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La polémica teatral dieciochesca como esquema dinámico


Juan Antonio Ríos Carratalá





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La polémica teatral dieciochesca todavía requiere una investigación capaz de matizar diversos aspectos de las distintas concepciones del teatro que coexisten en las últimas décadas del siglo y principios del XIX1. La utilización del concepto de «polémica teatral» ha resultado fructífera y certera. Ahora bien, ese mismo concepto de «polémica», imprescindible para cualquier visión crítica y dialéctica, realza el enfrentamiento entre las distintas concepciones del teatro que se dan en aquella época. Enfrentamiento real y demostrable históricamente. Pero si subrayamos demasiado este tipo de relación podemos caer en un error: olvidar que incluso en una relación de oposición también se produce un efecto de atracción entre los polos. Error todavía más grave si, como sucede a veces, va acompañado de dos circunstancias: la observación del enfrentamiento a través del prisma parcial de uno de los sectores opuestos y la utilización de un corpus dramático relativamente reducido y demasiado centrado en unos pocos autores.

Como ya indicaba en mis citados trabajos, ciñéndonos a la época de La comedia nueva (1792) y de la junta de Reforma (1799-1801), solemos subrayar la presencia de un teatro neoclásico que se opone radicalmente a otras corrientes que, a falta de estudios concretos, ni siquiera podemos calificar con una terminología exacta. El principal enemigo teatral de los neoclásicos, arrinconado el teatro barroco, se personifica en el moratiniano Don Eleuterio de la citada comedia. Obra que ejemplifica la polémica de la época, pero desde   -66-   la peculiar perspectiva de un protagonista nada imparcial. A Moratín al presentárnosla le interesa, entre otros objetivos, subrayar dos aspectos: una relación maniquea donde sólo quepa el enfrentamiento radical, y el reduccionismo en la presentación de quienes se oponen a los dictados del propio autor. Podríamos explicar cómo Moratín alcanza tales objetivos en su obra, pero lo que ahora nos interesa es indicar cómo estos mecanismos de buen polemista nos han influido en nuestra propia visión de la polémica.

La citada influencia ha tenido un notable efecto porque nuestro conocimiento del teatro dieciochesco no ajustado explícitamente a los dictados del Neoclasicismo es bastante escaso, y ni siquiera conocemos en profundidad a los autores neoclásicos relativamente secundarios. La consecuencia es inevitable: caemos en generalizaciones incapaces de dar cuenta de los importantes matices de una polémica mucho más matizada en la realidad que en la obra de Moratín. Así, bajo la figura de Eleuterio se ha visto a un Comella y otros autores sólo preocupados por satisfacer a un público botarate. Cualquier lector de la obra del dramaturgo catalán es consciente de la injusticia y falta de sentido crítico que se produce al identificarlo -desde el punto de vista teatral- con el personaje moratiniano2. Pero lo mismo podríamos decir de otros autores que se suelen incluir, sin haber examinado su obra, en este grupo de los Eleuterios. Ello nos ha llevado a identificarlos genéricamente con quienes, según Moratín, se oponían a las ideas reformistas en el ambiente teatral de finales del siglo XVIII. La realidad dista de ser tan homogénea y maniquea, incluso en el campo de los propios neoclásicos y reformistas.

Mis últimas investigaciones sobre el teatro dieciochesco se han centrado en el campo de los supuestos Eleuterios3. Y, precisamente, lo primero que me ha sorprendido en algunos casos es su relativa proximidad al teatro neoclásico. No se oponen explícitamente a una reforma que algunos incluso consideran necesaria. Aceptan la superioridad teórica de unos principios que, en la medida de lo posible, intentan adoptar y apenas encontramos verdaderos debates teóricos, pues al fin y al cabo las divergencias se daban en la práctica teatral. Una práctica terriblemente condicionada y de la que no podían sustraerse como en buena medida lo hicieron los neoclásicos y reformistas. Es cierto que en ocasiones escriben obras semejantes a El gran cerco de Viena, pero hay una atracción por el modelo neoclásico que sería insospechable en un autor como Don Eleuterio. Lejos de contravenir sistemáticamente todas las «reglas» y de atentar contra el «buen gusto», hay en muchos de ellos un reconocimiento de la validez del teatro encarnado por Moratín o Iriarte. Reconocimiento que implica   -67-   el compartir algunas de las actividades e ideas básicas de estos significativos autores.

