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Retorno a Don Quijote


Alberto Gerchunoff



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Prólogo

Triste y glacial inmortalidad la que otorgan las efemérides, los diccionarios y las estatuas; íntima y cálida la de quienes perduran en las memorias, en el comercio humano, vinculadas a anécdotas preferidas y a sentencias felices. Alberto Gerchunoff fue un gran escritor, pero el estilo de su fama trasciende la de una hombre de letras. Sin proponérselo y quizá sin saberlo, encarnó un tipo más antiguo: el de aquellos maestros que veían en la palabra escrita un sucedáneo de la oral, no un objeto intrínsecamente sagrado. Pitágoras desdeñó la escritura; Platón usó del diálogo para obviar los inconvenientes del libro, «que no contesta a las preguntas que se le hacen»; Clemente de Alejandría opinó que escribir en un libro   -8-   todas las cosas era como poner una espada en manos de un niño; el adagio latino Verba volant, scripta manent, en que ahora se ve una exhortación a fijar con la pluma los pensamientos, se dijo para prevenir el peligro de los testimonios escritos. A estos ejemplos no sería difícil agregar otros, judíos o gentiles, y nada he dicho del más alto de todos los maestros árabes, que hablaba por parábolas y que, una vez, como si no supiera que la gente quería lapidar a una mujer, escribió unas palabras en la tierra, que no ha leído nadie.

Como Diderot, como el Doctor Johnson, como aquel Heine a cuya memoria ofreció un libro emocionado, Alberto Gerchunoff manejó con igual felicidad el lenguaje oral y el escrito y en sus libros hay la fluidez del buen conversador y en su conversación (me parece oírlo) hubo una generosa e infalible precisión literaria. Gerchunoff, tan inteligente, admiraba menos la inteligencia que la sabiduría; y en el Árbol místico del   -9-   Zohar -el Árbol que también, es un Hombre, el Adam Kadmon- la sabiduría es la segunda esfera gloriosa de la divinidad y la inteligencia es la tercera. La sabiduría, nos dicen, está en el Quijote y en la Biblia; esos libros acompañaron a nuestro amigo en sus andanzas por la tierra, «en el tren paciente a Tucumán... o en la plástica silla de tijera, en la cubierta, frente al regocijo del mar».

Destino paradójico el de Cervantes. En un siglo y en un país de artesanía retórica, lo atrajo lo esencial del hombre, ya como tipo (Rinconete y Cortadillo), La española inglesa, La fuerza de la sangre), ya como individuo (El celoso extremeño, El licenciado Vidriera); inventó y compuso el Quijote, que es el último libro de caballería y la primera novela psicológica de la literatura occidental, y, una vez muerto, lo tomaron por ídolo las personas que menos se parecen a él, los gramáticos. Asombrosos aldeanos lo veneraron porque sabía muchos sinónimos   -10-   y muchos proverbios. Lugones, hacia 1904, denunció a «los que no viendo sino en la forma la suprema realización del Quijote, se quedaron royendo la cáscara cuyas rugosidades escondían la fortaleza y el sabor»; Groussac, años después, condenó la aberración de cifrar «el milagro de la obra maestra, en la sal gruesa de su estilo jocoso, y, desde luego, en los dicharachos de Sancho»; Alberto Gerchunoff, ahora, en estas pensativas páginas póstumas, medita sobre lo íntimo del Quijote. Descubre y examina dos paradojas, la de Voltaire, «que no estimaba excesivamente a Miguel de Cervantes» y que, sin embargo, fue quijotesco hasta el escándalo en su defensa de Calas y de Sirven, víctimas judiciales, y la de Juan Montalvo, hombre devoto de Cervantes, valiente y justo, pero que, esencialmente, no vio en la historia del hidalgo otra cosa que un museo de palabras. Montalvo, anota Gerchunoff «se ejercitó talentosamente en un deporte suntuario de la inteligencia, sin acercarse a   -11-   Cervantes, inclasificable entre los escritores castizos, constreñidos a la celosa pureza verbal y a la tradición gramaticalista de la lengua». Luego, en una oración que merecería ser famosa, habla de las voces foráneas y populares que Cervantes captó, con «oído de músico callejero».

Stevenson opinaba que carecer de encanto, para un libro, es carecer de todo; estos ensayos, casi con insolencia, lo tienen.

