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ArribaAbajoCarta VI

La transición social.


Postración de un espíritu escéptico. Examínase si la transición es característica de nuestra época. Pruebas históricas de que es general a todos los tiempos. Examínase si el progreso es la ley de las sociedades. Admítese este principio, pero con alguna restricción. La civilización antigua y la moderna. Nuestros males no son tantos como los de otros tiempos. Causas que contribuyen a abultarlos. El cristianismo nada tiene que temer de las transiciones sociales.

Mi apreciado amigo: Si no tuviera otras pruebas de la verdad que se encierra en aquella doctrina de los católicos de que la fe es un don de Dios, no me inclinaría poco a tenerla por cierta la experiencia de lo que he visto en V. y otros que han tenido la desgracia de apartarse de la fe de sus mayores. Disputan, escuchan, al parecer con docilidad, hacen concebir las mayores esperanzas de que van a rendirse a la evidencia de los argumentos con que se los apremia, pero al fin salen con un frío qué sé yo, que hiela la sangre, y disipa de un golpe todas las ilusiones del fiel que estaba anhelando el momento de ver entrar en el redil la oveja extraviada. Así lo hace V. en su última; nada tiene que objetarme a lo que he dicho sobre la sangre de los mártires, confiesa que ninguna religión puede presentar un argumento semejante, manifiéstase satisfecho del contenido de mis anteriores con respecto a los varios puntos que formaban el objeto de sus dudas; y, cuando me saltaba el corazón de alegría pensando que iba V. a decidirse, no diré a entrar de nuevo en el número de los creyentes, pero sí a engolfarse más y más en la discusión con el deseo de hallar definitivamente la verdad, me encuentro con la desolante cláusula que me ha llenado de una profunda tristeza. «¿Qué sabemos nosotros, dice V. con un abatimiento que me penetra el corazón, qué sabemos nosotros? ¡El hombre es tan poca cosa!... Volvemos la vista en derredor, y no vemos más que tinieblas. ¿Quién sabe dónde está la verdad?; ¿quién sabe lo que será con el tiempo de esa fe, de esa Iglesia, que V. cree que ha de durar hasta la consumación de los siglos? Yo no desprecio la religión, veo que el catolicismo es un hecho tan grande que no acierto a explicarle por causas ordinarias; V. apela a la historia, usted me apremia a que le cite algo de semejante; ya le he dicho otras veces que no me agrada atrincherarme en impotentes negativas, que no me gusta resistirme a la evidencia de los hechos; pero ¿qué quiere V. que le diga? No puedo creer. Estoy contemplando la sociedad actual, y me parece que su inquietud está dando indicios de que el mundo se halla en vísperas de acontecimientos colosales; con una revolución intelectual y moral debe inaugurarse indudablemente la nueva era, y entonces quizás se aclare un tanto ese negro horizonte donde nada se descubre sino error e incertidumbre. Dejemos que transcurra esa época de transición, que tal vez nuevos tiempos nos descifrarán el enigma.»

En medio de mi aflicción, no crea V., mi estimado amigo, que yo extrañe semejante lenguaje; no es usted el primero de quien lo he oído; pero permítame cuando menos que le haga advertir que con sus palabras a nada responde, nada prueba, nada afirma, nada niega; no hace más que desahogarse estérilmente pintando con pocas palabras el verdadero estado de su espíritu. Tiene a la vista la verdad, y no se siente con fuerza para abrazarla; se abalanza hacia ella un momento, y luego, dejándose caer desfallecido, dice «no puedo». Entonces habla V. de este porvenir de que usted mismo se reía en una de sus anteriores, habla de esa transición que no sabe en qué consiste; duda, fluctúa, aguarda para más allá el resolverse, lo aplaza para los tiempos futuros, para esos tiempos, ¡ay!, en que V. habrá, ya dejado de existir!... ¡Triste consuelo! ¡Engañosa esperanza!

Pero, si V. desfallece, mi querido amigo, no debo yo desfallecer; Dios ha comenzado la obra, Él la acabará; yo tengo un dulce presentimiento de que V. no morirá en brazos del escepticismo. V. dice que desea de corazón encontrar la verdad; persevere V. en su propósito; yo confío que no dejará de mostrársela el que vertió su sangre por V. en la cima del Calvario.

Bien se deja conocer que no estará V. muy dispuesto para recibir una contestación que verse principalmente sobre asuntos puramente religiosos; el escepticismo del siglo ha vuelto a ejercer su ascendiente sobre V. de una manera lastimosa, y, saliendo de golpe del terreno de la discusión, se ha echado a divagar por las regiones del socialismo y del porvenir, hablándome de transiciones, de época crítica, y de no sé cuántas cosas por este tenor. Dicho tengo ya que le seguiré a V. por donde le pluguiere; si hoy no le gusta que tratemos de dogmas, los dejaremos a un lado; y, toda vez que me habla de transición, de transición le hablaré yo.

Díjele a V. en una de mis anteriores que no creía característico de nuestra época la transición, y que ésta había sido común a todos los siglos, por no poder convenir en que bajo este concepto se verifique ahora algo que con más o menos semejanza no se haya verificado siempre. Pero, cuando esto afirmo, hablo principalmente de los pueblos que se mueven, no de aquellos que, helados en medio de su carrera, permanecen fijos como estatuas al través de la corriente de los siglos. Si a éstos exceptuamos, y dirigimos a los demás nuestras miradas, veremos, en primer lugar, que los griegos y romanos vivieron en perpetua transición. Nada tiene que ver el siglo de Dracón con el de Solón, ni el de éste con el de Alcibíades; y ni a uno ni otro se parecen el de Alejandro y el de Demetrio. Y, sin embargo, estos siglos estaban muy cercanos unos de otros; lo que nos indica que la sociedad griega pasaba incesantemente de un estado a otro muy diferente. No es muy largo el espacio transcurrido entre Bruto que arrojó a Tarquino y Bruto matador de César; pero véase cuántas y cuán variadas fases presenta el estado social y político de los romanos. Observaciones análogas podrían hacerse con respecto a otros pueblos antiguos; y, aun por lo tocante a los que llamamos inmóviles, es menester no olvidar que nos son poco conocidos, que su historia íntima, la que nos retrataría sus ideas religiosas, sus costumbres domésticas, su organización social, su legislación, ha quedado en la mayor parte oculta a nuestros ojos, sepultada en los escombros de los tiempos, sin que hayamos adquirido apenas otras noticias que las transmitidas por historiadores extranjeros, más que un conocimiento muy ligero y superficial. La ciencia moderna se esfuerza en suplir este defecto, pero ¿cuán difícil no es acertar la verdad, a tanta distancia de épocas, en lenguas tan poco parecidas, en ideas y costumbres tan desemejantes? Como quiera, todavía puede afirmarse que dichos pueblos han estado muy distantes de hallarse en completa inmovilidad; y que, además de lo que sobre los mismos nos manifiestan las escasas noticias que de ellos poseemos, la simple reflexión sobre la naturaleza de las cosas es bastante para inducirnos a conjeturar que los cambios y modificaciones han sido en mayor número de lo que sabemos, y de mayor importancia de la que nosotros calculamos; y que, por tanto, se ha verificado también entre los mismos el hallarse a menudo en estado de transición.

Pero, dejando los pueblos antiguos o poco conocidos y pasando a los modernos, a contar desde la aparición del cristianismo, saltan a los ojos el cambio y las modificaciones que incesantemente han experimentado; sin que sea dable pronosticar ninguna mudanza a la sociedad actual, que no se haya realizado equivalente o mayor en las anteriores. Aun cuando diéramos por supuesto que se han de cumplir las más exageradas predicciones de algunos socialistas, y poner en ejecución los planes que nos parecen más descabellados, no fuera más diferente del actual el estado social nuevo, del que lo son los varios por donde han pasado los pueblos cristianos.

Si los hombres que vivían cuando la esclavitud era general, y se la consideraba como una condición indispensable en toda sociedad bien organizada, hubiesen oído hablar de un estado semejante al que disfrutan los pueblos europeos, no habrían acertado a concebir ni cómo podía mantenerse el orden público, ni distribuirse el trabajo, ni proporcionarse comodidades y placeres a las clases ricas; en una palabra, creyeran imposible que sociedades tan numerosas pudiesen subsistir faltándoles esa base, para ellos tan necesaria e imprescindible. Decid a un señor feudal encastillado en su fortaleza que vendrá un día en que todos sus títulos serán menospreciados, en que su nombre y el de todos los de su clase caerán en olvido, en que sus descendientes andarán confundidos en medio de los descendientes de esos vasallos pobres y desvalidos que mira con orgulloso desdén, sumisos y humillados al pie de sus almenas; decidle que ese mismo pueblo se levantará contra el, y peleará por largo tiempo, y triunfará, y llegará a ser rico, poderoso, influyente, eclipsando todo el esplendor de sus señores, y llenando el mundo con la fama de sus hechos; decídselo, y os escuchará con asombro, y se imaginará que le referís cuentos de hadas, y que no le habláis de veras, o que no estáis en sano juicio. ¿Qué más? No es necesario que las metamorfosis sociales las toméis tan de lejos, para que parezcan increíbles; a esos nobles del tiempo de Carlos V y de Francisco I, a esos descendientes de los antiguos señores, que van trocando ya la independencia de sus antepasados en heroica fidelidad a sus reyes, que se van trasladando de los campos a las capitales, y caminan rápidamente a pasar de guerreros a cortesanos, anunciadles que dentro de tres siglos no serán ellos los que ocupen los altos puestos del Estado, los que guíen los ejércitos a la victoria, los que ejerzan las funciones de la magistratura, y que su voto en los grandes negocios no será considerado como de más valer que el de los descendientes de esos plebeyos que riegan con su sudor las tierras, que ejercen los oficios humildes, y que, reunidos en modestos gremios, parecen contentarse con la posición social que les ha cabido después de la guerra de sus antepasados los Comunes; y bien puede asegurarse que esos nobles no os comprenderán, que no creerán nada de cuanto les pronosticáis; y, por más que os esforcéis en mostrarles las señales que ya bien claras se divisan no en mucha lontananza, pensarán que tomáis por una realidad las ilusiones de vuestra fantasía.

Trasladaos a la Europa de los siglos XI y XII, a la Europa de Suger y de San Bernardo, y anunciad a los hombres de aquella época que los ricos monasterios, las opulentas abadías que compiten en esplendor y magnificencia con los castillos de los señores feudales desaparecerán con el tiempo, y que en épocas no muy remotas no quedarán de ellas más que algunas ruinas, objeto de la curiosidad de los arqueólogos; que ese clero cuya influencia en todos los negocios es inmensa, y cuyo poder y riquezas no ceden a los de otra clase cualquiera, se verá limitado al recinto de los templos, despojado de sus privilegios, privado de sus bienes, escatimados sus derechos a la enseñanza, considerado el ministro de la Religión en la categoría del más humilde ciudadano, si es que todavía no se le rebaja de este nivel negándole lo que a todos se concede; anunciadles, repito, esa mudanza, y veréis cómo la dan por imposible, cómo no conciben su realización a no ser suponiendo que la invasión sarracena ha conseguido sojuzgar el poder cristiano, o que nuevas hordas de pueblos desconocidos se han derramado por la Europa, y cambiado su faz. No alcanzarán a concebir que, sin irrupciones de pueblos bárbaros, sin conquista de sarracenos, antes bien después de su completa derrota, se llegase, por el simple curso de las ideas y de los acontecimientos, a producir cambios tan profundos en la sociedad.

Todas las revoluciones que pueden sobrevenir, al fin no podrán llegar a otro resultado que a alterar la posición y relaciones de los individuos y de las clases. Supóngase las mudanzas que se quieran, y difícilmente se imaginará ninguna, ni con respecto a la propiedad, ni a la organización del trabajo, ni a la distribución de sus productos, ni a la condición doméstica, ni al rango social, ni a la influencia política, que sea de más importancia y magnitud que las verificadas en los tiempos que nos han precedido. La transición ha existido como existe ahora; las naciones europeas han pasado incesantemente por diferentes estados, o dejando completamente el que tenían, o modificándole de mil maneras hasta transformarle en otro que en nada se le parece.

Yo desearía, mi estimado amigo, que V. anduviese haciendo suposiciones hasta las más arbitrarias y caprichosas, y las cotejase con los hechos históricos que nadie ignora, y estoy seguro de que se quedaría V. convencido de la verdad de lo que acabo de establecer. ¿Se quiere suponer que las clases menesterosas saldrán del abatimiento en que se hallan, acercándose mucho a las medias, y aun a las superiores? Véase si los jornaleros de ahora distan más de sus dueños, que los esclavos de sus amos, y los vasallos de sus señores; es cierto que no, y, sin embargo, ni rastro queda en Europa de la antigua esclavitud, y sólo se conservan leves vestigios del vasallaje, y los descendientes de los que vivían sometidos a estas condiciones, se hallan en la misma categoría que los nietos de aquellos que un día se vieran colocados a inmensa distancia, así por lo tocante a riquezas, como a honores, consideraciones, y todo linaje de distinción y poderío. ¿Se quiere suponer que la propiedad sufrirá modificaciones profundas, que su distribución estará sometida a leyes muy diferentes? Compárense los siglos medios con el nuestro; parangónese, por ejemplo, la Francia de Carlomagno con la Francia de Napoleón, la de San Luis con la de Luis Felipe. ¿Se quiere imaginar una nueva organización del trabajo, sujetando a otras reglas al operario y al capitalista, alterando notablemente sus relaciones, y variando las bases actuales sobre la repartición de los productos? Comparad al colono de ahora con el vasallo del señor feudal, al jornalero de nuestros tiempos con el esclavo de los tiempos antiguos. ¿La industria y el comercio deben estar en el porvenir sujetos a nuevas leyes que alterarán la organización interior de los pueblos y sus relaciones en lo exterior? Abrid nuestros códigos de comercio, dad una ojeada a nuestros usos y costumbres sobre este particular, y cotejadlo todo con lo que estaba en práctica entre nuestros mayores. Por vasta que sea la escala en que estos ramos se desenvuelvan, por mayor pujanza y poderío que lleguen a adquirir, ¿distarán más del estado actual que el que dista éste del en que se encontraban cuando la Iglesia en sus concilios atendía paternalmente a la protección del naciente tráfico mercantil? Las poderosas compañías comerciales de Francia, de Bélgica, de Alemania, de Inglaterra, de los Estados Unidos, ¿no le parece a V. que distan algo de aquellas caravanas de mercaderes, cuya seguridad en los caminos podían afianzar a duras penas las excomuniones de la Iglesia?, ¿no le parece a V. que en esto ha habido no pequeña transición?

¿Y qué no podríamos decir, si atendiéramos a las mudanzas sociales y políticas, a la diversidad de posiciones que respectivamente han perdido o conquistado las diferentes clases? Un abismo tan profundo nos separa de nuestros antepasados, que, si ellos se levantaran del sepulcro, nada comprenderían de lo que estamos presenciando. ¿Dónde está el poder del feudalismo, de la nobleza y del clero? ¿Qué se hicieron las prerrogativas, los privilegios, los honores que disfrutaban? ¿En qué se parecen los tronos de ahora a los tronos de entonces? ¿Qué tienen de semejante nuestras formas de gobierno con las antiguas? ¿Qué nuestra administración? ¿Qué nuestros sistemas de hacienda? ¿Qué nuestras guerras, y nuestra diplomacia? Pensamos de otra manera, sentimos de otra manera, obramos de otra manera, vivimos de otra manera; nuestra condición, así particular como pública, se ha cambiado tan completamente, que para comprender lo que fue, nos vemos precisados a hacer un esfuerzo de imaginación, la que, sin embargo, sólo es bastante para ofrecernos cuadros muy imperfectos y descoloridos. ¿Por qué nos parecen tan poéticos aquellos tiempos, mi estimado amigo?, ¿por qué figuran tanto en nuestra literatura? Porque distan inmensamente de la realidad que tenemos a la vista.

Quiero yo inferir de aquí que, cuando se nos anuncian grandes mudanzas en la organización de los pueblos, no debemos resistirnos a creerlas por la sola razón de que nos parezcan muy extrañas; porque, si bien se observa, la sociedad actual no dista menos de las anteriores de lo que distaría de la presente la venidera, en las varias combinaciones que se pueden concebir y ensayar. La instabilidad es uno de los caracteres distintivos de las cosas humanas; y poco ha reflexionado sobre la naturaleza del hombre, poco se ha aprovechado de las lecciones de la historia y de la experiencia, quien pronostica demasiada duración a lo que de suyo es tan flaco y deleznable. Que la sociedad esté bajo un poder revolucionario o conservador, que se procure impulsarla o detenerla, ella varía siempre, pasa sin cesar de un estado a otro, ora mejor, ora peor.

Esta alternativa entre mejor y peor me lleva, mi querido amigo, a otra cuestión, a que, según se deja entender, es V. un poco aficionado, como no puede menos de serlo, atendido el espíritu de nuestra época. Dícese a cada paso que el progreso es la ley de las sociedades; que no se desvían jamás de ella, y que en medio de las más terribles revoluciones y catástrofes camina la humanidad hacia un destino, que, no sabiéndose cuál es, se tiene cuidado de cubrirle con un velo dorado. No seré yo quien desaliente el movimiento de la humanidad, disipando lisonjeras esperanzas; bien que tampoco puedo consentir que se establezca, con demasiada generalidad y sin las correspondientes aclaraciones, una proposición que, según como se entiende, se halla en contradicción con la filosofía, la historia y la experiencia.

Es muy frecuente hablar de perfección, de perfectibilidad, de ley de progreso, sin distinguir nada, sin fijar nada; sin expresar si se trata de las sociedades tomadas en particular o en conjunto; es decir, sin determinar si la ley cuya existencia se afirma, rige en toda la sociedad, o tan solamente es propia del género humano, considerado con abstracción de esta o aquella de sus partes. A los que digan que el progreso hacia la perfección es la ley constante de toda sociedad, yo me atreveré a preguntarles: ¿cuál es el progreso que se descubre en el norte de África, en las costas de Asia, comparando su estado actual con el que tenían cuando nos daban hombres como Tertuliano, San Cipriano, San Agustín, Filón, Josefo, Orígenes, San Clemente, y otros que sería largo enumerar?

Esto no tiene réplica, así como, por otra parte, nada prueba contra los que afirman que, si bien esta o aquella sociedad decae, la humanidad progresa, que la civilización transmigra, que unos pueblos adquieren lo que otros pierden, y que, de esta suerte, existe una verdadera compensación. Así, por ejemplo, en el caso presente, se ha resarcido e indemnizado la humanidad de sus pérdidas en África y en Asia, con el inmenso desarrollo que ha logrado en Europa y América; pues, si se compararan los millones de hombres que viven actualmente bajo un régimen civilizado, sería incomparablemente mayor el número a lo que era entonces; y, si se añaden las ventajas que la civilización moderna lleva a la antigua, no sólo por traer consigo un mayor y más perfecto desarrollo intelectual y moral, sino también por ofrecer mayor suma de comodidades materiales, y disminuir sobremanera los males que afligen a la triste humanidad, será tanta y tan palpable la diferencia, que no será posible establecer siquiera un razonable parangón.

Confieso, mi estimado amigo, que estas reflexiones son de gran peso; y que, a mi juicio, deciden la cuestión, desde el punto de vista histórico, considerando en masa la humanidad, y habida razón de las compensaciones arriba indicadas; por manera que tengo por demostrado que la humanidad ha progresado siempre, que su estado fue mejor en los siglos medios que durante la civilización antigua, y que actualmente se aventaja en mucho a la de todos los tiempos anteriores.

¿Cómo, me dirá V., es posible olvidar la confusión y las calamidades de la época de la irrupción, y la tenebrosa ignorancia, la asquerosa corrupción que la siguieron? ¿Podremos decir que la humanidad del tiempo de Atila era comparable con la del siglo de Augusto? Yo creo, sin embargo, que esto, tan falso y absurdo a primera vista, es rigurosamente verdadero, y además susceptible de una demostración tan cabal, que nada deje que desear. La difusión de las verdaderas ideas sobre Dios, el hombre y la sociedad, y las relaciones que entre sí tienen, la propagación de la civilización a un sinnúmero de pueblos que antes vivían en la más abyecta barbarie, la abolición de la esclavitud, la extensión a la generalidad de los hombres del goce de los derechos de hombre, esto se andaba realizando en la época de que tratamos, y nada de esto se realizaba en el siglo de Augusto; con perdón, pues, de los manes de Virgilio y de Horacio, opto desde luego por los tiempos apellidados bárbaros.

¿Se sonríe V. de la paradoja, mi estimado amigo? ¿Imagínase tal vez que ni yo mismo creo lo que acabo de decir? Pues viva V. seguro de que hablo de todas veras, y que mis palabras son la expresión de convicciones profundas. Ya indicaba en una de mis anteriores que en ciertas materias quizás no llevaba V. tan lejos como yo el espíritu de examen, y que estaba medianamente tocado de escepticismo: esto produce que, en cuanto se me alcanza, no me dejo deslumbrar por nombres, ni por opiniones recibidas; y por más seguridad con que oiga afirmar una cosa, me ocurre desde luego un ¿quién sabe?... que me pone desconfiado y meditabundo. A pesar de todo, paréceme que difícilmente me absolverá V. de la blasfemia que acabo de proferir contra el siglo de Augusto; y así menester, será alegar descargos. Escúchelos V. sin prevención, que al fin no fuera extraño que se conformase con mi modo de opinar.

Y, a la verdad, deslumbradores son los rayos de la ciencia, hechiceros los cantos de la poesía, seductor el brillo de las artes; pero si nada de esto sirve para el bien de la humanidad, si únicamente se limita a realzar el esplendor, y acrecentar y avivar los placeres de unos pocos que moran en opulentos palacios, comiendo del sudor del pueblo, disipando los tesoros que se han amontonado de las provincias estrujándolas con la mayor crueldad, ¿qué gana en ello el humano linaje? ¿Esta civilización y cultura son acaso más que bellas mentiras? Hay paz, pero esta paz es el silencio de los oprimidos; hay goces, pero son los goces de unos pocos, y la abyección de todos; hay ciencias, bellas artes; pero, postradas a los pies del poderoso, no llenan su misión, que es mejorar la condición intelectual, moral y material del hombre; todo es vicio, prostitución, lisonja; perezca, pues, todo, diría quien desde entonces pudiera extender sus miradas a los tiempos futuros; haya guerra, pero guerra regeneradora que ha de cambiar la faz del mundo, llamando a la civilización cristiana cien y cien pueblos bárbaros, destronando a la opresora del orbe, y dando principio a las grandes naciones que nos asombrarán con sus adelantos y poderío; haya calamidades públicas, que al menos no serán ni tan sensibles ni tan afrentosas como esa esclavitud que pesa sobre el mayor número de los individuos que forman la sociedad antigua, y se andará preparando la era dichosa en que para disfrutar de los derechos de ciudadano bastará ser hombre; perezcan, nada importa, las ciencias y las bellas artes, si están reservados a los siglos venideros genios prodigiosos como Tasso, Milton y Chateaubriand, Miguel Ángel y Rafael, Descartes, Bossuet y Leibnitz; hágase trizas esa civilización falsa, esa cultura raquítica que sanciona el monopolio de las ventajas sociales, y ceda su puesto a otra civilización y cultura más grandiosas, más esplendidas, y, sobre todo, más justas y equitativas, que llamen a la participación de ellas un mayor número de individuos, abriendo las puertas para que puedan disfrutarlas todos, en cuanto lo consienta la naturaleza del hombre y de los objetos sobre que ejerce su actividad.

En pos de la irrupción y ondulaciones de los pueblos bárbaros, vino el feudalismo; sistema social y político contra el cual podrá decirse todo lo que se quiera; pero indudablemente fue un verdadero progreso, supuesto que, erigiéndose, por decirlo así, en soberanía la propiedad territorial, se asentaba un principio que, modificado y corregido por el transcurso del tiempo, podía servir mucho para la organización de las sociedades modernas. Había desorden, opresión, vejaciones, males sin cuento, es verdad; pero al menos se comenzaba a establecer un sistema, se daba asiento a los pueblos vencedores, se arraigaba el amor a la vida agrícola y el respeto a la propiedad, se desarrollaba el espíritu de familia; y las inclinaciones del corazón, encontrando objetos más estables y apacibles, se hacían por necesidad menos turbulentas, se preparaban a la tranquilidad y a la dulzura. Malos como eran los tiempos de los siglos XII y XIII, ¿quién no los prefiriera a los que siguieron después de la disolución del imperio de Carlomagno?

