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- V -

La muerte de la caballería y la resurrección del caballero


El quijotismo se identifica con el humanismo. Estiman ciertos críticos, y entre ellos el paleógrafo francés León Gautier, a quien debe la ciencia notables estudios sobre epopeyas y gestas medievales, que Cervantes ha destruido la caballería antigua en la burla macerante de su novela anticaballeresca. Es una interpretación errónea. El género caballeresco, como expresión viva de un medio social y de un sentimiento activo, con la multiplicación retórica de los héroes de similor, había muerto en la España de Cervantes y solamente subsistía en el vestigio de los romances que se cantaban o   -56-   recitaban en las ventas de los caminos. Formaba una literatura perimida, de fabricación, que Cervantes no confunde en el «donoso escrutinio» del cura y del barbero, con lo que hay en ella de clásico y de perdurable. Mas al matar en su aparente parodia el residuo de lo sobrevivido en el tiempo con las aventuras de Don Quijote de la Mancha, el novelista sepultó una frondosa exacerbación de la caballerosidad hiperbólica y falsamente sentida, vista en un desfile de fantoches gigantescos, y la resucitó como fuerza de espiritualidad influyente en los hombres. Las novelas de caballería, cuyo arquetipo más remoto sería «Amadís de Gaula», son fábulas hazañosas en que el argumento perenne es la justa de los paladines y los combates de adalides magnánimos contra adalides fementidos, que se valen del ministerio de los filtros, del encantamiento y de la brujería para vencer con sus ardides a los lidiadores honestos y bravos. Sus personajes son en su mayoría meramente físicos,   -57-   que enceguecen con el resplandor de su espada o al fulgor de su armadura. Gimen de amor, se torturan en penitencias inverosímiles o risueñas, y su fidelidad gallarda se vierte en ríos de llanto desolador. Su nobleza y su gentileza ornamentan una napa humana que empieza y concluye en la corte del rey o del príncipe. ¿Qué doctrina viviente entresacamos de ese follaje en que repercuten perpetuamente el cuerno de caza o los mandobles de los guerreros, que agonizan cien veces y resurgen cuatrocientas, y para los cuales el combate no es una contienda contra alguien, por algo, sino un ejercicio, una inflación parasitaria de la ira ficticia y el furor, un adiestramiento, como en las cacerías y las brutales reyertas en el campamento de Gengis Kan, en las tundras de Gobi? Esa teatralidad paródica y épica, que nos sugestiona con su panorama de selva y de castillo, se trasmuta en el libro cervantino en una visión inversa de los acontecimientos y de los prohombres que los representan.   -58-   Todo lo que cubre la osatura de Don Quijote es tan puerilmente falso como las sílabas sonantes de su nombre compuesto en la vigilia, como su visera de papel, su escudo y su casco. Empezamos por saber que la razón se le ha ido a medida que le iba creciendo el ánimo de revivir lo que no vivía desde hacía centurias y en el camino paradójico, delegado al husmeo del resignado rocín. Cervantes nos comunica el sueño trasnochado de Don Quijote, la composición de su poema interior, y, sin embargo, su propia pintura de ese cabalgador meditabundo y rumiador de trozos de chafalonía extraídos de las novelas de caballería, con intención burlesca o cómica, no consiguen disuadirnos de su belleza y de su grandeza en la continuamente frustrada realización de sus propósitos. Don Quijote demuestra con sus salidas, con sus tropiezos con los patanes, con sus caídas, con sus derrotas sucesivas, la diferencia que lo separa de lo que llamamos equivocadamente los verdaderos caballeros   -59-   andantes, porque su capacete, su espada, sus armas eran auténticas y no recogidas incongruentemente en el sótano en que se guardaban los trastos de su hacienda. No hay detalle que lo aproxime a aquellos pretéritos y pintorescos retadores a muerte de los que escondían a la llorosa princesa o desconocían la sin par hermosura de la dama que servían con su rebosante heroicidad. Esas corazas refulgentes y esas manoplas de acero encubrían en la época de Cervantes huesos muertos que sostenían verticalmente el paramento de metal. Su realidad se desprende de la realidad atribuida al escenario en que lanzaban su corcel y eran una refracción espectral de lo que representaron en la edad combativa en que su grito se oía en los campos de la Europa feudal y en las latitudes asiáticas. En esas edades la caballería desempeñaba una función en la sociedad; la abolición del derecho y de la justicia, determinada por el derramamiento de los bárbaros por los países en que a su paso de horda, con sus carros   -60-   chatos y sus mujeres rollizas y pastosas, destruyeron los museos, los institutos, los palacios y las librerías, le impuso la necesidad de amparar al menesteroso. Miembros de asociaciones secretas, como los Templarios, de órdenes religiosas y militares, constituían la imprevista y providencial defensa del que requería esa denodada asistencia, bajo la advocación de la fe, de la belleza, del amor. Al amanecer del siglo XIV esas instituciones ya no podían conservar su primitivo carácter. Al amortecido feudalismo empezaba a sobreponerse la concepción centralista del Estado en manos del rey, que dejaba de ser paulatinamente un caballero de acuerdo con la noción romancesca, para ser, cada vez con más enérgico poder de absorción, un gobernante despótico o un buen administrador. Felipe el Hermoso resultó, conforme a esa mutación de las costumbres y de las exigencias políticas, el rey más anticaballeresco de Francia, el rey cuyo canciller, Guillermo de Nogaret, organizó el asalto y el secuestro del   -61-   Papa Bonifacio VIII, en su retiro veraniego de Agnani, origen del Cisma de Avignon. En su apremio de monarca totalitario para cubrir los derroches que ni siquiera satisfacía su procedimiento proverbial de batir moneda falsa, se le ocurrió apoderarse del tesoro de los Templarios. Componíase esa orden de hombres religiosos que soñaban con la conquista de Jerusalem y de aventureros ansiosos de menear la lanza en fabulosos itinerarios, desarzonar al infiel de un golpe diestro, despojarlo de su harem y de sus bienes. A menos de centuria y media de su aparición, los Caballeros del Temple, los bélicos peregrinos que tenían por meta de sus hazañas el Santo Sepulcro, poseían, a juzgar por lo que se creía en las capitales europeas, una inmensa fortuna, la fortuna requisada en el Oriente, en las ciudades arrasadas al pasar en su misterioso galope y que formaba montañas en miles de sitios desconocidos, en miles de cuevas de Alí Babá, y de la cual gozaban, en lugares igualmente ocultos, en   -62-   festines fastuosos. La leyenda admitida por los cortesanos de Felipe el Hermoso y por los que rodeaban al emperador de Alemania, les asignaba un ceremonial demoníaco, que celebraban en sus asambleas, y que se parecería a los ceremomiales de la Misa Negra. Los Caballeros del Temple llegaron a ser evidentemente muy ricos y su riqueza movió contra ellos la envidia y la calumnia, y el rey de alma bituminosa aprovechó esa creencia para encausar al Gran Maestre de la Orden, Jacques Molay, considerado por los historiadores de las sociedades de caballería como un santo y un mártir; acusó a los Templarios con la siniestra prolijidad de su legista Pierre du Boist, los procesó, los presentó como gente extraviada en vicios vergonzosos y una noche fueron degollados por los esbirros del rey, que se adueñó de su oro y de sus propiedades. Este asesinato colectivo indignó a los alemanes, que poco después hicieron exactamente lo mismo; hasta que, en 1312, el papa Clemente V , forzado por   -63-   el soberano, suprimió la Compañía del Temple. Con la exterminación de sus afiliados se desvaneció la Caballería, porque los individuos de instinto andantesco comprendieron que el tiempo de Amadís de Gaula, de los nobles compañeros de Rolando, los esforzados buscadores de proezas del ciclo carolingio y del ciclo artúrico, el tiempo de lanzarse al azar en pos de la fama, había pasado, y lo reemplazaba el tiempo acompasado del predominio de lo gregario, de lo ordenado, de lo urbano y civil. Al borrarse la caballería, como entidad social, nació su novela recordatoria, su glorificación prosificada, que un par de siglos más tarde parecía una helada perpetuación verbal que ya no interesaba a la doncella que bordaba, en la España filipesca y funcionaril, cerca del ventanal enrejado, la flor y la hoja en el lienzo de lino, ni distraía la atención del soldado vuelto de la guerra contra el Turco, que pensaba en el barco dispuesto a salir para América. Miguel de Cervantes era uno de esos soldados   -64-   y le constaba como a ninguno la extinción de la caballería profesional e institucional, la extinción de la prosapia de los caballeros, que los reyes hostigaban y sometían a las minucias de su política y a los trámites burocráticos de su cancillería, según podían testimoniarlo los contratiempos y sufrimientos que escarnecieron la impaciencia heroica de Don Juan de Austria o el regateo miserable de pleitista en que se ahogó Hernán Cortés. Esa experiencia en los fracasos de Miguel de Cervantes, filósofo humanamente jovial, que se embebeció en Italia de alegría italiana y de ironía melancólica, no arrasó en su espíritu visionario su pasión por lo fantasioso, por lo andariego, por la aventura tras la suculenta moza o el precario maravedí para comer. Así fue como nació en su mente en forma imprecisa y grisácea el plan de historiar la transformación histórica, la transición de la época del caballero andante a la época del peñolista de la corte, del negociante florentino y genovés, al   -65-   acecho de los desperdicios de la vieja España que se demolía y al atisbo de la nueva burguesía que se hinchaba, en un país desarrapado, con una población que se evadía hacia las colonias transoceánicas, con las car gas que venían en los galeones de Méjico y del Perú.