Jorge Luis Borges





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- I -

De lo vivo y activo en el quijotismo


Tengo por costumbre, desde hace cerca de cuatro décadas, poner la Biblia en mi maleta de viajero, en la versión de Cipriano de Valera, que me place por sus frecuentes giros arcaicos, y un tomo de «Don Quijote de la Mancha», en una tosca y económica edición de Barcelona, que me acompaña en la vida no menos de media docena de lustros, deslomada por el uso, con las páginas cruelmente abarquilladas y las tapas de cartón con la imagen del Caballero de la Triste Figura, su rocín esquelético y el buen escudero montado en su asno positivo, en colores violentos y abarnizados que largos   -14-   años atrás se me pegaban a los dedos. Esos libros me bastaban siempre en mis variados trayectos de curioso trotador sobre la cáscara del globo terrestre. En el tren paciente a Tucumán o hacia la Cordillera, camino de Chile, en el barco a Europa, cuando Europa ofrecía al mundo el espectáculo de su plenitud armoniosa, o hacia las playas rientes y olorosas del Brasil, junto a la ventanilla del vagón o en la plástica silla de tijera, en la cubierta, frente al regocijo del mar, releía, con incansable apetencia religiosa o poética, la cosmogonía de los primeros capítulos del Génesis, con sus oleadas épicas y sus gérmenes ya completos de sociedad organizada. Y fatigado en la meditación sobre los temas de la humanidad primaria, en que el ingenuo y torvo Adán se desprende de su inocencia de ser divino, esto es, dotado del privilegio de la inmortalidad y del ocio, a condición de someterse, al lado de Eva, maravillosamente desnuda y prodigiosamente inerte, como todo lo que crecía y se   -15-   desarrollaba en la cuenca feraz del Paraíso, al régimen totalitario impuesto a la zona edénica por la voluntad demiúrgica y militar de Jehová, cerraba, digo, la Biblia, con la señal inútil allí donde dejara de leer lo que tantas veces leyera, para abrir, en cualquier parte, la historia de Alonso Quijano, el amable vecino de aquel lugar de la Mancha del cual no quiso acordarse su puntual narrador y yo nunca, en tan prolongada frecuentación del relato, pude averiguar con mis escasas luces, para situarlo en la fabulosa geografía erizada de molinos de viento, de gigantes y de sabios encantados. Mi ánimo se exaltaba así con la sucesiva hilera de aventuras y éstas me sumergian, como solía ocurrirme en la mocedad, en ese estado de ensoñación que es particularmente propicio al que viaja. A través del cristal de la ventana abarcaba la ancha llanura argentina, desplegada de horizonte a horizonte, cubierta de dibujos geométricos trazados por el arte labriego del arado, las islas arbóreas   -16-   de que emergen, con sus cascos rojos o los antiguos y pardos miradores, las mansiones en los fundos señoriales, la capilla doméstica o aldeana, de torre tímida, o poblada, de trecho en trecho, mientras el convoy urgente enhebra sus ristras de kilómetros, por manadas de novillos de ancas compactas y de pelo uniforme, negros, descornados, o bien rojizos y de roma cornamenta, entregados a la actividad multitudinaria de pacer, de llenar sus cuádruples estómagos con fruición metódica. Y también, como en el páramo manchego, molinos de aspas cantarinas, movidas por la racha o por la tracción antirretórica de un oculto motor de medio caballo. Pero, en la hora de la siesta, esas novilladas, esos islotes de eucalipto, esas palas acumuladoras de agua en el tanque de cemento o de barreras de zinc, se transformaban al conjuro de la evocación quijotil, y me despojaba, habitante urbano, de hábitos burgueses, con la pipa en la boca, en persona espectral, en entelequia puramente   -17-   literaria, retrocedido en los siglos, y agregado, por la magia del sublime desfacedor de entuertos, en uno de su grey, inflado de ira contra el cura, el barbero y el académico Sansón Carrasco. ¿Habría retrocedido realmente en la ruta temporal y hundídome en el pasado, incongruente ya con la estancia criolla, la hacienda contemporánea, con el ferrocarril que cruza las hendiduras de los Andes, o las turbinas que impelen al suntuoso transatlántico, con su maestresala que ofrece al pasajero foiegras y caviar y una botella de chablis perfectamente frappé con chispas de helado sudor en el gollete? Lo creo, amigos de Don Miguel de Cervantes y de su multigénito Don Quijote de la Mancha y, por ende, amigos míos. El curriculum vitae del paladín que salió una mañana, a horcajadas de Rocinante, con su visera de pasta fabricada, sin duda, con los desechos de una caja en que se trajo un justillo a su sobrina, al cumplir la edad de moza, la jofaina y la espada comida de orín, en busca   -18-   de ocasiones prodigiosas para mostrar el valor de su brazo y el mérito de su limpio corazón, dispuesto a defender la justicia ofendida, ese curriculum vitae de que nos informa Don Miguel de Cervantes, lleva en sí el sortilegio clarísimo de convertirnos en gente de la raza quijotesca, en amadores suyos, en seguidores inescarmentables de su suerte donosa y melancólica. ¿Qué es el escritor sino un individuo de esa progenie, cuya nobleza consiste, precisamente, en atisbar una posible pendencia, tentado por lo imposible, y desaconsejada por el varón grave que nos advierte con sacerdotal solemnidad: la cosa que intenta no conviene porque no trae provecho ni honra que es una de las más conocidas formas de aprovechamiento? El escritor, sin proponerse gobernar, como el excelente Sancho, la Barataria, ni alcanzar las doradas cruces con que se consagra la importancia de las personas sensatas que aguardan en su casa la honorificencia de la magistratura consular, de la proceratura   -19-   imponente o de la doctoración memorable, el que escoge, para decirlo en breve, el trabajo de la palabra, se tonsura per in eternum secundum ordinem Melchisedec, resuelto a ejercer las proezas quijotescas, acudir allá donde no le llaman y pronunciarse respecto de asuntos que los administradores de la república y los jueces regulares jamás pensarían someter a su juicio.



