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Cartas a un escéptico en materia de religión

Jaime Balmes






ArribaAbajo Carta I

Cuestiones importantes sobre el escepticismo


Carácter de la autoridad ejercida por la Iglesia católica. La fe y la libertad de pensar. Vano prestigio de las ciencias. Un pronunciamiento científico. Naufragio de las convicciones filosóficas. Sistema para aliar cierto escepticismo filosófico con la fe católica. El escepticismo y la muerte. El escepticismo origen de un tedio insoportable. Es una de las plagas características de la época. Motivos de la permisión divina. La fe contribuye a la tranquilidad de espíritu.

Mi estimado amigo: Difícil tarea me ha deparado usted en su apreciada, hablándome del escepticismo: éste es el problema de la época, la cuestión capital, dominante, que se levanta sobre todas las demás, cual entre tenues arbustos el encumbrado ciprés. ¿Qué pienso del escepticismo; qué concepto formo de la situación actual del espíritu humano, tan tocado de esta enfermedad?; ¿cuáles son los probables resultados que ha de acarrear a la causa de la religión? Todo esto quiere V. que le diga; a todas estas preguntas exige usted una respuesta cabal y satisfactoria; añadiéndome que «quizás de esta manera se esclarezcan algún tanto las tinieblas de su entendimiento, y se disponga a entrar de nuevo bajo el imperio de la fe».

Deja V. entrever algunos recelos de que mis respuestas sean sobrado dogmáticas y decisivas; haciéndome, la caritativa. advertencia de que «es menester despojarse por un momento de las convicciones propias, y procurar que la discusión filosófica se resienta todo lo menos posible de la invariable fijeza de las doctrinas religiosas». Asomaba a mis labios la sonrisa al leer las palabras que acabo de transcribir, viendo que de tal manera vivía V. equivocado sobre la verdadera situación de mi espíritu; pues se figuraba hallarme tan dogmático en filosofía como me había encontrado en religión. Paréceme que, a fuerza de declamar contra la esclavitud del entendimiento de los católicos, han logrado en buena parte su dañado objeto los incrédulos y los protestantes, persuadiendo a los incautos de que nuestra sumisión a la autoridad de la Iglesia en materias de fe, quebranta de tal suerte el vuelo del espíritu y anonada tan completamente la libertad de examinar, hasta en los ramos no pertenecientes a religión, que somos incapaces de una filosofía elevada e independiente. Así tenemos por lo común la desgracia de que sin conocernos se nos juzgue, y sin oírnos se nos condene. La autoridad ejercida por la Iglesia católica sobre el entendimiento de los fieles, en nada cercena la libertad justa y razonable que se expresa en aquellas palabras del Sagrado Texto: entregó el mundo a las disputas de los hombres.

Todavía me atreveré a añadir que, seguros los católicos de la verdad en los negocios que más les importan, pueden ocuparse en las cuestiones puramente filosóficas con ánimo más tranquilo y sosegado, que no los incrédulos y escépticos: mediando entre ellos la diferencia que va de un observador que contempla los fenómenos terrestres y celestes desde un lugar a cubierto de todo peligro, a otro que se halla precisada a verificarlo desde una frágil tabla abandonada a la merced de las olas. ¿Cuándo entenderán los enemigos de la religión que la sumisión a la autoridad legítima nada tiene de servilismo, que el homenaje tributado a los dogmas revelados por Dios no es torpe esclavitud, sino el más noble ejercicio que hacer podamos de la libertad? También los católicos examinamos, también dudamos, también nos engolfamos en el piélago de las investigaciones; pero no dejamos la brújula de la mano, es decir, la fe; porque, así en la luz del día como en las tinieblas de la noche, queremos saber dónde está el polo para dirigir cual conviene nuestro rumbo.

Habla V. de la flaqueza de nuestro espíritu, de la incertidumbre de los conocimientos humanos, de la necesidad de discutir con aquella modesta reserva inspirada por el sentimiento de la propia debilidad; ¿pues qué?, ¿por ventura esas mismas reflexiones no son la más elocuente apología de nuestra conducta?; ¿no es esto mismo lo que estamos continuamente encareciendo, cuando probamos y evidenciamos que es útil, que es prudente, que es cuerdo, que es indispensable el vivir sometido a una regla? Supuesto que se ofrece la oportunidad, y que la buena fe exige que hablemos con toda sinceridad y franqueza, debo manifestarle, mi estimado amigo, que, salvo en materias religiosas, me inclino a creer que no lleva V. tan adelante el escepticismo como éste que V. se imaginaba tan dogmático.

Hubo un tiempo en que el prestigio de ciertos hombres, el deslumbramiento producido por la radiante aureola que coronaba sus sienes, la ninguna experiencia del mundo científico, y, sobre todo, el fuego de la edad, ávido de cebarse en algún pábulo noble y seductor, me habían comunicado una viva fe en la ciencia y me hacían saludar con alborozo el día afortunado, en que introducirme pudiera en su templo para iniciarme en sus profundos arcanos, siquiera como el último de sus adeptos. ¡Oh!, aquélla es la más hermosa ilusión que halagar pudo el alma humana: la vida de los sabios me parecía a mí la de un semidiós sobre tierra; y recuerdo que más de una vez fijaba con infantil envidia mis ojos sobre un albergue que encerraba un hombre mediano, que yo en mi experiencia conceptuaba gigante. Penetrar los principios de todas las cosas, levantar un tupido velo que cubre los secretos de la naturaleza, levantarse a regiones superiores descubriendo nuevos mundos que se escapan a los ojos de los profanos, respirar en una atmósfera de purísima luz, donde el espíritu se despegara del cuerpo, adelantándose a gozar de las delicias de un nuevo porvenir: éstos creía yo que eran los beneficios que proporcionaba la ciencia; nadando en esta felicidad contemplaba yo a los sabios; viniendo, por fin, los aplausos y la gloria que a porfía les rodeaban, a solazarlos en los breves momentos en que, descendiendo de sus celestiales excursiones, se dignaban poner de nuevo sus pies sobre la tierra.

La literatura, me decía yo a mí mismo, sus investigaciones sobre lo bello, lo sublime, sobre el buen gusto, sobre las pasiones, les suministrarán reglas seguras para producir en el ánimo del oyente o del lector el efecto que se quiera; sus estudios sobre la lógica e ideología les darán un clarísimo conocimiento de las operaciones del espíritu, y de la manera de combinarlas y conducirlas para alcanzar la verdad en todo linaje de materias; las ciencias matemáticas y físicas deben de rasgar el velo que cubre los secretos de la naturaleza; y la creación entera con sus arcanos y maravillas se desplegará a los ojos de los sabios, como se desarrolla un raro y precioso lienzo a la vista de favorecidos espectadores; la psicología los llevará a formarse una completa idea del alma humana, de su naturaleza, de sus relaciones con el cuerpo, del modo de ejercer sobre éste su acción, y de recibir de él las varías impresiones; las ciencias morales, las sociales y políticas les ofrecerán en un vasto cuadro la admirable harmonía del mundo moral, las leyes del progreso y perfección de la sociedad, las infatigables reglas para bien gobernar; en una palabra, me imaginaba yo que la ciencia era un talismán que obraba maravillas sin cuento, y que quien llegase a poseerla, se levantaba a inmensa altura sobre el vulgo de la triste humanidad. ¡Vana ilusión, que bien pronto comenzó a marchitarse, y que al fin se deshojó como flor secada por los ardores del estío!

Cuanto más dorados habían sido mis sueños, y mayor, por consiguiente, mi avidez de conocer lo que tenían de realidad, tanto más dura fue la lección que recibí y más temprana vino la hora de entender mi engaño. Apenas entrado en aquellas asignaturas donde se ventilan algunas cuestiones importantes, principió mi espíritu a sentir una inquietud indefinible, a causa de no hallarme bastante ilustrado por lo que leía ni por lo que oía. Ahogaba en el fondo de mi alma aquellos pensamientos que surgían incesantemente sin poderlo yo remediar; y procuraba acallar mi descontento, lisonjeándome con la esperanza de que para más adelante me estaba reservado el quedarme enteramente satisfecho. «Será menester, me decía yo, ver primero todo el cuerpo de doctrina, de la cual no alcanzas ahora más que los primeros rudimentos; y entonces, a no dudarlo, encontrarás la luz y la certeza que en la actualidad echas de menos.»

Difícilmente hubiera podido persuadirme a la sazón de que hombres cuya vida se había consumido en ímprobos trabajos, y que con tal seguridad ofrecían al mundo el fruto de sus sudores, hubiesen aprendido sobre las gravísimas materias en que se ocupan, poco más que el arte de hablar con facilidad en pro o en contra de una opinión, metiendo mucho ruido con palabras huecas y con discursos pomposos. Todas mis dificultades, todas mis dudas y escrúpulos, todo lo atribuía a mi inexperiencia, a mi torpeza en comprender el sentido de lo que me decían autores tan respetables: por cuyo motivo se apoderó de mí la idea de saber el arte de aprender. No se afanaron tanto los antiguos químicos en pos de la piedra filosofal, ni los modernos publicistas en busca del equilibrio de los poderes, como yo andando en zaga del arte maravilloso: y Aristóteles, con sus infinitos sectarios, y Raimundo Lulio, y Descartes, y Malebranche, y Locke, y Condillac, y no sé cuántos menos notables, cuyos nombres no recuerdo, no bastaban a satisfacer mi ardor. Quién me ocupaba y confundía con las mil reglas sobre los silogismos, quién señalaba mayor importancia a los juicios y proposiciones, quién a la claridad y exactitud de la percepción, quien me abrumaba con preceptos sobre el método, quién me llevaba de la mano a la investigación del origen de las ideas, dejándome más en obscuras que antes: en breve no tardé en advertir que cada cual echaba por su camino favorito, y que a quien en seguirlos se empeñase le habían de volver la cabeza.

Estos señores directores del entendimiento humano, dije para mí mismo, no se entienden entre sí: esto es la torre de Babel, en que cada cual habla su lengua; con la diferencia de que allí el orgullo acarreó el castigo de la confusión y aquí la confusión misma aumenta el orgullo, erigiéndose cada cual en único legítimo maestro, y pretendiendo que todos los demás no ofrecen para el derecho de enseñanza sino títulos apócrifos. Al propio tiempo, iba notando que lo mismo con corta diferencia sucedía en los demás ramos del humano saber; con lo que entendí que era necesario, urgente, desterrar la hermosa ilusión que sobre las ciencias me había formado. Estos desengaños habían preparado mi espíritu a una verdadera revolución; y, aunque vacilando algunos momentos, al fin me decidí a pronunciarme contra los poderes científicos, y, alzando en mi entendimiento una bandera, escribí en ella: abajo la autoridad científica.

Nada tenía yo para substituir al poder destruido, porque, si esos respetables filósofos sabían poco sobre las altas cuestiones cuya solución andaba buscando, yo sabía menos que ellos, pues que no sabía nada. Ya puede V. imaginarse que no dejaría de serme doloroso el consumar una revolución semejante; y que a veces hasta me acusaba de ingrato, cuando, llevando la revolución hasta sus últimas consecuencias, forzaba a emigrar de mi espíritu personas tan respetables como Platón, Aristóteles, Descartes, Malebranche, Leibnitz, Locke y Condillac. La anarquía era el necesario resultado de un paso semejante; pero yo me resignaba gustoso a ella, antes que llamar nuevamente al gobierno de mi entendimiento a estos señores que así me habían engañado. Además, que, habiendo probado ya el placer de la libertad, no quería deslustrar el triunfo pasando por las horcas caudinas.

Apremiado mi espíritu por la sed de verdad, no podía quedar en un estado de completa inercia; y así es que emprendí buscarla con mayor empeño, no pudiendo creer que estuviera el hombre condenado a ignorarla mientras vive en este mundo. Sin duda creerá V. que un escepticismo universal fue el inmediato resultado de mi revolución, y que, concentrado dentro de mí mismo, dudé de la existencia del mundo que me rodeaba, dudé de la existencia de mi propio cuerpo, y que, temeroso de que se me escapara toda existencia, y que a manera de encantamiento me hallase reducido a la nada, me apresuré a asirme del raciocinio de Descartes: yo pienso, luego soy; ego cogito, ergo sum. Pues nada de eso, mi estimado amigo: que, si bien tenía alguna afición a la filosofía, no estaba, sin embargo, fanatizado por el filósofo; y sin reflexionar mucho me convencí de que dudar de todo, es carecer de lo más precioso de la razón humana, que es el sentido común. No me faltaba la noticia del axioma o entimema de Descartes y de otras semejantes proposiciones o principios; pero siempre me pareció que tan cierto me estaba de que existía como de que pensaba, como de que tenía cuerpo, como del movimiento, como de las impresiones de los sentidos, como del mundo que me rodeaba; y, por consiguiente, reservándome fingir por algunos momentos esa duda para cuando el ocio y el humor lo consintieran, me quedé con todas las convicciones y creencias que antes, salvo las llamadas filosóficas. Para éstas fui, y he sido, y seré inexorable: la filosofía proclama sin cesar el examen, la evidencia, la demostración; enhorabuena; pero sepa al menos que, cuando seamos hombres y no más, nos arreglaremos en nuestras convicciones cuál a nosotros nos cumpla, siguiendo las inspiraciones del buen sentido; pero, en los ratos en que seamos filósofos, que para todo hombre son ratos muy breves, reclamaremos sin cesar el derecho de examen, exigiremos evidencia, pediremos demostración seca. Quien reina en nombre de un principio, menester es que se resigne a sufrir los desacatos que dimanar puedan de las consecuencias.

Claro es que en este naufragio universal de las convicciones filosóficas no entraban las religiosas: éstas las había adquirido por otro camino, se presentaban a mi espíritu con otros títulos, y, sobre todo, se encaminaban de suyo a dirigir la conducta, a hacerme, no sabio, sino bueno; de consiguiente, contra ellas no se irritó mi susceptibilidad pirrónica. Todavía más: lejos de que sintiera inclinación a separarme de las creencias que se me habían inspirado en la infancia, me convencí más y más de la necesidad, y hasta del interés propio, que tenía en no perderlas; pues que comencé a mirarlas como la única tabla de salvación en este proceloso mar de las cavilaciones humanas. Acrecentose el deseo de aferrarme en la fe católica, cuando, ocupándome algunos ratos, con espíritu de completa independencia, en el examen de las transcendentales cuestiones que la filosofía se propone resolver, me vi rodeado por todas partes de espesísimas tinieblas; sin que se descubriese más luz que algunas ráfagas siniestras, que, sin alumbrar el camino, sólo servían para hacerme visible la profundidad de los abismos a cuyo borde se hallaban mis plantas.

Por esto conservaba en el fondo de mi alma la fe católica como un tesoro de inestimable valor; por esto, al encontrarme angustiado en vista de la nada de la ciencia del hombre, y cuando me parecía que la duda se iba apoderando de mi espíritu, haciendo desaparecer de mis ojos el universo entero, como desaparecen de la vista de los espectadores las mentirosas ilusiones con que por algunos momentos los ha entretenido un hábil prestigiador, daba una mirada a la fe, y su solo recuerdo era bastante a conformarme y alentarme.

Recorriendo las cuestiones que cual insondables piélagos rodean los principios de la moral, examinando los incomprensibles problemas de la ideología y de la metafísica, echando una ojeada a los misterios de la historia y a los escrúpulos de la crítica, contemplando la humanidad entera en su actual existencia y en los sombríos arcanos de su porvenir, deslizábanse a veces por mi entendimiento pensamientos aciagos, cual monstruos desconocidos que asoman su cabeza, asustando al viajero en una playa solitaria; pero yo tenía fe en la Providencia, y la Providencia me salvó. He aquí cómo discurría para fortificar mi espíritu, dejando a la gracia que no dejara estériles mis débiles esfuerzos. «Si dejas de ser católico, no serás por cierto ni protestante, ni judío, ni musulmán, ni idólatra; estarás, pues, de golpe en el deísmo. Entonces te hallarás con Dios; pero, no sabiendo nada sobre tu origen y tu destino, nada sobre los incomprensibles misterios que por experiencia ves y sientes en ti mismo y en la humanidad entera, nada sobre la existencia de premios, y penas en otro mundo, sobre la otra vida, sobre la inmortalidad, del alma; nada sobre los motivos que haya podido tener la Providencia en condenar a sus criaturas a tantos sufrimientos sobre la tierra, sin darles ninguna noticia que consolarlas pudiera con la esperanza de otros destinos; nada entenderás de las grandes catástrofes que con tanta frecuencia ha padecido, padece y andará padeciendo el humano linaje, es decir, que no hallarás la acción de la Providencia en ninguna parte; no hallarás, por consiguiente, a Dios; por tanto, dudarás de su existencia, si es que no abraces decididamente el ateísmo. Fuera Dios del universo, el mundo es hijo del acaso, y el acaso es una palabra sin sentido, y la naturaleza un enigma, y el alma humana una ilusión, y las relaciones morales nada, y la moral una mentira. Consecuencia lógica, necesaria, inflexible; el término fatal que no puede el hombre contemplar sin estremecerse, negro e insondable abismo al cual no cabe abocarse sin espanto y horror».

Así medía el camino que me era preciso seguir, una vez apartado de la fe católica, si continuar intentara en el examen filosófico sacando consecuencias de los principios que yo propio hubiera sentado en el momento de la defección. A tanta insensatez no quería yo llegar, no quería suicidarme de tal suerte matando mi existencia intelectual y moral, apagando de un soplo la sola antorcha que alumbrarme podía en el breve trecho de la vida. Así me he quedado con mucha desconfianza en la ciencia del hombre, pero con profunda fe religiosa: llámelo V. pusilanimidad o como más le agradare: no creo, sin embargo, que me pese de la resolución cuando me halle al borde de la tumba.

Hay en las regiones de la ciencia, como en los senderos de la práctica, ciertas reglas de buen juicio y prudencia de que no debe el hombre desviarse jamás. Todo lo que sea luchar con el grito de nuestro sentido íntimo, con la voz de la naturaleza misma, para entregarse a vanas cavilaciones, es ajeno de la cordura, es contrario a los principios de la sana razón. Por esta causa, debe condenarse como insensato el sistema de un escepticismo universal hasta en las materias puramente filosóficas; sin que por esto sea menester abrazar ciegamente las opiniones de esta o aquella escuela. Pero donde conviene particularmente la sobriedad en el uso de la razón, es en materias religiosas: porque, siendo éstas de un orden muy elevado, y rozándose en muchos puntos con las torcidas inclinaciones del corazón, tan presto como la razón, empieza a cavilar y sutilizar en demasía, se halla el hombre en un laberinto donde paga muy caros su presunción y orgullo. Quédase el entendimiento en un cansancio, en un abatimiento, en una postración indecibles, desde que se ha levantado contra el cielo; como nos cuentan las historias de aquel brazo que, en el momento de extenderse a un objeto sagrado, se sintió herido de parálisis.

¡Singularidad notable!, el escepticismo religioso sirve únicamente en medio de la dicha terrena, sólo se alberga tranquilamente en el hombre, cuando, rebosando de salud y de vida, mira como eventualidad muy lejana el instante supremo en que le será preciso al espíritu el despegarse del cuerpo mortal y pasar a otra vida. Pero desde el momento en que la existencia está en peligro, cuando vienen las enfermedades, como heraldos de la muerte, a indicarnos que no está lejos el terrible trance; cuando un riesgo imprevisto nos advierte que estamos como colgantes de un hilo sobre el abismo de la eternidad, entonces el escepticismo deja de ser satisfactorio; la mentida seguridad que poco antes nos proporcionara, se trueca en incertidumbre cruel, angustiosa, llena de remordimientos, de sobresalto, de espanto. Entonces el escepticismo deja de ser cómodo, y pasa a ser horroroso; y en su mortal postración busca el hombre la luz, y no la encuentra; llama a la fe, y la fe no le responde; invoca a Dios, y Dios se hace sordo a sus tardías invocaciones.

