevado ni una muda. Su tobiano moruno amaneció en el palenque, con el recado repujado y los arreos de plata que ganara en la sortija.

-Gesto digno de un paraguayo, de un señor en el mejor sentido, válgame el galicismo -repetía una y otra vez don Rosendo, y remataba, señalando al tobiano-. Miguelí, mira y aprende: ¡esto es un hombre!

Doña Lucía no dijo nada, pero nunca más quiso montar otro caballo. Hasta que lo mató una víbora y ella ya no pudo cabalgar, vencida al fin por los años.



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ArribaAbajo- III -

Doña Lucía era el ama y señora de la Casa Grande, la «casa de la abuela» para la chiquillería bulliciosa que solía invadirla los veranos y que a Miguelí lo llamaban «che tió»20. Porque él era el único que no tenía abuela y sí una madre tan vieja, tan lejana. Y unos sobrinos zafados capaces de hincharle el ojo a uno antes ni de que se pusiera. Claro que esto fue así hasta que lo mandaron a la Asunción. Había llegado a casa de su hermana Antonia con la cabeza tan llena de Yparaguay que le bastaba cerrar los ojos para ver correr al río, tornarse anaranjado. A la tierra subir, desde Remanso Castillo, trepando por los caminos rojos y las verdes lomadas. Al sol morir como un dorado herido que se hunde en el agua. Al Palacio nacer del rancherío de las barrancas, al techo redondo de una iglesia tocando un cielo de vidrio. Y cuando ya se creía que saldrían a recibirlo doncellas aguadoras con túnicas al viento, iguales a la que don Rosendo tenía en su despacho, se encontró con gente transitando desganada, como doliéndose de algo que le pasó a «alguno su pariente». Pronto descubrió, sin embargo, que, contra lo que podría suponerse, la Asunción no es un pueblo grande de calles empedradas por donde suben llorando los tranvías. La Asunción es una persona, quién sabe una mujer, a la que nadie ha visto y a la que sin querer uno le habla. Fue allí donde una siesta, cuando volvía con la vianda, lo detuvo un señor que, sin decir nada, con mano temblorosa le regaló billetes de plata-pirirí. Iba a rechazarlos, porque Miguelí no era limosnero, cuando advirtió que el extraño tenía los ojos llenos de lágrimas, el traje raído y el aspecto derrotado de un general que gastó todas sus balas. Agradeció el obsequio y salió disparando. Antonia le armó un escándalo porque había derramado la comida. Aguantó los coscorrones   —76→   en silencio, aunque con ganas de decirle que otro día lo mandara a Carlitos, porque él había venido para entrar a la escuela y no para hacer de mandadero. En la maldita escuela donde todos le jugaban por ser arribeño y novato, amén de matungo pantalón-del-hijo, el mayor del grado, encima de muy largo y arruinado para el zoco, aunque cuando llegó ya supiera leer hasta novelas. Su único amigo verdadero era Toño el Lustre, que una vez lo defendió a cajonazos de una turba que lo atormentaba con burlas por haberle contestado en guaraní a la maestra. Toño era de su valle, hablaba poco y podía fumar cigarros de hoja sin toser. Tenía su puesto en un bar, frente al Palacio de Justicia. Allí, sacando brillo a los botines, de todo se enteraba. De tanto, que hasta Roberto el Pyragüé21, que, como todo el mundo sabía, era policía secreto, trataba de sobornarlo para que le pasara cuentos. Pero Toño no traicionaba a su clientes: «Si averiguan pierdo plata -solía decir-. Se irían todos a la cárcel». Fue Toño quien le contó que aquel raro personaje se llamaba don Cecilio y que vivía en el barrio de la Encarnación en una casa con pora. Miguelí compró entonces pastelitos para convidar a su socio. Toño se comió uno solo, guardando los demás, entre betunes, para compartirlos después con su familia, al tiempo que aconsejaba seguir la pista a aquel sujeto, porque son muy pocos los que, hoy en día, sueltan la plata, por la escasez de divisas que padece el Paraguay. En eso estaban cuando entró don Cecilio con su paso estudiado, tieso y como adolorido. Miguelí escapó corriendo, no fuera a maliciar que pescaba por su dinero.

Siguiendo las instrucciones de Toño el Lustre, pudo encontrar, detrás de una muralla apelechada, medio escondida entre mangos, en el centro de un patio arenoso que extrañaba al rastrillo un metro más abajo que la calle, una casona que se caía de vergüenza por   —77→   las paredes de adobe que mostraban el esqueleto de tacuara y por su techo de tejas rotas, negras de moho, con canaletas tapadas de hojarasca, cubiertas de telaraña.

Con el tiempo, a fuerza de andar espiando sin qué ni para qué, llegó a conocer al dedillo aquel paraje. Supo así que el fondo daba a un zanjón cavado por los raudales. Seguía un baldío montuoso que alcanzaba, en la otra calle, a un murallón con un derrumbe por donde entraban parejas y otras gentes en apuros. Según Toño, del sótano que se abría en el centro, entre los cimientos de una casa que nunca se levantó, solía verse un mboi-yaguá -la enorme víbora-perro- saliendo para aullar en las noches de luna tormentosa. Aunque poco afecto a fantasías, Toño no hallaba otra explicación racional al hecho, comprobado, de que los gatos orejanos no se hubieran aquerenciado por ahí.

A la mansión de don Cecilio se entraba por un portón herrumbrado que parecía colgar de las enredaderas. Estaba siempre abierto. Tampoco hubiera podido cerrarse sin buen desbroce a machetazos, en el supuesto de que sus goznes podridos funcionaran todavía. Era excelente lugar para esconderse tranquilo, seguro de no ser visto desde adentro ni desde la calle.

De madrugada, de paso a la carnicería, ya podía verse a don Cecilio sentado en el corredor, bajo el alero torcido, en silla-catre. Una vieja esquelética iba y venía con el mate. Y nadie más, ni un perro, en aquella casa enorme. Por las noches aparecía don Cecilio, en el mismo lugar, sólo visible por su pijama blanco y el cigarro que, de tanto en tanto, pestañeaba rojizo como el ojo de un diablo.

¿Quién sería este señor que se había interesado en Miguelí, de quien nadie hacía caso? Era un misterio tan grande como el Caballero del Muro.

Tal personaje era la sombra de un cruzado formada en la muralla de don Cecilio por una mancha de humedad. Estaba de rodillas, con las manos unidas en la cruz de la espada. Rezando, seguramente. ¿Quién   —78→   lo habría puesto? ¡Nadie! ¡Qué notable! ¿O acaso un ánima? No era probable que la casualidad dibujara imagen tan perfecta. Todos los intentos que hiciera Miguelí por reproducirla fracasaron lamentablemente y le valieron quedarse después de hora en la escuela por ensuciar con garabatos su cuaderno de castellano.

Miguelí solía contemplar al Caballero del Muro con unas ganas bárbaras de prenderle una vela. Además, era posible que, justito debajo de la punta del espadón, hubiera algún entierro. Tal vez un cántaro repleto de libras esterlinas que, a lo mejor, le estaban destinadas. Claro que sacarlo ofrecía dificultades. En efecto, cavar, sin ser visto, un pozo en la vereda pasando por debajo de una muralla ajena era cosa difícil de imaginar. Él había visto trabajar poceros. Sabía que al metro de tierra blanda se encontraba la tosca, cuya perforación imponía el uso de picos, barretas, baldes, roldanas y otros utensilios que así nomás no se consiguen. Entretanto discurría la solución del problema técnico, se dedicaba a pensar en la inversión del dinero. En primer lugar, era indispensable mandar rezar algunas misas, pues, de lo contrario, el oro se trocaría en carbón. Con otras cuantas monedas, levantar la hipoteca de Loma Verá y comprar una escopeta a su amigo Basilio el Mariscador, que siempre andaba con el peligro de que le requisaran el máuser. Pero, con la mayor parte, se decidiría por fin a llamar a la puerta para decirle a don Cecilio: «Patrón, ese agujero lo hice yo. Aquí le traigo lo suyo. ¿Podría decirme ahora por qué pa usté lloraba cuando me vio?».

Don Cecilio, que en realidad resultaría llamarse Cecilián Cardén, le daría un gran abrazo, diciendo: «Como el padre del Príncipe Valiente, tuve un reino feliz hasta que un día un malevo vikingo me lo quitó. Y un hijo, que me lo robaron cuando era chiquito para traerlo al Paraguay en una barca alada igual a la de Flash Gordon. Por eso, cuando te vi descalzo, con la ropa que te queda chica, llevando la vianda bajo el solazo de la siesta, pensé que podrías ser él, aunque   —79→   bien sabía que tal cosa era imposible porque sé positivo que eres hijo legítimo de don Rosendo Domínguez, un gran señor que vive por las lomadas». Miguelí, emocionado, le propondría gastar el dinero en la búsqueda del príncipe y en armarle una revolución al usurpador del reino. Don Cecilián, llorando de nuevo, le juraría por lo más santo hacerlo caballero de la Mesa Cuadrada, que nada tenían que envidiar a los de la redonda, vasallos de «uno su pariente», el rey Arturo.