De hecho podemos encontramos relativas sorpresas como la del «Prólogo al lector» que Antonio Rezano escribe para su tragedia La desgraciada hermosura, obra fechada en 1792 como La comedia nueva, y donde se aboga por la reforma teatral en unos términos que podrían asumir autores como Luis Moncín, Fermín del Rey, José Concha, Manuel Fermín de Laviano, Antonio Valladares de Sotomayor, Gaspar Zavala y Zamora y otros, a veces incluidos entre los «Eleuterios»4. Este texto, dirigido polémicamente contra Mariano Luis de Urquijo, admite la necesidad de la reforma, pero subraya la imposibilidad de la misma para unos autores que dependían económicamente del público. Esta es la contradicción básica de los dramaturgos que nos ocupan: su atracción por el modelo neoclásico y reformista es, a la hora de crear sus obras, difícilmente compatible con sus necesidades económicas y profesionales. En ellos se conjuga el creador con el profesional del teatro y, frente a las disquisiciones teóricas de sus supuestos opositores, deben enfrentarse a una práctica teatral concreta condicionada por factores cuyo dominio no está en sus manos. Tales circunstancias se reflejan en sus obras con nitidez e incluso en sus escasos textos polémicos o teóricos. Y, por supuesto, constituyen el elemento fundamental de una teatralidad puesta ante todo al servicio de un público mucho más real que el imaginado o deseado por los neoclásicos y reformistas.

Esta problemática situación les lleva a menudo a una imitación superficial, como ya intenté mostrar en el caso de José Concha y, hasta cierto punto, en el de González del Castillo. El mismo Fermín del Rey, por ejemplo, escribe la comedia La viuda generosa (Madrid, s. d.), que guarda un espectacular paralelismo en la acción dramática y los personajes con El sí de las niñas. Ahora bien, al tener como objetivo la creación de un mero divertimento sin afanes críticos, elimina los elementos más peculiares y trascendentes que encontramos en el texto moratiniano. Y así podríamos citar múltiples casos donde, aunque no encontremos dichos elementos, sí hay una aceptación implícita del orden moral, social e ideológico plasmado en las comedias de Moratín o Iriarte. Y ello siguiendo con cierto cuidado las famosas «reglas» a la hora de construir sus obras.

En determinadas ocasiones se produce, pues, en estos autores, un acercamiento formal e ideológico al modelo encarnado por la comedia   -68-   moratiniana. No tienen ninguna voluntad de enfrentamiento -aunque se defendieran de los ataques de los sectores reformistas- y las únicas, aunque sustanciales, diferencias están determinadas en gran medida por sus circunstancias profesionales y económicas. Estas les limitarán en su acercamiento a un modelo que, no lo olvidemos, se encuentra a menudo amparado por el poder político y cultural, y por la contrastada validez universal de unos principios estéticos. Pero tales circunstancias no les llevarán necesariamente, como pretende demostrar Moratín, a la creación de engendros como El gran cerco de Viena. Es cierto que esta última tenía unos referentes muy concretos y reales, aparte de los siempre citados. Desde La Judith castellana (Madrid, 1791) de Comella, donde aparece muy orgullosa la heroína portando en la punta de su lanza una cabeza degollada, hasta La Emilia (Madrid, s. a.) de Valladares de Sotomayor, donde se incluyen unos elefantes entre el acompañamiento, pasando por las batallas reales en la escena de Carlos XII de Suecia (Madrid, 1787) de Zavala y Zamora y por la horrorosa comedia El Sol de España en su oriente y Toledano Moysés (Pamplona, 1778), el cual es el mismísimo Don Pelayo de niño5. Pero de tales y otros muchos más ejemplos del género «cómico-heroico-trágico-burlesco», según definición de Urquijo, no se puede deducir que las citadas circunstancias determinen este tipo de obras obligatoriamente. Hay numerosas clases de Eleuterios no recogidos en ese compendio sesgado que constituye el personaje moratiniano, y un mejor estudio nos permitiría distinguir un grupo -tal vez el más significativo- de autores que lejos de polemizar con los sectores reformistas y neoclásicos intentaron un acercamiento. Su dependencia del público -tema del que tan conscientes eran Moratín y Jovellanos- y en ocasiones su propia incapacidad como dramaturgos les impiden integrarse en esos sectores; les impiden, en definitiva, asumir plenamente un modelo teatral que era hegemónico aunque este carácter no se reflejara en las taquillas.

