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La verdad del progreso

Severo Catalina del Amo



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ArribaAbajoPrólogo

El autor de este libro se atreve a pedir a todos y cada uno de sus lectores una leve ofrenda de calma y de imparcialidad. Este libro no se escribe ni para halagar ni para herir a escuelas determinadas, y mucho menos a partidos militantes. Tan imperfecto y baladí como es el desempeño de la obra, es grande el sentimiento que la inspira y noble el fin a que se dirige. Si el autor fuera capaz, que no lo es, de levantar un monumento científico y literario, hubiera escogido la materia de este libro para levantar un monumento científico y literario a la diosa Verdad, en un siglo que construye templos de sofismas y tinieblas para la diosa Razón, y alcázares de lodo y sangre para la diosa Fuerza.

No busquemos la fórmula del progreso como Pelletan, en el acrecentamiento de la vida: de la vida física por la multiplicación de fuerzas; de la moral por la multiplicación de sentimientos; de la intelectual por la multiplicación de ideas: tanto valdría admitir que el progreso es en último resultado una operación aritmética. No reduzcamos la idea del progreso a los estrechos límites de nuestras contiendas actuales, enlazándola con el doloroso tenia de los intereses políticos, o de las formas, de gobierno: el verdadero progreso puede realizarse con todas las formas de gobierno, porque la cuestión no es de formas. Así, pues, no ha de buscarse la realización del progreso ni en la democracia, ni en la libertad, ni en los derechos imprescriptibles, ni en las evaporadas teorías de ciertos filósofos soñadores, ni en los cálculos materiales de otros filósofos utilitarios; el progreso no es ninguno de estos principios, a no empequeñecerlo de una manera deplorable. Los espíritus elevados, los corazones generosos aman y reverencian el progreso como término de un gran destino, y realización de un gran mandato: «Stote perfecti sicut et Pater vester caelestis perfectus est.» Pero el perfeccionamiento que ponderan los optimistas del siglo no es el perfeccionamiento que la humanidad necesita para ser feliz. ¿Qué proponen para resolver el perpetuo problema del progreso? ¿Por ventura multiplicar los manantiales del placer, embriagar a las sociedades en la atmósfera de la molicie y del lujo? Así lo hizo Babilonia, y pereció: el medio es poco original y por demás funesta. ¿Acaso convertir el Estado en una inmensa cátedra, donde todas las opiniones tengan sus defensores y todos los absurdos sus partidarios? Así lo hicieron Alejandría y Grecia y también sucumbieron; el medio es antiguo y desdichado. ¿Será tal vez proclamar a todo trance el reinado de la materia; tener sed de riqueza y aplacarla; querer imposibles y vencerlos; tener más sed y seguir luchando; anhelar dominios y conquistar una tras otra todas las naciones; delirar por la gloria y ceñirse la corona del universo? Alejandro el Grande y César Augusto vieron realizado este sueño, y sus imperios también se hundieron: el medio es pobre y evidentemente desastroso. ¿Querrán en su locura traer a un tiempo sobre las modernas sociedades, todas, absolutamente todas las plagas que en tiempos diversos asolaron a las sociedades antiguas? Bien puede sospecharse al ver cómo cunde el error, cómo brota de los labios el horrible más allá, grito de rebelión en todas las esferas; desde el soberano que lo pronuncia mirando a las fronteras de sus Estados, hasta el seducido labriego que lo murmura mirando con pena el último surco de su labor y el primero de la ajena. Más allá dice el que aprende y quiere enseñar; más allá dice el dirigido y quiere dirigir; más allá dice el que obedece y quiere mandar; más allá dice el artesano y quiere ser clase media; más allá dice la clase media y quieren ser aristocracia: y las ondulaciones crecen y crecen, y se agrandan y amenazan invadirlo todo y envolverlo todo en horrorosa inundación. En tanto, los hombres pensadores y discretos anuncian con dolor de su alma los estragos de esta borrasca moral que asoma en los horizontes de lo porvenir, y la aturdida generación presente les responde: «perdonad, no puedo ocuparme en eso; tengo en construcción millares de kilómetros de ferrocarriles, y muchos navíos, y cañones sin cuento; no puedo detenerme a hablar con vosotros, los que pensáis; voy a todo vapor; voy más allá

He aquí el progreso de la materia en todo su apogeo. ¡Triste progreso, que se acaba en el sepulcro! El progreso católico, aceptando todo lo bueno, todo lo útil, todo lo fecundo y saludable de progreso material, guarda para el sepulcro un más allá tan dulce y solemne y augusto, como no lo pronunció jamás la voz de la ambición humana. ¿Por qué no ha de ser explicado y defendido este progreso, que armonizando todos los intereses legítimos, es el único que conduce a la humanidad al término venturoso de su viaje?

En otros tiempos normales eran los teólogos los únicos, puede decirse, a quienes incumbía escribir ciertos libros y sustentar ciertos principios: el clero no falta hoy de su puesto de honor: el venerable Episcopado, sabia y santamente difunde la buena doctrina; pero además es fuerza que considerando la cuestión, no como religiosa tan sólo, sino como científica y social, salgamos también en pro de nuestra madre todos los que nos llamamos hijos de la ciencia, y en pro de la civilización y del derecho, todos los que tenemos una patria que servir y un hogar que proteger.

No somos enemigos de los adelantos modernos, antes los aplaudimos; pero queremos que los adelantos modernos no ahoguen la fe antigua; que el progreso no se convierta en la idolatría de la materia: que haya, en fin, la justa continencia, el modus in rebus, que equidista de todas las exageraciones y de todos los peligros.

Este libro, que no es de partido, ni de escuela, ni engendro de la pasión, ni producto de la industria, tiene por principal objeto combatir errores que nacen del espíritu de soberbia, ahora como nunca impetuoso y audaz, y enemigo irreconciliable del progreso; y antes de llegar al primer capítulo, el autor, no por alarde de humildad, sino a título de escritor leal y honrado, debe hacer una protesta: habrá en estas páginas mucho que corregir y mejorar, como humana y flaca que es la inteligencia que las produce; pues a flaqueza de inteligencia o a defecto en la expresión ha de atribuirse si apareciere algún término inexacto en materia religiosa, no a propósito deliberado; el cual de nada está más lejos que de apartarse un ápice siquiera de la verdad católica, principio fundamental de LA VERDAD DEL PROGRESO.






ArribaAbajoCapítulo I

Ideas generales: punto de partida: Dios


I

El progreso es ley de los individuos, ley de las sociedades, ley del mundo. Dios Criador formó al hombre inteligente y fuerte, y le bendijo y le otorgó el dominio de todo lo criado: Dios Redentor se acercó al lecho del paralítico y le dijo: «levántate y anda». El paralítico es la humanidad vuelta a la vida por la muerte del Dios hombre; y la humanidad se mueve, anda. Dios Criador mandó a Adán que impusiera nombre a todos los animales creados: el hombre de la antigüedad, sacado del inmenso sepulcro de la nada, tuvo ciencia: el hombre de la ley nueva, sacado del sepulcro de la culpa, tiene movimiento. ¡La humanidad se levantó diez y nueve siglos hace, y la humanidad se mueve durante el período: ¿de dónde parte el movimiento de la humanidad, por dónde camina, adónde se dirige? He aquí los tres grandes problemas que los sabios reducen a la fórmula concreta de «ley del progreso». La ley del progreso, especie de Termópilas del mundo moral, será un logogrifo, o cuando más una bella teoría de escuela, ínterin a su examen no presida un espíritu de exquisita imparcialidad y de bien entendida despreocupación.

II

Para observar la marcha de las sociedades en el desierto de la vida, es preciso apartarse de la multitud; dejar el llano y subir a la cumbre: ¿es áspera la senda y difícil la ascensión? Por eso no la acometen los espíritus vulgares; por eso los espíritus vulgares en las magníficas jornadas de la humanidad, ven solamente lo que está al alcance de las estaturas ordinarias. Dos caminos hay que guían a la codiciada cumbre: las sanas doctrinas, que iluminando el entendimiento disponen el corazón; y las virtudes evangélicas, que abrasando el corazón iluminan con sus resplandores el entendimiento. Desde la altura donde en fraternal abrazo se estrechan la fe y la ciencia bajo las alas de un ángel, contempla el alma extasiada cómo se mueven las sociedades; cómo camina la humanidad precedida, cual otro ejército israelita, de una columna de nube, mientras el sol alumbra, y de una columna de fuego en las serenas horas de la noche. Cuando la humanidad se extravía y pierde de vista la columna de nube, que es la ciencia, o la columna de fuego, que es la fe, ¡qué horrible confusión, qué imponente anarquía! Perdida la columna de nube, queda al fin la luz del sol, queda la razón: el mundo ve y puede volver al camino; pero perdida la columna de fuego, perdida la fe, extraviada a media noche la mísera humanidad en el desierto de la vida, el mundo no ve, porque se le extingue la luz de la razón, y el mundo se hiela porque le falta el calor vivificante de la fe. En el horizonte se vislumbran millares de puntos luminosos a manera de estrellas pálidas y apenas perceptibles: son millares de razones individuales que no logran constituir la razón universal; que entre todas no darían tanto resplandor como una chispa desprendida de la columna de fuego que guiaba por las noches al pueblo de Israel en el desierto del Sur.