Cervantes nos mostró en lo externamente postizo de su héroe, y en su incompatibilidad con el ambiente de la comunidad moderna, la preterición de esa literatura irresucitable, con el objeto de restaurar al tipo humano que le sirvió de fundamento para trasfundir su sustancia espiritual en el hombre vivo, como lo era Cervantes, vivo, en la vida diaria, en sus diarios avatares, no ya para singularizarse en la acción fúlgida, si no para vivir. Esa potencialidad anímica hervía en la muchedumbre, y, debido al soplo de su fantasía, a la afición a lo desmesurado, a su voracidad quimérica, que la hacía imaginar mares de pedrería en los reinos mágicos de las Indias, los emigrantes, secundones y pícaros pudieron conquistar   -66-   y colonizar el continente fresco, el continente dorado y verde, el Mundo Nuevo de Pedro Mártir de Anglería. Esos emigrantes peninsulares, hidalgos desguarnecidos de doblones, residuo de las guerras españolas en Italia y en Flandes, prófugos de presidios, caminadores sin oficio, porcarizos y comerciantes, soldados sin ocupación y sin paga, engendraron pueblos y colocaron en la América toda, en el hemisferio colombino, hitos de naciones. Fueron ellos los caballeros andantes que en la estiva de las piojentas carabelas acariciaban la aventura magna, el prodigio de desflorar un universo intacto. Así, al desaparecer la caballería muerta y la novela muerta que la prolongaba en un ditirambo y en un gemido resurgieron como por ensalmo en el espíritu popular y en la voluntad individual y se encarnaron en Don Quijote, que reveló su renacida existencia. El quijotismo, el impulso hacia lo personalmente fuerte, tornó posible el descubrimiento y el sometimiento de América, la   -67-   implantación del idioma y de la religión de la metrópoli por un puñado de buscadores de oro, de buscadores de maravillas. Los definía y disputaba en su temeridad y en su áspera entereza, en su capacidad de enduranza, aquel Don Alonso Quijano, aquel errante hidalgo, pues es el espíritu quijotil el que hispanizó la América, la bautizó y la selló, de la Asunción a La Florida, del Potosí al Caribe, del Aconcagua al Monotombo. Adquiría con esa renovación la caballería desritualizada y desfeudalizada, un sentido de humanidad desenmohecida, refrescada, devuelta a su prístina confianza en la creación. Y traía además una conciencia al individuo que fincaba en la certidumbre de bastarse en medio de una sociedad que cambiaba de alma y de piel.