Y para ser el escepticismo duro, cruel tormento del alma, no es necesario hallarse en esos trances formidables en que el hombre fija azorada su vista en las tinieblas de un incierto porvenir; en el curso ordinario de la vida, en medio de los acontecimientos más comunes, siente mil veces el hombre cual cae gota a gota sobre su corazón el veneno de la víbora que en su seno abriga. Momentos hay en que los placeres cansan, el mundo fastidia, la vida se hace pesada, la existencia se arrastra sobre un tiempo que camina con lentitud perezosa. Un tedio profundo se apodera del alma; un indecible malestar le aqueja y atormenta. No son los pesares abrumadores destrozando el corazón, no es la tristeza abatiendo el espíritu y arrancándole dolorosos suspiros por medio de punzantes recuerdos: es una pasión que nada tiene de vivo, de agudo; es una languidez mortal, es un disgusto de cuanto nos circunda, es un penoso entorpecimiento de todas las facultades, como aquel desasosegado estupor que en ciertas dolencias anuncia crisis peligrosas. ¿A qué estoy yo en el mundo?, se dice el hombre a sí mismo. ¿Qué ventajas me trae el haber salido de la nada? ¿Qué pierdo apartándome de la vista de una tierra para mí agostada, de un sol que para mí no brilla? El día de hoy es insípido como el día de ayer, y el día de mañana lo será como el de hoy; mi alma está sedienta de gozar y no goza; ávida de dicha y no la alcanza; consumiéndose como una antorcha que por falta de pábulo desfallece. ¿No ha sentido V. repetidas veces, mi estimado amigo, este tormento de los afortunados del mundo, ese gusano roedor de los espíritus que se pretenden superiores?; ¿no asoma jamás en su pecho ese movimiento de desesperación que se ofrece al hombre como el único remedio de un mal tan insoportable? Pues sepa V. que uno de sus funestos manantiales es el escepticismo, ese vacío del alma que la desasosiega y atormenta, esa ausencia espantosa de toda fe, de toda esperanza, esa incertidumbre sobre Dios, sobre la naturaleza, sobre el origen y destino del hombre. Vacío tanto más sensible cuanto más recae en almas ejercitadas en el discurso por el estudio de las ciencias, excitadas en todas sus facultades mentales por una literatura loca que sólo se propone producir efecto, aunque sean los sacudimientos de la electricidad o las convulsiones del galvanismo; almas que sienten avivadas y aguzadas todas las pasiones por un mundo sagaz, que les habla en todos los idiomas y las conmueve de tan varias maneras, echando mano de infinidad de recursos.

He aquí, mi estimado amigo, lo que pienso del escepticismo, lo que opino de sus efectos sobre el espíritu humano. Le considero como una de las plagas características de la época, y uno de los más terribles castigos que ha descargado Dios sobre el humano linaje.

¿Cómo se puede remediar un mal tamaño? No lo sé; pero sí me atreveré a decir que se pueden atajar algún tanto sus progresos; y me inclino a esperar que así se hará, siquiera por el interés de la sociedad, por el buen orden y bienestar de la familia, por el reposo y sosiego del individuo. El escepticismo no ha caído de repente sobre los pueblos civilizados; es una gangrena que ha cundido con lentitud; lentamente se ha de remediar también; y sería uno de los más estupendos prodigios de la diestra del Omnipotente, si para su curación no fuera menester el transcurso de muchas generaciones.

Así entenderá V., mi estimado amigo, que no me hago ilusiones sobre la verdadera situación de las cosas; y que, flotando yo en medio de las olas sobre la tabla que me conducirá a salvamento, no pierdo de vista el destrozo que en mis alrededores existe, no olvido la funesta catástrofe que han sufrido los espíritus por un fatal concurso de circunstancias durante los tres últimos siglos.

¿Cómo permite Dios, me dice V., que ande fluctuando la humanidad en medio de tantos errores, y que de tal suerte se extravíe sobre los puntos que más le interesan? Esta dificultad no se limita a la permisión divina con respecto a las sectas separadas, sino que se extiende a las demás religiones; y, como éstas han sido muchas y extravagantes desde que el humano linaje se apartó de la pureza de las tradiciones primitivas, la objeción abarca la historia entera, y el pedir su solución es nada menos que demandar la clave para explicar los arcanos que en tanta abundancia se ofrecen en la historia de los hijos de Adán.

No es éste asunto que se preste a ser aclarado en pocas palabras, si aclaración llamarse puede lo que sobre tan profundo misterio alcanza el débil hombre; como quiera, procuraré hacerlo en otra carta, dado que la presente va tomando más ensanche del que fue menester.

Manifestada tiene V. mi opinión sobre el escepticismo religioso, y declarado también cuál se aviene la fe católica con una prudente desconfianza de los sistemas de los filósofos. Muchos quizás no se avengan con esta manera de mirar las cosas; sin embargo, la experiencia demuestra que el espíritu se halla muy bien en este estado; y que cierto grado de escepticismo científico hace más fácil y llevadera la fe religiosa. Si en ella no me mantuviese la autoridad de una Iglesia que lleva más de 18 siglos de duración, que tiene en confirmación de su divinidad su misma conservación al través de tantos obstáculos, la sangre de innumerables mártires, el cumplimiento de las profecías, infinitos milagros, la santidad de la doctrina, la elevación de sus dogmas, la pureza de su moral, su admirable harmonía con todo cuanto existe de bello, de grande, de sublime, los inefables beneficios que ha dispensado a la familia y a la sociedad, el cambio fundamental que en pro de la humanidad ha realizado en todos los países donde se ha establecido, y la degradación, el envilecimiento, que sin excepción veo reinando allí donde ella no domina; si no tuviera, digo, todo este imponente conjunto de motivos para conservarme adicto a la fe, haría un esfuerzo para no apartarme de ella, cuando no fuera por otra razón, por no perder la tranquilidad de espíritu.

Dé V. una ojeada en torno, mi estimado amigo; no verá más por doquiera que horribles escollos, regiones desiertas, playas inhospitalarias. Éste es el único asilo para la triste humanidad: arrójese quien quiera al furor de las olas; yo no dejaré esta tierra bendita donde me colocó la Providencia. Si algún día, fatigado y rendido de luchar con las tempestades, se aproxima V. a las venturosas orillas, se tendrá por feliz si en algo puede favorecerle tendiéndole una mano auxiliadora este S. S. S. Q. B. S. M.

J. B.




ArribaAbajoCarta II

Multitud de religiones.


Profundo misterio que aquí se envuelve. Los católicos reconocen y lamentan este daño mucho más que todos los sectarios. Explicación del principio «quod nimis probat nihil probat», lo que prueba demasiado no prueba nada. Aplicación de este principio a la dificultad presente. Reglas de prudencia que conviene no perder de vista. Motivos de la permisión divina. Fatales consecuencias del pecado del primer padre. Impotencia de la filosofía en la explicación de los misterios del hombre.

Voy a pagar, mi estimado amigo, la deuda que en mi anterior contraje, de responder a la dificultad que V. me proponía, relativa a la permisión de Dios sobre tantas y tan diferentes religiones. Éste es uno de los argumentos que sin cesar producen los enemigos de la religión, y que suelen proponer con tal aire de seguridad y de triunfo, como si él solo bastara a echarla por tierra. No se crea que trate yo de desvanecer la dificultad, eludiendo el mirarla cara a cara, ni de disminuir su fuerza presentándola cubierta con velos que la disfracen; muy al contrario, opino que el mejor modo de desatarla es ofrecerla en toda su magnitud. Añadiré, además, que no niego que haya en esto un misterio profundo, que no me lisonjeo de señalar razones del todo satisfactorias en esclarecimiento de la objeción indicada, pues estoy íntimamente convencido de que éste es uno de los incomprensibles arcanos de la Providencia, que al hombre no le es dado penetrar. Me parece, no obstante, que les hace a muchos más mella de la que hacerles debiera; y tan distante me hallo de creer que en nada destruya ni debilite la verdad de la Religión Católica, que antes juzgo que en la misma fuerza de dicha dificultad podemos encontrar un nuevo indicio de que nuestra creencia es la única verdadera.

Es cierto que la existencia de muchas religiones es un mal gravísimo; esto lo reconocemos los católicos mejor que nadie, pues que somos los que sostenemos que no hay más que una religión verdadera, que la fe en Jesucristo es necesaria para la eterna salvación, que es un absurdo el decir que todas las religiones pueden ser igualmente agradables a Dios; y, por fin, los que tal importancia damos a la unidad de la enseñanza religiosa, que consideramos como una inmensa calamidad la alteración de uno cualquiera de nuestros dogmas. Por donde se ve que no es mi ánimo atenuar en lo más mínimo la fuerza de la dificultad ocultando la gravedad del mal en que estriba; y que a mis ojos es mayor este daño que no a los del mismo que me la ofrece. Nadie aventaja ni aun iguala a los católicos en confesar lo inmenso de esa calamidad del humano linaje; porque sus creencias los precisan a mirarla como la mayor de todas. Los que consideran como falsas todas las religiones, los que se imaginan que en cualquiera de ellas puede el hombre hacerse agradable a Dios y alcanzar la eterna salud, los que profesando una religión que creen única verdadera, no profesan el principio de la caridad universal sin distinción de razas, pueden contemplar con menos dolor esas aberraciones de la humanidad; pero esto no es dado a los católicos, para quienes no hay verdad ni salvación fuera de la Iglesia, y que, además, están obligados a mirar a todos los hombres como hermanos, y desearles en lo íntimo del corazón que abran los ojos a la luz de la fe, y que entren en el camino de la salud eterna. Bien se echa de ver que no trato, como suele decirse, de huir el cuerpo a la dificultad, y que antes procuro pintarla con vivos colores. Ahora voy a examinar su valor, presentándola desde un punto de vista en que por desgracia no se la considera comúnmente.

Tienen los dialécticos un principio que dice: quod nimis probat nihil probat; lo que prueba demasiado no prueba nada; lo que significa que, cuando un argumento cualquiera no sólo concluye lo que nosotros nos proponemos, sino también lo que a las claras es falso, de nada sirve para probar ni aún lo que nosotros intentamos. La razón en que este principio se funda es muy clara: lo que conduce a un resultado falso, ha de ser falso también; luego, por más especioso que sea su argumento, por más apariencias que tenga de solidez, por el mismo hecho de llevarnos a una consecuencia falsa, nos da una infalible señal de que o entraña alguna falsedad en las proposiciones de que se compone, o algún vicio de razonamiento en el enlace de las mismas, y por tanto en la deducción a que nos lleva. Si, por ejemplo, me propongo demostrar que la suma de los ángulos de un triángulo es mayor que un recto, y con mi demostración pruebo que dicha suma es mayor que dos rectos, esta demostración de nada servirá, porque con ella pruebo demasiado, es decir, que es mayor que dos rectos, lo que no puede ser; y este resultado será para mí una infalible señal de que hay un vicio en la demostración, y que no puedo aprovecharme de ella para probar nada.

Otros ejemplos: si, examinando un antiguo manuscrito, pretendo desecharle como apócrifo, y señalo para ello una razón crítica, de la que resulten condenados también códices cuya autenticidad no admita duda, claro es que debo apartarme de mi razonamiento, seguro de que está mal concebido: prueba demasiado, y por lo mismo no prueba nada. Si, examinando la veracidad de la narración de un viajero, me empeño en que se ha de dar fe a sus palabras alegando razones de las que se infiere que es menester dar crédito a otras relaciones conocidamente falsas, mi manera de discurrir sería mala también porque probaría demasiado.

Perdone V., mi querido amigo, si me he detenido algún tanto en desenvolver este principio que en muchísimos casos sirve y de que pienso hacer uso en la cuestión que nos ocupa: y con esto entenderá V. que no juzgo del todo inútiles las reglas para bien discurrir, y que mi desconfianza en los filósofos no se extiende a todo lo que se halla en la filosofía.

Apliquemos estos principios. Se nos objeta a los católicos la multiplicidad de religiones, como si a nosotros únicamente embarazara la dificultad, como si todos los que profesan un culto, sea cual fuere, no debiesen sobrellevar in solidum todos los inconvenientes que de ahí pueden resultar. En efecto: si la multiplicidad de religiones algo prueba contra la verdad de la católica, lo mismo prueba contra la de todas; tenemos, pues, que no sólo viene al suelo la nuestra, sino cuantas existen y han existido. Además: si la dificultad que se levanta contra la permisión de este mal significa algo, es nada menos que una completa negación de toda providencia, es decir, la negación de Dios, el ateísmo. La razón es obvia: el mal de la multiplicidad de religiones es innegable; está a nuestra vista en la actualidad, y la historia entera es un irrefragable testimonio de que lo mismo ha sucedido desde tiempos muy remotos; si se pretende, pues, que la Providencia no puede permitirlo, se pretende también que la Providencia no existe, es decir, que no hay Dios.

Infiérese de aquí que la permisión de la muchedumbre de religiones es una dificultad que embaraza al católico y al protestante, al idólatra y al musulmán, al hombre que admite una religión cualquiera, como al que no profesa ninguna, con tal que no niegue la existencia de Dios. Por ejemplo: si se me presenta un mahometano con su Alcorán y su Profeta, pretendiendo que su religión es verdadera y que ha sido revelada por el mismo Dios, le podré objetar el argumento y decirle: «Si tu creencia es verdadera ¿cómo es que Dios permite tantas otras? Si se engañan miserablemente los que viven en religión diferente de la tuya, ¿por qué, permite Dios que todos los demás pueblos del mundo permanezcan privados de la luz?» A quien no niegue la existencia de Dios, imposible le ha de ser el no admitir su bondad y providencia; un Dios malo, un Dios que no cuida de la obra que él mismo ha criado, es un absurdo que no tiene lugar en cabeza bien organizada; y hasta me atreveré a decir que menos imposible se hace el concebir el ateísmo en todo su error y negrura, que no la opinión que admite un Dios ciego, negligente y malo. Suponiendo, pues, la existencia de un Dios con bondad y providencia, queda en pie la misma dificultad arriba propuesta: ¿Cómo es que permite que el humano linaje yerre tan lastimosamente en el negocio más grave e importante, que es la religión? Si se nos dijera que Dios se da por satisfecho de los homenajes de la criatura, sean cuales fueren las creencias que profese y el culto en que le tribute la expresión de su gratitud y acatamiento, entonces preguntaremos: ¿cómo es posible que a los ojos de un Ser de infinita verdad sean indiferentes la verdad y el error?; ¿cómo es dable concebir que a los ojos de la santidad infinita sean indiferentes la santidad y la abominación?; ¿cómo es posible que un Dios infinitamente sabio, infinitamente bueno, infinitamente próvido, no haya cuidado de proporcionar a sus criaturas algunos medios para alcanzar la verdad, para saber cuál era el modo que le era agradable de recibir los obsequios y las súplicas de los mortales? Si las religiones sólo tuviesen entre sí diferencias muy ligeras, el absurdo de darlas todas por buenas fuera menos repugnante, pero recuérdese que casi todas ellas están diametralmente opuestas en puntos importantísimos; que las unas admiten un solo Dios, y otras los adoran en crecido número; que unas reconocen el libre albedrío del hombre, y otras lo desechan; que unas asientan por uno de los principios fundamentales la creación, otras se avienen con la eternidad de la materia; recórrase la enorme variedad de sus respectivos dogmas, de su moral, de su culto, y dígase si no es el mayor de los absurdos el suponer que Dios puede darse por satisfecho con adoraciones tan contradictorias.

Vea V., mi estimado amigo, cuán bien se aplica a esta cuestión el principio dialéctico que más arriba he recordado; y cómo una dificultad que algunos se empeñan en dirigir exclusivamente contra los católicos, no les toca a ellos únicamente, sino a todos los hombres que profesan una religión, y aún a los puros deístas. ¿Qué debe hacerse en semejantes casos? ¿Cómo se pueden obviar tamañas dificultades? He aquí el camino que en mi concepto debe seguir un hombre juicioso y prudente; he aquí la manera de discurrir más conforme a razón: «El mal existe, es cierto; pero la Providencia existe también, no es menos cierto; en apariencia son dos cosas que no pueden existir juntas; pero, supuesto que tú sabes ciertamente que existen, esta apariencia de contradicción no te basta para negar esa existencia; lo que debes hacer, pues, es buscar el modo con que pueda desaparecer esta contradicción, y, en caso de que no te sea posible, considerar que esta imposibilidad nace de la debilidad de tus alcances.»

Si bien se observa, en los negocios más comunes de la vida hacemos a cada paso un raciocinio semejante. Nos encontramos con dos hechos cuya coexistencia nos parece imposible; a nuestro juicio se excluyen, se repugnan; pero ¿nos obstinamos por esto en negar que los hechos existan, cuando tenemos bastantes motivos para darnos la competente certeza? De seguro que no. «Esto es para mí un misterio, decimos; no lo entiendo, me parece imposible que así sea, pero veo que así es.» En seguida, si la cosa merece la pena, buscamos la razón secreta que nos explique el misterio; pero, si no damos con ella, no por esto nos creemos con derecho a desechar aquellos extremos de cuya existencia no podemos dudar, por más que nos parezcan contradictorios.

Por donde verá V., mi estimado amigo, que una inconcebible ceguera nos impide a menudo el emplear en el examen de las verdades más importantes, que son las religiosas, aquellas reglas de prudencia de que nos valemos en los negocios más comunes; y rechazamos como ofensiva de nuestra independencia y de la dignidad de nuestra razón, aquella conducta que no vacilamos en seguir a cada paso en la dirección y arreglo de nuestros más pequeños asuntos.

Tan grabados tengo en mi ánimo estos principios enseñados por la buena lógica y por la más sana prudencia, que me sirven sobremanera en muchas otras dificultades pertenecientes a la religión y no dejan que se perturbe mi espíritu a la vista de la obscuridad que en ellas descubro y que en mi debilidad no soy bastante a desvanecer. ¿Qué consideraciones más espantosas que las sugeridas por la terrible dificultad de conciliar la libertad humana con los dogmas de la presciencia y predestinación? Si el hombre no atiende a más que a la certeza e infalibilidad de la presciencia divina, quédase sobrecogido de horror, erízansele los cabellos a la sola consideración de la fijeza del destino, la sangre se le hiela en las venas al pensar que, antes de nacer él, ya sabía Dios cuál había de ser su paradero; pero, tan luego como reflexiona un instante, sobreponiéndose al terror y a la desesperación que se apoderaban de su alma, encuentra abundantes motivos para sosegarse, halla aquí un misterio pavoroso, es verdad, pero que no le abate ni desalienta.

«¿Eres libre, se dice a sí mismo, para obrar el bien y el mal? Sí, dudarlo no puedes, te lo enseña la fe, te lo dicta la razón, lo experimentas por el sentido íntimo, y con experiencia tan clara, tan infalible, que no quedas más cierto de tu existencia que de tu libre albedrío. Luego nada importa que no comprendas cómo esta libertad se concilia con la presciencia de Dios.»

«Este misterio que yo no comprendo, ¿debe alterar en algo mi conducta, volviéndome flojo para el bien, y poco cuidadoso de evitar el mal?; ¿es prudente, es lógico el pensar que, haga yo lo que quiera, siempre se verificará lo que Dios tiene previsto, y que, por consiguiente, son vanos todos mis esfuerzos en seguir el camino de la virtud? No. ¿Y por qué? Porque lo que prueba demasiado no prueba nada; y, si este raciocinio valiera, se seguiría que tampoco he de cuidar de mis negocios temporales, porque al fin no será de ellos más de lo que Dios tiene previsto; que por la misma razón no he de comer para sustentarme, ni guarecerme de la intemperie, ni andar con tiento al pasar por la orilla de un precipicio, ni medicarme cuando me halle indispuesto, ni retirarme cuando se me viene encima un caballo desbocado, ni salir de una casa que se está desplomando, y cien y cien otras locuras por este jaez; es decir, que el atenerme a tal regla me privaría de sentido común, hasta de juicio; haría de mí un loco rematado. Luego la tal regla es falsa, luego de nada debe servirme, luego lo que he de hacer es dejarle a Dios sus incomprensibles arcanos, y portarme yo como hombre recto, juicioso y prudente.»

A esto vienen a parar muchas de las dificultades que contra la religión se proponen: miradas superficialmente, ofrecen una balumba abrumadora; examinadas de cerca, al tocarlas con la vara de la razón y del buen sentido, desaparecen cual vanos fantasmas.

Veamos ahora si se puede encontrar la razón de que Dios permita tal muchedumbre de religiones, tal masa de informes errores en el punto que más interesa al humano linaje. La explicación de este misterio, yo no alcanzo que pueda encontrarse sino en otro misterio, en el dogma de la Religión Católica sobre la prevaricación y consiguiente degeneración de la descendencia de Adán. El pecado, y, como su consiguiente castigo, las tinieblas en el entendimiento, la corrupción en la voluntad: he aquí la fórmula para resolver el problema; revolved la historia, consultad la filosofía, nada os dirán que pueda ilustraros, si no se atienen a este hecho misterioso, obscuro, pero que, como ha dicho Pascal, es menos incomprensible al hombre que no lo es el hombre sin él.

Ésta es la única clave para descifrar el enigma; sólo por ella alcanzamos a explicar esas lamentables aberraciones de la mayor parte de la humanidad; no hay otro medio de dar una explicación plausible a esta calamidad inmensa, como ni a tantas otras que afligen la infortunada prole de los primeros prevaricadores. El dogma es incomprensible, es verdad; pero atreveos a desecharle, y el mundo se os convierte en un caos, y la historia de la humanidad no es más que una serie de catástrofes sin razón ni objeto, y la vida del individuo es una cadena de miserias; y no encontráis por doquiera sino el mal, y el mal sin contrapeso, sin compensación; todas las ideas de orden, de justicia, se confunden en vuestra mente, y, renegando de la creación, acabáis por negar a Dios.

