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ArribaAbajoCarta XV

Destino de los niños que mueren sin bautismo.


Equivocación del escéptico. Pena de daño y de sentido. Las opiniones y el dogma. Protestantes y católicos. Santo Tomás. Ambrosio Catarino. Se defiende la justicia de Dios. El dogma no es duro. Razones.

Mi estimado amigo: La dificultad que usted me propone en su última apreciada, aunque no es tan fuerte como usted se figura, confieso que, considerada superficialmente, es bastante especiosa. Tiene, además, una circunstancia particular, y es que se funda, al parecer, en un principio de justicia. Esto la hace mucho más peligrosa; porque el hombre tiene tan profundamente grabados en su alma los principios y sentimientos de justicia, que, cuando puede apoyarse en ellos, se cree autorizado para atacarlo todo.

Desde luego convengo con usted en que la justicia y la religión no pueden ser enemigas; y que una creencia, fuera la que fuese, que se hallase en oposición con los eternos principios de justicia, debiera ser desechada por falsa. Admitida una de las bases sobre que usted levanta la dificultad, no puedo admitir la fuerza de la dificultad misma, por la sencilla razón de que estriba, además, en suposiciones completamente gratuitas. No sé en qué catecismo habrá usted leído que el dogma católico enseñe que los niños muertos sin bautismo son atormentados para siempre con el fuego del infierno; por mi parte confieso francamente que no tenía noticia de la existencia de tal dogma, y que, por lo mismo, no me había podido causar el horror que usted experimenta. Esto me hace suponer que se halla usted como tantos otros, en la mayor confusión de ideas sobre esta importante y delicada materia, y me indica la necesidad de aclarárselas algún tanto de la manera que me lo consiente la ligereza de discutir a que me condena la incesante movilidad de mi adversario.

Es absolutamente falso que la Iglesia enseñe como dogma de fe que los niños muertos sin bautismo sean castigados con el suplicio del fuego, ni con ninguna otra pena llamada de sentido. Basta abrir las obras de los teólogos, para ver reconocido por todos ellos que no es dogma de fe la pena de sentido aplicada a los niños; y que, antes por el contrario, sostienen, en su inmensa mayoría, la opinión opuesta. Fácil me sería aducir innumerables textos para probar esta aseveración; pero lo juzgo inútil, porque puede usted asegurarse de la verdad de este hecho empleando un rato en recorrer los índices de las principales obras teológicas, y ver las opiniones que allí se consignan.

No ignoro que ha habido algunos autores respetables que han opinado en favor de la pena de sentido; pero repito que éstos son en número muy escaso, que está contra ellos la inmensa mayoría; y sobre todo insisto en que la opinión de aquellos autores no es un dogma de la Iglesia, y, por consiguiente, rechazo las inculpaciones que con este motivo se dirigen contra la fe católica. Por sabio, por santo que sea un doctor de la Iglesia, su opinión no es autoridad bastante para fundar un dogma: de la doctrina de un autor a la enseñanza de la iglesia va la misma distancia que de la doctrina de un hombre a la enseñanza de Dios.

Para los católicos la autoridad de la iglesia es infalible porque tiene asegurada la asistencia del Espíritu Santo: a esta autoridad recurrimos en todas nuestras dudas y dificultades, en lo cual se cifra la principal diferencia entre nosotros y los protestantes. Ellos apelan al espíritu privado, que al fin viene a parar a las cavilaciones de la flaca razón, o a las sugestiones del orgullo; nosotros apelamos al Espíritu Divino, manifestado por el conducto establecido por el mismo Dios, que es la autoridad de la Iglesia.

Me preguntará V. cuál es el destino de estos niños privados de la gloria, y no castigados con pena de sentido; y hallará quizás que la dificultad renace, aunque bajo forma menos terrible, por el mero hecho de no otorgarles la eterna bienaventuranza. A primera vista parece una cosa muy dura que los niños, incapaces como son de pecado actual, hayan de ser excluidos de la gloria, por no habérseles borrado el original con las aguas regeneradoras del bautismo; pero, profundizando la cuestión, se descubre que no hay en esto injusticia ni dureza, y sí únicamente el resultado de un orden de cosas que Dios ha podido establecer, y del cual nadie tiene derecho a quejarse.

La felicidad eterna, que, según el dogma católico, consiste en la visión intuitiva de Dios, no es natural al hombre, ni a ninguna criatura. Es un estado sobrenatural al que no podemos llegar sino con auxilios sobrenaturales. Dios, sin ser injusto ni duro, podía no haber elevado a ninguna criatura a la visión beatífica, y establecer premios de un orden puramente natural, ya en esta vida, ya en la otra. De donde resulta que el estar privadas de la visión beatífica un cierto número de criaturas, no arguye injusticia ni dureza en los decretos de Dios, supuesto que se habría podido verificar lo mismo con todos los seres criados; y hasta se debiera haber verificado, si la infinita bondad del Criador no los hubiese querido levantar a un estado superior a la naturaleza de los mismos.

Ya estoy previendo que se me hará la réplica de que la situación de las cosas es ahora muy diferente; y que, si bien es verdad que la privación de la visión beatífica no habría sido una pena para las criaturas que no hubiesen tenido noticia de ella, lo es ahora, y muy dolorosa, para los que se ven excluidos de la misma. Convengo en que esta privación es una pena del pecado original, pero no en que sea tan dolorosa como se quiere suponer. Para afirmar esto último sería preciso determinar hasta qué punto conocen la privación los mismos que la padecen, y saber la disposición en que se encuentran, para lamentar la pérdida de un bien, que con el bautismo hubieran podido conseguir.

Santo Tomás observa, con mucha oportunidad, que hay gran diferencia entre el efecto que debe producir en los niños la falta de la visión beatífica, y el que causa a los condenados. En éstos hubo libre albedrío, con el cual, ayudados de la gracia, pudieron merecer la gloria eterna; aquéllos se hallaron fuera de esta vida antes del uso de la razón: a éstos les fue posible alcanzar aquello de que se encuentran privados; no así a los primeros, que, sin el concurso de su libertad, se vieron trasladados a otro mundo, en el cual no hay los medios para merecer la eterna bienaventuranza. Los niños muertos sin bautismo se hallan en un caso semejante a los que nacen en una condición inferior, en la cual no les es posible gozar de ciertas ventajas sociales de que disfrutan otros más afortunados. Esta diferencia no los aflige, y se resignan sin dificultad al estado que les ha cabido en suerte.

Tocante al conocimiento que tienen de su situación los niños no bautizados, es probable que ni siquiera conocen que haya tal visión beatífica; así no pueden afligirse por no poseerla. Ésta es la opinión de Santo Tomás, quien afirma que estos niños tienen noticia de la felicidad en general, pero no en especial; y, por lo tanto, no se duelen de haberla perdido: «cognoscunt quidem beatitudinem in generali, secundum communem rationem, non autem in speciali; ideo de eius amissione non dolent.»

El estar separados para siempre de Dios parece que ha de ser una aflicción muy grande para estos niños; porque, no pudiéndolos suponer privados de todo conocimiento de su Autor, han de tener un deseo vivo de verle, y han de sentir una pena profunda al hallarse faltos de dicho bien por toda la eternidad. Este argumento supone el mismo hecho que se ha negado más arriba, a saber, que los niños tienen conocimiento del orden sobrenatural. Santo Tomás lo niega redondamente: y dice que están separados de Dios perpetuamente por la pérdida de la gloria que ignoran, pero no en cuanto a la participación de los bienes naturales que conocen: «pueri in originali peccato decedentes sunt quidem separati a Deo perpetuo, quantum ad amissionem gloriae quam ignorant; non tamen quantum ad participationem naturalium bonorum, quae cognoscunt.»

Algunos teólogos, entre los que se cuenta Ambrosio Catarino, han llegado a defender que estos niños tienen una especie de bienaventuranza natural, la que no explican en qué consiste, por la sencilla razón de que en estas materias sólo se puede discurrir por conjeturas. Sin embargo, no dejaré de observar que esta doctrina no ha sido condenada por la Iglesia, siendo notable que el mismo Santo Tomás, tan mesurado en todas sus palabras, no deja de decir que estos niños se unen a Dios por la participación de los bienes naturales, y así podrán alegrarse también de los mismos con conocimiento y amor natural: «sibi (Deo) coniungentur per participationem naturalium bonorum; et ita etiam de ipso gaudere poterunt naturali cognitione et dilectione» (22 D. 33., Q. 2, ar. 2. ad 5).

Ya ve V. que la cosa no es tan horrible como V. se figuraba; y que no se complace la Iglesia en pintarnos entregados a espantosos tormentos los niños que han tenido la desgracia de no recibir el bautismo. La pena que padecen estos niños la compara muy oportunamente Santo Tomás a la que sufren los que, estando ausentes, son despojados de sus bienes, pero ignorándolo ellos. Con esta explicación se concilia la realidad de la pena con la ninguna aflicción del que la padece; y henos aquí conducidos a un punto en que permanece salvo el dogma del pecado original y el de la pena que sigue, sin vernos precisados a imaginarnos un número inmenso de niños atormentados por toda la eternidad, cuando por su parte no han podido ejercer ningún acto por el cual lo merecieran.

Hasta aquí me he ceñido a la defensa del dogma católico, y a la exposición de las doctrinas de los teólogos; y creo haber manifestado que, limitándose aquél a la simple privación de la visión beatífica, por efecto del pecado original no borrado por el bautismo, está muy lejos de hallarse en contradicción con los principios de justicia, ni trae consigo la pretendida dureza que V. le achacaba. Como es natural, los teólogos se han aprovechado de esta latitud para emitir varias opiniones más o menos fundadas, sobre las que es difícil formar un juicio acertado, faltándonos noticias que sólo pudiera proporcionarnos la revelación. Como quiera, parece muy razonable la doctrina de Santo Tomás de que estos niños podrán tener un conocimiento y amor de Dios en el orden puramente natural, y que podrán gozarse en estos bienes que les ha otorgado el Criador. Siendo criaturas inteligentes y libres, no podemos suponerlos privados del ejercicio de sus facultades; pues, de lo contrario, sería preciso considerar sus espíritus como substancias inertes, no por su naturaleza, sino por estar ligadas sus potencias del orden intelectual y moral. Y como, por otra parte, no se admite que sufran pena de sentido, y se afirma que no se duelen de la de daño, es preciso otorgarles las afecciones que en todo ser resultan naturalmente del ejercicio de sus facultades. Queda de V. su afectísimo y S. S. Q. S. M. B.

J. B.




ArribaAbajoCarta XVI

Los que viven fuera de la Iglesia.


Equivocación del escéptico. Justicia de Dios. La culpa supone la libertad. Se establecen algunos principios. Cuestión de doctrinas y de aplicación. Se deslindan y caracterizan estas dos cuestiones. Se aclara la materia con un corto diálogo. Observaciones sobre la obscuridad de los misterios.

Mi estimado amigo: Mucho me alegro que la carta anterior haya disipado el horror que le inspiraba el dogma católico sobre la suerte de los niños que mueren sin bautismo, manifestándole que atribuía a la Iglesia una doctrina que ella jamás reconoció por suya: el haberse V. convencido de la equivocación que en este punto padecía, hará menos difícil el que se persuada de que está igualmente equivocado en lo tocante a la doctrina de la Iglesia sobre la suerte de los que viven fuera de su seno. Está V. en la creencia de que es un dogma de nuestra religión que todos los que no viven en el seno de la Iglesia católica serán por este mero hecho condenados a penas eternas: éste es un error que nosotros no profesamos, ni podemos profesar, porque es ofensivo a la justicia divina. Para proceder con buen orden y claridad, voy a exponer sucintamente la doctrina católica sobre este particular.

Dios es justo: y, como tal, no castiga ni puede castigar al inocente: cuando no hay pecado, no hay pena, ni la puede haber.

El pecado, dice San Agustín, es voluntario, de tal manera, que, si deja de ser voluntario, ya no es pecado. La voluntad que se necesita para hacernos culpables a los ojos de Dios, es la de libre albedrío. Para constituir la culpa no bastaría la voluntad, si ésta no fuese libre.

No se concibe el ejercicio de la libertad, si no va acompañado de la deliberación correspondiente; y ésta implica conocimiento de lo que se hace, y de la ley que se observa, o se infringe. Una ley no conocida no puede ser obligatoria.

La ignorancia de la ley es culpable en algunos casos, es decir, cuando el que la padece ha podido vencerla: entonces la infracción de la ley no es excusable por la ignorancia.

La Iglesia, columna y firmamento de la verdad, depositaria de la augusta enseñanza del Divino Maestro, no admite el error de que todas las religiones sean indiferentes a los ojos de Dios, y que el hombre pueda salvarse en cualquiera de ellas, de tal modo, que no esté ni siquiera obligado a buscar la verdad en un asunto tan importante. Estas monstruosidades las condena la Iglesia con mucha razón; y no puede menos de condenarlas, so pena de negarse a sí propia. Decir que todas las religiones son indiferentes a los ojos de Dios, equivale a decir que todas son igualmente verdaderas, lo que en último resultado viene a parar a que todas son igualmente falsas. La religión que, enseñando dogmas opuestos a los de otras religiones, las tuviese a todas por igualmente verdaderas, sería el mayor de los absurdos, una contradicción viviente.

La Iglesia católica se tiene a sí misma por la verdadera Iglesia, fundada por Jesucristo, iluminada y vivificada por el Espíritu Santo, depositaria del dogma y de la moral, y encargada de conducir a los hombres, por el camino de la virtud, a la eterna bienaventuranza. En este supuesto, proclama la obligación en que todos estamos de vivir y morir en su seno, profesando una misma fe, recibiendo la gracia por sus sacramentos, obedeciendo a sus legítimos pastores, y muy particularmente al sucesor de San Pedro y vicario de Jesucristo, el romano Pontífice.

Ésta es la enseñanza de la Iglesia; y no veo que se le pueda objetar nada sólido, aun examinada la cuestión en el terreno de la filosofía. De los principios arriba enunciados, unos son conocidos por la simple razón natural, otros por la revelación. A la primera clase pertenecen los que se refieren a la justicia divina y a la libertad del hombre; corresponden a la segunda los que versan sobre la autoridad e infalibilidad de la Iglesia. Estos últimos, considerados en sí mismos, nada encierran contrario a la justicia y a la misericordia divina; porque es evidente que Dios, sin faltar a ninguno de estos atributos, ha podido instituir un cuerpo depositario de la verdad y sometido a las leyes y condiciones que hayan sido de su agrado en los arcanos inescrutables de su infinita sabiduría.

Hasta aquí se ha examinado la cuestión de derecho, o sea de doctrinas; descendamos ahora a la cuestión de hecho, en la cual se fundan las dificultades que a V. le abruman. Es necesario no perder de vista la diferencia de estas dos cuestiones: una cosa son las doctrinas, otra su aplicación; aquéllas son claras, explícitas, terminantes; ésta se resiente de la obscuridad a que están sujetos los hechos, cuya exacta apreciación depende de muchas y muy varias circunstancias.

Debe tenerse por cierto que no se condenará ningún hombre por sólo no haber pertenecido a la Iglesia católica, con tal que haya estado en ignorancia invencible de la verdad de la religión, y, por consiguiente, de la ley que le obligaba a abrazarla. Esto es tan cierto, que fue condenada la siguiente proposición de Bayo: «La infidelidad puramente negativa es pecado.» La doctrina de la Iglesia sobre este punto se funda en principios muy sencillos: no hay pecado sin libertad, no hay libertad sin conocimiento.

Cuándo existe el conocimiento necesario para constituir una verdadera culpa a los ojos de Dios en lo tocante a no abrazar la verdadera religión; quiénes se hallan en ignorancia vencible, quiénes en ignorancia invencible; entre los cismáticos, entre los protestantes, entre los infieles, hasta dónde llega la ignorancia invencible, quiénes son los culpables a los ojos de Dios por no abrazar la verdadera religión, quiénes son los inocentes: éstas son cuestiones de hecho, a las que no desciende la enseñanza de la Iglesia. Ésta nada enseña sobre dichos puntos: se limita a establecer la doctrina general, y deja su aplicación a la justicia y a la misericordia de Dios.