Ese hombre individual, que es Don Quijote, enseñaba también a los otros hombres, contemporáneos y sucesores suyos en las venideras etapas históricas, la utilidad de defenderse y de defender a los que han menester   -68-   de su brazo o de su consejo si la libertad peligra o si peligra su honor, no el honor medieval, pomposo y tamborileante, sino el honor burgués, es decir el honor que abona, con la dignidad de vivir, la ejecutoria corriente y democrática de toda persona que vive, que es el bueno, como nos lo asegura el más españolizado filósofo germánico, Arturo Schopenhauer, lector de «Don Quijote de la Mancha» y traductor del padre Gracián. El Caballero de la Triste Figura dilucida este punto en el capítulo LVIII, segunda parte, después de su alojamiento en el castillo de los duques, en que lo befaron y ultrajaron con burlas combinadas como en un entremés escrito para divertir a un público de señores. En el campo raso, y vuelto a su espontaneidad espiritual, se dirige a Sancho con estas reflexiones: «La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieran los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra, ni el mar encumbra;   -69-   por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida; y por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres.» Esto trasunta una significación trascendental. Desea expresarnos con esa afirmación el heridor de pellejos de vino, el embestidor de carneros, y el tierno amparador de Andresillo, al que apaleaba en un hueco del bosque su avaro patrón, que todos, por ser de la universalísima estirpe adámica, somos dueños de nuestra libertad y guardianes, al precio de la vida misma, del honor inseparable de su beneficio. Cervantes fundó con el ejemplo quijotesco, o con el quijotismo, que, como hace constar Don Miguel de Unamuno, su evangelizador místico y filosófico, es cosa que no ha de confundirse con el cervantismo, cosa yerta de historicistas, de eruditos en fechas, en pormenores, en naderías de discurso académico, fundó, digo, la caballería ciudadana, la caballería del hombre libre en un conjunto social organizado para respirar libremente.