Aunque se le antojaba poco probable tal escena, le gustaba la historia y la prolongaba interminable, subido a la rama más alta del yvapovó del fondo, oyendo apenas a su hermana Antonia que lo llamaba para ocuparlo al almacén; viendo pasar al río camino hacia el mar, donde acontecen todos los hechos dignos de vivirse. Pronto comprendió, sin embargo, que la mejor historia no da gusto si no hay modo de creerla aunque uno mismo la invente sabiendo que es mentira. La suya tenía que culminar en la coronación de don Cecilio, en la restitución a don Rosendo de viejas dignidades, en el casamiento de Daniel con Esperanza Almirón, en el suyo propio con Olga Fernández, la novia de su sobrino Carlos, al cual, con no poca malignidad, obligaba a unirse en matrimonio con Casiana Mancuello, la sirvienta de la casa, de la que Carlos solía aprovecharse, aunque era bizca, cuando todos dormían y ella quedaba sola en su jergón, en la cocina. Miguelí se veía en grandes aprietos para compaginar semejantes enredos, que lo obligaban a recomenzar una y otra vez, olvidándose hasta de cumplir los tontos deberes de la escuela. Otra dificultad era que su cabeza se resistía a figurarse a todos de espada y armadura. La imagen de Basilio, por ejemplo, se le escabullía a cada rato y por ahí venía entrando, lo más campante, al mismísimo Camelot, descalzo y de sombrero-pirí, el machete agarrado por el medio y con el filo hacia arriba.

Por desgracia, antes de que pudiera encontrar un final a un tiempo lógico y feliz, don Cecilio se murió.   —80→   Aunque se lo llevaron en el tranvía fúnebre como a cualquier hijo de vecino, el entierro fue poco común. La casa se llenó de coronas y una multitud lo acompañó a la Recoleta. Entre ella Miguelí, aprovechando el pasaje gratis. Un señor dijo que don Cecilio había sido un gran profesor. Un estudiante gritó que el finado fue un demócrata. La gente decente comenzó a murmurar y a marcharse como a escondidas mientras un jornalero continuaba repitiendo la palabra que metiera en el cepo al pobre Aldama. En la calle gritaron todos juntos hasta que llegó la Montada revoleando los sables y se armó un revoltijo de pedradas y naranjazos entre desmayos de viejas copetudas y gente que aplaudía desde las casas muereando a la dictadura.

Miguelí había regresado a su casa con la lengua afuera, pensando que si bien el final no había sido tan completo y feliz como lo deseara, por lo menos resultó inesperado y contó con su personal intervención. En efecto: Miguel Domínguez Insaurralde, el hijo de don Rosendo, al ver a uno de la Montada perseguir a sablazos a un estudiante chiquito, tomó del suelo un apepú, y saltando como si se arrojara él mismo, se lo plantó en la cara con tal fuerza que lo desmontó descalabrado. Ya en su cuarto se miraba la mano como si fuera ajena: nunca la creyó capaz de tanto.

Esa misma noche, después de cenar, decidió cumplir un buen propósito. En su cuarto, que era el de los cachivaches, habían velas de esperma reservadas para el día de la Virgen. Se apropió de una y salió a la calle, que estaba más desierta que de costumbre. Se oían tiros, como siempre. Los tiros eran parte de los ruidos nocturnos como el paso del tranvía y el maullido de los gatos. Pero aquella vez sonaban más seguidos, más nerviosos. De tanto en tanto, una ráfaga de ametralladora provocaba un alboroto perruno que, como siguiendo una estela, cruzaba de una punta a la otra de la ciudad alerta.

No había nadie en la cuadra de don Cecilio. Tuvo miedo de acercarse. Pero volver atrás significaba entrar   —81→   en la despreciable categoría de la gente que recula. Esta reflexión le dio coraje hasta para mirar dentro del patio. La casa tenía ahora el aspecto desolado de los parajes huérfanos. Si prendía la vela en la vereda iba a apagarla el viento. Para hacer las cosas a lo macho, es decir, completas, no quedaba otro remedio que ponerla detrás del portón. Antes de entrar rezó un padrenuestro y un avemaría para espantar a las poras que hubieran por ahí. Después bajó las gradas como dándose a sí mismo un empujón. Con forzada calma preparaba un cascote para fijar el cirio cuando oyó pasos cautelosos en la calle.

-Aquí está bien -dijo una voz, que se le antojó conocida.

-¡Nde bárbaro! -tartamudeó la respuesta-, es muy cerca de la comisaría...

«Ladrones», pensó Miguelí, aferrando el cascote.

-Tanto mejor -dijo el primero-. Agarrá si que el burro-lápiz y no pierdas tiempo... Y vos -agregó, dirigiéndose a un tercero-, andate hasta la esquina a mirar si viene alguno.

Sí, era él. Para asegurarse, espió por el portón. Un mozo, al parecer estudiante, escribía con una enorme tiza negra sobre la cabeza del Caballero del Muro. El otro aguardaba en la penumbra de un naranjo. Ni alto ni bajo, aunque estaba quieto parecía ágil, alerta.

-Despacio, compañero, no te apures -indicó, como irritado-. Si no apretás a fondo van a borrarlo en seguida.

Miguelí ya no dudó. Impulsado por su alegría, saltó a la vereda con los brazos abiertos.

-¡Sotelo!

El escritor soltó la tiza y salió inflando camisa. Sotelo dio un paso atrás con la derecha en el cinto.

-¡Chist! ¡Callate! ¿Estás solo?

Se tragaba la voz, también se había asustado.

Miguelí no contestó, desconcertado por el extraño efecto de su saludo. Sotelo se echó a reír.

  —82→  

-Esperá un momento -dijo, y recogiendo la tiza, completó la leyenda:

¡ABAJO LA DICTADURA FASCISTA!

Después trazó una rúbrica que acabó de borrar al Caballero del Muro.

-Ese Martín es un cagón -gruñó jovial, tirando el burro-lápiz por sobre la muralla. Tomó a Miguelí del brazo y le dijo-. Vamos, tengo que hablarte...

Al llegar a la esquina, sin detenerse, hizo una seña con la cabeza a un muchachón que estaba escondido en un zaguán. Siguieron caminando calle abajo sin decirse una palabra.




ArribaAbajo- IV -

Miguelí recordaba con gusto aquel encuentro con Sotelo. Le ayudaba en los momentos difíciles, cuando le caían encima con palos y reproches por cualquier cosa que hiciera. Nunca, hasta entonces, lo habían tratado con tanta seriedad. Además, fue el comienzo de una serie de aconteceres de esos que no se olvidan.

Habían andado sin hablar hasta la esquina de la plaza Italia. Sotelo se detuvo a observar. Varias sirvientas afilaban en la parte más iluminada, dándose de pellizcos con sus novios y riéndose a gritos. El único uniforme era el de un marinero que, en banco apartado, ceñía a una chica por la cintura.

-Vamos a sentarnos en aquel banco -dijo Sotelo, señalando uno próximo a la pareja-. Podremos ver la calle sin llamar la atención.

Una vez allí le explicó que no debía contar que lo había visto porque, desde hacía algún tiempo, andaba «clandestino». Lo dijo una sola vez, sin insistir en el encargo, sabiendo que para entenderse entre arrieros de ley bastan pocas palabras. Quiso saber lo que pasó en las lomadas después de su partida. Las noticias parecían hacerle más gracia de la que convenía. Recién entonces Miguelí se dio cuenta de que   —83→   Roberto el Pyragüé estaba apostado en la vereda opuesta. Un momento después, el policía secreto se encogía de hombros y se mandaba a mudar silbando el «pajarillo». Aquello pareció inquietar a Sotelo, que miró su reloj y estiró la cabeza como buscando a alguno. Había cambiado mucho con los bigotes ralos y el sombrero calado. Era más serio y formal, hablaba poco, hacía preguntas. Por ejemplo, para qué cargaba Miguelí tamaña vela, larga como un garrote. Le contó que para pagar una promesa.

-Confía en tus semejantes, confía en la gente, compañero -le dijo Sotelo, sin reírse-. Vas a ver que te fallan menos que los santos.

Sin duda, un hereje. Pero Miguelí lo apreciaba lo mismo: era imposible no querer a Sotelo.

-¿Por qué siempre te escondes, Sotelo? -le preguntó.

Se quedó pensando.

-Tal vez por la misma razón -contestó al rato- por la que vos jugás al libertado. Con la única diferencia de que a mí, si me agarran, van a romperme la crisma.

-¿Tuviste una desgracia?

-No, pues, hombre. Nunca maté una gallina.

-Entonces ¿por qué te persiguen? ¿Porque no tienes Dios, Patria ni Familia?

Sotelo se rió.

-La patria es todo lo que amamos. La de algunos, les cabe en el cuero. La de otros, es más ancha que el mundo.

-¿No eres paraguayo?

-Sí, es claro -gruñó, moviendo la cabeza y volviendo a mirar su reloj-. Mi patria es la misma que la tuya, este dichoso país donde tanto abundan los irresponsables... Pero, mucho más que el mapa, la bandera y otras yerbas, me interesa su gente, aunque sea incapaz de acudir puntualmente a una cita... En fin, quiero que las personas que viven en el Paraguay, que trabajan la tierra y la defienden, sean los verdaderos dueños de la Patria.

  —84→  

-No te entiendo.

-Es muy fácil. Basilio, Torres, Cástulo, Alderete, Santiago, y todos esos tipos excelentes que son nuestros amigos, no son dueños ni de un pedacito de la tierra que defendieron en la guerra y que riegan con su sudor todos los días.

-Sí, es cierto, ellos son yvypóra -admitió Miguelí.

-Bien, ahora ya sabes por qué me persiguen. Porque digo la verdad. Nada más que por eso.