Nadie negará que hasta principios del siglo XVI las sociedades europeas andaban mejorándose rápidamente; por manera que, no verificándose en ningún otro punto del globo decadencia notable, ya que los demás pueblos puede decirse que en general permanecieron estacionarios, todavía debemos confesar que el linaje humano progresaba. Los grandes descubrimientos que tuvieron lugar en el siglo XV, hacían esperar que en el XVI se inauguraría una era de prosperidad y ventura que, rebosando en Europa, se derramaran por todas las regiones de la tierra. Desgraciadamente el cisma de Lutero vino a desvanecer en buena parte tan halagüeñas esperanzas, y las calamidades que han caído sobre la Europa durante los tres últimos siglos, podrían hacernos dudar de la proposición que llevamos establecida.

Como quiera, aun llevando en cuenta los males acarreados por los cismas religiosos, y la incredulidad e indiferentismo, que han sido su consecuencia, no me parece que pueda negarse que la humanidad en general haya carecido de la compensación arriba indicada. Tomando las cosas en su raíz, es decir, desde que Lutero y sus secuaces dividieron en dos la gran familia europea, debe considerarse que las sucesivas conquistas que ha ido haciendo el catolicismo en las Indias orientales y occidentales, resarcen quizás con ventaja las pérdidas que en Europa ha sufrido la unidad de la fe. Si a esto añadimos que allí donde no se ha establecido la Religión Católica, al menos se han propagado algunas luces del cristianismo por medio de una u otra de las sectas disidentes, lo que, tal como sea, siempre es muy preferible a la idolatría o embrutecimiento en que estaban sumidos aquellos países; si atendemos a los progresos que allí mismo ha tenido el desarrollo intelectual, moral y material del individuo y de la sociedad, resultará que, aun dando a la historia de los tres últimos siglos en Europa los más negros colores, la humanidad no ha perdido, antes se halla recompensada con usura.

Y no es verdad tampoco que la Providencia haya de tal suerte castigado el orgullo europeo en los tres últimos siglos, que al propio tiempo no haya derramado sobre nosotros un raudal de inestimables beneficios. El país donde nacieron hombres tan eminentes en todos los ramos de conocimientos, que cuenta en todas las regiones asombrosos genios, y que bajo el aspecto de la religión y de la moral puede ofrecer un San Ignacio de Loyola, un San Francisco de Sales, un San Vicente de Paúl y cien y cien otros de heroicas virtudes que realizaron sobre la tierra la vida de los ángeles, no puede quejarse de que sea poco favorecido de la Providencia; no puede lamentarse, en medio de sus revoluciones materiales y morales, de que le haya cabido mayor parte en el infortunio, de la que caber suele a la desgraciada humanidad.

Esta última consideración, mi estimado amigo, me lleva a examinar cuál es la causa de esta desazón que de continuo nos atormenta a los europeos, y a cuantos han participado de nuestra civilización. A oírnos cuál nos quejamos de la suerte, cuál afeamos nuestra situación presente, cuál ennegrecemos el porvenir, diríase que soportamos mayor suma de males que ningún pueblo de la tierra; y, aun comparándonos con nuestros antepasados, parecería que fueron mucho más dichosos. Nunca hablaron ellos tanto de transición, de necesidad de nuevas organizaciones, de insuficiencia de todo cuanto existe; nunca anunciaron como nosotros esa época que ha de venir realizando el siglo de oro, so pena de hundirse el mundo en un caos, precediendo una conflagración espantosa.

Cada época ha sufrido sus males, y ha tenido más o menos cercanas mudanzas profundas; cada época se ha encontrado con necesidades, o del todo desatendidas, o mal satisfechas; cada época ha llevado en su seno un germen de muerte para lo existente, que debía ceder su puesto a lo que se encerraba en el porvenir. Añadiré, además, que dudo mucho que los tiempos presentes deban en nada posponerse a los pasados, considerando los pueblos civilizados en general, y prescindiendo de dolorosas excepciones que por necesidad deberán ser pasajeras; y me inclino a creer que no son mayores nuestros males, sino que se abultan en gran manera por dos motivos: 1.º Porque reflexionamos demasiado sobre ellos; semejantes al enfermo que aguza sus dolencias haciéndolas objeto continuo de sus pensamientos y palabras. 2.º A causa de que tenemos mayor libertad para quejarnos, así de viva voz como por escrito, añadiéndose, además, que la prensa, no siempre con recta intención, lo exagera todo.

Se habla, por ejemplo, de pauperismo; convengo en que es una llaga dolorosa y que merece llamar la atención de todos los hombres amantes de la humanidad; pero lo que desearía saber es qué resultado nos daría el mismo asunto, si lo examinásemos con relación a los tiempos que nos precedieron. ¿Qué mayor y más doloroso pauperismo que la antigua esclavitud? Ni en el número de los infelices, ni en el grado de su infelicidad, ¿es comparable aquel estado con el de las clases inferiores de nuestra época? Ya sé que algunos se han adelantado a decir que la suerte de los esclavos negros es preferible a la de nuestros jornaleros; no negaré que, si se consideran no más que algunos extremos excepcionales, así en el bien como en el mal; si se toma un esclavo negro, a quien le haya cabido un amo racional, prudente, compasivo, que se guíe por las inspiraciones de la sana razón y de la caridad cristiana, y se le compara con alguno de los jornaleros más desgraciados, se podrá sostener quizás el parangón; pero, hablando en general, y poniendo de una parte la masa de los esclavos negros, y de otra la de los jornaleros europeos, ¿será preferible la suerte de aquéllos a la de éstos? ¿Podrá ni siquiera comparársele? No lo creo; y, aun cuando no fuera dable señalar hechos positivos, que por cierto no faltan, bastaría la simple consideración de la naturaleza de las cosas para no dejar indeciso el juicio.

Cuando, abolida la esclavitud en Europa, le sucedió el feudalismo, durando largos siglos con más o menos pretensiones, no creo tampoco que la clase pobre se hallase en mejor estado del en que actualmente se encuentra: léase la historia de aquellos tiempos, y no quedará sobre esto ninguna duda. Figurémonos por un momento que las innumerables legiones de folletistas, periodistas y escritores de obras que actualmente inundan los países civilizados, hubiesen aparecido de repente en medio del feudalismo; que hubiesen podido recorrer el castillo del orgulloso señor, examinando sus cómodos aposentos, su lujoso aparato; que le hubiesen visto salir a una partida de caza, con sus briosos caballos, sus gallardas escuderos, sus innumerables perros, insultando con la riqueza de sus aderezos la miseria y la desnudez de sus vasallos; que hubiesen presenciado las injustas exigencias, las arbitrariedades, la crueldad con que vejaban a sus súbditos; y supongamos por un momento que en las reducidas poblaciones que allá y acullá se andaban formando, y que conquistaban tan trabajosamente su independencia, hubiesen aparecido por ensalmo las prensas de París y de Londres, y, aprendiendo también de repente los pueblos a leer, se hubiesen hallado con infinitos escritos donde se narrasen y pintasen con los colores que suponer se dejan, las violencias, las injusticias, el destemplado lujo de los señores, y la opresión, la miseria, las calamidades de los vasallos: ¿no os parece que el cuadro resultaría negro, que un clamor general se levantaría de los cuatro ángulos de la tierra, pidiendo venganza? ¿No os parece que se pondría también de acuerdo todo el mundo en que jamás fueron mayores los males de la humanidad; que jamás fue más urgente aplicarle un remedio, que jamás fue más necesaria, más inminente, una profunda mudanza en la organización social?

Volvamos la medalla y miremos su reverso: imaginémonos que en nuestro siglo callan de repente la prensa y la tribuna, que se desvía de la política la atención pública, que no se piensa en las cuestiones sobre la organización social, que los amos se ocupan únicamente de sus negocios, los jornaleros de su trabajo, que nadie cuida de contar cuántos pobres hay en Inglaterra, en Francia y los demás países, que no circulan las narraciones de los padecimientos de las clases menesterosas, con el cálculo de las onzas de pan o de patatas que tocan al infeliz trabajador o a sus hijos, y con la descripción de la triste y mugrienta habitación en que se ve precisado a albergarse, y que, con todo, siguiese como ahora el movimiento de la industria, y se ocupasen los mismos brazos, y fuesen los mismos los salarios, y el mismo el precio de los alimentos y vestidos, ¿no es claro que nuestro estado social no se mostraría con tan negros colores, ni veríamos tan amenazador el porvenir?

Véase pues, mi estimado amigo, con cuánta razón he dicho que nuestros males eran mayores porque pensábamos demasiado en ellos, porque, hay mil medios y motivos de recordarlos, de exagerarlos, y porque el estado actual de la civilización lleva necesariamente consigo el acto reflejo de ocuparse en sí misma. Y no crea V. que yo esté mal avenido con que se dé la conveniente publicidad a los sufrimientos del pobre, ni que desee que se imponga silencio a la clase que sufre, para que no cause siquiera el padecimiento de algunas molestias y zozobras a la clase que goza; sólo he querido indicar un carácter de nuestra época, señalando la razón de que parezca tener otras particularidades, que se le atribuyen como propias, no obstante, de serle comunes con todas las que la han precedido. Que, por lo tocante a las simpatías en favor de la clase menesterosa, a nadie cedo; y, respetando como es debido la propiedad y demás legítimas ventajas de las clases altas, no dejo de conocer la sinrazón y la injusticia que a menudo las deslustra y las daña.

Me inclino a creer que, si V. no ha adoptado mis opiniones en todas sus partes, al menos convendrá en que no son para desatendidas, supuestos los argumentos en que las he apoyado; y estoy seguro de que en adelante, se parará V. algo más en el verdadero sentido de la palabra transición, y no le dará tanta importancia como antes le concedía. Ciertamente no alcanzo cómo se ha podido meter tanto ruido con estas y otras expresiones semejantes, cuando, bien analizadas, no se encuentra que signifiquen otra cosa que la instabilidad de las cosas humanas: instabilidad cuyo conocimiento no data ciertamente de los tiempos modernos.

Así, tampoco concibo cómo se atreven algunos a pronosticar la muerte del catolicismo, fundándose en que el nuevo estado a que van a pasar las sociedades, no podrá consentir ni los dogmas ni las formas de esta religión divina; como si el mundo hubiese permanecido durante diez y ocho siglos sin ninguna clase de mudanza; como si la fe y las augustas instituciones que nos dejó Jesucristo, necesitasen para conservarse de las obras del hombre.

¿Acaso la organización social del primer siglo del cristianismo no era muy diferente de la del tiempo de Teodosio el Grande? ¿Acaso la Europa de los bárbaros se parecía en nada a la Europa del imperio? ¿Acaso la época del feudalismo se asemejaba a los trastornos de la irrupción de las hordas del Norte, ni la prepotencia de los barones a la pujanza de la monarquía? ¿Acaso el siglo de Francisco I fue el siglo de Luis XIV, ni éste el de Luis Felipe? Verificáronse en ese espacio de diez y ocho siglos revoluciones colosales, pasaron sobre la sociedad europea vicisitudes innumerables, la vida pública y privada de los pueblos se modificó, se cambió de mil maneras; y, sin embargo, la religión, permaneciendo la misma, sin prestarse a ninguna de aquellas transacciones que la destruirían por su base, ha podido y sabido acomodarse a lo que demandaba la diversidad de tiempos y de circunstancias; sin hacer traición a la verdad, no ha perdido de vista el curso de las ideas; sin sacrificar a las pasiones la santidad de la moral, ha tenido en cuenta las mudanzas de los hábitos y de las costumbres; sin alterar su organización interior en lo que tiene de inalterable y de eterno, ha creado infinita variedad de instituciones acomodadas a las necesidades de los pueblos sometidos a su fe.

¿Ignora V. estos hechos, mi estimado amigo?, ¿hay en ellos algo que consienta ni disputa siquiera? Deje V., pues, esas palabras vanas que nada significan, que sólo sirven a nutrir con vagas generalidades ese fatal estado de duda y de escepticismo que es la verdadera agonía del espíritu. Bien conoce V. que no aborrezco el progreso de la sociedad, que lo miro como un beneficio de la Providencia, que no soy pesimista, ni me complazco en condenar todo cuanto existe y todo cuanto se columbra en el porvenir; pero deseo que se distinga lo bueno de lo malo, la verdad del error, lo sólido de lo fútil; deseo hacer lo que Vds, los escépticos nos exigen, y que, sin embargo, no practican: examinar con buena fe, juzgar con imparcialidad. Queda de V. su affmo. Q. B. S. M.

J. B.




ArribaAbajoCarta VII

La tolerancia.


La gracia y la fe. Doctrina católica sobre la fe. Historieta de un eclesiástico. Observaciones sobre la intolerancia de ciertos hombres. Injusticia e intolerancia de los incrédulos. Manifiéstase que un fiel puede tener idea clara del estado de espíritu de un incrédulo. Lo que debe hacer un católico antes de disputar con un incrédulo. En las disputas religiosas es necesario guardarse del orgullo.

Mi estimado amigo: Mucho me complace lo que usted se sirve insinuarme en su última de que, si bien mis reflexiones no han podido decidirle todavía a salir de esa postración de espíritu que se llama escepticismo, al menos han logrado convencerle de un hecho que V. consideraba poco menos que imposible; esto es, que fuese dable aliar la fe católica con la indulgencia y compasiva tolerancia con respecto a los que profesan otra diferente, o no tienen ninguna. Bien se conoce que V., a pesar de haber sido educado en el catolicismo, se ha dejado imbuir demasiado en las preocupaciones de los impíos y de algunos protestantes, que se han empeñado en pintarnos como furias salidas del averno, que únicamente respiramos fuego y sangre. Usted me da las gracias porque «sufro con paciente calma las dudas, la incertidumbre, las variaciones de su espíritu»: en esto no hago más que cumplir con mi deber, obrando conforme a lo que prescribe nuestra sacrosanta religión; la cual da tan alta importancia a la salvación de una alma, que, si toda una vida se consagrase a la conversión de una sola y esto se consiguiese, debieran tenerse por bien empleados los trabajos más penosos.

Mis profundas convicciones, o, hablando más cristianamente, la gracia del Señor, me tiene firmemente adherido a la fe católica; pero esto no me impide el conocer un poco el estado actual de las ideas, y la diferencia de situaciones en que se encuentran los espíritus. Un escéptico me inspira viva compasión, porque desgraciadamente son muchas, en los tiempos que corren, las causas que pueden conducir a la pérdida de la fe; y así es que, al encontrarme con alguno de esos infortunados, no digo nunca con orgullo non sum sicut unus ex istis, «no soy como uno de éstos». El verdadero fiel que está profundamente penetrado de la gracia que Dios le dispensa, conservándole adherido a la religión católica, lejos de ensoberbecerse, ha de levantar humildemente el corazón a Dios, exclamando de todas veras: Domine, propitius esto mihi peccatori; «Señor, tened misericordia de este pecador».

Acuérdome que, al seguir mi curso de teología, se explicaba en la cátedra aquella doctrina de que la fe es un don de Dios, y que no bastan para ella, ni los milagros, ni las profecías, ni otras pruebas que demuestran claramente la verdad de nuestra religión, sino que, además de los motivos de credibilidad, se necesita la gracia del cielo; a más de los argumentos dirigidos al entendimiento, es menester una pía moción de la voluntad, pia motio voluntatis; y confieso ingenuamente que nunca entendí bien semejante doctrina, y que, para comprenderla, me fue necesario dejar aquellas mansiones donde no se respiraba sino fe, y hallarme en situaciones muy varias y en contacto con toda clase de hombres. Entonces conocí perfectamente, sentí con mucha viveza cuán grande es el beneficio que dispensa Dios a los verdaderos fieles, y cuán dignos de lástima son aquellos que en apoyo de su fe sólo reclaman el auxilio de los motivos de credibilidad, sólo invocan la ciencia y se olvidan de la gracia. Repetidas veces me ha sucedido encontrarme con hombres que, a mi parecer, veían como yo las razones que militan en favor de nuestra religión; y, sin embargo, yo creía, y ellos no; ¿de dónde esto?, me preguntaba a mí mismo: y no sabía darme otra razón, sino exclamar: misericordia Domini quia non sumus consumpti.

Con este preámbulo conocerá V., mi querido amigo, que sus dudas no han debido cogerme de improviso, ni ocasionádome aquel estremecimiento que naturalmente me causaran si no hubiese tenido a la vista las reflexiones que preceden; bien que de paso me permitirá V. que no apruebe la dura invectiva a que se abandona contra las personas intolerantes. ¿Sabe usted que en sus palabras se hace culpable de intolerancia, y que un hombre no llega a ser perfectamente tolerante sino cuando tolera la misma intolerancia? Pongámonos por Dios de buena fe, y no miremos las cosas con espíritu de parcialidad. Me hace V. el favor de decirme que «ya me conceptuaba con bastante conocimiento del mundo para no imitar el ejemplo de aquellas personas que no pueden soportar la menor palabra contra su fe, y que, constituyéndose desde luego los heraldos de la divina justicia, no aciertan sino a mentar la hora de la muerte, el infierno, y que acaban por romper bruscamente con quien ha tenido la imprudencia o poca cautela de franquearles su espíritu». Refiéreme V. la historieta de aquel buen eclesiástico que antes le distinguía a V. con particulares muestras de aprecio y de amistad, y que se horrorizó de tal suerte al saber trataba con un incrédulo, que fue preciso cortar toda clase de relaciones. Paréceme, mi querido amigo, que en las propias palabras de usted encuentro yo la apología de la persona a quien usted tanto inculpa; y a los ojos de quien mire las cosas con verdadera imparcialidad, no se le hará tan extraña semejante conducta. «Era, dice V. mismo, un joven de conducta irreprensible, de costumbres severas, de un celo ardiente, pero tenía la desgracia de no haber tratado jamás sino con personas devotas, de no haber manejado otros libros que los del seminario, y apenas le parecía posible que circulasen en el mundo otras doctrinas que las que se le habían enseñado por espacio de algunos años en el colegio de donde acababa de salir. Tuve la imprudencia de responder con una burlona sonrisa a una de sus observaciones sobre un punto delicado, y desde entonces quedé perdido sin remedio en su opinión.» Y bien, V. se queja en substancia de que aquel joven no tuviese hábitos de tolerancia: ¿dónde quería V. que los hubiese aprendido? El espíritu de aquel hombre, ¿podía estar dispuesto para el ataque que contra sus creencias se permitió su contrincante, con la significativa sonrisa? ¿No es demasiado exigente quien pide serenidad a un hombre que, quizás por primera vez, mira combatido o despreciado lo que él considera como más santo y augusto?

Es grave desacuerdo y además una solemne injusticia el inculpar la conducta de quien, guiado por un entendimiento convencido y un corazón recto, se porta cual por necesidad debe portarse, atendidas la educación e instrucción que ha recibido, y las circunstancias que le han rodeado en todo el curso de su vida. Nuestro espíritu se forma y se modifica bajo la influencia de mil causas, y a ellas es preciso atender, cuando se quiere formar exacto juicio sobre la situación en que se encuentra, y el sendero que probablemente haya de seguir. Lo demás es empeñarse en violentar las cosas, sacándolas de su quicio. ¿Pretendería V. que un misionero encanecido en su santa carrera tenga el mismo modo de mirar los objetos que cuando salió de los estudios?, ¿no fuera esta una pretensión extraña? Es cierto que sí; pues no menos lo sería el exigirle ya en su primera juventud el mismo comportamiento que le han enseñado largos años de trabajos apostólicos en lejanos y variados países.

Es poco menos que imposible, sin larga práctica del mundo, saber colocarse en el puesto de los otros, haciéndose cargo de las razones que los impelen a pensar u obrar de esta o aquella manera; y es mucho más difícil en materias religiosas, refiriéndose éstas a lo que hay de más íntimo en el alma del hombre: cuando estamos vivamente poseídos de una idea, se nos hace inconcebible que los demás puedan mirar con indiferencia lo que nosotros contemplamos como lo más importante en esta vida y en la venidera. Por cuyo motivo, no hay asunto que más a propósito sea para exaltar el ánimo; y es de aquí que las guerras que se han hecho a título de religión, han sido siempre muy obstinadas y sangrientas. Quisiera yo que de estas reflexiones se penetrasen los que a roso y velloso, como suele decirse, hablan contra la intolerancia, pues que, de esta suerte, no sucediera tan a menudo que hombres en extremo intolerantes en todo lo que concierne a la religión, no quieran sufrir la intolerancia con que a su vez les corresponden las personas religiosas.

Bien comprenderá V., mi querido amigo, que no deseo yo prevalerme de estas reflexiones para mostrarme intolerante; pues que, si me he extendido algún tanto sobre el particular, ha sido con la idea de desvanecer la prevención con que por algunos es mirada la intolerancia de ciertas personas, resultando que se estiman en menos hombres, por otra parte, muy dignos de aprecio.

Me habla V. de la dificultad de entendernos, siendo tan opuestas nuestras ideas, y habiendo sido tan diferente nuestro tenor de vida: es bien posible que dicha dificultad exista; sin embargo, por lo que a mí toca, no alcanzo a verla. ¿Creería V. que hasta llego a comprender muy bien esa situación de espíritu en que se fluctúa entre la verdad y el error, en que el espíritu, sediento de verdad, se encuentra sumido en la desesperación por la impotencia de encontrarla? Imagínanse algunos que la fe está reñida con un claro conocimiento de las dificultades que contra ella pueden ofrecerse al espíritu; y que es imposible creer desde el momento que en él penetran las razones que en otros producen la duda; no es así, mi querido amigo: hombres hay que creen de todas veras, que humillan su entendimiento en obsequio de la fe con la misma docilidad que hacerlo puede el más sencillo de los fieles, y que, sin embargo, comprenden perfectamente lo que pasa en el alma del incrédulo, y que asisten, por decirlo así, a sus actos interiores, como si los estuvieran presenciando.

Es una ilusión el pensar que no se puede tener idea clara de un estado sin haber pasado por él, y que no alcanza a comprender un cierto orden de ideas y de sentimientos sino quien haya participado de ellos. Si así fuese, ¿dónde estarían los escritores capaces de inventar en literatura? Mucho se siente que no se consiente; y, cuando no se llega a sentir, hay la imaginación, que en muchos casos suple por el sentimiento. Nosotros, los cristianos, podemos traer a este propósito las tentaciones, materia que, si a V. no le parece muy filosófica, no dejará de interesarle su aplicación. Leemos en las vidas de los santos que Dios permitía que les asaltase el demonio con pensamientos y deseos tan contrarios a las virtudes que ellos con más ardor practicaban, que les era necesario llamar en su auxilio toda su confianza en la misericordia divina para no creerse abandonados del cielo, y culpables de los mismos pecados que más detestaban en el fondo de su alma. Cuando tan violenta era la acometida, que les hacía concebir temores de haber sucumbido; cuando tan vivas eran las imágenes con que a su fantasía se presentaban los objetos malos, que, a pesar de la aversión que les profesaban, se los hacían tomar como una realidad, bien se concibe que no dejarían aquellas santas almas de comprender el estado de un hombre que se hallase encenagado en los mismos vicios. Esto que allá, en los primeros años de su edad, habrá V. leído en algunos de aquellos libros que no debían de escasear en el colegio, le hará conocer cómo nosotros, que ni por asomo podemos lisonjearnos de santos, habremos sentido una y mil veces germinar en nuestra alma algunas de las innumerables miserias intelectuales y morales de que adolece la triste humanidad; y que, siendo una de éstas el escepticismo, fuera muy raro que no se hubiera presentado a las puertas de nuestra alma como huésped de mal agüero. Cerradas las conserva el verdadero fiel, y, ayudado de los auxilios de la gracia, desafía a todas las potestades del infierno a que las rompan, si pueden; pero acontece entonces lo que nos dice el apóstol San Pedro: «Anda dando vueltas el diablo como león rugiente buscando a quien devorar». Créalo V., mi estimado amigo; resistiéndole fuertemente con la fe, no ha podido mordernos, pero conocemos bien su rugido.

Sobre todo en el siglo en que vivimos, es poco menos que imposible que esto no suceda a los hombres que por una u otra causa se hallan en contacto con él. Ora cae en las manos un libro lleno de razones especiosas y de reflexiones picantes; ora se oyen en la conversación algunas observaciones en apariencia juiciosas y atinadas, y que a primera vista como que hacen vacilar los sólidos cimientos sobre que descansa la verdad; tal vez se fatiga el espíritu y se siente como sobrecogido por una especie de tedio, desfalleciendo algunos momentos en la continua lucha que se ve forzado a sostener contra infinitos errores; tal vez, al dar una ojeada sobre la falta de fe que se nota en el mundo, sobre la muchedumbre de religiones, sobre los secretos de la naturaleza, sobre la nada del hombre, sobre las tinieblas de lo pasado y los arcanos de lo venidero, desfilan por la mente pensamientos terribles. Angustiosos instantes en que el corazón se inunda de cruel amargura, en que un negro velo parece tenderse sobre cuanto nos rodea, en que el espíritu, agobiado por el aciago fantasma que le abruma, no sabe a dónde volverse, ni le queda otro recurso que levantar los ojos al cielo y clamar: Domine, salva nos, perimus; «Señor, salvadnos, que perecemos.»