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- II -

Monsieur de Voltaire y el quijotismo


¿Cómo así? -me preguntaréis. Monsieur de Voltaire no estimaba excesivamente a Don Miguel de Cervantes Saavedra, por ignorar su idioma y por tener una inteligencia demasiado crítica, demasiado sarcástica y racional, capaz de construir una epopeya de burdel para denigrar a la Doncella de Orleáns y restringida por su mismo rigor lógico, que le impedía impregnarse de la poesía humana y heroica que respira la novela incomparable. Mas, no obstante esa lamentable limitación, la sed de rectitud que lo devoraba le condujo a asumir una conducta absolutamente quijotesca. Supo en una oportunidad   -22-   que el ciudadano de Tolosa llamado Juan Calás, que practicaba burguésmente el comercio y se acostaba a dormir cubriéndose la cabeza con un gorro blanco de algodón, fue víctima, en 1762, de un fallo del Parlamento , fundado en testimonios falsos, según los cuales, dicho negociante pacífico dio muerte a su hijo con el fin de evitar que abjurase de la fe luterana. Mademoiselle Calás se le presentó en su residencia, en que compartía la sociedad de hermosas amigas, se entretenía en comentar las intrigas de la corte y en discurrir con sabiduría sobre todas las cuestiones que pueden proponerse al sabio. Mademoiselle Calás era joven y persuasiva y Monsieur de Voltaire, con sus amigas ilustres y sus compañeros dóciles se conmovieron ante esa iniquidad judicial. Juan Calás hacía dos años que yacía sepultado después de haber sido martirizado escrupulosamente por los verdugos encargados de ese servicio del Estado, faena no extinguida aún y que cuenta, desde luego, con técnicos expertísimos   -23-   para desarrollarla cada vez que lo requiere la tranquilidad del orden público o la seguridad de las normas en que reposa el Estado en ese especial momento de peligro para su existencia. Monsieur de Voltaire se quijotizó en el instante en que conoció los pormenores del proceso instaurado al comerciante de Tolosa y presuntivamente filicida. Comenzó a escribir contra los testigos que declararon en el espantoso pleito, contra los magistrados que sellaron con su sangrienta aquiescencia la monstruosidad acumulada con argumentos y alegatos hechizos, contra los miembros del Parlamento que sentenciaron a esa desventurada criatura, motejada de herética, de relapsa, de contumaz, y entregada de antemano por su crimen a las calderas que hierven sobre los braseros perpetuamente encendidos del Infierno, que, afirmémoslo de paso en su descrédito, no inspiraba respeto a Monsieur de Voltaire. Empezó a rugir; su pluma se dedicó a lanzar hojas con burlas, con gritos, con amenazas,   -24-   con pasmosas demostraciones, que hallaban en su almohada los ministros del rey, los servidores palaciegos, las cortesanas en las circunstancias más alegres de sus noches del Louvre o de sus diversiones de Fontainebleau. ¿Quién era ese espectro que respondía al nombre opaco de Juan Calás y con el cual Monsieur de Voltaire les amargaba el entretenimiento en el rincón de la fronda o en el aposento en que los príncipes y las princesas cazaban en los tapices de maese Gobelin, o la dueña de la alcoba sonreía desde un lienzo, con la gracia con que en ese justo minuto sonreía fuera del lienzo, y con propósito más inherente a su frágil y ondulante naturaleza? El caso es que Monsieur de Voltaire gritaba y esgrimía su espectro con tal insistencia que no permitía a los ministros reales hacer su negocio sin que se les presentasen los huesos molidos de Calás ni sus oídos dejaran de ensordecerse con esa resonante requisitoria. Ni podían negociar, ni amar, ni disfrutar la medianoche, la cena do la moda española incorporada   -25-   a la tradición palatina de París, ni conseguían los marqueses y las marquesas, disfrazados de pastorcillos y de pastorcillas, confiarse a la delicia campesina de gozar de la sombra, en una abra de la floresta. Voltaire, que dominaba las ciencias, la filosofía, la historia, por adivinación genial y por conocimiento efectivo, que razonaba con asombrosa agilidad y craso buen sentido, contra lo que tuviere apariencia de sobrenatural o de milagroso y se complacía en carpir los prodigios que iluminan las leyendas en que se advierte el arduo afinamiento del género humano, prototipo de lo antiquijotil, se quijotizó hasta afrontar con valerosa tenacidad a los follones y malandrines que torturaron, condenaron y mataron a un hombre inocente de las culpas que le atribuían; era el más grande escritor de Francia y sabia que su misión le forzaba a salir en defensa de la justicia maltratada.