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- VI -

Erasmo y la técnica de la locura


Don Miguel de Cervantes Saavedra revistió a Don Quijote, para poderlo poner extemporáneamente sobre el camino y procurar lo que procuraba, de dos configuraciones, una exterior y otra interna, que le sirviesen de salvoconducto y lo sustrajesen a la inquisitorial policía del Estado y de la Santa Hermandad. Lo paramentó con indumentos hilarantes y lo desposeyó de la cordura. ¿Quién impide -habrá pensado- las andanzas de un disfrazado o censura con hurañía dogmática las disertaciones de un loco? Erasmo de Rotterdam aplicó análogo método para disimular la verdad y libertar   -72-   la razón en su «Elogio de la locura», publicado treinta y siete años antes de nacer Don Miguel de Cervantes. Erasmo, llamado anacrónicamente el «Voltaire latino», tenía mucho del efectivo Voltaire, sin su pertinacia y su valor en las horas graves. Ese hijo natural de no sabemos qué gentilhombre holandés, se vio desde temprano en la urgencia de proveerse de sustento y se lo ofrecía en su época, cuando Cristóbal Colón estudiaba los mapas de Bartolomeo Perestrelho, la cartografía y los monografías sobre navegación marítima de Abraham Zacutto y de Joseph ben Johel, el arrimo al convento, donde había paz recogida y manuscritos en griego y en latín, libros de teólogos y de poetas. En la escuela del profesor Alejandro Hegius aprendió los rudimentos de la lengua del Lacio, a deletrear a Virgilio y a descifrar los apotegmas de los filósofos helénicos. No era fácil para ese niño anheloso de saber, encontrar techo y pan. Monaguillo de la Catedral de Guda, alumno del   -73-   Seminario de Bois-le-Duc, pupilo del Convento de Emaus, protegido del obispo de Cambrai, se ordenó de presbítero, sin que la religión, el culto, el rito, el conventualismo le diesen la fe conveniente para ser un sacerdote o un monje de oblato sincero. Se reía de los opíparos yantares en los comedores sombreados, de la holganza y de la beatífica pachorra de los frailes, de sus siestas pesadas, de su falta de curiosidad por lo que contenía la biblioteca conventual, que salvó el mundo de la oscuridad traída por los gépidos y los hérulos, y preparó la llamarada del Renacimiento, primavera del espíritu humano. Abandonó el claustro y anduvo por las ciudades cultas, riéndose de lo risible, aunque en sabia y ciceroniana prosa latina, que apreciaban los finos prelados que pasaban su vida con horaciana y epicúrea complacencia. No se creía el agudo complementarista de los clásicos y de los místicos con compromisos de gratitud para nadie ni con deberes caballerescos de reciprocidad   -74-   para sus protectores. Entendía que cualquier procedimiento para instruirse y expresar lo que pensaba podía emplearse sin desmedro de su buen nombre, inclusive burlarse, en su «Sórdida opulencia», del ilustre tipógrafo Aldo Manucio, que publicó sin ambición de lucro un libro suyo y lo hospedó en su casa un año entero. Erasmo de Rotterdam era un gran hombre y una mala persona, si lo juzgamos con nuestra moral burguesa, que es la buena moral , como el honor burgués es el buen honor. Sostuvo una detenida correspondencia con Lutero en que criticaba las costumbres del sacerdocio, los errores de la política eclesiástica, la indiferencia pesimista en los que gobernaban la Iglesia. Es considerado como el engendrador de la revolución religiosa; se dice que «Erasmo puso el huevo de la Reforma y Lutero lo empolló». Se peleó con Lutero, lo atacó en una violenta polémica, y retornó al catolicismo con la ubicuidad y la sinuosidad de su blanduzco temperamento, de   -75-   hombre disconforme y sin integridad para mantener su disconformismo. A pesar de tal volubilidad, de tal ambigüedad acomodaticia, este escritor antiquijotil estaba dotado de un grado suficiente de quijotismo para ser fiel a lo único que amaba en su existencia trashumante, que era criticar los prejuicios y decir la verdad. Ha encontrado en «El elogio de la locura» la técnica para hacerlo sin el temor de caer en la cárcel. La Locura, en su cátedra, ante un auditorio de representantes de las categorías funcionales de la sociedad, desde el monje hasta el Sumo Pontífice, flagela a los que la oyen con el análisis de sus deficiencias, de sus deformidades, de sus vicios. ¿Le hubieran permitido a Erasmo manifestarse con tan hiriente franqueza, si en vez de endosar sus razonamientos a la Locura la hubiese sustituido por un ente cuerdo? Miguel de Cervantes utilizó el subterfugio erasmiano para que su héroe pudiese desempeñarse con igual seguridad, dando a ese hombre verdadero, dispuesto   -76-   a servir a la verdad, la apariencia vistosamente falsa en el traje y en las armas y la apariencia inofensiva del enajenamiento mental que le autorizaba a circular y a vocear en todos los lugares a que se allegase lo que le ardía por dentro, ardor de justicia, de alta razón sobre las razones bajas, de misericordia enternecida hacia el triste y hacia el sufriente, de grandeza sustancial sobre la grandeza decaída en un país envenenado con el recuerdo del imperio de Carlos Quinto y que no lograba comprender, ni alcanzó a comprenderlo después, que su plenitud imperial no se cifraba en las minúsculas intrigas de Londres, de Roma, de París, en el dominio eventual de un pedacito de suelo italiano o belga, sino que se espaciaba del Atlántico al Pacífico, del Plata al Orinoco, en la vastedad de América. La España filipesca no lo comprendía en su funesta pesadilla y se desleía y deshuesaba en su énfasis estático; y al irse deshaciendo recuperó la fuerza salvadora en la coherencia que cobraba con el   -77-   idealismo de acción individual que le devolvía, sin advertirlo, en América, lo que perdía para siempre en Europa. Ese idealismo individualista que simbolizaba Don Quijote de la Mancha terminó por derribar, como a la caballería ficticia, las ruinas y los escombros de la monarquía universal, y por restablecerla en las márgenes de los ríos y en la ribera de los océanos americanos. España había dejado de ser, desde el punto de vista europeo, una gran potencia y un gran monopolio político y se convirtió, por el quijotismo difuso y actuante, en un gran pueblo, paridor de pueblos. El quijotismo, que es el humanismo viviente y no el literario y culteranista como lo fue el de los cenáculos refinados de Italia, se trasfundió en la grey común y en fermento de albedrío y de poesía popular. Lo enfáticamente épico de la novela de caballería se transformó en el lirismo vivo de lo quijotesco.