Miguelí quiso volver para su casa. Sotelo lo invitó a esperar otro momento.

-Tiene que venir a buscarme un amigo -explicó-. Si me ven solo, la policía puede sospechar y pedirme documentos.

Pero el amigo no venía y Sotelo comenzaba a decir malas palabras. De pronto, como si oliera algo, se levantó para despedirse con un «chau» y marcharse con su andar característico, despreocupado y alerta, como el paso del venado. Llegó a la media cuadra. Allí cambió de idea y cruzó la plaza más que ligero.

Al momento apareció la patrulla. Un oficial flaco y largo hacía sonar las botas sobre el empedrado seguido por unos cuantos vigilantes descalzos, despatarrados, que traían los fusiles como si fueran palos de escoba. Llevaban las chaquetas sin cinto, las cartucheras cruzadas bailándoles sobre el trasero. Pidieron documentos a los novios de las sirvientas y atraparon al marinero justo al tiempo que se les escabullía. Seguro que era recluta, porque de lo contrario se hubiera resistido, armándose allí mismo la de Dios es grande. Éste, en cambio, se dejó quitar la gorra y abofetear.

-¡Siga pues! -le gritaban, dándole de culatazos-, ¡ya te vamos a enseñar a no mear más por tu bolsillo!

Esto porque, como se sabe, el pantalón marinero no tiene bragueta.

Doblaron la esquina con rumbo a la Segunda llevándose a su preso, retrucando con burlas a las sirvientas que los insultaban de lo lindo. Pero, al ratito   —85→   nomás, se oyó un sapucai, algunos tiros, y pasó el marinero a toda carrera agitando triunfalmente su gorra recuperada, perseguido por los tajachíes que disparaban al rumbo sus descalibrados mosquetones. «Van a agarrar a Sotelo», pensó Miguelí, largándose tras ellos. Pero, al llegar al centro de la plaza, como brotado de la tierra, reapareció el compañero.

-¡Vamos, rápido! -le dijo éste, tomándolo del brazo y corriendo hacia el pozo artesiano que estaba en una de las esquinas. Sabía lo que decía porque ahí nomás se armó un tiroteo de mil demonios y empezaron a pasar de vuelta los vigilantes atajándose la gorra, corridos por una patrulla de la marinería que echaba fuego por la pinta de una piripipí.

-Menos mal que Dios es paraguayo -balbuceó Sotelo, más pálido que un muerto-. Esta manga de tilingos raras veces se mata.

El pleito pasó de largo y las sirvientas volvieron a juntarse en la otra esquina. Algo tembleque se movía entre los cachivaches amontonados junto a la casilla del pozo.

-¿Y esto? -exclamó Sotelo, haciéndose a un lado, con la mano en el cinto. El bulto salía en cuatro patas, retrocediendo.

-Buenas noches -saludó Roberto el Pyragüé, asomando tembloroso.

-¡Epa! ¿Eras vos ese cangrejo? ¡Qué carajo andás haciendo!

-Nadas...

Sotelo soltó una carcajada. Roberto comenzó a sacudirse la ropa como pájaro que se arregla las plumas. Sotelo no le sacaba los ojos de encima ni la mano del cinturón, que parecía tener revólver.

-¿Cómo está tu familia? -preguntó Roberto.

-Muy bien, gracias, ¿y la tuya?

-Dale que na memorias -dijo el policía secreto, y se alejó al trotecito, como atajando las piernas, volviendo la cabeza cada rato.

-Rajemos antes que rejunte el coraje -dijo Sotelo, adelantándose. Tomaron por la calle de don Cecilio.   —86→   Acababan de pasar la casa del finado cuando vieron aparecer, trotando en sentido contrario, un pelotón de soldados de policía.

-Se están desplegando estos cochinos -maldijo Sotelo-. Quedate tranquilo, no corras...

Pero Miguelí, tironeándolo, lo hizo retroceder hasta el portón.

-¡Por aquí! No hay nadie en la casa...

Sotelo no era recluta: entró de un salto. Agazapados detrás del portón, vieron pasar a los conscriptos.

-¡Alto'ooo! ¡Cuerpo a tierra'aaa!

Miguelí, con toda la sangre en la cabeza, oyó el ruido de los cuerpos que se tiraban en la acera. Hacia la esquina sonaron los balazos levantando frenético ladrar de diez mil perros. Alguien volvía corriendo.

-¿Qué pasó?

-Era un burro, mi sargento -informó el recién llegado.

Una hilera de risitas recorrió toda la cuadra.

-¡Silencio digo! -rugió el sargento.

Volvieron a oírse tiroteos aislados que iban alejándose.

-Bueno, bueno -dijo el suboficial, conciliador-. Pongan nomás la ametralladora en la esquina y cuidado con jugarle a los burros. ¡Las balas son para la gente, qué carajo!

-¿A quién vamos a tirarle entonces?

-¿Qué sé yo? Si ven a un verdeolivo o marinero, métanle plomo, por las dudas.

-Mala suerte -sopló Sotelo- van a quedarse.

Miguelí le habló al oído.

-Detrás de la casa hay un baldío que sale a la otra cuadra.

Sin hacer ruido, cruzaron el patio, una cerca derrumbada y el barranco, para internarse en el montecito hasta llegar al claro de la construcción abandonada. Sotelo se enjugó el sudor con los dedos y se sentó sobre unos cascotes.

-Es un lugar bastante tétrico -dijo, echando una   —87→   ojeada-. Sos todo un campeón, Miguelí. Sin tu ayuda estaba listo.

La ametralladora de la esquina tosió una ráfaga como para aclararse la garganta.

-¡Ojalá que sea otro burro! -exclamó Sotelo, suspirando.

-¿Qué pasa? -le preguntó Miguelí.

-Están nerviosos -respondió Sotelo, encendiendo un cigarrillo-. Se prepara una gran huelga y desconfían unos de otros.

Fumó un buen rato, pensativo, tapando el cigarrillo con la mano.

-¿Dónde vivís?

-En casa de mi cuñado Garcete.

-¡Ah!, está cerquita. Tendrás que ir solo.

-¿Y qué vas a hacer vos?

-No puedo volver a casa -explicó-. Esta noche tenían que venir a buscarme a la plaza para llevarme a otra... Ya viste, no aparecieron. Así que no me queda otro remedio que ayunar y pasar la noche aquí.

-No sirve -le dijo Miguelí, señalando la boca del sótano-. De allí suele salir un mboi-yaguá.

-¿Qué?

-La víbora-perro -repitió- de ese agujero...

Sotelo dejó escapar una risita nerviosa.

-Es muy lindo el materialismo y todo, compañero, pero te aseguro que no me alegra la noticia... En fin, sólo resta esperar que no tenga tanto apetito como yo.

-A lo mejor la podés matar con tu revólver.

-¿Qué revólver?

-El que tenés por tu cinto.

-¿Esto? -preguntó Sotelo, sacando un rollo de papeles-. No tengo ni un cortaplumas. Pero, fijate: aunque estés desarmado, si metés la mano en el cinturón podés impresionar a cualquiera que no tenga muy serios motivos para arriesgarse a hacer la prueba. Ya viste el susto que le dimos a Roberto. Seguro que va a informar que intenté matarlo con una   —88→   «cuarenta y cinco». Va a decir la marca y todo, no te quepa una duda.

-Entonces vamos a casa -aconsejó Miguelí-, con eso no vas a joderlo al mboi-yaguá.

Sotelo asintió con la cabeza.

-Es una buena idea. Garcete no va a cerrarme la puerta en las narices.

Miguelí hizo un gesto de lástima.

-¡Ni sin esperanza! Vamos a saltar la muralla. Puede ser que no te deje entrar, pero echarte es más difícil.

Sotelo se sacó el sombrero en ademán de franca admiración.

-¡Compañero Miguelí! -exclamó, entusiasmado-. ¡Eres un gran promesa!




ArribaAbajo- V -

-No vayes pues a comprometerme, mi amigo -imploraba Garcete, frotándose las manos cortas, regordetas. Era un morocho retacón, de pelo lacio, labios gruesos, aniñados, y un par de ojitos astutos, muy vivaces, agrandados por el azoramiento. Vestido con pantalón pijama, lucía el torso bruñido, sudoroso, moviéndose como enjaulado. Entraba al dormitorio para espiar por la mirilla de las persianas del balcón. Cuando sonaban los balazos, volvía hacia el corredor con gran estrépito de chanclos de madera. Allí, Sotelo, con la camisa desprendida, fumaba beatífico echando la ceniza en un platillo de barro puesto sobre una mesita de mimbre con carpeta de ñandutí deshilachada. Hacia el fondo, en la cocina, Antonia calentaba café refunfuñando. Al rato volvió con una bandeja de plata labrada en la que humeaban tacitas de distinto juego.

-No te da vergüenza -dijo, poniéndola sobre la mesa- que siendo tu madre una mujer tan cristiana andes vos en estas cosas.

-¿Tendrías unas galletas? -le preguntó Sotelo,   —89→   como si no la oyera-. Estoy sin comer desde el desayuno.

-De dónde querés que las saque -exclamó, agresiva-. No se consiguen ni para remedio, lo mismo que el arroz. El azúcar, de lástima, te venden un cuarto si sos cliente de años... ¡y pensar que en tiempo de la guerra te daban un kilo de yapa por cualquier compra que hicieras!

Garcete se volvió, súbitamente inspirado.