Lo desmesurado de Víctor Hugo, el antidéspota, el proclamador de la libertad, encierra   -26-   el zumo quijotesco de su espíritu oceánico. Víctor Hugo amaba a Cervantes y su pluma pontifical trazó su elogio con la rumbosa profusión de imágenes, tropos y fórmulas antitéticas que componen su estilo, que oscila entre el sistema dialéctico del profeta Daniel y el verbo flamífiero de Dante Alighieri. Emilio Zola siguió ese ejemplo insigne. Cuando abandonó su retiro de novelista, sus veladas de Medán, su estudio de la influencia patológica en la espesa serie de los Rougon-Macquart, para defender al capitán Dreyfus, acusado del delito de alta traición, o sea por haber vendido un documento del Estado Mayor al agregado militar de la embajada alemana, por lo cual, sin atender razones probatorias ni examinar seriamente el legajo cosido en muchísimos tomos secretos, los coroneles franceses, que aspiraban a derribar la república, ahogar la democracia e instalar a uno de ellos en el gobierno o a uno que los encarnara, lo encerraron en la Isla del Diablo, empezó a escribir   -27-   en «L'Aurore» artículos contra esos coroneles y a demostrar que se estaba en presencia de un pavoroso error judicial, que comportaba a la vez un crimen racial, los literatos más contrarios a la literatura zolesca lo compararon con Voltaire en su desesperada tentativa de reivindicación de Calás. Don Vicente Blasco Ibáñez lo parangonó con Don Quijote y parangonó con el héroe cervantino a Anatole France, partícipe ardiente de aquella campaña que convulsionó a Francia de 1894 a 1906. El caso de Anatole France podría sorprender al observador puramente literario. Tratábase de un autor apacible, perezosamente escéptico, de un epicureísmo plácido, dado al gusto arqueológico, saturado de humanismo erudito, cuyas novelas contienen los blandos sentimientos y el suave pesimismo filosófico que caracterizaron al arte estetista de Francia en su apogeo intelectual de fines del siglo anterior. Combatió rudamente la escuela naturalista y especialmente a su jefe, a Emilio Zola,   -28-   a quien agredió a menudo, como en el «Diálogo de los muertos», incluido en uno de los cuatro volúmenes de «Vie Littéraire», que contienen repetidos ataques, en los que negaba las cualidades más visibles del poderoso constructor de novelas. «Zola es de esos hombres desgraciados -declara en su ensayo sobre "La Tierra"- de quien se puede decir que más le valiera no haber nacido.» A pesar de esas agresiones perseverantes, le conmovió la actitud quijotesca de Zola y acabó por integrar su grupo, con George Clemenceau, Jean Jaurés, Octave Mirbeau, Bernard Lazare, el grupo de «L'Aurore» y de «La Petite République», que luchó bravamente contra el partido antidreyfusista, contra el racionalismo desbordado, que cifró el honor del ejército y de la patria en mantener la condena del presidiario que se pudría en la isla del Diablo, con tal de salvar al núcleo de espías y de oficiales de raíz aristocrática, de los verdaderos culpables , como el mayor Esterhazy, el vendedor del   -29-   famoso «bordereau», que se habían complicado en esa siniestra urdimbre de bandoleros y de fanáticos. Anatole France, indiferente a los azares del mundo, se impregnó de quijotismo, se despojó de su apatía de artista sibarítico y dulcemente moralista, y peleó, codo con codo, con Zola, y terminó por admirarlo, por reconocer sus impulsos de honda bondad humana, que es la sustancia pura de lo quijotesco. Al hablar en su tumba, aseveró: «Emilio Zola fue un momento de la conciencia universal.» Anatole France se quijotizó en esa tumultuosa batalla hasta el punto de transformarse en un escritor militante, en un vengador social, que preconizaba, por encima de todo, la seguridad de la justicia, la justicia que protege al débil, la justicia que contiene en su desborde al fuerte, al privilegiado de la organización política en que vivía.