Así permite el Señor que sean probados los suyos, y hace más meritoria la fe de sus discípulos; así les enseña que para creer no basta haber estudiado la religión, sino que es necesaria la gracia del Espíritu Santo. Mucho fuera de desear que de esta verdad se convenciesen los que se imaginan que no hay aquí otra cosa que una mera cuestión de ciencia, y que para nada entran las bondades del Altísimo. ¿Sabe usted, mi querido amigo, lo primero que debe hacer un católico cuando le viene a la mano algún incrédulo en cuya conversión se proponga trabajar? Cree V., sin duda, que se han de revolver los apologistas de la religión, recorrer los apuntes propios sobre las materias más graves, consultar sabios de primer orden, en una palabra, pertrecharse de argumentos como un soldado de armas. Conviene, en verdad, no descuidar el prevenirse para lo que en la discusión se pueda ofrecer; pero ante todo, antes de exponer las razones al incrédulo, lo que debe hacerse es orar por él. Dígame usted, ¿quién ha hecho más conversiones, los sabios, o los santos? San Francisco de Sales no compuso ninguna obra que bajo el aspecto de la polémica se llegue a la Historia de las variaciones de Bossuet; y yo dudo, sin embargo, que las conversiones a que esta obra dio lugar, a pesar de ser tantas, alcancen ni con mucho a las que se debieron a la angélica unción del Santo Obispo de Ginebra.

Por ahí puede V. conocer, mi querido amigo, que no las ha con lo que suele llamarse un disputador, ni un ergotista; y que, por más que aprecie en su justo valor la ciencia, y particularmente la eclesiástica, tengo muy grabada en el fondo del alma la saludable verdad de que los caminos de Dios son incomprensibles al hombre, de que es vano confiar en la ciencia sola, y que algo más que ella se necesita para conservar y restaurar la fe.

Pedía V. tolerancia y tolerancia le ofrezco, la más amplia que encontró jamás en hombre alguno; se arredraba V. por la dificultad que había de mediar en entendernos; y no dudo que con mis aclaraciones se habrá desvanecido semejante recelo; como no temo tampoco que se figure V. en adelante que le haya yo de salir al paso con lo que apellida sutilezas de escuela, y argumentos valederos para personas ya convencidas. Si V., pues, se sirve continuar proponiéndome las principales dificultades que le impiden volver a la religión que comienza a echar de menos a los pocos años de perdida, yo procuraré responderle como mejor alcanzare; pero sin pretender ninguna palma si quedare usted satisfecho, ni darme por abochornado si continuare en su incredulidad.

Cuando se combate contra los enemigos de la religión, que sólo buscan medios de atacarla valiéndose de cuanto les sugieren la astucia y la mala fe, entonces la disputa puede tomar el carácter de un combate en regla; pero, cuando tiene uno la fortuna de encontrarse con hombres que, si bien han tenido la desgracia de perder la fe, desean, no obstante, volver a ella, y buscan de corazón los motivos que puedan conducirlos a la misma, entonces el hacer alarde de la ciencia, el mostrar espíritu de disputa, el pretender el laurel del vencimiento, es un insoportable abuso de los dones de Dios, es un completo olvido de los caminos que, según nos ha manifestado, se complace el Señor en seguir, es sacar a plaza el orgullo, es decir, el enemigo declarado de todo bien, y el más grave obstáculo para que puedan aprovecharse las mejores disposiciones.

Si se hace de la disputa religiosa un asunto de amor propio, ¿cómo podemos prometernos que la gracia del Señor fecundará nuestras palabras? Los apóstoles convirtieron el mundo, y eran unos pobres pescadores; pero no confiaban en la sabiduría humana, ni en la elocuencia aprendida en las escuelas, sino en la omnipotencia de Aquel que dijo: «hágase la luz, y la luz fue hecha.» Bien comprenderá V. que no por esto desprecio la ciencia; el mejor medio de conservarla y ennoblecerla es señalarle sus límites, no permitiéndole el desvanecimiento del orgullo.

Esa impotencia para creer de que V. se lamenta, no debe confundirse con imposibilidad; es una flaqueza, una postración de espíritu, que desaparecerá el día que al Señor le pluguiera decir al paralítico: «Levántate, y camina por el sendero de la verdad.»

Entre tanto yo oraré por V.; y si bien el estado de su espíritu no es muy a propósito para hacer lo mismo, sin embargo, todavía me atreveré a decirle que ore V., que invoque al Dios de sus padres, cuyo santo nombre aprendió a pronunciar desde la cuna, y que le suplique le conceda el llegar al conocimiento de la verdad. Quizás ¡oh pensamiento de horror!, quizás pensará V.: ¿cómo puedo llamar a Dios, si en ciertos momentos, abatido por el escepticismo, hasta siento flaquear mi única convicción, y no estoy bien seguro ni de su existencia?... No importa: haga V. un esfuerzo para invocarle; Él se le aparecerá, yo se lo aseguro: imite V. al hombre que, habiendo caído en una profunda sima, no sabiendo si es capaz de oírle persona humana, esfuerza no obstante, la voz, clamando auxilio.

Cuente V. con el entrañable afecto y la consideración de este S. S. S. Q. B. S. M.

J. B.




ArribaAbajoCarta VIII

Los nuevos espiritualistas franceses y alemanes.


Ilusiones del escéptico. Filosofía alemana. Leibnitz. Sus doctrinas. Su oposición a Espinosa. Su religiosidad. Errores de Kant. Sus doctrinas con respecto a las pruebas metafísicas de la inmortalidad del alma, de la libertad del hombre y duración del mundo. Observaciones sobre la abnegación de la razón. Fichte. Sus errores. Schelling. Notables palabras de madama Staël. Hegel. Su vanidad intolerable. Dificultad de que se extienda en España la filosofía alemana.

Mucho me alegro, mi estimado amigo, de que nada tengan que ver con V. los argumentos que aducir suelen los apologistas de la religión contra los defensores del materialismo y de la ciega casualidad, y no puedo menos de felicitarle por «hallarse ya, como me dice en su apreciada, radicalmente curado de su afición a los libros donde se enseñan las doctrinas de Volney de La Mettrie». A decir verdad, no esperaba menos del claro talento y noble corazón de V., pues no concilio cómo, en poseyendo semejantes cualidades, sea posible leer obras de esta clase. Yo de mí sabré decir que las encuentro tan faltas de solidez como abundantes de mala fe; y que lejos de apartarme de la religión, me afirman más y más en ella: los convulsivos esfuerzos del error impotente dan una idea más grande de la verdad. Sin embargo, me permitirá V. que le advierta del error en que incurre cuando dispensa tan pomposos elogios a los nuevos espiritualistas alemanes, franceses; pues nada menos les atribuye que el ser los restauradores de las buenas doctrinas, devolviendo a la humanidad los títulos de que la despojara la filosofía volteriana. Cada época tiene sus opiniones y presiones de buen tono; ahora no podría uno pertenecer a la escuela del siglo XVIII, aun cuando lo quisiese: es preciso hablar del espiritualismo de Kant, Fichte, Schelling, Hegel, Cousin, y desechar el sensualismo de Destutt-Tracy, Cabanis, Condillac y Locke, si no se quiere pasar plaza de rezagado en materia de conocimientos filosóficos. Enhorabuena que no se profese ninguna religión, pero es indispensable tener siempre en boca el sentimiento religioso, los destinos de la humanidad, y hasta no escrupulizar de vez en cuando en pronunciar las palabras Dios y Providencia. Hablando ingenuamente, cuando he leído en su apreciada de V. los nombres que acabo de recordar, no he podido convencerme de que V. se hubiese devanado mucho los sesos en el estudio de altas y abstrusas cuestiones metafísicas; más bien me inclinaría a creer que sus ideas sobre el particular habrán sido cogidas al vuelo en los periódicos, sin haberse tomado mucha pena en aclararlas y analizarlas. No le culpo a V. por esto, pues al fin sus opiniones, como de un simple particular, no ejercerán influencia sobre el público; que, si se tratase de un escritor, que debe siempre saber lo que recomienda o censura, entonces me tomaría la libertad de amonestarle que anduviese más recatado en sus deseos de introducirnos innovaciones que podrán sernos muy dañosas.

¿Sabe V. lo que es la filosofía alemana? ¿Tiene usted noticia de sus tendencias, y hasta de sus expresas doctrinas sobre Dios y el hombre? ¿Cree V. que el abismo a donde conduce es mucho menos profundo que el de la escuela de Voltaire? ¿Piensa V., por ventura, que Schelling y Hegel son legítimos sucesores de su compatriota Leibnitz, de ese grande hombre que, según la expresión de Fontenelle, conducía de frente todas las ciencias, y que, a pesar de lo que puede objetarse contra algunos de sus sistemas, abrigaba, no obstante, tan altas ideas sobre la religión y tantas simpatías por la católica?

La filosofía de Leibnitz ha ejercido mucha influencia en Alemania, y a él se debe, en parte, que no se introdujeran allí las doctrinas materialistas de la escuela francesa del siglo pasado. Sea cual fuere el concepto que se forme de sus sistemas, no puede negarse que, al paso que revelaban un genio eminente, contribuían a elevar el espíritu, a darle una viva conciencia de su grandor, y de que no podía de ningún modo confundirse con la materia. Que si se le echa en cara su extremado idealismo, responderemos que éste la sido el achaque de los más altos pensadores, desde Platón hasta Bonald.

Para Leibnitz no era Dios el alma de la naturaleza o la naturaleza misma, como sustentan algunos filósofos modernos; sino un Ser infinitamente sabio, poderoso, perfecto en todos sentidos; el panteísmo, que tan lastimosamente ha extraviado en los últimos tiempos a ciertos pensadores alemanes, era, en concepto de Leibnitz, un sistema absurdo. El alma humana tampoco la consideraba el ilustre filósofo como una especie de modificación del gran Ser que todo lo absorbe y con todo se identifica, como opinan los panteístas; sino que la tenía por una substancia espiritual, esencialmente distinta de la materia, así como infinitamente distante del Criador que le ha dado la existencia.

Sabido es que impugnó victoriosamente el sistema de Espinosa, y que, en tratándose de Dios y de la inmortalidad del alma, los principios de la moral, y los premios y castigos de la otra vida, no podía sufrir que el espíritu del error esparciese sus tinieblas sobre tan sagrados objetos. «No puede dudarse, escribía a Molano, que el sapientísimo y poderosísimo gobernador del universo tiene destinados premios para los buenos y castigos para los malos, y que esto lo ejecuta en la vida futura, ya que en la presente quedan impunes muchas acciones malas, y muchas buenas sin recompensa.» Este lenguaje no es, por cierto, el de los modernos panteístas, y por él se echa de ver que los filósofos alemanes, al resucitar el sistema de Espinosa, se han desviado de las huellas de su ilustre antecesor. No ignoro que los escritores alemanes a quienes aludo, conservan todavía la abstracción y el sentimentalismo propios de su nación, y que no participan de la ligereza y trivialidad que ha caracterizado a los incrédulos de la escuela francesa; pero es preciso no olvidar que el sentimiento no basta cuando no está enlazado con la convicción, y que el corazón ejerce muy mal sus funciones cuando éstas son contrarias al impulso de la cabeza.

Además, si la Alemania continúa en sus ideas impías, al fin se resentirá de ellas el carácter; y el sentimiento religioso, ya muy debilitado por el protestantismo, vendrá a extinguirse en manos de la impiedad. Disfrácese como se quiera la doctrina del panteísmo, entraña la negación de Dios; es el ateísmo puro, sólo que toma otro nombre. Si todo es Dios, y Dios es todo, Dios será nada; lo único que existirá será la naturaleza con su materia, y sus leyes, y sus agentes de diversos órdenes; todo lo cual lo admiten muy bien los ateos, sin que por esto entiendan que han abjurado su sistema. Si la criatura piensa que es una parte del mismo Dios, o Dios mismo, por el mismo hecho niega la existencia de un Dios que le sea superior y pueda pedirle cuenta de sus obras; la divinidad será para él un nombre vano, y podrá adherirse al dicho del alemán que, al levantarse de un banquete, exclamaba: «todos somos dioses que hemos comido muy bien.»

La religiosidad de Leibnitz era por cierto más sólida y profunda. Véase cómo desenvuelve sus ideas en el lugar arriba citado. «El olvidar en esta vida el cuidado de la venidera, que está inseparablemente unida con la divina Providencia, y el contentarse con cierto inferior grado de derecho natural, que también puede tenerlo un ateo, es mutilar la ciencia en sus más bellas partes, y destruir muchas buenas acciones. ¿Quién correrá el peligro de su fortuna, dignidad y vida, por sus amigos, por su patria, por la república, ni por la justicia y la virtud, si, arruinados los demás, él puede continuar viviendo entre los honores y la opulencia? Porque, el posponer los bienes verdaderos y positivos a la inmortalidad del hombre, a la fama póstuma, es decir, a un rumor del cual nada nos llegaría, ¿no fuera una virtud de un brillo bien falso?»

No me propongo examinar todas las opiniones de los filósofos alemanes, ni deslindar hasta qué punto sean admisibles; sólo me limitaré a hacer resaltar algunos de sus errores principales, citando el autor que las haya inventado o prohijado, y sin pretender que caiga la responsabilidad sobre los pensadores de dicha nación que no sigan en la misma senda.

Kant no llevó tan adelante sus errores con respecto a Dios, al hombre y al universo, como lo han hecho algunos de sus sucesores; pero menester es confesar que, intentando promover una especie de reacción contra la filosofía sensualista, dejó tan en descubierto las principales verdades, que nada le tiene que agradecer la filosofía verdadera con respecto a la conservación de ellas. En efecto: quien afirma que las pruebas metafísicas en defensa de la inmortalidad del alma, de la libertad del hombre y de la duración del mundo le parecen de igual peso que las que militan en contra, no es muy a propósito para dejar bien establecidas esas verdades, sin las que serán un nombre vano todas las religiones. Enhorabuena que demos mucha importancia al sentimiento y a las inspiraciones de la conciencia, que conozcamos la debilidad de nuestro raciocinio y no exageremos sus alcances; pero conviene también guardarnos de destruirle, de matar la razón a fuerza de desconfiar de ella, extinguiendo esa antorcha que nos ha dado el Criador, y que es un hermoso destello de la Divinidad.

Sucede a veces, mi apreciado amigo, que la abnegación de la razón no proviene de humildad, sino de un excesivo orgullo, de un exagerado sentimiento de superioridad que se desdeña de examinar, y que cree suficiente mirar para ver, sin necesidad de discurrir. No me encontrará V. en el número de aquellos que en todo apelan al raciocinio, y que nada conceden al sentimiento, nada a aquellas súbitas inspiraciones que nacen en el fondo de nuestra alma sin que nosotros mismos sepamos de dónde nos han venido; conozco, y se lo he dicho a V. mil veces, que nuestra razón es débil en extremo, que es excesivamente cavilosa, que todo lo prueba, que todo lo combate; pero de aquí a negarle su voto en las altas cuestiones de metafísica, y desecharla como incompetente para discernir en ellas entre la verdad y el error, hay una distancia inmensa. Est modus in rebus.

Si Kant llevó la sobriedad de la razón hasta un extremo reprensible, señalándole límites estrechos en demasía, no faltaron otros que exageraron las fuerzas de la misma, pretendiendo explicar con su sola ayuda el universo entero. Sabido es que Fichte se entregó a un idealismo tan extravagante, que, dándolo todo al alma, llega, por decirlo así, al anonadamiento de todos los objetos exteriores; su sistema conduce a la negación de la existencia de todo cuanto no sea el yo que piensa. A pesar de las dañosas consecuencias a que puede conducir semejante doctrina, no son éstas más peligrosas, e inmediatamente destructoras de toda religión y moral, que las de Schelling, quien, no obstante todos los velos con que encubre su sistema, al fin viene a parar al panteísmo de Espinosa. Poco me importa que en la escuela de Schelling se me hable de cualidades íntimas que no perecerán cuando yo muera, sino que volverán a entrar en el vasto seno de la naturaleza; cuando al propio tiempo se me añade que el individuo, es decir, el ser particular, el alma, se anonada. Poco me importa que se me hable de espiritualismo y que se condene el materialismo, si al fin no se me consuela con el pensamiento de la inmortalidad, si en último resultado se me dice que la inmortalidad es una quimera, y que, si algo queda de mí después de la disolución del cuerpo, no será yo mismo que pienso y quiero, sino ciertas cualidades que no sé lo que son, y que poco me han de importar cuando yo no exista.

No falta quien ha dicho que Aristóteles había dejado algo obscuros ciertos pasajes de sus obras, con la mira de que, ofreciendo lugar a interpretaciones diversas, diesen pie a sus discípulos para defenderle contra sus adversarios. Sea lo que fuere de semejante conjetura, es preciso convenir en que los filósofos alemanes han dejado muy atrás en esta parte al filósofo de Estagira pues han sabido envolver en tan espesa nube sus ideas, que ni aun los iniciados en el secreto han podido lisonjearse de penetrar sus profundidades. «En sus tratados de metafísica, dice madama Staël hablando de Kant, toma las palabras como cifras y les da el valor que le acomoda, sin pararse en el que tienen por el uso.» Lo mismo puede afirmarse de los más famosos filósofos de la misma nación; nadie ignora el misterioso lenguaje de Fichte y de Schelling, por lo tocante a Hegel, él mismo ha dicho: «no hay más que un hombre que me haya comprendido»; y temiendo, sin duda, que esto era ya demasiado, añadió: «y ni aun éste me ha comprendido».

Bien podrá suceder que V. se fatigue, si le presento algunas muestras de esta filosofía tan ponderada; pero creo muy del caso arrostrar el ligero inconveniente, pues de esta manera lograré que V. no se deje fácilmente engañar por encomiadores que ensalzan lo que no comprenden. No dudo que V. está ya en la convicción de que los filósofos alemanes se pasean por un mundo imaginario, y que quien forme empeño en seguirlos, es menester que se despoje de todo lo que se parece a los pensamientos comunes; pero yo creo poderle demostrar algo más; yo creo poderle demostrar que no basta el desentenderse de los pensamientos comunes, sino que es preciso olvidarse hasta del sentido común. Si encuentra V. la palabra demasiado dura, no me culpe de temerario hasta haberme oído; entre tanto, no olvide V. que tratamos de hombres que han manifestado un soberano desprecio de todo lo que no era ellos, que han pretendido enseñar a la humanidad a manera de infalibles oráculos, y que, bajo apariencias misteriosas y enfáticas, han llevado su orgullo mucho más allá que todos los filósofos antiguos y modernos.

Hegel, este hombre a quien, según afirma él mismo, nadie comprendió, nos asegura que ha fijado los principios, arreglado el sistema y determinado el límite de toda filosofía. Él lo ha descubierto todo: después de él nada queda por descubrir; la humanidad no debe hacer más que desarrollar las teorías del sublime filósofo, y aplicarlas a todos los ramos de los conocimientos. Esto no fuera tan intolerable, si se tratase de objetos de escasa importancia, si Hegel no llamara a su tribunal al hombre, a la humanidad, a todas las religiones, a Dios mismo, y no fallase sobre todo con indecible orgullo. «Hegel, ha dicho Lerminier, se glorifica en sí mismo; se sienta como árbitro supremo entre Sócrates y Jesucristo; toma al cristianismo bajo su protección, y parece que piensa que, si Dios ha criado el mundo, Hegel lo ha comprendido.»2

Estas soberbias pretensiones las encontrará V. en otros filósofos, y no escasean de ellas los franceses que han bebido en las mismas fuentes y cuyos nombres se nos citan a veces con misterioso énfasis. Así creo que no será perdido el tiempo que se emplee en dar una idea de esos delirios, que tal nombre merecen, por más que se envanezcan con las ínfulas de la ciencia. Como esta carta va tomando demasiada extensión, no me es posible presentarle a V. los comprobantes de las aserciones emitidas; pero lo haré sin falta en las inmediatas. No dudo que V. se quedará profundamente convencido de que esa nueva filosofía que tanto se nos pondera, no es más que la repetición de los sueños en que se ha mecido en todos tiempos el espíritu humano, siempre que, en la embriaguez de su orgullo, se ha desviado de los principios de eterna verdad.

Afortunadamente, hay en España un fondo de buen sentido que no permite la introducción, y mucho menos el arraigo, de esas monstruosas opiniones, que tan fácil y benévola acogida encuentran en otros países; y, por este motivo, no es tan temible que los errores de que estoy hablando, causen entre nosotros los males que en otros países han producido. Pero en cambio tenemos que, habiéndose descuidado mucho en España los estudios filosóficos, siendo muy pocos los que se hallan al nivel del estado actual de la ciencia, sería fácil que, sin advertirlo los hombres de sana doctrina y recta intención, se apoderasen de la enseñanza innovadores alucinados, que extraviasen a la incauta juventud. Digo esto, porque me temo que a otros suceda lo que, según veo, le estaba sucediendo a V., de creer que las modernas escuelas alemanas y francesas caminaban nada menos que a la restauración de un espiritualismo puro, cual lo tenían nuestros mayores, y cual lo profesan todavía los verdaderos cristianos y los filósofos juiciosos.

De las demás cartas que pienso escribirle a V. sobre este objeto, sacará V. otro provecho, cual es, el formarse ideas algo más claras de las que debe tener ahora, sobre una cuestión importantísima que agita en la actualidad a la Francia y llama la atención de Europa: hablo de las desavenencias suscitadas entre el clero francés y la Universidad. Sea cual fuere el juicio que V. forme sobre la mayor o menor templanza con que haya ventilado la cuestión este o aquel periódico, y sobre las medidas que hayan creído conveniente adoptar algunos obispos, al menos se quedará V. convencido de que los católicos del vecino reino no se alarman sin razón; que hay aquí algo más de lo que nos quieren dar a entender algunos; que lo que en el fondo se agita es algo más que la ambición del clero, pues están envueltas en el negocio gravísimas cuestiones de doctrina. Con esto se me ofrecerá excelente oportunidad de manifestarle a V. cuán poco caso debe hacerse de esos fallos magistrales que se leen a cada paso sobre los asuntos de más importancia, y con cuánta injusticia acusan algunos la intolerancia del clero, cuando son ellos los verdaderos intolerantes. Hombres hay que, en tratándose de negocios de religión, o no beben sino en determinadas fuentes, o no consultan más que sus arraigadas preocupaciones. Ya que no puedo esperar de V. mucho celo religioso, a lo menos me prometo la imparcialidad. Entre tanto, viva V. seguro del afecto de este S. S. S. Q. B. S. M.

J. B.




ArribaAbajoCarta IX

Panteísmo de la filosofía alemana.


Hegel. Lo que es la religión en sentido de este filósofo. La substancia universal de su sistema. La idea. Su desarrollo. La existencia. Panteísmo de Hegel. La esfera lógica. La razón impersonal. Las leyes objetivadas. Sus sueños con respecto a las leyes de la naturaleza. Sus pretendidas demostraciones astronómicas. El planeta Ceres. Atrevimiento de Hegel contra Newton. Ingenua confesión de Link, admirador del filósofo alemán.

Mi estimado amigo: En la carta anterior le manifesté a V. mi opinión poco favorable a la moderna filosofía alemana, aventurándome a calificarla con una severidad que V. quizás debió de reputar excesiva. Este atrevimiento, tratándose de hombres que han adquirido mucha celebridad, y cuyas palabras son escuchadas por algunos cual si salieran de boca de oráculos infalibles, me impone el deber de probar lo que allí dije, y hacerlo de manera que no consienta réplica. Bien se acordará V. de mis quejas sobre la doctrina de dichos filósofos con respecto al panteísmo, y que los acusaba de resucitar los errores de Espinosa, bien que envueltos en formas misteriosas de un lenguaje simbólico y enfático; este cargo es el que voy a justificar con respecto a Hegel.