-¡Esperá! ¡No te tomes el café! -ordenó, con una palma en alto-. ¡Antonia, hacele un bife con huevos! ¡A mí tampoco me justa la dictadura, qué carajo!

-¡Alto'ooo! -gritaron en la calle, entre crujir de manivelas de máuser. Garcete se quedó tieso. Sotelo se echó a reír.

-Vos no te rías -le dijo Garcete, sentándose a amenazarlo con un dedo-. Hice la guerra desde Boquerón hasta Charagua y me hirieron dos veces, mientras vos jugabas chiquichuelas y tus jefes andaban emboscados haciéndose los pacifistas.

-Si yo no dije nada... -se defendió Sotelo.

Garcete tomó café, mirándolo desconfiado. Después se pusieron a discutir si el coronel Fulano estaba con el mayor Zutano; si el regimiento tal apoyaba al gobierno y cuál estaba en contra.

-En el fondo de todo está la huelga general -opinaba Sotelo-, pero no creo que por ahora se vayan a las manos... salvo que la Marina...

Garcete sacudió la cabeza.

-Entonces no pasa nada. No me hables de la Marina. Ésos mean por su bolsillo.

Los interrumpió Antonia que, luego de extender una servilleta, puso sobre la mesa un suculento bife con huevos y un platazo de mandioca hervida.

-¡Flor! -exclamó Sotelo, remangándose-. Yo decía luego que sos la mujer más guapa y generosa de toda la Asunción.

-Venirme ahora con zalamerías -replicó ella, halagada-.   —90→   Después se enojan cuando dicen por ustedes que son... ¿cómo ticó era, mi hijo?

-Demagogos, tesora -respondió Garcete-. Eso era que te hacen el cuento del zorro para quedarse con el queso.

Cuando Sotelo hubo cenado, se pusieron a deliberar acerca de su destino.

-Si Roberto te vio con Miguelí -decía Garcete, haciendo un esfuerzo que le amorataba las mejillas- no te podés quedar. Seguro que van a allanar la casa, y si te encuentran aquí sí que estamos todos fritos.

-¿Qué voy a hacer, entonces? -dijo Sotelo, apuntándole con el tenedor-. ¿Salir afuera a entregarme? Está bien, pero vos vas a ser el responsable...

-¿Responsable de qué? -saltó Antonia, hecha una fiera-. ¿Ante quién va a ser responsable mi marido?

Garcete se sacudió la oreja en ademán para calmarla.

-Cállate na, tesora, ¿no sabés picó? ¡Responsable ante la Historia, nada menos! A éstos yo los conozco desde que eran así -dijo, poniendo la mano a un metro del suelo-. Le quieren asustar hasta a tu pora -rompió a reír, y encogiéndose de hombros, resignado, concluyó en guaraní-. Es muy grande el compromiso, mi amigo; puedes quedarte.

-No -dijo Sotelo-, creo que tenés razón. Si la casa no es segura hay que buscar otra salida.

-Podríamos esconderlo debajo de nuestra cama -sugirió Antonia-. ¡Las cosas que una ha de hacer Dios mío!

Sotelo miró su reloj.

-Son las diez, todavía es temprano. Podemos mandar a Miguelí a casa del doctor Fernández para que pase a buscarme con el auto. A Marcial, como médico, no lo van a atajar.

Garcete dejó escapar un gran suspiro.

-¡Cierto! ¡Siga pues! ¡Vaye! -exclamó, volviéndose   —91→   hacia Miguelí que, a todo esto, aguardaba culpable refugiado en la sombra.

-¡Qué esperanza! -intervino Antonia-. ¿Y si le pasa algo al pobrecito?

-¡Qué le va a pasar a este individuo! -la atajó Garcete-. Los varones están para arriesgarse, ¡váyese le digo!

Miguelí se incorporó, obediente.

-Un momento -lo detuvo Sotelo-, ¿tenés para el tranvía?

-No.

-Dale -dijo, dirigiéndose al dueño de casa.

Garcete lo miró de soslayo.

-Tesora -gruñó- traeme mi cartera.



Los tranvías funcionan en la Asunción aunque la estén cañoneando mientras a nadie se le ocurra bajar la llave de la central eléctrica. Mirando por la ventanilla, despatarrado, a sus anchas, como único pasajero, Miguelí veía aparecer aquí y allá grupitos de soldados de policía cubriendo las bocacalles. Pero, después de pasar por la confitería Belvedere, bastante concurrida a pesar de los rumores que agitaban la ciudad, para entrar a la calle España, amplia y silenciosa, con sus caserones umbríos protegidos por verjas, durante muchas cuadras no pudo distinguir más uniformes. Iban por la «tierra de nadie», según comentó el guarda. Hasta que aparecieron verdeolivos del Ejército, calzados con reyunos, con las mantas cruzadas, bolsas de víveres, cananas repletas y largos yataganes calados en fusiles relucientes. Eran muchísimo más marciales que los pobrecitos vigilantes raídos y descalzos que estaban del otro lado. Hasta los barbijos de cuero daban a los rostros la expresión más enérgica, aguerrida. Hacían señas para que el tranvía siguiera de largo sin detenerse. «Ésta es la otra línea», volvió a decir el guarda. Dos cuadras adelante, justo en la esquina donde Miguelí tenía que bajar, estaban montando una ametralladora pesada. Se repitieron las señas, y Miguelí tuvo entonces   —92→   que largarse, correr un trecho y volver hacia donde estaban los «pieceros». No aguantó las ganas de acercarse a mirar.

-Esta cinta no corre -decía uno.

-Sí que ha de correr, mi cabo. Está un poco reseca, pero pasa lo mismo.

Un oficial se acercó, malhumorado.

-Déjense de comadrear, pruébenla y listo.

El cabo se puso en cuclillas, y apuntando hacia la vereda opuesta, tronó una ráfaga que segó un naranjo, acribilló una columna, tumbó media muralla, y dejó zumbando los oídos de Miguelí.

-¡Viste pa! ¡Te decía luego!

-¡Cierto! -admitió el cabo.

-¡Ay na! -chilló Miguelí, saltando hacia adelante con las manos en las nalgas.

-¡Circule! -le ordenó el que lo había pinchado con la bayoneta.

Entró por una calle obscura hasta casi pisar a un soldado que, cuerpo a tierra, apuntaba hacia la casa de Marcial Fernández, ubicada en la esquina.

-¡Alto! ¿Adónde vas?

-A esa casa.

-¿Para qué?

-A buscar al doctor, está por tener hijo...

-¿Quién?

-Mi madrina.

-Bueno -consintió el conscripto, inclinándose a echar una pitada al cigarrillo que tenía oculto en una lata de conservas. Parecía buen muchacho, aunque algo socarrón. Miguelí se decidió a preguntarle.

-¿Van a pelear?

-¡Quién sabe!

-¿Contra quién?

-No interesa, contra el que salga, mi regimiento no pondera -fanfarroneó, para luego agregar, en confidencia-. Aunque a mí me gustaría matar unos cuantos tajachí.

-¿Les tenés rabia?

  —93→  

-Si seguís preguntando va a parir sola tu madrina. Siga pues, antes que venga mi cabo.

Cruzó la bocacalle. Al llamar se dio cuenta de que adentro se armaba un alboroto. Tuvo que esperar un rato a que le abrieran. Aunque no recordaba haber entrado nunca, conocía la casa que, sobre una calle, tenía zaguán y balcones, mientras que, sobre la otra, una alta muralla con entrada para el coche. Por allá arriba, entre jazmines, solía asomar Olga Fernández con su carita ovalada que hacía evocar esas postales floreadas que suelen guardar las viejas en cajitas de nácar, para soltar una esquelita que bajaba balanceándose hasta posarse en la vereda. Miguelí solía sentirse un trovador aguardando a una princesa al pie de torre almenada. Pero, el mensaje era para el muy cajetilla de su sobrino Carlos, quien, a estas horas, estaría durmiendo a pata suelta mientras Miguelí andaba toreando a las balas por las calles desiertas. La puerta se entreabrió.

-¡Qué pa querés! -le preguntó rudamente una sirvienta.

-Busco al doctor Fernández de parte de Garcete porque su señora está enferma -recitó, atropellado, siguiendo las instrucciones.

-Que pase -ordenó la voz inconfundible del doctor, que, por lo visto, estaba al acecho detrás de la puerta cancel. Se encendió una luz y Miguelí pudo verlo, avejentado, con los hombros caídos, el rostro largo, la barbilla puntiaguda y el pucho de cigarro que, como siempre, le colgaba de la comisura de los labios. Tardó en reconocer a su visita. Lo quedó mirando con los ojos entrecerrados, talladores, antes de preguntar.

-¿Quién sos vos?

-Miguel Domínguez Insaurralde.

-¡Ah! El sobrino de Daniel.

-No, el hermano.

-¡Claro, claro! -repitió, empujándolo hacia adentro, afectuoso. Cedió paso a la sirvienta como si fuera   —94→   a una señora, y se inclinó para que Miguelí le soplara su mensaje.

-¡Ajajá! -dijo, haciéndose el enojado-. ¿Así que voy a tener que salir a jugarme el pellejo para proteger a ese bandido? Bueno, vas a tener que esperar mientras me visto y saco el auto.

Desde la sala pudo ver, a través de la puerta que Fernández entreabrió, a varios muchachones estudiantes sentados en el patio. Entre ellos a Olga, coqueteando. También se distinguía una hermosa pierna de mujer, calzada con zapatos elegantes.

