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La aventura, siempre [Fragmento]1

Agustín Fernández Paz






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«Literatura de aventuras y viajes». Éste es el título que Elisabet Marco, desde la Asociación de Prensa Juvenil, me propuso como eje del foro que hoy iniciamos, quizá porque en una buena parte de los libros que he escrito hasta ahora la aventura ocupa un lugar central.

La imaginación se me disparó de inmediato, pues las aventuras y los viajes también son elementos imprescindibles en mi biografía de lector. A mi memoria comenzaron a acudir títulos y autores que marcaron etapas muy diferentes de mi vida. De toda mi vida, no sólo de mi infancia o de mi juventud.

En primer lugar, los que había en la «biblioteca» de mi padre, esos pocos libros que leí una y otra vez cuando era un niño. Los de Jules Verne, con La isla misteriosa como título mítico que aún hoy me sigue fascinando (por cierto, de los seis títulos que había de Verne, uno de ellos era Historia de los grandes viajes y de los grandes viajeros, poco conocido y tan interesante como sus mejores novelas). Con ellos, algunos libros de Salgari (en mi memoria está, sobre todo, Un viaje al polo en automóvil), de Stevenson (La isla del tesoro, La flecha negra y el inquietante El diablo en la botella), de Mark Twain (El diario de Adán, El diario de Eva), de Edgar Allan Poe (una selección de cuentos encabezada por El escarabajo de oro) y algunos más. En el texto «Como quien bebe agua» hablo de ellos y de la importancia que tuvieron en mi iniciación como lector.




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No sería honrado si no hablase aquí de los cómics, o tebeos (ese «cine de los pobres» en los años cincuenta), que tanta importancia tuvieron en mi infancia. Nunca han dejado de gustarme, sigo comprando álbumes con frecuencia, los considero una modalidad narrativa muy interesante. De los de entonces, algunos siguen pareciéndome muy buenos (el trabajo de gente como Benejam, Vázquez o Coll, o el primer Capitán Trueno, por ejemplo), pero otros ahora me parecen nefastos, tanto estética como ideológicamente (como Roberto Alcázar o El Guerrero del Antifaz). También me encantaban algunos superhéroes (Batman, Superman, Spiderman), y a varios he acabado homenajeándolos en mis libros (como en El laboratorio del doctor Nogueira o Cuentos por palabras).

Mi afición se consolidó cuando, en los primeros años setenta, descubrí el cómic europeo que antes no llegaba a España. Además, coincidió con la publicación de estudios teóricos sobre la ideología y el lenguaje de los cómics, que me interesaron mucho (cómo no recordar Apocalípticos e integrados ante la cultura de masas, de Umberto Eco). Sigo leyendo tebeos, y creo que los lectores que no conocen ese mundo se están perdiendo algunas obras maravillosas (desde Trazo de tiza de Miguelanxo Prado hasta Watchmen de Alan Moore, pasando por Mauss de Art Spiegelman o Las falanges del Orden Negro de Christin-Bilal, por citar cuatro obras maestras de estilos muy diversos).




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En mi adolescencia, con el acceso a otras bibliotecas (pasé siete largos años interno en la Universidad Laboral de Gijón, donde había algunas muy estimables), mi campo de lecturas se amplió mucho. Fueron los años en los que comencé a comprar mis primeros libros con un cierto criterio y a intercambiarlos con las personas amigas. Más adelante, vino el entusiasmo ante autores considerados canónicos, como Kafka, Camus, Cunqueiro, Valle Inclán o Joyce, que alternaba con todo tipo de novelas de género, una lectura que entonces no estaba bien vista en los ambientes intelectuales. Por aquellos años, leí con fascinación a los grandes de la novela negra (Chandler, Ross McDonald, Jim Thompson, Hammett, etc.), o a autores de narraciones de terror y de ciencia-ficción, como Ray Bradbury o H. P. Lovecraft. Supongo que la lista sería interminable, porque también me entusiasmaron algunos escritores latinoamericanos (Vargas Llosa, Manuel Puig, Cortázar, García Márquez) y muchos creadores de cómic, desde Christin-Bilal hasta Hugo Pratt o Moebius.

Sería ridículo asociar el género de aventuras y viajes a unas edades determinadas, pues, por poner un ejemplo, yo ya tenía más de cuarenta años cuando leí El Señor de los Anillos. Fueron unas semanas gozosas que procuré dilatar todo cuanto pude, tratando de aliviar la tristeza que sentía cuando comprobaba que cada vez quedaban menos páginas y que pronto tendría que abandonar aquel mundo que Tolkien había puesto en pie por medio de las palabras. El cuerpo puede envejecer, pero no el corazón y la cabeza. De ahí mi afirmación inicial: la aventura, siempre.