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- III -

Un pequeño juez embrujado por el caballero de la triste figura


Pero hay un hecho de conversión al quijotismo, en la historia contemporánea de Francia, que me emociona más aun que el comportamiento de Zola, de Anatole France, de Clemenceau, de Bernard Lazare. Aludo a algo que las personas incorporadas a la vida después de la guerra de 1914 a 1918, que fue el primer naufragio trascendente de la civilización, no conocen en la extensión de su importancia moral, si es que lo conocen en alguna forma. Me refiero a Paul Magnaud. Era éste un magistrado que tomó parte en la contienda contra los alemanes en 1870 y   -32-   llegó de simple soldado al grado de capitán, ganado con su valentía patriótica y su tranquila falta de miedo ante el enemigo. Maitre Magnaud no llamó la atención por ideas revulsivas ni actos que denunciaran a uno de esos descontentos semidíscolos que desean evadirse del anónimo por medio de decisiones chirriantes. Pasó por los diferentes juzgados, cuenta Lyret, su recopilador, oscuramente, ocupado en aplicar la letra del Código, y así, por merecimientos silenciosos de funcionario puntual, se le ascendió a presidente del Tribunal de Château-Tierry. Un accidente baladí modificó su posición mental y su concepción común y admitida de las cosas. Una mañana de sol y de lindas muchachas en los puentes del Sena y en los veredones bordeados de estatuas de las reinas de Francia, en el jardín de Luxemburgo, paseaba el hombrecillo ahíto de hermenéutica y de casuística jurídica por los malecones en que se atestaban, en cajoncillos con estantes, libros viejos, y se puso a rebuscar con aire distraído, lo que   -33-   pudiera interesarle, con esa complacencia con que gusta el paseante culto en la ciudad alumbradora, en la ciudad en que reside el genio universal del pueblo francés, revolver la sapiencia aglomerada y olvidada en esos tenduchos atractivamente sórdidos. ¿Buscaría, acaso, el monótono abogado algún panzudo comentario sobre leyes civiles o penales? Adolphe Retté ha contado en «Les Temps Nouveaux» que esa mañana Paul Magnaud descubrió, no un digesto, no un tratado de temas legales, sino un tomo grueso, de tipografía menuda, con ilustraciones groseras y encantadoras, titulado «Don Quichotte de la Manche». Los grabados sedujeron a Paul Magnaud. El caballero montado en su escuálido jamelgo, con su lanza terciada y su mirada perdida a lo lejos, le produjo una rara sensación de dominio virtual; y los carneros y pellejos de vino embestidos le hicieron sonreír, como nunca sonriera en su carrera pulcra de juzgador, le alucinaron y lo indujeron a enterarse de esa narración,   -34-   desconocida en su afán de lector de cuestiones áridamente atañederas a la misión con que se ganaba honradamente su subsistencia. Se llevó su «Don Quichotte de la Manche», se metió en un bodegón próximo a la catedral de Notre Dame, pidió su plato de gigote y su garrafa de vino de Anjou, y empezó a leer, con avidez infantil, las proezas infinitas, las inenarrables peripecias del caballero de lanza terciada y de mirada perdida a lo lejos. Los grandes hombres son grandes niños. Paul Magnaud leyó e interpretó con inteligencia directa de párvulo alucinado las vicisitudes de Don Quijote. Se conmovía, se reía, se entristecía. Su gigote se enfriaba, su copa permanecía llena, pese al tenedor en ristre, y al cuchillo que apretaba con mano crispada, como si fuera el puño de espada justiciera, pues lo quijotil le estaba invadiendo, penetraba en su alma despierta, se filtraba por los poros de su piel, hasta que un nuevo parroquiano le sacudió para que le devolviera el saludo. Así lo encontró   -35-   Adolphe Retté, en esa época poeta simbolista y propagandista del socialismo. Magnaud lo miró con ira, con la irritación apenas disimulada con que miramos al que nos perturba la lectura de un libro agradable en el asiento del tren o del tranvía. No tardó en apaciguarse, o sea, en volver a la realidad de la tierra, del bodegón y del gigote, y acogió con exquisita cortesía a Adolphe Retté, le explicó su descubrimiento, y lo invitó a compartir el manjar ya enfriado y el vino que seguía esperando la tentación del abstraído comensal. Comieron juntos jovialmente, alabaron la carne de paleta de carnero, con la salsa sutil, la salsa capitosa de la cocina francesa, bebieron con competente apreciación el Anjou en reiteradas garrafas y continuaron, en una sobremesa inacabable, leyendo capítulos de Don Quijote, analizándolos, riéndose, ensombreciéndose a ratos. Paul Magnaud no durmió esa noche. La madrugada lo halló con las pupilas enrojecidas, deslumbrado y feliz, con   -36-   la imaginación tendida por las sendas poéticas en que cabalgaba el donairoso personaje, seguido del fiel escudero, en el ámbito manchego, sonoro de voces de desafío, de chirridos de aspas, de silencio sobrecogedor, embrujado por estrellas impávidas.