III

Corramos uno por uno los eslabones de la cadena de oro que se llama historia, y asida al último eslabón veremos con los ojos del espíritu la mano inmortal que suspendió sobre ejes de zafiro la mole del universo, y bordó las maravillas de su omnipotencia en los diáfanos espacios del vacío: subamos una por una las gradas del altar donde se adora la ciencia; y si a medida que nos acercamos al tabernáculo no nos hieren los destellos de la sabiduría infinita que formó con una sola palabra piélagos de luz donde flotasen los mundos, retrocedamos con pavor, pues toda ciencia que encierre en su tabernáculo otra divinidad que la divinidad cuyo santo temor es el principio de la sabiduría, es ciencia formada al nivel de la humanidad, vaciada en el estrecho molde del orgullo humano. Leamos en el libro siempre abierto y siempre nuevo de nuestro propio espíritu, de nuestro yo; y en ese libro encontraremos escritas páginas cuyo principio no es obra de mano mortal, y cuyo fin no acertaremos nunca en esta vida; pues tan pobres y tan ignorantes somos, que haciendo muchos libros para las bibliotecas, ninguno de nosotros podrá jamás concluir el libro perpetuamente incompleto de nuestro destino. Lancemos una ojeada desde el interior de nuestro pequeño mundo al exterior que nos rodea, al mundo grande de la naturaleza; y desde el movimiento trémulo de la hoja hasta el soberbio mugir del Océano descubriremos una especie de palpitación, un hálito universal como si el mundo de la materia reposara en el álveo que le señaló desde la eternidad el dedo del Omnipotente.

IV

Los hombres de este siglo han levantado una horrible gritería, en la cual se entreoyen las voces de adelante, adelante; y como rara vez las griterías han tenido razón, ni las razones se han expuesto en gritería, los hombres de este siglo se equivocan: no hace falta caminar hacia adelante; hace falta caminar hacia arriba; hacia arriba, como caminaba el pueblo escogido desde las abrasadas orillas del Nilo a la tierra que fluía leche y miel.

Progresar no es correr; progresar es subir; y cuesta arriba no se puede correr; basta con andar: «levántate y anda» dijo Jesucristo al paralítico, y no le dijo: «levántate y corre». Desde el Paraíso hasta Jerusalén la humanidad descendía: desde el Calvario hasta el cielo se verifica ascensión de la humanidad.

Consecuencia del correr es la fatiga: Roma corrió mucho, y se cansó. Necesidad de la fatiga es el reposo: Roma se recostó a la fresca sombra de sus laureles. Hijos, si no de la ociosidad son los vicios: Roma perezosa, sibarítica, prostituida, sucumbió al valiente impulso de los invasores septentrionales. Las sociedades que corren como Roma hasta César, se embriagan en Calígula y espiran en Augústulo.

V

La ley del progreso es ley de ascensión continua.

Para que la tierra sea alumbrada por un sólo centro de luz, es fuerza que ese centro de luz brille e irradie a gran altura, se halle colocado lejos de la tierra: el principio generador y regulador de lo visible ha de ser buscado por la sana filosofía en el mundo de lo invisible.

La razón humana, aunque destello de la divinidad, no basta por sí sola para iluminar los inmensos espacios de lo infinito. Creer que no hay más verdades, que no hay más ciencia, que no hay más mundo moral que el mundo, la ciencia y las verdades a que alcanza la razón, tanto valdría como presumir que no hay más cielo ni más tierra que el que descubren los ojos de la materia: caminar con la razón sola es ver sólo la parte de camino a que alcanza el fulgor de la linterna. La razón de Sócrates y la razón del campesino más tosco son dos luces de diversa intensidad, de brillo muy diferente, pero luces cuyos átomos luminosos no pueden sumarse, luces que juntas no alumbran más: así la razón de todos los hombres que han vivido desde Adán hasta hoy, no se ha desarrollado en el tiempo ni en el espacio como copo de nieve que rodando de la montaña al valle forma una mole gigantesca: la razón de todos los hombres que han vivido en el mundo desde Adán hasta hoy, es para nuestro estudio la razón de un solo hombre. La vida, elemento, contra el cual se estrella el poder del hombre, pues la recibe sin esperarla y la pierde sin querer perderla, es una serie de tesis y antítesis cuya síntesis podemos estudiar en un mortal cualquiera, desde Sócrates hasta el último campesino.

Dios inspiró al hombre con su hálito soberano el conocimiento de todas las cosas; el alma de Adán, expandiéndose en un tesoro de maravillosas dotes, era la obra maestra del Criador, lo mismo que el alma del último negro de Hannobon: sin embargo, los que midan el progreso con el compás de la cronología, más claro, los que la ley de la historia reputen ley del progreso, comparen la inteligencia de los negros de Hannobon con la inteligencia de Adán en los días que precedieron al pecado.

Prevaricó el primer hombre, y su alma cayó en las tinieblas de la ignorancia; pero quedó siendo alma racional hecha a imagen y semejanza de Dios: en Adán, expulsado del Paraíso, no brilla la omnisciencia ni la impecabilidad; Adán lleva consigo las ruina s del alma, ruinas magníficas que revelan toda la grandeza del omnipotente autor del edificio. El alma, combatida por la carne, enferma por la culpa, vive en perpetua aspiración hacia lo infinito de donde procede, hacia lo perfecto, a cuya imagen fue formada: ese continuo movimiento del alma, ese fenómeno del mundo invisible, se traduce y trasciende al mundo visible en otros movimientos, en otros fenómenos que constituyen este ordenado desorden que llaman armonía universal.

Dedúcese, pues, que estudiar a las sociedades por esos fenómenos y movimientos del mundo exterior, es tomar la segunda parte por primera, es confundir los efectos con las causas; es el empirismo de las ciencias morales, como lo sería de las ciencias médicas querer curar las enfermedades sin conocer la organización interna y externa del cuerpo humano -anatomía- y la manera cómo los órganos funcionan -fisiología-. La vida exterior de las sociedades puede considerarse como la esfera de un reloj: cuando en la esfera no se marcan bien las horas, es inútil mover y regular las manos; la dislocación está dentro: cuando el reloj adelanta mucho, no se halla la máquina en su estado normal; y tanto puede el reloj adelantar, que atropellando el inmutable curso de las horas, llegue a producir y determinar un verdadero retraso: que no olviden este símil los que, mirando sólo la esfera de la humanidad, quieren que los pueblos corran y corran, como si cada hora no tuviera sesenta minutos; como si las sociedades fuesen cual las manos del reloj que no se cansan; como si el mecanismo interior no padeciera; como si el excesivo adelanto no se alcanzara y tocara con el retraso excesivo; por último, como si progresar fuera correr, ¡como si progresar no fuera andar!

VI

Tomando nosotros por primera parte la que en rigor debe serlo; fijándonos en el mundo invisible para que a posteriori salten a nuestra vista con su natural explicación los fenómenos del mundo visible, hagamos de la doctrina revelada, de la verdad católica, el sol que ilumine los ámbitos del mundo visible. Pues hay Dios, autor de todo lo criado; Dios, a quien saluda diariamente el universo; Dios, que nadie niega en el fondo de su alma, porque en el fondo del alma de los ateos está escrito también el nombre de Dios; pues existe un Supremo Ser, que es sin deber a nadie el ser, y son por Él todas las cosas; no queramos, pues no podemos ni debemos, considerarlo abstraído de sus criaturas, convertido en un eterno y glorioso morador de los cielos, que ve impasible el giro de la humanidad; antes bien lo acatemos ordenando, disponiendo y permitiendo todos los acontecimientos, desde el soplo en que se mece la violeta hasta el cataclismo en que se arruinan los imperios. Si acertamos a exponer cómo se relaciona el alma con su Criador, a encontrar los misteriosos anillos de la existencia, tendremos ya asegurado el punto de partida del verdadero y legítimo progreso.

VII

En Dios residen la suma Verdad, la suma Bondad, la suma Belleza: Ser eterno y necesario, es el que es, según la magnífica frase que Moisés oyó al salir de la zarza; y en Él, como en vasto Océano, confluyen todas las verdades; y de Él, como de manantial inagotable, fluyen y parten las verdades todas: la inteligencia divina, contemplándose en la eternidad y la necesidad del divino Ser, realiza la verdad infinita. Dios revela su bondad en su querer soberanamente perfecto: autor sapientísimo y providentísimo de todo lo criado, lo halló bueno, se complació en su obra, y por su soberano querer la obra de la creación subsiste. El amor perfecto es un fluido celestial que vivifica constantemente al universo, manteniendo la dulce atracción entre los mundos, las místicas relaciones de la criatura con el Criador. La verdad del ser de Dios y el infinito querer de Dios, producen una armonía admirable, infinita, que se llama Belleza: Dios es la belleza absoluta; belleza, como dice un sabio, que sólo Dios goza por completo, poseyéndose a Sí mismo por su omnipotencia.

Verum, bonum, pulchrum: he aquí los tres vértices del gran triángulo en que se contiene el augusto tetragrámmaton, el inefable nombre de Yhowáh. De cada vértice de ese triángulo brota un torrente de luz que llega hasta la humanidad, y juntos alumbran, purifican y animan el mundo del espíritu, como la luz del sol alumbra y purifica y anima el mundo de la materia.

Verum. Dios es la soberana Verdad; soberana verdad que sólo comprende en absoluto la soberana Inteligencia; pero un rayo de luz que desciende de lo alto y llega a la inteligencia humana, permite a ésta ver si quiera un vislumbre de la inteligencia divina: esta visión se llama FE.