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- VII -

Don Juan Montalvo y el quijotismo


Ese lirismo quijotil y humano inspiró la vida y la obra de un maestro de nuestro mundo americano. He nombrado a Don Juan Montalvo, escritor y publicista del Ecuador. Tocóle militar en la Hispanoamérica de mediados del siglo XIX, una Hispanoamérica de revueltas, de luchas civiles, de caudillos liberales y de caudillos ultramontanos, que se despedazaban entre sí y gobernaban con el corchete, el calabozo y el destierro. Adolescente aún, le depositó la suerte en París, en calidad de secretario de la legación ecuatoriana, y en la metrópoli, agobiada todavía por lo reciente del golpe   -80-   de Estado de Napoleón III, condenado en la posteridad al fuego eterno de las admoniciones de Víctor Hugo. En París se educó Montalvo, en sus vibrátiles veinte años, en el romanticismo y en el quijotismo, porque «Don Quijote de la Mancha» era su solaz y su descanso. Vio de cerca a Lamartine y a Musset y cuando se reintegró a su patria, a su tierra natal, quiso servirla con su vehemencia de demócrata romántico y de repúblico quijotesco. En sus pobrísimos periódicos agredió a los que degradaban el ideal republicano con tanta fuerza que los propietarios del poder le obligaron a expatriarse a las inconexas naciones vecinas y continuar allá su labor de patriota. Perseguía a los tiranos con su encendida arenga escrita, lanzada como un proyectil -hoy diríamos como un «robot»- a la faz de García Moreno, el gobernante déspota. García Moreno pereció, como en el quinto acto de una tragedia, y Don Juan Montalvo exclamó, al saberlo en el extranjero: «Mi pluma lo mató.» Era cierto. Esa pluma no se redujo a enhebrar artículos de polemista irresistible. En su peregrinación azarosa compuso «Los siete tratados», la entrañuda «Geometría moral», y sintetizó su conocimiento experimental de los ceñudos malandrines en su extensísimo trabajo de humanista hispanoparlante, titulado «Capítulos que se le olvidaron a Cervantes», «ensayo de imitación de una obra inimitable». ¿Cómo no aprovechar su gusto cervantino y su amor a Don Quijote después de su continuada intimidad con el autor y su personaje, y más aun dada su observación de las escenas vividas, en Quito y en Guayaquil, en la vecindad de los que se le figuraban los follones de su tema de tantísimo tiempo? La tentación lo venció, sin que desconociera la dificultad de realizar su antojo. Quien ha leído «El buscapiés», el primer capítulo del libro, descubre al humanista, al pensador combativo, poseído de eficaz opulencia idiomática, de ingenio maduro, de picardía intencionadísima.   -82-   No en vano admiró esa «imitación» a Don Juan Valera, que la ensalzó extremosamente. Don Marcelino Menéndez y Pelayo, nunca arbitrario ni falloso en su juicio, reconoció la importancia de ese ensayo, su brillantez y su forma castiza, excesivamente castiza; pero opinaba que era un prosista «algo pedantesco». No carece de exactitud esa definición. Don Juan Montalvo incurrió en la equivocación de escribir más lindamente, más cervantinamente que Cervantes, como el Conde de Cheste al seguir a Baltazar de Alcázar en una pantomima de sus coplas de «La Cena». Baltazar de Alcázar dice:


En Jaén, donde resido
Vive Don Lope de Sosa...

El Conde de Cheste dijo en sus candorosas coplillas:


Era Madrid, donde resido
Entre trovas del Ariosto ...

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El excelente académico, con su casaca y su calva omniluciente, estaba convencido de haber mejorado el mosto con que nos marea Baltazar de Alcázar al embotellarlo en su lujoso recipiente. Y tal vez Don Juan Montalvo haya supuesto que su prosa era positivamente cervantesca y meritoria por su casticismo, por su tufo arcaizante y su dejo arqueológico. Con ello se ejercitó talentosamente en un deporte suntuario de la inteligencia, sin acercarse a Cervantes, inclasificable entre los escritores castizos, constreñidos a la celosa pureza verbal y a la tradición gramaticalista de la lengua. Cervantes introdujo neologismos en el idioma, incorporó a su uso vocablos foráneos y mezcló al léxico culto las voces que su oído de músico callejero captaba en las reuniones de barriada, en las disputas de la soldadesca, en las catervas de los barcos, en el cautiverio, en la prisión. Era un captador atmosférico del idioma y lo vertía en sus novelas y en sus cuentos, sin de tenerse a pulirlo y a engalanarlo   -84-   con arbitrios de tocador. Su casticismo no le viene de su purismo de estilista, de la penosa elucubración en el taller del literato, sino de su elemental identidad con lo recóndito de su país y de su pueblo. Ese casticismo de Cervantes no es un misterio gramatical sino un misterio de concepción. Imitarle con el sudoroso afán de ser castizo, y esta es la trampa en que ha caído Don Juan Montalvo, es alejarse del sumo hacedor de criaturas artísticas a leguas de distancia. La vida inspiró a Cervantes y le dictó sus clases de literatura en el patio de Monipodio y en los recovecos del Hospital de los Podridos. A Don Juan Montalvo le inspiraron las Musas de la erudición. No empecen estas observaciones , que hago con admiración por el autor americano, reconocer la belleza de los «Capítulos que se le olvidaron a Cervantes». Su libro se lee, se disfruta, porque abundan en sus parvas de páginas momentos de gran escritor y ponen de manifiesto a un hombre que si bien no logró repetir lo irrepetible,   -85-   ha penetrado su pensamiento, su contenido ejemplar, su valor humano y aleccionador. Este prominente quijotista realizó en su trayectoria tumultuosa una obra más valedera que la tentativa inolvidable de remedar la novela de Cervantes y que fue vivirla peligrosamente, no a imitación de su libro sino a imitación de su héroe, haciéndose heroico y aceptando los obstáculos, los sacrificios, las penurias del luchador en el aislamiento, la inseguridad, el acompañamiento del dolor y la recompensa de la ingratitud, hasta que, muerto ya, se descolgó la lluvia de las alabanzas sobre su prematuro sepulcro.