Sus secretarios y sus amanuenses, los litigantes y los rábulas no lo reconocían más. Su chaquet, de solapas pringosas, y su huidiza corbata, le quedaban más holgados sobre sus hombros puntiagudos y su cuello corto, sus gafas se le deslizaban con la regularidad habitual no bien movía la cabeza; su acento paternal no había variado. Sin embargo, no era el mismo Paul Magnaud que administraba el tribunal de Château Tierry desde 1887. Redactaba la prosa de los fallos sin los interlocutorios gerundios con que adornan sus fundamentos los meditabundos jurisperitos y decía lo que se proponía decir de una manera concreta, comprensible para el último gañán de cortijo, y lo peor, lo más inesperado y lo más desconcertante   -37-   era que acababa por dar la razón a quien la tenía en el litigio entablado ante su estrado. El obrero defraudado por el patrono, la mujer ultrajada con engaños, el individuo desvalido que procuraba el auxilio de la ley, encontraban en las sentencias sencillas y solemnes de Magnaud la satisfacción que humanamente necesitaban. ¿Qué había sucedido con ese tedioso e intachable magistrado? Le inspiraba, según ya sabemos y lo ignoraban los jueces, los diarios, los legisladores de París, el espíritu de Don Quijote, que por ser un hálito de piedad, de consoladora misericordia, de callado e indefectible coraje, es una de las tantas manifestaciones del Espíritu Santo. Los diarios, los magistrados y los legisladores de espaldas a la Francia engendradora y adivinadora, lanzaron el grito de alarma. Magnaud era un revolucionario, un anti-patriota, un anarquista -a fines del siglo pasado no se hablaba de comunistas sino de anarquistas y de socialistas- que transgredía el derecho y contradecía   -38-   los principios de la sociedad. En efecto, el presidente de Château-Tierry era revolucionario porque la verdad es una llama terriblemente e inocentemente revolucionaria, y sus sentencias contrarias al derecho porque su inquisición de la verdad, su anhelo de servir a la justicia, con sanciones incuestionablemente justas, le obligaba a veces a apartarse de las prescripciones anticuadas del Código o basadas en conceptos clasistas. Los tribunales superiores casaban sus sentencias, lo amonestaban, y los periódicos que reflejaban el pasatismo burgués, el egoísmo patronista o el jurisprudencialismo tradicionalista, lo señalaban a la ira colectiva, como si fuera un conspirador, un perturbador de la paz pública, uno de esos delincuentes antisociales comprendidos en la «Loi-scelerat», que prepara bombas en un sótano para arrojarlas al paso de un soberano o al recinto del Parlamento. Nada de eso matizaba el temperamento severo y compasivo de Paul Magnaud. Creía que el objeto del derecho radicaba en   -39-   proporcionar justicia a los que la demandaban en sus desgracias vulgares y en sus desdichas ordinarias, y su finalidad cardinal de juez, predominante y única, fincaba en ser justo conforme a su función en un país civilizado, y no conforme a normas herrumbradas y opuestas a la conveniencia de los hombres congregados en ese consorcio cordial que debe ser una comunidad. Si el derecho carecía en tal o cual aspecto, por anacrónico, de esa eficacia vital, era menester enmendarlo con un juicio libre y consciente, como lo hacían los jueces ingleses, no tan sujetos a los dogmas codificados. No le importaba, por lo tanto, la crítica de la prensa políticamente retrógrada, ni la casación de sus sentencias. Proseguía dictándolas con inalterable energía e inflexible dulzura de corazón, con la confiada majestad con que impartían justicia los reyes patriarcales, en las edades idílicas, bajo el olmo florido, seguros de guiarse por la interior bondad que los animaba y el auspicio de la Divina Providencia,   -40-   asistidos humildemente, no por la erudición de los Digestos y de las Pandectas, sino por la gloriosa iluminación de sus almas. Los tribunales de Francia se cansaron de anular los veredictos del presidente de Château-Tierry, porque éste era un hombre de invencible y pertinaz voluntad. Insistía, volvía a insistir y continuaba insistiendo, imperturbablemente, en nombre de la suprema razón de la justicia. Y poco a poco los magistrados de alta alzada comenzaron a encogerse de vergüenza, de pudor, de convencimiento ilustrado y aprobar lo que dictaminaba, en su mesa de hule raído, el juez Magnaud, el Buen juez -«le Bon Juge» como ya lo llamaba proloquialmente el pueblo francés. Y el Buen Juez, el pobre y tranquilo ciudadano de Château-Tierry, descansaba de su faena, en los días de fiesta, revolviendo con la pala el suelo poroso de su jardinillo, para aporcar o desaporcar una col, o podaba el rosal enjuto, la parra pagana, el peral de retorcidas ramas en que cantaba en   -41-   el alba la alondra gala, la alondra embriagada de música, en que vibra el eco matinal de la campiña francesa y que nos ha hecho amar a la eterna y unánima Francia, porque satura con su grato sortilegio, con su armonía en libertad, el genio del pueblo educador de la humanidad, el de sus poetas, amigos de nuestra intimidad, el de sus pensadores, de mente ordenada y lúcida, el de sus filósofos, profundos y perceptibles en su volición cerebral, desvestidos de aparato vanamente tecnológico, de enrevesamiento artificialmente metafísico, como lo son los dialectistas germánicos, constructores artificiosos de edificios galimatíacos, cohonestadores sistemáticos de la barbarie dominadora, del superhominismo nietzcheano y del super-racismo de Fichte, que produjeron su fruto cabal con la exaltación de Adolfo Hitler al poder de Alemania, en enero de 1933.