La fe, rayo de luz que desciende de lo alto, comunicación de la limitada inteligencia humana con la infinita Inteligencia de Dios, es, por sí un elemento más poderoso que los ejércitos, más grande que las montañas, más vasto que los mares, más rápido y más sutil que el ambiente que llena los espacios y respira la naturaleza, como que es el ambiente que llena la inmensidad de lo invisible, la atmósfera única en que puede vivir y respirar el alma. La fe es, pues, la llama purísima que alumbra las inteligencias.

Bonum. En virtud de la atracción de la ley del querer que mantiene el equilibrio de los mundos y la mística relación de las criaturas con el Criador, e iluminado el espacio con el rayo inextinguible de la fe, el cristiano se eleva hasta la fuente del eterno amor, asociándose a alguno de los misterios de bondad que de lo alto brotan sin cesar, y esta asociación se llama CARIDAD.

La caridad es la tierna amistad de los espíritus, lazada de rosas que une a los hombres entre sí, y eleva a los hombres hasta Dios: por la caridad, el Señor es padre y los mortales todos somos hermanos. Si la fe es llama que alumbra las inteligencias, la caridad es llama que abrasa y acendra los corazones.

Pulchrum. La belleza absoluta que reside en Dios, belleza absoluta que proviene de la armonía admirable entre su ser necesario y eterno y su querer perfecto y soberano, no puede franquearse igualmente a la humanidad: si desde aquí, desde la tierra, se pudiera contemplar la infinita belleza que resplandece al otro lado del firmamento, la tierra dejaría de ser valle de lágrimas y camino de peregrinación: el inefable goce de la visión beatífica no lo alcanzan los escogidos hasta que, libre el alma de las ligaduras que la oprimen, entra en el seno de la divinidad, purificada en la llama del amor perfecto; pero desde aquí, desde la tierra, aunque presa el alma en la estrecha cárcel del cuerpo, se deleita dulcemente, vuela en deseo, en aspiración constante al infinito goce del infinito premio; y ese dulce y puro deleite, esa aspiración constante, ese deseo es LA ESPERANZA.

La esperanza es para nosotros la mística escala que vio Jacob en Bethel, cuyo pie toca en la tierra, cuya cabeza llega al firmamento, y por cuyas gradas suben y balan los ángeles del Señor: el mundo sin la esperanza sería un vasto desierto, y la humanidad un ilustre proscrito, habitador de una isla rodeada por mares solitarios y desconocidos; con la esperanza, las amarguras del mundo se mitigan, y la humanidad da por ganadas las horas que el tiempo da por perdidas: si la fe es llama que ilumina, y la caridad llama que abrasa, la esperanza es llama que vigoriza y alegra.

VIII

La verdad conocida por la fe, es el dogma: la caridad, realizando los designios de la bondad, se dilata en derredor, y se traduce en buenas obras: la esperanza para volar al término de sus ansias, toma por impulso los sacrificios, y por alas la oración; representa lo que no ve, y crea los símbolos: oración, sacrificios y símbolo constituyen el culto; fe, esperanza y caridad forman los indestructibles cimientos de la Religión. La fe, dice un insigne pensador de nuestros días, se explica por la interpretación sucesiva del dogma: la caridad se explica por la multiplicación de las buenas obras, y a medida que el culto se desarrolla, la esperanza se fortifica.

Resulta, pues, según estas nociones brillantemente amplificadas por el insigne Ozanam, que la fe, la caridad y la esperanza son los tres puntos, digámoslo así, que brillan al influjo de los tres eternos torrentes de luz, que hemos llamado VERDAD, BONDAD y BELLEZA. Pero acontece que al tocar en el alma humana la luz de esos torrentes, desenvolviendo en ella hacia Dios, esto es, de abajo arriba, el germen de tres magníficas virtudes, fundamento de la Religión, acontece, repetimos, que de esos tres puntos, así iluminados, irradia desde el hombre hacia la creación una trinidad de relaciones correspondiente a la trinidad de atributos esculpidos por Dios en el espíritu humano, a imagen y semejanza de la misma Divinidad. Son estos atributos LA INTELIGENCIA, EL AMOR y EL PODER: la inteligencia lleva al hombre al conocimiento de lo verdadero; pero adviértase que la inteligencia, partiendo desde el hombre falible a Dios verdad absoluta, es la fe: la inteligencia, partiendo desde sí misma a todo lo que no sea la verdad absoluta, eterna e inmutable de Dios, es la ciencia humana. Por el amor se establece la dulce comunicación del hombre con Dios y con el universo: el amor, que partiendo del alma se encamina hacia la Suma Bondad, es la caridad: amor que partiendo del alma se dirige hacia todos los demás hombres, es el fundamento de la vida social. Por el poder, el hombre que comprende, pues tiene inteligencia, y que ama, pues tiene amor, la verdad de lo creado, sus relaciones y la armonía en que existe, aspira a reproducir esas relaciones maravillosas, esa magnifica armonía de la creación: y he aquí EL ARTE.

Fe, esperanza, caridad: inteligencia, poder, amor, ciencias, artes, sociedad: tales son las invisibles preseas que enlazan al hombre con la humanidad, que acercan al hombre, aunque finito, hasta el centro inmortal de la verdad, de la belleza y la bondad, hasta el trono esplendoroso del tres veces Santo.

IX

Estas mismas admirables relaciones que respecto al Supremo Ser descubrimos en el hombre, pequeño mundo, se reflejan también en el mundo considerado como la suprema unidad creada: en la gigantesca obra de los seis días, testimonio solemne de la grandeza del Creador, hay también verdad, bondad y belleza: la verdad es el conjunto de todas las cosas que eran en el seno de Dios antes de que fuesen; es la variedad absoluta resolviéndose en la absoluta unidad. La bondad está en el fin para que todas las cosas fueron creadas, pues para algo fueron creados el aerolito y el sol, el musgo y el cedro, la hormiga y el elefante, la arista que vuela en el ambiente y las montañas que desafían al cielo, el vasto firmamento y los inmensos mares. La belleza está por último en la conformidad de lo creado con su fin, en el concertado enlace y armonía feliz del universo.

Refléjanse, pues, en el mundo la verdad, bondad y belleza de Dios, como se dejan sentir en el hombre produciendo la fe, esperanza y caridad, tres virtudes que dominan las facultades, inteligencia, poder y amor, y presiden las acciones humanas en la ciencia, en la vida y en el arte.

Queden sentados y fijos estos principios, sobre los cuales hemos de volver cuando entremos de lleno en la doctrina práctica del progreso en las diferentes esferas de la humanidad.

X

Que por la fe, la esperanza y la caridad, átomos desprendidos de la verdad, la belleza y la bondad de Dios, virtudes que dominan la inteligencia, el poder y el amor del hombre, vive el alma humana en relación con el Supremo Ser que la formó a su imagen y semejanza, queda indicado, y hasta donde es posible, esclarecido en las precedentes páginas. De qué manera se han determinado las relaciones, la comunicación de Dios con la humanidad, con el universo todo en quien a su vez se reflejan la verdad, la bondad y la belleza del eterno Autor, punto es que merece examen, y que ha de servir de mucho en el estudio que nos proponemos.

La humanidad, que es una en Adán, una en Noé1, se divide, a poco de verificarse la dispersión de las gentes, en dos grandes grupos, en dos inmensas familias, que comparten el campo de la historia como compartieron el dominio de la tierra: estos dos grupos se forman con los pueblos monoteístas el uno, y con los pueblos politeístas el otro; son, como si dijéramos, los dos hemisferios del mundo moral. El monoteísmo, principio culminante en los pueblos semíticos, es base y fundamento de tres religiones que representan lo pasado, lo presente y lo porvenir; los recuerdos, los sentidos, la esperanza, El judaísmo, el islamismo y el cristianismo son esas tres religiones. Moisés habla a los hijos de Israel recordando siempre la grandeza de los patriarcas, y sobre todo recordando la historia de las maravillas que Dios obraba con su pueblo: su tema principal es lo pasado. Mahoma, avasallando por la fantasía y por la fuerza mejor que por el convencimiento, materializa los premios de la otra vida, y enseña que los buenos vivirán entre perfumes y delicias, en jardines amenísimos habitados por mujeres de peregrina hermosura: el tipo de Mahoma es lo presente. Jesucristo habla a todos los hombres un lenguaje que nunca oyeron las sociedades antiguas: mi reino, dice, no es de este mundo: dichosos los que aquí lloran, bienaventurados los pobres, felices los que padecen, porque ellos serán consolados, gozarán de dicha eterna: la doctrina de Jesucristo, mejorando la condición presente, anuncia y predica como punto principal la recompensa futura, la salvación del alma. En el Sinay, en el Calvario y en la Meca resplandece la idea de Dios único: Jhowáh, Cristo y Alá son tres nombres que corresponden a la idea única de Ser Supremo que rige los destinos de la creación. El politeísmo, forma religiosa de los pueblos índicos, aparece en la serie de los siglos como elemento enemigo del progreso científico y social; como germen de horribles trastornos en el mundo de la razón y en el seno de las sociedades.