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- VIII -

Del amor libertado, del amor caballeresco y del amor retórico


En la época filipesca de España, a largo tiempo después de la multípara Celestina, decayó el amor de prestigio natural y se deslizó por las callejuelas en que lo rodrigaban viejas bribonas, como escapadas de las comedias de Aristófanes, o se disfrazaba, despojándose de su carne y de sus huesos, en personaje dramático. Bajo este aspecto, envuelto en pesados terciopelos y en pomposos brocatos, se le veía en los dramas de Don Pedro Calderón de la Barca o de Lope de Vega defendiéndose, en nombre de la honra, del agresivo capitán o del conde ahogado   -88-   en su propia nobleza. En cambio, en «El Corral de la Pacheca», el amor de callejuela danzaba con la saya al aire y cantaba en lengua de germanía cosas que ponían sobre brasas a la muchedumbre picaresca.

Don Miguel de Cervantes Saavedra, que anduvo por los cuatro rumbos del mundo entonces conocido por los soldados y los poetas, tenía un concepto menos funesto y más limpio de uno y otro amor. Gustaba de la mujer y la perseguía hasta cuando no era más que una sombra, con una mezcla de devoción poética y de fuerte impulso humano, pues todo en Cervantes era hondamente humano y poético. Tras ella anduvo de mozo en las tierras solares de la península y tras ella se mareó bajo el cielo amoroso de Italia cuando, con su chaqueta de la mesnada de Don Juan de Austria, vagó por sus ciudades olorosas a la espera de la magna jornada contra el turco. La mujer le tostaba piel y sesos, mas nunca, -fuese quien fuere, dejó de ser en su espíritu el ser maravillosamente   -89-   alcanzable que debía agrandarse en su memoria o en la imagen que fijaba en su página henchida de calor vital.

No obstante ello, el padre de Don Quijote de la Mancha creó mujeres de fantasía, no sujetas a apreciación demasiado material, sin duda para que no envejeciesen y se mantuvieran siempre en su donaire ruidoso en la escena popular o en su gravedad y en su irresistible atracción, como las que se evocan y a veces apenas se adivinan, dolorosas y dominadoras, en «Los Trabajos de Persiles y Sigismunda». Mas todavía se le debe una proeza mayor al ingenio hacedor de Don Miguel de Cervantes Saavedra. Su figura más perpetua de mujer es una refracción de un sueño hilvanado en una noche de locura. Dulcinea del Toboso, incentivo permanente de Don Quijote en sus extensas rutas, resulta una creación de poesía y de mitología destinada a encarnar el amor ideal, tutor y conductor del amor que ha de ser algo más que un mero encuentro de hombre y   -90-   mujer. Y si comparamos a esta figura, tan evidentemente simbólica y tan visiblemente encendida en algún recuerdo de adolescencia de Don Miguel de Cervantes Saavedra, pobre, infortunado y tímido, con la mayoría de las damas orondas de decoro del teatro clásico, hallaremos más artificiales a éstas que a aquélla. Doña Dulcinea del Toboso tiene la configuración de todas las mujeres que hablaron y hablan a la imaginación de los hombres; las damas ilustres que llenan las cortes de Calderón y de Lope no nos seducen; se nos imponen por su fría magnificencia. Podemos admirarlas mientras las vemos; jamás las recordaremos al alejarnos del tablado en que nos impresionaron con su énfasis o con su grito. Nunca nos seguirán en la soledad, nunca nos harán cerrar el libro que leemos para pensar en ellas, o porque una de sus sombras se nos acercó para interrumpir nuestra meditación.

Cervantes frecuentó bastante la academia de la taberna, la trastienda de la librería y   -91-   las asambleas de los legos, repletas las faltriqueras de versos inéditos, para repetir esas figuras en que el amor es una recitación de certamen. Intentó, por lo tanto, despojar al diocesillo de su caparazón de hielo y devolverle la libertad para lanzar sus flechas sin pedir permiso a los maestros de literatura.

El amor fue pintado en España, en sus tiempos clásicos, por dos tipos de poetas: el poeta fraile o afrailado con tendencia a ablandar el non obstat en los conventos donde hallaba apoyo continuo y en las iglesias de la vecindad en cuyos atrios resultaba fácil codearse con próceres. Estos poetas, a veces destinados a lo imperecedero, hacían del amor un fantasma de princesas o un suntuoso espectro de cortesana, de miedo a que se filtre en sus diseños de mujer alguna de las pesadillas que solían frecuentar sus noches solitarias. El otro tipo de poeta, como el autor de «La Celestina» o del que construyó tan jocundamente una de las más grandes novelas de nuestra lengua, Mateo   -92-   Alemán, se consagró a tasar la mujer con graciosa medida en lo que pesaba y medía, con una natural verdad de individuo que no tiene tiempo para devaneos. Cervantes añadió a esa percepción positiva su alcaloide poético, sin dejar de ser soldado impaciente, andariego, buido de sentimientos activos y atropellador.

