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Don Quijote y Sancho Panza

Se puede no haber leído el libro de Cervantes; más aun, son muchos los que no lo han leído, precisamente porque es uno de esos libros del cual siempre se habla, es decir, su contenido esencial circula y se comunica de boca en boca con la facilidad de un aforismo y con la rapidez de una anécdota. ¿Quién no saca en la conversación un episodio de Don Quijote o un refrán de Sancho? Son las dos figuras que más se han grabado en la memoria de la humanidad. La humanidad ve siempre delante de sí, como doblando la senda donde el horizonte concluye, las siluetas de la pareja inmortal; la ve como en las láminas de las viejas ediciones, en un   -76-   paisaje austero en que el sol se está poniendo y aviva con sus últimos rayos el resplandor de aquella jofaina que por oficio de la fe convirtiose en el yelmo de Mambrino. Don Quijote lleva la lanza terciada y su extenuado rocín parece avizorar en el cielo las primeras estrellas. Es inútil gire digamos a Don Quijote que ese yelmo refulgente es una jofaina; es inútil que le demostremos que su celada es de cartón. Y Don Quijote tendrá razón y no tardará en convencernos. Lo que hace al paladín no es el escudo consistente ni el capacete sombreado por el glorioso penacho. Lo que hace al paladín es la fortaleza del ánimo y el deseo de probarlo en empresas grandes y en aventuras insignes. ¿Y quién tiene ánimo mejor ni más firme y más resistente voluntad que este caballero a quien nunca contendrá el buen razonar de Sancho cuando resuelva lanzarse al entrevero? Miradlo. Ante sus ojos dan vuelta las aspas enormes de los molinos que se dirían llamar a la batalla a un ejército de monstruos. «Son molinos», le dice Sancho Panza. Pero Don Quijote ya no oye. Todos los gigantes que pueblan su fantasía, todos los enemigos terribles que agitan su desvarío, se aprietan   -77-   en esa visión. Don Quijote no vacila: en la soledad del llano, su reto retumba y su lanza embiste a los seres fantasmagóricos, como embestirá a los carneros, como embestirá a los pellejos de vino: esa lanza de herrumbrada moharra está al servicio de la justicia. Ella hendirá los graves riesgos cuando la demande el menesteroso, cuando el desvalido reclame su socorro, cuando alguien grite, la llame desde el fondo de su prisión. Entonces se verá que en esa lanza envejecida resucita la gloria de los antiguos caballeros andantes. Peleará contra el mundo entero; impondrá a los mercaderes el homenaje a la bella desconocida, libertará cautivos, enderezará los entuertos. Es la lanza de la fe y del ideal y el que la tome de garrocha ha de alcanzar la fama de un salto. Es justamente lo que Sancho Panza no entiende, pues su imaginación no está hecha como para que un molino braceando se trueque en gigante. Eso sí, cuerdo como es y a ras de tierra como anda, se da cuenta, sin embargo, que hay algo en ese varón enjuto, tan valeroso y tan discurridor, que vale más que la hacienda y la cerdada. Y de no, ¿serviríale acaso de escudero por paga en escudos? Sancho sabe que el molino no es un gigante   -78-   y que el carnero no es Pentapolín del arremangado brazo. Mas, el poder de sugestión del héroe y del genio lo lleva en su red de ilusiones y de ahí que el rústico se ha vuelto, a su vez, hombre de quimeras y de sueños, que delira con ínsulas y reinos: el fantasma de la gloria se ha posado sobre el anca de su pollino y ha enredado en sus greñas la rama de laurel. No hay suprema virtud que no contagie ni alto ejemplo que no conquiste: por más que recele, el espíritu del hombre se rendirá, mientras dure el tiempo, al que empuñe la lanza sublime y ande en pos de las grandes aventuras de nuestra vida, puesto que quien tal haga será para nosotros el espejo de las almas, el dechado perfecto, el modelo incomparable: sabemos que nuestra vida no se mide por la cordura que contiene, sino por lo descomunal que hay en ella, por la capacidad heroica que alienta, por la disposición de arrojarse sobre el monstruo que mueve sus brazos en el vacío y para conseguirlo, cualquier leño es lanza y cualquier jofaina es yelmo, pues lo que da a aquélla el filo tajante y a éste la relumbre del oro, es la presteza y la pujanza que llevamos en el corazón. Gente sensata molida en refranes, hosca a los amores singulares y a las aventuras   -79-   que no sean las del maravedí y de la tajada: no os riais del caballero que se pierde en la lejanía del camino: acabaréis por suplicarle que os haga dueño de la Barataria y os prometa el reino inaccesible a vuestras cortas manos...



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Dulcinea del Toboso

«¡Ah, princesa Dulcinea, señora deste cautivo corazón! Mucho agravio me habéis fecho en despedirme y reprocharme con el rigoroso afincamiento de mandarme no aparecer ante la vuestra fermosura». En esta primera invocación que hace Don Quijote, al andar por los campos de Montiel y al imaginar lo que se dirá de su fama en los siglos venideros, fija la condición primordial de la dama de sus pensamientos: es desconocida y está ausente. El mismo Don Quijote nos dirá alguna vez que no está muy seguro de su existencia real. Eso no le preocupa. Todo buen caballero ha menester de una dama a quien pueda hacer homenaje de los que   -81-   vence y a cuyo nombre pueda encomendarse en los trances que ponen en peligro su vida. Ese amor desinteresado, como la gloria misma, que es el objeto de sus andanzas heroicas, llena la historia del ingenioso hidalgo. La imagen de Dulcinea aparece a cada instante, en cada recodo del camino, a la vuelta de cada árbol. En las conversaciones con Sancho, en las pláticas en casa de los duques, en los sonantes desafíos, en el diálogo con los cabreros, en la noche arcádica surge su imagen radiante. Sancho conoce a Dulcinea. La ha visto con frecuencia agitando el cedazo o llevando el atado de hortalizas. Y a pesar de eso, el prestigio de Dulcinea no decae. La claridad de su figura ilumina toda la novela. Es invariablemente la princesa escogida entre las princesas para que fuese la amada del gran soñador. ¿Qué importa que cada vez que la evoque nos acordemos de la labradora encorvada sobre su faena, de esa Aldonza Lorenzo que sirvió de germen real a la creación alucinadora? ¿Acaso ignoramos que Don Quijote desvaría? A pesar de eso, preferimos su desvarío a la razón de los que tratan de inducirlo al abandono del oficio andantesco o de los que se burlan de él validos de su diminuta cordura. Así   -82-   como su locura no es más que una forma de la razón extraordinaria, que está por encima de la realidad asequible y de la lógica corriente, Dulcinea del Toboso tiene también la fuerza de lo que vive por encima de los seres reales. Si elimináramos a Dulcinea de las páginas del libro, en que se manifiesta como una aparición fugaz aunque frecuente, veríamos borrarse todas las nobles y bellas figuras que se mueven en su largo relato. ¿Qué haría Don Quijote si le dijeran de pronto que Dulcinea ya no existe? Bajaría, sin duda, a la cueva de Montesinos o penetraría en lo hondo de la selva para no salir más y consagrar el resto de sus días a la memoria de la mujer que ama con amor tan sumiso. Dulcinea es la clave de todo el libro. Por complacerla lleva a cabo penitencias penosas; para honrarla se arriesga en los más recios combates; bajo su advocación se lanza a la batalla; sirviendo a su augusta princesa, se mueve en defensa del débil y es amparo de los tristes. He aquí cómo en el desvío del camino común y en la plenitud de la sinrazón, nos enseña Don Quijote, en el profundo misterio de su vida y de sus obras, la eterna presencia de la mujer, aparte de la cual nada grande se hizo ni nada alto se pensó en el   -83-   mundo. Compadezcámonos, pues, del pobre hombre que sonríe ante la imagen de la labradora erigida por la locura del paladín en princesa de elevadísimo rango. El que no haga lo mismo y el que no convierta su existencia en ofrenda de la única y de la bien amada y no la transforme en su imaginación revistiéndola con los encantos ideales y los atavíos espléndidos de las damas de la ilusión, morirá en la vera de su senda, sin grandeza y sin belleza, como morían los aglomerados y espantados carneros en la embestida de Don Quijote: su despedida del mundo será un confuso balido...