Para los antiguos pueblos monoteístas la vida exterior es poco: Dios es punto de partida, y Dios es término de todas las aspiraciones, de todos los pensamientos: la tierra es camino; la vida es peregrinación: estas ideas de unidad y de inmensidad tienen su mejor emblema en el desierto. Para los pueblos politeístas la vida exterior es mucho, la grandeza del mundo es todo: se asombran ante los rayos de luz que el sol envía, y adoran al sol: se conturban con la imponente majestad de los mares, y adoran al mar engendrando en sus aguas el Brahma de los indios; se deleitan a la fresca orilla de una fuente o a las márgenes de un claro arroyo, y fingen ninfas y náyades que jueguen con la espuma y se retraten en el cristal de las aguas; en tanto el pueblo monoteísta adora a Dios único que encendió por su querer soberano la llama vivificante del sol; al Dios único que encerró los mares en anchos límites y distribuyó las aguas según su voluntad libérrima, ora empujándolas con hálito poderoso para que formen la catarata del Niágara y las tempestades del Océano, ora encaminándolas con blando soplo para que formen las fuentes y los arroyos donde, como en palacios de líquido aljófar, moran las soñadas divinidades de griegos y de romanos.

No busquemos en los antiguos pueblos monoteístas organización de ejércitos ni gran desarrollo de las artes, ni derecho político propiamente tal con sus aristocracias, sus democracias y sus feudos: David, como los fenicios, y como los cartagineses, y como los califas, se vale de ejércitos asalariados. Entre los hebreos la pintura y la escultura están prohibidas; la poesía de estos pueblos tiene un carácter marcadamente subjetivo; ni cultivan el drama, ni estudian las maravillas de la naturaleza más que para alabar en ellas a su inmortal autor. Los pueblos politeístas, para quienes la tierra no es en rigor lugar de tránsito y valle de destierro, ni la vida periodo de peregrinación, crean y desarrollan instituciones puramente humanas, cultivan las artes, adoran la naturaleza en sus accidentes exteriores, y ora deifican la humanidad como el paganismo griego, ora la filosofía como el paganismo alejandrino, ora la ciudad como el paganismo romano. El Brahma, Siva y Vishnú del Indostán; el Osiris, Tiphon y Horus de Egipto; el Ormuzd, Ahriman y Mithra de la Persia; el Urano, Saturno y Júpiter de Grecia; los genios del bien y del mal, padres de la luz y de las tinieblas, que disputaban el imperio de una gran parte del mundo antiguo, forman admirable contraste con el Dios de los hebreos, que envuelto en nubes sobre el monte Sinay, promulga en el idioma de los truenos su código inmortal; y con el Dios de los árabes, Rey, Santo, Poderoso y Sabio, cuyas alabanzas cantan los cielos y la tierra; y por último con el Dios de los cristianos. Uno en sustancia y Trino en personas, magnífico en santidad, inmenso en poder, esplendente de gloria, infinito en la sabiduría, inagotable en la misericordia. El politeísmo hace dioses de sus hombres; el monoteísmo hace un hombre de su Dios.

De las tres grandes ramas religiosas a que sirve de tronco la unidad de Dios, el cristianismo es la más alta, la más lozana, la más florida. Moisés dijo: «venid a mí los hijos de Israel». Mahoma dijo: «venid a mí los hijos del desierto». Jesús ha dicho: «venite ad me omnes»: el judaísmo se nos ofrece como religión de raza, el islamismo como religión de clima, el cristianismo como religión de amor; para el cristianismo no hay razas ni climas; su lenguaje es inteligible para los descendientes de Japheth, moradores de la Media y de la Persia; llega hasta los hijos de Sem que habitan entre el Eúfrates y el Tigris, y se escucha por último en los abrasados arenales del África, por donde vagan los nietos de Cham de negra tez y espíritu melancólico. Para el cristianismo no hay colores, ni condiciones, ni edad, ni sexo. El Apóstol lo ha dicho: ya no hay judíos, ni infieles, ni siervos, ni señores, ni hombres, ni mujeres: no hay más que hermanos redimidos con la sangre del Cordero. La unión en Jesucristo es más fuerte que la unión en Adán: ésta identifica a los hombres por la carne y por la sangre; aquélla los acerca e identifica por la gracia: el primero es lazo de la tierra; el segundo es lazo del cielo. Una y mil veces bendigamos este lazo.

XI

Hecha la división, y determinadas rápidamente las diferencias entre pueblos monoteístas, y politeístas, es más fácil indicarla manera cómo se ha dado a conocer y se ha dejado sentir, en especial de los primeros, el Ser Supremo, el Dios Verdad, Bondad y Belleza infinita, no destinado como el Brahma de los indios a un reposo eterno jamás interrumpido, sino atento siempre a la marcha de las sociedades, providentísimo ordenador de todo, eterno generador y regulador del progreso de la humanidad.

La cruz del Salvador levantada sobre el Gólgotha diez y nueve siglos hace, es una gran piedra miliaria que separa los confines de dos mundos: al lado de allá bullen pueblos poderosos, dentro de cuyos templos bullen a su vez dioses de todas condiciones y para todos los usos de la vida; a la vertiente de acá comienza el reino imperecedero de la verdad sellada con la sangre de Jesús.

Entre los pueblos que caen al otro lado del Gólgotha, sólo hay uno depositario de la revelación y providencial custodio del Testamento de Dios: en el inmenso campo de un politeísmo de cuarenta siglos se desliza silencioso el pueblo hebreo, como arroyo escondido entre los bosques, para venir después con el huracán del deicidio a deshacerse en gotas de lluvia que se pierde en toda la superficie de la tierra. En tan largo período solamente la raza escogida conoce al verdadero Dios; los pueblos politeístas que por todas partes la rodean, viven y se agitan a la sombra de una verdad que no descubren; a la sombra de una verdad que únicamente brilla esplendorosa para aquel pueblo feliz que veía y saludaba al sol mientras los egipcios palpaban las tinieblas; para aquel pueblo que anduvo a pie enjuto por entre las aguas del mar, del mismo mar cuyos hirvientes abismos dieron vasta sepultura a Faraón y su ejército. La historia del pueblo de Israel, escrita en un libro de oro que nunca oxidarán los siglos, es la historia del cielo y de la tierra; y en ella se descubre cómo Dios, la suprema verdad, se ha dignado señalar el camino de la dicha sin fin; cómo Dios, la suprema bondad, ha sostenido a los hombres con su amor; cómo Dios, la suprema belleza, ha hecho brotar los manantiales perennes de lo bello en todas las esferas de la creación. Si el pueblo hebreo es desde Vespasiano hasta hoy, y seguirá siendo hasta la consumación de los tiempos, el cenobita de la humanidad, desde Abraham hasta los Macabeos, fue el aristócrata de la humanidad, el mayorazgo en la gran herencia, el primogénito de Dios: cuando Dios se reveló a la humanidad, reveló por medio de su primogénito.

Mientras los pueblos de la tierra entretenían a la infantil humanidad con juguetes de piedra como las pirámides de Egipto y los templos de Tebas, el pueblo hebreo la enseñaba a leer en las páginas que escribía Moisés: aquellas pirámides y las ruinas de aquellos templos son hoy fósiles apreciables de una civilización que murió porque no progresó; que no progresó porque le sobraron dioses y le faltaba Dios En cambio la importancia de los libros mosaicos es cada vez más gigantesca, como es más gigantesca la sombra a medida que se aleja el cuerpo que la produce: los siglos pasan, Moisés se aleja, y la sombra de Moisés no se extinguirá ínterin haya sol a cuya luz se proyecte: él, por divino espíritu inspirado, nos enseña que en los primeros albores de la humanidad, Dios se dejó conocer y sentir con maravillas; cuando toda carne corrompió su camino y sólo maldad se albergaba en todo corazón, Dios lavó la tierra que había formado, con un diluvio cuyos imponentes vestigios hoy estudia atónita la ciencia; borró la creación viviente, como si borrara una palabra que se arrepintió de haber escrito, en el libro de su omnipotencia; y un justo y su familia sirvieron de retoño al árbol de la humanidad, tronchado y arrastrado por las aguas.

Moisés nos enseña que la majestad de Dios omnipotente comunicó con Noé, inculcándole nociones de justicia universal y estableciendo con él una alianza donde a la vez resaltan toda la misericordia del Criador y toda la excelencia de la criatura; pues con ella se digna pactar el Señor de lo visible, lo invisible, dueño de la tierra y de los abismos que hay debajo, y del vasto firmamento de los cielos. Más tarde Dios habla a sus siervos por medio de ángeles; así detuvo el cuchillo de Abraham; así mandó volver a la desconsolada Agar: y por apariciones; así mandó a Jacob restituirse a tierra de su parentela; así mandó a Moisés partir a Egipto para ser libertador del pueblo. Más tarde, muerto ya Moisés, cambiada la organización de los hijos de Israel, reemplazados los patriarcas por los jueces primero y por los Reyes luego, Dios habla a reyes y a súbditos, por medio de sus profetas: el profetismo representa el poder de la virtud y de la verdad gravitando sobre todos los poderes. Después de los grandes prodigios, grito de la omnipotencia, después de las apariciones, voz de Dios modulada en el viento del mediodía como aquella que pidió cuenta al primer hombre del primer crimen cometido; después de los ángeles, embajadores incorpóreos enviados para misiones especiales; después de los profetas, embajadores corpóreos y permanentes, sólo cabía que condensando todos estos portentos del poder y de la misericordia, viniese al mundo la Majestad Divina con forma humana; y así sucedió: el que reina en la inmensidad de los cielos, bajó a la tierra; el que había enviado los profetas, vino a ser el mismo profeta de la nueva más feliz que han escuchado los siglos; el que había enviado los ángeles, vino a ser ángel de paz; el que se había aparecido a Abraham en visiones, a Jacob en sueños, a Moisés en la zarza, se dejó ver del mundo en figura corporal como nosotros; el que había hablado por prodigios a la humanidad, vino a consumar los prodigios; pues vive pobre siendo Rey de los reyes, y muere entre tormentos siendo el autor de la vida.