Permítame V. que le llame la atención sobre esta diferencia, a la que no siempre se atiende como sería menester. Los incrédulos nos abruman con preguntas sobre la suerte de los que no pertenecen a la Iglesia católica; y como que nos exigen que los salvemos a todos, so pena de que nuestros dogmas sean acusados de ofensivos a la justicia y misericordia de Dios. Con esto nos tienden un lazo, en el cual es muy fácil que se dejen enredar los incautos, incurriendo en uno de dos extremos: o echando al infierno a todos los que no pertenecen a la Iglesia, o abriendo las puertas del cielo a los hombres de todas las religiones. Lo primero puede dimanar del celo para poner en salvo nuestro dogma sobre la necesidad de la fe para salvarse; y lo segundo puede nacer de un espíritu de condescendencia y del deseo de defender el dogma católico de las acusaciones de duro e injusto. Yo creo que no hay necesidad de incurrir en ninguno de estos extremos, y que la posición de un católico es en este punto más desembarazada de lo que parece a primera vista. ¿Se le pregunta sobre la doctrina, o, valiéndome de otras palabras, sobre la cuestión de derecho? Puede presentar el dogma católico con entera seguridad de que nadie podrá tacharlo de contrario a la razón. ¿Se le pregunta sobre los hechos? Puede confesar francamente su ignorancia, y envolver en ella al mismo incrédulo, que por cierto no sabe más sobre el particular que el católico a quien impugna.

Para que V. se convenza de lo expedita que es nuestra posición, con tal que sepamos colocarnos en ella y mantenernos constantemente en la misma, voy a hacer un ensayo en forma de diálogo entre un incrédulo y un católico.

INCRÉDULO. El dogma católico es injusto porque condena a los que no viven en la Iglesia, no obstante haber muchos que no pueden tener conocimiento de la verdadera religión.

CATÓLICO. Esto es falso; cuando hay ignorancia invencible, no hay pecado; y tan lejos está la Iglesia de enseñar lo que V. dice, que antes bien enseña lo contrario. Los hombres que hayan tenido ignorancia invencible de la divinidad de la Iglesia católica, no son culpables a los ojos de Dios de no haber entrado en ella.

INCRÉDULO. Pero, ¿cuándo, en quiénes se hallará esta ignorancia invencible? Señáleme V. un límite que separe estas dos cosas, según las diferentes circunstancias en que se hallan los hombres y los pueblos.

CATÓLICO. ¿Tendrá V. la bondad de señalármelo a mí?

INCRÉDULO. Yo no lo sé.

CATÓLICO. Pues yo tampoco, y así estamos iguales.

INCRÉDULO. Es verdad; pero Vds. hablan de condenación, y yo no me acuerdo de ella.

CATÓLICO. Es cierto; pero advierta V., que nosotros sólo hablamos de condenación con respecto a los culpables, y no creo que nadie se atreva a negarme que la culpa merezca pena; pero, cuando V. me viene preguntando quiénes y cuántos son, la ignorancia es igual por parte de ambos. Yo me atengo a la doctrina; y para su aplicación me limito a preguntar quiénes son los culpables. Si V. no me lo puede decir, es injusto el exigirme que yo se lo diga.

Por este pequeño diálogo se echa de ver que hay aquí dos cosas: por una parte, el dogma, que, a más de ser enseñado por la Iglesia, está de acuerdo con la sana razón; por otra, la ignorancia de los hombres, que no conocemos bastante los secretos de la conciencia para poder determinar siempre a punto fijo en qué individuos, en qué pueblos, en qué circunstancias deja la ignorancia de ser invencible en materia de religión, y constituye una culpa grave a los ojos de Dios.

Nada más fácil que extenderse en conjeturas sobre la suerte de los cismáticos, de los protestantes y aun de los infieles; pero nada más difícil que apoyarlas en fundamentos sólidos. Dios, que nos ha revelado lo necesario para santificarnos en esta vida y alcanzar la felicidad eterna, no ha querido satisfacer nuestra curiosidad haciéndonos saber cosas que de nada nos servirían. Estas sombras de que están rodeados los dogmas de la religión, nos son altamente provechosas para ejercitar la sumisión y la humildad, poniéndonos de manifiesto nuestra ignorancia, y recordándonos la degeneración primitiva del humano linaje. Preguntar por qué Dios ha llevado la luz de la verdad a unos pueblos y permitido que otros continuasen sumidos en las tinieblas, equivale a investigar la razón de los secretos de la Providencia, y a empeñarse en rasgar el velo que cubre a nuestros ojos los arcanos de lo pasado y de lo futuro. Sabemos que Dios es justo, y que al propio tiempo es misericordioso; sentimos nuestra debilidad, conocemos su omnipotencia. En nuestro modo de concebir, se nos presentan a menudo graves dificultades para conciliar la justicia con la misericordia, y no figurarnos a un ser sumamente débil cual víctima de un ser infinitamente fuerte. Estas dificultades se disipan a la luz de una reflexión severa, profunda, y, sobre todo, exenta de las preocupaciones con que nos ciegan las inspiraciones del sentimiento. Y si, merced a nuestra flaqueza, restan todavía algunas sombras, esperemos que se desvanecerán en la otra vida, cuando, libertados del cuerpo mortal que agrava al alma, veremos a Dios como es en sí y presenciaremos el encuentro amistoso de la misericordia y de la verdad y el santo ósculo de la justicia y de la paz. Queda de V. su afectísimo y S. S. Q. S. M. B.

J. B.




ArribaAbajoCarta XVII

La visión beatífica.


Dificultad del escéptico. El conocimiento y el afecto en sus relaciones con la felicidad. Dos conocimientos de intuición y de concepto. En qué consiste el dogma de la visión beatífica. Sublimidad de este dogma.

Mi estimado amigo: Las últimas palabras de mi carta anterior han excitado en V. el deseo de que yo me extienda en algunas aclaraciones sobre la visión beatífica, porque, según dice, nunca ha podido formarse una idea bien clara de lo que entendemos por esta soberana felicidad. Por cierto que me ha complacido sobremanera el que se me llame la atención hacia este punto, que no deja en el alma las dolorosas impresiones con que nos afligen algunos de los examinados en otras cartas. Al fin se trata de felicidad, y ésta no puede causar más afecciones ingratas que el temor de no conseguirla.

Según veo, no comprende V. bien «cómo puede constituir felicidad cumplida un simple conocimiento; y no ha de ser otra cosa la visión intuitiva de Dios. No puede negarse que el ejercicio de las facultades intelectuales nos proporciona algunos goces; pero también es positivo que éstos necesitan la concomitancia del sentimiento, sin el cual son fríos y severos como la razón de la cual dimanan.» Quisiera V. que nos hubiésemos hecho cargo los católicos de «este carácter de nuestro espíritu, el cual, si bien por medio del entendimiento llega a los objetos, no se une íntimamente con ellos de manera que le produzcan el goce, hasta que viene el sentimiento a realizar esa misteriosa expansión del alma, con la cual nos adherimos al objeto percibido, estableciéndose entre él y nosotros una afectuosa compenetración.» Estas palabras de V. encierran un fondo de verdad, en cuanto para la felicidad del ser inteligente exigen, a más del acto intelectual, la unión de amor. Es indudable que, si falta esta última, el conocimiento puro no nos ofrece la idea de felicidad. Sea cual fuere el objeto conocido, no nos haría felices, si lo contemplásemos con indiferencia. Admito sin dificultad que el alma no sería dichosa si, conociendo el objeto que la ha de hacer feliz, no le amase. Sin amor no hay felicidad.

Pero, si bien es verdadera en el fondo la doctrina de V., está aplicada con mucha inexactitud e inoportunidad, cuando se pretende fundar en ella un argumento en contra de la visión beatífica, tal como la enseñan los católicos. La eterna bienaventuranza la hacemos consistir en la visión intuitiva de Dios; mas no por esto excluimos el amor, antes por el contrario, decimos que este amor está necesariamente ligado con la visión intuitiva. Por manera que los teólogos han llegado a disputar si la esencia de la bienaventuranza consistía en la visión o en el amor; pero todos están de acuerdo en que éste es cuando menos una consecuencia necesaria de aquélla. Bien se conoce que hace largo tiempo ha dado V. de mano a los libros místicos, y aun a todos los que tratan de religión, puesto que piensa mejorar la felicidad cristiana con este filosófico sentimentalismo, que está muy lejos de levantarse a la purísima altura del amor de caridad que reconocemos los católicos, imperfecto en esta vida, y perfecto en la otra.

El simple conocimiento de que V. habla al tratar de la visión intuitiva de Dios, me hace sospechar con harto fundamento que no comprende V. bien lo que entendemos por visión intuitiva, y que confunde este acto del alma con el ejercicio común de las facultades intelectuales, a la manera que le experimentamos en esta vida. Séame, pues, permitido entrar en algunas consideraciones filosóficas sobre los diferentes modos con que podemos conocer un objeto.

Nuestro entendimiento puede conocer de dos maneras: por intuición o por conceptos. Hay conocimiento de intuición, cuando el objeto se ofrece inmediatamente a la facultad perceptiva, sin que ésta necesite combinaciones de ninguna clase para completar el conocimiento. En esta operación, el entendimiento se limita a contemplar lo que tiene delante: no compone, no divide, no abstrae, no aplica, no hace nada más que ver lo que está patente a los ojos. El objeto, tal como es en sí, le es dado inmediatamente, se le presenta con toda claridad; y, si bien termina objetivamente la operación, y en este sentido ejercita la actividad del sujeto, influye también a su vez sobre éste, señoreándole, por decirlo así, y embargándole con su íntima presencia.

El conocimiento por concepto es de naturaleza muy diferente. El objeto no es dado inmediatamente a la facultad perceptiva: ésta se ocupa en una idea que en cierto modo es obra del entendimiento mismo, el cual ha llegado a formarla combinando, dividiendo, comparando, abstrayendo, y recorriendo a veces la dilatada cadena de un discurso complicado y penoso.

Aunque estoy seguro de que no se ocultará a la penetración de V. la profunda diferencia que hay entre estas dos clases de conocimiento, voy a hacerla sensible en un ejemplo que está al alcance de todo el mundo. El conocimiento intuitivo se puede comparar a la vista de los objetos; el que se hace por conceptos es semejante a la idea que nos formamos por medio de las descripciones. V., como aficionado a las bellas artes, habrá admirado mil veces las preciosidades de algunos museos, y habrá leído las descripciones de otras que no le ha sido dado contemplar. ¿Encuentra V. alguna diferencia entre un cuadro visto y un cuadro descrito? Inmensa, me dirá V. El cuadro visto me presenta de golpe su belleza; no necesito producir, me basta mirar; no combino, contemplo; mi alma está más bien pasiva que activa; y, si en algún modo ejerce su actividad, es para abrirse más y más a las gratas impresiones que recibe, como las plantas se dilatan con suave expansión para ser mejor penetradas por una atmósfera vivificante. En la descripción, necesito ir recogiendo los elementos que se me dan, combinarlos con arreglo a las condiciones que se me determinan, y elaborar de esta manera el conjunto del cuadro, con imperfección, de una manera incompleta, sospechando la distancia que va de la idea a la realidad, distancia que se me presenta instantáneamente, tan pronto como se ofrece la ocasión de ver el cuadro descrito.

He aquí un ejemplo, que, aunque inexacto, nos da una idea de la diferencia de estas dos clases de conocimiento, y que manifiesta en algún modo la distancia que va del conocimiento de Dios a la visión de Dios. En aquél tenemos reunidas en un concepto las ideas de ser necesario, inteligente, libre, todopoderoso, infinitamente perfecto, causa de todo, fin de todo; en ésta, se ofrecerá la esencia divina inmediatamente a nuestro espíritu, sin comparaciones, sin combinaciones, sin raciocinios de ninguna especie: íntimamente presente a nuestro entendimiento, le dominará, le embargará; los ojos del alma no podrán dirigirse a otro objeto, y entonces experimentaremos de una manera purísima, inefable, para el débil mortal, aquella compenetración afectuosa, aquella íntima unión del seráfico amor, descrito con tan magníficas pinceladas por algunos Santos, que, llenos del Espíritu Divino, presentían en esta vida lo que bien pronto habían de experimentar en la mansión de los bienaventurados.

Permítame V. que le manifieste la extrañeza que me causa el notar que V. no ha sentido la belleza y sublimidad del dogma católico sobre la felicidad de los bienaventurados. Prescindiendo de toda consideración religiosa, no puede imaginarse cosa más grande, más elevada, que el constituir la dicha suprema en la visión intuitiva del Ser infinito. Si este pensamiento fuese debido a una escuela filosófica, no habría bastantes lenguas para ponderarle. El autor que le hubiese concebido sería el filósofo por excelencia, digno de la apoteosis, y de que le tributasen incienso todos los amantes de una filosofía sublime. El vago idealismo de los alemanes, ese confuso sentimiento de lo infinito que respira en sus enigmáticos escritos; esa tendencia a confundirlo todo en una unidad monstruosa, en un ser obscuro e ignorado, que se llama absoluto; todos esos sueños, todos esos delirios, encuentran admiradores y entusiastas, y conmueven profundamente algunos espíritus, sólo porque agitan las grandes ideas de unidad e infinidad; ¿y no tendrá derecho a la admiración y entusiasmo la sublime enseñanza de la Iglesia católica, que, presentándonos a Dios como principio y fin de todas las existencias, nos le ofrece de una manera particular como objeto de las criaturas intelectuales, cual un océano de luz y de amor en que irán a sumergirse las que lo hayan merecido por la observancia de las leyes emanadas de la sabiduría infinita? ¿No es digno de admiración y de entusiasmo, aun cuando se le mirara como un simple sistema filosófico, el augusto dogma que nos presenta a todos los espíritus finitos sacados de la nada por la palabra todopoderosa, dotados de una centella intelectual, participación e imagen de la inteligencia divina, destinados a morar por breve espacio de tiempo en uno de los globos del universo, donde puedan contraer mérito para unirse con el mismo Ser que los ha criado, y vivir después con Él en intimidad de conocimiento y de amor, por la eternidad?

Si esto no es grande, si esto no es sublime, si esto no es digno de excitar la admiración y el entusiasmo, no alcanzo en qué consisten la sublimidad y la grandeza. Ninguna secta filosófica, ninguna religión ha tenido un pensamiento semejante. Bien puede asegurarse que las primeras palabras del catecismo encierran infinitamente más sublimidad de la que se contiene en los más altos conceptos de Platón, apellidado por sobrenombre el Divino. Es lamentable que Vds., preciados de filósofos, traten con tamaña ligereza misterios tan profundos. Cuanto más se medita sobre ellos, más crece la convicción de que sólo han podido emanar de la inteligencia infinita. En medio de las sombras que los rodean, al través de los augustos velos que encubren a nuestra vista profundidades inefables, se columbran destellos de vivísima luz, que, fulgurando repentinamente, iluminan el cielo y la tierra. Durante los momentos felices en que la inspiración desciende sobre la frente del mortal, se descubren tesoros de infinito valor en aquello mismo que el escéptico mira desdeñoso cual miserable pábulo de la superstición y del fanatismo. No se deje V. dominar, mi estimado amigo, por esas mezquinas preocupaciones que obscurecen el entendimiento y cortan al espíritu sus alas: medite, profundice V. enhorabuena las verdades religiosas: ellas no temen el examen, porque están seguras de alcanzar victoria tanto más cumplida, cuanto sea más dura la prueba a que se las sujete. Queda de V. su afectísimo y S. S. Q. B. S. M.

J. B.




ArribaAbajoCarta XVIII

El purgatorio.


Dificultades. Cómo se alían el dogma del infierno y el del purgatorio. Los sufragios. La caridad. Belleza de nuestro dogma. No es invención humana. Su tradición universal.