-Mercedes -llamó el doctor-, vení un poco.

La dueña de la pierna se levantó para acercarse con soltura que pocas veces se ve fuera del cine. Si Olga era muy linda, la madre era mucho más sin las languideces de la hija.

-Mira esto -le dijo Marcial, empujando hacia la luz a Miguelí.

Mercedes hizo un gesto de asombro.

-No me digas que es...

-El mismo -confirmó Marcial.

-Pero si es idéntico, ¡es un milagro! -exclamó, levantando la barbilla de Miguelí con una mano suave que olía a flores-. ¿Cómo te llamás, buen mozo?

-Miguel Domínguez Insaurralde -repitió Miguelí, sin saber por qué, algo agresivo.

-Bueno, ocúpate de él -dijo el doctor-. Tengo que salir a buscar a Sotelo, que también anda en apuros. Por lo visto han tomado nuestra casa por la Embajada Argentina.

Mercedes iba a hacerlo pasar al patio cuando su esposo la detuvo.

-Es mejor que no lo vean -dijo-. Llévalo al comedor.

El comedor no era muy grande, pero tenía muebles hermosos, de esos que dan ganas de pasarles el dedo.

-Seguro que te gusta el naranjín -le dijo Mercedes con una cordialidad que no logró tranquilizarlo. De repente le había entrado una sed enorme, insaciable,   —95→   y el naranjín era, sin duda, lo más delicioso que tenían los asunceños. Sin embargo bebió con discreción, de a poquito, y dejó algo en el vaso. Lo perturbaba esa mujer hermosa que le sonreía como acordándose.

-¿Querés más? -le ofreció, con ternura muy extraña.

-No, gracias, la señora.

-Mentiroso. Esperá, voy a traer otro vaso y dos botellas bien heladas para brindar a tu salud, ¿qué te parece?

En el patio, los muchachos fanfarroneaban para impresionar a Olga. Se referían a la pelea de esa tarde, frente a la Recoleta, en el entierro de don Cecilio Cárdenas.

-Y entonces, compañero, cuando vi a uno de la Montada que iba sablearle a Filizola, me prendí por un medio ladrillo y le encajé por su cabeza...

-¡Chist! No griten tanto -les encargó Mercedes, apartando una cortina-, pueden oírlos desde la calle.

Puso las botellas sobre la mesa. Pero Miguelí no se sirvió, atento a lo que decían afuera.

-¡Qué bárbaro, casi se mata! -ponderaba otro-. Tuvieron que llevarlo en la ambulancia.

-A mí me pareció -dijo un tercero- que fue un mitaí el que lo tumbó del caballo.

-¡No, icht! Era yo, te digo, che reato, ¡te juro que me caiga muerto!

Miguelí no aguantó más.

-¡Mentiroso! -murmuró, rojo de ira.

-¿Qué te pasa? -le preguntó Mercedes, sorprendida.

Recién entonces se atrevió a mirarla.

-Fui yo el que tumbó al de la Montada -declaró, sin poder atajarse-. Y no con medio ladrillo sino con una naranja agria.

Ella sonrió complaciente, seductora.

-No hagas caso -le dijo-, estoy más que segura de que te sobra coraje.

  —96→  

Hubiera querido que lo tragara la tierra. Menos mal que en ese momento reapareció el doctor Fernández. Hizo un gesto resignado a su mujer, que lo miraba con angustia, y salió, seguido de Miguelí, que había olvidado despedirse.



Para evitar que probaran en el auto la ametralladora, eludieron la calle España buscando salir a la Avenida Colombia, donde, según Fernández, por estar las embajadas a lo mejor no eran tan brutos. Bajaron por ella sin inconvenientes hasta el yvapovó de la esquina Brasil. Pasado el árbol, un retén de policía se limitó a indicarles que se apuraran. Pero, al llegar a Petirossi, completamente a obscuras, de entre los pilares de una recoba, les jugaron un balazo que bandeó el capot dando un chasquido. En la frenada, Miguelí casi se rompe la cabeza.

-¡Alto'ooo!

-¡A buena hora, gran carajo! -maldijo Fernández, viendo avanzar varios soldados con las armas en punta. Miguelí reconoció a la Caballería por las polainas y pantalones de montar.

-¡Adónde va! -rugió un sargento, abriendo de un tirón la portezuela y encañonando su fusil.

-Soy médico -respondió Marcial, tranquilamente, aunque se le había perdido su cigarro.

-¡No me interesa, queda detenido!

Era un contratado, con cara de vieja.

-Dejate de macanear, mi hijo -le replicó el doctor-, ¿dónde está tu oficial?

-Allá nomás, en aquella casa -informó el sargento, desinflado.

-Bueno, mi hijo, andá a llamarlo.

-¡Sí, mi doctor! -dijo, haciendo la venia y alejándose. Los conscriptos rodeaban el auto como novillada brava pero espantadiza. Un grupo cuchicheaba como deliberando. Finalmente empujaron a uno contra la portezuela, que había quedado abierta. Forcejeó   —97→   para escapar, miró a uno y otro lado, sonriendo como bobo, confundido, buscando escabullirse.

-¡Qué querés! -le preguntó Fernández, levantando la voz.

El soldadito echó para atrás la cabeza como potrillo asustado.

-Ci... ci... ¡cigarrillo!

-No tengo cigarrillos.

-Pedile plata -le soplaron.

-Plata... -repitió como un eco.

-No tengo nada.

De atrás de todos, el que parecía cabecilla, le gritó.

-¡Cómo pa un doctor va andar sin plata! ¡Dale catú na!

Rompieron a reír estúpidamente para luego agitarse como enardecidos.

-¡Mbaeico tanto!

-¡Métanle una granada!

Entonces Marcial prendió los faros e hizo sonar a todo trapo la bocina. Retrocedieron a saltos. Otros corrieron a esconderse en las recobas. Fernández cerró la portezuela maldiciendo a las tres armas.

-¡Qué carajo lo que pasa! -llegó gritando un oficial, apartando a los soldados como quien calma perros.

Por lo visto había reconocido el automóvil, porque sin más averiguar metió adentro la cabeza.

-¿Qué tal, Marcial? -saludó, soñoliento-. ¿Cómo anda eso?

-¿Qué clase de soldados son los tuyos? Primero tiran a matar, después dan voz de alto.

El teniente se rió.

-Son reclutones -dijo, bostezando-, se mueren por darle al gatillo. ¿Dónde ibas?

-A ver a un enfermo. ¿Puedo pasar?

-Por acá, sí; más adelante, no sé. ¿Querés que te preste un soldado?

-¡Nde bárbaro! Ya les conozco la hilacha, primero matan y después averiguan... ¿Cómo anda la cosa?   —98→   ¿Qué hace por aquí la gloriosa Caballería Paraguaya?

-No sabemos nada -respondió evasivo, encogiéndose de hombros-. Voy a hacerte acompañar hasta el próximo retén. De vuelta procurá pasar por aquí mismo.

Aunque dudando, dijo Marcial.

-Mirá que voy a volver... con un «enfermo»...

El oficial se echó a reír.

-No hacía falta decirlo. Andá nomás, y buena suerte.



Cuando pasaron el último retén y ya llegaban, el doctor Marcial Fernández se volvió hacia Miguelí para decirle, profesoral.

-Como habrás observado, joven amigo, este país es una joda.




ArribaAbajo- VI -

Alguien en el corredor. Pies descalzos, presurosos para mantener en equilibrio el peso que llevaban las manos. Era Bartolo, trayendo el cántaro de agua amanecido al sereno. El reloj del comedor se puso a dar sus campanadas.

-Hora manté ipú, na ipúi año mbaé -dijo Bartolo.

«Horas nomás que suenan, sonaran años». El pobre había estado en la cárcel condenado por un crimen que nunca cometió. De allí trajo la frase, cincelada por los presos aludiendo a las campanas de la Catedral que, según Bartolo, evocaban a las ánimas del tiempo, de todas las más crueles, que se ensañan en el hombre alargando quebrantos, achicando el contento. Miguelí lo comprendía porque también él deseaba por encima de todo que pasaran los años y ya no tuviera que depender de nadie. Ahora mismo esperaba que vinieran a darle una paliza. Y también un sermón. Esto, seguro. Don Rosendo sabía decir las   —99→   cosas y se complacía en hacerlo. Era un gusto escuchar su voz de iglesia. Las palabras le salían como níqueles nuevos, todas acollaradas como cuentas de rosario o el chapeado del cincho del tirador. Y cuando recitaba, con grandes ademanes, hasta se le borraban las arrugas de la frente como si desde adentro le saliera una luz. Una luz que daba pena, una luz maniatada:


«Asunción, la muy noble y muy ilustre,
la ciudad comunera de las Indias,
madre de la segunda Buenos Aires
y cuna de la libertad de América».

Pero no siempre podía creérsele, como cuando decía que en el reloj de pared había un mono conchabado para tocar las horas, olvidando que Miguelí ya estaba grande, que sabía muchas cosas. Muchas más de las que el viejo pudiera figurarse desde la loma de sus años.