El último hálito de la vida mortal que exhala el Cristo, es soplo de vida que impele a la humanidad por la senda del progreso; el Cristo muere en una altura que se ve; en otra altura que no se ve está el término codiciado: la humanidad está entre las dos; está en el valle de lágrimas: Jesucristo, en la piscina de Bethsaida, ha dicho al paralítico: «levántate y anda»; y el paralítico es la humanidad postrada por la culpa y vuelta al movimiento por la muerte del justo: «dejadla andar», diremos a los espíritus soberbios que se oponen a su marcha: sinite abire, como dijo Jesucristo al sacar a Lázaro de la tumba por el influjo de su palabra: «dejadla andar; dejadla que llegue al término glorioso de su destino sinite abire: quitadle las ligaduras del error con que la tenéis aprisionada: dejadla andar: no desencadenéis los huracanes, que la empujan y precipitan hacia el abismo: no turbéis su marcha tranquila y sosegada con el aguijón de unos bienes que fingís, y de una ventura que sois incapaces de darle: no la atormentéis con la idea de un progreso falaz y demoledor: dejadla andar, dejadla hacer su camino; sinite abire». Dios Redentor sanó al paralítico que treinta y ocho años yacía inmóvil en el lecho del dolor; Dios Redentor vino a sanar a la humanidad que más de treinta y ocho siglos yacía miserablemente en el lecho de los errores y de la culpa: «levántate y anda», ha dicho al paralítico: «levántate y anda», ha dicho a la humanidad: la humanidad se levanta y anda: probemos a seguirla; pero lancemos antes una ojeada rápida, una ojeada de despedida hacia ese mundo antiguo que la humanidad deja detrás; hacia esa tumba de cuatro mil años de donde la humanidad se levanta para emprender la peregrinación, la vida, la cruzada de la gloria.




ArribaAbajoCapítulo II

Del progreso en las sociedades antiguas


I

Nacer, crecer, desarrollarse y morir; he aquí la escala del progreso en la materia: sentir, pensar, elevarse, tocar, lo infinito, vivir vida inmortal; he aquí la escala del progreso en el espíritu. ¿Cuál de estas dos escalas recorrió principalmente el mundo de la antigüedad?

El monte Calvario es el punto de vista más elevado, más culminante, que se descubre en el camino de la historia: subamos a la cima de ese monte; al lado de allá cae el mundo antiguo: examinemos. ¿Qué altura es aquélla, en las regiones donde nace el sol; qué altura es aquella rodeada de nubes misteriosas, y coronada de luz, donde parece que, como en inmenso sarcófago, se guarda alguna verdad, se depositan las invisibles cenizas de algún suceso magnífico? Es el monte Ararath, el puerto donde descansó una nave, cuyas trazas dio el mismo Dios, y en cuyo recinto se salvó del universal naufragio el germen de la creación animada.

Al pie de las montañas de la Armenia, cuyas purísimas auras mecieron la cuna de la humanidad, se extiende la llanura de Senaar; no lejos de allí nace el Jordán, de limpia corriente y deliciosas márgenes. Desde la llanura de Senaar, correspondiente al Asia central, partieron un día en dirección del Indus y del Ganges los descendientes de Kus, y formaron las dos grandes penínsulas del Indostán. Allí se alcanzan a ver las opulentas ciudades que daban mercancías de oro a los reyes de Judá; allí Lahora y Madura con su industria y con sus templos; allí la isla de Ceylán, donde se crían los elefantes; y al otro lado del Ganges el Kersoneso de oro, la célebre península de Malacca.

Diríase que el Indostán aparece como un gran gigante dormido entre dos ríos: sus habitantes, hijos de Brahma, adoran al mundo, porque para ellos, bajo la figura del mundo, el Dios se hace hombre; y el Dios hombre, o más bien el Dios mundo, mira por la pupila del sol, respira huracanes, tiene rayos por cabellos, y habla por los libros sagrados; pero enfrente del dios creador hay otro dios destructor; el dios que seca las hojas de los árboles y trae el invierno, estación de la tristeza, para que reemplace al estío y al otoño, estaciones de la alegría y del placer; el que acerca los mares para que en ellos mueran los ríos; el que empuja a la juventud en las sombras de la vejez. Por el dios creador de los indios, todo vive; por el dios destructor, todo moriría: mas hay en su teodicea un dios mediador que se trasforma para reparar, a medida que el dios del mal se trasforma para destruir: Brahma, Siva y Vishnú. Más adelante el Brahma, que es la luz en el sol, el resplandor en la luz, el perfume en las flores, la eterna semilla del universo, el espíritu de la creación, su principio, su medio y su fin; el Brahma, que es lo más noble en cada especie, «entre los astros el sol, entre los elementos el fuego, entre los montes el Himalaya, entre las aguas el Océano, entre los ríos el Ganges, entre las serpientes la eterna serpiente que se enrosca alrededor del universo»; más adelante ese Brahma se perderá en el laberinto de la mitología: de las espumas que alzan las flotas de Bengala no ha brotado aún la Venus india; el dios del mal que destruye lo que edifica el dios del bien, no es aún el Saturno que devora a sus hijos; el genio de la fuerza no se llama todavía Marte: ni Bahar, la ciudad de los filósofos, está consagrada a Minerva; el politeísmo en todo su desarrollo, amanecerá: ya se escuchan los poemas Ramayana y Mahabrarata, Ilíada y Odisea del indostán; Valmiki, su Homero, canta por orden de Brahma las glorias de Rama el guerrero; Brahma le ha dicho: «canta las glorias de Rama, y mientras los montes descansen en sus cimientos, mientras los ríos sigan su carrera, el Ramayana será repetido por boca de todos los hombres; y mientras el Ramayana dure, mis mundos infinitos te servirán de asilo: el poema de Rama da ciencia al sacerdote, al noble mayor nobleza, riquezas al comerciante, y si por acaso le oyese un esclavo, el esclavo queda al punto ennoblecido.»

Pasará el período épico de la India; sus cuatro castas, la de sacerdotes, salida de la boca de Dios; la de guerreros, salida de los brazos; la de comerciantes, de los muslos y la de artesanos de los pies; sus cuatro castas, repetimos, sometidas a un panteísmo religioso, serán germen de una desorganización social fomentada por la poligamia. La filosofía indica, el Budismo, enseña que el bien, la salud suprema, se encuentran en la inacción, en el sueño perpetuo, en el insondable seno de la eterna sustancia. Es inútil que en el pueblo índico busquemos individualidad, moral, conciencia, actividad ni libertad; es inútil que busquemos progreso: su progreso consiste en venir de su independencia ascética al poder de Ciro; de Ciro a Alejandro, de Alejandro a los parthos, luego a los tártaros, y más tarde a otros dominadores habitantes del África o de la Europa.

II

Allá a la opuesta ribera del Ganges, en la parte más oriental del Asia, hierve la China; inmenso taller de sutiles industriales, al que aíslan por el Este y el Sur un vasto Océano, por el Norte las magníficas murallas que dan vista a los desiertos de la Tartaria, y por el Oeste altas e inquebrantables cadenas de montañas; carece ya en su origen de alianzas y de relaciones con sus hermanos de infancia, con los demás pueblos del Asia: sus ciudades, sus templos, sus fortalezas y sus puentes se cuentan por millares: es el agricultor, el artesano, el pueblo de los detalles, no el de las concepciones; el pueblo de las manos, no el de los cerebros. Parece que los siglos no le han enseñado ni le han servido: es un viejo con accidentes de niño por la movilidad constante, por la ineducación de su inteligencia. Con sus libros clásicos; con la filosofía práctica de Confucio; con sus leyes, donde se descubre una hipocresía sistemática y una doctrina de obediencia ciega; con su forma de gobierno democráticamente despótico; con su religión ridículamente idolátrica, la China es, según frase de un filósofo alemán, momia embalsamada, envuelta en seda y cargada de jeroglíficos: circunscrita a su territorio esa antiquísima raza, encerrada como en una jaula dentro de los límites que determinan el Océano, la muralla y las montañas, se mueve en derredor como ave cautiva, pero no puede volar: no preguntemos por el progreso de la China.