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El ama, la sobrina, el cura y el barbero

La tendencia de quemar los libros no era nueva, desde luego, ni la inventaron, al practicar el donoso escrutinio, el licenciado y el barbero, ni a ello bastó la celosa instancia del ama y de la sobrina. Muchas veces se había hecho ese escrutinio en las librerías de los varones de espíritu inquieto. Un día se apareció también el obispo López de Barrientos en casa del marqués de Villena y empezó a mandar al fuego lo que solía hojear en sus largas soledades aquel trovero y filosofador que, según decían, sostenía comercio con el Diablo y sabía lo que está vedado al   -85-   manso y discreto cristiano. «Los libros non cumplideros de leer» pasaron así en las ascuas, menos aquellos que plugo salvar al señor obispo, que en su calidad de juez se reservaba -y bien hacía- el derecho de leer lo que a los demás prohibía. Llevose a su casa lo mejor y de esta guisa el cielo quedó sin ofensa, sin libros los cavilosos como el de Villena y el mundo sin miedo de que un mamotreto de lomo de pergamino pueda sacarlo de quicio. El licenciado, Pero Pérez y maese Nicolás, el barbero han sabido hacer otro tanto. ¿Quién no se anima, sea doctor en teología o profesor en la ciencia de la brocha, a juzgar de los efectos que produce lo que escriben los demás? Así es fácil someter a la inquisición lo que ha costado amontonar a los siglos. ¿Hay por allí uno que anda de ciudad en ciudad diciendo cosas que turban y que tal vez ha sacado de la imaginería de los poetas o de las revelaciones de los filósofos? No es fácil mandar a las llamas al que de este modo anda; en cambio, se limpian los anaqueles de lo que es asequible al lector. El ama de la casa entregará sin esfuerzo las llaves y el licenciado y el barbero harán su registro: así, Esplandián, después de sus numerosas aventuras, y Florismante de Hircania,   -86-   después de sus denodadas proezas, concluirán su destino en la hoguera, junto al corral. Y como el obispo discretísimo de que hablamos, licenciado y barbero conducirán, quién a su sacristía y quién a su tienda, los librejos chicos y chatos que les dé placer sin sacarles el juicio de madre.

¡Ay, Dios mío! ¡Qué perplejos se quedaron el ilustre licenciado y el discurridor mojabarbas cuando supieron que, a pesar del famoso escrutinio, Don Quijote salió otra vez en busca de aventuras y afanoso de ganar la gloria con memorables sucesos! ¿Querría decir esto que las hogueras encendidas para sofocar el ingenio de los hombres son tan eficaces, como un cedazo para tapar la lluvia? Algo de eso quiere decir. Los libros quemados encuentran en las llamas que los devoran las lenguas que predican su fama y el acre humo de la quemazón se vuelve espíritu fogoso que entra en las almas y las llena de locos bríos, de ganas de abordar lo enorme, de practicar lo absurdo, de buscar lo inhallable, de amar lo inconseguible. Así, la llama inquisitorial penetra en el corazón de los varones elegidos. El licenciado y el barbero se van restregándose las manos de contento. Y antes de haber dado dos pasos, ven a esos varones,   -87-   a quienes creyeron substraídos al sortilegio de las palabras embriagadoras, porque habían quemado los libros, alejarse sobre sus flacos rocinantes, hacia arriba la lanza, alta la visera, dispuestos a cruzar los montes de un salto y el mar de una zancada si así lo reclama el menester de la justicia o la honra del ideal. Créame, señor obispo Barrientos, creedme, señor licenciado y maese Nicolás: no entreguéis los libros a las llamas. No condenéis a los maestros de las aventuras. Será trabajo perdido: esas llamas que han servido de sepulcro al sentimiento y al pensamiento se trocarán en apoteosis de lo prohibido refulgiendo con el resplandor de un sol naciente, como en las alegorías de los libros hechos ceniza en la hoguera.



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La quimera

El sueño de la Arcadia, la persecución de la dulce quimera es permanente en el espíritu de Don Quijote porque era perenne en el espíritu de don Miguel de Cervantes, que es el verdadero y único modelo de su héroe, como que la vida y las aventuras de éste sólo son el desdoblamiento de la vida y las aventuras de su creador. ¿Qué es el diálogo con los cabreros y el discurso sobre las armas y las letras sino el eco de la Arcadia buscada, el reflejo de la ciudad ideal que tenía construida en su cerebro y forjada de nubes graciosas y luces nocturnas? Su Galatea constituye una descripción arcádica. El encuentro con las pastoras,   -89-   en medio del bosque en que se tendieron redes para cazar pajarillos, es una repetición de esa misma escena y en la que la realidad circundante sirve de sustento a la ilusión: pastoras vestidas de brocato, con faldellines bordados de oro, sueltas las cabelleras, se le aparecen como en un sueño. El caballero que pelea con lo real que le sale al paso tropieza con lo irreal que minutos antes tuviera por imposible y de ahí deduce en su conducente raciocinio que no hemos de desesperar del encuentro de lo inesperado. La Arcadia se repetía entonces en todas las literaturas y todos los libros. La poesía italiana la había introducido decorando sus selvas artificiales y sus arroyuelos eglógicos con el hondo resplandor del Renacimiento. El soplo pagano que animó a los artistas y restituyó al arte la libertad y la verdad de la vida halló en esas reproducciones invariables del bosquecillo y de la doncella zagala un anticipo del país imaginario, que un día fue la habitación de las gentes y que otro día se restablecerá en la tierra: esa Arcadia está en los libros de los soñadores, es la que imaginó el padre Campanella en La ciudad del sol, es la que se levanta, con sus jardines encantados y sus cúpulas de mármol luciente,   -90-   al cabo de las promesas infinitas hechas a los hombres de buena voluntad.

Muchacho que estás meditando en el empleo de tus veinte años: no temas el rigor del camino, no te espante la dificultad del trabajo penoso ni te arredre el peligro de la empresa singular. Busca la vida libre de la Arcadia. La Arcadia es la ciudad del encanto que construimos con nuestras propias manos y levantamos con nuestro propio poder. ¿Conoces los beneficios de la libertad, muchacho? Nadie lo dijo con más bella manera que Don Quijote de la Mancha. «La libertad es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos: con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre: por la libertad, así como por la honra, se puede y se debe aventurar la vida». Aventura la tuya, muchacho, y cuando menos lo pienses te detendrán las redes tendidas en el bosque y junto a ellas verás a la pastora que te invitará a la alegría y al descanso que habrás ganado por el valor de la fe y la diligencia de tu coraje.



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La realidad

«-Bardas de corral se te antojaron aquéllas, Sancho, dijo Don Quijote; ¿adónde o por dónde viste aquella jamás bastante alabada gentileza y hermosura? No debían de ser sino galerías o corredores o lonjas, o como las llaman, de ricos y reales palacios. -Todo pudo ser, respondió Sancho; pero a mí, bardas me parecieron, si no es que soy falto de memoria. -Con todo esto vamos allá, Sancho, replicó Don Quijote, que como yo la vea, eso se me da que sea por bardas o ventanas, o resquicios o verjas de jardines que cualquier rayo de sol de su belleza llegue a mis ojos, alumbrará mi entendimiento y fortalecerá mi corazón, de modo que quede   -92-   único y sin igual en la discreción y en la valentía». En este diálogo entre el caballero andante y su escudero, se plantea el difícil y espinoso problema del aspecto real y del aspecto ilusorio de Dulcinea del Toboso. Sancho había visto aventando trigo, arremangada y sudorienta, a esa pobre e inocente Aldonza Lorenzo, metida en su cortijo, sin sospechar que mientras andaba revisando si pondrán o no pondrán las gallinas, un caballero, espejo de los caballeros, la erigía en ejemplo de sin par hermosura y la proclamaba, regocijado el ánimo y fiera la voz, soberana de su corazón y rumbo y norte de su existencia. Pero, al decir esas cosas y vocearlas con ímpetu tan grande, no se engañaba demasiado. Dicha discusión con el terco escudero concluye, como se sabe, con estas razones: «-Tú me harás desesperar, Sancho, dijo Don Quijote; ven acá, hereje; ¿no te he dicho mil veces que en todos los días de mi vida no he visto a la sin par Dulcinea ni jamás atravesé los umbrales de su palacio y que sólo estoy enamorado de ella de oídos y de la gran fama que tiene de hermosa y de discreta? -Ahora lo oigo, respondió Sancho, y digo, pues, que vuestra merced no la ha visto, ni yo tampoco. -Eso   -93-   no puede ser, replicó Don Quijote, que por lo menos ya que has dicho tú que la viste ahechando trigo cuando me trujiste la espuerta de la carta que le envié contigo». De manera que Don Quijote no ignora la realidad, según se desprende de sus discursos.