Sentad, al contrario, este dogma como piedra fundamental; el edificio se levanta por sí mismo, vivísima luz esclarece la historia del género humano, divisáis razones profundas, adorables designios, allí donde no vierais sino injusticias, o acaso; y la serie de los acontecimientos desde la creación hasta nuestros días se desarrolla a vuestros ojos, como un magnífico lienzo donde encontráis las obras de una justicia inflexible y de una misericordia inagotable, combinadas y hermanadas bajo el inefable plan trazado por la sabiduría infinita.

Si entonces me preguntáis ¿por qué tan considerable porción de la humanidad está sentada en las tinieblas y sombras de la muerte?, os diré que el primer padre quiso ser como un Dios sabiendo el bien y el mal, que su pecado se ha transmitido a toda su descendencia, y que en justo castigo de tanto orgullo está el género humano tocado de ceguera. Esta calamidad, grande como es, no necesita que se le señale otro manantial que a todas las otras que nos afligen. Las terribles palabras que siguieron al llamamiento de Adán cuando le dijo Dios: Adán, ¿dónde estás?, resuenan dolorosamente todavía después de tantos siglos: y en todos los acontecimientos de la historia, en todo el curso de la vida, siempre se trasluce el terrible fulgor de la espada de fuego, colocada a la entrada del Paraíso. El sudor del rostro, la muerte, se os ofrecerán por doquiera: en ninguna parte notaréis que las cosas sigan el camino ordinario; siempre herirá vuestros ojos la formidable enseña del castigo y de la expiación.

Cuanto más se medita sobre estas verdades, más profundas se las encuentra: in sudore vultus tui vesceris pane, comerás el pan con el sudor de tu rostro, dijo Dios al primer padre; y con este sudor lo come toda su descendencia. Recordad esa pena, y haced las aplicaciones a cuantos objetos os plazca, y no hallaréis nada que de ella se exceptúe. No vive el hombre de sólo pan, sino de toda palabra que procede de la boca de Dios; no se verifica, pues, la terrible pena sólo con respecto al pedazo de pan que nos substenta, sino en todo cuanto concierne a nuestra perfección. En nada adelanta el hombre sin penosos trabajos, no llega jamás al punto que desea sin muchos extravíos que le fatigan; en todo se realiza que la tierra, en vez de frutos, le da espinas y abrojos. ¿Ha de descubrir una verdad? No la alcanza sino después de haber andado largo tiempo tras extravagantes errores. ¿Ha de perfeccionar un arte? Cien y cien inútiles tentativas fatigan a los que en ello se ocupan, y a buena dicha puede tenerse si recogen los nietos el fruto de lo que sembraron los abuelos. ¿Ha de mejorarse la organización social y política? Sangrientas revoluciones preceden la deseada regeneración; y a menudo, después de prolongados padecimientos, se hallan los infelices pueblos en un estado peor del en que antes gemían. ¿Se ha de comunicar a un pueblo la civilización o cultura de otro? La inoculación se hace con hierro y fuego: generaciones enteras se sacrifican para alcanzar un resultado que no verán sino generaciones muy distantes. No veréis el genio sin grandes infortunios; no la gloria de un pueblo sin torrentes de sangre y de lágrimas; no el ejercicio de la virtud sin penosos sinsabores; no el heroísmo sin la persecución; todo lo bello, lo grande, lo sublime, no se alcanza sin dilatados sudores, ni se conserva sin fatigosos trabajos; la ley del castigo, de la expiación, se muestra por todas partes de una manera terrible. Ésta es la historia del hombre y de la humanidad; historia dolorosa ciertamente, pero incontestable, auténtica, escrita con letras fatales dondequiera que los hijos de Adán hayan fijado su planta.

Yo no sé, mi estimado amigo, por qué no ha llamado más la atención este punto de vista, y por qué han debido escandalizarse tanto los filósofos de los dogmas de la religión que tan en harmonía se encuentran con lo que nos están diciendo los fastos de todos los tiempos y la experiencia de cada día. La prevaricación y degeneración del humano linaje es el secreto para descifrar los enigmas sobre la vida y los destinos del hombre; y, si a esto se añade el adorable misterio de la reparación, comprada con la sangre del Hijo de Dios, se forma el más admirable conjunto que imaginarse pueda; un sistema tan sublime, que a la primera ojeada manifiesta su origen divino. No, no pudo nacer de cabeza humana combinación tan asombrosa; no pudo el espíritu finito idear un plan tan vasto, tan estupendo, donde se trabaran de tal suerte unos arcanos con otros arcanos, que del fondo de su obscuridad pavorosa arrojaran rayos de vivísima luz para esclarecer y resolver todas las cuestiones que sobre el origen y destino del hombre andaba hacinando la filosofía.

Esto es lo principal que tenía que decirle a V. sobre las dificultades propuestas; ignoro si V. quedará enteramente satisfecho; sea como fuere, lo que puedo asegurarle con toda la sinceridad y convicción de que soy capaz, es que, en las obras de todos los filósofos, desde Platón hasta Cousin, no hallará V. sobre el particular nada con que un espíritu sólido pueda contentarse, si no está tomado de la religión. Ellos lo saben, y ellos propios lo confiesan. Una vez han llegado a dudar de la divinidad del cristianismo, no saben de qué asirse; acumulan sistemas sobre sistemas, palabras sobre palabras; si su espíritu no es de alto temple, abandonan la tarea de investigar, fastidiados de no divisar en ningún confín del horizonte un rayo de luz, y se abandonan al positivismo, o, en otros términos, procuran sacar partido de la vida disfrutando de las comodidades y placeres; si su alma ha nacido para la ciencia, si sedienta de verdad no quiere abandonar la tarea de buscarla, por grandes que sean las fatigas y patente la inutilidad de los esfuerzos, sufren durante toda su vida, y acaban sus días con la duda en el entendimiento y la tristeza en el corazón.

En la actualidad, entusiasta como es V. de la filosofía y admirador de ciertos nombres, no comprenderá fácilmente toda la verdad y exactitud de mis palabras; pero día vendrá en que recuerde mis avisos aún mucho antes de que blanqueen su cabeza las canas. No, no necesitará V. que la tardía vejez, cargada de escarmientos y desengaños, venga a abrirle los ojos: no sé si los abrirá V. para ver y abrazar la verdadera religión, pero sí al menos para conocer la futilidad de todos los sistemas filosóficos en lo tocante al origen, vida y destino del hombre. ¿Qué más? Ni siquiera necesitará usted estudiarlos a fondo para quedarse profundamente convencido de la impotencia del espíritu humano, abandonado a sus propios recursos: en el vestíbulo mismo del templo de la filosofía, encontrará la duda y el escepticismo; y penetrando en su santuario oirá el orgullo disputando sobre objetos de poca entidad, ocupándose en juegos de palabras simbólicas e ininteligibles, y procurando en cuanto le es posible ocultar su ignorancia, eludiendo con una afectada preterición las cuestiones que más de cerca nos interesan, cuales son, las relativas a Dios y al hombre. No se deje V. deslumbrar con los vanos títulos con que se adornan los diferentes sistemas, ni se abandone a supersticiosas creencias con respecto a los pretendidos misterios de la filosofía alemana, ni tome V. por profundidad de ciencia la obscuridad del lenguaje. No olvidemos que la sencillez es el carácter de la verdad, y que poco fía de sus descubrimientos quien no se atreve a presentarlos a la luz del día. Estos tan ponderados filósofos, que rodeados de tinieblas viven como trabajadores que estuviesen explotando riquísimas minas en las entrañas de la tierra, ¿por qué no nos manifiestan el oro puro que han recogido? Otro día, si la oportunidad se brinda, entraremos de nuevo en esta cuestión; entre tanto, disponga de su afectísimo y S. S. Q. B. S. M.

J. B.




ArribaAbajoCarta III

Sencilla demostración de la existencia de Dios. Eternidad de las penas del infierno.


Errado método que suelen seguir en las disputas los enemigos de la religión. Método que debiera observarse. Dogma de la Iglesia sobre la eternidad de las penas. La misericordia no excluye la justicia. El sentimiento. Abuso que de él se hace. Reflexión sobre su influencia en los errores de nuestra época. Aplicación al dogma de la eternidad de las penas. Razones naturales que apoyan al dogma. Imposibilidad de comprender los misterios. Nuestra ignorancia hasta en las cosas naturales. La duración eterna y la temporal. El purgatorio. Observaciones sobre un carácter distintivo del hombre en esta vida con respecto a las cosas futuras. Necesidad de una impresión aterradora. La explicación filosófica. Los frailes y los poetas. Magnífico pasaje de Virgilio.

Mi querido amigo: Cuando, según me indica V. en su última, veo que llegaremos a entablar una seria disputa sobre materias religiosas, me ha llenado de indecible consuelo la seguridad que me da V. de no haber llegado su extravío al extremo de poner en duda la existencia de Dios: esto allana sobremanera el camino a la discusión, pues que no es posible dar en ella un solo paso sin estar de acuerdo sobre esta verdad fundamental. Y no sin motivo he querido cerciorarme de las ideas que sobre este particular profesaba usted; pues que nunca podré olvidar lo que me sucedió con otro escéptico, de quien sospechando yo si tal vez hasta ponía en duda la existencia de Dios, o si al menos no la concebía tal como es menester, y dirigiéndole en consecuencia algunas preguntas, me salió con una extraña ocurrencia, que fuera chistosa, a no ser sacrílega. Advirtiéndole yo que ante toda discusión era necesario estar los dos de acuerdo sobre este punto, me respondió con la mayor serenidad que imaginarse pueda: «me parece que podemos pasar adelante; porque opino que es de poca importancia el aclarar si Dios es una cosa distinta de la naturaleza, o si es la misma naturaleza».¡A tanto llega la confusión de ideas trastornadas por la impiedad, y este hombre, por otra parte, era de más que mediana instrucción, y de ingenio muy despejado!

Desde luego le doy a V. mil satisfacciones por haberme atrevido a indicarle mis recelos en este punto, bien que difícilmente me arrepiento de semejante conducta, porque cuando menos ha producido un gran bien, cual es, el que V. se explica sobre este particular de tal modo, que, revelando mucho buen sentido, me hace concebir grandes esperanzas de que no serán estériles mis esfuerzos. Una y mil veces he leído aquellas juiciosas palabras de su apreciada, en las que expone el punto de vista desde el cual considera esta importante verdad. Permítame V. que se las reproduzca en la mía, y que le recomiende encarecidamente que no las olvide jamás. «Nunca me he devanado mucho los sesos en buscar pruebas de la existencia de Dios; la historia, la física, la metafísica, servirán para esta demostración todo lo que se quiera; pero yo confieso ingenuamente que para mi convicción no he menester tanto aparato científico. Saco la muestra de mi faltriquera, y al contemplar su curioso mecanismo y su ordenado movimiento, nadie sería capaz de persuadirme de que todo aquello se ha hecho por casualidad, sin la inteligencia y el trabajo de un artífice: el universo vale, a no dudarlo, algo más que mi muestra; alguien, pues, debe de haber que lo haya fabricado. Los ateos me hablan de casualidad, de combinaciones de átomos, de naturaleza, y de qué sé yo cuántas cosas; pero, sea dicho con perdón de estos señores, todas estas palabras carecen de sentido.» Nada tengo que advertir a quien con tanto pulso aprecia el valor de los dos sistemas; estas palabras tan sencillas como profundas, las estimo yo en más que un tomo lleno de razones.

Pasando al punto de que me habla V. en su apreciada, comenzaré por decirle que me ha hecho gracia el que V. abra la discusión religiosa, atacando el dogma de la eternidad de las penas. No esperaba yo que acometiera V. tan pronto por este flanco; y, vaya dicho entre los dos, esta anomalía me ha dado a entender que V. le ha cobrado al infierno un poquito de miedo. La cosa no es para menos, y el negocio es grave, urgente: de aquí a pocos años hay que saber por experiencia propia lo que hay sobre este particular, y dice V. muy bien que para los que se engañan en esta materia, el chasco debe de ser pesado en demasía».

No tengo dificultad en abordar por este lado las cuestiones religiosas; pero no puedo menos de observar que no es éste el mejor método para dejarlas aclaradas cual conviene. Las doctrinas católicas forman un conjunto tan trabado, y en que se nota tan recíproca dependencia, que no se puede desechar una sin desecharlas todas, y, al contrario, admitidos ciertos puntos capitales, es imposible resistirse a la admisión de los demás. Sucede muy a menudo que los impugnadores de esas doctrinas escogen por blanco una de ellas, tomándola en completo aislamiento, y amontonando las dificultades que de suyo presenta, atendida la flaqueza del entendimiento del hombre. «Esto es inconcebible, exclaman; la religión que lo enseña no puede ser verdadera»; como si los católicos dijésemos que los misterios de nuestra religión están al alcance del hombre; como si no estuviéramos asegurando continuamente que son muchas las verdades a cuya altura no puede elevarse nuestra limitada comprensión.

Al leer u oír la relación de un fenómeno o suceso cualquiera, nos informamos ante todo de la inteligencia y veracidad del narrador; y, en estando bien asegurados, por este lado, por más extraña que la cosa contada nos parezca, no nos tomamos la libertad de desecharla. Antes que se hubiese dado la vuelta al mundo, pocos eran los que comprendían cómo era posible que volviese por oriente la nave que había dado la vela para occidente; pero ¿bastaba esto para resistirse a dar crédito a la narración de Sebastián de Elcano, cuando acababa de dar cima a la atrevida empresa del infortunado Magallanes? Si, levantándose del sepulcro uno de nuestros mayores, oyera contar las maravillas de la industria en los países civilizados, ¿debería, por ventura, andar mirando detalladamente la relación que se le hace de las funciones de esta o aquella máquina, de los agentes que la impulsan, de los artefactos que produce, y desechar en seguida lo que a él le pareciese incomprensible? Por cierto que no: y, procediendo conforme a razón y a sana prudencia, lo que debiera hacer sería asegurarse de la veracidad de los testigos, examinar si era posible que ellos hubiesen sido engañados, o si podrían tener algún interés en engañar; y, cuando estuviese bien cierto de que no mediaba ninguna de estas circunstancias, no podría, sin temeridad, rehusar el asenso a lo que se le refiriera, por más que a él le fuera inconcebible, y le pareciese que pasaba los límites de la posibilidad.

De una manera semejante conviene proceder cuando se trata de materias religiosas: lo que se debe examinar es si existe o no la revelación, y si la Iglesia es o no depositaria de las verdades reveladas: en teniendo asentadas estas dos bases, ¿qué importa que este o aquel dogma se muestren más o menos plausibles, que la razón se halle más o menos humillada, por no llegar a comprenderlos? ¿Existe la revelación? ¿Esta verdad es revelada? ¿Hay algún juez competente para decidirlo? ¿Qué dice sobre el dogma en cuestión el indicado juez? He aquí el orden lógico de las ideas, he aquí el orden lógico de las cuestiones, he aquí la manera de ilustrarse sobre estas materias: lo demás es divagar, es exponerse a perder tiempo en disputas que a nada conducen.

Lejos de mí el intento de huir, por medio de estas observaciones, el cuerpo a la dificultad; pero nunca habrá sido fuera del caso el emitirlas para que se tengan presentes cuando sea menester. Voy al punto de la dificultad. Dice V. que «se le hace muy cuesta arriba el dar crédito a lo que nos están enseñando los predicadores sobre las penas del infierno, y que repetidas veces ha oído cosas que de puro horribles rayaban en ridículas». Resérvome para más allá el decirle a V. cosas curiosas sobre esos horrores; por ahora, y no sabiendo a punto fijo cuáles son los motivos de queja que tiene V. sobre el particular, me contentaré con advertir que nada tiene que ver el dogma católico con esta o aquella ocurrencia que haya podido venirle a un orador. Lo que enseña la Iglesia es que los que mueren en mal estado de conciencia, es decir, en pecado grave, sufren un castigo que no tendrá fin. He aquí el dogma; lo demás que puede decirse sobre el lugar de este castigo, sobre el grado y la calidad de las penas, no es de fe: pertenece a aquellos puntos sobre los que es lícito opinar en diferentes sentidos, sin apartarse de la fe católica. Lo que sí sabemos, pues que la Escritura lo dice expresamente, es que estas penas serán horrorosas: y bien, ¿para qué necesitamos saber lo demás? ¡Penas terribles, y sin fin!... ¿No basta esta sola idea para dejarnos con escasa curiosidad sobre el resto de las cuestiones que aquí se pueden ofrecer?

«¿Cómo es posible, dice V., que un Dios infinitamente misericordioso castigue con tanto rigor?» ¿Cómo es posible, contestaré, yo, que un Dios infinitamente justo no castigue con tanto rigor, después de haber procurado llamarnos al camino de la salvación por los muchos medios que nos proporciona durante el curso de nuestra vida? Cuando el hombre ofende a Dios, la criatura ultraja al Criador, el ser finito al Ser infinito; esto reclama, pues, un castigo en cierto modo infinito. En el orden de la justicia humana es más o menos criminal el atentado, según es la clase y la categoría de la persona ofendida: ¿con qué horror es mirado el hijo que maltrata a sus padres?, ¿qué circunstancia más agravante que la de ofender a una persona en el acto mismo en que nos está dispensando un beneficio? Pues bien, aplíquense estas ideas; adviértase que en la ofensa del hombre a Dios hay la rebelión de la nada contra un Ser infinito, hay la ingratitud del hijo con el padre, hay el desacato del súbdito contra su supremo Señor, de una débil criatura contra el Soberano de cielo y tierra: ¡cuántos motivos para afear la culpa! ¡Cuántos títulos para aumentar la severidad de la pena! Por un simple acto contra la vida o la propiedad de un individuo, castiga la ley humana al reo con la pena de muerte; es decir, con la mayor de las penas que sobre la tierra existen, esforzándose en cierto modo en aplicar un castigo infinito, pues que priva al ajusticiado de todos los bienes de la sociedad para siempre; ¿por qué, pues, el Juez Supremo no podrá castigar también al culpable con penas que duren para siempre? Y nótese bien que la justicia humana no se satisface con el arrepentimiento; consumado el crimen, le sigue la pena, y no basta que el criminal haya mudado de vida; Dios pide un corazón contrito y humillado; no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva, y no descarga sobre el delincuente el golpe fatal sin haberle puesto a la vista la vida y la muerte, sin haberle dejado la elección, sin haberle ofrecido la mano con cuya ayuda pudiera apartarse del borde del precipicio. ¿A quién, pues, podrá culpar el hombre sino a sí mismo? ¿Qué tienen de repugnante ni de cruel esas ideas? Fácil es alucinar a los incautos, pronunciando enfáticamente los nombres de eternidad de penas y de misericordia infinita; pero examínese a fondo la materia; atiéndase a todas las circunstancias que la rodean, y se verán desaparecer como el humo las dificultades que a primera vista se habían ofrecido. El secreto de los sofismas más engañosos consiste en el artificio de presentar los objetos no más que por un lado; de aproximar de golpe dos ideas, que, si parecen contradictorias, es porque no se atiende a las intermedias que las enlazan y hermanan. Es fácil observar que los autores más célebres entre los enemigos de la religión, resuelven a menudo las cuestiones más graves y complicadas con una salida ingeniosa, o una reflexión sentimental. Ya se ve, como todas las cosas presentan tan diferentes aspectos, no es difícil a un ingenio perspicaz coger dos puntos cuyo contraste hiera vivamente el ánimo de los lectores; y, si a esto se añade algo que pueda interesar el corazón, no cuesta mucho trabajo dar al traste, en el ánimo de los incautos, con el sistema de doctrinas más bien cimentado.

Ya que acabo de mentar el sentimentalismo, no puedo pasar por alto el abuso que se hace de este linaje de argumentos, dirigiéndose al corazón en muchos casos en que sólo se debe hablar al entendimiento. Así, en el asunto que nos está ocupando, ¿cómo resiste un corazón sensible al horrendo espectáculo de un infeliz condenado a padecer para siempre? Se ha dicho que los grandes pensamientos salen del corazón; y en esto, como en todas las proposiciones demasiado generales, hay una parte de verdad y otra de falsedad; porque, si bien es indudable que en muchas cosas es el sentimiento un excelente auxiliar para comprender a fondo ciertas verdades, también lo es que no debe nunca tomársele por principal guía, y que no se le ha de permitir jamás que llegue a dominar los eternos principios de la razón. Los derechos y deberes de padres e hijos, de marido y mujer, y todas las relaciones de familia, no se comprenderán quizás tan perfectamente si, analizados a la sola luz de una filosofía disecante, no se escuchan, al propio tiempo, las inspiraciones del corazón; pero, en cambio, también se trastornarán los sanos principios de la moral, y se introducirá el desorden en las familias, si, prescindiendo de los severos dictámenes de la razón, sólo nos empeñamos en regirnos por lo que nos sugiere la volubilidad de nuestros afectos.