Por lo tanto, a menudo las diferencias entre los sectores reformistas y los autores citados son de preferencia e intensidad de objetivos teatrales más que de oposición a los mismos. Todos suelen admitir la dualidad del deleitar   -69-   instruyendo, pero sus diferentes circunstancias les llevan a establecer un determinado orden de preferencia en una combinación horaciana siempre compleja. El gusto del público se impondrá casi siempre sobre los aspectos retóricos impuestos por una preceptiva clasicista. Pero, como ya ocurriera desde los tiempos de Lope de Vega, esto no supone necesariamente una actitud beligerante frente a dicha preceptiva. La consecuencia es que entre el Don Pedro y el Don Eleuterio moratinianos hay toda una escala de situaciones intermedias, que rompe con la imagen de un teatro reformista y neoclásico opuesto radicalmente a la totalidad del teatro mayoritario.

En el marco de las citadas situaciones intermedias, vamos a citar a autores de procedencia y objetivos teatrales muy distintos, pero que coinciden en no ajustarse a los límites teóricos de las posturas enfrentadas en la polémica teatral de la época. Entre ellos, Fermín del Rey y M.ª Rosa Gálvez. Un prolífico actor y autor y una no menos prolífica y polifacética dramaturga de entre siglos, que cultivaron con variable fortuna la práctica totalidad de los géneros teatrales de la época. En el primero hay un evidente interés profesional que orienta su creación dramática como forma de obtener unos beneficios económicos, lo cual le aproximaría a los Eleuterios. En M.ª Rosa Gálvez encontramos, según ella misma, una intención de dignificar la escena española, lo cual la aproximaría a los sectores reformistas y neoclásicos, como demostró Eva M. Kahiluoto Rudat6. Pero, por diversas razones, la creación dramática de ambos no se ajusta parcialmente a estos moldes. Fermín del Rey abandona las comedias heroicas y de enredo para escribir «tragedias, escenas trágicas unipersonales» o comedias morales, intentando cultivar así unos géneros amparados en un prestigio proveniente en buena medida de los sectores reformistas y neoclásicos. M.ª Rosa Gálvez cultiva, lógicamente, esos mismos géneros en su intento de dignificación, pero su creación se adentra en terrenos ajenos a los de los epígrafes bajo los que se agrupa y, por ejemplo, sus «tragedias» nada tienen que ver con la concepción clásica de las mismas y sí mucho con una época en la que la comedia lacrimosa, el melodrama y un Romanticismo más que esporádico están minando las bases del Neoclasicismo teatral. En definitiva, podemos estudiar la obra de dos autores prácticamente coetáneos, situados teóricamente en polos opuestos, pero ajenos al maniqueísmo de una polémica teatral donde sólo quepa el enfrentamiento radical.

M.ª Rosa Gálvez es autora de una amplia obra dramática. Los tres tomos de sus Obras Poéticas (Madrid, 1804) agrupan -además de diversas poesías de circunstancias dedicadas a Godoy, los nobles filántropos, Quintana... comedias, dramas, escenas unipersonales y tragedias, a lo que debemos añadir diversas traducciones de operetas y zarzuelas7. El conjunto alcanza unos   -70-   resultados muy desiguales. Frente a obras bien construidas y divertidas como Los figurones literarios o comedias sentimentales relativamente sorprendentes por su calidad e interés como El egoísta, encontramos tragedias, -dramas trágicos- o «escenas trágicas» que son ejemplos de la práctica inviabilidad del género trágico en su concepción clásica en una época como la primera década del siglo XIX. Sin embargo, será mejor que delimitemos los distintos géneros para obtener después las oportunas conclusiones.

La autora, en la Advertencia a sus OO. PP., II, se hace eco de una postura extendida entre los cultivadores de la tragedia durante la segunda mitad del siglo XVIII, y que tiene su más conocida ejemplificación en la «Española Melpómene» de la Raquel de García de la Huerta. M.ª Rosa Gálvez comienza así:

«Las tragedias que ofrezco al público son fruto de mi afición a este género de poesía, y de mi deseo de manifestar, que la escasez que en este ramo se advierte en nuestra literatura, es más bien nacida de no haberse nuestros ingenios dedicado a cultivarlo, que de su ineptitud para haber dado en él pruebas de su fecundidad.»