«La muy noble y muy ilustre». Cierto, eso parecía cuando se la contemplaba desde lejos, al recordarla o al sentir la fragancia de su espíritu en el aroma blanco del jazmín. Pero era otra cosa muy distinta cuando se acababa el agua del aljibe y había que ir a buscarla a la canilla de la plaza Italia. Aunque para entonces ya hubiera superado sus tiempos de recluta y adquirido todas las mañas y recursos de un antiguo -estaba en segundo grado-, todavía le pateaban la lata de la fila si se distraía jugando al toky o al trompo-yecutú. En estos casos, si el usurpador estaba en razonable escala, recuperaba su puesto a puñetazos. Si no, hacía lo propio con el balde de algún otro papamoscas, dejando restablecido el equilibrio natural de los valores. Otras veces tenía que correr a pedradas a Lorenzo el Tonto, quien, amparado en su locura, se alzaba con el agua ajena para venderla por ahí. Los más pequeños o arruinados se conformaban con seguirlo hasta que el bobo, una vez consumado su negocio, les devolviera   —100→   el recipiente. Indignaba ver al pobre Pedro, con su cara de burro de trapiche, la espalda deformada y unos callos tremendos en la planta de los pies, chatos como tablas, acarreando agua de la mañana a la noche al prostíbulo de doña Dolores. Espiando entre las enredaderas que cubrían el alambre tejido de la cerca, podía verse a las bandas que, ojerosas, escuálidas, semidesnudas, se sacaban los piojos las unas a las otras como monas desgreñadas. Pedro se había escapado una vez. Anduvo escondido, retozando como matungo suelto por el bajo y los baldíos hasta que lo atrapó la policía. Le dieron cincuenta sablazos y un día de ñakyrá prendido a las rejas de la comisaría que daban a la calle, para escarnio de todos, como una araña negra. Lo que más asco le daba a Miguelí, aunque a muchos divirtiera, eran las horribles peleas de las sirvientas junto al pozo de la plaza. Echando espuma, se mordían rabiosas, arañándose, revolcándose, sacándose mechones, hasta que el vigilante de guardia conseguía separarlas a cintarazos, dándoles con la hebilla. Sentía vergüenza y estupor, recordaba lo dicho por Marcial Fernández en casa de Garcete cuando fue en busca de Sotelo aquella noche memorable: «Mira a fondo y verás la ferocidad irresponsable de este pueblo envilecido. Hay que mostrarle sin compasión su cara comida por la lepra, a ver si así se asusta». Y al decirlo escupía. Escupía a cada rato, porque le había quedado la extraña sensación de haberse tragado su cigarro cuando le dispararon el tiro en la esquina Petirossi.

Sin embargo, los mitaí-paraguay, aunque bárbaros y zafados, algo tenían de la nobleza que recitaba don Rosendo. En el zoco no pegaban a traición ni empezaban la pelea hasta que el contrario estuviera preparado. No se daban patadas, arañazos ni mordiscos. Muy rara vez alguno pegaba a otro más chico. Las peleas, muy frecuentes, eran más juego que riña. Jamás se comía un dulce sin compartirlo con todos. La delación era el más horrendo de los crímenes; el más despreciable, la adulación a la maestra. Hasta las   —101→   guerrillas barrio-contra-barrio estaban precedidas por formales declaraciones de guerra y estipulaciones minuciosas: «Vamos a pelear en el baldío de ña Leona el sábado por la tarde, con hondita de una goma y balas de coco, pindó o yvapurú. Prohibido hondita trenzada, bodoque, rúleman, coco cargado de plomo. Prohibido jugar por los prisioneros...».

Claro que en el terreno pronto se descubrían violaciones por parte del enemigo que provocaban represalias recíprocas hasta llegar a un «vale todo» en el que nadie quedaba tuerto porque hay un Dios paraguayo de alma ruda pero limpia. La batalla desbordaba el baldío para extenderse por las calles y hasta los patios de las casas. Sólo se interrumpía cuando el grito de «¡jaque particú!» anunciaba la llegada de la policía que dispersaba a los beligerantes, parte de los cuales iba a confraternizar en la comisaría fregando cacharros y lustrando zapatones para salir, a los tres días, con la cabeza pelada, listos para la próxima. A Miguelí nunca pudieron atraparlo. Por algo decían en su valle que podría alcanzar a la carrera a un avestruz, o, como el brasileño del cuento, largar un tiro, salir corriendo, y herirse en el trasero con la misma bala.

Los mitaí -mitayos chicos, como decía Daniel- tenían su propio mundo. Un mundo en el que no se metían los mayores. En las casas, un ojo hinchado lo más que acarreaba eran las burlas de los hombres. También les eran propios sus rivalidades y sus dramas que, a veces, iban mucho más lejos de lo que pudieran figurarse los doctores.

Por ejemplo, la gran aventura del año fueron las derivaciones trascendentales de la ruptura del noviazgo del sobrino Carlos con Olga Fernández.

Miguelí conocía a Cyrano por las lecturas y declamaciones de don Rosendo. Aunque no era narigón, como tales amores eran principalmente epistolares y Carlitos un zopenco para escribir cartas, era Miguelí quien se las dictaba, las llevaba a destino y volvía con las respuestas, hasta llegar a considerar a   —102→   su sobrino poco más que un pretexto. Pero, día llegó en que Olga cambió a Carlitos por el cadete Gómez. Miguelí, herido en lo más hondo, contemplaba con desprecio al infeliz que, llorando a mares, estrujaba entre sus dedos la esquelita fatal: «Perdoname. No soy dueña de mi corazón. Amo a otro».

No, señor, ni sin esperanza. No era Miguelí de los que se revuelcan a llorar cuando le soplan la dama. Estos pleitos en su valle solían tener otros arreglos. No iba a permitir tamaño agravio a su familia. Dejó al triste con su pena y se fue a buscar a Estigarribia, también llamado Yaguaperó -perro pelado- por sus harapos increíbles y los mechones de pelo grisáceo que se le desprendían de la cabeza como a cuzco con caracha. Yaguaperó era el jefe de la pandilla. Nadie sabía por qué el Ejército no había querido alistar a aquella fiera, dejándolo volver exceptuado. Era tan corajudo que se curaba unas ronchas moradas que le salían en las muñecas prendiendo un cigarrillo y arrimándoles la brasa. Y al hacerlo se reía, como Superman. Era admirable.

Lo encontró, como era de esperar, frente a los Tribunales, ejerciendo su oficio de pasador de quiniela.

-¿Y a mí qué me importa si le colgaron la galleta a tu pariente? -preguntó, escupiendo por uno de los tantos huecos de su dentadura-. Que le rompa la cara a la pendeja y listo el pollo.

-Vos sabés que Carlitos es un cajetillo arruinado -le explicó Miguelí-. Está llorando en su catre. ¡Pero nosotros no podemos permitir que un cadete, y encima de otro barrio, lo desbanque a nuestro compañero aunque sea un mujercita!

El efecto fue inmediato.

-¿Cadete? ¿De otro barrio? -repitió Yaguaperó con el semblante ennoblecido por la santidad de su ira-. Juntá si que a los perros, de mi parte. ¡Hay que echar a patadas a ese puto!

Fue el comienzo de la guerra más extraña que se habrá visto y se verá.

Días después, de tardecita, en momentos en que el   —103→   cadete Gómez hacía la pasada por frente a la muralla de la ingrata, con la mano enguantada puesta en el espadín, muy tieso y de gran gala, le cayó encima una lluvia de bodoques crudos de tierra colorada que le dejaron el uniforme a la miseria.

Retorcido de dolor, peló el espadín para jugarlo por el suelo, sacando chispas de las losas, convidando a pelear al mismo diablo en el guaraní más expresivo. Hasta que le llegó otro tiro a mala parte, de todas la más sensible. Bramando, allí fueron sus manos, cuando otra andanada lo hizo salir a la carrera atajándose la gorra y la parte ofendida. Detrás corrió la barra, aullando victoriosa, blandiendo como trofeo el espadín abandonado.

Esa misma noche una camioneta cargada de cadetes en traje de fajina se apoderó de Carlos cuando éste suspiraba sus desdichas al claro de la luna. Aunque se juró inocente y delató a sus vengadores, le dieron una sableada que por poco lo mata. No se acabó la cosa: noche tras noche la negra camioneta incursionó por el barrio como un monstruo fatídico, causando estragos en la intrépida pandilla. Buscaban el espadín. Pero... «¿Quién mató al comendador? ¡Fuenteovejuna, señor!».

Yaguaperó era un jefe nato. Superando el desconcierto de los primeros momentos, restableció la disciplina, organizó la resistencia y pasó a la ofensiva. Dos veces estallaron los neumáticos del vehículo que, según se supo, pertenecía a un general. Francotiradores estratégicamente apostados le hicieron añicos los cristales. Cadete que entraba al barrio no salía sin un hondazo. Las chicas de doña Dolores se plegaron al movimiento, y los estudiantes secundarios del Centro 23 de Octubre proclamaron que aquélla era una lucha del pueblo contra el ejército fascista, reaccionario, imperialista, y cuantas cosas más, tal vez peores, de las que Miguelí no se acordaba. El enemigo había sido rechazado.

El espadín del cadete Gómez amaneció frente al   —104→   Colegio Militar, junto al monumento de la Paz del Chaco, como muda propuesta de armisticio.