Mi estimado amigo: Tarea difícil es para los católicos la de contentar a los escépticos. Una de las pruebas más poderosas que tenemos en favor de la razón y justicia de nuestra causa, es la injusticia y la sinrazón con que somos atacados. Si el dogma es severo, se nos acusa de crueles; si es benigno, se nos llama contemporizadores. La verdad de esta observación la justifica V. con las dificultades que en su última carta objeta al dogma del purgatorio, con el cual, según afirma, está más reñido que con el del infierno. «La eternidad de las penas, dice V., aunque formidable, me parece, sin embargo, un dogma lleno de terrible grandor, y digno de figurar entre los de una religión que busca la grandeza, aunque sea terrible. Al menos veo allí la justicia infinita ejerciéndose en escala infinita; y estas ideas de infinidad me inclinan a creer que este dogma espantoso no es concepción del entendimiento del hombre. Pero, cuando llego al del purgatorio; cuando veo esas pobres almas que sufren por las faltas que no han podido expiar en su vida sobre la tierra; cuando veo la incesante comunicación de los vivos con los muertos por medio de los sufragios; cuando se me dice que se van rescatando estas o aquellas almas, me parece descubrir en todo esto la pequeñez de las invenciones humanas, y un pensamiento de transacción entre nuestras miserias y la inflexibilidad de la divina justicia. Hablando ingenuamente, me atrevo a decir que, en este punto, los protestantes han sido más cuerdos que los católicos, borrando del catálogo de los dogmas las penas del purgatorio.» También hablando ingenuamente, replicaré yo que sólo la seguridad que abrigo de salir victorioso en la disputa, ha podido hacer que leyese con ánimo sereno tanta sinrazón acumulada en tan pocas palabras. No ignoraba que el purgatorio suele ser el objeto de las burlas y sarcasmos de la incredulidad; pero no podía persuadirme de que una persona preciada de juiciosa e imparcial se propusiera nada menos que lavar a esas burlas y sarcasmos su fealdad grosera, dándoles un baño de observación filosófica. No podía persuadirme de que a un entendimiento claro se le ocultase la profunda razón de justicia y equidad que se encierra en el dogma del purgatorio; y que un corazón sensible no hubiese de percibir la delicada ternura de un dogma que extiende los lazos de la vida más allá del sepulcro y esparce inefables consuelos sobre la melancolía de la muerte.

Como en otra carta he hablado largamente de las penas del infierno, no insistiré aquí sobre ellas; mayormente cuando V. parece reconciliarse con aquel dogma terrible, a trueque de poder combatir con más desembarazo el de las penas del purgatorio. Yo creo que estas dos verdades no están en contradicción; y que, lejos de dañarse la una a la otra, se ayudan y fortalecen recíprocamente. En el dogma del infierno resplandece la justicia divina en su aspecto aterrador; en el del purgatorio brilla la misericordia con su inagotable bondad; pero, lejos de vulnerarse en nada los fueros de la justicia, se nos manifiestan, por decirlo así, más inflexibles, en cuanto no eximen de pagar lo que debe, ni aun al justo que está destinado a la eterna bienaventuranza.

Supongo que no profesa V. la doctrina de aquellos filósofos de la antigüedad que no admitían grados en las culpas, y no puedo persuadirme de que juzgue V. digno de igual pena un ligero movimiento de indignación manifestado en expresiones poco mesuradas, y el horrendo atentado de un hijo que clava su puñal asesino en el pecho de su padre. ¿Condenaría V. a pena eterna la impetuosidad del primero, confundiéndola con la desnaturalizada crueldad del segundo? Estoy seguro de que no. Henos aquí, pues, con el infierno y el purgatorio; henos aquí con la diferencia entre los pecados veniales y los mortales; he aquí la verdad católica apoyada por la razón y por el simple buen sentido.

Las culpas se borran con el arrepentimiento: la misericordia divina se complace en perdonar a quien la implora con un corazón contrito y humillado; este perdón libra de la condenación eterna, pero no exime de la expiación reclamada por la justicia. Hasta en el orden humano, cuando se perdona un delito, no se exime de toda pena al culpable perdonado; los fueros de la justicia se templan, mas no se quebrantan. ¿Qué dificultad hay, pues, en admitir que Dios ejerza su misericordia, y que al propio tiempo exija el tributo debido a la justicia? He aquí, pues, otra razón en favor del purgatorio. Mueren muchos hombres que no han tenido voluntad o tiempo para satisfacer lo que debían de sus culpas ya perdonadas; algunos obtienen este perdón, momentos antes de exhalar el último suspiro. La divina misericordia los ha librado de las penas del infierno; pero, ¿deberemos decir que se han trasladado desde luego a la felicidad eterna, sin sufrir ninguna pena por sus anteriores extravíos? ¿No es razonable, no es equitativo, el que, si la misericordia templa a la justicia, ésta modere a su vez a la misericordia?

La incesante comunicación de los vivos con los muertos, que tanto le desagrada a V., es la consecuencia natural de la unión de caridad que enlaza a los fieles de la vida presente con los que han pasado a la futura. Para condenar esta comunicación, es necesario condenar antes a la caridad misma, y negar el dogma sublime y consolador de la comunión de los Santos. Extraño es que, cuando se habla tanto de filantropía y fraternidad, no sean dignamente admiradas la belleza y ternura que se encierran en el dogma de la Iglesia. Se pondera la necesidad de que todos los hombres vivan como hermanos, ¿y se rechaza esa fraternidad que no se limita a los de la tierra, sino que abraza a la humanidad entera en la tierra y en el cielo, en la felicidad y en el infortunio? Donde hay un bien que comunicar, allí está la caridad, que no lo deja aislar en un individuo, y lo extiende largamente sobre los demás hombres; donde hay una desgracia que socorrer, allí acude la caridad llevando el auxilio de los que pueden aliviarla. Que este infortunio sea en esta vida o en la otra, la caridad no le olvida. Ella, que manda dar de comer al hambriento, vestir al desnudo, amparar al desvalido, asistir al doliente, consolar al preso, ella misma es la que llama al corazón de los fieles para que socorran a sus hermanos difuntos implorando la divina misericordia, a fin de que abrevie la expiación a que están condenados. Si esto fuese invención humana, sería ciertamente una invención bella y sublime. Si la hubiesen excogitado los sacerdotes católicos, no podría negárseles la habilidad de haber harmonizado su obra con los principios más esenciales de la religión cristiana.

A propósito de invenciones, fácil me sería probarle a V. que el dogma del purgatorio no es un engendro de los siglos de ignorancia. Hallamos su tradición constante, aun en medio de los desvaríos de las religiones falsas; lo que manifiesta que este dogma, como otros, fue comunicado primitivamente al humano linaje, y sobrenadó en el naufragio de la verdad provocado por el error y las pasiones de la extraviada prole de Adán. Platón y Virgilio no eran sacerdotes de la Edad media; y, sin embargo, nos hablan de un lugar de expiación. Los judíos y los mahometanos no se habrán convenido con los sacerdotes católicos para engañar a los pueblos; no obstante, reconocen también la existencia del purgatorio. En cuanto a los protestantes, no es exacto que todos lo hayan negado; pero, si se empeñan en apropiarse esta triste gloria, nosotros no se la queremos disputar: no admitan en buen hora más penas que las del infierno; quiten toda esperanza a quien no se halle bastante puro para entrar desde luego en la mansión de los justos; corten todos los lazos de amor que unen a los vivientes con los finados; y adornen con tan formidable timbre sus doctrinas de fatalismo y desesperación. Nosotros preferimos la benignidad de nuestro dogma a la inexorabilidad de su error: confesamos que Dios es justo y que el hombre es culpable; pero también admitimos que el mortal es muy débil y que Dios es infinitamente misericordioso. Queda de V. su afectísimo y S. S. Q. B. S. M.

J. B.




ArribaAbajoCarta XIX

La felicidad en la tierra.


Justos e injustos. Dificultad. Preocupación general sobre la fortuna de los malos. Males generales. Alcanzan a todos. La virtud es más feliz. Leyes físicas y morales. Se debe prescindir de excepciones. Los criminales que caen bajo la ley. Los que la evitan. Ilusión de su dicha. Parangón de buenos y malos. De ambas clases los hay felices e infelices. La diferencia en la desgracia. La preocupación en contradicción con los proverbios. Los ambiciosos violentos. Su suerte. Los intrigantes. Sus padecimientos. El avaro. El pródigo. El disipador. Harmonía de la virtud con todo lo bueno. Hay justicia sobre la tierra.

Mi estimado amigo: La discusión sobre las penas del purgatorio le ha recordado a V. el sufrimiento de los justos, y le hace encontrar dificultad en que todavía hayan de estar sujetos a nuevas expiaciones los que tantas y tan duras las padecen en la vida presente. «La virtud, dice V., está demasiado probada sobre la tierra, para que sea necesario que pase por un nuevo crisol en las penas de otro mundo. En esta tierra de injusticias e iniquidades, no parece sino que todo se halla trastornado, y que, reservada para los perversos la felicidad, se guardan para los virtuosos todo linaje de calamidades e infortunios. Por cierto que, si no tuviera el propósito firme de no dudar de la Providencia para no quemar las naves en todo lo tocante a las cosas de la otra vida, mil veces habría vacilado sobre este punto, al ver la desgracia de la virtud y la insolente fortuna del malvado. Quisiera que me respondiese V. a esta dificultad, no contentándose con ponerme delante de los ojos el pecado original y sus funestos resultados: porque, si bien podrá ser verdad que ésta sea una solución satisfactoria, no lo es para mí, que dudo de todos los dogmas de la religión incluso el de la degeneración primitiva.» No tenga V. cuidado que yo olvide la disposición de ánimo de mi contrincante, y que le arguya fundándome en principios que todavía no admite. Efectivamente: el dogma del pecado original da lugar a muy importantes consideraciones en la cuestión que nos ocupa; pero quiero prescindir absolutamente de ellas, y atenerme a principios que V. no puede recusar.

Desde luego me parece que en la presente cuestión supone V. un hecho que, si no es falso, es cuando menos muy dudoso. Poco importa que la opinión de V. se halle acorde con la vulgar; yo creo que en esto hay una preocupación infundada, que, por ser bastante general, no deja de ser contraria a la razón y a la experiencia. Supone V., como tantos otros, que la felicidad en esta vida se halla distribuida de tal suerte, que les cabe a los malos la mayor parte, llevándose los virtuosos la más pequeña, acibarada, además, con abundantes sinsabores e infortunios. Repito que considero esta creencia como una preocupación infundada, incapaz de resistir el examen de la sana razón.

Ya se ha observado que los virtuosos no pueden eximirse de los males que afectan a la humanidad en general, si no se quiere que Dios esté haciendo milagros continuos. Si van muchas personas por un camino de hierro, y entre ellas se encuentra una o más de señalada virtud, claro es que, si sobreviene un accidente, Dios no ha de enviar un ángel para que ponga en salvo de una manera extraordinaria a los viajeros virtuosos. Si pasan dos hombres por la calle, uno bueno, otro malo, y se desploma una casa sobre sus cabezas, los dos quedarán aplastados: las paredes, vigas y techumbres, no formarán una bóveda sobre la cabeza del hombre virtuoso. Si un aguacero inunda los campos y destruye las mieses, entre las cuales se hallan las de un propietario virtuoso, nadie exigirá de la Providencia que, al llegar las aguas a las tierras del hombre justo, formen un muro, como en otro tiempo las del mar Rojo. Si una epidemia diezma la población de un país, la muerte no ha de respetar a las familias virtuosas. Si una ciudad sufre los horrores de un asalto, la soldadesca desenfrenada no dejará de atropellar la casa del hombre justo, como atropella la del perverso. El mundo está sometido a ciertas leyes generales que la Providencia no suspende sino de vez en cuando; y que, por lo común, envuelven sin distinción a todos los que se hallan en las circunstancias a propósito para experimentar sus resultados. Sin duda que, a más de las exenciones abiertamente milagrosas, tiene la Providencia en su mano medios especiales con que libra al justo de una calamidad general o atenúa su desgracia; pero quiero prescindir de estas consideraciones, que me llevarían al examen de hechos siempre difíciles de averiguar, y, sobre todo, de fijar con precisión; admito, pues, sin repugnancia, que todos los hombres justos e injustos están igualmente sometidos a los males generales de la humanidad, ora provengan de la naturaleza física, ora dimanen de infaustas circunstancias sociales, políticas o domésticas. No creo que pretenda V. hacer por este motivo un cargo a la Providencia; pues le considero demasiado razonable para exigir milagros continuos que perturben incesantemente el orden regular del universo.

Aparte, pues, las desgracias generales que alcanzan a los malos como a los buenos, según las circunstancias en que unos y otros se encuentran, y de las que no puede decirse que afectan más a los buenos que a los malos, veamos ahora si es verdad que la dicha se halle repartida de tal modo, que su mejor parte sea patrimonio del vicio. Yo creo, por el contrario, que, aun prescindiendo de beneficios especiales de la Providencia, las leyes físicas y morales del mundo son de tal naturaleza, que por sí solas, abandonadas a su acción natural y ordinaria, distribuyen de tal modo la dicha y la desdicha, que los hombres virtuosos son incomparablemente más felices, aun en la tierra, que los viciosos y malvados.

Convendrá V. conmigo en que el juicio sobre los grados de felicidad o desdicha no ha de fundarse en casos particulares, sino que debe estribar en el orden general, tal como resulta, y ha de resultar necesariamente, de la misma naturaleza de las cosas.

El mundo está ordenado tan sabiamente, que la pena, más o menos clara, más o menos sensible, va siempre tras el delito. Quien abusa de sus facultades buscando placer, encuentra el dolor; quien se desvía de los eternos principios de la sana moral para proporcionarse una felicidad calculada sobre el egoísmo, se labra por lo común su desventura y ruina.

No necesito hablar de la suerte que cabe a los grandes delincuentes, entregados a crímenes que puede alcanzar la acción de la ley. El encierro perpetuo, los trabajos forzados, la exposición a la vergüenza pública, un afrentoso patíbulo: he aquí lo que encuentran en el término de una carrera azarosa, llena de peligros, de sobresalto, de raptos de cólera y desesperación, de sufrimientos corporales, de calamidades y catástrofes sin cuento. Una vida y muerte semejantes nada tienen de feliz; en la embriaguez del desorden y del crimen esos desventurados quizás se imaginan que llegan a gozar; pero ¿llamaremos verdadero goce al que resulta del trastorno de todas las leyes físicas y morales, y que se pierde como una gota imperceptible en la copa de angustias y de tormentos agotada hasta las heces? Supongo, pues, que, cuando habla V. de la dicha de los malvados, no se refiere a los que caen bajo la acción de la justicia humana, sino que trata de aquellos que, mientras faltan a sus deberes atropellando los altos fueros de la justicia y de la moral, insultan a sus víctimas con la seguridad de que disfrutan, albergándose tal vez bajo doradas techumbres, en el esplendor de la opulencia y en los brazos del placer.

No niego que, examinada la cosa superficialmente, hay algo que choca e irrita en la felicidad de esos hombres; no desconozco que, ateniéndose a las apariencias, no penetrando en el corazón de semejante dicha, y sobre todo limitándose a casos particulares, y no extendiendo la vista como debe extenderse en esta clase de investigaciones, se queda uno deslumbrado, y asaltan al espíritu los terribles pensamientos: «¿Dónde está la Providencia; dónde está la justicia de Dios?» Pero tan pronto como se medita algún tanto, y se toma el verdadero punto de vista, la ilusión desaparece, y se descubren el orden y la harmonía reinando en el mundo con admirable constancia.