Mucho me engaño si no se encuentra aquí uno de los más fecundos manantiales de los errores de nuestra época. Si bien se observa, el espíritu humano esta atravesando un período, que tiene por carácter distintivo el desarrollo simultáneo de todas las facultades. Éstas pierden quizá bajo ciertos aspectos, absorbiendo una gran porción de las fuerzas y energía que en otra situación corresponderían a las otras; pero la que gana indudablemente es el sentimiento; no en la parte que tiene de desprendimiento y elevación, sino en cuanto es un placer, un goce del alma. Así notamos que no prevalece en la literatura la imaginación, ni tampoco el discurso, sino el sentimiento en sus más raros y extravagantes matices, llamando en su auxilio la razón y la fantasía, no como amigos, sino como dependientes. De donde resulta que la filosofía se resiente también del mismo defecto, y que de su tribunal rara vez salen bien librados los austeros principios de la moral eterna. Este sentimiento muelle se esfuerza en divinizar el goce, busca una excusa a todas las acciones perversas, califica de deslices los delitos, de faltas las caídas más ignominiosas, de extravíos los crímenes; procura desterrar del mundo toda idea severa, ahoga los remordimientos, y ofrece al corazón humano un solo ídolo, el placer; una sola regla, el egoísmo.

Ya ve V., mi querido amigo, que la existencia del infierno no se aviene con tanta indulgencia; pero el error de los hombres no destruye la realidad de las cosas; si el infierno existía en tiempo de nuestros padres, existe todavía en el nuestro; y en nada inmutan el hecho, ni la austeridad de los pensamientos de los antepasados, ni la indulgencia y molicie de los nuestros. Cuando el hombre se separe de esta carne mortal, se encontrará en presencia del Supremo Juez, y allí no llevará por defensor el mundo. Estará solo, con su conciencia desplegada, patente a los ojos de Aquel a cuya vista nada hay invisible, nada que pueda ocultarse.

Estas reflexiones sobre la relación entre el carácter del desarrollo del espíritu humano en este siglo, y las ideas que han cundido en contra de la eternidad de las penas, son susceptibles de muchas aplicaciones a otras materias análogas. El hombre ha creído poder cambiar y modificar las leyes divinas, del modo que lo hace con la legislación humana, y como que se ha propuesto introducir en los fallos del Soberano Juez la misma suavidad que ha dado a los de los jueces terrenos. Todo el sistema de legislación criminal tiende claramente a disminuir las penas, haciéndolas menos aflictivas, despojándolas de todo lo que tienen de horroroso, y economizando al hombre los padecimientos tanto como es posible. Más o menos, todos cuantos en esta época vivimos, estamos afectados de esta suavidad: la pena de muerte, los azotes, todo cuanto trae consigo una idea horrorosa o aflictiva, es para nosotros insoportable; y se necesitan todos los esfuerzos de la filosofía, y todos los consejos de la prudencia, para que se conserven en los códigos criminales algunas penas rigurosas. Lejos de mí el oponerme a esta corriente; y ojalá fuera hoy el día en que la sociedad no hubiese menester para su buen orden y gobierno el hacer derramar sangre ni lágrimas; pero quisiera también que no se abusase de este exagerado sentimentalismo, que se notase que no es todo filantropía lo que bajo este velo se oculta, y que no se perdiese de vista que la humanidad bien entendida es algo más noble y elevado que aquel sentimiento egoísta y débil que no nos permite ver sufrir a los otros, porque nuestra flaca organización nos hace partícipes de los sufrimientos ajenos. Tal persona se desmaya a la vista de un desvalido, y tiene las entrañas bastante duras para no alargarle una pequeña limosna. ¿Qué son en tal caso la sensibilidad y la humanidad? La primera, un efecto de la organización; la segunda, puro egoísmo.

Pero no mira Dios las cosas con los ojos del hombre, ni están sometidos sus inmutables decretos a los caprichos de nuestra enfermiza razón: y no cabe mayor olvido de la idea que debemos formarnos de un Ser eterno e infinito, que el empeñarnos en que su voluntad se haya de acomodar a nuestros insensatos deseos. Tan acostumbrado está el presente siglo a excusar el crimen, a interesarse por el criminal, que se olvida de la compasión que, con título sin duda más justo, es debida a la víctima; y de buena gana dejaría a ésta sin reparación de ninguna clase, con el solo objeto de ahorrar a aquél los sufrimientos que tiene merecidos. Táchese cuanto se quiera de duro y cruel el dogma sobre la eternidad de las penas, dígase que no puede conciliarse con la Misericordia divina tan tremendo castigo; nosotros responderemos que tampoco puede componerse con la divina Justicia, ni con el buen orden del universo, la falta de ese castigo; diremos que el mundo estaría encomendado al acaso; que en gran parte de sus acontecimientos se descubriera la más repugnante injusticia, si no hubiese un Dios terriblemente vengador, que está esperando al culpable más allá del sepulcro, para pedirle cuenta de su perversidad durante su peregrinación sobre la tierra.

¿Y qué? ¿No vemos a cada paso ufana y triunfante la injusticia, burlándose del huérfano abandonado, del desvalido enfermo, del pobre andrajoso y hambriento, de la desamparada viuda, e insultando con su lujo y disipación la miseria y demás calamidades de esas infelices víctimas de sus tropelías y despojos? ¿No contemplamos con horror padres sin entrañas, que con su conducta disipada llenan de angustia la familia de que Dios les ha hecho cabezas, llevando al sepulcro a una consorte virtuosa, dejando a sus hijos en la miseria, y no transmitiéndoles otra herencia que el funesto recuerdo y los dañosos resultados de una vida escandalosa? ¿No se encuentran a veces hijos desnaturalizados, que insultan cruelmente las canas de quien les diera el ser, que le abandonan en el infortunio, que no le dirigen jamás una palabra de consuelo, y que con su desarreglo y su insolente petulancia abrevian los días de una afligida ancianidad? ¿No se hallan infames seductores que, después de haber sorprendido el candor y mancillado la inocencia, abandonan cruelmente a su víctima, entregándola a todos los horrores de la ignominia y de la desesperación? La ambición, la perfidia, la traición, el fraude, el adulterio, la maledicencia, la calumnia y otros vicios que tanta impunidad disfrutan en este mundo, donde tan poco alcanza la acción de la justicia, donde son tantos los medios de eludirla y sobornarla, ¿no han de encontrar un Dios vengador que les haga sentir todo el peso de su indignación?, ¿no ha de haber en el cielo quien escuche los gemidos de la inocencia cuando demanda venganza?

Que no es verdad, no, que el culpable experimente ya en esta vida todo lo bastante para el castigo de sus faltas; atorméntanle, sí, los remordimientos roedores, agréganse las enfermedades que sus desarreglos le han acarreado, abrúmanle las desastrosas consecuencias de su perversa conducta; pero tampoco le faltan medios para embotar algún tanto el punzante estímulo de su conciencia, tampoco carece de artificios para neutralizar los malos efectos de sus bacanales, tampoco escasea de recursos para salir airoso de los malos pasos a que sus extravíos le conducen. Y, además, ¿qué son estos padecimientos del malvado en comparación de los que sufre también el justo? Las enfermedades le abruman, la pobreza le acosa, la maledicencia y la calumnia le denigran, la injusticia le atropella, la persecución no le deja sosiego; las tribulaciones de espíritu se agregan también, y, semejante al divino Maestro, sufre en esta vida los tormentos, las angustias, el oprobio de la cruz. Si su paciencia es mucha, si acierta a resignarse como verdadero cristiano, hace algún tanto más llevaderos sus padecimientos; pero no deja por esto de sentirlos, y a menudo más duros de los que han caído sobre el hombre manchado con cien crímenes. Sin las penas y los premios de la otra vida, ¿dónde está la justicia?; ¿dónde la Providencia?; ¿dónde el estímulo para la virtud, y el freno para el vicio?

Pregúntame V., mi estimado amigo, si comprendo perfectamente cuál es el objeto que Dios se pueda proponer en prolongar por toda la eternidad las penas de los condenados; y adelántase a contestar a la razón que podía señalarse de que así se satisface la divina Justicia, y se aparta a los hombres del camino del vicio, con el temor de tan horrendo castigo. Dice V., por lo tocante al primer punto, «que jamás ha podido concebir la razón de tanto rigor; y que, aun cuando no deja de columbrar la relación que existe entre la eternidad de la pena y la especie de infinidad de la ofensa por la cual se impone, sin embargo, le queda todavía alguna obscuridad que no acierta a disipar.» Muy errado anda V., mi apreciado amigo, si se imagina que a todos los demás no les sucede lo mismo; pues que sabido es que el entendimiento humano se anubla, tan pronto como toca en los umbrales de lo infinito. De mí sabré decir que tampoco concibo estas verdades con entera claridad; y que, por más firme certeza que de ellas abrigue, no puedo lisonjearme que se presenten a mi espíritu con aquella evidencia que las pertenecientes a un orden finito y puramente humano; pero, lejos de que me desanime esta niebla, que procede al propio tiempo de la debilidad de nuestros alcances, y de la sublime naturaleza de los objetos, he considerado repetidas veces que, si por este motivo debiera negar mi asenso, no podría prestarle tampoco a muchas otras verdades de las que me sería imposible dudar, aunque en ello me esforzara. Estoy seguro de la creación, no sólo por lo que me enseña la religión revelada, sino también por lo que me dicta la razón natural: y, no obstante, cuando medito sobre ella, cuando quiero formarme una idea clara y distinta de aquel acto sublime en que Dios dijo: hágase la luz, y la luz fue hecha, siéntese mi entendimiento con cierta flaqueza, que no le permite comprender con toda perfección el tránsito del no ser al ser. Estoy cierto, y V. conmigo, de la existencia de Dios, de su infinidad, eternidad, inmensidad, y demás atributos; pero, ¿nos es dado acaso formarnos ideas bien claras de lo que por estos nombres se expresa? Es bien seguro que no; y lea usted todo cuanto han escrito sobre ello los teólogos y filósofos más esclarecidos, y echará de ver que, más o menos, adolecían del mismo achaque que nosotros.

Si quisiera dar más amplitud a estas reflexiones, fácil sería encontrar mil y mil ejemplos de esta debilidad de nuestro entendimiento, hasta en las cosas físicas y naturales; pero esto me empeñaría en largas discusiones sobre las ciencias humanas, alejándome del principal objeto. Además, que no dudo bastará lo dicho para dejar sentado que no debe hacer mella en un espíritu sólido esta obscuridad de que están rodeados a nuestra vista algunos objetos; y que, mientras sobre ellos podamos adquirir por conducto seguro la competente certeza, no conviene abstenerse de prestar asenso por el solo asomo de algunas dificultades más o menos graves, más o menos embarazosas.

No son muchas las materias en que pueden señalarse, en apoyo de una verdad, razones más satisfactorias que las arriba indicadas en pro de la justicia de la eternidad de las penas; sea cual fuere el concepto que V. forme de mis reflexiones, al menos no podrá negarme que no son para despreciadas por el simple obstáculo de una dificultad, que más bien se funda en un sentimentalismo exagerado que en un raciocinio sólido y convincente. Por tanto, sólo me resta recordarle que no se trata de saber si nuestro entendimiento comprende o no con toda claridad el dogma del infierno, sino de averiguar si en realidad este dogma es verdadero y si los fundamentos en que le apoyamos sus sostenedores tienen las señales características que puedan convencer de que realmente ha sido revelado por Dios. ¿De qué nos serviría el comprenderlo más o menos claramente, si tuviésemos el tremendo infortunio de haberle de sufrir?

Por lo que toca al segundo punto que V. indica en su apreciada, no estoy de acuerdo en que una pena de duración limitada pudiese ejercer sobre el ánimo de los hombres una impresión equivalente, y de idénticos resultados, en cuanto al arreglo de la conducta. Pretende V. que, en estando acompañada la pena de mucha duración, o de un tormento muy terrible, bastaría para enfrenar las pasiones, poniéndose un límite a los malos deseos; con cuya observación se da por el pie a la razón que señalamos los cristianos de que la existencia del infierno es una salvaguardia de la moral. Pero a mí me parece que V. no ha sondeado lo suficiente este asunto, y no ha reparado en que, si bien es verdad que la idea del tormento nos espanta y aterra cuando se ha de sufrir en esta vida, nos causa muy ligera impresión si se ha de reservar para la otra. Dos pruebas daré de esto, una experimental, otra científica.

El dogma del purgatorio lleva ciertamente una idea terrible; y así los libros de devoción, como los predicadores, están pintando continuamente aquel lugar de expiación con los colores más espantosos. Los fieles lo creen así; lo están oyendo sin cesar, oran por los parientes y amigos difuntos, que pueden estar detenidos en él; pero, hablando ingenuamente, ¿es mucho el miedo que se tiene al purgatorio? Por sí solo, ¿fuera un dique bastante robusto para oponerse al ímpetu de las pasiones? Dígalo cada cual por experiencia propia: díganlo también por la ajena, cuantos han tenido ocasión de observarlo. Las penas que para aquel lugar se nos anuncian son terribles, es verdad; su duración puede ser mucha, es cierto; el alma no saldrá de allí hasta haber pagado el último cuadrante, no tiene duda; pero aquella pena tendrá fin, estamos seguros de que no puede durar siempre, y, colocados en medio del riesgo de largos padecimientos en la otra vida, y de la necesidad de suportar leves molestias en la presente, repetidas veces preferimos aventurarnos a lo primero para preservarnos de lo segundo.

De esto, que la experiencia nos está mostrando a cada paso, nos señala la razón las causas; bastando para conocerlas una sencilla consideración de la naturaleza humana. Mientras vivimos en esta tierra, se halla nuestro espíritu unido al cuerpo, que nos transmite sin cesar las impresiones de todo cuanto le rodea. Posee, a la verdad, nuestra alma algunas facultades que, elevadas por naturaleza sobre todo lo corpóreo y sensible, se rigen por otros principios, versan sobre más altos objetos, y habitan, por decirlo así, en una región que de suyo nada tiene que ver con todo cuanto existe material y terreno. Sin desconocer, empero, la dignidad de estas facultades, ni la altura de la región en que moran, menester es confesar que es tal la influencia que sobre las mismas ejercen las otras de un orden inferior, que a menudo las hacen descender de su elevación, y, en vez de obedecerlas como a señoras, las reducen a la clase de esclavas. Cuando las cosas no lleguen a este extremo, resulta al menos con demasiada frecuencia que las facultades superiores están sin funcionar, como adormecidas; de suerte que el entendimiento columbra apenas como en obscura lontananza las verdades que forman su más noble y principal objeto, y la voluntad no se dirige tampoco al suyo sino, con el mayor descuido y flojedad. Hay un infierno que temer, un cielo que esperar; pero todo esto está en la otra vida, se reserva para una época más distante, son cosas que pertenecen a un orden enteramente distinto, a un modo nuevo, en el cual creemos firmemente, pero del que no recibimos impresiones directas, de momento; y así es que necesitamos hacer un esfuerzo de concentración y reflexión para penetrarnos del inmenso interés que para nosotros tienen, y de que en su comparación es nada todo cuanto nos rodea. Viene, entre tanto, a herir nuestra imaginación, a excitar nuestros sentimientos, algún objeto de la tierra, ora inspirándonos algún temor, ora halagándonos con algún placer; el otro mundo desaparece a nuestros ojos, como objeto que perdiéramos de vista en un remoto confín; el entendimiento vuelve a caer en su entorpecimiento, la voluntad en su languidez; y si uno y otra se excitan de nuevo es para contribuir al mayor desarrollo de las otras facultades. El hombre se guía casi siempre por las impresiones de momento; sacrifica lo venidero a lo presente; y, cuando pesa en la balanza de su juicio las ventajas y los inconvenientes que una acción le puede acarrear, la distancia o la proximidad de la realización de estos inconvenientes y ventajas es una de las circunstancias más influyentes en su elección. ¿Cómo no ha de suceder esto en lo tocante a los negocios de la otra vida, si se verifica lo mismo con respecto a los de la presente? ¿No es infinito el número de los que sacrifican las riquezas, el honor, la salud, la vida, a un placer de momento? Y esto, ¿por qué? Porque el objeto que halaga está presente, y los males, distantes; y el hombre se hace la ilusión de evitarlos, o bien se resigna a sufrirlos, como quien se arroja a un precipicio con los ojos vendados.

De esto se infiere no ser verdad lo que V. afirma, que bastase el temor de una pena muy duradera para que produjese un mismo o semejante efecto, que la eternidad del infierno. No es verdad; antes al contrario, puede asegurarse que desde el momento que se separase de la idea de las penas la de eternidad, perderían la mayor parte de su horror, y quedarían reducidas a la misma línea que las del purgatorio. Si los castigos de la otra vida han de producir un temor bastante a contenernos en nuestras depravadas inclinaciones, han de tener un carácter formidable, espantoso, que su mero recuerdo, ofreciéndose de vez en cuando a nuestro espíritu, le produzca un saludable estremecimiento que dure aún en medio de la disipación y distracciones de la vida como el pavoroso sonido del sonoro metal que retiembla largo rato después de recibido el golpe.

No pondré fin a esta carta sin contestar a la objeción insinuada por V., y de que en apariencia se halla muy satisfecho, porque, según dice, «si bien no es más que una conjetura, no puede negársele que es muy especiosa, muy filosófica, y quizá no destituida de fundamento». Explica usted enseguida el sistema que tan en gracia le ha caído, y que consiste en considerar el dogma del infierno como una fórmula en que se expresa el pensamiento de intolerancia que preside a las doctrinas y conducta de la Iglesia católica. Permítame V. que transcriba sus propias palabras, que de esta suerte no mediará el peligro de una mala inteligencia: «Ya se ve: se quería sujetar el entendimiento y el corazón del hombre ciñéndolos con un aro de hierro; faltaban en lo humano los medios de realizarlo, y ha sido preciso hacer intervenir la justicia de Dios. ¿No se podría sospechar que los ministros de la religión católica, quizás más engañados que engañadores, han apelado al recurso, común entre los poetas, de desenlazar una situación complicada llamando en su auxilio algún Dios; o, hablando en términos literarios, empleando la máquina? Mucho me engaño si en la pretendida justicia de un Dios inexorable no se trasluce el sacerdote católico con su terquedad inflexible». Algo duro se muestra V., mi estimado amigo, en el pasaje que acabo de insertar, y por más sorpresa que le hayan de causar mis palabras, me atrevo a decirle que, lejos de encontrarle filosófico, como acostumbra, le hallo aquí, primero muy inexacto, y después ligero en demasía. Inexacto, porque supone que el dogma de la eternidad de las penas pertenece exclusivamente a los católicos, cuando le profesan también los protestantes; ligero, porque ha pretendido convertir en expresión del pensamiento dominante en el cristianismo un hecho creído generalmente por el humano linaje.

El prurito, tan común de nuestra época hasta entre los escritores de primera nota, de señalar una razón filosófica fundada en una observación nueva y picante, le ha extraviado a V. de una manera lastimosa, haciéndole perder de vista por un momento lo que no ignoran cuantos saben medianamente la historia. En resumen, quería V. significar que esto era una invención de los sacerdotes cristianos, bien que salvando su buena fe, con suponerles víctimas de una ilusión; pero, ¿cómo ha podido olvidar que siglos antes de aparecer el cristianismo estaba la creencia del infierno generalmente extendida y arraigada?

Algo satírico está V. con los «buenos frailes que se complacen en asustar a niños y mujeres con las horrendas descripciones de tormentos fraguados en imaginaciones descompuestas y groseras; y que difícilmente puede suportar sin reírse o sin fastidiarse un hombre de sana razón y de buen gusto.» Bien se conoce que quiere V. hacer pagar caros a los pobres predicadores los ratos que le llevaba al sermón su buena madre, y que sin duda hubiera V. empleado de mejor gana en sus juegos y entretenimientos; pero, sea dicho sin ánimo de ofender, y únicamente en defensa de la verdad, da V. aquí un solemne tropiezo, en que sólo puede consolarle el tener muchos compañeros de infortunio, entre los que se proponen burlarse con demasiada ligereza de los dogmas y prácticas de nuestra religión. Y se ríe de las exageraciones de los frailes en esta materia, que se le hacen insuportables por descabelladas y de mal gusto; pues bien, yo le emplazo a V. a que me cite la descripción que le parezca más descabellada entre las que haya oído de boca de un predicador, y me obligo a presentarle otra sobre el mismo objeto que no le irá en zaga a la primera, ni en lo feo, ni en lo extravagante, ni en lo horrible. ¿Y sabe V. de quién serán esas descripciones y rasgos? Nada menos que de Virgilio, de Dante, de Tasso, de Milton. No advertía V. que a la espalda del buen capuchino a quien tan despiadadamente acometía V., tropezaba con una reserva tan respetable en materias de razón y de buen gusto. A veces la precipitación en el juzgar nos es más dañosa que la misma ignorancia. Sucédenos a menudo que despreciamos una expresión, en odio o desprecio de la persona que la dice; expresión que nos pareciera admirable, si la oyésemos en boca de otro que nos inspirase más respeto. Por esto decía graciosamente Montaigne que se divertía en sembrar en sus escritos las sentencias de filósofos graves, sin nombrarlos; con la mira de que sus lectores críticos, creyendo habérselas sólo con Montaigne, injuriasen a Séneca, y dieran de narices sobre Plutarco.