Gesto tan generoso fue mal interpretado. Los cadetes volvieron a la carga provistos de armas largas: honditas trenzadas y rúleman de proyectil, disparando a diestra y siniestra contra culpables e inocentes, contra vidrios y tejados, contra las nalgas robustas de doña Dolores, comadre del comisario. Chocaron con la policía, solidarizada con el pueblo. Ésta, después de un par de escaramuzas, consiguió atrapar a los cadetes con camioneta y todo. El caraí comisario era oficial de la reserva, que es lo mismo que decir que les tenía rabia a los de escuela y rara vez estaba sobrio. Cometió la imprudencia de hacerles pelar a todos la cabeza, «descuerearlos» dos horas seguidas con saltitos de rana, obligarlos a cacarear como gallinas y mandarlos a dormir en las ramas de un mango. A medianoche la comisaría estaba sitiada, con ametralladoras emplazadas en los accesos y un mortero en un camión. Los cadetes exigían la libertad inmediata de los presos y la entrega de un oficial de policía para que pagara con sus cabellos y bigotes el agravio inferido a la Gloriosa Institución. Ya se oían tiros de hostigamiento cuando intervinieron el Presidente de la República y el Nuncio Apostólico para evitar un inútil derramamiento de sangre.

Aquello pareció haber puesto fin a las hostilidades. La pandilla volvió a reunirse pacíficamente en las esquinas. Los mayores a narrar aventuras amatorias ante la admiración envidiosa de los chicos. Hasta que una noche, de repente, frenó de golpe un blindado del Ejército vaciando cadetes con yataganes. La mayor parte de la barra pudo eludir el choque frontal contra fuerzas tan superiores. Pero Yaguaperó, aunque luchó como bravo, fue desmayado a golpes y arrojado al plano del camión que arrancó dando tumbos calle arriba, bajo el diluvio de bodoques de la pandilla al contraataque en defensa de su líder.

  —105→  

No volvieron a verlo. Por chismes de paseras que viajaban a Clorinda, corrió el rumor de que su cuerpo, devorado por los peces, fue sacado en la Argentina. Un conscripto de licencia contó que había sabido que Estigarribia cumplía servicio con recargo en un fortín del fondo del Chaco. Después se supo que los moros lo mataron de un flechazo cuando hacía una descubierta más allá de Madrejón.

Miguelí lloró a su jefe, a su camarada, a su amigo.

Gloria a Yaguaperó, el más intrépido, noble y haraposo de todos los caudillos. Si fuera seguro que le dieron zapatones, diría por él que murió con los reyunos puestos.



Suele decirse que se pagan en vida los pecados. Poco después de la desaparición de aquel valiente, Miguelí fue invitado a un cumpleaños. Se fue nomás que para aliviar su pena. De entrada le dio un vuelco al corazón: estaba Olga, rodeada de amigas, como un clavel entre las margaritas. Imprudente, se acercó a saludarla. Ella volvió la cara y dijo a sus compañeras: «No se junten con ése. Es un cualquiera de la calle. Ni siquiera se sabe el hijo de quién es».

Desde entonces se fue portando de mal en peor. Se pasaba de rabona por Parque Caballero y Tacumbú, llegando hasta Lambaré para robar mandarinas y montar burros ajenos. Nadando en la bahía hasta le mordió una piraña. Harto ya de castigos y trabajos, puso un sapo en el cántaro e hizo pis en la vianda. Todo lo aguantó el buenazo de Garcete, aunque sin mezquinarle palos para su correctivo. Pero, cuando le pilló debajo de la cama un rollo de panfletos que repartía para Sotelo, lo embarcó para su casa en el primer vapor. Había perdido el año. Don Rosendo le retiró el saludo. Daniel estaba en la Argentina, deportado.





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ArribaAbajoTercera parte

El maestro


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ArribaAbajo- I -

Cuando a Miguelí estaba por pasarle algo solía sentir como un aviso. Siguiendo en sus recordaciones, le vino a la cabeza la vez en que al despertar miró a su alrededor algo extrañado, como cuando se amanece al día siguiente de un viaje. Era como si la Casa Grande estuviera conmovida, y los duros tablones labrados a la azuela se hubieran enternecido. Quizás soñara algo, y al abrir los ojos, descuidado, se hubiera pasado la mano por la frente borrándose los sueños. A Basilio el Mariscador le había confiado un indio un gran secreto: cuando se duerme, el aliento se va, aliviado del cuerpo. Así tenía que ser, porque soñando pueden correrse leguas, y hasta volar, sin la menor fatiga. Es claro que en algunos casos debía fallar el desprendimiento, como cuando Ofelia se largaba a media noche con toda la carne a cuestas a vagar por los pasillos y hasta andar por la alameda. Miguelí había procurado volver a dormirse para ver si descubría el misterio de su antojo. No hubo caso. Pero igual era agradable remolonear entre las sábanas, pesadas pero frescas, hechas de bolsas de azúcar añadidas, y la liviana colcha de algodón tejida a mano, disfrutando de la mañana antes de que saliera el sol a hervir los sesos. Fue así como le vino a la memoria aquel asunto que tanto lo impresionara.

Pasó en la villa. Por navidad seguramente, ya que   —110→   el recuerdo se asociaba con estallidos de petardos y el perfume de la flor del cocotero. Estaba jugando en la arena, frente a la casa del compadre Britos. La calle, como un ancho piquete, se abría sobre la costa. Detrás de las cercas de alambre o empalizada se veían las casas nomás porque uno sabe que allí tienen que estar. Escondidas entre mangos y naranjos, nísperos y mamoneros, parraleras y enramadas, y en fin de tanta planta que pareciera que la gente, sin resignarse a abandonar el monte, se hubiera encaprichado en meterlo en el patio. Más allá pasaba el río arrastrando camalotes, cortando a pique las barrancas, lamiendo al Chaco que, achaparrado, plano, inmenso, con medio sol bajando en su horizonte incendiado, se preparaba a despertar sus muertos.

Frente al boliche del compadre, a la sombra de los mangos, unos hombrazos jugaban a las barajas en torno a una mesita. Otros oficiaban de mirones. La villa entera retumbaba con sus risas cada vez que alguno daba trucho o lo embromaba a su contrario. Por lo brutos parecían patrones de obraje, de esos que, cuando bajan al puerto para embarcar madera, se pasan la noche alborotando después de haber trabajado todo el día sobre los catres de jangada o metidos en el agua a la par de los peones. Miguelí se acordaba de uno de ellos, de don Cornelio Prado, el más gritón de todos, grande como una casa, rubio y coloradote como un gringo contento. Ahora mismo, años después del sucedido, solía venir de visita a Loma Verá, con sus quince arrobas arriba de la más resignada de las mulas. Decían que la pobre nunca se empacaba de puro agradecida, ya que don Cornelio, cuando no había testigos, solía cargarla a cuestas un par de leguas para darle un respiro. Llegaba saludando a gritos, soltando risotadas que de sólo oírlas, contagiaban hasta al toro y las urracas. Y al sacarse el sombrero para secarse el sudor que le brotaba como a chorizo en la parrilla, podía vérsele en la cabeza, ya algo calva, una cicatriz hundida como de patada de burro. Miguelí sabía cuándo y quién se   —111→   la había hecho, y tal conocimiento, aunque lo divertía, no acababa de tranquilizarlo.

Fue en aquel atardecer que estaba evocando. Algunos mirones ya se habían apartado de la mesa y tomaban tereré, con las sillas apoyadas en las patas traseras y las camisas desprendidas. Otros iban saliendo para tirarse al río. El único que procuraba levantar los ánimos era don Cornelio, aunque sus chistes ya iban perdiendo eficacia. Abundaban los bostezos y las risas forzadas. El propio Miguelí, que los había estado espiando con un ojo, puso más empeño en el juego de bolitas. En eso, doblando por la rivera, apareció Daniel, montado en caballo blanco. Miguelí corrió a agarrarse del estribo y su hermano mayor se inclinó para acariciarle la cabeza. Él, entonces, repitió la súplica de siempre: «Dejame dar una vueltita». Daniel le dijo que era peligroso, que no estaba bien domado, y le puso en la mano una moneda de níquel tan grande que parecía una rueda. La explosión de una bombita encabritó al caballo, y Daniel, en trance de calmarlo, pasó frente al almacén. Lo saludaron con aclamaciones, invitándolo a bajarse. Desmontó y le dio las riendas al hermanito. El redomón le pasó el hocico por el pecho como buscando una caricia, y Miguelí aspiró muy hondo para sentir el noble olor del yeguarizo.

-¿Adónde te habías metido, mi compadre? -le decía Britos-. Te anduvimos buscando para armar una pareja de esas que no se empardan.

-¿Y adónde pa iba a estar? -tronó el vozarrón de don Cornelio-. A este loro le gustan mucho las naranjas.

El silencio que siguió hizo que Miguelí se diera vuelta. Daniel daba la espalda a Cornelio, que insistía.

-¿Qué tal por las orillas? -se rió nervioso, buscando a su alrededor algún eco de su gracia. Como todos callaban, enojado, tironeó a Daniel de la camisa obligándolo a volverse. Daniel dejó sobre la mesa el vaso que le habían convidado.

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-¡Eh!, ¿te enojas? -tronó Cornelio, a carcajadas-. ¡Los pichados aparte! -y como para rematar lo que había dicho, le dio palmaditas en la cara, secreteando confianzudo-. ¿Estaban dulces las naranjas?

Ahí nomás se fue a parar debajo de la mesa con la cabeza rota de un talerazo. Miguelí sintió que su hermano le arrancaba las riendas, montaba de un salto y se alejaba al galope. «¡Nde bárbaro! -le decían a Cornelio, mojándolo a baldazos, tratando de pararle la sangre que le brotaba a borbollones-. ¿No sabías que con Daniel Domínguez no se juega? Y menos con ese asunto. Dale gracias a Dios que todavía estás vivo».