Aclaremos y fijemos las ideas. Me citará V. un hombre vicioso, y quizás perverso, que al parecer disfruta de felicidad doméstica, y obtiene en la sociedad una consideración que está muy lejos de merecer; sea en buena hora; no quiero entrar en disputas sobre lo que esta felicidad doméstica encierra de real o de aparente, y sobre la dicha interior que producen consideraciones no merecidas; quiero suponer que la felicidad sea verdadera, y que el goce que resulta de la consideración sea íntimo, satisfactorio; pero tampoco podrá V. negarme que, al lado de este hombre vicioso y perverso, se nos presentan otros, honrados y virtuosos, que disfrutan igual felicidad doméstica, y obtienen una consideración no inferior a la de aquél. Esta observación basta para restablecer el equilibrio y destruye por su base el hecho que V. daba por seguro de que el vicio es dichoso y la virtud desgraciada. Me presentará V. quizás un hombre dotado de grandes virtudes y oprimido con el peso de grandes infortunios: enhorabuena; pero yo puedo mostrarle a V. el reverso de la medalla, y ofrecerle otro hombre inmoral, afligido con infortunios no menores: y henos aquí otra vez con el equilibrio restablecido. La virtud se nos presenta infortunada; pero a su lado vemos gemir el vicio agobiado con el mismo peso.

Ya puede V. notar que no aprovecho todas las ventajas que me ofrece la cuestión, y que le dejo a V. en el terreno más favorable; pues que supongo igualdad de sufrimiento en igualdad de circunstancias infortunadas, y prescindo de la desigualdad que naturalmente debe resultar de la diferente disposición interior de los que sufren la desgracia: lo que para el uno es consuelo, para el otro es remordimiento.

Échase de ver fácilmente que con semejante estadística de paralelos no resolveríamos cumplidamente la cuestión; y que no podría citarse un caso en un sentido sin que se ofreciese otro parecido o igual en el sentido contrario. Observaré, no obstante, que a pesar de la preocupación que hay en este punto, y que llevo confesada desde el principio, la constante experiencia del infeliz término de los hombres malos ha producido la convicción de que, tarde o temprano, les alcanza la justicia divina, y el buen sentido del pueblo ha consignado esta verdad en proverbios sumamente expresivos. El vulgo habla incesantemente de la fortuna de los malos y desgracia de los buenos; pero siguiendo la conversación se le sorprende a cada paso en contradicción manifiesta, cuando refiere la maldición del cielo que ha caído sobre tal o cual individuo, sobre tal o cual familia, y anuncia las desgracias que no pueden menos de sobrevenir a otras que nadan en la opulencia y en la dicha. Esto ¿qué prueba? Prueba que la experiencia es más poderosa que la preocupación; y que el prurito de quejarse continuamente, de murmurar de todo, inclusa la Providencia, desaparece siquiera por momentos, ante el imponente testimonio de la verdad, apoyado en hechos visibles y palpables.

Los que desean elevarse a grande altura sin reparar en los medios, no suelen encontrar la felicidad que apetecen. Si se arrojan a grandes crímenes conspirando contra la seguridad del Estado, en vez de conseguir su objeto, labran su propia ruina. Se puede asegurar que, para uno afortunado, hay cien desgraciados que sucumben sin realizar su designio; así lo enseña la historia, así nos lo muestra la experiencia de todos los días. Los hombres que quieren medrar trastornando el orden público, están condenados a incesantes emigraciones, y muchos acaban por perecer en un cadalso.

Hay ambiciones que se alimentan de intrigas y bajezas, que no tienen el arrojo necesario para el crimen, y que, por consiguiente, pueden medrar sin grandes riesgos para la seguridad personal. Es cierto que algunas veces esos hombres, que suplen al vuelo del águila con la lenta tortuosidad del reptil, adelantan mucho en su fortuna, sin sufrir ninguna de aquellas terribles expiaciones a que están expuestos los que se lanzan por el camino de la violencia; pero ¿quién es capaz de contar los sinsabores, los pesares, las humillaciones vergonzosas que han debido de sufrir para llegar al colmo de sus deseos?; ¿quién podría pintar los temores y el sobresalto en que viven recelosos de perder lo que han conseguido?; ¿quién alcanza a describir las alternativas dolorosas por que han tenido que pasar y están pasando continuamente, según se inclina hacia ellos, o se retira en dirección opuesta, la gracia del protector que los ha encumbrado?; ¿y qué idea debemos formarnos, en tal caso, de la felicidad de esos hombres, mayormente si consideramos cuánto ha de atormentarlos la memoria de sus villanías, y el remordimiento por los males que tal vez han causado a hombres beneméritos y a familias inocentes? La dicha no está en lo exterior, sino en lo interior; el hombre más rico, el más opulento, más considerado, más poderoso, será infeliz, si su corazón está destrozado por una pena cruel.

Quien ama con exceso las riquezas hasta el punto de olvidar sus deberes con tal que pueda adquirirlas, en vez de lograr la felicidad, se acarrea la desdicha. Los hombres que para adquirir riquezas faltan a las leyes de la moral, se dividen en dos clases: unos trabajan simplemente por amontonarlas, y gozarse en la posesión de su tesoro; otros desean tenerlas para disfrutar el placer de gastarlas con lujosa profusión. Aquellos son los avaros; éstos son los pródigos. Veamos qué felicidad se encuentra por ambos caminos.

El avaro disfruta un momento al pensar en las riquezas que posee, al contemplarlas en cautelosa soledad lejos de la vista de los demás hombres; pero este placer es amargado con innumerables sufrimientos. La habitación estrecha, desaseada, incómoda, bajo todos sentidos; los muebles pobres y viejos; el traje raído, mugriento, y recordando modas que pasaron hace largos años; la comida mala, escasa y pésimamente condimentada; la vajilla miserable y rota; los manteles sucios; frío en invierno; calor en verano; aborrecido de sus amigos y deudos; despreciado y ridiculizado por sus sirvientes; maldito por los pobres; sin encontrar en ninguna parte una mirada afectuosa, ni oír una palabra de amor ni un acento de gratitud: ésta es la dicha del avaro. Si V. la desea, yo por mi parte no pienso envidiársela.

El pródigo no padece lo que el avaro; disfruta largamente, mientras hay dinero y salud; y, si llega a sus oídos el acento de las víctimas de su injusticia, experimenta algún consuelo con la expresión de gratitud de los que reciben sus favores. Pero, a más del remordimiento que siempre acompaña a los bienes mal adquiridos, a más del descrédito que consigo traen los procedimientos injustos, a más de las maldiciones que está condenado a escuchar quien se ha enriquecido a costa ajena, tiene la prodigalidad inconvenientes característicos, que al fin acaban por hacer desgraciado al que se había prometido ser feliz con la profusión de sus riquezas. Los placeres a que conduce la misma prodigalidad, estragan la salud, turban la paz doméstica, deshonran muchas veces a los ojos de la sociedad, y acarrean disgustos de mil clases. Por fin, hay en pos de estos males uno que viene a completarlos: la pobreza. Éstos no son cuadros ficticios, son realidades que encontrará V. por dondequiera, son ejemplos positivos a los que no falta otra cosa que nombres propios.

La inmoralidad en el goce de los placeres de la vida está muy lejos de acarrear la felicidad a quien los disfruta. Esta es una verdad tan conocida, que es difícil insistir en ella sin repetir lugares comunes, que han llegado a ser vulgares. Las obras de medicina y de moral están llenas de avisos sobre los inconvenientes de la destemplanza: las enfermedades de todas especies; la vejez prematura; la abreviación de la vida; padecimientos superiores a toda ponderación: he aquí los resultados de una conducta desarreglada.

Una mesa opípara, en magníficos salones, servida con lujo y esplendor, en brillante sociedad, en la algazara de los alegres convidados, seguida de los brindis, de festejos, de orquesta, de placeres de todos géneros, es ciertamente un espectáculo seductor: he aquí, mi estimado amigo, una felicidad incomparable, ¿no es verdad? Pues aguarde V. un poco; deje que la música termine, que se apaguen las bujías, los quinqués y las arañas, y que los convidados se retiren a descansar. Mientras el hombre sobrio y arreglado duerme tranquilamente, los criados del hombre feliz corren azorados por la casa; unos preparan bebidas demulcentes, otros disponen el baño; éstos salen precipitadamente en busca del facultativo, aquéllos golpean sin piedad la puerta del farmacéutico: ¿qué ha sucedido? Nada; la felicidad de la mesa se ha trocado en dolores agudísimos. El hombre venturoso no encuentra descanso ni en la cama, ni en el sofá, ni en la butaca, ni en el suelo: un frío sudor baña sus miembros; su faz está cadavérica, sus ojos desencajados, sus dientes rechinan, y clama a grandes gritos que se muere. Éstos son los percances de tamaña felicidad: para conocer cuán bien contrapesan semejantes padecimientos el placer de breves horas, sería bueno consultar al paciente y preguntarle si no renunciaría gustoso a todos los placeres y festines del mundo, con tal que pudiese aliviarse algún tanto en los dolores que sufre.

Interminable sería si quisiese continuar el parangón entre los resultados del vicio y de la virtud; pero no intento repetir lo que se ha dicho ya mil veces, y que V. sabe tan bien como yo. Baste observar que la felicidad no está en las apariencias, sino en lo más íntimo del alma: al hombre que experimenta agudos dolores, que vive agobiado de pesares, devorado por una tristeza profunda, o lentamente consumido por un tedio insoportable, ¿de qué sirve la magnificencia de un palacio, ni el brillo de los honores, ni el incienso de la lisonja, ni la fama de su nombre? La dicha, repito, está en el corazón; quien no tiene en el corazón la dicha, es infeliz, sean cuales fueren las apariencias de ventura de que se halle rodeado. Ahora bien; en el ejercicio de la virtud están harmonizadas las facultades del hombre, en sus relaciones consigo mismo, con sus semejantes, con Dios, así con respecto a lo presente como a lo futuro; el vicio trastorna esta harmonía, perturba al hombre interior haciendo que la razón y la voluntad sean esclavas de las pasiones, debilita la salud, acorta la vida con los placeres de los sentidos, altera la paz doméstica, destruye la amistad, sacrifica lo futuro a lo presente; así el hombre marcha, por un camino de remordimiento y de agitación, hacia el umbral del sepulcro, donde no espera ni puede esperar ningún consuelo, y donde teme encontrar el castigo de sus desórdenes. La felicidad de un ser no puede consistir en la perturbación de las leyes a que se halla sometido por su propia naturaleza; las del orden natural se hallan acordes con las del moral; quien las infringe, paga su merecido; en vez de felicidad, encuentra terribles desventuras.

Ya ve V., mi querido amigo, que no es tan cierto como V. creía que la felicidad de la tierra sea únicamente para los malos, y la desdicha para solos los buenos: tengo por indudable que, si se pudiesen pesar en una balanza los grados de felicidad que se reparten entre la virtud y el vicio, pesarían mucho más los de aquélla que los de éste, y que le cabe al vicio una cantidad de sufrimientos incomparablemente mayor que los que experimenta la virtud. Sí: hay justicia también sobre la tierra: Dios ha querido permitir muchas iniquidades; ha querido que a veces disfrute el malvado una sombra de felicidad; pero ha querido también que aun en esta vida se palpase la terrible ley de expiación, y a esto hacen contribuir los mismos medios de que se vale el perverso para labrar su ventura. Queda de V. afectísimo y seguro servidor Q. S. M. B.

J. B.




ArribaAbajoCarta XX

Culto de los Santos.


Disposición de ánimo de los escépticos. Les falta lectura buena. No son imparciales como pretenden. Lo que deben preguntarse a sí mismos. Su poca filosofía. Leibnitz y el culto de los Santos. Cómo se entiende este culto. Cómo se distingue del que se da a Dios. Se rechaza la acusación de idolatría. Vaguedad con que se emplean las palabras de grandor y sublimidad. La gracia no destruye la naturaleza. Por qué honramos a los Santos. Diferencias entre el justo en vida y el santo en el cielo. Veneración de la virtud. Poca lógica de los incrédulos en este punto. Se oponen a la razón y al sentimiento. Las imágenes. La religión y el arte. Costumbres de todos los tiempos y países. Los Santos bienhechores de la humanidad. Condiciones para la veneración pública.

Mi estimado amigo: Cada día me voy convenciendo de que no está V. tan falto de lectura en materia de religión, como al principio me había figurado: conozco que no es lectura lo que le falta, sino lectura buena; pues que a cada paso se descubre que ha tenido bastante cuidado de revolver los escritos de los protestantes e incrédulos, guardándose de echar una ojeada a las obras de los católicos, como si fuesen para V. libros prohibidos. Séame permitido observar que una persona educada en la religión católica, y que la ha practicado durante su niñez y adolescencia, no podrá sincerarse en el tribunal de Dios del espíritu de parcialidad que tan claro se muestra en semejante conducta. Asegurar una y mil veces que se tiene ardiente deseo de abrazar la verdadera religión tan pronto como se la descubra; y, sin embargo, andar continuamente en busca de argumentos contra la católica, y abstenerse de leer las apologías en que se responde a todas las dificultades, son extremos que no se concilian fácilmente. Esta contradicción no me coge de nuevo, porque hace largo tiempo estoy profundamente convencido de que los escépticos no poseen la imparcialidad de que se glorían, y de que, aun cuando se distingan de los otros incrédulos, porque, en vez de decir «esto es falso», dicen «dudo que sea verdadero», no obstante, abrigan en su ánimo algunas prevenciones, más o menos fuertes, que les hacen aborrecer la religión, y desear que no sea verdadera.

El escéptico no siempre se da a sí propio exacta cuenta de esta disposición de su ánimo; quizás se hará muchas veces la ilusión de que busca sinceramente la verdad; pero, si se observan con atención su conducta y sus palabras, se echa de ver que tiene por lo común un gozo secreto en objetar dificultades, en referir hechos que lastimen a la religión; y por más que se precie de templado y decoroso, no suele eximirse de dar a sus objeciones un tono apasionado y frecuentemente sarcástico.

No quisiera que V. se ofendiese por estas observaciones; pero, hablando con ingenuidad, también desearía que no se olvidase de tomarlas en cuenta. No perderá V. nada con examinarse a sí propio, y preguntarse: «¿es cierto que buscas sinceramente la verdad?; ¿es cierto que en las dificultades que objetas al catolicismo, no se mezcla nada de pasión?; ¿es cierto que no se te ha pegado nada de la aversión y odio que respiran contra la religión católica las obras que has leído?» Esto quisiera que V. se preguntase una y muchas veces, puesto que, a más de hacer un acto propio de un hombre sincero, allanaría no pocos obstáculos que impiden llegar al conocimiento de la verdad en materia de religión.

Me dirá V. que no puede menos de extrañar las observaciones que preceden, cuando en su polémica ha conservado mayor decoro de lo que suelen los que combaten la religión. No niego que las cartas de usted se distinguen por su moderación y buen tono; y que, no profesando mis creencias, tiene V. bastante delicadeza para no herir la susceptibilidad de quien las profesa; sin embargo, no he dejado de notar que, no obstante sus buenas cualidades, no se exime V. completamente de la regla general; y que, al disputar sobre la religión, adolece también del prurito de tomar las cosas por el aspecto que más pueden lastimarla; y que, con advertencia o sin ella, procura V. eludir el contemplar los dogmas en su elevación, en su magnífico conjunto, en su admirable harmonía con todo cuanto hay de bello, de tierno, de grande, de sublime. Repetidas veces he tenido ocasión de observar esto mismo; y por ahora no veo que lleve camino de enmendarse. Así, creo que me dispensará V. si no le exceptúo de la regla general y le considero más preocupado y apasionado de lo que V. se figura.