Según este filósofo, la religión es el «producto del sentimiento o de la conciencia que el espíritu tiene de su origen, de su naturaleza divina, de su identidad con el espíritu universal». Podríamos dudar del verdadero sentido de aquella expresión su naturaleza divina, si anduviese sola, pues que, siendo nuestra alma criada a imagen y semejanza de Dios, y distinguiéndose por su elevación sobre todos los seres corpóreos, dable sería pensar que Hegel sólo trataba de recordar la nobleza y dignidad de nuestro espíritu, fundando el sentimiento religioso en la conciencia que tenemos de que nuestro origen, nuestra naturaleza y destino, son muy superiores a este pedazo de barro que envuelve nuestra alma, que la embaraza y agrava. Pero el filósofo alemán, tuvo cuidado de explanar sus ideas, añadiendo que nuestro espíritu era idéntico con el espíritu universal. ¿Qué será ese espíritu universal que absorbe, que identifica en sí todos los espíritus particulares?; ¿no es esto la proclamación pura y simple de un panteísmo espiritualista?; ¿no es esto afirmar que Dios es todos los espíritus y que todos los espíritus son Dios?; ¿que el pensamiento, el alma de cada hombre, no es más que una modificación del Ser único, en el cual todos se confunden e identifican? Pero oigamos de nuevo al filósofo alemán, por ver si acaso no habríamos comprendido bastante bien el sentido de sus palabras. «Esta conciencia, continúa Hegel, se halla primero envuelta en un mero sentimiento, cuya expresión es el culto: en seguida la conciencia se desenvuelve, Dios pasa a ser objeto, y de aquí nacen las mitologías y todo lo que se llama la parte positiva de la religión; pero detenerse en este segundo estadio donde el Dios del universo es adorado en el mármol de Fidias, donde Jesucristo no es más que un personaje histórico, sería mentir contra el espíritu.»

«En la religión los pueblos deponen sus ideas sobre la esencia del mundo y las relaciones que con ésta tiene la humanidad. El ser absoluto es aquí el objeto de su conciencia; hay otro más allá que ellos se representan, ora con los atributos de la bondad, ora con los del terror. Esta oposición no existe en el recogimiento de la oración y en el culto: y el hombre se eleva a la unión con el Ser divino. Pero este Ser divino es la razón en sí y para sí, la substancia universal concreta; la religión es la obra de la razón que se revela.» Quizás extrañará V. que el filósofo alemán se anduviera en tantos rodeos para venirnos a decir que la religión no es más que una ulterior manifestación de la razón, que el Ser divino, el Ser objeto religioso y del culto, es decir, Dios, no es más que la razón misma, bien que en sí y para sí, o bien la substancia universal concreta: yo no sé si estará V. muy versado en estas materias, para comprender la jerigonza de un ser que es en sí y para sí, que es la razón humana, y que, por añadidura, es la substancia universal concreta. Sea como fuere, procuraré darle a V. alguna explicación del sentido que envuelven las enigmáticas palabras de nuestro metafísico.

Para la inteligencia de esto debe V. advertir que según Hegel, el mundo entero no es más que la evolución de la idea, y que, según el grado en que se encuentra la expresada evolución se dice que los seres son en sí; y, cuando ésta ha llegado a mayor progreso, se dice que los seres son para sí. Me preguntará V. ¿qué es la idea? En dictamen de Hegel no es otra cosa que la «harmoniosa unidad de este conjunto universal que se desarrolla eternamente»; «todo lo que existe, añade, no entraña verdad sino en cuanto es la idea que ha pasado al estado de existencia, porque la idea es la realidad verdadera y absoluta». Y no crea V. que con semejante definición se nos quiera expresar la inteligencia divina, o bien la infinita esencia del Criador, en la cual está representado, desde toda la eternidad, todo lo existente y todo lo posible; nada de esto: cuando Hegel habla de la harmoniosa unidad, se refiere a este conjunto universal que tiene un desarrollo eterno, es decir, al mundo mismo, que va tomando diferentes formas y modificándose de varias maneras. «Para comprender, dice, lo que es esta evolución, por la cual la idea se produce y acaba, es preciso distinguir dos estados: el primero es conocido con el nombre de disposición, virtualidad, potencia, y yo le llamo ser en sí; el segundo es la actualidad, la realidad, o lo que yo apellido ser para sí. El niño que nace tiene la razón virtualmente, en germen, mas no posee todavía la posibilidad real de la razón. Es razonable en sí, pero no llega a serlo para sí, sino a medida que se desenvuelve. Todo esfuerzo para conocer y saber, toda acción, no tiene otro objeto que sacar a luz lo que está oculto, que realizar o actualizar lo que existe virtualmente, de objetivar lo que es en sí, de desenvolver lo que existe en germen.»

«Llegar a la existencia es sufrir un cambio, y, sin embargo, quedar lo mismo; ved, por ejemplo, cómo la encina sale de la bellota; prodúcense cosas muy diversas, pero todo estaba encerrado ya en el germen, aunque invisible e idealmente.»

Pasaré por alto las muchas y graves consideraciones que podrían hacerse sobre el peregrino significado que da el filósofo alemán a la palabra idea. Se les había ocurrido a los autores de sistemas ideológicos el excogitar varios para explicar el misterio del pensamiento, dando también diferentes acepciones a la palabra idea; pero decir que ésta es «la harmoniosa unidad del conjunto universal que se desarrolla eternamente», o, en términos más claros, llamar idea a la naturaleza misma, creo que sólo podía venir a la mente de quien, proponiéndose confundirlo todo en el monstruoso panteísmo, comienza por dar a las palabras una significación inusitada y extravagante. Yo desearía que se me explicase qué necesidad hay de tantos rodeos para llegar a decirnos que en el mundo no hay más que un ser, o una substancia, que ésta sufre diferentes modificaciones, y que todo cuanto existe no es más que uno de los accidentes del conjunto universal que sin cesar se transforma. Éste es ciertamente el pensamiento de Hegel: el niño tenía el uso de razón en potencia, el adulto en acto; aun más, y hablando con mayor precisión: el mismo adulto, cuando piensa, está en acto: cuando duerme, está en potencia de pensar.

Dice Hegel que todo esfuerzo para conocer y saber, y hasta toda acción, tiene por objeto el sacar a luz lo que está oculto, realizar o actualizar lo que es virtualmente: esto necesita comentarios: es verdad que el esfuerzo para conocer y saber tiende a hacernos presente y ponernos en claro lo que para nosotros está u obscuro o enteramente oculto; pero no lo es que ninguna acción tenga otro objeto que realizar o actualizar lo que es virtualmente. No puede negarse que en el orden de la naturaleza hay un desarrollo continuo en que unos seres salen de otros, como la encina de la bellota; pero los hay también cuya esencia se opone a que hayan dimanado de otro cualquiera, a no ser que hayan pasado instantáneamente de la no existencia a la existencia, es decir, sin haber sido criados.

«Llegar a la existencia, dice Hegel, es sufrir un cambio, y sin embargo, quedar lo mismo»: esta proposición asentada en general destruye toda idea de creación, pues que no existe ésta, cuando no se pasa de la nada al ser. Si llegar a la existencia no es más que sufrir una mudanza y quedar lo mismo, tendremos que, cuando el universo comenzó a existir, no fue porque hubiese sido criado por Dios, sino porque, verificándose una gran transformación en la materia preexistente, resultó ese conjunto que nos asombra con su inmensidad, y nos encanta con su belleza y harmonía. Semejante suposición nos lleva en derechura a la eternidad del mundo, al caos de los antiguos, a todos los absurdos sobre el origen de las cosas, que las luces del cristianismo habían desterrado de la tierra.

Extraño es que filósofos que se glorían de altamente espiritualistas, que manifiestan despreciar el materialismo francés del siglo pasado, lo establezcan tan lisa y llanamente combatiendo la espiritualidad, la inmortalidad, y el origen divino de nuestra alma. Si cuando ésta comienza a existir no hay más que la mudanza de un ser, a manera que la encina es lo contenido en la bellota, bien que desenvuelto y transformado, podremos inferir que el alma brota del fecundo seno de la naturaleza lo propio que los gérmenes materiales; será un producto más o menos útil, más o menos activo, más o menos depurado, pero no será más que el ser que ya antes existía, que la planta salida de la semilla. Esta doctrina es esencialmente materialista, sin que basten a sincerarla de tan grave cargo todos los misterios y enigmas del nuevo lenguaje filosófico. Lo que es simple, lo que es indivisible, no puede ser el resultado de la transformación de otro ser; lo que pasa de un estado a otro adquiriendo una nueva forma, una nueva existencia, como lo hacen los vegetales salidos del germen, es compuesto; porque no es dable concebir esa mudanza sucesiva sin acompañarle la idea de partes. Podemos muy bien admitir que una substancia enteramente simple ejerza actos muy diferentes, y reciba impresiones muy varias, pues que todas estas modificaciones pueden realizarse sin alterar su naturaleza, como en efecto lo estamos experimentando a cada paso con respecto a nuestro espíritu; pero afirmar que la substancia misma no es más que otra transformada y desenvuelta, es asentar que esta substancia consta de partes, que se pueden combinar de distintas maneras.

La dificultad de atacar semejantes delirios proviene de que esos nuevos filósofos han tenido la ocurrencia de adoptar un lenguaje tan extraño y enigmático, que siempre está uno en la duda de si ha dado o no en el verdadero sentido del autor. Así, en el caso que nos ocupa, si Hegel hubiese dicho sencillamente que en el mundo no hay más que un ser, una substancia, que comprende en sí todo el conjunto de cuanto existe, añadiendo que lo que a nosotros nos parecen seres o substancias particulares, no son otra cosa que modificaciones de la substancia única que todo lo absorbe, sabríamos que tenemos a la vista un profesor del panteísmo, y al combatirle no vacilaríamos sobre cuáles son los mejores argumentos para demostrar la falsedad del monstruoso sistema. Pero, ¿cómo quiere V. habérselas con un hombre que empieza hablándole de idea, de harmoniosa unidad, de conjunto que se desarrolla eternamente, de idea que es la realidad misma, de evoluciones, de ser en sí y para sí, de tránsitos de virtualidad a la actualidad, todo para venir a parar a que el universo entero no es más que un desarrollo sucesivo, saliéndole al fin con el estupendo descubrimiento de que un niño al nacer tiene la razón virtualmente, mas que no la posee actualizada, y que la encina ha salido de la bellota?

Las ramas, dice Hegel, las hojas, las flores, el fruto de una misma planta, proceden cada uno para sí, mientras que la idea interior determina esta sucesión. ¿Sabría V. decirme lo que debe de ser el que las ramas, las hojas, las flores, el fruto procedan para sí, ni cuál podrá ser el significado de la idea interior, aplicada a las plantas? ¿Supone Hegel que dentro de la naturaleza hay un ser inteligente y próvido que lo ve todo, que lo arregla todo, queriendo llamar idea el pensamiento de este ser, distinguiéndole, empero, de la materia? Entonces vendrá a parar a la idea de Dios, porque también decimos nosotros que Dios está en todos los seres, en todas las partes, viéndolo todo, ordenándolo todo, conservándolo todo, presidiendo a ese magnífico desarrollo que de continuo se está obrando en la naturaleza, conforme a las leyes establecidas por el Criador. Mas nosotros afirmamos que el autor de tantas maravillas existía desde toda la eternidad, antes que nada existiese fuera de él; y ahora conserva, mueve, vivifica el mundo; no como el alma al cuerpo, sino de una manera independiente, libre, sin estar ligado con su criatura, sino obrando por medio de su voluntad omnipotente, y repitiendo a cada paso lo que con tan sublime pincelada nos describió Moisés: hágase la luz, y la luz fue hecha. Pero, el dar a la naturaleza una idea interior, atada, por decirlo así, con los seres corpóreos, es afirmar que el mundo es un ser animado, que funciona del propio modo que nuestro cuerpo, vivificado por el alma; lo que, si anda acompañado de la confusión del espíritu con la materia, si se supone que la existencia de los seres espirituales y corporales no es más que un desarrollo simultáneo del admirable conjunto, forma el panteísmo puro, tal como lo concibiera Espinosa.

Quizás no creía V., mi apreciado amigo, que a tal extremo llegara la filosofía moderna de los indignos sucesores de Leibnitz; mas, por esto he creído conveniente presentarle a V. los mismos textos del ponderado filósofo, para que se convenciera a un tiempo de que la ensalzada superioridad se reduce a resucitar errores antiguos, bien que cubiertos con nombres extravagantes. Interminable sería esta carta, y estoy seguro de que se le haría a V. algo pesada, si me propusiera mostrarle, ni aun en resumen, todas las paradojas a que fue conducido Hegel por su enigmático sistema. Nada le diré a V. del desarrollo de la idea en la esfera lógica, de la razón impersonal, y otras cosas por este tenor; quiero limitarme a decirle dos palabras sobre la peregrina esperanza que abrigaba el filósofo de que por medio de su teoría era dable determinar a priori las leyes del mundo físico. Riéranse ciertamente Newton y Leibnitz de pretensión tan extraña; riéranse todos los físicos modernos, acordes en que no hay otro medio para llegar al conocimiento de las leyes de la naturaleza que la observación; pero Hegel les respondería con la mayor seriedad que, no siendo las leyes del mundo físico otra cosa que las de nuestro espíritu, bien que objetivadas, es muy posible pasar del conocimiento de éstas al de aquéllas. Ciertamente que debiera de encontrarse algo embarazado el filósofo alemán, si se le exigiese una explicación clara y precisa sobre esas leyes de nuestro espíritu, que son al propio tiempo leyes de la naturaleza. Curioso sería ver indicada la ley de nuestro espíritu que, aplicada al mundo corpóreo, se convierte en atracción universal, ejercida en razón directa de las masas e inversa del cuadrado de las distancias; a qué se reducen las leyes de afinidad cuando, al dejar de ser objetivadas, quedan simplemente leyes de nuestra alma. Los poetas, los oradores, los filósofos, habían descubierto ya muchas analogías entre el mundo moral y el físico; analogías que, aprovechadas por el ingenio, y embellecidas con los colores de fecunda imaginación, sirven admirablemente para comparar de continuo, unos con otros, órdenes de seres muy diferentes, animando, variando y hermoseando el estilo; pero estaba reservado a Hegel el no contentarse con simples comparaciones, el establecer completa identidad, de suerte que la observación dejase de sernos necesaria para penetrar los arcanos de la naturaleza, bastándonos meditar sobre las leyes de nuestro espíritu, es decir, abstraernos de todo cuanto nos rodea, y en seguida objetivar las leyes descubiertas, quedando de esta manera demostradas a priori todas las que rigen el cielo y la tierra.

Creerá V., sin duda, que sin fundamento me estoy chanceando a costa del filósofo alemán y que trato de dar a la discusión este giro, sin cuidar de la verdadera mente de Hegel, y sólo atendiendo a que es preciso amenizar algún tanto materias tan ingratas de puro abstrusas. Pues debe V. saber que no estoy combatiendo un gigante fantástico que yo haya tenido la humorada de crear para partirle de un tajo; las paradojas que acabo de impugnar las sostenía Hegel con la seriedad de un alemán, y no tengo yo la culpa si el negocio es extravagante con sus ribetes de ridículo. Propúsose nada menos que construir con el auxilio de un sistema todas las ciencias naturales; y en sus obras encontrará V. aplicaciones a la mecánica, a la física, a la geología, las que pretende fundar en sus teorías metafísicas. Verdad es que el cielo no se cuidaba mucho de las profecías del filósofo y que alguna vez le dejó muy malparado; pues que, habiendo tenido la ocurrencia de demostrar a priori que entre Marte y Júpiter, no podía haber otro planeta, nos vino cabalmente en el mismo año el célebre astrónomo Piazzi descubriendo a Ceres, que, como V. no ignora, tiene su asiento allí donde, según la demostración de Hegel no podía tener cabida ningún planeta.

Quien a tanto se atrevía no es extraño que se permitiese motejar al inmortal Newton hasta de una manera poco decorosa. A pesar de tamaño orgullo, es cierto que la posteridad nos aprobaría que se escribiera sobre el sepulcro del metafísico alemán lo que con tanta razón se halla en el del astrónomo inglés: «sibi gratulentur mortales tale tantumque extitisse humani generis decus.»

Llegó a tal punto la manía de Hegel sobre este particular que su admirador Link no pudo menos de decir: «aflicción causa el ver de qué manera habla nuestro autor de los objetos pertenecientes al dominio de las ciencias naturales, de la astronomía y de las matemáticas; y, sin embargo, él gusta de hablar sobre esto, y lo hace siempre con tono tan magistral y tan amargo, que le daría a uno risa, si reírse pudiera al ver a un hombre como él, extraviarse de un modo tan lastimoso. Este mal de Hegel empeoraba en la última época de su vida, y hasta se enojaba contra los que no se decidían a admirarle.»

Bien se habrá convencido V., mi apreciado amigo, de que no sin razón me había mostrado algo severo con la moderna filosofía alemana; ciertamente que no necesita comentarios la doctrina que acabo de examinar, para que se vean, no sólo su tendencia y espíritu, sino lo que es en sí, en realidad. Espero volver otro día sobre este punto, y entre tanto viva usted seguro del afecto de este su amigo y S. S. Q. B. S. M.

J. B.




ArribaAbajoCarta X

Escuela filosófica francesa de Mr. Cousin.


Razones que tiene el clero francés para levantar la voz contra ella. Lo que enseñaba Mr. Cousin en 1818 y en 1819. Su panteísmo. Citas justificadas. Con las teorías de monsieur Cousin; todas las religiones quedan reducidas a la nada. Conclusión.

Mi estimado amigo: Voy a pagar el resto de la deuda que hace muchos días tengo contraída, de hacerle a V. una breve reseña de cierta escuela filosófica, que, nacida en Alemania y difundida por Francia, causa los mayores estragos a la religión, y tiende a comprometer gravemente el porvenir de la ciencia. Bien recordará V. lo que dije en mis anteriores sobre la filosofía alemana que tan abiertamente profesa el panteísmo, por más que de vez en cuando quiera envolverse en formas enigmáticas, hablando, en lenguaje ininteligible, de Dios, del hombre y de la naturaleza. Esta acusación procuraré fundarla en pasajes del mismo filósofo contra quien la dirigía; y creo que no le habrá quedado a V. ninguna duda de que la imputación no era calumniosa. Quizás le será difícil a V. persuadirse de que iguales cargos puedan hacerse a la escuela francesa que sigue las huellas de M. Cousin; porque, habiendo oído repetidas veces las invectivas de los universitarios contra la intolerancia del clero, se habrá usted imaginado que la filosofía del jefe del eclecticismo es inocente en todas sus partes; y que sólo cabe apellidarla impía en hombres que se alarmen, no por el error sino por la sola luz de la razón, y se empeñen en condenar el entendimiento humano a eterna inmovilidad y a la más estúpida ignorancia.

No me costará mucho trabajo sacarle a V. de este error, y demostrarle hasta la última evidencia que no sin razón levanta la voz el clero francés contra el veneno que se procura ofrecer a los jóvenes en copa de oro.

En primer lugar, debe saber V. que ya en 1819 enseñaba M. Cousin que no había demostración de la existencia y de los atributos de Dios, ni experimental, ni de otra clase. Es cierto que, al propio tiempo, afirmaba que la existencia de Dios es una verdad superior a todas las otras y hasta a los principios que se llaman axiomas; mas no deja de añadir lo siguiente: «Sea cual fuere la opinión que se adopte sobre el particular, queda establecido que ni la experiencia sola, ni la experiencia ayudada del raciocinio, puede alcanzar la existencia de los atributos esenciales de Dios.» ¿De qué servía el decir que la existencia de Dios es una verdad superior a todas las otras, si luego se la combatía por sus cimientos, asegurando que la razón no podía alcanzarla, y declarando, por consiguiente, vana ilusión la creencia en que estuvieron los filósofos de que habían conseguido por medio de las criaturas elevarse al conocimiento del Criador? ¿No podríamos suponer que en 1819 no se atrevía M. Cousin a manifestar su pensamiento todo entero; y que así tributaba aparentes homenajes a la verdad para poder continuar minándola, sin alarmar demasiado a los que no se hubieran podido resignar a la enseñanza del panteísmo? Bien pronto se convencerá V. de que esta conjetura no está destituida de fundamento.

Leamos las palabras de su Curso de 1818, pág. 55, y por ellas echaremos de ver que el fondo de su filosofía era el mismo que hemos hecho notar en la escuela alemana. «El ser absoluto, dice, conteniendo en su seno el yo y no yo finito, y formando, por decirlo así el fondo idéntico de todas las cosas, uno y muchos a un tiempo, uno por la substancia, muchos por los fenómenos, se aparece a sí mismo en la conciencia humana.»

No puede haber más que una substancia, añade en la página 139, la substancia de la verdad o la suprema inteligencia. Dios es el ser único y universal (pág. 274); Dios es la substancia universal, cuyas ideas absolutas componen la sola manifestación accesible a la inteligencia del hombre (página 390); Dios no es más que la verdad en su esencia (128); no es otra cosa que el mismo bien, el orden moral tomado substancialmente.» (Obras de Platón, tomo 1.º, argumento del Euthyphron, página 3). «No sabemos de Dios otra cosa, sino que existe; y que se manifiesta a nosotros por la verdad absoluta.» (Curso de 1818, pág. 140.) «La materia, tal como se la define vulgarmente, no existe; pues que por lo común se la mira como una masa inerte, sin organización y sin regla, cuando en realidad está penetrada de un espíritu que la sostiene y ordena; ella no es, pues, otra cosa que el reflejo visible del espíritu invisible: el mismo ser que vive en nosotros, vive en ella; est Deus in nobis: est Deus in rebus» (pág. 265.) «Estudiad la naturaleza, elevaos a las leyes que la rigen y que hacen de ella una verdad viviente, una verdad que se ha hecho activa, sensible: en una palabra, Dios es la materia. Profundizad, pues, la naturaleza; cuanto más os penetraréis de sus leyes, más os acercaréis al espíritu divino que la anima. Estudiad sobre todo la humanidad, pues que ella es todavía más santa que la naturaleza, porque, estando animada de Dios como ésta, lo conoce así, mientras la naturaleza lo ignora: abarcad el conjunto de las ciencias físicas y de las morales: separad los principios que ellas encierran; poneos en presencia de estas verdades, referidlas al ser infinito que es su origen y sostén, y habréis conocido con respecto a Dios todo lo que de él nos es dado conocer en los estrechos límites de nuestra inteligencia finita» (págs. 141-142).

Si V. reflexiona sobre estos pasajes de M. Cousin, mejor diré, con sólo que V. atienda al sentido literal y obvio de algunas de sus proposiciones, verá V. el panteísmo cubierto con un velo muy transparente. Según M. Cousin, no puede haber más que una substancia: Dios es el ser único y universal: el ser absoluto es uno por la substancia, y muchos por los fenómenos; el hombre no es más que una participación de ese ser absoluto, pues que el ser que contiene en sí el yo, y el no yo finito, y que constituye, por decirlo así, el fondo idéntico de todas las cosas, se aparece a sí mismo en la conciencia humana. Si estudiamos la naturaleza, si nos penetramos de sus leyes, nos acercaremos al espíritu divino que la anima, pues que en ella no es más que una verdad viviente, una verdad que ha pasado a ser activa, sensible: en una palabra, Dios en la materia. Todo lo que podemos saber de Dios, lo conocemos poniéndonos en presencia de los principios de las ciencias físicas y morales, y refiriéndolos al ser infinito que es su origen y su sostén. Para que no nos quedase duda de que M. Cousin no entendía estas palabras en sentido que pudiese ser aceptado por hombres que admiten la existencia de Dios como distinto de la naturaleza, tuvo buen cuidado el autor de explicarse más en otro lugar, revelando todo el fondo de su sistema: he aquí sus palabras: «Dios cuenta tantos adoradores cuantos son los hombres que piensan; pues que no es posible pensar sin admitir alguna verdad, aunque no fuese más que una sola» (ib., pág. 128). He aquí, según M. Cousin, reducida la adoración de Dios al conocimiento de una verdad cualquiera; así, por ejemplo, quien conozca un principio de matemáticas, sean cuales fueren su ignorancia o sus errores sobre todos los demás puntos naturales y sobrenaturales, este tal será un adorador de Dios. De esta suerte no es posible que haya ateos; pues que, como todo hombre admitirá cuando menos su propia existencia, ya admite una verdad, y, por consiguiente, adora a Dios. M. Cousin vio que esta consecuencia nacía de su doctrina, y lejos de rechazarla la abrazó y la consignó en sus escritos. He aquí cómo se expresa sobre el particular: «No hay ateos; el que hubiese estudiado todas las leyes de la física y de la química, aun cuando no resumiese su saber bajo la denominación de verdad divina o de Dios, sería, no obstante, más religioso, o, si se quiere, sabría más sobre Dios, que quien, después de haber recorrido dos o tres principios como el de la razón suficiente o el de causalidad, hubiese formado desde luego un todo al que llamara Dios. No se trata de adorar un nombre, Dios, sino de encerrar en este título el mayor número de verdades posible; pues que la verdad es la manifestación de Dios» (pág. 141). «Cuando habéis concebido una verdad como idea, dice en otro lugar, concebid que ella existe, y así la unís a la substancia; el que concibe la verdad, concibe, pues, la substancia, sea que él lo sepa o que lo ignore... Para saber si alguno cree en Dios, yo le preguntaría si cree en la verdad; de donde se sigue que la teología natural no es más que la ontología y que la ontología está en la psicología. La verdadera religión no es más que esta palabra añadida a la idea de la verdad, ella es» (pág. 385).