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- IV -

Un Quijote argentino


He aludido a la guerra de 1914 a 1918. Contaré con tal motivo un episodio hermosamente quijotesco, que conturbó, admiró y mantuvo en suspenso, temerosos y angustiosos, a los que fuimos amigos cercanos de su protagonista. Quiero hablar de la acción de Roberto Payró durante la ocupación alemana de Bruselas, en aquellos años de la conflagración. Payró se radicó en Bruselas, con su familia, en 1909, deseoso de vivir en Europa, después de servir, por espacio de treinta años, a la cultura de nuestro país, en el periodismo, en la novela, en el teatro, del cual fue uno de los creadores iniciales, y continuar, en el retraimiento de una atmósfera   -44-   propicia, su obra ya caudalosa de escritor. Habitaba un hotelito, amplio y gracioso, en la Avenue Brugmann 327, con una sala espaciosa de trabajo, con todos sus libros de Buenos Aires, con ventanales luminosos que daban al boscoso boulevard, y una veranda de cristal en el fondo, sobre un jardín, con chimenea de caño de hierro forjado y llena la estancia hospitalaria de banquetas de color vivo, de butacas floreadas, de pailas, de jarras de cobre, de morteros de bronce oscurecidos por siglos, de grabados, de cuadros. Este eximio escritor y eminente argentino planeaba allí, en su madurez robusta, las novelas del ciclo de la conquista y del coloniaje de América, con el pensamiento límpido, con el ingenio gozoso, el optimismo sin candor que traslucía su fe en el destino de la humanidad y en el destino de su patria. Allí lo visité en el invierno de 1914 y disfruté del acogimiento de su casa, tan familiar, para mí, tan mía, tan hendida en mi recuerdo como la que habitaba en Buenos   -45-   Aires y que frecuentaba casi desde mi infancia, porque, he de decirlo con modestia y con orgullo, Roberto Payró ha sido mi maestro, mi amigo grande, mi hermano altísimo, mi amparador y mi animador bienamado. Se entenderá, naturalmente, que me comprenden las generales de la ley y mi opinión podría, por semejante causa, ser motejada de parcialidad. Dios me ha librado hasta ahora de la incolora y proficua ventaja de la neutralidad, de la imparcialidad, de la equidistancia en materia de opinar y de juzgar hombres y acontecimientos y me ha permitido situarme en lo verídico, en lo justiciero, en el discernimiento entre el bien y el mal. Hablaré, con esa certidumbre de lealtad hacia lo bueno y lo digno, de que fue un dechado ese maestro y ese amigo, que enalteció mi vida con su consejo fraternal y su amistad, de lo que lo engrandeció y lo sublimó en el transcurso de la dominación prusiana en Bruselas. Pudo Roberto Payró, con la diligencia amistosa del ministro argentino   -46-   en la capital belga, salir del territorio sojuzgado, regresar a su tierra natal, o trasladarse a España o Suiza, sin molestias ni inquietud en lo que concernía a su bienestar y al de su gente. ¿Quién hubiera podido reprochárselo? Pero creía deberse a sus principios de representante de ideales humanos, de la indeclinable caballerosidad espiritual, de la innata investidura quijotil de la verdad y de la justicia, que es una responsabilidad de escritor, de hombre que va al pueblo, con su verso, con su drama, con su cuento, con su novela, con su llamamiento en el periódico. Se quedó, como vengo diciendo, en la Avenue Brugmann, en su hotelito atestado de anaqueles, para estar junto a sus compañeros de letras, que iban a su casa y a los cuales veía casi diariamente, tales como Arnold Goffin, el sapiente traductor de las Florecillas de San Francisco de Assis, el ensimismado pintor de Gouvre de Nuncques, el escultor Lagae, Hostelet, Solvay, Maurice Kuferath, el ilustre musicógrafo y   -47-   comentador de Nietzsche y de León Tolstoi. Consideraba que gozaba de la hospitalidad de un país bello y generoso, puesto que lo admitió en su sociedad más elevada, y le debía su solidaridad en la hora de su desventura. Los militares del Káiser, no diferentes de los militares de Adolfo Hitler, hicieron sentir muy pronto a la población su rigor de invasores despóticos con actos que resultan probablemente de suavidad femenina si los cotejamos con los que entenebrecieron al mundo, de 1940 hasta las ofensivas rusas y la invasión anglo-americana de Italia y de Francia. Los belgas, viejos y jóvenes, se pusieron en la faena trágica y sigilosa de obstruir al invasor, de espiar sus movimientos para informar al ejército patriota que luchaba con grandioso denuedo en Francia, de remitirle, deslizados en las tinieblas, a combatientes voluntarios, que gateaban en la noche por las proximidades de las fronteras, de dificultar las operaciones, la acción cotidiana de los directores del Cuartel General, de defender   -48-   a los ciudadanos sospechosos de conspiración o de ayuda a los aliados. Payró actuó en esa peligrosa faena del patriotismo belga, con los políticos, con los periodistas, con los escritores, con los estudiantes. No se satisfizo nuestro compatriota con esa labor disimulada y expuesta a riesgos mortales, en que estaba complicada, y fue llevada ante el pelotón de soldados que la fusiló, la serena y angélica Miss Cavell. Se sintió obligado, por ser periodista, antiguo redactor y colaborador de «La Nación», a denunciar a la opinión mundial los horrores de la barbarie germánica. «La Nación» publicó sus correspondencias acusadoras y el público argentino y americano supo así lo que era y representaba en la práctica la hegemonía de la Alemania de la técnica y de las universidades, de su filosofía constructiva, de su filosofía del super-hombre, del super-pueblo y de la super-nación dolicocéfala y grasientamente blonda. Los coroneles de la Kommandantur, o sea, del Cuartel General en Bruselas, se   -49-   dieron a inquirir datos sobre el hombre, misterioso para ellos, que revelaba sus asesinatos, atropellos y vejámenes, la resistencia ingeniosa de la masa popular, la astucia del boycot, las travesuras enredadoras de los muchachos belgas. Payró iba al café, charlaba con sus contertulios, mientras en su biblioteca yacían escondidos los manuscritos comprometedores, las notas sobre fusilamientos, sobre encarcelamientos y desapariciones, y en el desván de la Avenue Brugmann se ocultaban, de tanto en tanto, mozos conducidos de burgo en burgo y que esperaban el instante oportuno para escurrirse en la oscuridad hacia el límite con Holanda. No tardaron los precursores de la Gestapo en descifrar el enigma de las publicaciones de Buenos Aires y dar con su autor razonada y fríamente audaz. Registraron su casa con la minuciosidad kantiano-germana, que es un rasgo de la aptitud científica de la raza incuestionablemente aria. No hallaron allí documentos probatorios, más de una vez al   -50-   alcance de su mirada o de sus manos. Pero comprendieron que estaba ahí el culpable y, pese a la protección del ministro argentino, estuvo en repetidas circunstancias por caer en las zarpas de la Kommandantur, que lo declaró virtualmente su prisionero, con el deber de presentarse todos los sábados a sus oficinas. Payró ha referido sus aventuras de Bruselas en una detenida narración, que yo publiqué después del armisticio de 1918 en «El Álbum de la Victoria», y que tiene el valor de un documento literario e histórico de singular importancia para el conocimiento del período de dominación de los alemanes en Bélgica durante la guerra anterior. La vigilancia de los oficiales de la pre-Gestapo no impidió a Roberto Payró continuar sus trabajos de admonición periodística, de participar en los cenáculos de liberación que funcionaban allí donde había belgas, quiero decir, en todas partes. Ese hombre corpulento, de frente arquitectónica, de ojos diáfanamente azules, de rostro pálido, nervioso,   -51-   inquieto, de fantasía divagante y de resolución decisiva, movida a impulsos de su generosidad, cumplió con su misión quijotil de escritor y de publicista, de huésped de una ciudad asolada por una nube de vándalos.