Precisamente en la carta que acabo de recibir, esta triste verdad se me presenta de bulto, de una manera lastimosa. A pesar de las protestas, se está descubriendo en toda ella el dejo del fanatismo protestante y de la ligereza volteriana; y difícilmente podría creer que, antes de escribirla, no consultase V. algunos de los oráculos de la mal llamada reforma o de la falsa filosofía. Por más que hable V. con respeto de las creencias populares, y del encanto que experimenta al presenciar el fervor religioso de las gentes sencillas, se trasluce que V. contempla todo eso con un benigno desdén, y que considera pagar bastante tributo a la sinceridad de los creyentes, con abstenerse de condenarlos y ridiculizarlos a cara descubierta. Agradecemos la bondad, pero tenga V. entendido que las creencias y costumbres de esas gentes sencillas tienen mejor defensa de lo que V. se imagina; y que, lejos de que el culto y la invocación de los Santos y la veneración de las reliquias y de las imágenes, hayan de ser el pábulo religioso de solas las gentes sencillas, pueden prestar materia a consideraciones de la más alta filosofía, manifestándose que no sin razón se confundieron en este punto con los crédulos y los ignorantes, genios tan eminentes como San Jerónimo, San Agustín, San Bernardo, Santo Tomás de Aquino, Bossuet y Leibnitz.

Al leer el nombre de este último, creerá V. que se me ha deslizado la pluma, y que lo he puesto por equivocación. Leibnitz protestante ¿cómo es posible que defendiera en este punto las doctrinas y prácticas del catolicismo? Sin embargo, escrito está en sus obras, que andan en manos de todo el mundo; y no tengo yo la culpa si el autor de la monadología y de la harmonía prestabilita, el eminente metafísico, el insigne arqueólogo, el profundo naturalista, el incomparable matemático, el inventor del cálculo infinitesimal, se halla de acuerdo en este punto con las gentes sencillas, y es algo menos filósofo de lo que son tantos y tantos que no conocen más historia que los compendios en dieciseisavo, ni más filosofía que los rudimentos de las escuelas, mal aprendidos y peor recordados; ni más geometría que la definición de la línea recta y de la circunferencia.

Insensiblemente me he ido extendiendo en consideraciones generales, y el preámbulo de la carta se ha hecho demasiado largo, aunque estoy muy lejos de creerle inoportuno. Conviene ciertamente discutir con templanza, pero ésta no debe llevarse hasta tal punto, que se olvide el interés de la verdad. Si alguna vez es necesario advertir a Vds. el espíritu de parcialidad con que proceden, es preciso hacerlo; y, si otras veces puede interesar el observarles que discuten sin haber estudiado y combaten lo que ignoran, es preciso no escrupulizar en ello.

El culto de los Santos le parece a V. poco razonable; y hasta lo juzga poco conforme a la sublimidad de la religión cristiana, que nos da tan grandes ideas de Dios y del hombre. ¿Por qué se opone a estas grandes ideas el culto de los Santos? Porque «parece que el hombre se humilla demasiado, tributando a la criatura obsequios que sólo son debidos a Dios». Desde luego se echa de ver que se halla V. imbuido de las objeciones de los protestantes, mil veces soltadas, y mil veces repetidas. Aclaremos las ideas.

El culto que se tributa a Dios, es en reconocimiento del supremo dominio que tiene sobre todas las cosas, como su criador, ordenador y conservador; es en expresión de la gratitud que la criatura debe al Criador por los beneficios recibidos, y de la sumisión, acatamiento y obediencia a que le está obligada, en el ejercicio del entendimiento, de la voluntad y de todas sus facultades. El culto externo es la expresión del interno; es, además, un explícito reconocimiento de que lo debemos todo a Dios, no sólo el espíritu, sino también el cuerpo, y que le ofrecemos no sólo sus dones espirituales, sino también los corporales. Es evidente que el culto interno y externo de que acabo de hablar, es propio de Dios exclusivamente: a ninguna criatura se le pueden rendir los homenajes que son debidos únicamente a Dios: lo contrario, sería caer en la idolatría; vicio condenado por la razón natural de la Sagrada Escritura, mucho antes de que le condenase el celo filosófico.

Pocas acusaciones habrá más injustas, y que se hayan hecho más de mala fe, que la que se dirige contra los católicos, culpándolos de idolatría por su dogma y prácticas en el culto de los Santos. Basta abrir, no diré las obras de los teólogos, sino el más pequeño de los catecismos, para convencerse de que semejante acusación es altamente calumniosa. Jamás, en ningún escrito católico, se ha confundido el culto de los Santos con el de Dios: quien cayese en tamaño error, sería desde luego condenado por la Iglesia.

El culto que se tributa a los Santos es un homenaje rendido a sus eminentes virtudes; pero, éstas son reconocidas expresamente como dones de Dios; honrando a los Santos, honramos al que los ha santificado. De esta manera, aunque el objeto inmediato sean los Santos, el último fin de este culto es el mismo Dios. En la santidad que veneramos en el hombre, veneramos un reflejo de la Santidad infinita. Éstas no son explicaciones arbitrarias, ni excogitadas a propósito para deshacerme de la dificultad: abra V. por donde quiera las vidas de los Santos, las colecciones de panegíricos; oiga V. a nuestros oradores, a nuestros catequistas: en todas partes encontrará la misma doctrina que acabo de exponer. Otra observación. La Iglesia ora en las fiestas de los Santos: ¿y a quién dirige las oraciones? Al mismo Dios. Note V. el principio de la oración: Deus qui= Omnipotens sempiterne Deus= Praesta quaesumus, Omnipotens Deus, etc., etc.; lo mismo sucede en el final, el que siempre se refiere a una de las personas de la Santísima Trinidad, o a dos, o a las tres, como se está oyendo continuamente en nuestras iglesias.

No concibo qué es lo que se puede contestar a razones tan decisivas; y así no debo temer que continúe usted culpándonos de idolatría: aclaradas de este modo las ideas, es imposible insistir en la acusación, si se procede de buena fe.

Voy, pues, a considerar la cuestión bajo otros aspectos, y en particular con relación a la pretendida discordancia entre el culto de los Santos y la sublimidad de las ideas cristianas sobre Dios y el hombre. La religión, al darnos ideas grandes sobre el hombre, no destruye la naturaleza humana; si esto hiciese, sus ideas no serían grandes, sino falsas.

Es un dicho común entre los teólogos que la gracia no destruye a la naturaleza, sino que la eleva, la perfecciona. La verdadera revelación no puede estar en contradicción con los principios constitutivos de la naturaleza humana. De ello resulta que la sublimidad de las ideas que la religión nos da sobre el hombre, no se opone a las condiciones naturales de nuestro ser, aunque éstas sean pequeñas. Nuestro grandor consiste en la altura de nuestro origen, en la inmensidad de nuestro destino, en las perfecciones intelectuales y morales que debemos a la bondad del Autor de la naturaleza y de la gracia, y en el conjunto de medios que nos proporciona para alcanzar el fin a que nos tiene destinados. Pero este grandor no quita que nuestro espíritu esté unido a un cuerpo; que a más de ser inteligentes seamos también sensibles; que al lado de la voluntad intelectual se hallen los sentimientos y las pasiones; y que, por consiguiente, en nuestro pensar, en nuestro querer, en nuestro obrar, estemos sometidos a ciertas leyes de las que no puede prescindir nuestra naturaleza. Sería de desear que no perdiese usted de vista estas observaciones, que sirven mucho para no confundir las ideas y no emplear las palabras de sublimidad y grandor en un sentido vago, que puede dar ocasión a graves equivocaciones, según el objeto a que se las aplica.

Ya que la oportunidad se brinda, séame permitido observar que las ideas de grande y de infinito se hacen servir para arruinar las relaciones del hombre con Dios. ¿Cómo es posible, se dice, que un Ser infinito se ocupe en un ser tan pequeño como somos nosotros? Y no se advierte que el mismo argumento podría servir a quien se empeñase en sostener que no hay creación, diciendo: ¿cómo es posible que un ser infinito se haya ocupado en crear seres tan pequeños? Todo esto es altamente sofístico: las ideas de finito y de infinito, lejos de destruirse la una a la otra, se explican recíprocamente.

La existencia de lo finito prueba la existencia de lo infinito; y en la idea de lo infinito se encuentra la razón suficiente de la posibilidad de lo finito y la causa de su existencia. La relación de finito con lo infinito constituye la unidad de la harmonía del universo: en quebrantándose este lazo, todo se confunde: el universo es un caos.

Aclaradas las ideas sobre la verdadera acepción de las palabras grande y sublime, cuando se las refiere a la naturaleza humana, examinemos si se opone a la sublimidad de las doctrinas cristianas el dogma del culto de los Santos.

Una cosa buena, aunque sea finita, podemos quererla; una cosa respetable, podemos respetarla; una cosa venerable, podemos venerarla; sin que por esto nos resulte ninguna humillación, indigna de nuestra sublimidad. Ahora permítame V. que le pregunte: si una virtud eminente es una cosa buena, respetable y venerable; y, si es así, como no cabe duda, creo que no habrá ningún inconveniente en que los cristianos rindan un tributo de amor, de respeto y de veneración a los hombres que se han distinguido por sus eminentes virtudes. Esta observación podría bastar para justificar el culto de los Santos; pero no quiero limitarme a ella, porque la cuestión es susceptible de harto mayor amplitud.

Mientras vive el hombre sobre la tierra, sujeto a todas las flaquezas, miserias y peligros que afligen a los hijos de Adán en este valle de lágrimas, nadie, por perfecto que sea, puede estar seguro de no extraviarse del camino de la virtud: la experiencia de todos los días nos da un triste testimonio de las debilidades humanas. Y he aquí una de las razones por que el amor, el respeto y la veneración que nos merece el hombre virtuoso, aun mientras vive sobre la tierra, se le tributan con cierto temor, con alguna incertidumbre, aplicando a este caso el sapientísimo consejo de no alabar al hombre antes de la muerte. Pero, cuando el justo ha pasado a mejor vida, y sus virtudes, probadas como el oro en el crisol, han sido aceptas a la Santidad infinita, y tiene asegurado para siempre el precioso galardón que con ellas ha merecido, entonces el amor, el respeto y la veneración que se deben a sus virtudes, pueden explayarse sin peligro; y he aquí el motivo del culto afectuoso, tierno, lleno de confianza y de profunda veneración, que rinden los cristianos a los justos que por sus altos merecimientos ocupan un lugar distinguido en las mansiones de la gloria.

No alcanzo, mi apreciado amigo, cómo puede haber falta de dignidad en un acto tan conforme a la razón, y aun a los sentimientos más naturales del corazón humano; al mostrársenos una persona de gran virtud, la miramos con respetuosa curiosidad, y le dirigimos la palabra con veneración y acatamiento; ¿y no podrán hacer una cosa semejante los pueblos cristianos, tratándose de hombres que, a más de sus eminentes virtudes, están íntimamente unidos con Dios en la eterna bienaventuranza? La virtud imperfecta será digna de veneración, ¿y no lo será la perfecta, la que está ya premiada con una felicidad inefable? Quien honra a un hombre virtuoso, lejos de humillarse, se ensalza, se honra a sí mismo; y esto, que es verdad con respecto a los hombres de la tierra, ¿no lo será de los hombres del cielo? Un poco más de lógica, mi apreciado amigo, que la contradicción es sobrado manifiesta: las gentes sencillas, de que V. habla con benignidad y compasión, tienen en este punto mucha más filosofía que usted.

Hablando ingenuamente, no podía imaginarme que fuera V. tan delicado, que no pudiese sufrir la muchedumbre de imágenes y estatuas de Santos de que están llenas las iglesias de los católicos. Creía yo que, si no el interés de la religión, al menos el amor del arte, le había de hacer a V. menos susceptible. Es cosa notada generalmente, tanto por los creyentes como por los incrédulos, la diferencia que va de la frialdad y desnudez de los templos protestantes al esplendor, a la vida de las iglesias católicas; y precisamente una de las causas de esta diferencia se halla en que el arte inspirado por el catolicismo ha derramado a manos llenas sus obras admirables, en que ofrece a la vista y a la imaginación de los más elevados misterios, y perpetúa con sus prodigios la memoria de las virtudes de nuestros Santos, las inefables comunicaciones con que elevándose hasta Dios, presentan en esta vida la felicidad de la venidera.

Quiero ser indulgente con V.; quiero atribuir la dificultad que me propone a una distracción, a un pensamiento poco meditado: sin esta indulgencia, me vería precisado a decirle a V. una verdad muy dura: que no tiene gusto, que no tiene corazón, si no ha percibido la belleza de que abunda en este punto la religión católica.

Extraño es que, al combatir las costumbres del catolicismo con respecto a las imágenes de los Santos, no haya advertido V. que se ponía en contradicción con uno de los sentimientos más naturales del corazón humano. ¿Cómo es posible que no haya V. descubierto aquí la mano de la religión, elevando, purificando, dirigiendo a un objeto provechoso y augusto, un sentimiento general a todos los países, a todos los tiempos? ¿Conoce V. algún pueblo que no haya procurado perpetuar la memoria de sus hombres ilustres, con imágenes, estatuas y otra clase de monumentos? ¿Y hay nada más ilustre que la virtud en grado eminente, cual la tuvieron los Santos? Muchos de éstos ¿no fueron, por ventura, grandes bienhechores de la humanidad? ¿Se atreverá V. a sostener que sea más digna de perpetuarse la memoria de los conquistadores que han inundado la tierra de sangre, que la de los héroes que han sacrificado su fortuna, su reposo, su vida, en bien de sus semejantes, y nos han trasmitido su espíritu en instituciones que son el alivio y el consuelo de toda clase de infortunios? ¿Verá V. con más placer la imagen de un guerrero que se ha cubierto de laureles, con harta frecuencia manchados con negros crímenes, que la de San Vicente de Paúl, amparo y consuelo de todos los desgraciados mientras habitó sobre la tierra, y que vive aún y se le encuentra en todos los hospitales, junto al lecho de los enfermos, en sus admirables hijas las Hermanas de la Caridad?

Me dirá V. que no todos los Santos han hecho lo que San Vicente de Paúl, es cierto; pero no puede V. negarme que son innumerables los que no se han limitado a la contemplación. Unos instruyen al ignorante, buscándole en las ciudades y en los campos; otros se sepultan en los hospitales, consolando, sirviendo con inagotable caridad al enfermo desvalido; otros reparten sus riquezas entre los pobres, y se encargan en seguida de interesar a todos los corazones benéficos en el socorro del infortunio; otros arrostran el albergue de la corrupción, con el ardiente deseo de mejorar las costumbres de seres envilecidos y degradados; en fin, apenas hallará V. un Santo en el cual no se vea un manantial de luz, de virtud, de amor, que se derramaba en todas direcciones y a grandes distancias, en bien de sus semejantes. ¿Qué encuentra V. de poco racional, de poco digno en perpetuar la memoria de acciones tan nobles, tan grandes y provechosas?; ¿no han hecho lo mismo, cada cual a su manera, todos los pueblos de todos los tiempos y países?; ¿le parece a V. que en esta obra se hallen mal empleados los prodigios del arte?

Quiero suponer que se trate de una vida deslizada suavemente en medio de la contemplación, en la soledad del desierto o en la práctica de modestas virtudes en la obscuridad del hogar doméstico; aun en este caso, no hay ningún inconveniente en que el arte se consagre a perpetuarlas en la memoria. ¿No vemos a. cada paso cuadros profanos descriptivos de una escena de familia, o que nos recuerdan una buena acción que nada tiene de heroica? La virtud, sea cual fuere, hasta en su grado más ínfimo, ¿no es bella, no es atractiva, no es un objeto digno de ser presentado a la contemplación de los hombres? Pero advierta V. que las virtudes comunes no son objeto de culto entre los católicos; para que se les tribute este homenaje de pública veneración, es necesario que sean en grado heroico, y que, además, reciban la sanción de la autoridad de la Iglesia.

Abandono con entera confianza estas reflexiones al buen juicio de V., y abrigo la firme esperanza de que contribuirán a disipar sus preocupaciones, llamándole la atención hacia puntos de vista en que V. no había reparado. Siendo V. ardiente entusiasta de lo filosófico y bello, no podrá menos de admirar la filosofía y belleza del dogma católico en el culto de los Santos. De V. afectísimo y S. S. Q. B. S. M.

J. B.




ArribaAbajoCarta XXI

Mudanza del incrédulo.