Tal fue el susto que se le perdió la moneda. Desde entonces le tuvo algún recelo al hermano mayor. Daniel era afable, casi nunca castigaba, pero había algo en él que no podía tocarse como nadie le tira de la cola a un tigre manso. La gente, como si lo adivinara, no se le arrimaba del todo, y en medio de una reunión parecía solitario. Era como la mata del guaviramí, que guarece a la víbora con memoria de muertes juntadas en cascabeles, y al meter alguien la mano en procura de frutos de dulzor incomparable, puede que una dentellada lo deje panza arriba hasta el día del juicio.

Desde que Garcete lo mandara de vuelta a Loma Verá sin que acabara el año, las obligaciones de Miguelí se habían reducido a estar en la mesa a la hora de las comidas, dormir la siesta, bañarse por las tardes y lavarse los pies antes de acostarse para no ensuciar las sábanas.

-Este chico va por mal camino -observaba tía Zoraida-. ¡Qué falta que hace Daniel!

-No seas así, mi hermana -le salía al paso doña Lucía-. Dejale que haga un poco su voluntad. Quién sabe cómo lo trataba ese señor -«ese señor» era el pobre Garcete, a quien mamá Lucía culpaba de todo para dejar a salvo a Miguelí. Pero, al cabo, ella también repetía el amén de la casa-. Cuando venga Daniel pondrá las cosas en su sitio.

  —113→  

El mismo don Rosendo, que le había retirado el saludo, no consiguió sostener su enojo mucho tiempo. Tanto precisaba de alguien con quien hablar que comentaba unas leyes «partidas» con los peones o leía a caraí León artículos de la colección encuadernada de la Revista del Instituto Paraguayo, para salir tratándolos de brutos animales cuando le hacían preguntas tontas. Ni siquiera le quedaba el consuelo de comentar la tierra con don Jorge von Stauffemberg porque cuando cayó París casi se agarran a tiros, para luego pactar no volver sobre el asunto. Así que él también dejaba correr los días sin hacer nada por Miguelí salvo sostener con él lo que llamaba «amables e instructivas pláticas».

-Cuando vuelva Daniel -decía, como aplacando a su conciencia- renovaremos la hipoteca y veremos adónde mandar a este individuo.

Ofelia no decía nada, pero cargoseaba a San Antonio por el regreso del ausente.

Miguelí había sabido, por comentarios de la correspondencia que solían hacerse en la mesa, que Marcial Fernández pidió a un ministro por Daniel. Pero que otro ministro, conchabado para mandar al interior de la cárcel o al exterior del país a los contrarios del Presidente, exigió que primero se comprometiera por escrito a «no serruchar -como decía la carta de Fernández- las sólidas patas de la silla en que reposan nuestras robustas instituciones». Según repetía don Rosendo hasta el cansancio, la respuesta de Daniel era digna de un romano: «Pueden privar a un hombre de sus derechos, de su deber sólo puede eximirlo la conciencia».

-No sé lo que significa, pero suena muy bien -fue el comentario de Bartolo, que era tartamudo.

Lo cierto es que Daniel continuaba en Buenos Aires mientras en Loma Verá las cosas iban de mal en peor. El maizal estaba arrasado por los loros, la caña de azúcar vendida a vil precio, la cosecha de algodón perdida por falta de plata para pagar braceros y por una granizada prematura. Los peones no   —114→   se iban de puro encariñados: «¿Qué pa ha de decir por nosotros don Daniel si abandonamos a su padre viejo? -les había oído Miguelí-. Ahora nomás ha de volver, y si puede, a lo mejor nos paga».

Todos, pues, lo esperaban como a un santo de esos que traen la lluvia y aplacan las tormentas. Menos Miguelí, que estaba en falta. En grave falta, porque antes de embarcarlo para Asunción, Daniel le había hablado todo el camino hasta llegar al puerto de la villa. Le explicó que eran épocas de vacas flacas, que mandarlo a la capital era todo un sacrificio: «A un hombre hay que ayudarlo una vez, dos a lo sumo. Porque quien no aprovecha la ayuda y siempre pide socorro, o es un tipo sin provecho o un incapaz de aguantar las consecuencias de sus actos». El deber de Miguelí era corresponder aprovechando el tiempo. Al final le arrancó la promesa de portarse bien y traer buenas notas. Ya en el vapor, tendiéndole la mano, le había dicho.

-No te olvides de que conmigo no se juega.

Tantos encargos se debían a que el primer año pasado en casa de los Garcete no había sido muy católico. ¿Qué decirle ahora que había perdido el segundo?

No es que Miguelí tuviera miedo. El miedo no ha de entrar en los cálculos de un hombre. Se afligía pensando en el encuentro porque, por sobre todas las cosas, valoraba la estima de su hermano. Por eso, cuando entró Chipela, la mucama, de vestido estampado y aretes de coral, y le contó alborotada que Daniel había llegado, Miguelí comprendió el motivo de su extraño despertar y escapó de la casa sin tomar el desayuno.

Vagando de un lado a otro llegó a casa de Basilio el Mariscador. Lo encontró estaqueando cueros de nutria. Sin hacerle preguntas, Basilio dejó que lo ayudara. Cuando a la hora del almuerzo Micaela le dijo que se fuera, mintió que tenía permiso para quedarse a pasar el día. La mujer no le creyó, pero Basilio la hizo callar con una seña. Le dieron plato   —115→   aparte y la mejor cuchara, mientras la familia se servía de un fuentón enlozado. Micaela lo miraba con enojo. Las hijas no comieron de tanta timidez.

De postre, miel silvestre con mandioca. Basilio había comprendido: detuvo a un jinete que cruzaba el cañadón rumbo a las lomas para encargarle que avisara que el hijo del patrón estaba en su casa.

Pasó la siesta jugando chiquichuelas con Martina y Teresita. Por la tarde acompañó a su amigo a carpir el batatal. Le dio valientemente a la azada con ánimos de lucirse, y disfrutó el gustazo de sentarse a la sombra a echar un trago de agua fresca de la cantarilla de barro mientras el sol hacía de piedra los terrones de los surcos. Hacia el crepúsculo, cuando volvían, atrapó de la cola a un tatú-poyú en el momento mismo en que entraba a su cueva. Pero, por más tirones que le dio no pudo sacarlo hasta que Basilio lo hizo aflojar clavándole un palito en el trasero.

-A este señor -exageraba Basilio- no lo sacas ni con yuntas de bueyes cuando se mete en su agujero y clava las uñas en la tierra. Pero el cristiano le embroma porque sabe que no aguanta las cosquillas.

Reían de gusto. El sol ya se había ido y un vientito liviano movía los abanicos de los cocos que con su aroma ya anunciaban pesebres navideños. Se oían gritos de la gente que volvía para su casa. Venían de lejos, se iban acercando, hasta que ellos también, echándose hacia atrás, soltaron el aliento:

-¡Pipu'uuu!

El grito se fue volando hasta que alguno lo abarajó para volver a lanzarlo con la fuerza de un hondazo.

-¡Pipu'uuu!

-Ése es Feliciano, que está haciendo un cachiveo en Zanja-soró -comentó Basilio, deteniéndose a escuchar.

-¡Pipu'uuu! -volvió a oírse, esta vez monte adentro.

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-Seguro que es Lorenzo, que está cortando leña para hacer carbón -continuó Basilio-. Si vende unas carretadas va a comprar para su parejero.

Y así hasta que los gritos, al llegar al horizonte, acabaron por hacerse anónimos.

-A veces se me antoja -comentó Basilio, reanudando la marcha- que cuando grita el yvypóra el sapucai recorre el Paraguay entero.

Cenaron tatú-poyú. Pero cuando la sobremesa se fue haciendo muy larga, Micaela interrumpió a Basilio, que explicaba, con su manera pachorrienta, la técnica de la caza del carpincho.

-No puede quedarse a dormir este familia ajeno. Tiene que llevarlo a las lomas. Es tarde para que vaye solo.

Basilio solía decir que no vale la pena discutir con la mujer si no se tiene ganas de pegarle un cintarazo. Tomó su máuser, silbó a su perro, y echaron a andar hacia la Casa Grande. Iban cruzando el cañadón, rumbo al lapacho de la punta del monte cuando dijo Basilio, como si hablara solo.

-Así que volvió mi capitán Domínguez.

Era curioso. Se podía andar horas con Basilio sin decir casi nada y quedarse con la idea de que estuvieron hablando todo el tiempo. Es que sabía largar esas palabras que uno queda rumiando como buey que masca coco. Ahora había evocado a los soldados, a las marchas nocturnas por los cañadones del Chaco para armar un «corralito» al boliviano o pillar sus piques de maniobra. A la camaradería, al sacrificio, a la magia sin igual de la aventura. Todo aquello que podía tañer el alma de Miguelí que creció oyendo relatos de los hombres que volvieron, y la memoria, cada vez más lejana, de aquellos que se quedaron y que parecían aferrarse a todo lo viviente con melancólico afán de permanencia. Se despidieron en el portón. Doña Lucía estaba sola, rezando el rosario bajo el paraíso.

-La bendición, mi mamá.

-Que Dios te bendiga y te haga bueno.

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Ni una pregunta, ni un reproche, ¿qué pasaba? Miguelí quedó esperando.

-Tu hermano Daniel -dijo doña Lucía al acabar una decena- te ruega que mañana, tempranito, vayas un poco a verlo.