Dada la fecha, 1804, este comentario parece un tanto anacrónico, pero revela una idea común que se solía acompañar, como así sucede también en este caso, con una protesta por la proliferación de traducciones de tragedias francesas que según la autora gozaban de una más fácil aceptación. Sin embargo, M.ª Rosa Gálvez añade algunas razones más sustanciales y reales para justificar el escaso cultivo del género trágico en nuestro teatro:

«¿Cómo las ha de haber [tragedias] en una nación, que recibe con poco gusto estos espectáculos, y cuyos actores huían no hace mucho al solo nombre de tragedia de exponer al público este género dramático, que hace las delicias, y constituye la mejor parte del teatro de otras naciones cultas?»



Así, pues, prescinde del «poco gusto» del público y escribe sus tragedias para incorporar nuestra escena a la de los países cultos, y ello con la confianza que otorga una tradición teatral -Lope, Calderón, Moreto- que es orgullosamente asumida por la autora a pesar de lo reformista y neoclásico de su intento.

El problema surge al considerar si en 1804 la dignificación o revitalización del teatro culto español podía provenir del cultivo de un género como la tragedia. Las obras de Álvarez Cienfuegos8 y Quintana nos demuestran que no es un intento aislado. Pero partiendo de las peculiares tragedias de esos mismos autores es difícil pensar que por aquellas fechas cuajara un género, en su concepción clásica, cuando no lo había hecho en épocas anteriores más propicias y cuando el camino hacia el drama romántico se ha iniciado   -71-   inexorablemente9. El resultado en el caso concreto de Gálvez es un fracaso rotundo. Además de su limitada capacidad como autora de tragedias, creemos que se equivocó a la hora de elegir el género teatral. En esa elección no operaría tanto una reflexión propia como el prestigio que la tragedia como género clásico conservaba. Un prestigio heredado, pero nada operativo para una autora que no respeta los límites entre drama y tragedia, que introduce elementos inadmisibles para cualquier neoclásico y a la que los moldes del género le vienen estrechos para una creación que está pidiendo nuevos géneros, ya existentes en aquel panorama teatral y en parte cultivados por la propia autora. El resultado es un conjunto de textos híbridos, presentados teóricamente como tragedias, pero que no pueden ser asumidos críticamente como tales.

No obstante, demos un rápido repaso a estas «tragedias» de M.ª Rosa Gálvez. La titulada Blanca de Rossi es tal vez la que mejor ejemplifica la vulneración del modelo clásico del género. Situada en el camino del drama romántico, la autora se recrea en la presentación de unas pasiones desatadas que rompen la estructura interna del citado modelo, contravienen sus principios y olvidan sus objetivos. En Florinda, M.ª Rosa Gálvez parece tener más presentes las tragedias neoclásicas y -además de dedicar la obra, cómo no, a Pelayo- respeta lo básico de la preceptiva de un modelo desgastado y asumido miméticamente. Sin embargo, la vulgaridad de su poesía dramática, unas pasiones desatadas siempre al borde del decoro, la concepción de lo trágico como una acumulación de lances sangrientos donde abundan los puñales y los suicidios, el olvido de: papel simbólico de Pelayo en favor del protagonismo de una enamorada Florinda y algunos detalles propios de una comedia heroica explican el fracaso de esta «tragedia». Casi lo mismo podemos decir de la flojísima Amnón, obra que revela graves deficiencias de tipo estilístico, y de la no menos precipitada titulada La delirante. Tan sugestivo título esconde una «tragedia» ambientada en Inglaterra que podría haber tenido su marco perfecto en una de las novelas de aventuras sentimentales de la época. Lo equivocado en la elección del género -circunstancia que se repite en otros autores, como Zavala y Zamora- provoca, una ruptura con el modelo trágico sin que se configure un modelo alternativo. Percibimos en M.ª Rosa Gálvez una intuición de nuevos caminos teatrales que se compagina con una noción de prestigio del género trágico que le impide romper abiertamente con el mismo. Hacerlo supondría la presencia de una verdadera autora de altura y, lo que es más importante, la presencia rotunda de Romanticismo, pero 1804 es una fecha relativamente temprana dada la evolución del teatro español.