En otra parte nos dirá que tampoco está seguro de si existe o no Dulcinea, pero le consta que reúne las cualidades para ser amada por un caballero andante como él, y ninguna princesa de la tierra puede sufrir parangón ni con su virtud, ni con su hermosura. No lo creamos extraviado, no lo creamos descaminado de la buena razón. El único que razona bien en el libro de don Miguel de Cervantes es Don Quijote. Son los otros que desvarían, desde el discreto licenciado hasta el abominable bachiller. Sólo Don Quijote está en lo verídico. Él nos define en esta forma el oficio que ejerce y el estado a que pertenece: «Religión es la caballería, caballeros santos hay en la gloria». O sea, su vida se cierne sobre el mundo y su espíritu sobre la apariencia de las cosas. No está hecho de la carne del ser común, ni a la medida del hombre vulgar. Éste pasará junto a la granja y verá en Aldonza Lorenzo a la campesina; Don Quijote verá en   -94-   ella a la princesa. Y tuvo razón Don Quijote, y, si no, mirad: ¿podéis imaginar a la labradora sin pensar en la eminentísima dama que de ella hizo el ensueño de su héroe? Fijaos bien y veréis al corral convertirse, por la vara mágica del amor y de la poesía, en el alcázar de cristal de que hablaba el caballero, y en él estará la incomparable señora de su alma, y es porque las cosas nunca son como las vemos, sino como las queremos ver, y tienen el destino que les damos: el lodo vuelve lodo a lo que toca, y el oro da su reflejo a lo que se le arrima. ¿A quién quieres por dueña de tu pensamiento, joven que me escuchas? Ella será princesa o fregona según sea la cualidad de tu corazón. Don Miguel de Cervantes te ofrece en desposorio a Dulcinea del Toboso; culpa tuya será si, allegándote a la princesa, su veste clara se convierte en saya de labradora y en azada la sarta de perlas que lleva en las manos.



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El caballero burlado

«Caballero soy y caballero he de morir, si place al Altísimo; unos van por el ancho campo de la ambición soberbia, otros por el de la adulación servil y baja, otros por el de la hipocresía engañosa y algunos por el de la verdadera religión; pero yo, inclinado de mi estrella, voy por la angosta senda de la caballería andante, por cuyo ejercicio desprecio la hacienda, pero no la honra». Es lo que había dicho Don Quijote en la mesa del duque, al responder a las públicas reprensiones del maestro cura, a quien la profesión de andante caballero parecía pecado y servir a Dios fuera del paternóster inconcebible herejía. No entendió   -96-   tal discurso y fuese lleno de enojo, sin que le detengan ni la hospitalidad del duque, ni la cortesía de la duquesa. ¿Si no lo entendía el piadoso varón que anduvo por las Salamancas y las Bolonias, y debía ser docto en lo que no se advertía a simple vista, cómo lo iban a entender los servidores y las doncellas de los duques, para quienes la presencia del extraño caballero era una fiesta de burlas? No es posible leer ese capítulo sin que se le llenen a uno los ojos de lágrimas. El pobre caballero todo lo cree. Su buena fe le impide ver la sonrisilla maligna que vaga en los labios de la duquesa y que se abre en risa en la boca de las camareras, que han atestado la estancia con la fuente de plata y el aguamanil y los lienzos, y se disponen a enjabonar a Don Quijote para solaz de los señores y gusto de la canalla. ¿Por qué se burlan del caballero? ¿Por que ha escrito don Miguel de Cervantes, tan movido a compasión y de gusto tan fino y tan diligente, esa página de befa para su héroe? Don Quijote embiste los molinos y cae; afronta a los toros bravos y lo revuelcan. Eso no nos hace sufrir: las heridas son sus blasones, el valor su mérito y los riesgos el precio de su denuedo. Lo que nos parece insufrible   -97-   es la burla de los sandios, la risa del necio, la traidora socarronería de los que lo toman por loco y por tal lo creen. Helo ahí, pobre y buen caballero, burlado y reído, con la cara flaca hecha un remolino de jabón, sumiso como una criatura, dócil como un corderillo. Este hombre que concibe las batallas gigantescas y alcanza la gloria, no advierte la burla, no nota cómo se entreabren los labios de la duquesa para sonreír apenas. ¡Hechicera y maligna duquesa! El ingenioso hidalgo don Miguel de Cervantes se vengará de ella, y después de haberla presentado, deslumbrante y arrogante, yendo de cacería, con su halcón en la mano, con el aire de una reina de Inglaterra, nos descubrirá su terrible secreto, el feo secreto que desvanece su prestigio de dama ilustre y hermosa: nos dirá que tiene heridas llagosas, y su figura, que en un momento nos alucinó como una aparición, recibirá el castigo de nuestra misericordia y el rápido desdén de nuestro olvido.



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Las bodas de Camacho

Al despertarse aquella mañana, Sancho Panza, trájole el viento el olor de tonadas comidas, olor que venía de adentro del bosque donde la riqueza de Camacho levantó pirámides de pitanza para celebrar sus bodas. En efecto, bajo los anchos árboles y en los amplios vacíos erguíanse asadores como clavas para matar gigantes y tinajas redondas, como viejas y bien nutridas abuelas elevaban en el aire sus capitosos hervores. ¡Alabado sea el que todo nos lo da! «Espetado en un asador de un olmo entero, un entero novillo» ponía en los ojos del pernicorto escudero el relámpago avisador de la gula y en las señoras ollas, gallinas de las que a   -99-   fuerza de grasa andan barriendo el suelo con la barriga y carneros pesados como la bolsa del que presta dineros y gansos del tamaño de un elefante, otro si digo, los panzudos zaques llenos de vino formaban armonía, en el poema de la hartura, con los muros de quesos y las montañas de pasteles. ¿Para qué era tanta merced? Don Quijote pudo haber exclamado, como en ocasión en algo no distinta había proferido su fiel evangelista:


¡Vive Dios que me espanta esta grandeza!



De esta manera aparecieron a los ojos de Don Quijote y de Sancho los preparativos de la boda de Camacho, el rico, y de Quiteria, a la que amaba Basilio, el pobre. Esa aglomeración fabulosa de alimentos habría regocijado al héroe de las comilonas épicas a quien sólo imaginamos con las fauces abiertas a la espera de que en ellas caiga lo que en el mundo es comestible, vertido por el cuerno de la abundancia. Ese festín preparado en el bosque se diría concebido por el divino Pantagruel. Pero en ese amontonamiento portentoso no hay un rasgo grosero ni un pormenor que nos choque. Esa cordillera de comida tiene la mesura del orden y la grandeza de los antiguos banquetes de los reyes y de los   -100-   guerreros. ¿Ha querido el escritor exaltar simplemente el caso del novio aceptado por su fortuna y que con ella quiere deslumbrar y adquirir la resignación de la esposa conseguida por ministerio de sus doblones? ¿No ha de verse también en esa glorificación bucólica, en ese cuadro jocundo, restallante de color y oliendo a vida robusta, el contraste de la realidad general, la antítesis del hambre propia de las grandes crisis históricas y de las grandes transformaciones colectivas? No hay en la obra cervantina una palabra que no sea el eco seguro de lo que había visto o de lo que le habían sugerido las cosas de la sociedad contemporánea. Desde los episodios de La galatea hasta los acontecimientos más extraordinarios del Quijote y de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, Cervantes ha reflejado en sus libros la visión de su época y ha encerrado en sus conclusiones la esencia de sus sentimientos. Mas, no nos desvelemos en tanta averiguación. El festín aparejado por el opulento Camacho nos invita a disfrutarlo y hemos de hacerlo, por cierto, ya que al final nos hallaremos con que Basilio, escaso en onzas aunque rico en ardides, supo arreglarse de tal suerte que la bendición del cura le uniera a Quiteria, sin que   -101-   por eso deje de seguir divirtiéndose el que tanto gastara para celebrar sus esponsales. Lo debemos a la mediación del generoso caballero. El cura bendijo a la pareja; digamos nosotros amén...



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Las razones de Rocinante

Después de realizado el donoso escrutinio en la librería de Don Quijote, el cura y el barbero salieron de la casa, despedidos en el umbral con numerosas reverencias del ama y de la sobrina. A pocos pasos de allí hallábase Rocinante. A falta de avena, y en ausencia de la cebada, andaba mordisqueando las ralas hierbas que se aventuraban a crecer en aquel sitio, más hollado que patio de figón. Maese Nicolás vio cómo el jamelgo (que así lo llamaba) erguía de cuando en cuando la huesuda cabeza, como si quisiera medir con la mirada la lejanía del camino hecho en la primera salida hacia las aventuras.

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«-La verdad sea dicha, mi señor el cura, que este rocín es más flaco que un trapense.

Y el licenciado Pero Pérez, que conocía su Aristóteles, repuso con clásica dignidad:

-Más que caballo parece una entelequia.

En eso oyose un flébil relincho que movió a risa al barbero, quien se dirigió al mustio animal en el siguiente modo:

-Metafísico estáis.

Y Rocinante contestó:

-Es que no como...

Don Pero Pérez interrogó a su vez:

-¿Extrañáis acaso la compañía del asno?