Atravesaba el amor la crisis española que atravesaban los españoles mismos. Se desmoronaba el edificio feudal y el esfuerzo constante de la Santa Inquisición no lograba mantener en su pie los muros que iban cayéndose a pedazos. Esos sobrantes sociales de que se purgó la Europa de la Edad Media con la empresa de Las Cruzadas y que eran los soldados en ocio, los desechos de la sociedad, menesterosos siempre de sustento y de aventura , socavaban esos muros con su bullicioso afán de tragarse la vida en un solo sorbo por temor a que mañana fuese demasiado tarde.

Ansiaban partir para América, y en la   -93-   nave que debía trasladarlos al Nuevo Mundo, cuyo sabor pregustaban con los relatos que traían los primeros indianos, en esa nave, digo, no cabía la dama acartonada y rígida de Calderón, sino la mujer viva, plegadiza y plástica como su espíritu y dispuesta a seguir a su hombre adonde éste quisiere, selva o desierto, y volverse una pareja de vasta progenie en el continente cubierto de estrellas «vistas sólo por la antigua gente», según leemos en «La Divina Comedia».

Miguel de Cervantes Saavedra estuvo por tentar el gran sueño de América, por acercarse a la selva de los trópicos de oro y a los ríos extensos y anchos como finares. Conocedor de la soldadesca, a la cual perteneció, gustaba fantasear sobre el tema de la mujer en excursiones líricas y tenerla, fuera de ese vuelo imaginativo, lo más vecina a sus brazos. Por esto, tal vez, sus Novelas Ejemplares, obra maestra cada una de ellas, nos trazan semblanzas de mujeres substraídas al ropaje retórico y hechas para el vaivén   -94-   callejero o para el trabajo y reposo del corazón. El escritor que dio existencia en el plano poético a Doña Dulcinea del Toboso contribuyó, con los alegres maestros de la copla y de las comedias populares, a libertar la mujer de la rigidez que le comunicaran, aunque fueran poetas de genio, los dramaturgos que se obstinaban, a menudo, en apartarse de la vida para refugiarse en la solemnidad de los símbolos. Don Miguel de Cervantes Saavedra, soldado, aventurero, presidiario y poeta, amaba la vida y no quería transfundirla en sus obras con un sentido de veracidad realzado por las trascendencia poética y no pocas veces por su visión cómica, por su inclinación filosófica a la ironía pesimista.