Bien claro se echa de ver que el Dios de M. Cousin no es el Dios de los cristianos; pues no es otra cosa, según él, que la naturaleza misma, el conjunto de las leyes que la rigen, bastando conocer una cualquiera de ellas o una verdad, sea la que fuere, para eximirse de la nota de ateo. Creer en Dios, según M. Cousin, es creer en la verdad; la teología natural no es más que la ciencia de los seres en abstracto; y la religión no es otra cosa que una palabra, añadida a esta verdad: con esta teoría tenemos proclamado sin rodeos el panteísmo: según ella, Dios es todo, y todo es Dios: es decir, que el ser infinitamente perfecto, esencialmente distinto de la naturaleza, será una quimera; pues que no hay otro ser que la naturaleza misma: todo cuanto existe, todo será fenómenos de la substancia universal, de ese ser único que todo lo absorbe, que todo lo identifica en sí mismo, que es a un tiempo espíritu y materia, que es activo e inerte, que ha existido siempre y siempre existirá; y, por consiguiente, no hay creación, y todas las transformaciones que vemos en el universo, no son otra cosa que diferentes fases de un ser único que se modifica de varias maneras.

No crea V., mi estimado amigo, que estas doctrinas de M. Cousin con respecto a Dios fuesen vertidas como al acaso, sin estar enlazadas con otros principios que las sostuviesen. Muy al contrario, ellas son las consecuencias del principio fundamental de los panteístas sobre la substancia; he aquí cómo la define en sus Fragmentos filosóficos (tom. 1.º, página 312 de la 3.ª edición): «La substancia es aquello que no supone nada fuera de sí, relativamente a la existencia.» Tenemos, pues, que la substancia ha de ser única, ya que en su esencia excluye la coexistencia de otros seres; luego todo cuanto existe, finito o infinito, no puede ser más que una substancia única; luego los seres que a nosotros nos parecen distintos, no son en realidad otra cosa que modificaciones del ser universal, único, que todo lo identifica en sí. Estos corolarios no asustan a M. Cousin, antes bien los adopta como la única doctrina razonable. «Una substancia absoluta, dice, debe ser única para ser absoluta... Las substancias relativas destruyen la idea misma de substancia; y substancias finitas que suponen fuera de ellas otra substancia con la cual se ligan, se parecen mucho a fenómenos» (página 63). «La substancia de las verdades absolutas, dice en otro lugar, es necesariamente absoluta; y, si es absoluta, es también única, porque, si no es única, se puede buscar alguna cosa que exista fuera de ella, y entonces se sigue que ella no es más que un fenómeno relativamente a este nuevo ser, el cual, si se dejase sospechar que fuera de él existía también alguna cosa, perdería a su vez la naturaleza de ser, y no sería más que un fenómeno. El círculo es infinito: o no hay substancia, o no hay más que una» (pág. 312).

No cabe profesar con más claridad el principio fundamental de los panteístas; sólo faltaba saber si M. Cousin admitía en toda su extensión la doctrina de la escuela de Espinosa. Desgraciadamente encontramos un pasaje donde formula su pensamiento de la manera más explícita que imaginarse pueda, diciendo: «El Dios de la conciencia no es un Dios abstracto, un rey solitario, relegado más allá de la creación sobre el trono desierto de una eternidad silenciosa, y de una existencia absoluta que se parece a la misma nada. Es un Dios a un tiempo verdadero y real, a un tiempo substancia y causa, siempre substancia y siempre causa; no siendo substancia, sino en cuanto es causa, y causa, sino en cuanto es substancia; es decir, siendo causa absoluta, uno y muchos, eternidad y tiempo, espacio y número, esencia y vida, indivisibilidad y totalidad, principio, fin y medio, en la cumbre del ser y en su más humilde grado, infinito y finito a un tiempo, triple en fin, es decir, a un mismo tiempo Dios, naturaleza y humanidad. En efecto, si Dios no es todo, es nada; si es absolutamente indivisible en sí, es incomprensible; y su incomprensibilidad es para nosotros su destrucción. Incomprensible como fórmula y en la escuela, Dios es claro en el mundo que le manifiesta, y para el alma que le posee y le siente: estando en todas partes, vuelve en algún modo a sí mismo en la conciencia del hombre, del cual él constituye indirectamente el mecanismo y la triplicidad fenomenal, por el reflejo de su propia voluntad y la triplicidad substancial, de la cual él es la identidad absoluta» (tomo 1.º, prefacio de la 1.ª edición, pág. 76).

Después de una declaración tan terminante, no creo, mi estimado amigo, que pueda V. dudar de la mente del filósofo; y, sean cuales fueren las declaraciones de cristianismo que en otras partes haya hecho M. Cousin, convendrá V. con nosotros en que se las debe mirar como una especie de cumplimientos que dispensa a la religión dominante, y no como la expresión de la fe, ni siquiera de sanas convicciones filosóficas. Yo por lo menos no alcanzo cómo puede profesarse más abiertamente el panteísmo, que diciendo claramente que Dios es uno y muchos, eternidad y tiempo, espacio y número, esencia y vida, indivisibilidad y totalidad, principio, fin y medio, en la cumbre de los seres y en su grado más humilde, infinito y finito a un mismo tiempo, y a un mismo tiempo Dios, naturaleza y humanidad, compendiando el pensamiento en estas inequívocas palabras: «Si Dios no es todo, es nada».

Asentados semejantes principios, bien se deja suponer que las doctrinas morales de M. Cousin no serán muy conformes a la religión cristiana; pues que la profesión del panteísmo trae consigo el anonadamiento de la libertad humana. Porque es evidente que, siendo el hombre, según las doctrinas panteístas, un mero accidente de la substancia única, todo cuanto él piense, quiera o haga, serán modificaciones de la substancia universal; por lo mismo, desaparece la libertad del individuo, ya que éste no tiene una existencia distinta y propia, y cuanto en él se encierra pertenece al ser único que le absorbe. Así es que M. Cousin no tiene reparo en decir: «el hombre no es libre de una manera absoluta, porque esta fuerza de que está dotado, una vez caída en el espacio y en el tiempo, pierde de su carácter ilimitado y absoluto». (Introducción general al Curso de 1820, págs. 66 y 67.) En otro lugar, explicando lo que es libertad, dice: «Un ser es libre cuando lleva en sí mismo el principio de sus actos, cuando en el ejercicio de su fuerza sólo obedece a sus propias leyes.» (Curso de 1818, pág. 40.) De suerte que, según este filósofo, para ser libre no es necesario tener la elección entre obrar y no obrar, y entre obrar esto o aquello, sino que es suficiente el tener en sí mismo el principio de sus actos, y no obedecer más que a sus propias leyes. Así el bruto que tiene en sí mismo el principio de sus actos, el demente, el imbécil, en una palabra, todos los seres que tienen en sí mismos el principio de su acción, serán tan libres como el hombre en sano juicio y en la plenitud del conocimiento.

La revelación y hasta todas las religiones quedan reducidas a la nada con las teorías de M. Cousin; y en vano es que este filósofo se empeñe en sostener que sus doctrinas no están reñidas con el cristianismo. Después de haber leído los anteriores pasajes, ciertamente encontrará V. muy peregrino el lenguaje de M. Cousin cuando se atreve a decir lo siguiente en el prefacio de sus Fragmentos: «¿Qué puede haber entre mí y la escuela teológica? ¿Por ventura yo soy un enemigo del cristianismo y de la Iglesia? En los muchos cursos que he hecho y libros que he escrito, ¿puédese acaso encontrar una sola palabra que se aparte del respeto debido a las cosas sagradas? Que se me cite una sola, dudosa o ligera, y la retiro, la repruebo como indigna de un filósofo. ¿Será tal vez que, sin quererlo ni saberlo yo, la filosofía que enseño haga vacilar la fe cristiana? Esto sería más peligroso, y, al mismo tiempo, menos criminal, porque no siempre es ortodoxo quien quiere serlo. Veamos cuál es el dogma que mi teoría pone en peligro. ¿Es el del Verbo, el de la Trinidad, u otro cualquiera? Dígase, pruébese o ensáyese de probarlo: ésta será cuando menos una discusión seria, verdaderamente teológica: yo la acepto de antemano, y la solicito.»

Ya ve V., mi estimado amigo, que M. Cousin entiende la religión cristiana de un modo bien singular; pues que, después de haber profesado el panteísmo, es decir, después de haber destruido la idea fundamental de toda verdadera religión, que es la de un Dios esencialmente distinto de la naturaleza, todavía está empeñado en pasar plaza de verdadero fiel, y no quiere que se diga que se ha desviado de las doctrinas del cristianismo. V., que no tiene interés en ver las cosas al revés de lo que son, no podrá concebir cómo un hombre grave se atreve a consignar en sus obras semejantes palabras, después de haber manifestado en escritos anteriores cuál era su modo de pensar sobre las verdades a que rinde en el citado pasaje tan humilde acatamiento. Esta extrañeza se le desvanecerá a usted algún tanto, cuando sepa que M. Cousin no admite, como él dice, la tiranía del principio absoluto de que jamás es lícito engañar, y que en su opinión hay engaños inocentes, los hay útiles y hasta obligatorios. (Traducción de Platón, t. 4, págs. 276-277.) Quien de tal modo niega a Dios su naturaleza, y al hombre su libre albedrío, no es mucho que no escrupulice en legitimar la mentira; lo singular es que él se haya podido hacer la ilusión de que semejante engaño en lo tocante a sus doctrinas había de alucinar a nadie. Es tan vivo el contraste, o, mejor diremos, la contradicción entre unos y otros pasajes, que para no verla sería preciso cerrar los ojos a lo que es más claro que la luz del día.

Con esta breve reseña habrá formado V. concepto de lo que son esos sistemas filosóficos, en los cuales suponía V. tendencias espiritualistas muy sanas, y hasta muy conformes con la enseñanza del cristianismo. Así habrá podido V. rectificar, o, mejor diré, variar la opinión que había formado sobre el clero católico de Francia, imaginándose que sus clamores contra el veneno de alguno de los jefes de la Universidad eran declamaciones fanáticas, nacidas únicamente del espíritu de intolerancia, y del empeño de encerrar el entendimiento humano en los límites prescritos por el antojo de los eclesiásticos. Ahora, para en adelante, me tomaré la libertad de advertirle a V. que, cuando lea en alguna de nuestras publicaciones científicas y literarias fallos magistrales sobre este linaje de materias, no se deje V. sorprender fácilmente por el tono de seguridad con que se expresa el escritor; que las más veces, lejos de enterarse a fondo del estado de la cuestión, no hace más que traducir al pie de la letra las palabras de algún periódico de allende los Pirineos. Y como quiera que los que más en boga andan en ciertas regiones, no son los más adictos a las doctrinas católicas, acontece que el fallo emitido con aire de imparcialidad y de pleno conocimiento de causa, es copia literal de una de las partes, sin que el escritor español se haya tomado la pena de escuchar los descargos que hubiera alegado la otra. Pero basta de la filosofía de Schelling, Hegel y Cousin, pues que, si mucho no me engaño, debe de estar V. medianamente fatigado, con la substancia universal, y las transformaciones, y los fenómenos, y el ser único que se revela a sí mismo en la conciencia humana, y semejantes abstracciones, de la alta concepción de esos filósofos que se levantan a inmensa altura sobre el resto de la humanidad, olvidándose en su atrevido vuelo, de llevar consigo las nociones del sentido común. Nosotros, que a tanto no alcanzamos, cuidaremos de no desviarnos hasta tal punto de los senderos trazados por una razón juiciosa, sin que nos importe mucho el que se nos diga que recibimos la inspiración de musa pedestre. Entre tanto vea V. en qué puede complacerle este su atento y S. S. Q. B. S. M.

J. B.




ArribaAbajoCarta XI

Cómo ha podido introducirse en Francia la filosofía alemana.


Su oposición con el genio francés. Conjeturas sobre el porvenir de esa filosofía en Francia. Se propone el argumento de un escéptico contra la religión cristiana. Palabras del escéptico. Su equivocación sobre la enseñanza del cristianismo con respecto al amor propio. Es falso que la religión nos prohíba amarnos a nosotros mismos. Pruebas sacadas del mismo catecismo. Lo que significa el principio de la caridad bien ordenada. Lo que nos dice el catecismo sobre el origen y destino del hombre. La religión cristiana hermana y harmoniza de una manera admirable el amor de Dios, el de sí mismo y el del prójimo. Cómo se entiende la muerte del amor propio de que hablan los autores místicos. Cómo se entiende el aborrecimiento de sí mismo. Cómo entendían los Santos el amor propio en medio de las mortificaciones. Recursos que le quedan al escéptico después de desbaratados sus argumentos. Nuevo terreno en que en tal caso se colocaría la cuestión. La moralidad del Evangelio ha sido aplaudida hasta por los más violentos enemigos del cristianismo. Un consejo a los impugnadores de la religión cristiana.

Mi estimado amigo: Tengo particular complacencia en que su apreciada de V. me exima, ahora para siempre, de hablarle de la filosofía alemana y de la francesa, que es una imitación de la misma. Ya tenía yo un presentimiento de que su juicio de V., naturalmente recto, amante de la verdad y enemigo de abstracciones, no había de avenirse muy bien con ese lenguaje simbólico y esos pensamientos fantásticos, con que los buenos alemanes han engalanado la filosofía, sin duda en los ratos de ocio que les habrá proporcionado en abundancia su clima de escarchas y de niebla. Extraña usted con razón que esta filosofía haya podido cundir en Francia, donde los espíritus propenden más bien al extremo opuesto, es decir, a un positivismo sensual y materialista. Yo creo que esto ha sido una especie de necesidad, supuesto que, habiéndose desacreditado tan completamente la filosofía volteriana, érales preciso a los que querían echarla de filósofos, cubrirse con un manto más grave y majestuoso; y, como quiera que no tenían ganas de seguir a los buenos escritores que les habían precedido en su mismo país, menester fue dirigir las miradas allende el Rhin y traer con grande ostentación, en medio de un pueblo caprichoso y novelero, los sistemas de Schelling y Hegel, como portentosos inventos que hubiesen hecho progresar de una manera admirable al ingenio humano. Por lo demás, si he de decir francamente lo que pienso, opino que el genio francés no se acomodará bien con la filosofía alemana; que descubrirá lo que hay en su fondo, a saber, el panteísmo; y que, sin detenerse mucho en sutilizar y cavilar sobre la substancia universal y única, llegará pronto a la última consecuencia, que es el puro ateísmo, sin los ambages de palabras misteriosas. En deduciendo este resultado, observará que nada se le dice de nuevo sobre lo que le enseñaran sus filósofos del siglo pasado. Desdeñará, pues, esta filosofía que se apellida nueva, como un plagio de otra envejecida y caduca; y entonces será preciso andar en busca de otros manantiales de ilusión, para dar pábulo, siquiera por algún tiempo, a la curiosidad de las escuelas y a la vanidad de los maestros. Ésta es la historia del entendimiento humano, mi querido amigo; recorra V. sus páginas, y notará desde luego que el fenómeno que nosotros presenciamos, es la reproducción de lo mismo que vieron los siglos anteriores. No es poco el provecho que de aquí sacan los hombres religiosos, pues que, contemplando la versatilidad del entendimiento humano, comprenden mucho mejor la necesidad de una guía en medio de las ilusiones y extravíos.

Casi me ha sorprendido el argumento que V. me propone contra la verdad de nuestra religión, fundándose en que contrariamos con nuestras doctrinas uno de los sentimientos más indelebles y al propio tiempo más inocentes que se abrigan en nuestro pecho: el amor propio. Me han hecho gracia las cláusulas en que V. desenvuelve sus ideas; las razones en que las apoya, serían ciertamente muy fuertes, si no estribasen en una suposición falsa, y, por lo mismo, no fueran como edificios sin cimiento. «Yo no sé, dice V. en su apreciada, qué espíritu misantrópico reina entre los católicos, que todo lo cubre de negra tristeza. Vds. no quieren que se hable de nada terreno; no permiten que se piense en las cosas de este mundo; anonadan, por decirlo así, el universo entero, y cuando lo tienen sacrificado todo a su tétrico sistema, cuando han logrado dejar al hombre aislado en espantosa soledad, quieren que él se revuelva contra sí propio, que se niegue, que se anonade también a sí mismo, que se despoje de sus sentimientos más íntimos, que se aborrezca, haciendo un esfuerzo cruel contra los más vivos instintos de su naturaleza. ¡Pues qué! ¿Dios Criador será contrario de Dios Salvador? Dios, que nos ha comunicado el amor de nosotros mismos, que lo ha escrito en nuestras almas con caracteres indelebles, ese mismo Dios, cuando obra, como dicen Vds., en el orden de la gracia, ¿se complacerá en obrar contra sí mismo como autor de la naturaleza? Estas son cosas que yo no he podido comprender nunca; y difícil se me hace creer que V. consiga disiparme las tinieblas que en esta parte me impiden conocer la verdad. Bien se me alcanza que V. se me ha de descolgar con un elocuente sermón sobre la miseria y la iniquidad del hombre, sobre los justos motivos que tenemos para profesarnos un odio santo; pero desde luego le prevengo a V. que esa santidad yo no puedo desearla; que, por más débil y vano y malo que me conozca, yo no puedo menos de quererme, y que, comparando mi nada con la elevación de los querubines, más afición me siento, más amor a mi menguado ser, que no hacia aquellas elevadas inteligencias que diz que rayan muy alto allá en las jerarquías celestiales.» El tono de seguridad con que V. se expresa, me hace entender que tiene V. aquí algo más que dudas, pues, según parece, abriga verdaderas convicciones; y no lo extraño, supuesto que estriba V. en un principio falso, lo da por cierto, y sobre él levanta el edificio de sus discursos. Algunas palabras que habrá, leído V. en ciertos libros místicos las ha tomado V. al pie de la letra, y de aquí el achacar a la religión doctrinas que ella no profesa.

¿Quién le ha dicho a V. que el cristianismo condena el amor propio, entendiendo esta condenación en un sentido riguroso? He aquí el vacío que ha dejado usted en sus raciocinios: no se ha cuidado de asegurarse bien del principio en que los apoyaba, y así, creyendo construir sobre base sólida, ha formado, como suele decirse, un castillo en el aire. No es la primera vez que esto le acontece a la religión, pues sucede muy a menudo que para combatirla se forman fantasmas, y contra ellos se pelea llamándolos hijos suyos, cuando no son más que creaciones del pensamiento del mismo que la ataca. No quiero yo decir que V. haya procedido en esta parte de mala fe; estoy seguro de que padece una equivocación, que reconocerá tan pronto como yo se la ponga de manifiesto; y esto me lisonjeo de poder lograrlo, no obstante lo que V. dice de que ha de ser difícil disipar las tinieblas que le impiden el conocimiento de la verdad. Por lo que toca a descolgarme con el elocuente sermón sobre la miseria y maldad del hombre, me parece que debiera V. vivir tranquilo, cuando hartas pruebas le tengo dadas de que no soy aficionado a declamaciones de ninguna clase. Pero vamos al punto de la dificultad.

Es falso que la religión nos prohíba el amarnos nosotros mismos; y tan falso es, que, antes al contrario, uno de sus preceptos fundamentales es este mismo amor. Para convencerle a V., no necesito más que el catecismo. Creo que no se le habrá olvidado todavía aquello de que debemos amar al prójimo como a nosotros mismos, en lo cual está consignado de la manera más explícita el precepto del amor que cada cual debe profesarse a sí propio. Este amor se nos da por modelo del que debemos tener a los prójimos; y claro es que el precepto sería contradictorio, si se nos prohibiese ese mismo amor, que ha de servir de dechado y como de norma, para arreglar el que debemos a los otros.

¿Sabe V. que aquel principio que corre muy válido en el mundo de que la caridad bien ordenada comienza por sí mismo, está expresamente consignado en todos los tratados teológicos que se han escrito sobre la caridad? En ellos se explica el orden que ésta debe seguir, según son diferentes las relaciones con los objetos a que se extiende, y, siendo el primero y principal Dios, el segundo somos nosotros mismos.

Por el pronto ya ve V. que quedan desbaratados todos sus raciocinios, ya que he negado redondamente el principio en que estribaban, aduciendo en pro de mi negación pruebas tan claras y sencillas, que V. no podrá desechar; sin embargo, quiero ampliar mis ideas sobre este punto, haciendo de ellas aplicaciones que le dejen a V. cumplidamente satisfecho.

Otra vez volveremos al catecismo: en él se nos dice que el hombre es criado para amar y servir a Dios en esta vida y gozarlo en la eterna bienaventuranza. Ahora bien; todos nuestros actos tienen por fin: Dios y nuestra felicidad eterna. Quien desea ser eternamente feliz, ¿no se ama a sí mismo? Quien tiene la obligación de trabajar toda su vida para alcanzar esta felicidad, ¿no tiene la obligación también de amarse muchísimo a sí mismo?; o, mejor diré, estas dos obligaciones, ¿no se refunden en una sola? El cristiano tiene por dogma de que esta vida es un tránsito para la otra; si desprecia lo terreno, si no hace caso de las vanidades del mundo, es porque todo es pasajero, todo es nada en comparación de la dicha que tiene prometida para después de su muerte, si procura merecerla con sus buenas obras: sus bienes, su salud, su vida, su honra, todo debe perderlo antes que empañar su conciencia con un solo acto que le cerrara las puertas del cielo; pero en esa abnegación, en ese desprendimiento de sí mismo, queda salvo el amor propio bien ordenado, pues se desprecia lo poco para alcanzar lo mucho, se abandona lo terrenal por obtener lo celeste, se deja lo temporal por ganar lo eterno. Bien examinadas las doctrinas cristianas, se encuentra que hermanan y harmonizan de una manera admirable el amor de Dios, el de sí mismo y el del prójimo; y, por consiguiente, es de todo punto falso que esta inclinación natural que nos lleva a amarnos a nosotros mismos, quede destruida por la religión; es rectificada, bien ordenada, purificada de las manchas que la afean, preservada de los extravíos que pudieran perderla, dirigida al supremo fin, infinitamente santo, infinitamente bueno, que es Dios.

¿Cómo se entiende, pues, esa muerte del amor propio de que están hablando los autores místicos? Se entiende la extirpación de los vicios, el refrenar las pasiones, el guardarnos del orgullo; en una palabra, el cuidar de que el amor del hombre sensual no dañe al hombre moral. El hacer que prevalezca lo superior sobre lo inferior, no es matar el amor, sino hacerle obrar en un sentido conforme a la ley eterna y altamente provechoso a nosotros mismos: quien se abstiene de una comida a la que se siente inclinado por su apetito, si lo hace con el fin de evitarse el daño que de ella teme, ¿podrá decirse, por ventura, que no se ame, que se aborrezca a sí propio? Se dirá, con mucha verdad, que se priva de un gusto; pero esta privación dimana del mismo afecto que tiene a la conservación de la salud, y por lo mismo procede de este mismo amor propio bien entendido, que le induce a sacrificar lo menos a lo más, y no le permite dañarse la salud por complacer el apetito del momento. Con este ejemplo tan sencillo, y que presenciamos todos los días sin que cause ninguna extrañeza, se explican fácilmente las relaciones de las doctrinas cristianas con el amor propio, no siendo necesario más que extender el mismo principio a objetos elevados, y considerar que la norma que ha dirigido una acción particular, es la misma con que se ordena toda la conducta del cristiano.

«Pues, ¿cómo se dice que nos aborrezcamos a nosotros mismos?» Este aborrecimiento no se refiere, ni puede referirse, sino a lo que hay en nosotros de malo, ya sea actos o hábitos pecaminosos, ya sea ciertas inclinaciones que tienden a apartarnos del camino de la ley de Dios; pero de ninguna manera debemos ni podemos aborrecer nuestra naturaleza en lo que tiene de bueno, en lo que es obra de Dios; antes al contrario, debemos amarla, y la prueba de que es así, está en que debemos aborrecer el mal que haya en ella, y aborrecer el mal de una cosa, es desear su bien, es amarla.