Nueva dificultad contra la invocación de los Santos. Valor de la oración de un hombre por otro. Inclinación natural a esta oración. Tradición universal en su favor. Consecuencias en pro del dogma católico.

Mi estimado amigo: Me alegro que la carta anterior no le haya producido a V. una impresión desfavorable; y que no se niegue a reconocer la belleza y la filosofía que se encierran en el dogma católico, «presentado desde este punto de vista». No quiero, sin embargo, que se atribuya al modo de presentar la cosa lo que sólo pertenece a la cosa misma. Para tomar este punto de vista que a V. le agrada, no he necesitado salir de la realidad, sino mostrar los objetos tales como eran, indicando las consideraciones a que brindaban las mismas dificultades que se me habían propuesto.

Se inclina V. a creer que, para deshacerme de mi adversario, he procurado atacarle por el flanco más débil; pero que he evitado el presentar el dogma en todo su conjunto. Ya no es V. enemigo de las imágines de los Santos en las iglesias, lo que quiere decir que ha dejado V. de ser iconoclasta. Ahora se ha refugiado en otra trinchera, y dice que, si bien no le parece mal que se perpetúe la memoria de las virtudes de los Santos en cuadros y estatuas, y hasta se les tribute en las funciones religiosas un homenaje de acatamiento y veneración, no ve la necesidad de admitir esa comunicación incesante entre los vivos y los muertos, poniendo a éstos por intercesores en cosas que podemos pedir directamente por nosotros mismos. Añade V. que, siendo uno de los caracteres principales del cristianismo el unir íntimamente al hombre con Dios, con unión imperfecta en esta vida, y perfecta en la mansión de la gloria, debe tenerse por más propio, más digno, y sobre todo más elevado, el que el hombre dirija por sí mismo sus plegarias a Dios, sin valerse de mediadores, y que no traslademos a las cosas del cielo los costumbres que tenemos acá en la tierra. Es una fortuna que sea V. quien propone la dificultad, fundándola en semejante principio; porque es bien seguro que, si por una u otra causa hubiese yo dicho que el hombre se había de dirigir inmediatamente a Dios, me hubiera V. censurado porque, sin consideración a la pequeñez humana, salvaba yo la distancia que va de lo finito a lo infinito. De esta manera, siempre ven ustedes la sinrazón de nuestra parte: si nos levantamos muy alto, dicen que exageramos, que nos desvanecemos, que nos olvidamos de la pequeñez humana; si abatimos el vuelo, en consideración a esta misma pequeñez, se dice que vamos arrastrando y que perdemos de vista la sublimidad de la humana naturaleza. Es preciso tener serenidad para sufrir con calma acusaciones tan opuestas; pero éste es un sacrificio que debemos hacer en obsequio de la causa de la verdad, la cual tiene derecho a exigirnos éste y otros mucho mayores.

El dogma de que la invocación de los Santos es, no sólo lícita, sino también provechosa, puede sufrir, como todas las verdades católicas, el examen de la razón, sin peligro de salir desairado. Para fijar las ideas y evitar la confusión de las mismas, planteemos la cuestión en un terreno despejado. ¿Hay algún inconveniente en admitir que Dios oye las oraciones de los justos cuando ruegan, no para sí, sino para otros? Desearía que V. me dijese si a los ojos de una sana razón no es esto muy conforme a todas las ideas que tenemos de la bondad y misericordia de Dios, y de la predilección con que distingue a los justos. Si admite V. un Dios, y no un Dios cruel que no cuide de las obras de sus manos y cierre sus oídos a las plegarias del infeliz mortal que implora su auxilio, debe V. admitir también que la oración del hombre dirigida a Dios, no es una cosa vana, sino que puede producir y produce saludables efectos. Ahora bien; ¿hay cosa más natural, más conforme a la sana razón, más acorde con los sentimientos de nuestra alma, que el rogar a Dios no sólo para nosotros, sino también para los objetos de nuestro cariño? La madre que tiene en sus brazos a su tierno hijo, levanta los ojos al cielo implorando para él la bondad del Eterno; la esposa ruega por el esposo; la hermana por el hermano; los hijos por los padres; y el anciano moribundo reúne en torno de su lecho a su descendencia y extiende sobre ella su mano trémula, dándole su bendición, y rogando al cielo que la bendiga. La oración del hombre en favor de sus semejantes es una inclinación innata en nuestro corazón; se la halla en todas las edades, sexos y condiciones, en todos tiempos y países; se la ve expresada a cada paso en el grito de la naturaleza que nos hace invocar a Dios al presenciar un peligro ajeno.

La comunicación de las criaturas intelectuales en el seno de la divinidad, el recíproco auxilio que pueden prestarse con sus oraciones, es una tradición universal del género humano; tradición ligada con los sentimientos del corazón más íntimos y más dulces, pintada por todos los historiadores, cantada por todos los poetas, inmortalizada en el lienzo y en el mármol por innumerables artistas, admitida por todas las religiones, expresada en todos los cultos con ceremonias solemnes. Recorred la historia de los tiempos más remotos, consultad los poetas más antiguos, escuchad las narraciones populares cuyo origen se pierde en la obscuridad de los tiempos heroicos y fabulosos, examinad los monumentos y las bellezas, orgullo de los pueblos más cultos; siempre, en todas partes, encontraréis el mismo hecho. Hay una guerra: la juventud de un pueblo está corriendo peligros en el campo de batalla; las esposas, los hijos, los padres de los combatientes, imploran sobre éstos el auxilio divino, ora en el retiro del hogar doméstico, ora en los templos públicos con solemnes sacrificios. Hay un viajero de quien hace largo tiempo no se han recibido noticias: su familia desolada teme que haya sido víctima de algún accidente funesto; pero abriga todavía alguna esperanza: quizás vaga solitario y perdido por tierras desconocidas; quizás juguete de las olas ha sido arrojado a playas inhospitalarias; ¿cuál es la inspiración de aquella familia? Levantar los ojos y las manos al cielo, orar, implorando la divina misericordia en favor de aquel desventurado. La historia, la poesía, las bellas artes, son un no interrumpido testimonio de la existencia de este sentimiento, de esa firmísima creencia de que a los ojos del Altísimo son aceptas las plegarias que el hombre le dirige en favor de otro hombre.

Ahora bien, ¿hay algún inconveniente en que deseemos los unos las oraciones de los otros, aun de los que viven sobre la tierra? Claro es que no; de lo contrario, sería preciso desechar todas las religiones, y hasta ponernos en contradicción abierta con uno de los sentimientos más tiernos, más puros, que se abrigan en el corazón humano. No creo que la filosofía de V. llegue a un extremo tan deplorable; no, no puede V. profesar una doctrina la cual ahoga el grito de la naturaleza, que resuena agudo y tierno al pie de la cuna, y se exhala apagado y fatídico en los umbrales del sepulcro. No, no puede V. profesar una doctrina que responde con la sonrisa de la duda a la plegaria de la madre que ora por su hijo, de la esposa que ora por su esposo, del hijo que ora por su padre, del anciano que ora por su descendencia, del pobre socorrido que ora por su bienhechor, del amigo que ora por su amigo, de pueblos enteros que oran por los valientes que defienden la independencia de su país, o llevan a países remotos el nombre de su patria bajo un pabellón victorioso.

Las consecuencias de lo dicho apenas necesito sacarlas: usted las habrá visto ya, y por cierto sin mucho trabajo. Según nuestra doctrina, los Santos son hombres justos que disfrutan en la gloria el premio de sus virtudes; ellos no necesitan orar para sí, pues que están exentos de todos los males y peligros, y han conseguido cuanto cabe desear; pero pueden orar por nosotros: si esto podían hacerlo en la tierra, ¿cuánto más podrán hacerlo en el cielo? Si los mortales oramos por otros mortales, ¿no podrían o no querrían orar por nosotros los que han conseguido una felicidad inmortal? Sus oraciones son aceptas a Dios de una manera particular, son un incienso agradable que humea incesantemente ante el trono del Eterno. Ellos vivieron como nosotros en esta tierra de infortunio, y no se han olvidado de nosotros. La Iglesia nos dice: «Implorad la intercesión de los Santos, rogadles que oren por vosotros; esto es lícito, esto es grato a los ojos de Dios; esto os será muy provechoso en vuestras necesidades.» He aquí el dogma. Si la filosofía de V. lo encuentra poco acorde con la razón natural y los sentimientos del corazón humano, me compadezco de V. y de su filosofía, y no acierto a comprender los principios en que la funda. A decir verdad, espero que cederá usted gustoso a la luz de unas razones a las cuales no veo que se pueda contestar nada sólido, ni siquiera especioso. En cuyo caso, no puedo menos de recordarle a V. la necesidad, tantas veces inculcada, de no proceder con ligereza en materias tan graves, y de reflexionar que en los dogmas mirados por la incredulidad con indiferencia y desprecio, se ocultan tesoros de sabiduría, que se encuentran tanto más profundos, cuanto más se los examina a la luz de la filosofía y de la historia. De V. su afectísimo y S. S. Q. B. S. M.

J. B.




ArribaAbajoCarta XXII

Pasajes de Leibnitz en favor del dogma católico.


Cumplimiento de sus previsiones. Adoración de las reliquias. Natural extensión del sentimiento a los objetos accesorios. Veneración de los sepulcros. Restos de los hombres ilustres. Abusos. No es culpable de ellos la Iglesia. Nada prueban contra el dogma. Si el culto debe interesar la sensibilidad. Dos movimientos de adentro afuera y de afuera adentro. Naturalidad y utilidad de este culto. Resumen.

Mi apreciado amigo: Varios extremos contiene la carta de V. en contestación a mi anterior, y entre ellos noto una indicación en que, sin poner en duda la verdad de la cita, manifiesta desear que le traslade los pasajes de Leibnitz donde habla en sentido favorable al dogma católico sobre el culto de los Santos. No tengo en esto la menor dificultad. Helos aquí: «Piensan los varones prudentes y piadosos que no sólo se ha de inculcar en el ánimo de los oyentes, sino también manifestar en cuanto sea posible por signos externos, la diferencia inmensa e infinita que hay entre el honor que se debe a Dios y el que se tributa a los Santos: al primero le llaman los teólogos Latría, al segundo Dulía, desde San Agustín. Itaque censent viri pii et prudentes, dandam esse operam, ut omnibus modis discrimen infinitum atque immensum inter honorem, qui Deo debetur, et qui Sanctis exhibetur, quorum illum Latriam, hunc Duliam post Augustinum theologi vocant, non tantum inculcetur audientium ac discentium animis, sed etiam externis signis, quod licet, ostendatur» (Sistema teológico).

Por de pronto tiene V. reconocida por Leibnitz la diferencia de los cultos de Latría y de Dulía; diferencia que llama nada menos que inmensa, infinita; y es de advertir que confiesa haber tomado esos términos de los mismos teólogos. En cuanto a los varones piadosos y prudentes de que habla Leibnitz, puede V. ver cumplidos sus deseos en todos los escritos católicos, desde la obra más magistral hasta el más pequeño catecismo, desde la más solemne función de la Iglesia hasta la más leve ceremonia. Pero no se contenta el ilustre filósofo con lo que acabamos de ver: se propone defender completamente a los católicos, y lo hace de la manera siguiente: «En general se ha de tener por cierto que no se aprueba el culto de los Santos y el de las reliquias, sino en cuanto se refiere a Dios, y que no debe haber ningún acto de religión que no se resuelva y termine en honor de Dios omnipotente. Así, cuando se honra a los Santos, debe entenderse como se dice en la Escritura: honrados han sido tus amigos, oh Dios; y alabad a Dios en sus Santos. Generaliter tenendum... neque cultum sanctorum aut reliquiarum probari, nisi quatenus ad Deum refertur, nullumque religionis actum esse debere, qui in honorem unius omnipotentis Dei non resolvatur ac terminetur. Itaque cum Sancti honorantur, hoc ita intelligendum est quemadmodum in Scriptura dicitur: Honorificati sunt amici tui, Deus; et laudate Dominum in Sanctis ejus.» (Ibid.)

Más abajo, combatiendo a los que acusan de idolatría el culto de los Santos, les recuerda la antiquísima costumbre de la Iglesia en celebrar las fiestas de los mártires, y las reuniones piadosas que en sus sepulcros se tenían desde los primeros siglos, y continúa con las siguientes observaciones sobremanera notables: «Es de temer que los que así piensan, abran el camino para destruir toda la religión cristiana; porque, si desde aquellos tiempos prevalecieron en la Iglesia horrendos errores, se ayuda en gran manera la causa de los arrianos y samosatenos, que computan desde aquellos tiempos el origen del error y defienden que se introdujo a un mismo tiempo el misterio de la Trinidad y la idolatría... Dejo al juicio del lector el resultado que esto deberá traer. Los ingenios audaces llevarán más allá sus sospechas, pues se admirarán de que Jesucristo, que tanto prometió a su Iglesia, haya dejado campear hasta tal punto al enemigo del género humano; de que, destruida una idolatría, le haya sucedido otra; y de los diez y seis siglos apenas halle uno o dos en que se haya conservado bien entre los cristianos la verdadera fe, cuando vemos que la religión judaica y la mahometana continuaron por muchos siglos bastante puras, conforme a la institución de sus fundadores. ¿En qué lugar quedará entonces el dictamen de Gamaliel, que decía deberse juzgar de la religión cristiana y de la voluntad de la Providencia por el resultado?; ¿qué pensaríamos del cristianismo si no pudiese sufrir la prueba de esa piedra de toque? Verendum autem est ne qui ita sentiunt viam aperiant ad omnem rem christianam convellendam, nam si iam ab illis temporibus horrendi errores in Ecclesia praevaluerunt, arrianorum et samosatenorum causa mirifice iuvatur, qui originem erroris ab illis ipsis temporibus computant, atque obscure defendunt Trinitatis mysterium et idololatriam simul invaluisse... Iudicandum cuique relinquo quo res sit evasura, quinimo procedet ulterius suspicio audacium ingeniorum, mirabuntur enim Christum promissis tam largum erga suam Ecclesiam, tantum hosti generis humani indulsisse, ut, una idololatria profligata, succederet alia, et ex sedecim saeculis vix unum aut duo sint in quibus vera fides utcumque inter christianos sit conservata, cum iudaicam ac mahometicam religionem videamus tot saeculis satis puram secundum fundatorum instituta perstitisse. Quo igitur loco manebit consilium Gamalielis, qui de christiana religione et Providentiae voluntate ex eventu iudicandum dictitabat; aut quid de ipso christianismo iudicabitur, si lapidem hunc Lydium parum adeo sustineret?»

Las reflexiones de Leibnitz debieran ser tomadas en consideración por cuantos verían con disgusto la extirpación de los restos del cristianismo entre las sectas protestantes. Por desgracia, las previsiones de este grande hombre se van realizando en su misma patria de una manera lastimosa. La Alemania está presentando en la actualidad un espectáculo deplorable: la disolución de las ideas en materias religiosas ha llegado al último extremo: ahora se coge el fruto de la semilla esparcida en otras épocas. Se creyó que se podían atacar los dogmas católicos y guardarse al mismo tiempo del escepticismo, conservando de la religión cristiana lo que bien pareciese a los falsos reformadores; el tiempo ha venido a frustrar estas esperanzas de una manera cruel. Una lógica inflexible ha ido sacando las consecuencias de los principios establecidos; actualmente, el protestantismo no es ya más que una vana sombra de lo que fue. La anarquía religiosa ha llegado a su colmo: el escepticismo está haciendo estragos en todas las clases de la sociedad; y una filosofía nebulosa y seductora cuida de arraigarle más y más, difundiendo sus doctrinas panteístas, que en último resultado no son otra cosa que un nuevo disfraz con que se presenta el ateísmo para excitar menos repugnancia.

Otra indicación me hace V. sobre la adoración de las reliquias; aunque, según veo, lo que llevo dicho respecto al culto de los Santos, ha quebrantado mucho en el ánimo de V. la fuerza de esta última dificultad.