III

Si del Ganges apartamos la vista para acompañar con ella el majestuoso curso del Tigris, pronto se detendrá deslumbrada ante la magnificencia de Nínive, la ciudad fundada por Asur, la corte del gran imperio asirio, la corte del oro y los perfumes, la populosa, la rica, la soberbia rival de la que más tarde ha de ser corte de Nabucodonosor y Baltasar; allí no lejos está Arbela, testigo un día de una batalla decisiva para el Oriente y aun para el mundo, testigo de la victoria de Alejandro sobre Darío. ¿Será cierto que estos centros de comercio, de poder, de ilustración y de riqueza hayan de hundirse más o menos pronto en el abismo de lo que fue, sin que de ellos quede ni una piedra, sin que de ellos quede más que un recuerdo vago y melancólico? ¿Y habrá de perecer también esa otra masa gigantesca que se levanta a las orillas del Eúfrates? Es Babilonia: hela allí. Sentada como reina del Oriente sobre un trono de flores que besa y riega el gran río, aspira locamente a realizar en la tierra el ideal de la belleza: sus torres desafían a las nubes; en sus templos agola los tesoros la magnificencia; sus murallas son maravilla del mundo; sus palacios son dignos de un soberano a quien otros soberanos sirvieran de escuderos; sus jardines, donde juguetean cascadas caprichosas y crecen flores de vivo color y delicado aroma, quieren copiar la amenidad del Edén. Allí cerca se alza un montón de ladrillos, como ruinas de un monumento secular: es la comenzada torre de los hijos de Noé; son páginas, rasgadas del libro a medio escribir de la soberbia humana: en esas páginas rotas se leen todavía las palabras vanidad e impotencia: sobre esos escombros del orgullo, y sobre las torres de la ciudad, se sientan los caldeos a contemplar las estrellas, y a ojear en el giro de los astros el libro inescrutable del destino. Mas ¡ay! que no leen muy bien los caldeos en la página azul del firmamento, si no leen que ha de romperse el cetro de Babilonia fundido con el que se derritió en el incendio de Nínive en tiempo de Sardanápalo, incendio que no quiso aplacar el Tigris que besaba los pies de la ciudad Babilonia ha de oír la voz de los profetas del Señor, y no ha de entenderla: cuando tenga sometida a su yugo a la extirpe de Jacob, Daniel descifrará la misteriosa leyenda; y así el imperio asirio, que comienza con un tirano llamado Nemrod, progresa en la idolatría hasta un déspota llamado Baltasar, y por término de ese progreso caerá en poder de Ciro, y será más tarde una joya de la corona de Alejandro:

IV

Si por ventura hiere nuestros ojos el resplandor de una formidable hoguera que se enciende en el camino de nuestra peregrinación, apartemos la vista: es Persépolis, la capital de Persia, la adoradora del sol, la idólatra del fuego; la rica Persépolis, uno de los relicarios artísticos y monumentales del Asia, arde a impulso del fuego que le ha aplicado el vencedor de Darío, sin duda para probar la crueldad de un dios que devora y consume a sus adoradores.

Si el humo de Persépolis nos impide registrar los confines del Asia, volvamos la vista a otro país un poco más apartado del nacimiento del sol, pero arrancando siempre del valle de Senaar, de la gran mesa del Asia: entre el mar Rojo y el Atlántico, entre el Mediterráneo y las tierras que abrasa el sol, se extiende y reposa la Libia: sírvenle de confines el istmo de Suez y las columnas de Hércules: al Oeste del istmo, y limitado al Norte por el Mediterráneo, se asienta el Egipto, hijo de la Etiopía, que un tiempo brilló en el Sur y Occidente de la Libia: Meröe, su antigua e insigne capital, fue centro mercantil de toda el Asia y de gran parte del África: por ser pródiga la Etiopía con la naciente colonia, le envía su gran río, el caudaloso Nilo, que hace ruidosa entrada en Egipto por las cataratas de Syene y después de fecundarlo benéficamente, se arroja por siete bocas en el seno del Mediterráneo.

Marchando desde la Armenia por la Arabia feliz, fijándose en las montañas del Sur y siguiendo las corrientes del río, llegaron los primeros pobladores, el Mitsráyim de la Biblia, a constituir sociedades que no tarde se simbolizaron en Tebas, Menfis y Elefantina. ¡Qué magnificencia se descubre en estas ciudades donde se elevan soberbios edificios y a las cuales sirven de inmobles centinelas pirámides que desafiarán a los siglos, y que los siglos mirarán con respetuosa admiración! Allí está Alejandría, la gran cátedra del mundo antiguo, con sus filósofos y sus sabios, con sus bibliotecas y sus templos, con sus vergeles deliciosos y con su alegre puerto: más allá está Heliópolis la del obelisco; más arriba Arsinoe con su grandioso lago y su laberinto admirable. Aquél es el Egipto, centro de las ciencias y manantial del paganismo. Por más averiguaciones que intente el espíritu moderno, por más descubrimientos que haga, por más esfuerzos de ingenio, de erudición y de crítica a que se entregue, el Egipto seguirá siendo uno de los grandes enigmas del mundo primitivo, esfinge que ofrecerá siempre a la humanidad un problema pendiente de resolución: su progreso se verifica desde Mitsráyim a los reyes pastores; desde éstos a los Faraones; de los Faraones a Sesostris; de Sesostris a Psamético; de Psamético al hijo de Ciro el Grande; esto es, de vasto y poderoso reino a provincia de la Persia, y más tarde a trofeo de Alejandro. No importa que en tiempo de los Ptolomeos recobre su independencia; al exhalar Cleopatra el último suspiro, Roma atará al carro de sus conquistas el abrasado país de las pirámides.

V

Si cansados de mirar desiertos y rocas, ciudades e ídolos, tierra y montañas; si después de pasear la vista, ya por los campos donde pacían los ganados de Moab, ya por los lugares en que fue probada la fe de Abraham y la obediencia de Isaac: y la entereza de Job; si después de contemplar el monte Líbano y las florecientes ciudades de Seleucia y Palmira y Damasco, fatigados ya de tanta aridez nos acercamos a la orilla de los mares y oímos el canto oriental de marineros que alegres reman hendiendo las tranquilas aguas del Mediterráneo, saludemos al pueblo fenicio. Estos intrépidos venecianos de la antigüedad viven en sus bajeles y tienen sus familias en la costa de la Syria, desde Tiro hasta el Aradus. Su primer gobierno es federativo; es una gran sociedad mercantil, abastecedora de casi todo el mundo conocido. Sidón y Tiro son los puntos centrales donde está, digamos así, el gran libro de caja; pero el comercio de los fenicios se extiende a la India y a climas muy remotos; que así surcan sus navíos las aguas del golfo arábigo como las del pérsico; así llevan las mercancías, las costumbres y el habla de Oriente a través del Océano; ellos construyeron la flota de Semíramis, fabricaron las riquísimas telas de Sidón que servían para mantos de reyes, e importando géneros a otros países de Oriente, exportaban para Oriente plomos de Bretaña, plata de Iberia y oro del África: adoradores de la aritmética más aún que de sus ídolos, profesaron como religión un paganismo despreocupado, transigente con la ganancia, sensible, muy sensible al sonido del metal: Tiro progresó hasta capital de Fenicia; más tarde progresó hasta un montón de ruinas en tiempo del segundo Nabucodonosor: reedificada y sometida a gobiernos de sufetes o jueces, cayó en poder de Alejandro; supremo progreso de casi todos los pueblos de la antigüedad.

Al morir política o socialmente la Fenicia, deja como herederas de sus timbres y como fragmentos de su antiguo poderío, multitud de colonias y establecimientos famosos que cubren las costas del Mediterráneo y del Océano, patria legítima de los fenicios, espacioso teatro de sus glorias.

VI

Sin alzar la mirada del Mediterráneo, descubrimos una península limitada al Oeste por el Atlántico y al Este por el mar Egeo, una península de altas cordilleras y amenos valles, de hermoso cielo, aire puro y benéfico clima: riéganla dos ríos principales; y muchos arroyos y limpias fuentes acrecientan la belleza de su suelo y refrescan el ambiente de sus campos. Es la Grecia, la patria de los poetas y de los filósofos, de los sabios y de los artistas: de allí partió la célebre expedición que puso fin a las piraterías del mar Negro, y ensanchó el comercio con el Asia: allí fueron las guerras de los dioses, la caída de Edipo; allí se decidió la causa del derecho de gentes; allí se verificó la gran batalla entre dos razas gigantescas; allí resonaron los versos de Homero; allí están Esparta y Atenas: en la primera parece que se agita el genio de Licurgo; en la segunda brilla la inteligencia de Solón. Darío avanza hasta la Grecia; el oráculo de Delfos y la sacerdotisa Pythia son anhelosamente consultados. Si en el monte Athos halla desastroso fin la primera expedición persa, otra segunda asolará las islas del Archipiélago; y si la vida no alcanza a Darío para tomar la posesión que codicia, su hijo y sucesor Xerxes atravesará las Termópilas; con la llave de la traición abrirá las puertas de Atenas.

Grecia, repuesta de tanto daño, ve enfrente otro enemigo poderoso: surgen las guerras del Peloponeso: Pericles, Alcibíades y Lisandro figuran como actores en este drama sangriento: Sócrates bebiendo la cicuta simboliza el progreso de aquella edad y de aquella tierra tenida por clásica del progreso. Allí están las escuelas filosóficas; allí los historiadores; allí los trágicos y los retóricos; allí los artistas. Aristóteles y Platón, Hesiodo, Sófocles, Xenofonte y Fidias llenan con su nombre y con sus obras el país donde nacieron. La filosofía no es ya la teogonía; la teocracia no es la forma exclusiva de gobierno; la humanidad se ha emancipado, está como secularizada; pero los templos se van llenando de dioses; los dioses se van llenando de vicios; hierve el error en el cerebro de los hombres, y el desaliento se apodera de los espíritus: Alejandro engarza en su corona la perla del Mediterráneo: más adelante Grecia con su Olimpo y con sus timbres progresará hasta ser la provincia Acaya del imperio de los Césares.