Ya sabe V., mi estimado amigo, que de las reglas dadas para la conducta de los cristianos, unas son preceptos, otras consejos: la observancia de las primeras es necesaria para la eterna salvación: la de las segundas contribuye a hacernos perfectos en esta vida, y a merecernos más alto grado de gloria en la venidera; mas no nos obliga de tal suerte, que, si lo omitimos, nos hagamos reos de culpa. Esto mismo se aplica a la conducta con respecto al amor propio: por los preceptos estamos obligados a abstenernos de toda infracción de la ley de Dios, por más que a ello nos impulsen nuestros apetitos desordenados, así como debemos sacrificar el placer que nos resulta de la satisfacción de las pasiones, cuando se trate de ejercer un acto expresamente mandado en la ley divina: a sofocar de esta manera el amor propio todos estamos obligados; si no lo hacemos así, tenemos por dogma que no nos será otorgada la vida eterna, antes sí un castigo que no tendrá fin. Pero hay ciertas abstinencias, ciertas mortificaciones de los sentidos que no entran en el orden de los preceptos, y pertenecen sólo al de los consejos. Estas mortificaciones las vemos practicadas, con más o menos rigor, por las personas que desean caminar hacia la perfección, y en algunos santos hallamos la austeridad conducida a tan alto punto, que nos asombra y aterra. Mas en estos mismos santos no estaba ahogado el amor bien entendido de sí mismo: se entregaban sin tasa a la penitencia, ya para purificarse cumplidamente de sus faltas, ya también para hacerse más agradables al Señor, ofreciéndole en holocausto sus sentidos, su cuerpo, todo cuanto tenían y todo cuanto eran; pero estos hombres extraordinarios ¿se olvidaban, por ventura, de sí mismos? Se olvidaban, sí, del hombre sensual, o, mejor diremos, le tenían declarada guerra a muerte, abatiéndole, atormentándole cuanto les era posible; pero la razón de esto se encuentra en que le miraban como enemigo del hombre espiritual, como enemigo temible, altamente peligroso, de quien no convenía fiarse un solo instante, a quien no se podía soltar la cadena del cuello sin el riesgo inminente de que se levantara contra su dueño, que es el espíritu, y le redujese a esclavitud. Pero la salvación de su alma, la felicidad eterna en la otra vida, tanto distaban de olvidarla aquellos ilustres penitentes, que antes bien suspiraban incesantemente por ella; ansiaban vivamente que Dios les librase de este cuerpo que los agravaba: así es que el mayor de sus deseos era disolverse y estar con Cristo. La visión de Dios, la unión con Dios en lazos de inefable amor, era el objeto de sus esperanzas, de sus ardientes deseos, de sus continuos gemidos; así es que no puede decirse que se aborreciesen a sí mismos en toda la propiedad de la palabra, sino que se amaban con amor más bien entendido que el resto de los mortales.

Con las consideraciones que preceden, creo que se habrá convencido V. de que estribaba en una suposición falsa, y de que, si intenta continuar sus ataques contra la religión, considerándola como contraria al amor propio, le será preciso argumentar sobre otros principios. En efecto, desvanecido completamente el error en que V. vivía de que la religión cristiana nos prohíbe amarnos a nosotros mismos, y probado hasta la última evidencia que no sólo no nos lo prohíbe, sino que, muy al contrario, nos lo manda, sólo le resta a V. un camino, que es probar que la religión entiende de una manera equivocada el amor propio, y que, proponiéndose dirigirle y purificarle, le sofoca y le mata. Pero ¿sabe V. en qué terreno se habrá colocado entonces la cuestión? ¿Sabe V. que, considerada bajo este aspecto, nada tiene que ver con lo que estábamos discutiendo hasta aquí, y que se trata nada menos que de examinar si los preceptos y consejos del Evangelio son justos, son santos, son prudentes? No creo que usted se atreva a entablar disputa sobre una verdad generalmente reconocida hasta por los más violentos enemigos del cristianismo. Ellos niegan sus dogmas, se burlan de sus creencias, se ríen de su jerarquía, desprecian su autoridad, la consideran como un mero sistema filosófico, despojándole de todo carácter sobrenatural y divino; pero, en llegando a su moral, todos están acordes en que es pura, en que es admirable, sublime, en que es superior a la de todos los legisladores antiguos y modernos, en que se halla en íntima harmonía con la luz de la razón, con los más nobles y bellos sentimientos que se albergan en nuestra alma, en que es la única digna de reinar sobre la humanidad y de dirigir los destinos del mundo; de suerte que, cuando, entregados a sus vanos pensamientos, forjan allá en su mente cristianismos reformados o religiones totalmente nuevas, todos adoptan como modelo de su moral lo enseñado en el Evangelio, y, aun cuando quizás en el fondo de su corazón profesen, con respecto a la moral misma, doctrinas degradantes y altamente funestas, no se atreven por lo común a exponerlas en público, y se deshacen en elocuentes elogios de la dulzura, de la santidad, de la elevación de las máximas salidas de la boca de Jesucristo.

Se hallará V., pues, en grave conflicto si se propone dirigir sus ataques sobre este punto; y así es que me atreveré a darle un consejo, que bien lo han menester la mayor parte de los que inculpan a la religión, y es que, al juzgar alguno de sus dogmas o máximas, no se deje V. llevar de esa ligereza que falla sobre los objetos de la mayor importancia, sin haberse tomado la pena de examinarlos con la debida atención; y que reflexione que lo que han creído y enseñado y practicado tantos hombres eminentes en talento y sabiduría, sin duda debe de estar muy fundado, y no es fácil que venga al suelo con cuatro observaciones, que, por ingeniosas, no dejan de ser extremadamente fútiles. Créame V.: cuando se le ocurran argumentos de esta clase, que con tanta facilidad le parecen derribar alguna verdad religiosa, suspenda V. el juicio; no se precipite, medite, o lea, o consulte, que bien pronto echará de ver que el invencible Aquiles no tiene más fuerza que la que le suministra una suposición falsa, o un raciocinio mal trabado. No dudo que se habrá V. convencido de que, si con el tiempo se resuelve a volver al seno de la religión, podrá V. amarse a sí mismo. Entre tanto viva V. seguro del afecto de este S. S. y amigo Q. B. S. M.

J. B.




ArribaAbajoCarta XII

Contradicciones de los incrédulos.


La moral de los hombres irreligiosos. Defensa de la moral del Evangelio. Las pasiones. Actos internos y externos. Diferencia capital entre la religión cristiana y los filósofos que la combaten. Vicio radical del sistema de los incrédulos. Aplicación al principio de fraternidad universal. Sabiduría de la moral evangélica. Suavidad de los incrédulos convertida en crueldad. Observaciones sobre la Providencia. Importancia de la religión.

Mi estimado amigo: El método que va siguiendo usted en la discusión epistolar que hemos entablado, me va manifestando una verdad, que, si bien ya la tenía conocida, me la hace V. mucho más evidente: hablo de la poca fijeza y exactitud en la moral; vicio de que adolecen generalmente los que no están fundados sobre el sólido cimiento de la religión. Con mucha verdad se ha dicho que la moral sin dogma era justicia sin tribunales. Óyeseles a Vds. ponderar y ensalzar con entusiasmo la sublime doctrina de Jesucristo en todo lo concerniente a la conducta del arreglo del hombre; confiesan que nada hay superior ni igual entre los filósofos antiguos y modernos; reconocen que nada hay que añadir ni quitar; todo esto con una sinceridad y una expresión de buena fe, que no le dejan a uno duda de que, si rechazan los dogmas de la religión cristiana, al menos abrazan como convicción filosófica la moral que ella nos enseña. Cuando he aquí que a lo mejor, hablando de puntos de alta importancia, se disparan de improviso con la exposición de una doctrina que no puede conciliarse con la moral del Evangelio, pues que se halla en abierta oposición con lo que éste prescribe. Así me ha sucedido con la última de V., en la cual, después de resignarse a abandonar la trinchera en la que se había hecho fuerte, pretendiendo que nuestra religión se empeñaba en luchar con lo más íntimo de la naturaleza, al prohibir como cosa mala el amor propio, me viene V. modificando su argumento, pero en realidad proponiéndose un objeto semejante.

Dice V. que está de acuerdo conmigo en que la religión no destruye sino que rectifica el amor propio; y no tiene V. inconveniente en reconocer que las objeciones de su carta anterior estribaban en un supuesto falso. No obstante, deseando no abandonar el terreno sin combatir, se empeña V. en sostener que la manera con que la religión rectifica el amor propio es demasiado dura, y contraria por demás a los instintos de la naturaleza. Aquí tiene su aplicación lo que le estaba diciendo poco antes, a saber, que los hombres irreligiosos caen con frecuencia en una contradicción patente, alabando, de una parte, la moral de Jesucristo, y atacándola, por otra, sin consideración ni miramiento. V. pertenece al número de aquellos que se glorían de reconocer la santidad de la moral evangélica, y, sin embargo, no tiene reparo en condenarla por lo que prescribe con respecto a las pasiones. Y ¿sabe usted que el declarar una moral mala, o inútil, o inaplicable en lo relativo a las pasiones, es condenarla poco menos que en su totalidad? ¿No ha advertido V. que la mayor parte de los preceptos de la moral se rozan con el arreglo y represión de las pasiones? Si, pues, la del Evangelio no sirve para ellas, ¿para qué servirá?

Afirma V. que los preceptos evangélicos son duros en demasía, por oponerse a irresistibles instintos de la naturaleza; y, por lo que toca a algunos de sus consejos, se adelanta V. a decir que difícilmente se le persuadirá de que sean conformes a la razón y a la prudencia. Asienta V. por principio que el secreto de dirigir las pasiones es dejarles respiradero para evitar la explosión, añadiendo que el olvido de esta máxima es uno de los defectos capitales de que adolece la moral del Evangelio. No lleva V. a mal que se declaren culpables los actos que introducirían la perturbación en las familias, y aun aquellos que tienden a multiplicar la población, encargando a la caridad pública el fruto de la incontinencia; pero no puede persuadirse de que el rigor se haya de llevar hasta el punto de prohibir el mismo pensamiento, declarando culpable a los ojos de Dios aquel que admitiera la liviandad en su corazón, por más que se abstenga de todo cuanto repugne a la naturaleza o pueda acarrear algún daño a la familia y a la sociedad. Dejando aparte la discusión a que bajo muchos aspectos podría dar lugar la objeción de usted, y ciñéndonos al punto de vista de la prudencia, que es el que V. encarece principalmente, sostengo que la moral del Evangelio es tan profundamente sabia y cuerda en su pretendida dureza, que sería mucho más dura si se amoldase a las doctrinas de V. Extravagante aserción ha de parecer esta que acabo de emitir, y, no obstante, me lisonjeo de poderla apoyar con tales razones, que se vea V. precisado a subscribir a mi dictamen.

Ya que V. parece aficionado al estudio del corazón, me atreveré a preguntarle si, en el supuesto de haberse de prohibir un acto es más difícil alcanzar la obediencia prohibiendo también el deseo, o dejándole campear libremente. Tengo por seguro que es harto más fácil lograr que el hombre evite aquello que no puede ni desear, que no el que, siéndole permitido el deseo, haya de abstenerse de la obra. Se ha dicho muy bien que del pensamiento a la ejecución va tan poca distancia como de la cabeza al brazo, y la experiencia está enseñando todos los días que quien ha concebido deseos vehementes de poseer un objeto, deja con mucha dificultad de emplear los medios para lograrlo. Cabalmente en la materia de que estamos tratando, se ciega de tal modo la razón, y preponderan de tal suerte las pasiones, que el que se deja arrastrar por ellas se degrada y embrutece, olvidando lastimosamente su honor, sus bienes, su salud y hasta su vida. Y con una pasión semejante, ¿cree V. que la prudencia aconseja permitir el deseo y prohibir la ejecución? Afirma usted sin vacilar que es dura la prohibición que se extiende al deseo, sin advertir que sólo en el sistema de V. hay la verdadera crueldad, pues que se pone al hombre en el tormento de Tántalo, haciendo correr a las inmediaciones de sus sedientos labios, aguas frescas y cristalinas que no se le permite probar. Reflexione V. maduramente sobre estas observaciones y se convencerá de que la verdadera dureza está en la moral de V. y no en la del Evangelio; que en la de usted, bajo la apariencia de indulgente suavidad, se pone en verdadera tortura al corazón; y que en la del Evangelio, con una severidad prudente y oportuna, se procura a las almas virtuosas la tranquilidad y la calma. El hombre que sabe no serle lícito deleitarse ni siquiera en un pensamiento malo, lo rechaza con fuerza desde el momento que se le ocurre, y así no da lugar a que la pasión se exalte y le ciegue; el que creyese no caber pecado sino en la ejecución, procuraría complacer las inclinaciones de la naturaleza, engañándose a sí mismo con la esperanza de que el placer del pensamiento y del deseo no le arrastraría hasta cometer el acto; pero, desde el momento que la razón y la voluntad hubiesen abdicado su soberanía, aun cuando fuese con la condición expresa de que no se los había de llevar más allá de lo que permitieran los deberes, fuérales imposible contener las pasiones turbulentas, que, engreídas con la primera concesión, no cederían hasta satisfacerse cumplidamente.

Una diferencia capital existe entre la religión cristiana y los filósofos que bajo distintos nombres la combaten: aquélla asienta por principio que es preciso atajar las pasiones en su cuna, creyendo que será tanto más difícil dirigirlas o sujetarlas cuanto más incremento se les haya dejado tomar, mientras éstos se conducen por la regla de que conviene permitir que las pasiones, aun las de tendencias más aviesas, se desenvuelvan hasta cierto punto, en el cual afirman que es necesario detenerlas. Y ¡cosa notable!, así se portan los filósofos que no disponen de otros medios para dominar el corazón que estériles discursos, cuya impotencia se manifiesta siempre que se hallan en lucha con una pasión algo vehemente; y la religión obra en sentido contrario, ella que abunda de medios eficacísimos para obrar sobre el entendimiento y la voluntad, y señorear al hombre entero. La religión fundada por el mismo Dios se atiene a una regla prudente, estimando en más la precaución del mal que no el tener que remediarlo, procurando curarlo cuando es pequeño por ahorrar la dificultad de hacerlo cuando sea grande; y el débil mortal se atreve a soltar el dique a las aguas, afirmando que conviene dejarlas correr libres, y que basta el que, cuando lleguen al límite prefijado, se les diga: «de aquí no pasaréis, y aquí quebrantaréis el orgullo de vuestras olas».

Yo no sé si se habrá convencido V., mi estimado amigo, con las razones que acabo de alegar en defensa de la moral del Evangelio y en contra del sistema filosófico. Como quiera, no podrá V. negarme que estas consideraciones no son para despreciadas, dado que se fundan en la misma naturaleza del hombre y en lo que nos está enseñando la experiencia de todos los días. Lo que hemos aplicado a la pasión más turbulenta y peligrosa de las que afligen a los míseros humanos, puede decirse de todas las demás, bien que de ella se verifica de una manera particular aquello de que no hay más remedio que la fuga. Sentencia profundamente sabia y prudente, que advierte al hombre de lo mucho que importa no perder el dominio sobre sí mismo, porque no le sería fácil encadenar las pasiones, una vez hubiese llegado a soltarlas.

Sucede con el individuo lo propio que con la sociedad: si el poder supremo, cuyo cargo es gobernar, principia a ceder a las exigencias de los que deben obedecer, éstas van cada día en aumento, la autoridad se degrada a proporción que pierde terreno, hasta que al fin se llega a una completa anarquía o se apela a una reacción violenta, para recobrar lo perdido y restablecer derechos que jamás se debieran haber abdicado. Las leyes de orden tienen una analogía singular, aun en sus aplicaciones a cosas de naturaleza muy diferente; pudiera decirse que es una misma ley, sin más modificaciones que las absolutamente indispensables para atender a la especie del sujeto que por ellas se ha de regir.

He dicho que cuanto acababa de afirmar sobre la pasión voluptuosa era también aplicable a las demás, y voy a hacérselo sentir a V., atacándole por la parte más sensible, que es la filantropía, ya que Vds. los filósofos no pueden tolerar que se ponga en duda su ardiente amor a la humanidad. Están Vds. encareciendo continuamente el precepto de fraternidad universal, que, según la religión de Jesucristo, enlaza a todos los hombres como miembros de una misma familia. Infiérese de dicho mandamiento la prohibición de dañar al prójimo, y, según nuestros principios, no sólo no podernos dañarle, pero ni aun tener este deseo; por manera que pecamos con sólo complacernos en nuestro corazón un pensamiento de venganza.

Ahora bien, aplicando al caso presente la teoría de V., resultará que debe condenarse por sobrado dura la moral cristiana en esta parte, y para seguir los consejos de una suave prudencia, será preciso contentarse con declarar que es malo el cometer un acto que dañe a nuestros hermanos, pero no lo es el deseo, si nos limitamos a él. Así la bella fraternidad de Vds. se podrá expresar de esta suerte: «Hombres, no os causéis daño, ni de obra, ni de palabra, porque con esto faltaríais a las reglas de la sana moral, y ofenderíais al Dios que os ha criado, no para que os perjudiquéis mutuamente, sino para que viváis en pacífica harmonía. Hasta aquí llega la obligación; pero entrando en el santuario de vuestro interior, sois dueños de desear a los demás hombres todo el mal que os pluguiere, seguros de que con ello no cometeréis ninguna falta, pues que Dios no es tan duro que haya querido, no sólo prohibir los hechos, sino también el pensamiento y el deseo.» ¿No le parece a V. que el precepto de la caridad, de la fraternidad universal, es cosa curiosa y peregrina, si la explicamos de esta manera? Y, sin embargo, es evidente que de esta suerte lo explica V., no habiendo yo hecho otra cosa que reunir las partes del sistema para que se notara más vivamente el contraste.

El vicio radical de dicho sistema es poner en desacuerdo lo interior con lo exterior, es suponer que conviene limitar las obligaciones morales a los actos externos, es establecer una especie de moral civil que en último análisis vendría a parar a una jurisprudencia puramente humana, sin otro objeto que impedir el que se perturbase la tranquilidad pública. A este resultado conducen las doctrinas de V.; y nada extraño es que así sea, puesto que es muy natural que, en desterrando a Dios del mundo, o no admitiendo religión alguna, es decir, quitando la influencia divina sobre los actos del hombre, queden éstos considerados en el orden puramente externo, y no tengan importancia a los ojos del filósofo, sino en cuanto son capaces de producir algún bien exterior o de causar algún mal. Quitando Vds. a Dios, o, lo que viene a parar a lo mismo, destruyendo la religión, destruyen también la conciencia, destruyen al hombre interior, y reducen toda la moral a una combinación de utilidades bien calculadas.

Estas consecuencias le serán a V. desagradables, y no me cabe duda de que hará un esfuerzo por rechazarlas; mas, para evitar disputas, le ruego a V. que vuelva a seguir el hilo del raciocinio que me ha conducido a ellas, pues estoy cierto de que, haciéndolo así con imparcialidad y buena fe, no podrá menos de reconocer que mis palabras nada tienen de falso ni hiperbólico.

Entre tanto, y para hacer sentir más y más los errores o inconvenientes de la doctrina que V. abrazaba con tanta seguridad, voy a hacer una aplicación de ella al mismo precepto de fraternidad universal, no considerado en su parte prohibitiva, sino en la preceptiva. Dando por sentado que el mal está únicamente en los actos externos, deberemos convenir también en que la bondad de las acciones estará también en lo exterior: así ejerceremos un acto laudable haciendo bien al prójimo, mas no deseándoselo. Y ¿sabe V. a dónde nos conduce este principio? ¿Sabe V. que nada menos se logra con él que destruir de un golpe esa fraternidad universal tan encarecida por la filantropía de los filósofos. ¿Qué es el amor que se limita a los actos exteriores? ¿Es verdadero amor el que no está en el corazón? ¿No es esto lo mismo que nos está indicando el lenguaje cuando distingue entre la beneficencia y la benevolencia, es decir, entre hacer el bien y el desearlo? Así la primera como la segunda, ¿no son virtudes muy loables? Quien no puede ser benéfico por faltarle los medios necesarios, ¿no es muy laudable que sea benévolo, esto es, que tenga deseos de hacer el bien, ya que no le sea posible realizarlo? Quien hace el bien ¿no lo desea antes de ponerlo en práctica? Es decir, el hombre benéfico ¿no es antes benévolo? ¿Y no es benéfico por lo mismo que es benévolo? Yo no sé si usted mirará las cosas desde este punto de vista, pero de mí sabré decirle que considero tan enlazados el deseo y el acto, que se me presentan como cosas de un mismo orden, y como que la una es complemento de la otra. Más diré, limitándome a la beneficencia: cuando me figuro a un hombre que hace el bien por un motivo cualquiera, pero que al mismo tiempo no abriga en su corazón un afectuoso deseo que le impulsa a estos actos, es decir, cuando veo la beneficencia separada de la benevolencia, o no concibo allí un acto de virtud, o por lo menos la encuentro manca, despojada de los más bellos adornos que la hacían agradable y encantadora.

Ya ve V., mi querido amigo, que la religión cristiana no anda tan desacertada en entrometerse en los actos internos, en extender sus mandamientos y sus prohibiciones hasta lo más recóndito que ejecutamos en el fondo de la conciencia; y que el tacharla de dura por este procedimiento, es dar por el pie, no sólo a la moral religiosa, sino también a la enseñada por la luz de la razón. Así se enlazan las cosas que parecen más distantes; así se encadenan las verdades con tan estrecha intimidad, que quien se atreve a negar una, se ve forzado a desechar muchas otras, que él tal vez respeta y venera con toda sinceridad y acatamiento. De estas consideraciones desearía yo que sacase V. una consecuencia que le he indicado varias veces, y que no me cansaré de repetirle, y es la importancia de que, al examinar las cuestiones religiosas, no nos empeñemos en aislarlas demasiado, pues que corremos peligro de mutilar la verdad, y una verdad mutilada es un error. Los incrédulos y los escépticos incurren casi siempre en este defecto: toman un dogma, un precepto moral, una práctica, una ceremonia de la religión, la separan de todo lo demás, la analizan prescindiendo de todas las relaciones que tiene con otros dogmas, preceptos y prácticas o ceremonias; no miran el objeto sino por un lado, y de esta manera consiguen que la ceremonia parezca ridícula, que la práctica sea irracional, que el precepto sea cruel, que el dogma sea absurdo. No hay orden de verdades que no venga al suelo si de este modo se las examina; porque entonces no se las considera como son en sí, sino como las ha arreglado allá en su mente el antojo del filósofo. En tal caso se crean fantasmas que no existen, se huye el cuerpo a los verdaderos enemigos, para pelear con otros imaginarios, con lo cual es poco peligroso el entrar en la lucha, partiendo de un tajo descomunales jayanes.

En la parte moral, mayormente cuando se trata de los sentimientos más dulces y seductores, no es difícil alucinar a los incautos ofreciéndoles como una expansión inocente lo que es un veneno mortífero. Así, por ejemplo, en la dificultad que V. me propone en su apreciada, ¿qué cosa más conforme a los instintos de la naturaleza, a los más suaves impulsos del corazón, que la doctrina por usted sustentada? «¿Qué, decía V., no basta prohibir los actos que podrían producir malos resultados a la sociedad, a la familia, o al individuo, que sea preciso penetrar hasta lo interior del alma y allí complacerse en atormentar el corazón, obligándole a abstenerse hasta de aquellas exhalaciones que, más bien que crímenes, deberán ser a los ojos de Dios inocentes desahogos de la naturaleza? Si el mal no se consuma, ¿a quién daña el deseo? ¿Es posible que el Criador pueda ofenderse de los actos más inofensivos de su criatura?» He aquí lo que se apellidan golpes sentimentales, y que son argumentos decisivos para las almas candorosas y ardientes, que están ansiosas de una doctrina que excuse sus debilidades, aflojando algún tanto la austeridad de la moral que aprendieron en el catecismo.