-Si creéis que hablarme con desdén del jumento es halagarme, como acontece a vuestra merced cuando así se refieren al que dice misa y da bautismos en la aldea vecina, es caer en yerro. El asno es de mi agrado. Sobre sus anchas ancas se balancea la alforja que ofenderían las mías, que toca, al compás del paso, la espada de mi señor. Hecho estoy para los menesteres de la guerra. Cuando mi amo cruza la lanza y ensancha la visera con la palma de la diestra para ponerse más avizor, siento bajo mi pellejo el hervor de la impaciencia y desearía que todos los follones y malsines se juntaran en el camino para saltar yo en medio de él y mostrarles lo que   -104-   puedo y debo. No pienso entonces que estoy al azar de golpes terribles. Sólo veo lo que he de hacer, y mascando la coscoja, para que la ira no me enloquezca, salto hacia adelante y quisiera que de un tajo se derriben las cabezas de los enemigos y de un bote cierto se vea, a través del hueco dejado en el pecho de los gigantes, cómo se les escapa la vida. Así soy. He aprendido mi oficio heroico en los largos ayunos del corral, y en las noches claras, al recostarse el dueño mío a la sombra de un árbol a contar las estrellas, aprendí a amar la gloria. Ya sé yo que es más envidiable la suerte de los caballos de quienes cuidan en la cuadra del príncipe palafreneros diligentes y a quienes montan garridas señoras que van de caza con el halcón y con heraldos. Comen de la buena cebada y les limpian los lomos con blandos trapos. Mas, no les envidio. No conozco la envidia, que, según dice mi amo, anida en los corazones que alimenta lo ruin. ¿Quién hablará de ellos en los siglos venideros? ¿Nombraralos, acaso, y recomendaralos a las trompetas de la fama, el maestro Cide Hamete Benengeli? En cambio, cuando se hable de lo que hizo Don Quijote y se sepa que   -105-   lo llevé en los entreveros, cubierto de sudor y tembloroso de hambre, dirán de mí que fui digno de tal guerreador, y en los tiempos corridos y por correr resonará el recio jadeo con que soporté la fatiga y el peligro. Sí, venerable cura; sí, venerable barbero; no os riais de mis costillas peladas ni de mi cola sin peinar. Más vale magro caballo de paladín y más servicios tiene prestados al mundo que un doctor de Sigüenza que se pasa los días con las manos en la barriga meditando en el ahorro que le dejará la viuda o si habrá en el casamiento de su feligrés, además de la carne al horno, dádivas por la jaculatoria. Y diré otra cosa: el asno de que os burláis es grato a mi alma. Quiero al asno que monta el greñoso escudero y que le da tantos latigazos cuantos refranes le salen del hocico. Cuando estuvimos de colación con los cabreros y Don Quijote dio en decir aquellas palabras que todavía humedecen los ojos de quien las repite, el rucio lanzó un rebuzno, que no era de gusto por el pasto ni de regocijo porque oliera una pollina en la vecindad. Comprendí que el jumento estaba, como yo, animado de altos deseos, y que iría, con el andar de los sucesos, y si mis lecciones le aprovechaban, a ser una persona de   -106-   bien. Acabaría con mi enseñanza a no ser un simple asno.

Maese Nicolás, rascándose la luciente peluca, indagó:

-¿Y qué sería?

-¿Lo ignora vuestra merced? -arguyó Rocinante. Y continuó: -Lo educo para caballo de paladín.

-Faena difícil -murmuró el cura.

-Lo es -dijo el jamelgo. -Bien sé yo lo que cuesta convertir a un asno a la religión de la gloria y de las aventuras. Milagros son éstos que los asnos arduamente entienden. Nunca sabrán los asnos que el Universo cuelga de un rayo de luna.

Y al oír las razones de Rocinante, cura y barbero fuéronse a sus quehaceres:

-Tengo que raspar una barba, señor cura.

-Maese Nicolás, tengo que visitar a un moribundo; semana de raros doblones es la que vivimos y no hay que desperdiciar un alma que nos pide la cédula para el Paraíso.

-Id con Dios.

-Quedad con Él».





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La santa palabra

«Un florentín que andaba por aldeas y ciudades vendiendo lo que se podía vender y comprando por "un mañana te pagaré" lo que le caía de las manos de cualquier menesteroso acertó a detenerse en la venta, cuyo portalón miraba al camino. Venía cansado el hombre de tanto andar a lomos de su jumento y hallábase deseoso de que algo le entrara en el estómago, pues casualmente ocurrió en esa jornada que nadie le invitó, así sea con una rebanada de hogaza, al ofrecer las mercaderías que aplastaban las dóciles ancas del animal. Metiose, pues, en la venta, donde, por ser sábado, había menos que la víspera, que por ser viernes   -108-   redújose a una olla de bacalao, llamado truchuela por la fregona. Poco averiguan los que tal oficio ejercen si la escudilla es de oro o si se espuma el cocido con el filo de la tapa. Lo que el mercader quería era volver en sí, y a ello accedió el ventero, poniendo la mesa en el pasadizo, con lo cual aprovechaba el candil que daba luz a diestra y siniestra y aun alcanzaba para la Virgen, hundida en el nicho del muro bajo un espeso manto de telarañas. Cerca de allí estaban sentadas las mozas a quienes conocía de viajes anteriores, ya que, como buen florentín, no esperaba desquitarse en el Paraíso de las escaseces de la tierra. Saludolas con alborozada cortesía y propúsoles partir la media azumbre de recio vino.

-¿No gustará la Tolosa de unas gotas de este rabioso vinagre? -preguntó mostrándole la copa llena hasta arriba.

-Doña Tolosa, dirá vuestra merced.

Dirigiéndose a la Molinera, repitió la pregunta.

-Doña Molinera, acaso.

El florentín no dejó de asombrarse. Nunca había visto a las dos mozas de tan huraño talante. Al contrario, siempre encontrábalas en los mesones manchegos y siempre mostrábanse   -109-   prestas a tomar parte en la cena y en lo que a la cena seguía, sin deshacerse en melindres ni oponer tropiezos a la distracción. Sabían su oficio de alegradoras del caminante y hacíanlo con gracia y con bondad. Cuando las noches eran amenas, como acontecía en ese mes, y la luna redonda, solían ir, en compañía de los que pernoctaban en la venta, hacia la orilla del río, y junto a la azuda dábales por cantar y danzar:


Donde los sastres vienen,
donde los sastres van...

Así pasaba menos triste el tiempo, y cuando cada uno tornaba a su faena llevaba en el recuerdo las horas acuchilladas a gusto en el figón. Mas ni la Tolosa ni la Molinera parecían dispuestas esa vez a hacer fiestas al mercader. Y éste advirtió que una y otra habían alzado el corpiño a más altura que de costumbre, escondiendo ahora lo que antes daban entero al gozo de la mirada. Ya no se sentaban con tanto abandono ni tendían el costado como pidiendo pellizcos. Y vio el florentín que la Tolosa y la Molinera apenas levantaban los ojos del suelo. Preguntó de este modo:

-¿Una gota de vino, señoras mías?

La Tolosa dijo:

  -110-  

-Si vuestra merced quiere darnos un trago de lo que bebe y un bocado de lo que come, Dios se lo tendrá en cuenta. Estamos en ayunas.

-¿En ayunas vosotras? ¿No os basta, por ventura, darse una vuelta por las cercanías y tener para lo que fuere menester?

Arrimadas las mozas, contaron lo que había acontecido con ellas. La víspera, justamente, detúvose en la venta un caballero enjuto y fiero que tomolas por princesas y por doncellas y que dijo andar por los caminos en busca de grandes empresas.

-Ha de ser genovés que presta dinero a caución de casa y amo. ¿No es así?

-Bien se conoce que no lo visteis, repuso la Tolosa. Dineros no llevaba ni para pagar el humo de la cocina. Caballero es que profesa el oficio andantesco, que es velar por los que yacen cautivos o vengar agravios. ¡Hubiéralo contemplado vuestra merced! Al desceñirle yo la espada y la Molinera peto y espaldar, murmuró, con voz queda y aire galán, creyéndonos damas muy principales:


Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido
como fuera Don Quijote
cuando de su aldea vino.

  -111-  

¿Creerá vuestra merced? Reímos toda la noche de su cara flaca, de su caballo flaco, de sus armas mohosas. Asistimos a peleas con los arrieros y a la ceremonia en que el ventero le ungía a golpes en el pescuezo y en la espalda. Después le armamos como a la llegada le desarmamos, y aseguró que viviría en nuestro servicio y por nuestro amor, como doncellas y princesas que éramos. Es el caso, Dios sea alabado, que, una vez partido, no pudimos olvidar las cosas que nos dijo. Oímonos llamar doncellas, sin ánimo de burla, y por defendernos hubiera embestido a los gigantes y a los dragones. ¡Cuitada de mí! Soy la hija de un remendón de Toledo a quien la gente maltrata y sólo busca en los recodos del camino o en la obscuridad de la calleja. Al aparecer este señor de espada y adarga y con llamarme doncella devolviome la doncellez. Tomándome por señora, hízome señora. Ya no soy más la Tolosa. Soy doña Tolosa, según prometile ser, pues, sépalo vuestra merced, hay palabras que pueden más que un bálsamo y valen más que un regalo en doblones. La suya lavome el alma y púsola nueva y nueva es, y hasta jurara que no es más blanco el vellón pascual ni más luciente la moneda rubia.

  -112-  

-Oíd, la Tolosa -interrumpió el florentín.