VII

¡El imperio de los Césares! A nuestros pies se extiende como un guerrero que reposa de prolongadas luchas y de incesantes victorias; con su planta toca en el Rhin y el Danubio: sus brazos extendidos alcanzan por el Oriente al Eúfrates, por Occidente al mar de España y las Galias: con su casco llega al monte Atlas. Roma es señora del mundo: ha conquistado la Italia, destruido a Cartago, sometido a Macedonia, ganado a Egipto, dominado los mares, absorbido las riquezas, centralizado el poder: ha tenido insignes generales, filósofos, oradores, poetas y artistas; ha heredado las glorias de Grecia, la magnificencia de Asia: aduna el genio de Oriente y el genio de Occidente; tiene, como dice el sabio Valdegamas, de Esparta la severidad, de Atenas la cultura, de Menfis la pompa, y la grandeza de Babilonia y de Nínive. Por casi todas las formas de gobierno ha pasado: monarquía bajo el poder de Numa, progresó hasta consulado en junio Bruto y Tarquino; llegó a dictadura en Sila, a triunvirato en Craso, César y Pompeyo, a imperio en Augusto. Politeísta hasta la prodigalidad, trajo a su panteón los dioses todos de los extranjeros, y no se cuidó de tener Dios nacional. Ésa es Roma: entre los pueblos que le están sometidos cuéntase el hebreo; la tierra en que mentalmente nos hemos colocado para registrar el mundo antiguo, tierra es que dominan los soldados del imperio. Las grandes capitales que un día florecieron a las orillas del Tigris, del Eúfrates y del Nilo, ya no existen: fueron gotas de rocío evaporadas al soplo de las revoluciones; la India y la China han sobrevivido a los cataclismos; son gotas de rocío cristalizadas en el campo de la humanidad y de la historia. Mirando, pues, de un sólo golpe los pueblos más notables que caen al otro lado de la cruz, obtendremos este resultado: síntesis del progreso de Egipto; provincia romana: síntesis del progreso de Siria; provincia, romana: síntesis del progreso de Grecia; provincia romana: síntesis del progreso al aparecer el cristianismo; ciudad de Roma. Examinemos separadamente la escala del progreso en el espíritu y la escala del progreso en la materia, y respondamos a la pregunta que sirve de tema principal a este capítulo.

VIII

Roma puede considerarse como la señora del universo: ha conquistado con la fuerza, y asegura la conquista con las leyes. El Asia en gran parte le pertenece; once ciudades del mundo antiguo se disputan la honra de elevar un templo a un emperador romano. Pérgamo, Smirna y Éfeso le ofrecen tributo y prestan homenaje: Antioquía y Alejandría, magníficas en su desgracia, son como damas de honor de la gran reina del mundo.

Ésta ha reunido en el Capitolio todos los ídolos extranjeros, y ha cerrado el templo de Jano: ha depuesto las armas, y da una cita a los dioses y a los hombres para que vengan a celebrar el gran festín: en confuso tropel los hombres y los dioses, éstos por humanizarse, cometen crímenes; aquéllos por deificarse se hacen a su vez criminales: a contar desde Júpiter, que es un libidinoso vulgar, el cielo de los romanos se nos antoja un presidio medianamente organizado: y si el ejemplo de los reyes es tan eficaz que ad exemplar regis totus componitur orbis, ¿qué se dirá del ejemplo de los dioses?

Las nociones religiosas del siglo de Augusto se sintetizan en esta frase desconsoladora del más sabio de sus repúblicos: tot homines, tot sententiae; tantos pareceres como hombres: yacían en las tinieblas; se agitaban en sombras de muerte. Si exceptuamos el escaso número de estoicos, héroes de la moral que proclamaban la libertad como principio y la virtud como órbita y como término, el pueblo romano profesa y practica la doctrina de Epicuro. En la eterna lucha del espíritu con la materia, el imperio romano aparece coadyuvando al triunfo de la segunda. La vida de los sentidos disputa al tiempo la duración de los goces, y la vida del espíritu languidece: no es un paganismo ardoroso el que destruye a la sociedad romana; es un indiferentismo horrible el que la asesina; los hombres se burlan de aquellas divinidades que brotaban en los huertos, y hallan más socorrido divinizar al tirano que vive que dar culto a los dioses invisibles.

A pesar de aquel derecho civil tan admirablemente consignado; de aquella razón escrita, destello de la filosofía estoica, la ciencia romana tuvo siempre como obstáculos gravísimos la confusión de lo temporal con lo espiritual y la odiosa institución de la esclavitud: el primer obstáculo es por precisión rémora de la libertad; el segundo es francamente enemigo de la seguridad y de la propiedad: cuando la libertad, la seguridad y la propiedad, tres columnas que sostienen el templo de la justicia, no están perfectamente garantidas, el edificio peligra, y cuando se cae el templo de la justicia, la sociedad entera perece bajo sus ruinas.

La confusión de ambos poderes temporal y espiritual tiranizando el fuero interno y matando el albedrío; la esclavitud dando al derecho de propiedad una extensión impía y un riesgo constante a la seguridad del individuo, socavan la sociedad romana, porque desorganizan la familia y desfiguran las relaciones que unen a los hombres en las diversas fases de la vida.

El culto tributado a la ciudad, cuyas puertas son santas, nos parece una parodia en pequeño del panteísmo oriental: la India adora al mundo como suprema expresión e imagen de la unidad suprema de Dios; los romanos adoran la ciudad de un modo análogo a como adora la India al universo: ser ciudadano romano es la honra que más se acerca a la de legislador en Esparta, sacerdote en la región que batía el Nilo, satélite en la corte de Baltasar, o patriarca en los melancólicos valles de la Palestina.

Los dogmas revelados son, como dice un sabio, la trama con que se tejen las ciencias filosóficas y aun las físicas; por no conocer los dogmas revelados, llegaron entre griegos y romanos a tan pequeña altura las ciencias filosóficas y físicas. Nosce te ipsum: hasta ahí llegó la Filosofía: la tierra, el aire, el agua y el fuego son los cuatro elementos vitales y constitutivos de la naturaleza; hasta ahí llegó la Física. Sin fe y sin dogma la ciencia no puede dar un paso: Platón entre los griegos y Cicerón entre los romanos, penetraron en la ciencia porque su genio adivinó algo, porque entrevieron vislumbres de la verdad, como la idea del Verbo y la inmoralidad del alma: aparte de esto, la ciencia del mundo antiguo semejará siempre una tela de Penépole perpetuamente tejida y destejida. Aun esos mismos genios del mundo antiguo, el fundador insigne de la Academia y el insigne orador del foro romano, llegaron solamente a la probabilidad de verdades que andando los siglos vagaron, como vagan hoy, en el cerebro de los indoctos yen los labios de los niños: la razón permaneció cruelmente atada a la duda, como pintan los poetas gentiles a Ixion atado a la rueda, hasta que las ligaduras se rompieron en el augusto día de la redención, en la magnífica alborada de la libertad. ¡Redención para los mortales vendidos a la culpa por la prevaricación de Adán; libertad para los espíritus, sumergidos en el calabozo de la ignorancia; libertad para la ciencia, cautiva en la red de malla del politeísmo!

IX

El pueblo romano, más bien, los que piensan por el pueblo romano buscan la felicidad, porque la felicidad es la aspiración instintiva, constante de todos los pueblos y de todas las criaturas; buscan la felicidad por varias sendas, y no la encuentran. Los poetas, misteriosos viajeros del mundo de la fantasía, vuelan de esta superficie que mancha la iniquidad y riegan las lágrimas, y adivinan más allá del mundo, como sombra tranquila del universo, la mansión de los bienaventurados, el apacible reino del vacío, inania regna, como escribe el arrebatado cantor de Eneas; pero ni la inspiración del poeta es el poeta, ni en la posesión de esos reinos del éter fijaban su felicidad los vencedores de la mayor parte de la tierra, los dueños de casi todo el universo, tan fuertes de espíritu que se estremecían si una ave importuna cantaba, o si un oráculo de mal humor predecía cualquiera tempestad: el imperio de los sentidos, el horrible epicurismo dominaba, con señaladas excepciones, a poetas y filósofos, a patricios y plebeyos, a jóvenes y ancianos. Había una doble corriente de inmoralidad desde los tiranos al pueblo y del pueblo a los tiranos, que condensándose en la atmósfera, la hubiera viciado hasta producir la absoluta inviabilidad de todo principio científico y social, si a tiempo no viniese a purificaría el incienso suave y grato del cristianismo.

X

Si el espíritu ofrece más bien los tristes caracteres del letargo que la movilidad armónica de la vida, la materia en cambio se desarrolla, el imperio de los sentidos se extiende, los manantiales del goce se multiplican; se realiza el progreso en el orden físico. Roma es un atleta de bellas y al parecer vigorosas formas, pero con las entrañas laceradas por un cáncer: es un ídolo de barro artísticamente cubierto con una hoja de oro.