Pero he aquí también sofismas peligrosos, que a nada conducen para el bienestar y consuelo de aquello en cuyo favor se hacen, y que, antes al contrario, los extravían y corrompen de una manera lastimosa. «¿Qué, se podría replicar imitando el propio tono, seréis tan crueles que permitáis arrimar a los labios sedientos el fresco y sabroso licor, y no consintáis probarlo? ¿Seréis tan crueles que soltéis la rienda a la pasión en las regiones interiores y no le dejéis un desahogo en lo exterior? ¿Seréis tan crueles que desencadenéis las tempestades en el fondo del corazón, que allí conservéis a éste agitado y combatido por todos lados, sin dejar que el desahogo le alivie de sus penas, y que, extendiéndose la borrasca, se haga menos intensa y dolorosa? O cerrad enteramente la puerta al daño, o permitidle el remedio: no pongáis de tal suerte en lucha al hombre interior con el exterior, al corazón con las obras; ya que de humanos os preciáis, procurad que no sea tan cruel vuestra mentida indulgencia.»

Por lo que toca al otro punto de si Dios puede indignarse por los actos interiores de su criatura: ¡Qué!, Podríamos decir, si relaciones hay entre Dios y el hombre, si el Criador no ha abandonado a su criatura, si la mira todavía como digno objeto de sus cuidados, ¿no es claro, no es evidente, que el entendimiento y la voluntad, es decir, lo más precioso que hay en el hombre, lo que le hace capaz de conocer y amar a su Hacedor, lo que le ensalza sobre los brutos, lo que le constituye rey de la creación, no es aquello, repetiremos, lo que debe suponerse objeto de la solicitud del Supremo Hacedor, y que Éste no atiende a los actos exteriores sino en cuanto manan del santuario de la conciencia, donde se complace en ser conocido, amado y adorado? ¿Qué es el hombre, si prescindimos de su interior? ¿Qué es la moral, si no la aplicamos al entendimiento y a la voluntad? ¿Es fundada, es razonable siquiera, una doctrina que, aparentando sobreabundancia de sentimientos de humanidad, y blasonando de dignidad e independencia, mata tan despiadadamente al hombre en lo que tiene de más independiente y más digno?

Persuádase V., mi querido amigo, de que no hay verdad, no hay dignidad en nada de lo que se opone a la religión; que lo que a primera vista parece más noble y generoso, es en realidad bajo y degradante; y a propósito de sentimientos filantrópicos, guárdese V. de esas inspiraciones repentinas que se le ofrecerán como argumentos decisivos, y que, examinados a la luz de la religión y hasta de la sana filosofía, no son más que raciocinios infundados, o bien que, estribando sobre principios erróneos, conducen a establecer el predominio del cuerpo sobre el espíritu, y a desencadenar sobre la tierra las pasiones voluptuosas. Ínterin vea V. en qué puede complacerle este su amigo y S. S. Q. B. S. M.

J. B.




ArribaAbajoCarta XIII

La humildad.


Equivocaciones de un escéptico. Dicho de Santa Teresa. Pasaje de San Francisco de Sales. Cómo debe entenderse la humildad. Cuán agradable es la humildad a los ojos del mundo.

Mi estimado amigo: Ya veo yo que es empeño inútil el de obligarle a V. a una discusión seguida sobre los dogmas de la religión y los principios en que se fundan, pues que, fiel a su sistema de no atenerse a ningún sistema, y guardando inviolablemente la regla de su método, que es no observar ninguno, revolotea como mariposa de flor en flor, de suerte que, cuando le creía uno engolfado en alguna cuestión capital y decidido a continuar por largo tiempo el ataque empezado contra un punto de las murallas de la ciudad santa, levanta de improviso los reales, se aposenta en otro campo, y desde allí amenaza abrir nueva brecha, esperando que yo acuda a defender el punto atacado, para luego dirigirse a otra parte y fatigarme inútilmente sin obtener el resultado que deseo. Pero digo mal cuando afirmo que me he fatigado inútilmente; porque, si bien es verdad que no me ha sido posible hasta ahora apartarle a V. de su error, porque se ha resistido siempre a sujetarse al trabajo de una discusión sostenida con el debido orden y encadenamiento, me lisonjeo, no obstante, de que habré logrado desvanecerle a V. algunas preocupaciones, que sin duda le habrían obstruido el paso en el camino de la fe, si es que algún día, ilustrado su entendimiento por inspiraciones superiores, movido su corazón por la gracia del Señor, se resuelve a emprenderle con seriedad, rompiendo las trabas que le detienen, y saliendo del infeliz estado en que se encuentra, y en que espero no le ha de sorprender la hora de la muerte.

Disimulándome V. el preámbulo, que quizás calificará de importuno y que yo considero como importunidad saludable, voy a responder a las dificultades que me propone V. sobre una de las virtudes más encarecidas por la religión cristiana. Alégrome en gran manera de que hayamos salido de las disputas que eran objeto de la carta anterior; porque, si bien versaba sobre asunto muy transcendental y de altísima importancia, la materia era de suyo tan delicada y vidriosa, que es preciso andar siempre midiendo las palabras y en busca de expresiones que, dejando traslucir la verdad, cubran con tupido velo cuanto pudiera ofender las buenas costumbres y las delicadas consideraciones debidas al pudor. Al fin la humildad es cosa sobre la cual es lícito hablar sin rodeos, no habiendo el peligro de que una palabra poco mesurada haga salir los colores al rostro.

Algo volteriano está V. cuando habla de la virtud de la humildad, y le aplica irónicamente el dictado de sublime que los cristianos nos complacemos en tributarle. Según parece, se ha formado V. ideas muy equivocadas sobre la naturaleza de dicha virtud, pues que llega a asegurar que, por más que lo desease, le sería imposible el ser humilde a la manera que lo exigen los libros de mística, por la sencilla razón de que no cree permitido el engañarse a sí mismo, y de que, aun cuando se esforzase en ello, tampoco le sería dado conseguirlo. Gana de reír me ha dado el que V. se imagine haberme propuesto una dificultad insoluble, con aquello de que no le es posible persuadirse de que sea el más estúpido entre los hombres, pues que está viendo tantos otros que evidentemente no poseen los pocos o muchos conocimientos que a V. le han proporcionado la educación y la instrucción, ni tampoco que sea el más perverso entre los mortales, supuesto que ni roba, ni asesina, ni comete otros actos a que se arrojan algunos de sus semejantes; y que, sin embargo, si escuchamos la doctrina de los místicos, ésta es la perfección de la humildad y a ella llegaron los santos más distinguidos, más adelantados en esta virtud. No tengo tampoco inconveniente en que V. no se encuentre de humor para andarse, como dice, por esas calles haciendo el loco, con el fin de que los demás le desprecien, y tener así ocasión de ejercer la humildad; pero lo que extraño es que tales argumentos los repute usted por invencibles, y que cante de antemano la victoria, intimándome que, o es preciso tragar los absurdos que de estas máximas y ejemplos resultan, o condenar las vidas de grandes santos y echar al fuego las obras de los místicos más afamados. Paréceme que el dilema no es tan perfecto que no deje salida; antes creo que ni será preciso devorar absurdos, ni tampoco entregarse al repugnante oficio del ama de D. Quijote y del cura de su lugar.

Usted, que se precia de caballeroso, creo que no estará reñido con Santa Teresa de Jesús, a quien, si reputa por ilusa, al menos no podrá dejar de tributarle el merecido elogio por sus eminentes virtudes, por su alma cándida, su bellísimo corazón, su talento claro y penetrante, y su pluma tan amable como sublime A esta Santa ya sabe V. que algo se le alcanzaba de achaque de virtudes cristianas, y que, con lo mucho que había meditado y leído, y consultado, además, con hombres sabios, o, como ella dice, grandes letrados, debía de saber en qué consistía la humildad, y cómo era entendida y explicada esta virtud en el seno de la Iglesia Católica. Y ¿cree V. que la Santa pensaba que para ser humilde era preciso comenzar engañándose a sí propia? Apostaría yo que V. no acierta en la definición que da de la humildad; definición admirable, y que, preciso me es decirlo, parece excogitada a propósito para contestar a las dificultades de V. Refiere la Santa que no comprendía por qué la humildad era tan agradable a Dios, y que, discurriendo un día sobre este punto, alcanzó que era así, porque la humildad es la verdad. Ya ve V. que no se trata de engaño, y que tan distante está de obligarnos a él la humildad, que antes bien con ella disipamos el engaño: porque su mérito más sólido, el título por el cual es agradable a Dios, es el ser verdad.

Desenvolveré en pocas palabras esa hermosa sentencia de Santa Teresa de Jesús; y no necesitaré más que esta luminosa observación de la Santa para hacerle comprender a V. lo que es la humildad, en sus relaciones con nosotros mismos, con Dios y con el prójimo.

¿Está en oposición con la virtud de la humildad el que reconozcamos las buenas dotes naturales o sobrenaturales con que Dios nos ha favorecido? No, antes al contrario: revuelva V. todas las obras de los teólogos escolásticos y místicos, y a todos los encontrará de acuerdo en que dicha virtud no se opone a semejante conocimiento. Quien experimenta a cada paso que comprende con mucha facilidad cuanto lee u oye, que le basta fijar su meditación sobre las cuestiones más abstrusas para que se le presenten desde luego claras y despejadas, no hay inconveniente en que se halle interiormente convencido de que Dios le ha dispensado este señalado favor; más diré, le es imposible dejar de abrigar esta convicción, que tiene por objeto un hecho que está presente a su ánimo y de que le asegura su conciencia propia, como que es una serie de actos que acompañan de continuo su existencia, que constituyen su vida intelectual, aquella vida íntima de que estamos tan ciertos como de la existencia de nuestro cuerpo. ¿Podrá V. figurarse que Santo Tomás estuviese persuadido de que era tan ignorante como los legos de su convento? San Agustín ¿era posible que creyese conocer tan poco la ciencia de la religión como el último del pueblo a quien la explicaba? San Jerónimo, que tan aventajados conocimientos poseía en las lenguas sabias y en cuanto es menester para interpretar atinadamente la Sagrada Escritura, ¿diremos que en su interior no estaba penetrado de que poseía más que medianamente el griego y el hebreo, y de que sus investigaciones con que se remontaba hasta las fuentes de la erudición habían sido del todo infructuosas? No; no dicen los cristianos tales disparates. Una virtud tan sólida, tan hermosa, tan agradable a los ojos de Dios, no puede exigir de nosotros tamañas extravagancias; no puede exigir que cerremos los ojos para no ver lo que es más claro que la luz del día.

Bien entendida la humildad, trae consigo el claro conocimiento de lo que somos, sin añadir ni quitar nada; quien tenga sabiduría, puede interiormente reconocerlo así; pero debe al propio tiempo confesar que la ha recibido de Dios, y que a Dios se debe el honor y la gloria. Debe reconocer también que esta sabiduría, si bien levanta mucho más su entendimiento que el de los ignorantes, o de los menos sabios que él, le deja, sin embargo, muy inferior a los demás sabios que se le aventajan en extensión y profundidad. Debe, al propio tiempo, considerar que esta sabiduría no le da derecho para despreciar a nadie, pues que, teniéndola por especial beneficio de Dios, de la misma manera la hubieran poseído los otros, si el Criador se hubiese dignado otorgársela. Debe considerar que este privilegio no le exime de las flaquezas y miserias a que está sometida la humanidad, y que cuantos más sean los favores con que Dios le haya distinguido, cuanto más claro sea el entendimiento para conocer el bien y el mal, tanto más estrecha cuenta deberá dar a Dios, que de tal suerte le ha hecho objeto de su bondadosa munificencia. Quien tenga virtudes, no hay inconveniente en que lo reconozca así, confesando, al propio tiempo, que son debidas a particular gracia del cielo; que, si no comete las maldades a que se arrojan otros hombres, es porque Dios le tiene de su mano; que, si hace el bien y evita el mal por medio de la gracia, esta gracia le ha sido concedida por Dios; que, si por su misma índole está inclinado a ciertos actos virtuosos, causándole horror los vicios opuestos, esa índole le ha venido también de Dios: en una palabra, tiene motivo para estar contento, mas no para engreírse, supuesto que sería injusto atribuyéndose lo que no le pertenece y defraudando a Dios la gloria que le corresponde.

Oiga V. sobre este particular al gran Santo, al hombre que tan alto se levantó en todas las virtudes cristianas, especialmente en la de la humildad: a San Francisco de Sales, y vea V. cómo no sólo conviene en que es lícito reconocer los bienes que nosotros tenemos, sino también en que es permitido, y muchas veces saludable, el fijar sobre ellos la atención, el pararse detenidamente a considerarlos.

«Pero tú desearás, Filotea, que te conduzca más adelante en la humildad; porque lo que de ella hasta aquí he tratado, más parece sabiduría que humildad. Paso, pues, adelante: muchos no quieren ni se atreven a pensar y considerar en particular las gracias y mercedes que Dios les ha hecho, temerosos de dar en la vanagloria y complacencia, en lo cual ciertamente se engañan; porque, como dice el grande Doctor Angélico, el verdadero medio de llegar al amor de Dios es la consideración de sus beneficios, porque, cuanto más los conociéramos, tanto más le amaremos; y, como los beneficios particulares mueven más particularmente que los comunes, así también deben ser considerados más atentamente. Es cierto que nada nos puede humillar tanto delante de la misericordia de Dios como la muchedumbre de sus beneficios: ni nada nos puede humillar tanto delante de su justicia como la multitud de nuestras maldades. Consideremos lo que ha hecho por nosotros, y lo que nosotros hemos hecho contra él, y, como consideramos por menudo nuestros pecados, consideremos así por menudo sus gracias. No hay que temer que el conocimiento de lo que ha puesto en nosotros nos desvanezca, con tal que atendamos a esta verdad: que cuanto hay bueno en nosotros, no es nuestro. ¿Los mulos, dime, dejan de ser torpes y hediondas bestias porque estén cargados de muebles preciosos y olores de príncipes? ¿Qué tenemos nosotros bueno, que no hayamos recibido? Y si lo hemos recibido ¿por qué nos queremos ensoberbecer? (I ad Cor., VI, 7.) Al contrario, la viva consideración de las mercedes recibidas nos hace humildes, porque el conocimiento engendra el reconocimiento; pero, si viendo los beneficios que Dios nos ha hecho nos llegase a inquietar cualquiera suerte de vanidad, el remedio infalible será recurrir a la consideración de nuestras ingratitudes, de nuestras imperfecciones y de nuestras miserias. Si consideramos lo que hacíamos cuando Dios no estaba con nosotros, conoceremos que lo que hacemos cuando nos acompaña no es de nuestra industria ni de nuestra cosecha. Alegrarémonos verdaderamente y regocijarémonos porque tenemos algún bien; pero glorificaremos sólo a Dios, como autor de él. Así la Santísima Virgen confesó que Dios obró en ella cosas grandes; pero esto fue por humillarse y engrandecer a Dios: 'Mi alma, dice, engrandece al Señor, porque ha hecho en mí cosas grandes.'» (Luc., I, 46, 49.) (San Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, parte 3.ª, cap. 5.º).

No cabe testimonio más concluyente en favor de la doctrina que andaba exponiendo; ya ve V. que no se trata de engañarse a sí mismo, sino de conocer las cosas tales como son en sí. «Entonces, me objetará V., ¿cómo es que los grandes Santos digan a boca llena que son los mayores pecadores del mundo, que son indignos de que la tierra los sostenga, que son los más ingratos entre los hombres?» Entienda V. el verdadero sentido de estas palabras, advierta que andan acompañadas de un sentimiento de profunda compunción; que son pronunciadas en momentos en que el espíritu se anonada en presencia del Criador; y echará V. de ver que son susceptibles de interpretación muy razonable. Aclarémoslo con un ejemplo. Cuando Santa Teresa de Jesús decía que era la mayor pecadora de la tierra ¿deberemos pensar que ella creyese ser culpable de los delitos de las mujeres más perdidas, cuando le constaba muy bien la pureza de su cuerpo y alma, cuando sabía los inefables beneficios con que el Señor la estaba favoreciendo? Claro es que no. Más diré. ¿Debemos suponer que se creyese con un solo pecado mortal en la conciencia? Es cierto que no; pues de lo contrario no se hubiera atrevido a recibir el augusto Sacramento del Altar, que, sin embargo, recibía con tanta frecuencia y con tales éxtasis de gratitud y de amor. Ahora bien: la Santa no ignoraba que en el mundo había muchas personas culpables de pecados graves y gravísimos a los ojos de Dios; ella era la primera en deplorarlo y en rogar al cielo que se dignase mirar a aquellos desgraciados con ojos de misericordia; luego, cuando aseguraba que era la mujer más pecadora de la tierra, no podía entenderlo en un sentido riguroso tal como V. parece quererlo interpretar. ¿Qué significaba, pues? Helo aquí muy sencillamente. Asistamos a una de las escenas que se representaban en su espíritu, y comprenderemos perfectamente el sentido de las palabras que son para V. piedra de escándalo. Puesta en presencia de Dios con fe viva, con caridad ardiente, con el corazón contrito y humillado, examinaría los recónditos pliegues de su corazón y observaría de vez en cuando algunas ligeras imperfecciones que no habían sido consumidas todavía por el fuego del divino amor; recordaría también los tiempos pasados en los que, no obstante de ser ya muy virtuosa, no había entrado de lleno en el camino sublime que la condujo a la altura de santidad que hacía de ella un ángel sobre la tierra. Se ofrecerían a su memoria las faltas leves en que había incurrido, la poca prontitud en seguir las inspiraciones del cielo, y, comparado todo con los beneficios naturales y sobrenaturales de que el Señor la había llenado, y medido todo con su viva fe, con su inflamada caridad, con aquella íntima presencia de Dios que la tenía fuera de esta vida mortal, y la hacía morar en regiones superiores, vería en toda su negrura la fealdad del pecado, aun venial, consideraría la ingratitud de que se hiciera culpable no presentándose, desde luego, con mucho más ardor del que lo hiciera, a los llamamientos del Señor; y entonces, puesta en parangón la santidad de su alma con la santidad divina, su ingratitud con los beneficios de Dios, su amor con el amor que Dios le manifestaba, se anonadaría en presencia del Altísimo, perdería de vista el bien que en sí tenía, y, fijos, únicamente los ojos en su debilidad y miseria, exclamaría que era la más pecadora entre las mujeres, que era la más ingrata entre todas las criaturas. ¿Qué encuentra V. aquí de irracional y de falso? ¿Se atreverá V. a condenar la expansión de un corazón humilde que, anonadado en presencia del Señor, reconoce sus defectos, y, considerándolos con toda viveza, exclama que son los mayores pecados del mundo? ¿No ve V. aquí más bien la expresión de una caridad ardiente, que palabras de engaño?

Si quisiera valerme de un lenguaje afilosofado, le diría a V. que la humildad cristiana es lo más a propósito para formar verdaderos filósofos; si es que la verdadera filosofía ha de consistir en hacernos ver las cosas tales como son en sí, sin añadir ni quitar nada. La humildad no nos apoca, porque no nos prohíbe el conocimiento de las buenas dotes que poseamos; sólo nos obliga a recordar que las hemos recibido de Dios, y este recuerdo, lejos de abatir nuestro espíritu, lo alienta; lejos de debilitar nuestras fuerzas, las robustece, porque, teniendo presente cuál es el manantial de donde nos ha venido el bien, sabemos que, recurriendo a la misma fuente con viva fe y rectitud de intención, manarán de nuevo copiosos raudales para satisfacernos en todo lo que necesitemos. La humildad nos hace conocer el bien que poseemos, pero no nos deja olvidar nuestros males, nuestras flaquezas y miserias: nos permite conocer el grandor, la dignidad de nuestra naturaleza y los favores de la gracia; pero no consiente que exageremos nada, no consiente que nos atribuyamos lo que no tenemos, o que, teniéndolo, nos olvidemos de quien lo hemos recibido. La humildad, pues, con respecto a Dios nos inspira el reconocimiento y la gratitud, nos hace sentir nuestra pequeñez en presencia del Ser infinito.

Con respecto a nuestros prójimos, la humildad no nos permite exaltarnos sobre ellos, exigiendo preeminencias que no nos corresponden; nos hace afables en el trato porque, dándonos a conocer nuestras flaquezas nos vuelve compasivos con las que sufren los demás, y, conservando nuestro corazón exento de envidia, que siempre acompaña a la soberbia, hace que respetemos el mérito dondequiera que se halle, y que lo reconozcamos francamente, tributándole el debido homenaje, sin el mezquino temor de que pueda salir perjudicada nuestra gloria.

Ya que acabo de pronunciar la palabra gloria, desearía saber si V. lleva también a mal que la humildad no nos permita saborearnos en las alabanzas de los hombres, y nos inspire sentimientos superiores a ese humo que desvanece tantas cabezas. Si así fuere, como no lo dudo, me bastará una reflexión para convencerle a V. de su error. ¿Le parece a V. bueno todo lo que hace el hombre más grande? Creo que no tendrá reparo en decirme que sí. Pues bien, el mismo mundo mira como un héroe a aquel que, haciendo acciones dignas de alabanza, no se para en ella, la menosprecia, y al sentir el fragante aroma pasa sin detenerse, con la cabeza llena de pensamientos elevados, con el corazón henchido de sentimientos generosos: el mundo, pues, hace justicia a los despreciadores de la vanidad humana, es decir, a los que practican actos de verdadera humildad: no quiera V. ser menos justo que el mundo. ¿Desea V. una contraprueba de lo que acabo de decir? Hela aquí: los que no son humildes buscan la alabanza; y ¿sabe V. lo que se adquieren tan pronto como se trasluce su afán? El ridículo y la burla. Cuando deseamos parecer bien a los ojos del mundo, si no somos humildes en realidad, lo aparentamos; porque en lo exterior damos a entender que no hacemos caso de la alabanza; y, si se nos tributa, la resistimos diciendo que es inmerecida. Vea V., mi estimado amigo, cuán sabia, cuán noble, cuán sublime es la religión cristiana, pues en la virtud que tanto abatimiento parece traer consigo, está encerrado el secreto de adquirir gloria sólida aun entre los hombres; éstos la ofrecen gustosos a quien la merece y no la busca, pero desprecian y ridiculizan al que la solicita. Tanta es la fuerza de las cosas, que la misma soberbia, para saciar su sed de gloria, se ve precisada a negarse a sí misma, a cubrirse con el manto de la humildad; así se verifica, aún en la tierra, aquella sentencia de la Sagrada Escritura: «Quien se exalta será humillado, y quien se humilla será exaltado.»

Basta por hoy de humildad; creo que con lo dicho hasta aquí se quedará V. bien convencido de que, para ser verdaderamente humilde conforme al espíritu de la religión cristiana, no necesita V. ni andarse haciendo el loco por las calles, ni creer que es digno de ser llevado a presidio o al cadalso, ni tampoco que no tiene más conocimientos de ciencias y literatura que el que no sabe deletrear. Si alguna vez encuentra V. en las vidas de los Santos algún hecho que no pueda V. explicar por las reglas arriba establecidas, recuerde V. que nosotros no tenemos inconveniente en decir que hay cosas que son más bien para admiradas que para imitadas; y, además, no quiera V. juzgar por mundanas consideraciones, lo que marcha por caminos desconocidos al común de los mortales. Esto es lo que nosotros llamamos misterios y prodigios de la gracia; y que Vds. los filósofos apellidarán exaltación y exageración del sentimiento religioso. Entre tanto espera ocasiones de complacerle a V. este su afectísimo. S. S. Q. S. M. B.

J. B.




ArribaAbajoCarta XIV

Los cristianos viciosos.


Los tibios. Argumentos contra la religión. Solución. Cómo es posible que un hombre religioso sea vicioso. El jugador. El disipador. Observaciones sobre las pasiones humanas. Efecto de la religión sobre la moral de los hombres. Sus efectos preventivos. Pruebas. Ejemplos. Flaqueza de la moral de los hombres irreligiosos. Observaciones sobre esta moral.

Mi estimado amigo: Casi me inclinaría a creer que empieza V. a no encontrarse muy bien en su escepticismo religioso, pues que al parecer se avergüenza de él, no queriendo confesar que se halla en esta parte en situación muy diferente de la de muchos otros, a quienes V., con buena intención sin duda, pero con mucha injusticia, les achaca las mismas ideas. No podía yo figurarme que le causase a V. tanta novedad la conducta de muchos cristianos, hasta el punto de llegar a suponer que, o fingen hipócritamente estar adheridos a la religión, o cuando menos la profesan sin entender de ella una palabra. Dice V. que no alcanza a comprender cómo es posible que, enseñando la religión doctrinas tan altas, algunas de las cuales son sumamente trascendentales y hasta terribles, haya hombres que, estando convencidos de la verdad de ellas, o las contraríen con su conducta, o vivan haciendo poquísimo caso de las mismas. Añade V. que concibe muy bien la religión de un San Jerónimo, de un San Benito, de un San Pedro de Alcántara, de un San Juan de la Cruz; es decir, hombres penetrados profundamente de la nada de las cosas terrenas, de la importancia de la eternidad, y por consiguiente, desasidos de todo lo mundano, muertos a todo cuanto los rodea, y atentos únicamente a la gloria de Dios y a la salvación de sus almas y de las de sus prójimos; pero que no comprende, en primer lugar, la religión de los viciosos, esto es, de hombres que viven convencidos de la eternidad de las penas del infierno, y, no obstante, como que hacen todo lo posible para hundirse en él; que no comprende la religión de otros que, sin embargo de no estar entregados al vicio, dejan correr sus días con cierta indiferencia, sin afanarse mucho por lo que pueda venir después de la muerte; ni aun de aquellos que, practicando la virtud, lo hacen con cierta tibieza, no mostrándose continuamente poseídos de la idea de que muy en breve van a encontrarse, o con una dicha sin fin, o condenados para siempre a horribles suplicios. Según parece, esto le escandaliza a V. y hasta puede contribuir a mantenerle separado de la religión; pues que, si nos atenemos a este modo de mirar las cosas, no hay medio entre ser escéptico o anacoreta.