La actitud magnífica de Roberto Payró en Bruselas no solamente no me extrañó por conocerlo tan profundamente, por su íntimo lineamiento psicológico, por su inagotable humanidad, sino por su educación cervantina. Payró, el traductor de la más expresiva literatura francesa del siglo XIX, era de lejano origen hispánico, como lo avisa la cadencia de su apellido, con raigambre enjundiosa en su espíritu, y nos lo muestra, por lo demás, la última etapa de su obra novelística. A esto agregaba su afición a «Don Quijote de la Mancha». Asiduo lector del libro portentoso, lo paladeaba, lo conversaba, barajaba el refranero de Sancho con jubiloso entretenimiento, aplicaba los ejemplos quijotescos a los sólidos contratiempos   -52-   de la vida, los comentaba con interpolaciones de estrofas del Viejo Vizcacha. -No te canses de leer el «Quijote»- acostumbraba a decirme en las reuniones del fonducho en que nos reuníamos, terminado el trabajo en la redacción, con Emilio Becher, con Martiniano Leguizamón, con Joaquín de Vedia, con Martín Malharro. Yo me atenía a su recomendación docente. Ese amor a lo quijotil lo enhiestó en su heroísmo sin jactancia en el día que debió hacerlo, como un soldado de la justicia, de la civilización, de la dignidad. En 1919 regresó a Buenos Aires. Lo recuerdo perfectamente bien. Nos juntamos en el restaurante entre varios, y un asistente a la mesa, no poco sanchesco, le asestó esta inefable pregunta:

-¿Por qué no se fue a España, al comienzo de la guerra? Se habría evitado los trastornos que sufrió. ¿No le parece, Don Roberto?

A Joaquín de Vedia se le crisparon los puños y a Emilio Becher se le contrajeron   -53-   las mandíbulas en una tensión alarmante; lo miró largamente y dijo:

-¿Ha leído usted «Don Quijote»? Léalo, amigo mío, y encontrará la respuesta que Don Roberto no le puede dar...



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