-Doña Tolosa, diréis.

Y el florentín, sobrecogido y confuso, inclinose diciendo:

-Doña Tolosa: soy vuestro servidor».





  -113-  
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Señor de la piedad

Todo grande heroísmo tiene por resorte o culto el amor a la humanidad. No hay héroe misántropo. El que se yergue de pronto y sale a dar voces para convocar legiones propónese una brega que lleva su fuerza vencedora en el amor a los hombres y en el amor a los hombres confía. Es por eso que es en vano disuadirlo de su empresa. Podrán decirle que sus enemigos son ejército y que el ejército es de gigantes. Como si fuera a su vez mesnada de mil lanzas, se arrojará al camino. Sabe que los vencerá; los vencerá yéndosele la sangre por las abiertas heridas o saliéndosele el alma por la boca espirante, pues lo heroico es imperecedero y triunfa   -114-   con persistir en el recuerdo, en cuya distancia de inmortalidad se embellece como el sonido más recio se vuelve melodía en el transcurso del espacio. Cuando alguien echa sobre sus hombros el peso de una inmensa fatiga, la gente afirma compasiva y burlescamente: ¿Qué hará solo contra el mundo? Ignora que en eso está el ser héroe y lo sublime consiste en reducir el absurdo a cosa corriente, pues con estar solo contra el mundo es como al mundo se sirve y se le salva. He conocido una vez, cuando yo era niño y aprendía el oficio de vivir ejercitándome en las crueldades de la niñez y corría con la honda tras los pájaros que llenaban el aire matinal con la dulzura de las canciones, he conocido, digo, a un anciano que solía sentarse junto a un tronco musgoso y proferir amonestaciones contra el mal. Su lengua era tosca y silbaba en la soledad como una amenaza. En vecindad con los árboles, bajo el cielo inocente, predicaba, irritado e impasible. Nadie oía su prédica, nadie se detenía en el tránsito de sus quehaceres a oír su queja sagrada. Se le tenía por loco. Pero, los días lentos llevaron de rincón a rincón de la comarca esa ruda voz de castigo y de promesa. Al morir, no se recordaba ya su locura.   -115-   Filas silenciosas de hombres y mujeres seguían su féretro en medio del campo cubierto de trigo y montes de amapolas agobiaban el ataúd. Iba muda la caravana porque su alma estaba llena con las voces que el viejo enloquecido de piadoso fervor había lanzado en la soledad estéril. Sabía, por lo tanto, lo que hacía. Hay que predicar en el desierto, porque siempre se predica en el desierto. El viento que forman los gritos inútiles del hombre en quien vibra el dolor de los hombres se propaga como el viento mismo en la llanura desnuda. ¿Qué importa quién oirá ese clamor vasto y perdido? Se oirá a través del tiempo, hecho tumulto. El pobrecillo de Asís se ponía en la ribera del río y hablaba a los peces. Si por allí hubiese pasado San Ignacio de Loyola, ese chato tenedor de libros de los asuntos divinos, le hubiera dicho, sin duda:

-Hermano Francisco, pierdes tu tímida elocuencia en objetos sin provecho. ¿Para qué convencer a los peces? Los peces no pecan y no tienen con qué rescatar sus pecados. No dejan herencia, no son donatarios de heredades en beneficio de iglesias y de monasterios. Vete a la ciudad. Endereza a la viuda rica hacia la senda devota; reprocha   -116-   al poderoso sus faltas y perdónale y así contarás con su poder. Es justo perdonar al poderoso a condición de que nos acate y es profesión nuestra la severidad con el humilde. En mis Ejercicios Espirituales hallarás la lección adecuada a tal procedimiento. ¿Por qué te afanas por el ciego y por el lobo? ¿Qué milagro es el que el lobo se trueque sumiso a tu sortilegio? ¿No son mejores, acaso, los milagros que yo hago? Junto al altar dorado de luces, muestro reliquias que me traen los mendicantes y las personas se prosternan y gimen y dan el óbolo con que compran su redención.

En cambio, el pobrecillo de Asís peroraba en la ribera. El agua del río se estremecía y el rumor de la floresta se paraba para dejar paso a su acento triste y dulce. Y en los siglos de los siglos, los corazones perciben esa palabra que hizo del desierto su enorme trompeta. El pobrecillo de Asís era un héroe.

Amaba a los hombres y amaba a las cosas. La piedad inundaba su espíritu y la derramaba a su alrededor como un príncipe antiguo las monedas de oro al cruzar una aldea. Así era Don Quijote. Prototipo del héroe, es el ejemplo conmovedor de la piedad   -117-   vertida en su larga expedición en obras de salvadora justicia. ¿Qué es el sueño de la gloria sino la conquista de la gratitud perpetua de la gente por el amor hacia ella? Fijaos bien. Si nombramos a uno que vivió centurias atrás es porque algo ha hecho o algo ha dicho que viene en alivio de nuestra pena, desde el áspero profeta hasta aquel que combinó, para consolarnos, palabras deliciosas. Don Quijote es eso. Armado caballero por el dueño de la venta, deparole el destino la aventura del bosque. Su corazón, movido por delicadas cuitas, se exalta de furiosa misericordia al ver al débil Andresillo ligado a una encina y azotado por su amo, Haldudo el rico. Haldudo era el amo perfecto, no diferente de los que conoció en el cautiverio el evangelista del paladín. Hacía trabajar al muchacho cuidando ovejas; lo hacía trabajar como al perro que le seguía y como al perro le trataba y con igual paga por añadidura. Don Quijote lo libra de sus ligas y lo venga con su justicia. No hagamos caso de que partido el caballero, el amo volverá a ser inicuo y le irá peor aun al pequeño esclavo; hay en ese episodio un sentido distinto y es que los Haldudos, que nacen de la ferocidad y en ella cavan su riqueza y su   -118-   dicha, se denuncian ante el mundo y los que son sus víctimas tienen en Don Quijote el vengador. En los días de los días, nos acordaremos, al imaginar un mundo reposado en leyes fraternales, de ese encuentro prodigioso en que resuena la angustia de los sufrientes y la fría dureza de los negreros. La piedad que nutre a los perseguidores de la quimera, a los forjadores de las imágenes de la tierra feliz, a los predicadores de la hermandad armoniosa, mana de ese acto de generosidad. ¿Qué haríamos sin el sentimiento de piedad? Haríamos, posiblemente, libros como los de Loyola, descarnados y feos, en que el alma tirita como un mendigo en la lluvia. Haríamos libros de doctrina seca, que tienen la espantosa lobreguez de las cuentas. Necesarios son los números, mas, si no les ponemos el corazón adelante como unidad brilladora, se trocarán en ceros irremediables. Nada se ha hecho sin piedad, nada se puede hacer sin frotar un alma con otra alma. Aun los que se entregan al oficio de la guerra y tienen la muerte por medida de su hazaña y testigo de su acción, buscan en la misericordia lo que no encontrarían ni en la razón convincente ni en la fuerza incontrastable. El desolado Príamo, al ir a la   -119-   tienda de Aquiles a reclamar los despojos de Héctor, no intenta seducirle con argumentos. No le dice: «Ilustre Aquiles: ¿para qué te sirve el cadáver de mi hijo a quien venciste gloriosamente? ¿Qué ganarás con afrentarlo entregándolo a la furia de los canes hambrientos?». Ese raciocinio, fundado en la lógica de los hechos, sería desdeñado por el insigne peleida. Pero Príamo había vivido y sufrido mucho y sabía que solo la piedad es irresistible. Al verse ante el vencedor de Héctor, le dijo esto, tan simple, tan doloroso y tan hondo:

-Acuérdate de tu padre...

Y el corazón de Aquiles, embravecido de furores como el negro mar, se aplacó al instante y sus ojos se humedecieron.

Don Quijote es el señor de la piedad. Santos sin piedad, son santos tallados en piedra. Los miramos medrosamente como a promontorios de roca, en que se sientan a descansar las aves de presa. Y lo prueba el caso de que los héroes de la humanidad, por rígidos y disciplinados que fueran, si la humanidad los rememora teniendo en ellos su sostén, es porque en el fondo de su rigidez y en lo duro de su disciplina resplandece la misericordia, que es la llama de la justicia.

  -120-  

¡Oh Andresillo, hijo mío! No te arrepientas de que, ido el caballero, volviera a atarte y azotarte tu amo. En más de una ocasión, cuando ganaba mi jornal en las fábricas, sufrí lo que sufriste. Entonces, mis manos tenían llagas, llagas verdaderas y sangrantes, que me enseñaron el camino piadoso del ideal. Al retornar a mi casa, la viejecita de ojos claros y de frente arrugada por el padecimiento se ponía a mi lado, y de tristes que estábamos nos volvíamos alegres. Yo le leía el pasaje en que Don Quijote intercede por ti, y, aunque la viejecita no sabía mi idioma, que es el tuyo, de sus pupilas profundamente azules, eternamente azules, descendían las lágrimas. Y te sentía en mí consolado y vengado.