Tal vez la tragedia más conocida de M.ª Rosa Gálvez sea Ali-Bek10, donde   -72-   tampoco se respeta el modelo teórico, a pesar de su deuda con respecto a la Xaïre de Voltaire y la moda por lo «oriental» tan frecuente por entonces. El abuso de los puñales, venenos, muertes tremebundas, pasiones desatadas, peleas con espada en escena, venganzas a muerte, ruptura de las unidades de acción y lugar, elementos propios de una ambientación romántica y otras circunstancias nos reafirman en lo dicho anteriormente. Tampoco aportan nada nuevo en este sentido Saúl, «Escena trágica unipersonal» y Safo, «Drama trágico en un acto», obrita donde la ambientación romántica se muestra con bastante nitidez.

Ahora bien, la obra más curiosa dentro de este conjunto es el «Drama trágico» titulado Zinda. Aquí la autora ya ha abandonado el epígrafe de tragedia para un texto teatral ambientado en el Congo y en cuya primera escena un blanco es amenazado por unos negros dispuestos a lanzarlo a una hoguera. Tan exótica ambientación inicial -que junto con otras circunstancias más significativas justifica que no nos hayan llegado noticias de que fuera representada en los teatros públicos- tiene su continuación en una serie de episodios que, en ocasiones, parecen sacados de alguna novela inglesa del siglo XVIII. Es posible que M.ª Rosa Gálvez fuera una lectora de dicho género, y que le sirviera de fuente para una obra que temáticamente apenas tiene precedentes en la tradición teatral española. En tal caso, estaríamos ante una posible hipótesis que justificara en parte la poca pujanza de la novelística española de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX: la desviación hacia otros géneros, en este caso teatrales, de elementos que pudieran haber potenciado dicha novelística. Una aventurada hipótesis de muy problemática demostración, pero que puede ayudarnos a comprender ese cierto tono rusoniano de defensa de la inocencia virgen del negro y de su derecho a la libertad. Un tono y una temática, la de la esclavitud y el colonialismo, presentados muy ingenuamente por la autora -una ingenuidad hasta cierto punto romántica- y que podrían haber cuajado en una novela, cosa que no se consigue en un «drama trágico» que sólo   -73-   sorprende por lo insólito del tema y los personajes. Una vez más la noción de prestigio de un género, en este caso el teatral frente al novelístico, constituye una rémora para que nuestra autora aporte algo más sustantivo.

No cabe duda de que M.ª Rosa Gálvez, tan empeñada en escribir tragedias, alcanza su mejor nivel creativo en las comedias, y especialmente en una comedia sentimental titulada El egoísta. En el mismo tomo I publica Los figurones literarios, polémica sátira contra los eruditos a la violeta, los figurones literarios y los matrimonios impuestos contra los designios de la naturaleza y el amor. Un cuadro temático convencional dentro de la comedia neoclásica, pero donde la autora se mueve con seguridad, evitando caer en los despropósitos de sus «tragedias»11. En la misma órbita se sitúa Un loco hace ciento, sencilla sátira de los petimetres donde se repiten los tópicos de un tema tantas veces escenificado. Dos obras, pues, que no aportan nada nuevo a la comedia neoclásica, pero que superan los despropósitos arriba comentados.

La citada comedia sentimental, El egoísta, nos indica la evolución de Gálvez hacia un terreno dramático que por aquellas fechas -fue representada póstumamente en Madrid en 1809- era mucho más fértil que el de la tragedia. Aunque Pataky Kosove no la incluyó en su monografía12, esta obra ambientada en la Inglaterra contemporánea cumple los requisitos básicos de un género que suponía un avance indudable con respecto a la preceptiva neoclásica. No aporta nada radicalmente nuevo a la nómina de obras del mismo género escritas en España, pero lo significativo, al igual que ocurriera con las anteriores comedias, es que cuando la noción de prestigio de un género anquilosado y casi imposible por entonces como la tragedia, deja de operar, la autora consigue crear, al menos, unas obras correctas y que apuntan hacia el incipiente teatro romántico. Y algo similar ocurre con otro autor, Fermín del Rey, que parte teóricamente de una postura opuesta dentro del esquema de la polémica teatral de la época.