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Pero, una vez escrito lo anterior, conviene no olvidar lo esencial. Si limitásemos la literatura de aventuras y viajes a las historias que he dicho hasta ahora, estaríamos cayendo en un reduccionismo lamentable que, además, dejaría fuera algunos de los mejores libros que he podido leer a lo largo de mi vida.

Por eso propongo ampliar el significado de la palabra «aventura». ¿O es que sólo lo son las que transcurren en lugares exóticos o las que nos narran sucesos extraordinarios? ¿Y qué hay entonces de eso que, y no es en sentido figurado, llamamos «la aventura de vivir»? La crónica tierna y amarga de los Diarios de Ana Frank, el drama que Jostein Gaarder desarrolla en El enigma y el espejo, la desoladora soledad de Gregor Samsa en La metamorfosis... ¿no son acaso aventuras únicas e inolvidables, aunque en ellas no haya velas henchidas por el viento o selvas exóticas que guardan secretos inquietantes?

Y, con más razón, propongo ampliar el significado de la palabra «viaje». No sólo porque la vida, cualquier vida, es un viaje único e irrepetible a través del tiempo. También porque lo que cuentan muchas de las mejores novelas es el viaje interior de sus protagonistas, un viaje que, lo sabemos bien, puede ser apasionante. A veces se unen las dos modalidades de viaje, y entonces podemos leer maravillas como El corazón de las tinieblas o El palacio de la luna.




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Cada libro es una aventura y un viaje, un viaje a través del tiempo y del espacio. Vale la pena recordar aquí Fahrenheit 451, el libro en el que Ray Bradbury describe una sociedad ¿futura? en la que la lectura está prohibida. Montag, el protagonista, es el jefe de los bomberos encargados de destruir los libros. Un día, cuando se dispone a quemar los volúmenes que habían descubierto en la casa de una anciana, este hombre coge algunos de ellos y los guarda para sí. Está intrigado, quiere saber qué hay en esos pequeños objetos tan importantes para algunas personas. Los lee, a escondidas, y reincide más veces, hasta quedar atrapado en las redes de la lectura. Cuando su mujer descubre aquel vicio oculto, le pregunta irritada qué ve en los libros, cómo se atreve a poner en peligro su felicidad con aquella práctica clandestina y prohibida. Y es entonces cuando Montag le da la famosa respuesta: «Porque siento que detrás de cada libro hay una persona que me habla».

En sus palabras está resumida una de las características esenciales de la lectura: esa capacidad para dialogar con otras personas a través del tiempo y del espacio. Y también el papel esencial que la lectura puede jugar en la formación de cualquier persona, pues es la vía para ponernos en contacto con la complejidad de la vida humana.




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«Ha llegado la hora, sí, no la aplazaré por más tiempo. Nunca pensé que acabaría cumpliendo el deseo de mi tío Carlos, nunca imaginé que sería capaz de romper la barrera invisible que me impedía poner en palabras lo que sucedió en el verano de 1995. Un verano cada vez más alejado en el tiempo y en el recuerdo, pues por aquel entonces yo todavía era muy joven, mientras que ahora veo cómo se acerca de manera obstinada la frontera de mis treinta años. Supongo que me ha hecho falta todo este tiempo para distanciarme, para que los hechos se solidificaran en mi memoria y perdieran todo su potencial perturbador. Han pasado más de diez años, una etapa necesaria para poder enfrentarme a este momento en que, entre miedos e inseguridades, emprendo este viaje al pasado, guiada tan sólo por mis palabras».

Este es el primer párrafo de mi nueva novela, todavía sin título, que pronto finalizaré. En él, la protagonista nos anuncia un viaje, un viaje a su pasado, con las palabras como única guía. Un viaje interior, quizá el más esencial para cualquier persona. Porque la aventura y el viaje forman parte de la vida y nos conciernen a todos.

Con esta idea, finalizo. Emprendamos el viaje, vivamos la aventura. Kavafis, en su poema «Itaca», nos dice «deseo que vuestro camino sea largo / y rico en aventuras y experiencias». Si lo vivimos con pasión, tendremos que llegar transformados a nuestro destino, como le ocurría a Jim Hawkins en La isla del Tesoro. ¡Que así sea!