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- IX -

El retorno a don Quijote


Las obras maestras como «La Divina Comedia», «Don Quijote de la Mancha», «La vida es sueño», o «Hamlet» están circuidas por un halo de niebla que les inunda perennemente de sugestiva atracción. Creemos conocerlas a fondo porque las hemos leído infinidad de veces. Sin embargo, si volvemos a cualquiera de ellas, desengañados de los libros que aparecen y que nos ilusionan por la novedad de su composición o su interés de actualidad o necesitados de refrescamiento en un entreacto de trabajos o estudios áridos, las redescubrimos y nos restituye la emoción prístina que nos produjo. Nos impresiona esa obra maestra con imprevistos hallazgos, que interpretamos con   -96-   más exactitud, con aplicación a la filosofía enriquecida por la experiencia, o renueva el deleite que nos causó en anteriores lecturas. «Don Quijote de la Mancha» es el libro que más a menudo tienta al que se ha acostumbrado a leerlo. Le distrae con su forma, con la pluralidad de sus episodios, con la repetición de los pasajes que le regocijaron o le conmovieron. Es el talego del rico dadivoso que nunca se agota. Pero, ¿nos permite la posición en que nos colocamos ante la vida en toda ocasión, apartarnos de las exigencias que nos impone, y gustar su belleza con ánimo transparente, o analizar lo que sugiere su profundidad? Sabemos que Bartolomé Mitre leía al Dante en su tienda de campaña mientras dirigía la guerra de la Triple-Alianza contra el tirano del Paraguay. Mitre era un hombre de genio, como lo atestigua la ingente obra realizada en su existencia de gobernante, de educador del pueblo, de formador de sus instituciones, de historiador, de polígrafo. Lo que es accesible   -97-   al hombre de genio no es alcanzable por el mortal de medida común. Cohibido por las trabas de la posición que toma, que le señala deberes que juzga moralmente cardinales, se abstrae del placer, de la voluptuosidad, de hojear con sibaritismo intelectual las obras que le otorgan esa dicha en los ordinarios tiempos de normalidad. Me pregunto, por esto, si los amantes de «Don Quijote» han podido serenarse en su amistad en estos años, en este lóbrego terror milenario del cual está saliendo la civilización. Por mi parte confieso que estuve alejado de esa distracción espiritual casi por espacio de una década, desde que la concepción antiquijotesca, esto es, contraria a la expresión de lo más genuinamente individual y antagónica por lo mismo con la justicia del individuo, que es el fin de la sociedad civilizada, empezó a dislocar al mundo con su fuerza de huracán. Llamo antiquijotesco a lo que se opone a la posibilidad de empuje, a la aspiración al ennoblecimiento de la vida   -98-   que realza a la persona humana en su desenvolvimiento social. El mundo conoció esa pausa de tinieblas y, por suerte, lo que quedaba en los países de levadura civilizadora, de ansia de libertad, de audacia de espíritu contra la tromba física, armó los brazos quijotiles para defender esa herencia preciosa. Esos brazos, en los campos de combate o lejos de ellos, en el campo de la controversia, de la prédica de la razón contra el viento de la sinrazón, no disponían de equilibrio, de paz en el alma, para entretenerse con la meditación sobre Don Quijote. Animados por el humanismo activo, los hombres poseídos por ese sentimiento abandonaron lo que fuera placidez agradable, a los maestros de la poesía y del pensamiento, para entregarse a su lidia con los enemigos de la humanidad que se modela en su progreso en el sueño de los pensadores y de los poetas. Dejaron de lado a Don Quijote para avecinársele en la realidad de su designio y emprender a su vez lo que parecía la milagrosa   -99-   aventura de vencer lo invencible. La gente educada en los fines que asignan un ideal a la vida para depurarla de lo que suele afligirla y humillarla, e impedir el florecimiento de los hombres que no admiten que la sociedad se gobierne por instintos puramente fisiológicos, vió en esa diseminación de doctrinas sombrías y de sucesos más sombríos que las doctrinas en que halla su origen, un signo de ludibrio universal, y supusieron que el mundo se precipitaba al abismo. No se discernía augurio que no lo presagiara. Las ciudades venerables por su historia fueron invadidas como en la época en que el Imperio Romano se desmoronó en pedazos y las universidades, las escuelas, famosas, los recintos de la ciencia y los recintos del arte cayeron en manos de aquellos que en el Medio Evo se desparramaron por esas regiones, gratas desde la antigüedad a los Dioses afables. Mas el horóscopo del hombre libre es menos infausto que el de su perseguidor. Y los países en que predomina   -100-   el hombre libre supieron salir al encuentro del muy armado follón y del muy pertrechado malandrín. ¿Será indomable en su acometividad?, se preguntó entristecido el espectador. Los países paladinescos y los hombres paladinescos salvaron así lo que tienen los pueblos de humanismo, de fertilidad de alma, de cavidad virginal para alojar lo quijotil. Es justamente cuando los que coadyuvaban a la lucha a millares de kilómetros de su teatro de fuego y de muerte doblaron las páginas de «Don Quijote de la Mancha» para ocuparse devotamente en proclamar a los que luchaban y compraban con su vida el derecho a que vivan los demás, naciones y personas. Humildísimo entre esa gente empeñada en servir a la libertad de la razón y del espíritu, tan mínimo como puedo serlo, contemplo en las vísperas del renacimiento de la claridad la vuelta de Don Quijote al retiro de los que lo aman. Posiblemente se contraigan las cejas del cervantista, y no lo soy yo, al advertir   -101-   esta mezcla del quijotismo de Cervantes y de Don Quijote con eventos que en nada se relacionan con tan abstractos asuntos. ¿No se acuerda -me diría- que Ernesto Renán abandonó París en el lapso de la guerra franco-prusiana, en 1870, para alejarse del tumulto y del son popular, de la obsesión del conflicto, y escribir en la quietud de una población tranquila sus «Diálogos Filosóficos»? Renán no estuvo ajeno a esa guerra, según lo documenta su célebre carta a David Strauss, el historiador evhemerista de Jesús. Por lo demás, he seguido en este nuevo «Buscapiés», no tan magistral, sabidor y discreto como el de Don Juan Montalvo, el ejemplo de Don Miguel de Cervantes Saavedra, que no quiso, como escritor, desviarse de algo que fuera pertinente a su lugar y su tiempo. Su libro es un espejo social y un espejo no exento de calidad para agrandar las muecas de las imágenes que se refractan en su luna. Y si Cervantes, con tanta fluidez de genio y de ingenio, se mostró   -102-   modestísimo en la atención de las cosas cotidianas, con cuyo aderezo hacen los novelistas imantados por el Espíritu Santo, que es el espíritu cósmico, obras para las generaciones venideras, ¿cómo me ausentaré yo, minúsculo amador suyo, del ámbito en que respiro y eludiré la racha que me arrastra? Podría con ese apartamiento de la realidad, que dejará en todos un amargor para siglos, arribar a una gélida perfección de cervantista, mas dejarla de ser hombre. Sé que en las praderas del Empírico, donde hoy cabalga Don Quijote, descansado de sus fatigas, el buen caballero me aprueba; y espero, lector cultísimo y benévolo, que tú harás lo mismo. Y si tu paciencia es corta, afanoso de leer la historia jocunda, te autorizo, sin mengua tuya, a saltear a hilvanes y no a pespuntes estas páginas tejidas para ti con mejor intención que suerte. Y si las soportas y gustas, Dios te lo pagará con su misericordiosa munificiencia y a mí me amparará con el sabroso mendrugo a que tienen derecho los fieles alumnos de las Musas.








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