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La dulce desconocida

Hacía poco que don Miguel de Cervantes Saavedra se hallaba en Madrid, de regreso ya de Lisboa, adonde fuera con la corte del rey a celebrar y a certificar la posesión de Portugal. Era la suya la edad en que se comienza a ser avaro del tiempo. Alejábanse en el recuerdo, como visión de pesadilla, los días lúgubres del cautiverio. En los ojos, que vieron cosas de regocijo y cosas de pena, aparecían fulgores melancólicos, nuncios del otoño próximo; en la barba, espesa aún, brillaban los primeros hilos de plata. El viaje a Lisboa renovó en su memoria el paso por las jocundas ciudades de Italia, con sus callejas llenas de canto y de música, con   -122-   su cielo perpetuamente enjoyado y con sus mujeres, en quienes la alegría vibraba a flor de labios como una lengua de llama. Pero, también la pasajera permanencia en Lisboa se desvanecía en su espíritu con el retorno a la villa que con la vuelta de Felipe II recobraba su adustez acostumbrada y se enfundaba de nuevo en ese recato rígido, en ese sigilo monástico que sobre ella proyectaba, huraña y mortuoria, la sombra profusa del Escorial. A las fiestas que acompasaba el rumor eglógico del Tajo, sucedieron los quehaceres de las intrigas del Palacio, los enredos de los grandes hidalgos que tenían su industria en la privanza real. Don Miguel de Cervantes Saavedra esperaba a su vez la prebenda que nunca llegaba y que siempre le prometía algún hurgador de antecámaras. Y mientras tanto, en la casa del librero donde había al atardecer junta de poetas, o en el mesón en que solía frecuentar a gente de guerra y a gente que traía del Levante mercancías preciosas, el soldado de don Juan de Austria contaba sus aventuras y arrimaba al oído de tal o cual varón de letras y fama sus confidencias y sus esperanzas. Era justamente cuando en su cerebro se revolvían las escenas de La galatea. ¿No vería semejanza   -123-   entre su propia suerte y la de ese Elicio, pastor de la ribera del Tajo «con quien naturaleza se mostró tan liberal cuanto la fortuna y el amor escasos»? ¿Y no le inundaría esa inquietud de alma que asoma en la adolescencia y que acongoja con la misma incertidumbre de los deseos? Encontrábase en la capital, encapuchada en su aire devoto, sin amistad segura y sin el consuelo íntimo que le fortaleciera en el desfallecimiento y le animase en la hora de la desazón. Ha de haber evocado, sin duda, en esa soledad profunda y agobiadora, a la que alguna vez apareció en la terraza, allá, en Argel, para mirarlo con mirada compasiva y sonreírle con dulzura lánguida y que el velo espiritualizaba en las tardes orientales, en medio de las anchas palmeras y de las rosas abiertas en el frescor voluptuoso que venía del mar.

Y una tarde como esa, que pone en la sangre juvenil el hervor de la fuerza y da alas al brío, fue posiblemente la que trajo al que forjaba la historia pastoril y galante de Elicio el encuentro con la dulce desconocida. No era, desde luego, dama de alto blasón, como las que caían, a juzgar por lo que se publicaba, en las cautas redes de Lope. Sería,   -124-   claro está, algo más que eso y de menos ilustre alcurnia y a la que no precedían, con el billete entregado a hurtadillas, dueñas graves y diestras en el oficio de correveidile. Quizás la viera al salir de la tienda del italiano a donde fuera Cervantes en busca de empeño. Es el caso que Ana Franca pobló su soledad y mientras seguía urdiéndose la existencia quimérica de la pastora esquiva de la novela, Cervantes vivía su último idilio de juventud y en su espíritu renacía, al contacto de la amiga bienhechora, el sabor de los sueños gozados en el tránsito por los países luminosos, cuando su recia mocedad tentaba con donosa confianza la conquista de la gloria y de la fortuna. ¡Oh suave amiga del caballero de la Triste Figura! Nadie sabe cómo te apareciste en su vida ni cómo de ella te apartó el destino. ¿Era negro tu cabello como el de las moras que detrás de las celosías contemplaban el desfile de los cristianos cautivos, o era áureo y caído en húmedos rizos sobre la sien, como el de las madonas vivientes cuya presencia iluminaba la fosca lobreguez de las juderías? En la niebla del tiempo ido se borró tu imagen. Mas yo te evoco ahora, con murmullos que son una plegaria, con   -125-   mínimas palabras en que pongo la unción del rezo. Amo los borrosos recuerdos de lo que ya no es, los sonidos que se apagaron en las tinieblas antiguas, el eco de las caricias que temblaron en las almas extinguidas. Si fuera músico o poeta haría de tu nombre una canción, una canción de infinita dulcedumbre, para que los hombres la repitieran al amar y al sufrir, en el momento en que la felicidad se acerca o en el instante en que todo se ennegrece. Con tus brazos hechos claro nudo cubriste de delicias al peregrino que rendía al mundo su inmenso tesoro; con tu boca encendida sofocaste en su boca la queja de la desdicha y le inspiraste el soplo de fuego que comunicó a los seres creados por su fantasía. ¡Oh dulce desconocida! Velaste sus insomnios, acuciaste sus anhelos y fuiste la buena musa, valerosa y confiada, que lo vestiste de encanto y de poesía. Pasas por su vida como una aparición y tienes de las apariciones felices la divina brevedad y la irrealidad prestigiosa. Madre de Dulcinea, inspiradora oculta de las empresas singulares, surtidor murmurante de los cánticos, fuente de los inmortales suspiros, emblema de los amores inextinguibles y efímeros, tú eres la mujer del héroe, en la que se piensa en las   -126-   decisiones y en la que se cifra el objeto de las aventuras maravillosas: desde la cumbre de los siglos, Don Quijote, rescatador de princesas y conquistador de imperios, rey de la ilusión y maestro de la sabiduría, te saluda con su espada tendida, Y yo te digo:

Ave María, gratia plena...







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Epílogo

Pues fue ese ingenioso hidalgo quien hilvanó así las palabras, las animó con su ánimo propio, para que siempre repercutan en el corazón de las gentes. Pueden los países en que tales hombres nacen perder batallas y no ser de los primeros en el remolino de las industrias y en el hervidero de los mercados; serán los primeros en la simpatía de los espíritus, en la amistad del género humano. ¿Qué nos importan los países de las latitudes lejanas, cuyos pueblos mascan un lenguaje rudimentario, en el cual no se cantan penas de amor, ni se rememoran aventuras que estrechen las almas en un mismo recuerdo y en un mismo aliento? En esos países   -128-   remotos y primitivos no hay hogar, porque como no tienen idioma, no tienen poesía y nada los reúne al amor de la luz doméstica, nada los vincula en la sociedad de los afectos pacíficos; el idioma es el principio de la fraternidad, y he aquí que, bajo el cielo propicio, son numerosos los pueblos, de océano a océano, que hablan el idioma armonioso y rotundo en que el paladín de los paladines voceó sus retos heroicos y suspiró sus hondas congojas y dijo sus sabias sentencias, lecciones de la alta religión y de la moral altísima de los ideales. Idioma que suena a nuestro oído con la suavidad de las canciones oídas en la cuna y de las esperanzas brotadas con el comienzo de los años; idioma de la plegaria y de la admonición, del ruego a Dios y de la súplica a la amada, que lleva en sí el embeleso en la gracia y el rugido en el ímpetu, hecho de las músicas todas; a su melodioso conjuro nos sentimos más íntimos, como si nos ahondáramos en la confesión, y los que lo hablamos y lo amamos, nos reunimos en una fuerte y austera hermandad; a su calor evocamos al maestro supremo que preside desde la inmortalidad la noble alegría de nuestras fiestas: don Miguel de Cervantes Saavedra, numen de Naciones múltiples,   -129-   se ha erigido un altar en cada casa. Recémosle así: bendito sea, porque supo decir cosas bellas, ya que sólo las cosas bellas viven y perduran en el tiempo sin fin.



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Acotaciones

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I

El espíritu quijotil se encuentra tanto en la obra del padre Mariana como en la vida de fray Luis de León o en la obra y en la vida de Quevedo. Pero no es el espíritu dominante de la época ni es la cualidad común del alma española en los dos siglos mayores de su acción mundial. Creer lo contrario, es caer en un error de óptica. ¿Qué hay de quijotesco, es decir, de heroísmo desinteresado, de amor puro a la gloria, que es una fecunda virtud social, en hombres como don Fernando el Católico, Felipe II y los sucesivos Felipes que señalan con sus períodos la larga catástrofe de España? Don Fernando el Católico era idéntico a Felipe II. Era pequeño, solapado y cruel. Implantador de la Inquisición, moldeó con su carácter los procedimientos de iniquidad de los inquisidores.   -134-   Era un rey que todo lo fiaba en la habilidad, o sea, todo lo cifraba en la bajeza, pues la habilidad es la bajeza hecha método. Su Corte, sus servidores, sus amigos copiaban sus maneras. Su sombra se extendía sobre el Reino como una nube sucia. Es el primer destructor de España que la hubiera sumido en la muerte irremediable a no ser por un episodio incidental: el descubrimiento de América.