Al igual que otros autores ya citados como «Eleuterios», sin sentido peyorativo, Fermín del Rey no desprecia abiertamente unos modelos clásicos que no desconocía y que, incluso, influyen en algunas de sus obras. No es un ignorante, como tampoco lo fueron Comella, Zavala, Valladares y otros. Pero como todos ellos tiene un norte creativo: el gusto del público. A diferencia de lo ya visto con Gálvez, no prescinde jamás del mismo y lo procura satisfacer con un mínimo de dignidad teatral. En ocasiones fracasa, sobre todo cuando se deja llevar por recursos demasiado fáciles o cuando intenta acercarse a géneros que quedan alejados de los límites de su teatralidad. Pero entre el impulso hacia un   -74-   público que sólo desea divertirse y el impulso hacia el cultivo de unos géneros que tienen un indudable prestigio, Fermín del Rey y los demás autores citados cultivan un teatro no despreciable. Mario Di Pinto en su brillante defensa de Comella señala que sus obras, además de presentar los grandes temas de la Ilustración en clave popular, revelan en ocasiones una excelente técnica que no guarda relación con lo que Moratín llamaba retraso, desarreglo o vuelta a la escena barroca. Son obras que, además de su trasfondo ideológico, poseen un importante componente espectacular que preludia el teatro romántico. Lo mismo podemos afirmar de bastantes obras de los autores citados, lo cual nos indica que su aportación no fue una rémora a la hora de trazar los avances del teatro de aquella época. No fueron insensibles a la cultura de la Ilustración y al prestigio de los modelos teatrales clasicistas, pero como dramaturgos consideraron que su primer objetivo era satisfacer el gusto de un público que deseaba espectáculo y diversión. Un gusto legítimo que en ocasiones encaminaron a obras que por su sentido espectacular, escenografía, técnicas, efectos visuales, etc., suponían un verdadero paso adelante.

Hay que reconocer que esos mismos autores en ocasiones justificaron las críticas más negativas de los neoclásicos. De la misma manera que estos últimos escribieron algunas obras verdaderamente antiteatrales. Pero ambos grupos, con sus aportaciones más positivas, contribuyeron para que la polémica teatral supusiera una dialéctica que permitiera avanzar en la búsqueda de una nueva teatralidad. El enfrentamiento entre el rígido y dogmático neoclasicismo de Don Pedro y la ignorancia y sujeción absoluta al público de Don Eleuterio supone una polémica sin posibilidad de avanzar. Entre el blanco y el negro no hay un posible contacto fructífero, pero la realidad fue mucho más matizada. A finales del siglo XVIII la irrupción de un género como la comedia sentimental ejemplifica las limitaciones del Neoclasicismo y la necesidad de renovación que sintieron sus propios partidarios. Al mismo tiempo, Comella, Valladares, Zavala, Rey y otros -además de cultivar el citado género- comprendieron que satisfacer al público era algo más que acumular lances absurdos y desarrollaron técnicas teatrales de las que se beneficiaría ampliamente el teatro posterior. Ambas tendencias marcan el panorama particularmente inestable de la escena española de entresiglos. Cada una -cuando no acaban mezclándose- tiene sus propios objetivos que superar sin necesidad de dar lecciones como la de Don Pedro a Don Eleuterio.

Por último, recordemos que la polémica teatral revela un sentido de globalidad que afecta a todos los componentes del fenómeno que aborda: autores, actores, público, etc. Y las reformas demandadas en esa polémica, de haberse producido efectivamente, habrían beneficiado tanto a los neoclásicos como a los autores citados. Estos últimos no redactaron tantos memoriales como sus colegas, pero su sentido práctico les haría proclives a unas reformas que a menudo son fruto del más elemental sentido común. No creo que como grupo supusieran un verdadero obstáculo para la reforma teatral. Los verdaderos culpables de su fracaso son unos sujetos que, precisamente, apenas si se   -75-   insinúan en La Comedia Nueva, obra que acaba siendo más satírica que polémica.

Por tanto, cabe matizar las posturas de los distintos autores citados13, y otros, para convertir la polémica teatral y sus consecuencias -muchas de ellas de orden administrativo, político, económico, etc., no abordadas en este artículo- en un esquema que permita comprender la evolución teatral de la época, evitando así planteamientos estáticos como los reflejados por un Moratín que olvidó su lucidez crítica en aras de unos intereses muy inmediatos.





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