Es un sentimiento natural al hombre el extender su amor o su veneración a los objetos que se hallan inmediatos a la persona querida o venerada. Conservamos con sumo cuidado las prendas que pertenecieron a personas que poseían nuestro afecto: y sucede con frecuencia que cosas de un valor insignificante lo tienen inmenso, cuando se las mide por las afecciones del corazón.

Los cuerpos de los difuntos han sido mirados siempre con una especie de respeto religioso; y las profanaciones de los sepulcros causan más horror que el atropello de la habitación de los vivientes. Todos los pueblos han respetado los sepulcros y los han puesto bajo el amparo de la religión; y, además, el cadáver de un hombre ilustre ha sido considerado siempre como un tesoro de mucho valor, digno de que se lo disputasen los pueblos, y tuviesen a dicha y orgullo la fortuna de poseerlo. Esta veneración se ha extendido a todo cuanto le perteneciera. Su habitación es conservada cuidadosamente y libertada de las injurias de los tiempos para que puedan visitarla las generaciones venideras; su traje, sus utensilios, sus muebles más insignificantes, se enseñan como una preciosidad, y tienen una estimación superior a todo precio. Santifique V. ese sentimiento del género humano; purifíquele de cuanto pueda mancillarle; llévele a un orden sobrenatural por su objeto y su fin, y tiene V. una explicación filosófica del culto de las reliquias, y se libra de la necesidad de condenar a las gentes sencillas y no sencillas, que hacen, por motivos religiosos, lo que hace, hasta en las cosas profanas, todo el género humano. Ya ve V. que donde se creyera sorprender misterios de superstición, se encuentran los sentimientos más tiernos y más sublimes de nuestra alma, purificados, elevados, dirigidos por la religión católica.

Voy finalmente a contestar a la última pregunta que V. me hace sobre la utilidad del culto de los Santos, respecto a conservar y promover el espíritu religioso entre los pueblos. Teme V. que, dándose al culto una dirección sobrado sensible, se pierda de vista el objeto principal, y se substituyan a lo esencial de la religión prácticas secundarias. Ante todo conviene advertir que la Iglesia católica no es culpable de ciertos abusos en que puedan haber caído algunos fieles. Cuando usted me arguye en este sentido, lejos de debilitar el dogma católico y la santidad de las prácticas de la Iglesia, me suministra una nueva razón para defender esas prácticas y el dogma en que se fundan. La excepción confirma la regla: no hubiera V. notado el abuso, si no fuera general el buen uso. Mucho antes que V. pensase en ello, había tomado la Iglesia las convenientes precauciones para evitar todo linaje de abusos, enseñando a los pueblos el verdadero sentido de las doctrinas católicas, y amonestándolos a que en semejantes actos procurasen conformarse al espíritu de la Iglesia y a sus venerables prácticas, con arreglo al ejemplo y enseñanza de sus legítimos pastores. Si V. insiste en que a pesar de esto ha habido algunos abusos, yo replicaré que esto es inevitable, atendida la condición de la flaca humanidad; y le rogaré que me señale una verdad, una costumbre, una institución, por puras y santas que sean, de que los hombres no hayan abusado repetidas veces. Dejando, pues, estas excepciones, que nada prueban, sino la debilidad humana, que, por cierto, no necesita ser probada de nuevo, vamos a la dificultad principal.

Tan lejos estoy de creer que pueda ser dañoso a la conservación y fomento de la religión el que se ofrezcan objetos a la sensibilidad, que antes bien lo considero útil y hasta necesario. El argumento de V. es de aquellos que, por probar demasiado, no prueban nada; pues que, sacando las últimas consecuencias del culto puramente espiritualista que V. desea, llegaríamos a condenar todo culto externo. Si hay inconveniente en interesar la sensibilidad con el culto, será preciso desterrar de los templos toda insignia religiosa, la música y toda especie de canto; y no sólo esto, sino arruinar los templos mismos, pues que están destinados a conmover al alma por medio de la sensibilidad, con sus formas magníficas e imponentes. De esto resulta con toda evidencia que no se puede admitir la teoría de V. sin condenar todo culto externo; por consiguiente, lo único que puede exigirse es que la sensibilidad no traspase sus límites, y se someta a las leyes que le imponga el verdadero espíritu religioso.

Es notable que el espíritu humano está sujeto continuamente a una acción y reacción. Cuando se halla muy penetrado de una idea o de un sentimiento, expresa su afección íntima con una forma sensible, y, por el contrario, las formas sensibles ejercen sobre nuestro espíritu una reacción misteriosa, excitando y aclarando las ideas, y avivando y enardeciendo los sentimientos. Hay aquí dos movimientos que se ayudan recíprocamente: uno de dentro hacia fuera, otro de fuera hacia dentro: resultado natural de la íntima unión del cuerpo con el espíritu, y expresión de la harmonía establecida por el Criador entre dos seres tan diferentes, unidos íntimamente con un lazo misterioso.

En estos principios se funda la razón filosófica de la naturalidad y utilidad del culto externo. Naturalidad, en cuanto es muy natural al hombre expresar sensiblemente sus pensamientos y sentimientos; utilidad, en cuanto esas expresiones sensibles tienen la propiedad de aclarar y conservar los pensamientos, y excitar y enardecer los sentimientos. Ahora bien: presentada la cuestión desde este punto de vista, se descubre a la primera ojeada la inmensa utilidad del culto de los Santos. En él se despliegan los sentimientos más naturales del corazón, se pone el hombre en comunicación con la divinidad por medio de seres que fueron un día frágiles como él, y que, aun ahora, son de su misma naturaleza. Les habla su lenguaje, les cuenta sus penas, los interesa para que le ayuden en su desventura; y al darles gracias por algún favor conseguido, como que se propone hacerlos participantes de su dicha. Esto, sin dejar de ser muy puro y muy santo, acomoda en cierta manera la sublimidad de la religión a la flaqueza humana: los misterios más altos se graban en la memoria con formas sensibles, y el cristiano encuentra en los Santos un dulce atractivo para la devoción, y hermosos modelos de donde puede tomar reglas seguras para dirigir su conducta.

Estas consideraciones son suficientes para desvanecer las dificultades que le presentaban a V. los dogmas católicos desde un punto de vista falso; por ellas se habrá V. convencido de que no confundimos lo principal con lo accesorio, ni lo esencial con lo accidental. Dios, Ser infinito, origen de todo, fin de todo, término final de todo culto; Jesucristo, Dios y hombre, redentor del humano linaje, en cuyo nombre esperamos salvarnos; los Santos, amigos de Dios, unidos con nosotros por el vínculo de la caridad e intercediendo por nosotros; el hombre, compuesto de cuerpo y alma, expresando sensiblemente lo que experimenta en su espíritu, y fomentando sus afecciones interiores con objetos sensibles; Dios, Jesucristo, principales objetos de nuestro culto; los Santos, objeto de nuestra veneración en cuanto están unidos con Dios y con Jesucristo, Dios y hombre: he aquí en resumen las grandes ideas del catolicismo en materia de culto. Examínelas V. bajo todos los aspectos y nada encontrará en ellas que no sea razonable, justo, santo, digno de una religión divina. De V. afectísimo y S. S. Q. B. S. M.

J. B.




ArribaAbajoCarta XXIII

Comunidades religiosas.


Injusticia de ciertas restricciones. Su derecho a la libertad. Razonable opinión del escéptico sobre este punto. Si las comunidades religiosas son cosa esencial en la Iglesia. Se explican los varios sentidos de esta cuestión. Las comunidades religiosas y la sociedad; su historia y porvenir.

Mi estimado amigo: Ya extrañaba yo que, habiendo dado V. rienda suelta a su imaginación para recorrer todo lo relativo a los dogmas cristianos, sin olvidarse de la moral y del culto, no me hubiese hablado de las comunidades religiosas, siendo éstas una institución predilecta en la Iglesia católica. Los incrédulos apenas saben mentar el catolicismo, sin permitirse algunos ataques contra las comunidades religiosas; y, hablando ingenuamente, me ha sorprendido no poco el hallarle a V. tan moderado en este punto. No dudaba yo de que V. profesase principios de tolerancia y libertad; pero, como la experiencia me ha enseñado que a esos principios de libertad y tolerancia no siempre se les da una rigurosa aplicación, no estaba seguro de que no hiciese V. una excepción en contra de las comunidades religiosas, poniéndolas, por decirlo así, fuera de la ley. Afortunadamente, he tenido el placer de engañarme; y ha sido para mí una particular satisfacción el oír de boca de V. que, aun cuando no profese las doctrinas católicas, ni se sienta inclinado a trocar el bullicio del mundo por el silencio y la soledad de los claustros, no deja de comprender la posibilidad de que otros hombres se hallen en disposición de ánimo muy diferente, y abracen con sinceridad y fervor un sistema de vida totalmente contrario a las ideas y costumbres mundanas.

Además, también veo con mucho gusto que V. reconoce la necesidad y la justicia de dejar a cada cual en amplia libertad para abrazar la vida religiosa en el modo y forma que bien le pareciere. Nada tengo que añadir a las siguientes palabras que encuentro en la apreciada de V.: «Nunca he podido comprender en qué se fundan los sistemas restrictivos en lo tocante a la vida religiosa. Los que tienen dinero disfrutan amplia libertad de gastarle como mejor les agrada, y nadie se mete con ellos, aunque lo hagan lo más alegremente del mundo; los aficionados a placeres los gozan sin más restricción que los límites de su bolsillo o sus previsiones higiénicas; los amigos de festines los celebran cuando quieren sin que nadie se lo impida, aunque la algazara de los brindis y el ruido de la orquesta atruenen la vecindad; los que gustan de habitar en espléndidas moradas, y lucir soberbios trenes, lo ejecutan sin más formalidades que la de consultar las existencias de la caja o la longanimidad de los acreedores; ni siquiera falta libertad para la corrupción de costumbres, y las autoridades toleran el libertinaje bajo distintas formas, con tal que no se insulte al decoro público con demasiada impudencia. El pródigo derrama; el codicioso amontona; el inquieto se agita; el curioso viaja; el erudito estudia; el filósofo medita: cada cual vive conforme a sus ideas, necesidades o caprichos. Hay completa libertad para todo el mundo: se forman compañías de comercio; sociedades de fabricantes o de operarios; asociaciones de fomento para este o aquel ramo; sociedades de beneficencia, de ciencias, de literatura, de bellas artes; ¿y no dejaremos en libertad a algunos individuos que creen hacer una obra buena, servir a Dios, ser útiles a sus semejantes, obedecer a una vocación del cielo, reuniéndose bajo determinadas leyes, con tales o cuales obligaciones, con este o aquel objeto? Le repito a V. que jamás he podido comprender esa peregrina jurisprudencia, que restringe una cosa que, si no es buena, es ciertamente inofensiva. Alcanzo sin dificultad que, cuando las comunidades religiosas contaban no sólo con crecido número de individuos, sino también con mucha riqueza, violentásemos algún tanto en su contra los principios de tolerancia y libertad; pero ahora, cuando los peligros de la dominación monástica no son más, hablando entre nosotros, que armas de partido para gritar y revolver, me parece sumamente injusto y hasta impolítico el emplear una violencia opresiva que no conduce a nada. El espíritu de la época no es ciertamente favorable a los institutos monásticos; y me parece que el mundo está más bien amenazado de ser disuelto por el amor de los goces positivos, que esterilizado y helado por el cilicio y los ayunos.» De esta manera me ha evitado V. el trabajo de extenderme en reflexiones sobre este punto, expresando clara y brevemente lo mismo que sienten todos los hombres juiciosos, libres de un espíritu de rencorosa parcialidad. Voy, pues, a contestar rápidamente a las demás preguntas que se sirve V. dirigirme sobre las relaciones de los institutos religiosos con la religión misma y con la sociedad en general.

Desea V. que le aclare un tanto las ideas sobre la debatida cuestión de si los institutos religiosos son cosa tan esencial en la Iglesia, que no se los pueda combatir sin conmover los cimientos del catolicismo; pues que «la variedad que en este punto nos ofrecen la historia y la experiencia, da lugar a encontrados discursos y disputas interminables». Nada más fácil, mi apreciado amigo, que satisfacer en esta parte los deseos de usted; pues creo que, con tal que se aclaren debidamente las ideas, no hay ni puede haber discursos encontrados, ni interminables disputas, ni cuestión de ninguna clase.

Son cosas esenciales en la Iglesia católica la unidad en la fe, los sacramentos, la autoridad de los pastores legítimos, distribuidos en la conveniente jerarquía, todos bajo el primado de honor y de jurisdicción del sucesor de San Pedro y vicario de Jesucristo, el Romano Pontífice. Aquí no encuentra V. las comunidades religiosas; y, si por un momento suponemos que han sido todas suprimidas, sin quedar ni una sola sobre la faz de la tierra; la Iglesia permanece aún; vive con sus dogmas, con su moral, con sus sacramentos, con su disciplina, con su admirable jerarquía, con su autoridad divina; esto es verdad, es cierto, indudable; y, si en este sentido se quiere decir que las comunidades religiosas no son esenciales al catolicismo, se afirma una cosa muy sabida, que ningún católico niega ni puede negar. En cuyo caso no hay disputa ni cuestión de ninguna especie. Prosigamos aclarando las ideas.

En la Iglesia católica hay la fe, que nos enseña sublimes verdades sobre los destinos del hombre, unas terribles, otras consoladoras; hay la esperanza, que nos levanta en sus alas divinas, y nos lleva hacia las regiones celestiales, inspirándonos fortaleza en las adversidades de un momento que sufrimos sobre la tierra, y comunicándonos una santa moderación en la deleznable fortuna que tal vez nos sonríe, haciendo que la veamos en toda su pequeñez, en toda su volubilidad, cuando la comparamos con el bien eterno e infinito a que debemos aspirar; hay la caridad, que nos hace amar a Dios sobre todas las cosas, inclusos nosotros mismos, que nos hace amar a todos los hombres en Dios y que, por consiguiente, nos inspira el deseo de ser útiles a nuestros semejantes; hay el Evangelio, donde, a más de los preceptos cuyo cumplimiento es necesario para entrar en la vida eterna, se contienen los sublimes consejos de venderlo todo y darlo a los pobres, de llevar una vida casta como los ángeles en el cielo, de despojarse completamente de la propia voluntad, de abrazar la cruz y seguir a Jesucristo sin mirar hacia atrás: hay un espíritu vivificante que ilumina los entendimientos, domina las voluntades, ablanda los corazones, transforma al hombre entero, y le hace capaz de resoluciones heroicas, que ni siquiera podría concebir la humana flaqueza. Todo esto hay en la religión cristiana; y ¿cuál es, cuál debe ser el resultado? Helo aquí: algunos hombres no quieren limitarse al cumplimiento de los mandamientos divinos, y desean tomar por regla de su conducta no sólo los preceptos, sino también los consejos del Evangelio. Recordando las palabras de Jesucristo en que recomienda la oración en común, y promete a los que así lo hagan, su asistencia de un modo particular; recordando las augustas costumbres de la primitiva iglesia, en que los fieles vendían sus propiedades y llevaban su precio a los pies de los Apóstoles; recordando lo muy agradable que es a Dios la virtud de la castidad, lo muy acepta que es a Jesucristo la obediencia, pues que él se hizo obediente hasta la muerte, se reúnen para animarse y edificarse recíprocamente; prometen a Dios observar las virtudes de pobreza, castidad y obediencia; ofreciéndole de esta manera en holocausto lo que el hombre tiene de más caro, que es la libertad, y precaviéndose al mismo tiempo contra su propia inconstancia. Los unos se abandonan a las mayores austeridades; otros se entregan a incesante contemplación; otros se dedican a la educación de la niñez; otros a la instrucción de la juventud; otros se consagran al ministerio de la divina palabra; otros al rescate de los cautivos; otros al consuelo y cuidado de los enfermos; y he aquí los institutos religiosos. Sin ellos se concibe la religión; pero ellos son un fruto natural de la religión misma; nacen espontáneamente en el campo de la fe y de la esperanza, bajo el soplo vivificante del amor de Dios. Donde se plantea la religión, allí aparecen; si se los arranca, vuelven a brotar; si se los destroza, sus miembros dispersos sirven de fecunda semilla para que resuciten bajo nuevas formas, igualmente bellas y lozanas.