II

Felipe II era enemigo de don Juan de Austria. Detestaba secretamente a don Álvaro de Bazán. Los dos grandes movedores de empresas quijotiles, los dos grandes héroes de la última empresa civilizadora de España en Europa, suscitaban en el espíritu lúgubre del rey un sentimiento que sería injusto confundir con la envidia. La envidia de la gloria supone la comprensión de los actos gloriosos. Y Felipe II no amaba la gloria. Su alma burocrática, judicial y monástica no podía concebir lo que no salía del susurro palatino, de la palabra turbadora murmurada al pasar en el corredor del palacio,   -135-   de la intriga urdida en un diálogo furtivo con la dama a cuyo busto capitoso iban los ojos devotos del monarca. Es el rey del espionaje, el rey cuyos labios iluminan una cortante sonrisa cuando descubre algo que le permite deprimir o castigar. Es el rey que goza en el defecto de los demás, en la falla de los que son los principales del Reino y trabajan por su grandeza. Es lo antiquijotil, es lo antiheroico. El coraje de Carlos V, hombre de genio, se transforma en el espíritu de Felipe II en hipocresía militante. Las piedras del Escorial son su biografía. Ninguna página puede describir su existencia sórdidamente austera como esos muros sombríos, rectos y chatos en que ha querido encerrar el alma de la Nación. Ese trágico jesuita ha ceñido su política a esta teoría monstruosa: hay que desconfiar. La sabiduría está en la desconfianza. Los que nos rodean son defectuosos, y conociéndolos nos volvemos fuertes. Es la política de la cobardía. Llevó su desconfianza, su vocación de espía, hasta practicar una diminuta puertecilla en el coro del Escorial para aparecer inesperadamente entre los canónigos y oír algo que quizás no habría podido saber de otro modo. Envolvió a España en su alma   -136-   de telaraña y murió deshecho en gusanos. ¿De dónde han salido esos gusanos que lo devoraban en la agonía? Símbolo de su inteligencia y de su acción fueron la apoteosis adecuada en que se transfigura al sobrevivirse en la muerte. No es posible leer la vida de Felipe II sin sentirse entristecido y sin sentir disminuida la dignidad humana. Después de eso, es necesario purificarse el corazón, redimirse de esa pesadilla. Es necesario leer algún capítulo de Don Quijote, el hombre antifelipesco, el hombre del ideal.




III

Hay dos Españas: la felipesca, o sea el país sumergido en la sombra de un pasado funerario, y el país viviente, de cuya médula extrajo Cervantes la esencia profunda del quijotismo. Esta otra España es la que Cervantes educó en la doctrina de lo quimérico con el ejemplo de su incomparable protagonista. Esa es la España que amamos y que vemos repetida, no en las legiones políticas que tienen su industria en la guerra de Melilla, sino en los hombres valerosos de la verdad. La amamos en los españoles   -137-   que vienen a nuestra América, a nuestra Argentina, con las manos prontas para el trabajo y que reanudan con su actitud el insaciable caudal de energía de los descubridores. Ellos forman la España del Quijote.




IV

Es frecuente el fenómeno del escritor que se incorpora a la Real Academia protestando contra la retórica de Góngora. ¿Qué ha hecho Góngora para que don Emilio Ferrari cubra de reproches su memoria secular? ¿Saben ustedes quién era don Emilio Ferrari? Don Emilio Ferrari era don Emilio Pérez Ferrari. Ha escrito versos y lo suficientemente ilegibles como para que justifiquen su rencor al extraordinario poeta de quien abominó en su discurso de 1905, al convertirse oficialmente en uno de los que «limpian, fijan y dan esplendor». La Real Academia no tolera las salidas de tono, las infracciones a las leyes de la mediocridad. Sin embargo, la ilustre compañía tolera el retrato de Cervantes en la sala de sus sabias deliberaciones, donde se discute con prolija paciencia   -138-   si la preposición «a» debe o no debe llevar acento. ¿Por qué no se subleva contra Cervantes como el señor Ferrari se sublevó contra Góngora? El mundo no ha tenido un espíritu más antiacadémico que Cervantes. Cervantes es la negación de la Academia. Como todo hombre de genio, era individual y revolucionario. Iba contra el uso, contra las reglas minuciosas que comprimen la libre expansión de la inteligencia. Las academias son esencialmente antigeniales, antiquijotiles. Viven de la anquilosis, viven de la estagnación. Es por eso que la Academia Francesa resistió tanto tiempo a Víctor Hugo, excluyó a Balzac, rechazó a Flaubert y puso una guardia de bueyes en la puerta para impedir la entrada de Zola. La Real Academia de Madrid ha permitido, es cierto, la incorporación de Galdós, pero eso se deberá, sin duda, a un descuido, como ha de haber ocurrido con el retrato de Cervantes.




V

Cervantes tuvo su academia. La tuvo en su adolescencia. Mozo todavía, iba al Corral de la Pacheca donde se presentaban   -139-   las obras de Lope de Rueda. Lope de Rueda ha sido su primer maestro. Este poeta jugoso, libre y fresco le empapó en la sed de alegría y en la ansiedad de vivir. Entre el denso pueblo, se puso en contacto con las ocultas fuerzas del alma popular, cuyas agitaciones misteriosas comprendía y cuyas esperanzas confusas expresó en símbolos potentes. El gran escritor, el escritor de creación positiva, tiene su academia en la calle en que desfila la multitud, en los sitios en que la muchedumbre se reconoce a sí misma. El Corral de la Pacheca fue la verdadera escuela de Cervantes y de su obra, que, como la del jocundo Lope de Rueda, es irregular y espontánea, cálida y fuerte, viva y honda.




VI

Quevedo es un literato admirable. Nadie ha dominado con más belleza y con más multiplicidad la lengua castellana. Ha ensayado, con perfección y con originalidad, todos los géneros literarios. Ha escrito las páginas de La culta latiniparla y del Buscón, ha escrito las páginas adustas de la Política de Dios y gobierno de Cristo. Se le   -140-   admira unánimemente. ¿Hay trescientas personas por generación que lo lean y lo gocen? Creo que no. Y es porque Quevedo es el literato por excelencia, en quien todo es obra del talento mesurado, de la inteligencia reflexiva. El genio, o sea la capacidad de anticiparse a todo y de resumir en sí la vida circundante, el genio, que es una especie de arrebato sagrado, nunca asoma a su alma. Y la humanidad admira a esos talentos, pero no se interesa en ellos. La humanidad ama a lo que es profundamente humano, lo que respira con su calor y alienta con sus llagas. Cervantes, que es todo inquietud de porvenir, está cubierto de recuerdos. Recuerda constantemente, evoca a cada paso que da el paso que resuena en su memoria. Quevedo nunca recuerda. Es el día de hoy sin ayer y sin mañana. Le falta ser poeta, le falta olvidarse de sí mismo y ponerse, sin embargo, en lo que hace y no en el estilo que emplea. De Cervantes a Quevedo hay la diferencia que media entre los romances antiguos, brotados de la vida sublime y cuotidiana del pueblo, y los romances retóricos, hechos en la Corte cómoda, friones e insulsos, que se van en estallidos de imágenes. Era, pues, Quevedo, un gran hombre por el imponente   -141-   valor de su vida y un gran literato por la imponente dignidad de su idioma. Era todo eso; no era más que eso. Comprendió y admiró a Cervantes. Su límpida inteligencia equivalía a la honestidad de su espíritu.




VII

La historia de Don Quijote es un romance y una balada. En sus capítulos resurge la ruda y antigua fuerza de los cantares guerreros que narran las aventuras del duque de Arjona. Pero es también una balada. Gorgeo matinal y trino de amor de las almas candorosas, cuita de las almas embebecidas de ensueño, es la balada española única y la única balada que los hombres recitan. Don Quijote determina una literatura.