No es fácil decir a punto fijo la variedad de horrores del infierno, pero lo cierto es que así cristianos como gentiles han convenido en mostrárnoslos con espantosos colores. Virgilio no era ni fraile, ni predicador, ni cristiano, ni escaseaba de buen gusto, y, sin embargo, difícil es reunir más horrores de los que nos presenta, no sólo en el infierno, sino ya en el camino.


    Vestibulum ante ipsum primisque in faucibus Orci,
Luctus et ultrices posuere cubilia curae;
Pellentesque habitant Morbi, tristisque Senectus
Et Metus, et malesuada Fames, et turpis Egestas,
Terribiles visu formae: Letumque, Laborque:
Tum consanguineus Leti Sopor, et mala mentis
Gaudia, mortiferumque adverso in limine Bellum
Ferreique Eumenidum thalami, et Discordia demens
Vipereum crinem vittis innexa cruentis.
[...]
    Multaque praeterea variarum monstra ferarum.
Centauri in foribus stabulant, Scyllaeque biformes,
Et centum geminis Briareus, ac bellua Lernae
Horrendum stridens flammisque armata Chimaera:
Gorgones, Harpyaeque, et forma tricorporis umbrae.

Antes de llegar a la fatal mansión, nos encontramos ya con cabelleras de víboras, con hidras que rugen con horrible estridor, con monstruos armados de fuego, y junto con los gozos vedados, mala mentis gaudia, el llanto y los remordimientos vengadores, luctus et ultrices curae.

Pero, sigamos adelante, y el horror se aumenta hasta el extremo.


[...]
Hinc via Tartarei quae fert Acherontis ad undas.
Turbidus hic coeno vastaque voragine gurges
Aestuat, atque omnem Cocyto eructat arenam.
Portitor has horrendus aquas et flumina servat
Terribile squalore Charon: cui plurima mento
Canities inculta iacet stant lumina flamma,
Sordidus ex humeris nodo dependet amictus.
[...]
    Respicit Aeneas subito: sub rupe sinistra
Moenia lata videt, triplici circumdata muro:
Quae rapidus flammis ambit torrentibus amnis
Tartareus Phlegeton, torquetque sonantia saxa.
Porta adversa, ingens, solidoque adamante columnae:
Vix ut nulla virum, non ipsi excindere ferro
Coelicolae valeant: stat ferrea turris ad auras:
Tisiphoneque sedens, palla succinta cruenta,
Vestibulum insomnis servat noctesque diesque.
Hinc exaudiri gemitus, et saeva sonare
Verbera: tum stridor ferri, tractaeque catenae.
[...]
    Gnossius haec Rhadamanthus habet durissima regna:
Castigatque, auditque dolos: subigitque fateri
Quae quis apud superus, furto laetatus inani,
Distulit in seram commisa piacula mortem.
Continuo sontes ultrix accincta flagello
Tisiphone quatit insultans: torvosque sinistra
Intentans angues, vocat agmina saeva sororum.
Tum deum horrisono stridentes cardine sacrae
Panduntur portae. Cernis custodia qualis.
Vestibulo sedeat? facies quae limina servet?
Quinquaginta atris immanis hiatibus Hydra
Saevior intus habet sedem:
[...]
    Necnon et Tityon terrae omniparentis alumnum
Cernere erat: per tota novem cui iugera corpus
Porrigitur; rostroque immanis vultur obunco
Immortale iecur tundens, foecundaque poenis
Viscera rimaturque epulis, habitatque sub alto
Pectore: nec fibris requies datur ulla renatis.
Quid memoren Lapithas, Ixiona, Pirithoumque?
Quos super altra silex iamiam lapsura, cadentique
Imminet assimilis. Lucent genialibus altis
Aurea fulcra toris, epulaeque ante ora paratae
Regifico luxu: Furiarum maxima iuxta
Accubat, et manibus prohibet contingere mensas,
Exurgitque facem attollens, atque intonat ore,
Hic quibus invisi fratres, dum vita manebat,
Pulsatusve parens, et traus innexa clienti;
Aut qui divitiis soli incubuere repertis,
Nec partem posuere suis, quae maxima turba est;
Quique ob adulterium caesi, quique arma secuti
Impia, nec veriti dominorum fallere dextras;
Inclusi poenam expectant. Ne quare doceri
Quam poenam, aut quae forma viros fortunave mersit.
Saxum ingens volvunt alii, radiisque rotarum
Districti pendent; sedet aeternumque sedebit
Infelix Theseus; phlegyasque miserrimus omnes
Admonet, et magna testatur voce per umbras:
Discite iustitiam moniti, et non temnere Divos.
Vendidit hic auro patriam, dominumque potentem
Imposuit: fixit leges pretio atque refixit.
Hic thalamum invasit natae vetitosque hymenaeos.
Ausi omnes immane nefas ausoque potiti.

Triples murallas bañadas con un río de fuego, gemidos, ruido de azotes, estrépito de cadenas, serpientes y la hidra con cincuenta bocas, buitre que roe las entrañas, y otros objetos semejantes: he aquí lo que nos presenta el poeta en la mansión, según él mismo dice, de los defraudadores, adúlteros, crueles con sus padres, incestuosos, traidores a su patria, y culpables de otros crímenes. Mucho dudo que V. hay oído cosas más horribles. Y, como si no le bastara el espantoso cuadro que acaba de pintar con inimitable pincel, exclama:


Non, mihi si linguae centum sint: oraque centum,
Ferrea vox, omnes scelerum comprehendere formas,
Omnia poenarum percurrere nomina possim.


(Aeneid., L. 6.)                


Cien lenguas, cien bocas, férrea voz, ¡no le bastarían para nombrar siquiera la variedad de penas de aquella mansión de horror!

Como quiera, dentro de medio siglo la cuestión del infierno estará prácticamente resuelta para los dos: ruego al cielo que lo sea felizmente para ambos; pero, si V. tiene la temeridad de aventurarse a lo que pueda suceder, me quedaré llorando su funesta ceguera, suplicando al Señor se digne iluminarle antes que llegue el día de la ira, en que a la presencia del Juez Supremo velarán su faz los ángeles tutelares, no sabiendo qué alegar en descargo de V. para librarle de la tremenda sentencia. De V. su affmo. Q. B. S. M.

J. B.




ArribaAbajoCarta IV

Filosofía del porvenir.


Descripción de esta filosofía y retrato de los que la profesan. Pasaje de Virgilio. Mr. Jouffroy. El cristianismo y las masas. Mr. Cousin. Pasaje notable de Mr. Pedro Leroux sobre las convicciones de Mr. Cousin. Profecía de Mr. Cousin. El catolicismo no está amenazado de muerte. En los cuatro ángulos del universo está dando señales que acreditan su vida y vigor. Observaciones sobre la decadencia de la fe y de las costumbres. Combátese el error de los que pretenden desalentar con la exageración de semejante decadencia. Reseña histórica de los grandes males que en todas épocas ha sufrido la Iglesia. Su estado actual no es tan desconsolador como algunos creen. Cómo calculan los incrédulos la decadencia de la fe. Conviene no confundir la sociedad con las capitales, ni éstas con algunos círculos muy reducidos. La transición y la perfectibilidad.

Mi estimado amigo: Mucho me complace que me haya V. ofrecido la oportunidad de manifestarle mi parecer sobre esa filosofía que V. apellida del porvenir; pues que, si bien V. la critica hasta motejarla, traslúcese, no obstante, que no ha dejado de hacerle mella, mayormente en lo que ella dice sobre los destinos del Catolicismo. Llámela V. filosofía del porvenir; y, en efecto, no cabe nombre más bien adaptado para calificar esa ciencia estrambótica que, sin resolver nada, sin aclarar nada, sólo se ocupa en destruir y pulverizar, respondiendo enfáticamente a todas las preguntas, a todas las dificultades, a todas las exigencias, con la palabra porvenir. A juicio de esta filosofía, la humanidad ha errado siempre, yerra todavía en la actualidad; esta filosofía lo sabe, y al parecer es ella sola quien lo sabe: tan grave y magistral es el tono con que lo anuncia. Demandadle ¿dónde está la verdad, cuándo será dado al hombre encontrarla? En el porvenir. Como se supone, todas las religiones son falsas, todas son obra de los hombres, un ardid para engañar a las masas, un objeto de risa para los sabios, y muy particularmente para los profesores de esa elevada filosofía, únicos que merezcan tal nombre: ¿dónde estará, pues, la religión verdadera? ¿Cuándo podrán los hombres profesarla? En el porvenir. Ningún filósofo alcanzó a descifrar el enigma del universo, de Dios y del hombre; ¿vendrá un día afortunado en que se verifique el hallazgo de la deseada clave? En el porvenir. La organización social y política se ha de cambiar radicalmente, se ignora lo que se ha de substituir a lo que actualmente existe; ¿quién nos ilustrará para resolver acertadamente tan espinoso problema? El porvenir. Las masas populares sufren atrozmente en los países más cultos; la desnudez, el hambre, la más repugnante miseria, contrastan de una manera escandalosa con el lujo y los goces de los potentados y la vita bona de los filósofos; ¿de dónde saldrá el remedio para situación tan angustiosa? Del porvenir. El porvenir para la historia, el porvenir para la religión, el porvenir para la literatura, el porvenir para la ciencia, el porvenir para la política, el porvenir para la sociedad, el porvenir para la miseria, el porvenir para sí mismo, el porvenir para lo presente, el porvenir para lo pasado, el porvenir para todo. Panacea de todas las dolencias, satisfacción de todos los deseos, cumplimiento de todas las esperanzas, realización de todos los sueños; siglo de oro, cuyos radiantes albores, ocultos a los ojos de los profanos, sólo se revelan a algunos espíritus que alcanzaron el inefable privilegio de leer escrita en letras divinas la historia del porvenir. Por esto le saludan con alborozo; por esto se abalanzan a él como niño a los brazos de la madre que le acaricia; por esto atraviesan con irónica sonrisa por en medio de este siglo que no los comprende; por esto vivirían gustosos la vida de los desprendidos filósofos de la Grecia, y se retirarían del mundo a guisa de anacoretas, si no fuera necesaria su presencia para anunciar la verdad, si pudiesen prescindir de la misión que han recibido sobre la tierra. ¡Desgraciados! Víctimas de un destino infausto, no les es dado conceder a su entendimiento todo el vuelo a donde lo ensalzara su profética inspiración; no les es permitido desahogar su pecho con una expansión humanitaria, y, pegados a esa época de barro, se encuentran forzados a vivir en espléndidos palacios, a ocupar elevadísimos puestos, desde donde puedan comenzar a dirigir acertadamente esta sociedad, y no les queda otro consuelo que solazarse algunos momentos, cantando lo que su mente divisa y su corazón augura.


Magnus ab integro saeculorum nascitur ordo,
Iam redit et virgo redeunt saturnia regna:
[...]
    Occidet et serpens, et allax herba veneni
Occidet: assirium vulgo nascetur amomum.
[...]
    Molli paulatim flavescet campus arista,
Incultisque rubens pendebit sentibus uva,
Et durae quercus sudabunt roscida mella.
[...]
    Non rastros patietur humus; non vinea falcem;
Robustis quoque iam tauris iuga solvet arator.
Nec varios dicet mentiri lana colores;
Ipse sed in pratis aries iam suave rubenti
Murice, iam croceo mutabit vellera luto,
Sponta sua sandyx pascentes vestiet agnos
Talia saecula suis dixerunt currite fusis
Concordes stabili fatorum numine parce.

No les pregunte V, mi estimado amigo, cómo han descubierto tantos prodigios, quién les ha revelado tan admirables arcanos: sobre todo no les exija V. pruebas de lo que asientan; ni, tratándoles cual si fueran adocenados pensadores, se atreva V. a requerirles para que demuestren lo que afirman. Éstas son cosas que más bien se presienten que no se conocen; tienen algo de poético, de aéreo; son previsiones envueltas en figuras, simbólicas; y quien con esto no se satisface es indigno de la filosofía, la llama del genio no ha tocado su frente, no ha brotado en su espíritu la inspiración creadora. Por lo demás, ¿quién no ve algunas señales de esa transformación maravillosa? No todos alcanzan a preverla con tanta claridad como aquellos a quienes ha sido revelada en misteriosas apariciones; pero a nadie pueden ocultarse los infalibles síntomas que anuncian una próxima y universal mudanza.


    Aspice convexo nutantem pondere mundum.
Terrasque tractusque maris coelumque profundum:
Aspice, venturo lautentur ut omnia saeclo.

Menester es confesar que el expediente ideado por estos filósofos no es lerdo, y que además tiene la indecible ventaja de ser muy cómodo. Maldito el provecho que sacaron los que se propusieron arreglar el mundo presente; lo que conviene es endosarlo todo al porvenir, que al buen pagador no le duelen prendas. Sócrates con su manto rasgado, y luego con su cicuta, Diógenes con su tonel, y su arena abrasada, Heráclito con sus lágrimas, y Demócrito con su risa, no entendían una palabra de achaque de filosofía. Burlarse de lo pasado, gozar de lo presente, y alucinar a todo el mundo con la esperanza de un bello porvenir: he aquí la fórmula más cabal que se encontrara jamás para evitarse disgustos y salir airoso de todo linaje de compromisos. ¿Y si el porvenir no corresponde a los pronósticos?, objetarán algunos escrupulosos. Medrados estamos, si hemos de darnos pena por lo que sucederá: el negocio consiente largas, el plazo que tomamos no es breve, y para no aventurar nada lo dejamos indefinido; siempre podremos solicitar una nueva dilación, y, si alguien de nosotros hasta se adelanta a fijar tiempo, no tengáis cuidado, que no debe de ser tan olvidadizo que no recuerde aquello de


    No temáis, señor mío,
Respondió el charlatán, pues yo me río.
En diez años de plazo que tenemos,
El rey, el asno o yo ¿no moriremos?

Hecha la debida justicia a la filosofía del porvenir, réstame el nutantem pondere mundum, quiero decir, la gravísima complicación de los problemas que pesan sobre la sociedad, y ver hasta qué punto tienen fundamento los filósofos para hablarnos de las transcendentales mudanzas que las futuras generaciones están destinadas a presenciar. Por de contado muchos de ellos dan por supuesto que no se verificarán estos cambios bajo la influencia de la religión; que, al contrario, ésta va perdiendo terreno, y que una de las principales condiciones de la renovación del mundo, ha de ser el substituir a la religión la filosofía. Ya se ve; como, en sentir de ciertos hombres, las religiones, y particularmente el cristianismo, no son otra cosa que «una producción espontánea de las ideas de las masas, abriéndose paso y encarnándose, cuando son maduras, en una imaginación exaltada, a menudo alucinada por la revelación que ella anuncia1»; se dará un paso agigantado en la carrera de la perfección social, cuando las masas sean bastante ilustradas para contemplar la verdad en toda su pureza, cara a cara, sin necesidad de los símbolos y envolturas que sólo convienen a la flaqueza de inteligencias limitadas. Inútil es decir que no convengo yo con M. Jouffroy en tan peregrina definición, y que, por consiguiente, tampoco puedo admitir las deducciones a que ella se brinda. No creo, pues, que jamás puedan dirigirse bien las masas (y en esta palabra masas comprendo la sociedad entera), sin la influencia de la religión, y que tan absurdo me parece el que la filosofía llegue nunca a llenar el vacío ocupando su puesto, como el que la religión sea una producción espontánea de las ideas de las masas.

En este siglo de análisis filosófico-histórico, sería muy curiosa la demostración en que se produjesen los datos fehacientes de que el cristianismo fue el producto espontáneo de las masas. ¿De qué masas salió el Evangelio?, ¿eran las judías o las idólatras? Si de las primeras, ¿cómo es que los acérrimos defensores de la ley de Moisés fuesen los capitales enemigos de Jesucristo?; ¿dónde hay un solo hecho, una sola palabra, un leve indicio, de que Jesús aprendiese de los judíos su sublime enseñanza? ¿No es, al contrario, patente que las palabras del Divino Maestro eran recibidas como enteramente nuevas, y que llenaban de asombro y estupor a cuantos le oían, escandalizándose los unos de la novedad, y acogiéndolas otros con transportes de admiración y con entusiasta acatamiento? ¡Hombres ciegos! Si habéis leído el sermón sobre la montaña, si habéis reparado jamás en aquel raudal de sabiduría y de amor que fluye de los labios de un Hombre que no había aprendido las letras, decidnos: ¿dónde estaban las doctrinas que en él se vierten? Desparramadas, nos diréis, en medio del pueblo; pero, dejando aparte la convincente reflexión que se acaba de indicar, ¿qué prueba señaláis para asentar tan extraña paradoja? ¿Mentaréis por ventura la filosofía de la época? Pero, ¿acaso sois únicamente vosotros los que de ella tenéis conocimiento? ¿Creéis que se ha perdido en el mundo la historia científica contemporánea? Además, que ni siquiera otorgáis a la religión este honor de nacer de la filosofía, ¡la hacéis brotar de la cabeza de las masas! Recuérdese, pues, para no olvidarse jamás, que la religión más admirada hasta por sus propios enemigos, por la sabiduría y santidad de que rebosa, fue un producto espontáneo de las ideas de las masas del tiempo de Tiberio y de Herodes. ¡Lo ridículo compite con lo sacrílego!

Hasta ahora se había creído que las masas estaban en posesión de la ignorancia, que la presunción, en materia de grandes pensamientos, estaba en favor de algunos genios privilegiados, y que de éstos debía derramarse sobre aquéllas la luz que necesitaban. Ahora sabremos que esta luz preexiste en ellas, y no como quiera, sino preparada para ejercer sus efectos, como fruta madura, y que, cuando un hombre extraordinario surge de en medio de la muchedumbre, a esta muchedumbre debe todo cuanto piensa y todo cuanto hace. Sin duda que ni aun a los ojos de sus enemigos será el cristianismo menos admirable que los más elevados sistemas filosóficos; de lo que podremos inferir que estos habrán de tener el mismo origen. En efecto: la religión no es, en tal caso, más que una filosofía disfrazada con símbolos y enigmas; de suerte que la invención de aquélla tiene sobre ésta una dificultad particular, que consiste en excogitar acertadamente los velos con que se ha de cubrir. Podremos, pues, afirmar, sin riesgo de equivocarnos, que la filosofía de Sócrates, de Platón, de Aristóteles, de Bacon, de Descartes, de Malebranche, de Leibnitz, no era otra cosa que una producción espontánea de las masas; y, ¡cosa rara!, también habrá de caber la misma suerte a la tan ponderada de Kant, Hegel, Cousin, y del mismo Jouffroy.

Bien haya quien tales descubrimientos nos proporciona; quien revela con tan estupenda sagacidad el camino que se ha de seguir para llegar a la más alta sabiduría. ¡Oh!, ¡cuán errado andaba Descartes cuando se condenaba a tan dilatadas meditaciones, comenzando ya desde el colegio a obtener la dispensa de no madrugar demasiado, y fomentar así con el suave calor la fuerza de la contemplación a que se abandonaba! ¡Muy tonto era Malebranche, que pasaba sus días en el mayor retiro, sepultado en su gabinete, y cerradas las ventanas para que la luz no le distrajese! A estos pobres filósofos, y a sus menguados maestros y discípulos, se les había metido en la cabeza que es infinito el número de los tontos, y que quien deseaba ser sabio, o menos tonto, debía andar cuidadoso en no dejarse contaminar demasiado de la atmósfera del vulgo, y hasta contando por vulgo a tantos como se eximen de este dictado por más legítimos títulos que justifiquen su pertenencia a la misma clase. Ignoraban estos buenos señores que, ora sea para idear un sistema de filosofía, ora para inventar una religión, es necesario mezclarse entre las masas, no precisamente para observarlas en sus extravíos, en sus errores, en sus pasiones, en sus caprichos, y estudiar así los resortes del espíritu humano, y aprender a dirigirle, que esto ya lo sabíamos de muy antiguo, sino para ver las ideas que en ellas germinan, para seguirlas en su crecimiento y desarrollo, y, en notando que están maduras, aprovechar el momento crítico, formularlas, haciendo que se encarnen, y presentar luego el resultado a las mismas masas asombradas, diciéndoles: «he aquí un presente del cielo.»