De la gran plaza de Roma parten, como arterias del corazón de un gigante, caminos que enlazan la capital con los más apartados climas, con las provincias más remotas del imperio: para lograr este complicado sistema de comunicaciones, no hay dificultad que no se venza ni obstáculo que no se allane; se salvan las montañas, se desecan los lagos, y se domina la impetuosidad de los torrentes. Para los beneficios de la agricultura, se cambia el cauce a los ríos, se forman lagunas y se abren canales. El arte de la navegación prospera y florece como en los mejores tiempos de Tiro y de Sidón: innumerables y vistosas flotas cubren y surcan los mares; a falta de puertos construidos por la naturaleza, la industria los construye; se hace el puerto de Ostia. Los viajes periódicos a Oriente proporcionan de retorno ricos cargamentos de ámbares y de piedras preciosas, de púrpuras y telas finísimas fabricadas en la Fenicia y el Egipto. Los romanos, en su anhelo de traer, en su deseo de traducir el Oriente al Occidente y centralizar en su ciudad todas las delicias y portentos que atesoraron Babilonia y Nínive, Menfis y Alejandría, traen del Asia y del África flores y frutos que aclimatan en sus jardines, además de traer el gusto de las cascadas, de los adornos y de los bosques artificiales; y la rosa lozana de Alejandría de vivo color y suavísimo aroma, y el jazmín blanco y delicado, y el granado de ancha sombra y dulce fruto, y el naranjo y el limonero y otros mil árboles nacidos a orillas del Eúfrates y el Nilo, vienen a arraigar en las márgenes del Tíber, para pagar en sombra, regalo y fragancia la crueldad de haberlos desarraigado de su tierra madre, y traídolos al seno de tierra madrastra.

La magnificencia de los jardines es secundaria respecto a la magnificencia de los palacios, y los templos y los coliseos: gigantescas empresas que hoy acometen, y con dificultad realizan opulentísimas compañías mercantiles, llevábanse a feliz término por algún ciudadano romano que, como Herodes Ático, tenía capital y genio para levantar un coliseo con maderas de cedro y esculturas de primer orden; para restaurar (en Atenas) el Odeon destinado por Pericles a conciertos y tragedias; para restituir su prístina suntuosidad al precioso teatro de Corinto, a los ornamentos del templo de Neptuno en el Istmo, a los baños de las Termópilas, a un célebre acueducto de Italia y a otros monumentos notables del Epiro, la Tesalia, la Beocia y el Peloponeso.

El lujo esplendente de los edificios públicos debe considerarse como consecuencia de la adoración que a la ciudad tributaban los romanos: en la majestad de los edificios públicos, dice Gibbon, resplandecía vivamente la soberanía del pueblo. Si andando los años Nerón, en la embriaguez de su orgullo, se construye un palacio de oro, no pasará mucho tiempo, después de la muerte de aquel monstruo, sin que el palacio y su recinto se conviertan en el coliseo, los baños de Tito, el pórtico claudiano y los templos consagrados a la diosa de la paz y al genio de Roma. La columna de Trajano y los acueductos de Espoleto, de Metz y de Segovia, testimonio elocuente son del apogeo a que llegaron ciertos ramos del saber en el imperio de los Césares. Las bellas artes importadas de Grecia, del país clásico de la fantasía, arrastraron una existencia precaria muy parecida a la de los siervos, a quienes de ordinario estaba reservado su ejercicio lo mismo que el de la ciencia de curar. Las bellas artes no pueden florecer entre esclavos; y en los vastos dominios de la poderosa Roma los esclavos llegaron a igualarse en número con los libres: la población de los dominios de Roma excedió, según cálculos autorizados, a la población de la Europa moderna: ¡cuántos millones de esclavos! ¡Causa pena el considerarlo!

XI

Con los elementos que rápidamente hemos reseñado, con una pequeñez pigmeica en lo relativo a las verdaderas ciencias filosóficas, y un desarrollo gigantesco de los intereses materiales, concibese fácilmente que Roma había de caer en los horrores de una vanidad insensata y de un sensualismo grosero; y cayó en efecto.

No busquemos en los días del imperio al guerrero sobrio, al patricio noble y probo, a la matrona casta y esforzada: el guerrero deja caer el arma que le pesa; el ciudadano deja caer la severidad que le abruma; la matrona deja caer el decoro que la atormenta; y el guerrero se enerva, y el ciudadano se corrompe, y la matrona se prostituye. La organización doméstica forma de cada casa un pequeño estado despóticamente regido; de cada padre de familias un rey; de cada mujer una víctima; de cada hijo un siervo; de cada siervo una cosa: el repudio, cobarde subterfugio contra el matrimonio, destroza la familia, y en su virtud los hombres suelen recordar más mujeres propias que cónsules, y las mujeres suelen contar mayor número de maridos que de años. Por casarse con su pupila Publilia, repudió Cicerón a su mujer Terencia. La potestad paterna sobre los hijos adquiere en determinadas ocasiones una latitud sacrílega; las leyes que hoy leemos sobre el derecho de vida y muerte, y el derecho de dar en noxa, vestigios son de absurdos que están lejanos, y sin embargo, aun como simples vestigios nos horrorizan: la esclavitud desplega todo el bárbaro lujo de su injusticia, y somete impíamente a multitud de seres racionales al capricho de un señor que oprime y maltrata sin compasión, o a la brutal complacencia de un tirano que manda degollar hombres por ver las contorsiones de los moribundos. Verifícase, pues, entre los romanos durante el imperio, que el extravío moral, que la corrupción de las costumbres se comunica de fuera adentro, esto es, de la ciudad a la familia, al contrario de lo que en los tiempos modernos acontece; hoy los excesos privados pueden transcender a la vida pública: pero garantida en los países cultos la pública moralidad, por lo común no hay riesgos que temer de fuera adentro.

Sea cual fuere la abyección oficial a que en Roma llegó la mujer, nadie puede desposeerla de su importancia casi siempre decisiva en los destinos del hombre: el conde de Segur dijo una verdad incontestable al asegurar que los hombres hacen las leyes, y las mujeres hacen las costumbres. El imperio romano se acercaba a los días de su ruina, cuando sus mujeres, en vez de levantarse como la mujer fuerte de los Proverbios antes del día, y distribuir la tarea entre los domésticos, e hilar por sus manos la lana y el lino, y vender al cananeo el fruto de sus trabajos, y nunca comer el pan en la ociosidad, y siempre mirar sus obras como su gloria, ocupaban el día en prepararse a parecer bellas de noche: según nos describe Plauto y atestiguan Catulo y Juvenal y otros poetas del siglo de oro, las damas romanas desde la aurora hasta las horas de la tarde vivían consagradas al adorno y a los afeites, si eran hermosas, para acrecentar sus atractivos; si no lo eran, para falsificar la hermosura: ellas sabían cubrir con los recursos del arte la palidez de sus mejillas y devolver el brillo a la tez, y el carmín a los labios, y luchar en fin con la tenacidad de los años que, se vienen y con las huellas de los vicios que se van, hasta conseguir una juventud artificial comprada a mucha costa a los mercaderes de aromas y cosméticos, y merced a brazos auxiliares exclusivamente ocupados en esta liviana defraudación de los derechos imprescriptibles del tiempo. Séneca dijo un día a su madre consolándola: «no para esforzar tu dolor alegues tu condición de mujer; pues tiempo hace, madre mía, que por tus virtudes has dejado de pertenecer a ese sexo».

Tan cierta es la sentencia antes citada del conde de Segur, que sólo en la sociedad que produjo las Mesalinas se conciben las monstruosas lubricidades de Tiberio y de Calígula, de Nerón y de Eliogábalo: pueblo que tiene por divinidades a seductores y adúlteros y a toda clase de viciosos, no es mucho que celebre los misterios de Adonis y de Cibeles, de Príapo y Flora; no es mucho que ofrezca festines de horrible suntuosidad en que las más ilustres damas hagan alarde cínico de su impudor, ínterin mueren despedazados por fieras centenares de infelices esclavos, o ínterin derraman su sangre los gladiadores que vienen a caer exánimes a los pies de las impuras cortesanas. La mesa de Eliogábalo, tal como la describen historiadores de aquel tiempo, aparece hoy como una fábula de fantasía oriental: los más extraños manjares, cubiertos con ámbar, oro y piedras preciosas; la perla molida en vez de pimienta; las lenguas de ruiseñores y el vino de rosa, se servían con frecuencia en los festines de aquel tirano que quiso usurpar su nombre al sol, como Antonio se lo usurpó al dios Baco, como Domiciano firmaba «vuestro Dios y Señor». Para trazar el último rasgo característico de la decadente sociedad romana, baste saber que Nerón y también Eliogábalo elevaron al tálamo imperial seres de su propio sexo.

¿Podía vivir un pueblo de tal manera degradado? ¿Podía prolongarse mucho aquel horrible vilipendio de la justicia, de la razón y de la humanidad? No, seguramente: mientras el pueblo romano se embriaga en el inmenso festín de la ciudad, los discípulos de Jesús penitente, perseguidos y austeros, combaten la licencia y el libertinaje, predicando que son dichosos los que lloran, felices los pobres, y bienaventurados los limpios. El cristianismo no tiene armas de hierro para combatir y destrozar el imperio romano: combate los errores con la palabra y con el ejemplo. Pero la expiación se acerca: del lado del Norte brama un huracán jamás oído; una raza vigorosa penetra en el imperio, y no tarde se apodera de sus provincias, como nube de langostas que se posa de repente sobre campo cultivado: la misma Roma cae en poder de los bárbaros, y el coloso se desploma, y el sol del Capitolio y del foro se eclipsa, y las grandezas se deshacen, y el imperio se hunde: se inaugura un nuevo período para la historia, una faz nueva para las sociedades, otra piedra miliaria en el ca mino de su vida: síntesis del progreso de Roma: invasión de los bárbaros.



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