En primer lugar, se me ocurre una reflexión que no quiero dejar de consignar aquí, y es: la variedad y contradicción de los argumentos con que es atacada la religión, y lo descontentadizos que con ella se muestran los escépticos e indiferentes. ¿Hay una persona muy cristiana, muy devota, que pasa los días en la oración y en la penitencia, que mira todas las cosas del mundo como transitorias y livianas, que se manifiesta profundamente poseída de la nada de todo lo terreno, que con sus palabras y sus acciones muestra bien claro que no se apartan jamás de su mente Dios y la eternidad? Entonces se dice que la religión es esencialmente apocadora, que estrecha las ideas, que encoge el corazón, que hace a los hombres misántropos, que los inutiliza, y que, por tanto, solo sirve para frailes y monjas. Hasta se llega algunas veces a dar consejos de prudencia, recordando que, si se procurase presentar la religión bajo un aspecto jovial y afable, no se apartarían de ella tantos hombres que, si bien se sienten inclinados a seguirla, no pueden consentir a tornarse tristes, taciturnos, andándose cabizbajos y cuellituertos por esas calles e iglesias: y hete ahí que, si hay otros hombres que, a pesar de ser profundamente religiosos, de estar altamente penetrados de las terribles verdades de la fe y quizás muy dedicados a la práctica de virtudes austeras, se muestran, no obstante, con rostro sereno y apacible, conversación alegre y festiva, no dejando entrever que se agite en su mente el formidable pensamiento del infierno, entonces se objeta lo extraño, lo inconcebible de semejante proceder, y se echa de menos la conducta de aquellos otros que poco antes eran blanco de reprensión, y tal vez de desprecio y burla. De suerte que, si la religión llora, se quejan ustedes de que llora; si ríe, de que ríe; y, si se mantiene sosegada y calmosa, le acusan de indiferente. Bueno es hacer notar semejantes contradicciones, que dejan en evidencia la sinrazón de los que caen en ellas, ya sea por haber meditado poco sobre los objetos de que hablan, ya por dejarse arrastrar del prurito de hacer cargos a la religión, echando mano de todo linaje de argumentos.

Pero vamos derechamente al punto capital de la dificultad, y veamos si es posible contestar satisfactoriamente a las objeciones de V. ¿Cómo es posible que un hombre religioso sea vicioso? Ésta es, si no me engaño, la principal dificultad que V. presenta, y me ha de permitir V. que le diga con toda ingenuidad que muestra muy escaso conocimiento del corazón humano quien propone seriamente una objeción semejante. La vida entera de la mayor parte de los hombres es un tejido de esas contradicciones que V. no alcanza a explicarse: si debiéramos dar alguna importancia a dicha objeción, nada menos resultaría sino exigir que todos los hombres arreglasen su conducta a sus ideas, y que quien abrigase una convicción, obrara siempre en consecuencia de ella. ¿Y cuándo, y dónde ha existido un proceder semejante? ¿No estamos viendo todos los días que, aun prescindiendo de las ideas religiosas, se verifica aquello de conocer el hombre el bien, de aprobarle, y, sin embargo, ejecutar el mal? Video meliora, proboque, deteriora sequor. Veo lo mejor, me gusta; pero sigo lo peor. No hago el bien que quiero, sino el mal que aborrezco. Non quod volo bonum hoc ago, sed quod odi malum illud facio. Hablamos con un jugador y la conversación llega a girar sobre el vicio que le domina; un predicador en el púlpito no se expresará con más energía contra los males acarreados por el juego. «¡Qué pasión más funesta!, le oiréis decir: siempre inquietud, siempre desasosiego y turbación, siempre incertidumbre y zozobra: ahora nadando en la abundancia, no sabiendo qué hacerse del oro; un momento después todo se ha perdido, es preciso pedir prestado a los amigos, o empeñar una finca, o enajenar una prenda, o excogitar algún expediente desastroso para proporcionarse siquiera una pequeña cantidad con que probar fortuna de nuevo. Si perdéis, os halláis en la desesperación; si ganáis, os veis forzado a presenciar la desesperación de los otros; a sofocar tal vez los sentimientos de compasión que brotan de vuestro pecho, disfrazándolos y encubriéndolos con chanzas y algazara. ¡Qué momentos más crueles al salir de la casa de juego, al recordar que habéis labrado quizás el infortunio de vuestra familia o de la de vuestros amigos, al pensar que ibais con la esperanza de mejorar vuestra posición, y tal vez de rico que erais habéis pasado a la más estrecha pobreza! No es posible concebir cómo hay hombres que se abandonen a ese vicio detestable: el jugador es un verdadero loco que va corriendo continuamente tras de una ilusión, a pesar de estar convencido de que es ilusión y no más, de haberlo experimentado una y mil veces en sí y en los otros. En un joven, en el acto de salir de la casa de sus padres, un desliz en esta parte es disculpable hasta cierto punto: en un hombre de alguna experiencia, el vicio carece de excusa.» ¿Ha oído V., mi querido amigo, a ese moralista tan juicioso, tan severo, tan inexorable con los jugadores? Pues vea V.: apenas ha concluido su santa plática, quizás mientras está perorando, saca inquietamente su reloj o pregunta a los circunstantes qué hora tienen, y ¿sabe V. para qué? Es que el tiempo de la cita está cercano, que la mesita cubierta de paño está esperando, y los compañeros se hallan ya colocados en sus asientos respectivos, y barajando con impaciencia, y maldiciendo al perezoso y tardío; y su pobre corazón salta de gozo al pensar que en breves instantes va a comenzar la tarea, y los montones de dinero irán girando rápidamente en derredor, ahora enfrente de uno de los actores, luego de otro, en seguida de otro, hasta que al fin en las altas horas de la noche se concluirá la función, quedando, por supuesto, vencedor el moralista y completamente vengado de sus descalabros de ayer. Por lo menos, él así lo espera; y tan pronto como ha puesto fin al sermón, se levanta, toma el sombrero y echa a correr, rabiando por la poca puntualidad. ¿Qué le parece a V. de semejante contradicción? «¡Oh!, se me replicará, este hombre era un hipócrita, decía lo que no pensaba!» Es falso, hablaba con la convicción más profunda; y los circunstantes, si no eran jugadores, no eran capaces de comprender toda la viveza con que él sentía lo que expresaba. En prueba de esto, suponed que tiene un hijo, un hermano menor, un amigo, una persona cualquiera por la cual se interese: él le aconsejará que no juegue y lo hará con todas las veras de su corazón; si tiene autoridad para ello, se lo prohibirá severamente; cuando no, se lo rogará con encarecimiento, y, si puede hablar con entera franqueza, exclamará con acento de dolor: «creed a un hombre experimentado: este vicio ha hecho y está haciendo mi infortunio, ¡ay de mí!, y siempre temo que me llevará a la perdición». El desgraciado no deja de conocer el mal que se hace a sí propio, no deja de conocer su temeridad, su locura; se la echa en cara una y mil veces, así en los momentos de calma y buen juicio, como en los de furor y desesperación; pero no tiene bastante fuerza de ánimo para resistir el impulso de su inclinación, arraigada y acrecentada con el hábito, para conformar sus obras con sus palabras, con sus convicciones más profundas.

¿Quiere V. otro ejemplo? Fácil sería amontonarlos hasta lo infinito. Hay un hombre de fortuna respetable, de reputación sin tacha, que disfruta en el seno de su familia de toda la dicha que pueda desear; su instrucción, su moralidad y hasta su misma educación culta y esmerada, le hacen contemplar con lástima los extravíos de otros; no concibe cómo consienten en sacrificar sus bienes a una pasión liviana, en mancillar por ella su nombre, en hacerse objeto del desprecio y ludibrio de cuantos los conocen; sin embargo, transcurrido algún tiempo, una ocasión, un trato frecuente le ha enredado a él mismo en una amistad peligrosa: la hacienda, la fama, la salud, hasta su misma vida, todo lo está sacrificando a su ídolo; ¿ha perdido por esto sus antiguas convicciones?, ¿la variación de conducta es efecto de un cambio de ideas? Nada de eso: piensa como antes, no se ha desviado un ápice de sus convicciones primitivas, sólo las ha puesto a un lado. A los parientes, a los amigos que le amonestan, que le recuerdan sus propias palabras, que le hacen los cargos que él mismo dirigía a los demás, que le excitan a que tome los consejos que él poco antes diera a los otros, a todos contesta: «sí, cierto, tiene V. razón, ya con el tiempo... pero...»

Es decir, que no hay falta de luz en el entendimiento, sino extravío en el corazón; está seguro de que la dorada copa contiene veneno, pero en su ardor febril se la acerca a sus labios con el riesgo, con la certeza de perecer.

Recorra V. todos los vicios, fije su atención sobre todas las pasiones, y echará V. de ver esta contradicción de que voy hablando. Son pocos, poquísimos los hombres que desconocen el mal que se hacen, los daños que se acarrean con su propia conducta, y, sin embargo, ¡cuán difícil es la enmienda! De donde resulta no ser nada extraño que una persona profundamente convencida de la verdad de la religión, obre contra lo que ella prescribe, y no es prueba de que no crea lo que dice el no ponerlo él mismo en práctica.

Si V. hubiese leído obras de moral y de mística, o conversado con hombres experimentados en la dirección de las conciencias, sabría la triste y angustiosa situación en que se encuentran a menudo muchas almas, y la paciencia que han menester los confesores para sufrir y alentar a esos desgraciados que proponen dejar el vicio, que lloran amargamente sus culpas, que tiemblan por el eterno castigo a que se hacen acreedores, que a fuerza de consejos, de amonestaciones, de remedios y precauciones de todas clases, llegan quizás a resistir por algún tiempo su funesta inclinación, y, sin embargo, reinciden y vuelven a los pies del confesor y al cabo de algún tiempo tornan a reincidir, padeciendo de esta suerte congojas mortales, hasta que, más fortalecidos por la gracia, alcanzan a mantenerse firmes, disfrutando así una vida sosegada y tranquila.

Si no es imposible, antes sucede con mucha frecuencia, que quien profesa una religión pura y severa, viva en la relajación, no es tampoco incomprensible el que otros no sumidos en semejante miseria se porten, no obstante, con, cierta tibieza y frialdad, a pesar de que en su entendimiento se hallen las creencias religiosas muy solidadas, muy firmes y hasta vivas y ardorosas. Son tantas las causas que pueden producir y conservar un estado semejante, que sería enojosa tarea enumerarlas. Baste decir que inconsecuencias y contradicciones se hallan a cada paso en toda la vida del hombre, que le afectan del tal modo las cosas presentes, que por lo común olvida las pasadas y futuras; que, estando dotado de inteligencia y voluntad, no obstante, sufre también a menudo la tiranía de las pasiones que le arrastran por caminos de perdición, aun conociéndolo él mismo. Los ejemplos aducidos y las consideraciones que los ilustran, creo que serán suficientes para dejarle a V. convencido de cuán infundadamente atacaba V. la religión y que, si semejante discurso tuviera alguna fuerza, probaría que muchos no tienen principios morales, pues que obran contra ellos; que muchos son hasta el extremo ignorantes con respecto a lo que conviene a su salud, a sus intereses y honor, porque los perjudican a cada paso con sus actos; que el que come con exceso no conoce que le ha de dañar, que quien bebe con destemplanza no sospecha que el vino sea capaz de embriagar, y así, raciocinando por el mismo tenor, sería preciso afirmar en general que los hombres están faltos de muchos conocimientos, que poseen sin duda alguna. Digamos que el hombre es inconstante, inconsecuente, que le afectan demasiado las cosas presentes para que sepa conciliar el interés o el gusto del momento con la felicidad venidera, y estará explicado todo de una manera cabal y satisfactoria, sin suponerle más ignorante de lo que es en realidad.

Otra equivocación de mucha transcendencia padece V. sobre el particular, y es el que según indica en su apreciada, opina que la religión produce muy poco efecto en la conducta de los hombres; pues que, tanto los creyentes como los incrédulos, suelen vivir como si no tuviesen nada que esperar ni temer después de la muerte. «Los hombres, dice V., cuidan de sus negocios, satisfacen sus pasiones o caprichos, forman continuamente, grandes proyectos, en una palabra, viven tan distraídos, tan olvidados de su última hora, tan sin pensar en lo que podrá venir después, que, por lo tocante a la moralidad con respecto al mayor número, podría decirse que el efecto de la religión es poco menos que nulo.» Para dejar a V. convencido de cuán falso es el hecho que V. asienta con tanta seguridad, basta recordar la profunda mudanza que produjo en las costumbres públicas la propagación del cristianismo; pues que este solo recuerdo pone fuera de duda que la enseñanza de la religión no es inútil para modificar la conducta de los hombres, y que, antes al contrario, es muy eficaz y el único medio del cual es dado prometerse resultados felices y duraderos. También ahora como entonces, cuidan los hombres de sus negocios y tienen pasiones, y se divierten, y viven distraídos y disipados; pero ¡qué diferencia entre las costumbres antiguas y las modernas! Si lo consintiesen los límites de una carta, podría aducir mil y mil comprobantes de lo que acabo de establecer, manifestando con cuanta verdad se ha dicho que se cometían entonces más delitos en un año que ahora en medio siglo. Recuerde V. las doctrinas de los primeros filósofos de la antigüedad sobre el infanticidio, doctrinas que se vertían con una serenidad para nosotros inconcebible, y que revela el funesto estado de la moralidad de aquellas sociedades; recuerde V. los vicios nefandos tan generales a la sazón y que entre nosotros están cubiertos de baldón y de infamia; recuerde usted lo que era la mujer entre los paganos y lo que es en los pueblos formados por la religión cristiana; y entonces echará V. de ver cuántos son los beneficios que ha dispensado al mundo el cristianismo en lo tocante a la mejora de las costumbres; entonces comprenderá usted cuán errado es el decir que la religión influye poco en la conducta de los hombres.

Sucédenos con mucha frecuencia, cuando tratamos de apreciar el bien producido por una institución, que nos paramos únicamente en los resultados positivos y palpables, prescindiendo de otros que podríamos llamar negativos, y que, sin embargo, no son menos reales, menos importantes que aquéllos. Atendemos al bien que hace y no al mal que evita, cuando, para calcular la fuerza y la índole de ella, no deberíamos pararnos menos en lo último que en lo primero. Como la ausencia de un mal, que sin aquella institución hubiera existido, ya es de suyo un gran beneficio, es preciso agradecer a ella el haberle evitado, y contar este efecto como la producción de un bien. Para hacer debidamente este cálculo, conviene suponer que la institución no exista y ver lo que en tal caso sucedería. Así, a quien negase la utilidad de los tribunales de justicia, o pretendiese rebajar su importancia, no habría otro método más a propósito para convencerle, que el que acabo de indicar. Si los tribunales de justicia, se le podría decir, os parecen de poca utilidad, suponed que se quitan; y que el ratero, el ladrón, el asesino, el falsario, el incendiario y toda la ralea de malvados, no tienen que temer otra cosa sino la resistencia o la venganza de sus víctimas. Desde luego la sociedad se convertirá en un caos, los unos se armarán contra los otros, los criminales se adelantarán mucho más en su carrera de iniquidad, multiplicándose el número de ellos de una manera espantosa. ¿Quién evita todo esto? Ciertamente los tribunales; y el evitar este mal es sin duda producir un gran bien.

Suponga V., pues, que la religión no existe, que no se nos da desde niños ninguna idea de la otra vida, ni de Dios, ni de nuestros deberes. ¿Qué sucedería? Todos seríamos profundamente inmorales; y así el individuo como la sociedad caminarían rápidamente hacia la degradación más abyecta. Y, sin embargo, ateniéndonos al argumento de V., se podría objetar: ya que cuidamos de nuestros negocios, y vivimos distraídos pensando poco o nada en nuestros deberes, en la otra vida, en Dios, ¿de qué nos aprovecha el haber sido instruidos en estos puntos, el haber recibido una educación en que se nos inculcaban de continuo dichas verdades? Ya ve V. que, presentada la cuestión bajo este aspecto, no es posible sostener la solución que V. pretende darle, y claro es que, si este método de argumentar flaquea en el caso presente, no será muy firme en los otros.

¿Quién le ha dicho a V. que ese hombre tan distraído, tan disipado, no piensa en la religión que profesa?; ¿cree V. que le ha de estar revelando de continuo lo que pasa en lo íntimo de su corazón, cuando tiene a la vista un cebo que estimula sus pasiones, poniéndolo en riesgo de faltar a su deber?; ¿cree V. que le ha de estar narrando cuántas veces las ideas religiosas le han retraído de cometer un mal, o han hecho que lo cometiera mucho menor?

Una prueba evidente de los muchos efectos que producen en la conducta de los hombres las ideas religiosas y de lo presentes que están en su memoria, aun cuando parecen haberlas descuidado del todo, es la rapidez instantánea con que se les ofrecen, tan luego como se hallan en peligro de la vida. Casi puede decirse que se despliegan en un mismo momento el instinto de la conservación y el sentimiento religioso.

¿Cómo obra el instinto de la conservación sobre el curso general de los actos de nuestra vida? Si bien se observa, estamos cuidando incesantemente de conservarnos sin pensar en ello; hacemos de continuo actos que tienden a este fin, y, sin embargo, no reparamos en ello. ¿Cuál es la causa? Es que todo cuanto se liga muy íntimamente con la vida del hombre está sin cesar presente a sus ojos; no lo mira, pero lo ve; lo piensa, sin pensar que lo piense. Lo que se dice de la vida material, puede afirmarse de la vida del alma; hay un conjunto de ideas de razón, de justicia, de equidad, de decoro, que vagan de continuo por nuestra mente, ejerciendo incesante influencia en todos nuestros actos. Ocurre una mentira y la conciencia dice: esto es indigno de un hombre; y la palabra que iba a ser pronunciada es detenida por ese sentimiento de moralidad y de decoro. Se habla de una persona con quien se tiene enemistad; viene la tentación de rebajar su mérito, o revelar una de sus faltas, o quizás de calumniarla; y la conciencia dice: esto no lo hace un hombre de bien, esto es una venganza; y el enemigo calla. Hay la oportunidad de defraudar sin que nadie lo sepa, sin que el honor pueda correr ningún peligro, y, sin embargo, no se defrauda; ¿quién lo impide? La voz de la conciencia. Hay la tentación de abusar de la confianza de un amigo haciendo traición a sus secretos, explotándolos en provecho propio, y, sin embargo, la traición no se consuma, aun cuando el amigo víctima de ella no pudiese ni siquiera sospecharla; ¿quién lo impide? La conciencia. Estas aplicaciones, que podrían extenderse indefinidamente, muestran bien a las claras que el hombre, sin advertirlo, obedece muchísimas veces al grito de la conciencia, y que, aun cuando no piensa, o no cree pensar, en ella, ni en Dios, no obstante, obran en su ánimo esas ideas, y le impulsan, y le detienen, y le hacen retroceder y variar de camino, y modificar continuamente su conducta en todos los instantes de su vida.

Si esto se verifica, aun tratándose de los mismos incrédulos, ¿qué sucederá con respecto a los hombres, sinceramente religiosos? A los ojos del mundo podrá parecer que ellos se olvidan completamente de sus creencias, que de nada les sirve la fe en verdades grandes y terribles, que el cielo, el infierno, la eternidad, sólo se ofrecen a su mente como ideas abstractas, sin relación alguna con la práctica; pero ellos saben muy bien que la eternidad, y el cielo, y el infierno se les presentan en el acto de querer obrar mal, que ora los apartan del camino de la iniquidad, ora los detienen para que no anden por él con tanta precipitación; ellos saben que, después de haberse abandonado al impulso de sus pasiones, experimentan remordimientos que los atormentan atrozmente y que los hacen arrepentir de haberse desviado del sendero de la virtud. No hay cristiano que no experimente esta influencia de la religión; si es realmente cristiano, es decir, si cree en las verdades religiosas, sufre repetidas veces el castigo de sus malas obras, o disfruta el galardón de las buenas. Esta pena, o este premio, lo siente en lo íntimo de su conciencia, y el recuerdo de lo que ha gozado en un caso, o padecido en otro, contribuye a menudo a que no se permita extravíos contra lo que le prescriben sus deberes.

No dudo que con estas reflexiones se quedará usted convencido de que es un error contrario a la razón, a la historia y a la experiencia, lo que V. afirma de que la religión influye poco en la conducta de los hombres. Es cierto que los que la profesan no siempre se portan como debieran; es cierto que encontrará V. hombres que tienen fe, y, sin embargo, son muy malos; pero, no es menos cierto que, en general, la conducta de las personas religiosas es incomparablemente mejor que la de los incrédulos. ¿Cuántas ha conocido V. que no profesando ninguna religión observen una conducta de todo punto irreprensible? Y cuando esto digo no hablo de cometer delitos de los cuales nos apartan cierto horror natural, el temor de la justicia, y el deseo de conservar la reputación: no hablo de cierta inmoralidad asquerosa y repugnante, de la cual retraen el honor, el decoro, y hasta cierta delicadeza de gusto, fruto de la buena educación; hablo de aquella moralidad severa que rige todos los actos de la vida de un hombre, y no le permite desviarse del camino del deber, aun cuando en ello no se interesen ni la honra, ni los miramientos de sociedad, ni se opongan otras consideraciones que las inspiradas por una sana moral. Me dirá V. que conoce a ciertos hombres que, a pesar de ser irreligiosos, son incapaces de defraudar, de hacer traición a la amistad, y hasta observan una conducta que, si no es tan rigurosa como yo deseara, está muy lejos de la disipación y quizás de la liviandad; será posible que V. conozca a incrédulos que sean tales como V. los pinta; será posible que por educación, por honor, por decoro, por esa luz interior que Dios nos ha dado y que no alcanzamos a extinguir con insensatos esfuerzos, ajusten su conducta una y mil veces a la ley del deber cuando no se atraviesa algún poderoso motivo que los impulsa en sentido contrario; pero no ponga V. a esos mismos hombres a prueba de una tentación violenta.

A ese que no cree en nada, ni aun en Dios, y a quien supone V. tan probo, tan incapaz de cometer un fraude, redúzcale V. a la miseria, figúreselo luchando entre el apremio de grandes necesidades y la tentación de echar mano de una cantidad ajena, pudiendo hacerlo de manera que nada pierda su reputación de hombre de bien, ¿qué hará? Usted podrá creer lo que quiera; yo por mi parte no le fiaría mi dinero; y me atrevería a consejar a V. que tampoco le fiara el suyo.

Usted, mi apreciado amigo, hallándose en una posición ventajosa, y sin otras tentaciones de hacer mal que las ofrecidas por las ilusiones de la juventud, no conoce a fondo lo que es esa probidad que no se apoya en la religión. Usted no conoce cuán frágil, cuán quebradiza es esa honradez que a los ojos del mundo se presenta con tanto alarde de firmeza e incorruptibilidad; fáltanle todavía algunos desengaños, que recogerá usted muy en breve, cuando, rasgándose ese velo tan hermoso con que el mundo se presenta a nuestros ojos en la primavera de la vida, comience a ver las cosas y los hombres tales como son en sí; cuando entre en la edad de los negocios, y vea la complicación de circunstancias que en ellos se ofrecen, y asista a esa lucha de pasiones e intereses que tan a menudo coloca al hombre en posiciones críticas y hasta angustiosas, en que el cumplimiento del deber es un sacrificio y a veces un heroísmo. Entonces comprenderá usted la necesidad de un freno poderoso, de un freno que sea algo más que consideraciones puramente terrenas. Entre tanto, queda de usted su afectísimo y S. S. Q. B. S. M.

J. B.