¡Pobres masas!, y no sabrán que adoran un ídolo que ellas han fabricado; que comen, cual maná bajado del cielo, la misma fruta que de ellas ha nacido; y de tal manera, que, para ofrecérsela el mentido impostor, apenas ha tenido ningún trabajo, sólo el de cogerla, pues, que ya estaba madura.

Si los católicos nos hubiéramos permitido tamañas paradojas, si nos hubiéramos atrevido a emitir semejantes aserciones, contrarias a la buena filosofía, en oposición con la historia, repugnantes al sentido común, sin pruebas de ninguna clase, sin indicios los más leves, sin el más remoto fundamento para apoyar la conjetura; si, mal hallados con el lenguaje ordinario, hubiéramos echado mano de expresiones simbólicas, haciendo encarnar ideas, y con la peregrina ocurrencia de aplicarles la metáfora de maduras, ofreciendo de esta manera un estrambótico contraste, todos los diccionarios de la sátira no hubieran sufragado los apodos necesarios para cubrir de burla semejante atentado contra la filosofía y el buen gusto. Juzgue V., mi estimado amigo, entre nuestros adversarios y nosotros; y juzguen con V. todos los hombres de sana razón.

Infiero de lo que acabo de exponer, que es una pura quimera la profecía de algunos filósofos de nuestra época de que el cristianismo esté destinado a morir, y de que haya de recoger su herencia esa filosofía, de que todos hablan, sin decirnos en qué consiste. En este punto, paréceme astuta y todavía más cómoda, la conducta de M. Cousin, fundada en los motivos que nos ha revelado M. Pedro Leroux en un número de la Revista independiente. El pasaje es curioso, y merece la pena de copiarle. «Hace ya muchos años, dice M. Leroux, que conversando con M. Cousin sobre su apología, no de Sócrates, sino de los jueces de Sócrates, extraña paradoja escrita, a lo que parece, para hacer una mueca a Platón y a Jenofonte, le echábamos en cara este acto irracional que mirábamos como un crimen de lesa filosofía. Interrumpiose M. Cousin en su respuesta, para preguntarnos: ¿cuánto tiempo os parece que a la religión de nuestro país le queda de vida? -No es ésta la cuestión, le dije yo; trátase de la filosofía, de la verdad; jamás los filósofos hubieran hecho nada bueno, si, en vista de la realidad, se hubiesen interrogado de esta suerte para saber lo que debían hacer. -Yo, replicó M. Cousin, creo que el catolicismo tiene todavía alimento para trescientos años (en a encore pour trois cents ans dans le ventre); en consecuencia, me quito humildemente el sombrero en presencia del catolicismo, y continúo la filosofía.»

Hubo un tiempo en que cundió entre los protestantes la manía de anunciar la caída del catolicismo, fijando con tanta precisión la época, como pueden hacer los astrónomos con un eclipse, o el paso de un cometa. Seguros de la predicción, la pregonaban con gran ruido; pero las cuentas debían de estar mal ajustadas, que la época fatal llegaba, y el pronóstico no se cumplía. Estos profetas eran a veces sobrado indiscretos; pues se atrevían a señalar un plazo breve, cuyo transcurso no era bastante a que se hubiese olvidado el anuncio. M. Cousin recordaría sin duda estos chascos proféticos, y, no queriendo llevar las cosas a un extremo a guisa de buen conservador, y proponiéndose, por otra parte, evitar la burla de ser desmentido, escogió un medio término entre los siglos de los siglos de los católicos y el corto espacio de los profetas protestantes, y le otorgó al catolicismo un plazo de trescientos años. De esta manera, cuando en todo el presente siglo y en el siguiente se admiren algunos de que vaya durando el catolicismo, estará muy a mano la satisfactoria respuesta de que «esto ya lo había pronosticado M. Cousin»; y cuando pasados los trescientos años, al expirar el plazo fatal, se vea que el catolicismo no muere por inanición, y que le queda todavía alimento; entonces ya nadie se ha de acordar de M. Cousin, cuando menos de su profecía.

En lo moral como en lo físico, el primer síntoma de estar tocado de muerte un ser cualquiera, es no crecer, no producir; la cercana extinción de la vida se muestra siempre por la falta del desarrollo y de la acción del ser que muere. Sécansele al árbol sus hojas, se marchitan las flores, no le nace el fruto; al animal se le retira el calor, sus facultades funcionan con lentitud, su obrar es lánguido, su fecundidad cesa. Observad el mundo intelectual y moral, y notaréis los mismos fenómenos. Cuando un sistema filosófico caduca, pierde su acción propagandista; lejos de aumentar el número de sus prosélitos, se disminuye: no se hace nueva aplicación de sus doctrinas, se arrumban las que se hicieron, todo se prepara para que caiga en desprecio, y luego en olvido. Una legislación próxima a perecer, es con frecuencia desobedecida, sus propios sostenedores no se atreven a hacer uso de ella, no se extiende a otros pueblos, es ya un cuerpo exánime a quien sólo faltan los honores de la sepultura. Lo propio sucede con las instituciones, sean del orden que fueren, y por más que haya sido su importancia. La muerte que les amenaza de cerca, se manifiesta por síntomas infalibles. Recórrase la historia entera, fíjese la vista en todas las instituciones sociales y políticas, que por una u otra causa hayan adolecido de achaque mortal, y se verá que en los últimos períodos de su existencia se parecían a aquellos edificios ruinosos, de los cuales huyen a toda prisa los habitantes para no ser sepultados en sus escombros.

Nada de esto se verifica con el catolicismo. Arraigado en España, Portugal, Italia, Francia, Bélgica, en varios países de Alemania, en Polonia, en Irlanda, con dilatados dominios en la América, progresando en Inglaterra, en los Estados Unidos, desplegando vivísima actividad en las misiones de Oriente y Occidente, difundiendo de nuevo en distintas regiones los institutos religiosos, sosteniendo vigorosamente sus derechos, ora con enérgicas protestas, ora arrostrando la persecución, defendiendo sus doctrinas con grande aparato de saber y de elocuencia en los principales centros de inteligencia del mundo civilizado, contando entre sus discípulos hombres esclarecidos, que no les van en zaga a los de otra secta cualquiera, ¿dónde están los síntomas de una muerte cercana?, ¿dónde las señales que indican la caducidad?

Ya preveo, mi estimado amigo, la dificultad que me va V. a objetar; y, por si no le ocurriese a V., yo mismo cuidaré de presentarla sin quitarle nada de su fuerza. Si tanta es la vida entrañada en el catolicismo; si tan claras y evidentes son las señales con que se muestra, ¿por qué estáis lamentándoos de los males que afligen a la Iglesia en este siglo?, ¿por qué se recuerdan a cada paso aquellos días de gloria, que alcanzara en épocas más felices? A esto responderé, en primer lugar, que yo no he dicho que el catolicismo no haya sufrido grandes quebrantos: únicamente he sostenido que en su situación actual no se descubrían anuncios de muerte. Estas dos aserciones son muy diferentes, nada tiene que ver la una con la otra. Esta contestación basta y sobra para desvanecer la dificultad propuesta; pero a mayor abundamiento me permitiré añadir que también suele haber alguna exageración de los actuales males de la Iglesia, en comparación de los que sufrió en otros siglos. La decadencia de la fe y de las costumbres es a menudo ponderada en demasía, no sólo por los enemigos de la Iglesia, sino también por sus hijos más predilectos. Éstos por celo y por un santo pesar, aquéllos por espíritu de maledicencia y por un secreto placer de anunciar el desmoronamiento de lo que desean ver arruinado, todos contribuyen a que suenen muy alto los ayes en que se lamentan los males de la época, y a que los hombres ignorantes o poco advertidos se imaginen que, comparado con el de los antiguos tiempos el catolicismo de ahora, ha pasado a ser, de un reino pacífico, rico, poderoso, floreciente, una miserable comarca, entregada a un reducido número de moradores, víctimas de la degradación y de la anarquía.

Con perdón de los que así opinan, y para consuelo de los que desearían ver en la Iglesia un cuadro más halagüeño, diré que no es esto lo que enseña la historia, y que, cuando tan sentidamente se lamentan los males de nuestro tiempo, es por la sencilla razón de que siempre la enfermedad presente es la peor.

Cuantos desean comprender algún tanto la historia del cristianismo, y no escandalizarse a cada paso por los acontecimientos adversos que en tanta abundancia nos ofrece, no deben jamás perder de vista que la religión de Jesucristo lo es de sufrimientos, de contrariedades, de persecuciones; es una religión de sacrificio, que se inauguró sobre la tierra con la inmolación del Cordero sin mancilla. Todo lo que a ella pertenece, lleva este formidable sello: el Bautista precursor es decapitado, y su cabeza sirve de presente en una orgía para abrevar de sangre una horrible venganza; los apóstoles sufren el martirio en las diversas partes del mundo; y viene tras ellos una muchedumbre que nadie puede contar, de todas lenguas, tribus, naciones, condiciones, edades, sexos, que sufren los tormentos y la muerte por la fe, y lavan sus estolas en la sangre del Cordero. ¿Os desalientan las apostasías que estáis presenciando, los errores que pululan, el extravío de tantos que, o por interés, o por vergüenza, o por otras pasiones, niegan al Divino Maestro? Pero, ¿olvidáis, acaso, la traición de Judas y la negación de San Pedro?

Vemos, es cierto, muchedumbre de sectas separadas; vemos cuál se asestan contra la Iglesia los tiros del sofisma y de la calumnia; pero, ¿es esto otra cosa que una repetición de lo que ha sucedido en todos los siglos desde su fundación? En el primero brotan como inmundos insectos las inmorales herejías de Simón, Cerinto, Menandro, Ebión, Saturnino, Basílides y Nicolao. En el segundo aparecen los Gnósticos, Valentinianos, Orfitas, Archonticos, Cayanos, Helcésitas, Encratitas, Marcionistas, Montanistas y otros. En el tercero encontramos los sectarios de Praxeas, de Sabelio, de Paulo de Samosata, de Navato, de Manes; de suerte que, mientras la Iglesia tenía contra sí los potros, los caballetes, la cuchilla, las hogueras, y todo linaje de horrendos suplicios, veía salir de su propio seno hijos ingratos que le despedazaban las entrañas corrompiendo la pureza de la moral y del dogma, levantando cátedra contra cátedra, y propalando, cual doctrinas emanadas del cielo, los sueños de la ilusión, y de la impostura.

Y ¿qué diremos de los siglos siguientes? Se habla de la paz de Constantino, se ponderan las ventajas que de ella resultaron a la Iglesia; es cierto; pero no lo es menos que aquella paz fue a menudo interrumpida, con frecuencia muy amargada, y que el Divino Esposo no le dejó olvidar un momento que estaba en tierra de peregrinación, que era militante, y que no le era dado disfrutar aquí abajo de la calma y felicidad que le están reservadas para cuando la Jerusalén de este mundo esté absorbida en la celestial. En el mismo siglo en que la cruz se enarboló sobre el trono de los Césares, experimentó la Iglesia tantos sinsabores, que difícilmente se los causaran más dolorosos los rigores de la persecución. ¿Quién ignora la turbación y desastres acarreados por los cismas de los Donatistas, Melecianos y Luciferianos? Las Iglesias de África, de Egipto, de Asia, vieron erigido altar contra altar, divididos escandalosamente los fieles, hecha pedazos la túnica inconsútil de Jesucristo. Y ¿qué será si recordamos las muchas herejías que a la sazón se levantaran, y particularmente las de Arrio y Macedonio? Penosas son en nuestra época las tareas de aquellos a quienes puso el Espíritu Santo para regir la Iglesia de Dios; pero penosas eran también las de los obispos que formaban los concilios de Nicea y de Constantinopla. Y no faltaban también emperadores que afligían a la Iglesia, extralimitándose de sus facultades y entrometiéndose en los negocios puramente eclesiásticos, y había también un Juliano apóstata que se complacía en abatirla y humillarla, y había también escritores venenosos que derramaban por todas partes sus funestas doctrinas; y los apologistas de la religión se veían precisados a trabajar sin descanso, a multiplicarse, por decirlo así, para hacer frente a los muchos puntos que reclamaban el auxilio de su saber y de su elocuencia en defensa de la religión. San Atanasio, San Cirilo, San Basilio, los dos Gregorios, San Epifanio, San Ambrosio, San Agustín, San Jerónimo, San Juan Crisóstomo, y otras lumbreras de aquel siglo, recuerdan los empeñados combates que a la sazón sostuvo la verdad contra el error, supuesto que para alcanzar la inmortal victoria se empeñaron en la lucha tantos gigantes.

Sigue luego la irrupción de los bárbaros, y la Iglesia, lejos de disfrutar la época bonancible que parecía necesitar para su descanso, se encuentra entre la ferocidad de los invasores, los estragos que en ellos había hecho el arrianismo, el ciego y caviloso prurito de disputa de los emperadores de Oriente, y el espíritu de resistencia a la autoridad que se desenvuelve en diferentes herejías. ¡Cuántos concilios! ¡Cuántas decisiones de los Papas! ¡Cuántos escritos de varones eminentes por su santidad y sabiduría! ¡Cuántos vaivenes en los pueblos sometidos a la Iglesia! ¡Cuántas oscilaciones en la fe! ¿Dónde está esa calma que algunos echan de menos; ese predominio no disputado, esa envidiable bonanza en que se imaginan la barquilla de San Pedro, surcando un mar sosegado y tranquilo?

De esta suerte, y con varia, pero siempre agitada fortuna, se llegó al siglo X; en él no hubo herejías, pero en cambio había una profunda ignorancia, madre de la corrupción, que a su vez engendra también los más detestables errores: «aeternam timuere saecula noctem.» Tomaron cuerpo entonces las violencias de los príncipes salidos de la barbarie; entronizose el feudalismo, siguió la lucha de los pueblos contra los señores, y de éstos entre sí y con los reyes; brotando de ese caos nuevas herejías con un carácter más práctico, más invasor, más amenazador que las antiguas. No necesito recordarle a V., mi estimado amigo, los nombres de los que, ora con las armas, ora con la pluma, ora con la predicación, se desencadenaron contra la Iglesia; la historia de estos errores y contiendas es inseparable de la de Europa; sólo diré que la aparición del protestantismo, si bien fue una catástrofe de imponderables consecuencias, no fue, sin embargo, un hecho del todo nuevo, sino que tomó un carácter peculiar a causa de la época en que nació.

Grandes males tiene que llorar actualmente la Iglesia, pero mucho dudo que sean iguales a los del siglo decimosexto y siguiente: ni en errores, ni en desastres, parece que nada dejaban que desear al genio del mal. Por lo que toca al siglo pasado, está demasiado cerca de nosotros para que sea necesario mentarle siquiera; baste recordar que se abrió con las disputas y la terquedad del jansenismo, y se cerró dignamente con la Constitución del clero y las persecuciones de la Convención.

No me he propuesto hacer ni un ligero bosquejo de las contrariedades que en todos tiempos ha sufrido la Iglesia, para que pudiesen compararse con las que padece en el nuestro, y sí únicamente echar allá y acullá algunas plumadas, que al menos recordasen los principales acontecimientos que tan trabajosa y gloriosa a la vez nos presentan su historia. Con esto desearía que se consolasen los fieles que con excesiva aflicción contemplan los males de nuestra época, reflexionando que no es tan cierto como ellos quizás se imaginan, que éste sea el tiempo en que Dios ha permitido que campease con más audacia el poder del príncipe de las tinieblas. Al menos por mi parte abrigo sobre este particular fuertes dudas, que se ofrecerán a cualquiera que repase con atención los anales eclesiásticos.

Ateniéndonos a lo sucedido durante el siglo pasado y el presente, se me dirá que en Francia la fe ha perdido mucho, y se me recordará que lo propio acontece en Portugal, España e Italia; pero yo replicaré que también ha crecido en Irlanda, que ha ganado mucho en Inglaterra y Escocia; y, sin empeñarme en discusiones sobre la exactitud de la compensación, observaré que la Iglesia ha conquistado en nuestra época una ventaja inmensa, cual es, que entre los países más civilizados y cultos no hay ninguno donde se la mire con hostilidad perseguidora. Y no se me cite en contrario el ejemplo de Rusia, ni un extravío pasajero del gobierno de Prusia, ni las anomalías de otros países: la causa de la religión parece más bella cuando se enlaza con los recuerdos de nacionalidad de un pueblo desgraciado; y la Iglesia se presenta más hermosa y lozana, cuando tiene por perseguidores el raquitismo en política y la nulidad en filosofía.

Calculan algunos incrédulos la decadencia de la fe, por lo que observan en las personas de su trato; y, como éstas son a menudo de las mismas ideas, deducen que la incredulidad es el estado normal de los entendimientos. Acontece en este punto lo mismo que en los relativos a costumbres. El inmoral halla la inmoralidad en todas partes: no hay para él un hombre honrado, una mujer honesta, un magistrado íntegro, un comerciante de buena fe: la perfidia, la corrupción, el soborno, reinan en todas las almas: y, si bien reparáis en su manera de discurrir, sus propios vicios no son más que el resultado de la profunda convicción de que es enteramente imposible el ejercicio de la virtud. No le faltan, ni excelente índole, ni buenos deseos, ni la fuerza de ánimo necesaria para practicar el bien; pero ¿qué fruto sacaría de constituirse en única excepción sobre la tierra? Víctima de las malas artes y de las pasiones de sus semejantes, fuera un estéril holocausto ofrecido en las aras de la virtud, de esa diosa que de tan antiguo abandonó, para no volverlas a ver, las moradas sublunares. ¿No es verdad, mi estimado amigo, que así hablan los hombres inmorales, que tienen bastante conocimiento para reflexionar un poco sobre su estado, creando una especie de filosofía que les sirva de comodín contra los remordimientos de su conciencia? Aplique V. a la incredulidad lo que acabo de decir, y hallará una perfecta analogía. Habla el incrédulo con hombres que comparten sus errores: echan una ojeada sobre el estado de las creencias, y, como cada cual recuerda haberse hallado con otros de la misma opinión, cuando menos sus maestros o discípulos, llevan todos su contingente de incredulidad observada en distintos lugares, e infieren, sin vacilar, que la inducción es cumplida, que todos los votos están recogidos, que la fe no tiene un solo partidario, y está condenada irremisiblemente, desterrada para siempre del mundo. Fulano, dicen, aparenta creer, pero es hipocresía; Zutano lo finge por interés, Mengano por no contristar a una madre, a una esposa devotas; por lo demás, todos los hombres que piensan están acordes en este punto; el hecho es tan cierto, que se halla fuera de discusión.

Con esta seguridad he oído hablar, estos discursos he oído hacer; pero yo, que no podía olvidar lo que he visto con mis ojos; yo, que tampoco había descuidado observar y recoger hechos sobre la misma materia, no podía resignarme a abdicar mis opiniones y a suponer errados todos mis cálculos. Además, encontraba también otro motivo para no dar mucha importancia a las inducciones de mi adversario; sin apariencias de contradecirle, daba a la conversación un giro que indicarme pudiera las fuentes donde había bebido ese profundo conocimiento del mundo, el teatro donde había hecho sus observaciones sobre el estado actual de las creencias. Desde luego echaba de ver que de las personas y círculos a que se refería, aun cuando él no me lo hubiera dicho, a la legua hubiera yo sospechado que no abundaban de fe; si es que de antemano no me constaba lo mismo que él me estaba revelando. Hablábale entonces de otra sociedad, como suele decirse; de otras reuniones, de otros hombres; no tenía noticia de ellos, no estaban en su cuerda. Traía la conversación al movimiento religioso de este o de aquel país; pronunciaba el nombre de un autor distinguido en esta materia; recordábale un pasaje interesante de una obra escogida; a esta literatura no se había dedicado mucho; siquiera por amor propio, afectaba tener de esto algunos conocimientos, bien que con la modestia de no manifestarlos; pero yo, para mis adentros, infería que aquel hombre hablaba de lo que no sabía, que en sus cálculos deducía de lo particular lo universal, y que todo su aparato de observación sobre el estado de las creencias se reducía a noticias de que no carece ninguna persona entendida.

Ni la sociedad, mi estimado amigo, está toda en las capitales, ni las capitales se forman exclusivamente de un determinado número de reuniones, por más que éstas sean a menudo las más presumidas y pretenciosas; necesario es extender la vista algo más allá, cuando se quiere formar juicio sobre el estado de las creencias. No sucede con ellas lo que con el movimiento político o mercantil. Éstos se limitan a círculos por lo común muy estrechos; y, para juzgar de su situación y tendencias, basta regularmente colocarse en algunos de los centros en cuyo torno se verifican. En negocios de religión es muy de otra manera; sus ramificaciones son inmensas, sus raíces calan hasta las entrañas de la sociedad; la soberbia capital, como la miserable aldea, no se eximen de su influjo, y así es harto arriesgado el juzgar de ellos por lo que se ha notado en círculos reducidos.