VIII

Era don Alonso López de Zúñiga y Sotomayor, séptimo duque de Béjar, marqués de Gibraleón, conde de Benalcázar y Bañares, vizconde de la Puebla de Alcocer,   -142-   señor de tres villas, uno de los próceres de la Corte felipesca. De los mayores próceres, quizás, que unía a los títulos de grandeza, la fama de protector de poetas. Era un magnate y en busca de su protección acudió Cervantes. Cervantes le demandaba un alto favor, que era poner su nombre y enumerar esos títulos suyos al frente del libro que sin haberse publicado andaba ya asaetado en la opinión de los que constituían masonería contra el escritor lego. El insigne y séptimo duque de Béjar resistió con desdeñosa hurañía ese pedido. No quería figurar en la primera página de Don Quijote. Y don Miguel de Cervantes Saavedra tuvo que hacer antecámara por largo tiempo en casa de ese descomunal protector hasta que por fin logró la impagable merced de que se le permitiera leer un capítulo de la obra: Cervantes dio examen en presencia de un grupo de cortesanos de ese cortesano, y así fue cómo se le concedió el derecho de la dedicatoria. Y así fue también cómo ese pobre hombre, ese infelicísimo pobre hombre, ese nulísimo gran señor, séptimo duque de Béjar, salvó su saco de huesos del olvido y se enancó en la inmortalidad. Pero esa lotería inopinada no dejaba de irritar al estupendo prohombre. Dícese   -143-   que un clérigo de su frecuentación y palacio intrigó al mecenas incruento con Cervantes, a juzgar por la substitución de la dedicatoria en la segunda parte. La suerte le tocó al conde de Lemos. Diferenciábase del anterior en lo de entender algo en el arte de poetizar y en la ciencia de escribir, como que don Pedro Fernández de Castro, que tal era su individualización de persona civil, tentó a su vez la nombradía y trató de meter sus desilusiones en verso:


Ninguna cosa procuro
porque ninguna deseo.



Es el mismo que se aprontó para el virreinato de Nápoles con un séquito de escarbaliras. Había tratado, en calidad de secretario, al Fénix de los Ingenios y gustaba platicar, sobre asuntos de letras, cuando no le solicitaba la atención alguna dama de compañía de su linajuda esposa, doña Catalina de la Cerda, hija del omnímodo duque de Lerma. Para eso llevaba a Italia a la pareja fraternal de los Argensola cuyo estro pomposo y linfático bastaba para satisfacer sus inquietudes espirituales. Cervantes y Góngora fueron excluidos por esa docta yunta de poetones, a fin de evitarse el estorbo de tan peligrosa competencia. Góngora se la pagó:

  -144-  

El conde mi señor se va a Nápoles,
y el duque mi señor se va a Francia.
Príncipes, buen viaje, que este día
pesadumbre daré a unos caracoles.



Ni el de Béjar ni el de Lemos se han apeado, a través de los siglos, de los lomos de Cervantes que los cabalga en el tiempo. Continúan «protegiendo» al ingente genio que no eran capaces de comprender. Lo cual no ha impedido a cierto académico sumergir a la nobleza en un baño de almíbar, como protectora de las bellas letras, y cuya tradición como tal arranca de aquellos ilustres varones.




IX

«Ninguno hay tan malo como Cervantes ni tan necio que alabe a Don Quijote». Quien así opinaba era Lope de Vega. Y opinaba antes de aparecer el libro que el Fénix había leído ya en copia. Cervantes preocupaba al autor de las docenas de centenares de comedias. Presentía que todas sus figuras, todas sus creaciones, todos sus fantasmas de escenario y sus recitadores de monólogos y moledores de metaforones acabarían por sepultarse   -145-   en los obesos volúmenes que poseen millares de personas y que nadie, hasta ahora, ha procurado recorrer con la vista. Y presentía que mientras le esperaba el olvido, turbado a veces por una fortuita representación de aldea, los libros del lego estaban destinados a vivir realmente, a remover el espíritu de los hombres, a cernirse en la imaginación de la gente. Lope detestaba a Cervantes con odio de autor celoso. Es el homenaje que le tributó y que la posteridad sabe interpretar. Lope es a Cervantes lo que Rafael es a Leonardo o a Miguel Ángel: el artista feliz, ajeno a la tortura dolorosa del arte y ajeno a la amargura humana: la felicidad lo volvió fofo y pequeño extinguiendo en su inteligencia y en su conciencia las cualidades admirables que se resumen en Fuenteovejuna, su única obra viviente.




X

El licenciado Alonso Fernández de Avellaneda ha proporcionado a los críticos y eruditos, hartados y abrevados en las selvosas páginas de don Gregorio de Mayans, varón piadoso y conocedor de letras y fechas,   -146-   un problema dolorosamente insoluble. ¿Cuál sería la suerte del falso Quijote, si no hubiese existido el auténtico? ¿Cuál sería la suerte del mundo y el rumbo de la historia, si el soldado romano no hubiese naufragado trágicamente, deliciosamente, en las inconmensurables pupilas de Cleopatra? El bachiller de Tordesillas ha sido identificado con fray Luis de Aliaga, confesor del rey. Es una suposición. Fray Luis de Aliaga era un clérigo aragonés, de áspera y rabiosa jovialidad, de grandes barrigas por todas partes, desde la cabeza hasta las rodillas, y que tenía amor propio en materia de Apolo y Musas. Al aparecer la primera parte del Quijote, los cortesanos dieron con su émulo en Sancho Panza. Caballeros y damas lo designaban así, y más de una vez, en las fructuosas colaciones del palacio, le amargaron con el mote los trozos de capón y los tragos de mosto a que era dada su alma canongil. Sospéchase que haya querido vengarse de la figura cervantina haciendo un antiquijote. Pero, para seguir el camino trazado por la lanza del héroe se necesita ser un enorme poeta o un héroe, y no lo era, por cierto, el redondo receptáculo de los pecados reales. Sea o no el autor del libro subrepticio, la verdad es que el presunto Avellaneda   -147-   no ha logrado dañar a quien quería herir. Solo descubrimos en esos capítulos en que se intenta rebajar a Cervantes y defender a Lope de Vega a un bandolero literario en quien la gracia truhanesca y la socarronería lo alejan por su índole del primitivo modelo y lo acercan, en cambio, al detestable Estebanillo González, que representa a la novela picaresca industrializada para una clientela de barrio bajo.

Estoy seguro de que el canónigo don Francisco de Palacios leyó con dilatada fruición el engendro de su cofrade, el licenciado Alonso Fernández de Avellaneda. El canónigo, hermano de la esposa de Cervantes, pasaba sus despaciosos días en su quieta casona de Esquivias, donde, después de la misa y de la plática con el barbero, placíale contar los ducados. Temeroso de Dios, ordenado como un alcabalero, de manso carácter y discretos consejos, sabía que lo que hoy no se guarda y aumenta mañana escasea. De tal manera procedía y en virtud de esto sacaba de ahogos al necesitado prestándole un doblón y cobrándole dos, para no parecerse al judío y al genovés, negra caterva del Diablo. Al venerable canónigo no le caía en simpatía el cuñado manco y andariego que a la hora del velón encendido contaba   -148-   fábulas y hablaba de caballerías. Y al leer lo que el de Tordesillas le increpa, su corazón primoroso se ensanchaba y a menudo llamaba, lo doy por jurado, a la apática mujer del poeta, a la despavorida y devota doña Catalina, para afilar con la risilla paradisíaca y levantar con el índice predicador la intención de los pasajes más aviesos. ¿Para qué? Para que doña Catalina supiera lo poco afortunada que había sido al escoger tal cónyuge, que apenas era una visita bajo el techo que cubría el tálamo desierto. Sabiéndolo y leyéndolo en tomos de licenciados, cedió doña Catalina a las instancias fraternales y dejó en el testamento, a favor del canónigo, lo que correspondía al pobre coplero.




XI

Hay un tercer Quijote, el Quijote de don Juan Montalvo, el gran hombre y el gran escritor de la Geometría moral. No puede haber un Quijote después del Quijote, como no puede haber una Ilíada después de la Ilíada. Pero, lo que es en el avinagrado autor de Tordesillas actitud de envidia e inferioridad de comprensión, es en el americano insigne   -149-   generosidad de espíritu y claridad de inteligencia. Las páginas de su Buscapiés, sabiamente castizas, ingenuamente cervantescas, constituyen un monumento de estas nuevas tierras del idioma español al máximo creador de la lengua. Montalvo amaba a Don Quijote. Lo ha amado y lo ha vivido. ¡Oh noble desfacedor de entuertos, oh recio caballero de lides numerosas, vencedor en la fuerte y bella palabra! Un obscuro hombre de tu América se inclina ante tu sombra.




XII

Este pequeño librito, esta mínima agenda, no es fruto de erudición ni presume de sabiduría. No lo ignora el que ha llegado hasta estas líneas del deseable final. Es el cuadernillo de un obrero de espesas faenas, que anota al margen, en las horas hurtadas al cansancio y en los momentos en que se lo permite su apresurado e inseguro vivir, lo que le sugiere el héroe que ama. Si hasta aquí te atreviste, lector bondadoso, te habrás hecho, como yo mismo, la cuenta de los defectos y la suma de los descuidos. Pero no habrás dejado de sonreír con afecto al verme a cada instante conmovido   -150-   y dispuesto a conmoverme. Y en este hondo amor encontraste lo mejor de tu propia alma. Si tal cosa ha sucedido, doy por milagrosamente empleado el tiempo substraído al sueño y al quehacer que me trae el trozo de pan de cada día: pan exiguo que te ofrezco a compartir con la alegría del buen pobre.





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