Pero ya esta carta va tomando más ensanche del que conviene; y así, resumiendo mis ideas, diré que lo que V. llama tan acertadamente la filosofía del porvenir, es una de tantas quimeras como sueña el espíritu humano; que ningún problema resuelve, que nada nos dice sobre las altas cuestiones que se propone ventilar; que sus pronósticos no llevan camino de cumplirse, y que el catolicismo no presenta señales de muerte ni caducidad. Por lo tocante a las profundas mudanzas que en sentir de esos filósofos se han de verificar en la sociedad, convengo con ellos; pero no creo que sea de la manera que los mismos se figuran. No tengo dificultad en reconocer que estamos en una época de transición; pero me inclino a pensar que esta transición, lejos de ser característica de nuestra época, es, en cierto modo, general a toda la historia de la humanidad; porque es evidente que el género humano está pasando continuamente de un estado a otro. La perfectibilidad indefinida de que nos están hablando sin cesar los filósofos del porvenir, es también asunto sobre el cual abrigo yo mis dudas; así como sobre lo que dan por supuesto y enteramente incuestionable, de que la humanidad, aun aquí en la tierra, adelanta siempre hacia la perfección, haciendo sin cesar nuevas conquistas. El escepticismo filosófico de que, como le dije en una de mis anteriores, estoy algo tocado, hace que, al oír enunciar alguna proposición demasiado general, no me deje alucinar ni por la celebridad ni el tono magistral de quien la emite; y que, en uso de mi independencia, examine si el acreditado maestro podría haberse equivocado. Esto me ha sucedido con la transición actual, y con la marcha continua de las sociedades, y con las mudanzas que para lo venidero se nos pronostican; sobre todos estos puntos le diré mis opiniones en otra que pienso escribirle otro día. Ahora no puedo hacerlo, ya por no alargar demasiado la presente, ya porque «non tantum est otii». Queda de V. su afectísimo S. S. Q. B. S. M.

J. B.




ArribaAbajoCarta V

La sangre de los mártires.


Asiéntase el hecho histórico. Se propone una dificultad contra la fuerza de este argumento. Pasaje de Prudencio. Lo que puede el entusiasmo por una idea. Reflexiones sobre la exaltación de ánimo, según las causas de que procede y el objeto a que se dirige. La guerra. El duelo. El valor y la fortaleza. Régulo y Scévola. Los mártires. Situación horrible en que se encontraban. La persecución y el entusiasmo. Disípase un error muy dañoso. El perseguir una doctrina no es buen medio para propagarla. Pruebas tomadas de la filosofía y de la historia. Cotejo entre la propagación del cristianismo y la del protestantismo.

Ya veo, mi estimado amigo, que me ha de ser muy difícil realizar el pensamiento que en un principio me proponía de dar cierto orden a la discusión religiosa que íbamos entablando, encerrándola en un cauce del cual no pudiese salir, sin perjuicio de dirigirla por países amenos, y permitiéndole tortuosidades caprichosas, que le quitasen la apariencia de la regularidad escolástica, y diesen a la materia un aspecto agradable y entretenido. Inútiles son todos mis conatos para hacerle entrar a V. en este plan; pues, según parece, le gusta más el tratar puntos inconexos, divagando como abeja entre flores. Aun cuando conozco muy bien los inconvenientes de este sistema de conducta, y, si mal no me acuerdo, se los llevo ya indicados en una de mis anteriores, preciso se me hace el seguirle a V. por el camino que le place señalarme, para que no le venga a V. a la mente que trato de esquivar cuestiones delicadas, y que, envolviendo a mi contrincante en una nube de autoridades y, de raciocinios teológicos, me propongo ocultar puntos flacos, apartando de ellos el peligro de un ataque. Sin embargo, esta necesidad fuera para mí más desconsoladora, si V. no se sirviese advertirme que «no carece del conocimiento de las mejores obras que se han escrito en defensa de la religión, y que, reservándose estudiarlas para cuando haya más tiempo y paciencia, sólo intenta en la actualidad aclarar, por vía de recreo y esparcimiento, algunos puntos difíciles, como quien quita la broza que impide la entrada a un camino anchuroso».

A decir verdad, no me desagrada que V. haya traído la discusión sobre el punto de la sangre de los mártires, pues es asunto sobre el cual hay mucho que decir, y en el que tarde o temprano hubiéramos tenido que entrar, si la controversia hubiese seguido el curso que yo deseaba. Esta sangre es, a no dudarlo, uno de los argumentos más firmes en apoyo de la verdad de nuestra santa religión, y así, al examinar las razones que los cristianos podemos alegar en defensa de nuestra fe, o, como suele decirse, los motivos de credibilidad, tampoco hubiera yo olvidado el presentarle a V. ese prodigio, en que personas de todas las edades, sexos y condiciones mueren con heroica fortaleza, por no profanarse ni con un solo acto que no estuviese conforme con la fe del Crucificado.

Pero, antes de hablar yo, quiero que hable V.; y así, para no confundir las ideas, y con la mira de que ni uno ni otro olvidemos el verdadero estado de la cuestión, y de que, por consiguiente, la respuesta pueda ser más cabal y ajustada, reproduciré lo que me dice V. en su apreciada. «Respeto como el que más la fortaleza de ánimo dondequiera que la encuentro, y confieso ingenuamente que el heroísmo del sufrimiento es a mis ojos mucho más sublime que el heroísmo del combate. Con esto le ahorraré a V. no poco trabajo, pues que así conocerá desde luego que no tiene necesidad de fatigarse en ponderarme ni el número de los mártires, ni sus atroces tormentos, ni su invicta constancia, ni tampoco en excitar mi entusiasmo, poniéndome delante de los ojos, caducos ancianos, débiles mujeres, tiernos niños, marchando impávidos a morir por su fe. Dudo mucho que en esta parte me exceda V. en sentimientos de respeto y admiración, así como no tiene V. que recelar que mi escepticismo llegue hasta levantar dudas sobre la inmensa muchedumbre de dichos mártires; no me agrada aguzar mi ingenio para combatir hechos de tan probada verdad. Mis impotentes negaciones no borrarían por cierto las páginas de la historia. Pero, dejando aparte y confesando expresamente la verdad del hecho, no puedo convenir en que puedan sacarse de él las consecuencias que Vds., los cristianos, pretenden; porque es bien sabido que el entusiasmo por una idea puede producir semejantes efectos; y en cuanto a la propagación de las creencias cristianas que resultó de la persecución, bien sabe usted que el secreto de prosperar una causa es el hallarse contrariada, combatida; el poderse presentar sus defensores con honrosas cicatrices que acrediten profundas convicciones e invicta constancia el sustentarlas.» No he querido cercenarle a V. ninguna parte de su argumento, ni escatimarle en lo más mínimo el valor de la dificultad; pero también, me ha de permitir V. que me extienda en la solución de la misma, cual reclama la importancia de la materia.

Ante todo, acepto de buena gana la confesión de que el número de nuestros mártires es asombroso, no siéndolo menos las circunstancias de su martirio, ora se atienda a los tormentos, ora a las personas que los sufren. Y cuando la acepto con gusto, es solamente por la complacencia que me causa el ver que V. no trata de empeñarse en combatir hechos de tan probada verdad; pero no porque sea ésta una confesión a que yo no pudiese obligar a mi adversario: para lograr mi objeto no hubiera debido hacer más que abrir las páginas de la historia; y, como observa V. muy bien, esas páginas no se borran con impotentes negaciones. Las actas de los mártires no son devotas leyendas, inventadas para nutrir la piedad de los fieles; son documentos que han pasado por el crisol de la crítica más severa. Ruinart, Mabillón, Natal Alejandro, Fleuri, Tillemón, Papebroche, Holstenio, y otros críticos por cierto nada sospechosos de excesiva credulidad, y cuya inmensa erudición y refinado discernimiento les aseguran completa competencia, hubieran venido en mi ayuda, si V. no hubiese tenido la prudente precaución de abstenerse de una contienda, en la que no hubiera llevado ventaja, a pesar de toda la brillantez de su talento; ¿qué valen los raciocinios contra hechos más claros que la luz del día? Sólo la ciudad de Roma es un argumento irrefragable en confirmación de la inmensa muchedumbre de los mártires. Se ha dicho que los subterráneos de la ciudad eterna eran un gran sepulcro: ¡digna peana de la cátedra de San Pedro! «Vimos en la ciudad de Rómulo, decía Prudencio, innumerables cenizas de santos: si preguntas, oh Valeriano, por las descripciones de los túmulos y los nombres de las víctimas, difícil se hace el responderte; ¡tan grande es el número de los justos sacrificados por el furor impío de Roma idólatra! Hay en muchos sepulcros algunas letras que nos indican el nombre del mártir o contienen breve alabanza; pero hay mármoles mudos que encierran silenciosa muchedumbre y que sólo significan el número. ¡Cuántos cúmulos de cadáveres sin ningún nombre! Acuérdome que en solo un lugar vi las reliquias de sesenta, cuyos nombres sólo conoce Cristo.»


    Innumeros cineres sanctorum Romula in urbe
Vidimus, o Christo Valeriane sacer:
Incisos tumulis titulos, et singula quaeris
Nomina? Difficile est, ut replicare queam,
Tantos iustorum populos furor impius hausit
Quum coleret patrios Troya Roma Deos,
Plurima litterulis signata sepulcra loquuntur
Martyris aut nomen, aut epigramma aliquod,
Sunt et muta tamen tacitas claudentia turbas
Marmora, quae solum significat numerum,
Quanta virum iaceant congestis corpora acervis
Nosse licet, quorum nomina nulla legas,
Sexaginta illic defossas mole sub una
Reliquias memini me didicisse hominum,
Quorum solus habet comperca vocabula Christus.

Así hablaba en el siglo cuarto este insigne español; por donde se echa de ver que, ya en aquellos tiempos, causaban los subterráneos de Roma la profunda y religiosa admiración que producen en los viajeros de nuestra época. Diez persecuciones cuenta la Iglesia bajo los emperadores gentiles, que son las de Nerón, Domiciano, Trajano, Antonio Vero, Severo, Maximino, Decio, Valeriano, Aureliano y Diocleciano; en todas se cometieron horrendas atrocidades: y es necesario tener en cuenta que no se limitaba la persecución a pocos puntos, sino que se extendía por todo el ámbito del imperio. Espanto causa el leer en los autores contemporáneos las tremendas escenas que ofrecía a cada paso la crueldad de los perseguidores luchando con la firmeza de los mártires: jamás religión alguna se vio sometida a tan dura prueba: jamás se mostró con más evidencia la humanidad elevada a una altura inmensamente superior a sus fuerzas.

El entusiasmo por una idea dice V. que puede producir semejantes efectos; esta dificultad exige una respuesta detenida. No negamos nosotros que puedan venir casos en que una persona se exalte de tal suerte por una idea, afecto, o interés, que sea capaz de sacrificar su existencia: los ejemplos no fueran difíciles de encontrar en la historia de los tiempos pasados, y no faltan tampoco en los nuestros. Pero no se trata aquí de saber hasta dónde pueden llegar la fuerza y energía moral de este o aquel individuo, vivamente poseído de un objeto; no se intenta disputar la posibilidad de dar gustoso la vida por él, y hasta de sufrir atroces tormentos: la fuerza de nuestro argumento no consiste en semejantes aserciones, desmentidas por la razón y la historia; lo que decimos nosotros es que, atendida la humana flaqueza, no es posible sin particularísima asistencia del cielo que por espacio de tres siglos, en todos los puntos del orbe conocido, se hayan encontrado en tan asombroso número personas de todas edades, sexos y condiciones, que hayan perdido alegres su hacienda, su honor a los ojos del mundo, y acabado finalmente su vida entre los tormentos más crueles, sólo por no querer abandonar la fe del Crucificado; esto decimos, y a quien nos contradiga, le exigiremos que nos muestre en los fastos de la humanidad un ejemplo semejante: no contentándonos con este o aquel ejemplo aislado, le pediremos que nos lo presente a millares de millares como podemos presentarlos nosotros; y, seguros de que no le ha de ser posible, creeremos estar en nuestro derecho cuando afirmemos que nuestra religión tiene un carácter de que están destituidas las otras.

Me dice V. «que todo país ha tenido sus mártires, pues mártires pueden apellidarse los que mueren por la independencia de su patria, sacrificando generosamente su existencia a la felicidad de sus compatricios; y que, sin embargo, no se ha creído nunca que para semejantes actos fuese necesaria una gracia especial del cielo». Esta observación, mi estimado amigo, me hace sospechar que V. no ha meditado mucho sobre el corazón humano en sus relaciones con los sacrificios, pues que de tal manera confunde las ideas, y no distingue cuáles son los que se nos hacen más costosos. ¿No ha pensado V. nunca en lo que va de valor a fortaleza, en la inmensa distancia que media entre acometer con denuedo un peligro o esperarle con calma, entre arrostrar un riesgo pasajero y tolerar resignadamente una larga cadena de trabajos y tormentos? Los hombres capaces de lo primero son en número muy crecido, pero son muy contados los que alcanzan a lo segundo. La razón lo convence; la historia y la experiencia lo atestiguan.

Es bien sabido que uno de los principales resortes que hacen mover al hombre, cuando obra en el orden puramente natural, son las pasiones; sin ellas, el corazón está frío; la razón combina, pero el brazo no ejecuta. Y, cuando de pasiones hablo, no me refiero tan sólo a inclinaciones malas, ni a movimientos del ánimo hasta tal punto exaltado, que pierda de vista los principios de la sana razón y los consejos de la prudencia. Bajo el nombre de pasiones, comprendo también todos los sentimientos legítimos y generosos, todas las afecciones del alma, aun las más tranquilas y templadas, con tal que no petenezcan al orden de la pura razón, y a los actos de voluntad que sólo dimanan de aquélla; comprendo todos los impulsos espontáneos que nos llevan a un objeto como instintivamente, prescindiendo de la dirección del entendimiento: en una palabra, y para expresarme en lenguaje menos exacto, pero más llano y quizás más acomodado al común de los espíritus, por pasiones entiendo todo lo que suele llamarse movimientos del corazón.

Sabemos por la experiencia propia y la ajena que, cuando estos movimientos existen, nos hallamos más dispuestos a obrar en el sentido en que ellos nos impulsan, y que, cuando faltan, por más profundas que sean nuestras convicciones, y firme y decidida la voluntad, estamos tocados de una debilidad, de una indolencia, que necesitamos hacer grande esfuerzo para vencerlas, si la acción de que se trata se opone en algo a nuestras inclinaciones naturales. Supónganse dos hombres igualmente persuadidos del mérito de la beneficencia, en igualdad de medios para ejercerla, en idéntica oportunidad para practicarla; pero de tal suerte, que el uno esté dotado de un corazón compasivo y bondadoso, mientras el otro lo tenga naturalmente frío. La parte superior del alma, es decir, la razón y la voluntad, se hallan en el mismo estado en el primero que en el segundo; y, sin embargo, ¿quién no ve que para aquél será un verdadero placer el desprendimiento con que socorra el infortunio de sus hermanos, y que para éste será un sacrificio? El uno tendrá una pasión, sentimiento, movimiento del corazón, o llámese como se quiera, que le impulsa a la beneficencia; padecerá, si no hace bien; la miseria del prójimo se le ha comunicado en cierto modo, porque, dejando intacta su fortuna y su salud, le hace compartir el sufrimiento del desgraciado: cuando le dispense el auxilio, experimentará un desahogo, recobrará el bienestar perdido, renacerá en su alma la tranquilidad, disipándose la angustia; percibirá la dulce satisfacción de haber cumplido un deber, que sentía como una necesidad, en el fondo de su alma. Nada de esto se verificará en el hombre de corazón frío, por más recta que sea su razón, por más ajustada que a ella conserve la voluntad. Si socorre al infeliz, será obrando conforme le dicta su conciencia; pero, obedeciendo los preceptos de ésta, no sentirá aquella expansión, aquella ternura que inunda de gozo y de placer un corazón compasivo; antes al contrario, se verá precisado a luchar con la dificultad que, más o menos, siempre trae consigo el desprendernos de lo propio para darlo a los otros.

Este ejemplo hace sensible y, por decirlo así, palpable, la poderosa influencia que sobre nuestros actos ejercen las inclinaciones del corazón. De esto inferiré que, cuando nos encontramos en situaciones en que una pasión cualquiera está vivamente desarrollada y activa, no es extraño que, preponderando sobre las demás, y hasta sobre el instinto natural de la propia conservación, llegue al punto de hacernos acometer arduas empresas, y arrostrar los mayores peligros. Así, un militar en el campo de batalla, a la vista de sus compañeros de armas testigos de su valor o de su cobardía, enardecido con el aparato guerrero, con el son de las músicas marciales, de los tambores y clarines, sediento de venganza contra un enemigo que está diezmando a sus inmediaciones a sus amigos y compañeros, no debe parecer tan extraño que con denodado ímpetu se arroje a la muerte gloriosa; mayormente, conservando como conserva siempre alguna esperanza de evitarla, y conquistando con su valor el aprecio y la admiración de cuantos le contemplan. Entonces vemos desplegados, el amor de la patria, el de la gloria, la ambición halagada con el premio, obrando todos a la vez sobre un ánimo exaltado por lo crítico de las circunstancias, por la presencia de un riesgo inminente, estando, además, el cuerpo en la disposición más favorable para mantener en viva actividad y efervescencia las pasiones, con la agitación y el calor de la refriega. En casos semejantes, hay una verdadera lucha de inclinaciones contra inclinaciones; y natural es que prevalezcan aquellas que, estando más en harmonía con la situación, son más a propósito para ponerse en vivo movimiento, influir sobre la voluntad, sofocar las demás que tiendan a parar o moderar el impulso.

Estas observaciones manifiestan cómo se verifica que muchos hombres desprecien la vida en defensa de una causa, y no porque deba entenderse que para llegar a este punto sea preciso que el ánimo se encuentre en la exaltación que acabo de describir; pueden venir circunstancias en que, sin hacerse tan sensible el fenómeno, se verifique de una manera más o menos semejante. Así, un joven que se halla empeñado en uno de los lances que se apellidan de honor, no está en el mismo caso de un militar en el campo de batalla; sin embargo, y por más que en apariencia la situación se muestre muy distinta, no lo es tanto en la realidad si la examinamos en sus relaciones con las causas que impelen al desprecio de la vida. Una preocupación funestísima, pero que por esto no deja de estar arraigada en muchos espíritus, le hace creer que, si no acepta el duelo que se le ofrece, o si él a su vez no desafía a su adversario, según es la ofensa recibida, se cubre de ignominia y baldón, y no podrá presentarse a la sociedad sin la nota deshonrosa de cobarde. En el hombre constituido en esta alternativa, no vemos ciertamente tan de bulto los motivos que le impulsan a arrostrar el peligro, como los hemos visto en el soldado; no se nos muestra tan patente la agitación del ánimo fluctuante entre el temor y la esperanza, entre el amor de la vida y el del honor; pero no deja por esto de existir la lucha, y tan viva quizás como existir puede en el campo de batalla. Por más vanidad que entre muchas veces en el sentido de la palabra honor, no puede negarse que ejerce sobre nuestro ánimo una influencia tan viva, tan mágica, que ni la salud ni la fortuna producen en nuestro espíritu un efecto tan fuerte e instantáneo. Dejando aparte el examen de las causas, consigno aquí el hecho, para manifestar que en el caso supuesto hay también una verdadera exaltación de ánimo, una pasión fuerte que sojuzga las demás, sometiéndolas a un tiránico imperio, y arrastrando el corazón dominado, hasta el deplorable extremo de poner la vida como cosa liviana.

Creo, mi estimado amigo, que las observaciones que acabo de emitir son bastantes para que se distinga el valor de la fortaleza, y para que resalte cuán diversas cosas son el acometer intrépido un peligro, por inminente que se ofrezca, y el sufrir con inalterable calma los mayores tormentos, marchando sereno a una muerte segura, inevitable, erizada de los padecimientos más atroces. En el primer caso, vemos unas pasiones contra otras, vemos el ánimo sostenido por mil motivos que le impulsan, y que, al mismo tiempo, le distraen de lo que pudiera apartarle de dar cima a la empresa. Padecimientos, o no los hay, o son muy breves, o compensados con alternativas o esperanzas de recreo, de placeres, de gloria. En el segundo, vemos la razón y la voluntad luchando con todas las pasiones, vemos al hombre superior en oposición con el hombre inferior: aquél, pertrechado con la idea del deber, con la esperanza de un grande objeto; éste, con todos los atractivos, todas las amenazas, todos los temores, todas las vicisitudes que se agitan en esa región tempestuosa que, no sabiendo cómo apellidarla, le damos el nombre de corazón.

No intento decir con esto que no pueda hallarse, en el orden puramente natural, un desprendimiento asombroso, ni que en todos los actos que denominamos heroicos deba suponerse una gracia sobrenatural; semejante asistencia no la tuvieron ciertamente los gentiles, ni tantos otros héroes pertenecientes a falsas sectas; sin embargo, encontramos en ellos rasgos sorprendentes que nos entusiasman y admiran. Régulo volviendo a Cartago después de haber dado un consejo que le había de costar la vida, Scévola con la mano en el brasero, y otros rasgos que nos ofrece la historia antigua, son, en verdad, indicios evidentes de lo que puede ejecutar el hombre abandonado a sus fuerzas naturales; pero no destruyen el argumento que nosotros sacamos de nuestros mártires. Los héroes de que estamos hablando, son muy contados; los nuestros son innumerables; los héroes eran, por lo común, hombres formados, endurecidos con los trabajos de la guerra, agrandado su espíritu con la intervención en los negocios públicos, ávidos de gloria, colocados en circunstancias críticas, en que el peligro de la patria daba vuelo a su entusiasmo y energía a su denuedo; entre los mártires se ven ancianos, mujeres, niños, hombres de las condiciones más humildes, que no habían ocupado jamás puestos distinguidos, y que, por tanto, no habían podido adquirir aquel fiero orgullo que, siendo una de las pasiones más poderosas de nuestro corazón, nos comunica a veces una firmeza de que sin él no fuéramos capaces.

Para formarnos idea del mérito de los mártires, acerquémonos a uno de aquellos ilustres presos, tan desgraciados a los ojos del mundo, tan felices en Jesucristo. Su nombre no se sabe, su categoría es obscura; ¿por qué se halla detenido? Porque cree que un Hombre que murió ajusticiado en la Palestina, es Hijo de Dios, y verdadero Dios, que tomó nuestra naturaleza para satisfacer por nuestras deudas a la justicia del Eterno Padre. ¿Qué vemos en su alrededor? El desprecio, o la compasión, o el odio de cuantos le contemplan; unos le miran como insensato, otros le califican de fanático, éstos le apellidan iluso, aquéllos le achacan los más feos crímenes. Ni un rayo de gloria mundana, ni un consuelo sobre la tierra. No busquéis en su situación nada que pueda confortarle, haciendo que su naturaleza obre por reacción contra los males que le abruman. Todas sus pasiones se hallan amortiguadas con el abatimiento y postración a que está reducido el cuerpo; y, si el orgullo quisiese levantar su frente, nada ve en torno de sí que pueda halagarle ni sostenerle. ¿Qué semejanza se encuentra entre el héroe de la religión y los héroes del mundo?

Se me dirá que la esperanza de una vida mejor les hacía llevaderos los padecimientos y agradable la muerte, es cierto, y esto no lo negamos los cristianos; pero cabalmente en la misma resolución de sacrificar a lo futuro todo lo presente, de sobreponerse a todas las inclinaciones naturales, de menospreciar todo cuanto les rodeaba y hasta su propia existencia; en esta resolución, repito, se descubre la acción sobrenatural de la gracia divina; pues que a tanto no alcanza la flaqueza humana abandonada a sus propias fuerzas. Ya en otra de mis anteriores hice notar que el hombre propende por la naturaleza a dejarse llevar de las impresiones del momento, y que todo lo que mira en lontananza, sea bien o mal, tiene para él escaso interés. Esto lo estamos palpando por desgracia en buena parte de los cristianos, que, creyendo las terribles verdades de nuestra Religión, viven tan olvidados de ellas, cual hacerlo pudieran los gentiles. Por esta causa, al ver que un número tan asombroso de personas de todas edades, sexos y condiciones se hace superior a esta debilidad de nuestra naturaleza, contrariando sus inclinaciones con decisión tan heroica, es preciso reconocer que hay aquí algo que se levanta sobre la región natural, algo en que el Omnipotente se complace en manifestar de cuánto es capaz lo débil, cuando su brazo todopoderoso se propone hacerlo fuerte.

No sé, mi estimado amigo, si estas reflexiones le habrán convencido a V. plenamente; pero, atendido su buen juicio, me atrevo a esperar que sí. No puedo persuadirme de que su claro entendimiento no vea la inmensa diferencia que va de nuestros mártires a los héroes del mundo, sean del orden que fueren; V. no ignora la historia; recapacite cuanto ha leído, y no encontrará nada que a tamaño prodigio sea comparable. ¿Qué causas naturales puede V. imaginar para explicarle? ¿El entusiasmo? Pero un sentimiento tan pasajero, ¿cómo es dable que se sostenga por espacio de tres siglos?, ¿cómo puede propagarse por todo el mundo conocido? ¿La gloria humana? Pero tantos que perecían sin dejar siquiera su nombre, ¿cómo podrá decirse que muriesen por la gloria? ¿Y qué clase de gloria será ésta que así atrae al fogoso joven como al caduco anciano, a la matrona como a la doncella, al adulto como al niño, al sabio como al ignorante, al rico como al pobre, al magnate como al mendigo? Pongámonos de buena fe, y será preciso reconocer que, por más poderoso que sea sobre nuestro corazón el ascendiente de gloria, no alcanzó jamás a producir un efecto tan grande, tan universal, en situaciones y personas tan diferentes; pongámonos de buena fe, y descubriremos aquí el dedo de Dios.

Si los cristianos hubiesen sido pocos, y habitado todos en países muy vecinos, viviendo sujetos a las mismas influencias y durando su religión muy corto tiempo, entonces no fuera tan contrario a razón el decir que se introdujo entre ellos cierta exaltación del ánimo, y que se fue comunicando de unos a otros. Pero, ¡por todo el mundo y por espacio de tres siglos, y siempre la misma constancia! Reflexione V., mi estimado amigo, sobre esta última observación, que ella sola basta para disipar todas las dificultades.

Paso ahora al otro punto indicado en la apreciada de V., relativo a la fuerza que puede tener el argumento fundado en la rápida propagación del cristianismo, a pesar de la horrible persecución a que por tanto tiempo estuvo sujeto. Dice V. que ya es cosa sabida que el mejor medio de hacer prosperar una causa y difundir una doctrina, es emplear contra ellas la violencia; pues, desde el momento que sus defensores llevan en sus frentes la aureola del martirio, excitan la admiración y entusiasmo en cuantos los contemplan, y arrastran un mayor número de prosélitos. Más de una vez he meditado sobre esto que V. y otros afirman sobre la fuerza propagadora entrañada por la persecución; y confieso ingenuamente que, ora haya escuchado los dictámenes de la filosofía, ora me haya atenido a las lecciones de la historia, jamás he podido persuadirme de que fuese un buen medio de apoyar una causa el perseguirla a sangre y fuego.

En esta parte hay mucha confusión de ideas y de hechos, que es necesario aclarar. Para lograrlo propondré separadamente algunas cuestiones de cuya resolución depende el formar acertado juicio sobre la principal que se examina. ¿Es verdad que la vista de la persecución excite entusiasmo o interés en favor del perseguido? A esta pregunta no se puede responder sin distinguir. O el perseguido es considerado como inocente, o como culpable: en el primer caso, sí; en el segundo, no. Lo más que podrá inspirar será compasión; pero ésta nada tiene que ver con el entusiasmo ni el interés de que se trata. En lo que acabo de asentar no cabe duda, y de ello se infiere que, cuando se afirma en general que la persecución honra, que ilustra, que excita simpatías, se dice una verdad si se habla del que es mirado como inocente, y sólo con respecto a los que le consideran como tal; sólo a los ojos de éstos es un verdadero perseguido; a los de los otros, no tiene propiamente este carácter; no es una víctima de la persecución, sino un objeto de la vindicta pública. Resulta de lo dicho que, si en un país se suscita una persecución contra una causa o una doctrina, si éstas son consideradas como justas y santas, los que por ellas sufran serán respetados y admirados; pero, si son reputadas falsas, injustas, contrarias al bien común, entonces el castigo de los criminales, lejos de excitar semejante admiración y respeto, inspirará a lo más sentimientos de estéril compasión en favor de los que se supongan ilusos, o, como suele decirse, engañados de buena fe.

No se hallaban por cierto los mártires cristianos en situación favorable, en ninguno de los sentidos que acabo de indicar. Profesando una religión diametralmente opuesta a todas las recibidas en la generalidad de los pueblos, predicando que el culto tributado a los dioses reinantes no era más que criminal idolatría, apartándose de las diversiones de los gentiles como de abominaciones nefandas, eran mirados con aversión, con odio, con execración, se los abrumaba de calumnias, se los consideraba como enemigos del resto de los hombres, como perturbadores de la sociedad; y, para hacerles apurar las heces del cáliz, se les achacaba que en la celebración de sus misterios cometían horrendos crímenes. Nadie ignora el frenesí con que se pedía la sangre de los confesores de Jesucristo: los cristianos a las fieras, los enemigos al fuego: éste era el grito que se levantaba por todos los ángulos del mundo. Cubiertos de insultos, de befa y de escarnio, mientras expiraban entre los tormentos más atroces, teníase a gran dicha si en las tinieblas podían salir de sus lóbregas moradas algunos hermanos que diesen sepultura al mutilado cadáver entregado por pasto a los brutos carniceros. Ahora, al contemplarlos sobre los altares, al oír que se les entonan himnos de alabanza, al saber que ciñen en el cielo la inmarcesible corona cuyos resplandores se reflejan en los cultos que se les tributan en la tierra, cuéstanos trabajo el concebir todo el horror de la situación en que se hallaban, en los formidables trances de sus tormentos y muerte. No, no veían en torno de sí ese respeto, esa admiración que nosotros ahora les ofrecemos; veían, sí, el odio, el insulto, la calumnia, y lo que quizás es más doloroso para el corazón humano, la burla y el desprecio. Sólo Dios era su consuelo; sólo Dios era su esperanza; sólo Dios era su sostén en aquellos terribles momentos en que, luchando con el mundo y consigo mismos, arrostraban impávidos la muerte por confesar la fe del Crucificado. No bastan para semejantes prodigios las causas naturales, no bastan los esfuerzos de la débil humanidad; a quien no se contente con semejantes razones, le opondremos el famoso dilema: o estaban sostenidos milagrosamente por el cielo, o no lo estaban; si lo primero, entonces os halláis de acuerdo con nosotros; si lo segundo, os diremos que éste es el mayor de los milagros, el hacer sin milagro cosas tan milagrosas.

Inferiremos de esto que la constancia de los mártires no pudo estar sostenida por el placer de excitar admiración y entusiasmo; y así viene al suelo lo que pudiera decirse: que los honores de la persecución, ilustrando a las víctimas, contribuían a destruir el objeto que se proponía el perseguidor.

¿Es cierto que el perseguir una doctrina sea buen medio para propagarla? La pregunta parece ya algo extraña, a primera vista; sin embargo, esto es lo que a cada paso se sustenta, contradiciendo abiertamente la filosofía y la historia. Si se afirmase que la verdad se abre paso al través de la persecución, el aserto sería muy diferente; pero pretender que la persecución misma haya de ser un vehículo, es un absurdo; a no suponer que de este vehículo se sirva para sus altos fines la infinita sabiduría del Todopoderoso.

El hombre ama naturalmente el bienestar, tiene un fuerte apego a la vida, un grande horror a la muerte; luego los tormentos y el patíbulo son poderosos resortes para apartarle de una causa que le exponga al riesgo de sufrirlos. «Me habla V., mi estimado amigo, de «la belleza del sufrimiento, de la brillante aureola que circunda las sienes de la víctima que marcha serena a ofrecerse en holocausto»; todo esto es verdad; pero temo mucho que no sea muy a propósito para influir sobre la generalidad de los hombres; temo mucho que en la práctica no se ha de presentar la cosa tan encantadora y atractiva como se nos muestra en los libros. Y no me eche V. en cara que tenga el corazón poco sensible, que no comprendo toda la sublimidad de las acciones heroicas; la siento y la comprendo muy bien; pero, tratándose de examinar la realidad, y no las ficciones, se me hace preciso atenerme a lo que estoy viendo en las páginas de la historia y me están enseñando las lecciones de la experiencia. ¿Cuántos son los hombres generosos que sacrifican su bienestar, su fortuna y su vida, por la causa de la verdad y de la justicia? Son ahora, y fueron en todos tiempos, muy pocos; y la misma admiración que nos inspiran es una prueba evidente de que tan heroica fortaleza no es el patrimonio común de la humanidad. ¿Quiere V. partidarios? Distribuya honores, prodigue riquezas, abreve de placeres; que, si no tiene otra cosa que palmas de martirio, bien pronto se quedará V. con pocos rivales que le disputen la aureola de una vida de padecimientos y de una muerte afrentosa.

A decir verdad, no creía yo que debiese hallarme en la precisión de recordarle a V. estas verdades, que, por tristes, no dejan de ser verdades; imaginábame que, siendo V. escéptico, debía de ser algo más positivo; y que, viviendo en época de vicisitudes habría aprendido a conocer mejor a los hombres, y a formarse ideas más exactas sobre las inclinaciones de nuestro corazón.

El buen sentido de la humanidad ha rechazado en todos tiempos esa invención filosófica de las ventajas de la persecución: los tiranos se han engañado algunas veces abusando desmedidamente del hierro y del fuego; pero en medio de sus excesos andaban guiados de una idea verdadera, cual es, que, para destruir una causa o sofocar una doctrina, es un excelente medio el erizarlas de peligros y de males para cuantos intenten seguirlas. Yo ando buscando en la historia los buenos efectos de la persecución en pro de la causa perseguida, y no los encuentro. Hallo una excepción en el cristianismo; pero esto mismo me lleva a pensar que la causa de la excepción está en la omnipotencia de Dios. El apedreamiento de San Esteban inauguró una era de triunfos, abriendo el glorioso catálogo de los mártires cristianos; pero la cicuta de Sócrates no veo que les inspirase a los filósofos el deseo de morir: la prudencia ganó mucho terreno: Platón, al anunciar ciertas verdades delicadas, cuida de encubrirlas con cien velos.

Pasando a tiempos posteriores, observo el mismo fenómeno; así, por ejemplo, la secta de los Priscilianistas, contra la cual se desplegó mucho rigor, veo que se encontró atajada en sus progresos hasta extinguirse casi del todo. Una de las religiones que más extensión han alcanzado, fue sin duda la de Mahoma; y por cierto que sus progresos no se debieron a la persecución, sino a las armas con que arrolló a sus adversarios, y a los halagos con que arrastró gran número de prosélitos. Cuando las guerras religiosas del mediodía de Francia, en tiempo de los Albigenses, tampoco veo que estos sectarios medrasen con la contrariedad; muy al revés, fuéronse disminuyendo cada día, hasta llegar a un estado de postración y casi aniquilamiento.

Me dirá V. que el protestantismo cundió y se arraigó a pesar de todos los contratiempos que tuvo que sufrir; y que, así como la llamada reforma se extendió a pesar de las persecuciones, no es extraño que aconteciese lo propio con respecto al cristianismo. Yo no sé dónde han encontrado ustedes estas tremendas contrariedades y persecuciones sufridas por la malhadada reforma; no parece sino que estamos hablando de las épocas de los jeroglíficos, pues que de tal manera se trastornan los hechos, y se hacen comparaciones absurdas.

Echemos una ojeada sobre la historia de los primeros tiempos del protestantismo, y veremos que estuvo muy distante de deber sus progresos a las ponderadas persecuciones. En Alemania, desde el momento de su aparición, contó de su parte muchos y muy poderosos sostenedores: entre ellos algunos príncipes que lo manifestaron abiertamente, ora protegiendo por varios medios la difusión y arraigo de las nuevas doctrinas, ora apelando a las armas, cuando creyeron llegado el caso de emplear la violencia. Lo que en Alemania, aconteció a poca diferencia en los demás países del continente, más o menos infestados por el protestantismo; sin exceptuar a Francia, donde es bien sabido que, a más de los patronos que encontró en las clases elevadas, pudo contar, durante mucho tiempo, con uno que valía por todos: Enrique IV. No es menester recordar la historia de Enrique VIII de Inglaterra: nadie ignora de cuáles medios echó mano este violento monarca para propagar y arraigar el cisma a que le lanzara su ciega pasión; y el sistema de este perseguidor continuó en los reinados siguientes, con igual, si no mayor, recrudescencia.

A poco de haber nacido, el protestantismo ya tenía en su favor grandes ejércitos, poderosos príncipes, naciones enteras; ¿qué punto de comparación hay entre la propagación de la llamada reforma y la de la Religión cristiana? Si no le faltaron algunos que se sacrificaron por ella, recuerde que en esto no sucedió sino lo mismo que se verifica en todas las causas civiles: siempre de uno y otro lado se ven fogosos partidarios que, o mueren peleando en el campo de batalla, o tienen bastante aliento para arrostrar los cadalsos.

Figurémonos que por espacio de tres siglos hubiese debido luchar con las horribles persecuciones de que fue víctima el cristianismo: ¿dónde estaría actualmente? ¿Queréis saberlo? Observad lo acontecido en los países donde se le reprimió con mano fuerte. En Francia tuvo diferentes alternativas de indulgencia y de rigor; pero tan pronto como se emplearon contra él las medidas severas con alguna perseverancia, fue debilitándose, casi hasta llegar a desaparecer. ¿A qué estaba reducido algún tiempo después de la revocación del Edicto de Nantes? Jamás ha podido reponerse de los golpes que le descargó Luis XIV; siendo de notar que aun en la actualidad, después de tantos años de tolerancia, es todavía muy insignificante. En aquel país, la inmensa mayoría está dividida entre el catolicismo y la incredulidad.

Lo sucedido en España puede darnos una idea de la fortaleza del protestantismo para hacer frente a la persecución. Sabido es que a mediados del siglo XVI había alcanzado bastantes prosélitos, siendo tanto más peligrosos, cuanto pertenecían a categorías distinguidas. La Inquisición, sostenida y alentada por Felipe II, desplegó contra los sectarios el rigor que nadie ignora: al cabo de poco, ya no se hablaba de partidarios de las nuevas doctrinas. ¿Era ésta la conducta de los primeros cristianos? ¿Abandonaban tan fácilmente el terreno donde habían logrado hacer algunas conquistas? Dígalo el mundo entero, dígalo especialmente esta misma España, regada y fecundada con la sangre de tantos mártires. Nada vale el alegrar el rigor de la Inquisición; este rigor no podía, por cierto, compararse con el empleado por los procónsules del imperio; por más horribles que se quieran pintar las penas aplicadas a los herejes, no se las encontrará semejantes a las que sufriera San Vicente.

Lo que se ha dicho de España, puede decirse de Portugal y de Italia, por manera que el protestantismo no llegó a conservarse en ninguno de los países en que se vio precisado a arrostrar una contrariedad sostenida. Donde se trató seriamente de extirparle, fue extirpado; presentando un contraste notable con el catolicismo, que aun en los reinos donde sufrió mayores quebrantos, se ha conservado siempre, sin que sus perseguidores hayan alcanzado a lograr su completa desaparición. En confirmación de esta verdad, recuérdese lo sucedido en la Gran Bretaña.

Yo no sé, mi estimado amigo, qué es lo que puede responderse a las razones que acabo de exponer; paréceme que, después de haberlas leído, se le habrá presentado a V. algo más robusto el argumento que se funda en la sangre de los mártires. Examine V. con detención e imparcialidad este grande hecho, que hace a la vez horrorosas y sublimes las primeras páginas de la historia de la Iglesia; y no dude que verá en él algo maravilloso, que no es posible explicar por causas naturales. Creo haber desvanecido las dificultades que le impedían a V. el dar a nuestro argumento toda la importancia que se merece. Como quiera, estoy seguro de que no podrá V. echarme en cara que haya esquivado el tratar la cuestión bajo todos los aspectos, ni procurado disminuir en lo más mínimo la fuerza de la dificultad, para no hallarme en la precisión de deshacerla. Si no he podido avenirme con ideas que daba V. por recibidas, tampoco me he tomado la libertad de rechazarlas sin aducir las razones en que me apoyaba. Tratando uno con escépticos, es preciso no mostrarse crédulo en demasía; y, por consiguiente, conviene no aceptar sin examinar, aun cuando sea necesario contradecir autoridades filosóficas que pasan por respetables. Mucho desearía que pudiésemos continuar discutiendo sobre los motivos de credibilidad; pero, atendido el curso que va tomando la polémica, no sé si, después de haber andado V., primero por el infierno, y después por los cadalsos de los mártires, otro día se me plantará de un vuelo entre los conciertos de los querubines. Entre tanto vea V. en qué puede complacerle este su seguro servidor Q. B. S. M.

J. B.



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