Ya ve V., mi apreciado amigo, que, mirada la cosa desde esta altura, desaparecen las cuestiones arriba indicadas. Preguntar si puede haber catolicismo sin comunidades religiosas, es preguntar si donde hay sol que esparce en todas direcciones el calor y la luz, si donde hay un aire vivificante, si donde hay una tierra feraz regada con abundante lluvia, puede faltar la vegetación; preguntar si las comunidades religiosas pueden morir para siempre, es preguntar si los huracanes transitorios que devastan las campiñas, pueden impedir que la vegetación renazca, que los árboles florezcan de nuevo y produzcan sus frutos; que los campos se cubran de mieses. Así nos lo enseña la historia, así nos lo atestigua la experiencia; querer un catolicismo que no inspire a algunos hombres privilegiados el deseo de abandonarlo todo por amor de Jesucristo, de consagrarse a la meditación de las verdades eternas y al bien de sus semejantes, es querer un catolicismo sin el calor de la vida, es imaginarse un árbol endeble, cuyas raíces no penetran en el corazón de la tierra, y que se seca a los primeros ardores del verano, o es arrancado fácilmente al soplo del aquilón.

Me pregunta V. lo que pienso sobre la utilidad social de las comunidades religiosas, y si creo que bajo este aspecto se les puede otorgar algún porvenir, atendido el espíritu y la marcha de la civilización moderna. Como una carta no permite la amplitud requerida por la inmensa cuestión suscitada con esta pregunta, me limitaré a dos puntos de vista, que espero serán aprovechados por el talento y la ilustración de V.

Bajo el aspecto histórico, se puede establecer, por regla general, que la fundación de los diferentes institutos religiosos, a más de su objeto cristiano y místico, ha tenido otro eminentemente social, y exactamente acomodado a las necesidades de la época. Si se estudia la historia de las comunidades religiosas teniendo presente esta idea, se la encuentra realizada en todos tiempos y países, de una manera asombrosa. El oriente y el occidente, lo antiguo y lo moderno, la vida contemplativa y la activa: todo ofrece abundantes materiales históricos que comprueban la exactitud de la observación; en todas partes se la encuentra verificada con admirable regularidad3.

Esto pienso sobre la historia de las comunidades religiosas; no me es posible reproducir en una carta las razones y los hechos en que fundo mi opinión; si tiene V. ocio bastante para dedicarse a esta clase de estudios, abandono con entera seguridad la cuestión al buen juicio de V. Ahora voy a presentar en breves palabras el otro punto de vista, relativo al porvenir de dichos institutos.

Como nosotros creemos que la Iglesia no perecerá, sino que durará hasta la consumación de los siglos, estamos seguros también de que el divino Espíritu que la anima, no la dejará nunca estéril, y que la hará producir no sólo los frutos necesarios para la vida eterna, sino también los que contribuyen a realzar su lozanía y hermosura. Las comunidades religiosas, pues, durarán bajo una u otra forma: ignoramos las modificaciones que ésta podrá sufrir; pero descansamos tranquilos a la sombra de la Providencia.

Tocante a la utilidad social de las comunidades religiosas en el porvenir, la cuestión es para mí muy sencilla. ¿Pueden ser útiles a la civilización moderna grandes ejemplos de moralidad, el espectáculo de virtudes heroicas, de abnegación y desprendimiento sin límites? ¿Tienen las sociedades modernas grandes necesidades que satisfacer? La educación de la infancia, y muy particularmente la de las clases pobres, la organización del trabajo, el espíritu de asociación para el fomento de los grandes intereses procomunales, las casas de expósitos, las penitenciarias, los establecimientos de corrección, y toda clase de instituciones de beneficencia, ¿dejan de ofrecer problemas sumamente complicados, de presentar gravísimas dificultades, de necesitar el auxilio del desprendimiento, del amor de la humanidad desinteresado y ardiente? Ese desinterés, esa abnegación, ese ardiente amor de la humanidad, sólo pueden nacer de la caridad cristiana; ésta puede obrar de infinitas maneras; pero el secreto para que su acción sea más bien dirigida, más enérgica, más eficaz, es hacer que se personifique en algunas de esas instituciones que se sobreponen a las afecciones particulares, que viven largos siglos como un grande individuo, en el cual no figuran las personas sino como en el cuerpo humano las moléculas que entran y salen incesantemente en el movimiento de la organización.

Repito que tengo viva esperanza en la utilidad social de las comunidades religiosas. En el porvenir de la civilización moderna se me ofrecen como poderosos elementos de conservación en medio de la destrucción que nos amenaza, como un lenitivo a crueles sufrimientos, como un remedio a males terribles. El egoísmo lo invade todo; y yo no conozco medio más eficaz para neutralizarle, que la caridad cristiana. Los hombres se reúnen para ganar, y también para socorrerse por cálculo; yo deseo que se reúnan, además, para auxiliarse con absoluto desprendimiento del interés propio, ofreciéndose en holocausto por el bien de sus semejantes. Esto hacen las comunidades religiosas; y, por esta razón, me prometo mucho de su influencia en el porvenir del mundo. No pueden ser inútiles mientras haya salvajes y bárbaros que civilizar, ignorantes que instruir, hombres corrompidos que corregir, enfermos que aliviar, infortunados que consolar. De usted afectísimo S. S. Q. B. S. M.

J. B.




ArribaAbajoCarta XXIV

La severidad de las comunidades religiosas.


Sus razones. Qué es el religioso. Sus peligros. Contraste. Actividad humana. Necesidad de un pábulo. Leyes e instituciones. Su necesidad de preservativos. Gradación de los tránsitos del bien al mal. Ejemplo de la infracción de las leyes. Las formalidades. Las leyes más fuertes no son las más observadas. Sabiduría de los fundadores de los institutos religiosos. Abundancia de ocupaciones y prácticas. Ley de la distribución de fuerzas entre las facultades del alma. Dicho de Chateaubriand sobre San Jerónimo, San Bernardo, Santa Teresa de Jesús.

Mi apreciado amigo: Ha podido V. notar en mi carta anterior que exponía mis ideas con la mayor brevedad posible, y para esto tenía una razón especial, que consistía en el temor de que el asunto se le hiciese pesado; pues que daba yo por cierto que las comunidades religiosas no habrían sido el objeto favorito de los estudios de V., y que, por consiguiente, sólo podría soportar algunas indicaciones rápidas en las que la memoria de los claustros no le hiciese perder el recuerdo del mundo. Ahora veo que su espíritu de V. va tomando una dirección algo más seria; y no cree ya que objetos cuya historia ocupa largos siglos, y que de tal modo se enlazan con el desarrollo social de las naciones modernas, puedan ser conocidos con un estudio superficial, ni deban ser condenados con ocurrencias agudas. Al fin va V. penetrándose de la injusticia y frivolidad del método volteriano, que traduce sus dificultades en sarcasmos, y contesta a las razones más sólidas con una sonrisa burlona. El error es más tolerable cuando va acompañado de cierto amor a la razón y sentimientos de equidad. Mis observaciones sobre las comunidades religiosas le parecen a V. dignas de atención; esto me basta, pues que mi objeto no era otro que excitar la curiosidad de V. por si lograba que algún día estudiase a fondo estas materias con el detenimiento que su gravedad reclama. Mal podía lisonjearme de circunscribir esta cuestión a los reducidos límites de una carta, cuando estoy persuadido de que podría escribirse sobre este punto una interesante obra y de no escasas dimensiones. Como quiera, ya que V. se empeña en continuar discutiendo, no tengo inconveniente en satisfacer sus deseos.

Considera V. los institutos religiosos bajo el aspecto de la severidad, pareciéndole ésta un tanto excesiva, atendida la humana flaqueza; e innecesaria, además, para conseguir el objeto que los fundadores se proponían. Yo tengo sobre este particular convicciones muy diferentes; y para ello me fundo, no precisamente en el respeto debido a la sabiduría y santidad de aquellos ilustres varones, sino en razones nacidas de la naturaleza misma del corazón humano. Voy a exponerlas brevemente.

La vida religiosa aísla en cierto modo de los demás hombres al individuo que la profesa. Con los votos se rompen los lazos que le unen al mundo; la amistad y la familia desaparecen, en cuanto se opongan al objeto del instituto. El religioso es un hombre que, aunque mora sobre la tierra, está enteramente consagrado a las cosas del cielo. La propiedad, ese poderoso vínculo que liga a los individuos y a las familias, que los hace pegar, por decirlo así, a un lugar determinado, como se pega la planta a la tierra de donde recibe su vida, no existe para el religioso; no sólo no la tiene, sino que se ha privado de la facultad de tenerla; por amor de Jesucristo, se ha hecho pobre para siempre; se ha condenado a no poseer nada. Con el voto de castidad está privado de la familia; y con la vida común no puede tener aquellas relaciones domésticas que substituyen en el corazón a las de la familia propia. La obediencia no le permite elegir el lugar de su habitación, ni tampoco entregarse a sus ocupaciones predilectas. Es un hombre excepcional en todo; que en todo se mueve por reglas diferentes de las del común de los hombres.

Este individuo, aislado de esta manera, sin más contacto con el mundo que el que le permiten las prescripciones a que se halla sometido, no deja de ser hombre, no se ha convertido en ángel; tiene sus flaquezas, sus deseos, sus caprichos; abriga un corazón que late, que está sometido a las mismas impresiones que el de los que viven en medio del mundo. Lleno de juventud y de vida, su pensamiento vuela más allá del recinto monástico; su corazón se dilata, necesita satisfacerse con algunos objetos que si no los encuentra en su instituto, irá a buscarlos en otra parte. ¡Desgraciado, si aflojada la severidad de la disciplina religiosa, teniendo un pie en el claustro, pone el otro en los umbrales del mundo; si quiere vivir en dos elementos, a manera de anfibio que tan pronto se sepulta en las inmensidades de un lago, como respira un aire que abrasa, en el ardor de los arenales! Los resultados no pueden menos de ser funestos: se establece una implacable lucha entre las influencias de elementos tan contrarios; el infortunado se halla sometido a la acción de dos fuerzas opuestas; su alma necesita dividirse en dos partes, por decirlo así; su corazón, sujeto a violentas alternativas de expansión y compresión, se rompe y destroza.

Entonces, resulta por necesidad un chocante desacuerdo entre el instituto y la conducta, entre las palabras y las obras: siendo el desorden tanto más monstruoso, cuanto es más vivo el contraste. He aquí una razón profunda de la severidad de los fundadores: he aquí por qué lo que a primera vista pudiera parecer exageradamente riguroso, es altamente cuerdo y previsor. Un hombre sin propiedad, sin familia, sin libertad en sus actos, consagrado por voto a la práctica de las virtudes evangélicas, y que, sin embargo, se olvidase de sus deberes y reuniese en torpe mezcolanza el traje de la austeridad con la relajación del mundo, sería un objeto repugnante.

Ahora bien, en el fondo del alma humana hay un caudal de actividad que se despliega con el ejercicio de diferentes facultades: el entendimiento, la voluntad, la imaginación, el corazón, necesitan pábulos en que cebarse; mientras el hombre vive, sus facultades viven con él; vano empeño sería pretender ahogarlas; lo que conviene es moderarlas, dirigirlas, subordinar a las más nobles, las menos nobles; procurar que la expansión y energía de aquéllas no permitan a éstas traspasar los límites señalados por la razón y la moral. La indulgencia con las malas pasiones, con los instintos peligrosos, lejos de producir el saludable desahogo que usted se promete, levantarían en el corazón movimientos tempestuosos, y acabarían pronto con toda disciplina. La historia de la Iglesia nos ofrece repetidos ejemplos que confirman esta verdad y justifican la previsión de los fundadores de los institutos religiosos. La naturaleza humana es tan débil, son tantos los pliegues de nuestro corazón, son tan varias e ingeniosas las ilusiones con que procuramos engañarnos, que la experiencia atestigua no estar de sobra ninguna precaución cuando se trata de evitar abusos; mayormente, si es preciso extender la vista más allá de la esfera individual y ocuparse en instituciones que han de vivir largos siglos. Esta consideración me lleva naturalmente al examen de lo que V. llama «pequeñeces que se pueden despreciar sin perjuicio de la disciplina».

Todas las leyes, todas las instituciones aplicables a los hombres, necesitan, a más de su constitutivo esencial, fuertes preservativos contra la destructiva acción del tiempo y del contacto humano. El mundo moral, a semejanza del físico, está sujeto a un continuo flujo y reflujo de acción y reacción. A todo lo que debe durar mucho tiempo, no le basta abrigar un poderoso principio de vida que rechace la corrupción y la muerte de las regiones del corazón y de las vísceras indispensables a las principales funciones del organismo; es necesario que los preservativos se hallen a larga distancia del centro de la vida, en todos los puntos de la periferia, como centinelas avanzados que rechazan la corrupción y la muerte, mucho antes que lleguen a entablar su lucha destructora en los puntos más delicados de la organización.

Eche V. una ojeada sobre las leyes sin observancia, sobre las costumbres corrompidas, sobre las instituciones políticas o sociales que han perdido su fuerza; siga usted la historia de la decadencia de las cosas mejores; y notará que en el bien como en el mal hay en el mundo una ley por la cual se hacen los tránsitos de un extremo a otro, no repentinamente, sino por una gradación suave y muchas veces imperceptible.

¿Por qué ha caído en desuso una ley utilísima, hasta el punto de que nadie repara en infringirla abiertamente? ¿Se comenzó por quebrantarla sin rebozo? De ninguna manera. Lo que se hizo fue principiar por el descuido de una formalidad, al parecer de poca importancia: la prescripción de la ley quedaba cumplida; lo que se dejaba sin observancia era una cosa insignificante, puramente reglamentaria, que ni se hallaba en la mente del legislador, ni siquiera formaba parte de la ley. La rendija estaba abierta; el tiempo debía encargarse de ensancharla.

La ley, mientras estaba cubierta por la formalidad llamada insignificante, no se hallaba en contacto inmediato con las resistencias que encontraba en la ejecución. La formalidad era una especie de cuerpo tupido y elástico, que quebrantaba el ímpetu de los choques, y no dejaba que saliesen lastimados los artículos de la ley. La formalidad ha desaparecido; los artículos se hallan descubiertos, desnudos; encontrando una resistencia, ellos tendrán que sufrir el roce o el golpe; y será más fácil que los lastime. Y esa resistencia más o menos fuerte, la encuentra toda ley; porque la ley sería inútil, si no tuviese por objeto el restringir en algo la libertad, el oponerse a fuerzas que quieren extralimitarse.

¿Qué sucede en tal caso? Antes se luchaba con la formalidad, ahora se lucha con el mismo texto de la ley: su letra está terminante; pero su espíritu, cosa de suyo algo vaga, se presta a interpretaciones favorables. El legislador dijo esto; no cabe duda; pero su mente no podía ser tan rígida; las circunstancias han variado notablemente; y, además, el caso de que se trata hic et nunc, es de tal naturaleza, que, si el legislador pudiera ser consultado, se pondría de parte de la interpretación benigna. También se ha de tener presente que el artículo a cuya letra se quiere faltar, es de los menos importantes; si se tratase de alguno fundamental, ya sería otra cosa; entonces se observarían con todo rigor la mente y la letra. La transacción se ha consumado, mi apreciado amigo; el artículo de la ley es quebrantado, la rendija se ha convertido en un anchuroso boquerón: bien pronto entrarán por él cuantos deseen marchar a su objeto por el camino más corto; con el tránsito continuo la abertura se hará más espaciosa, y la ley, sin ser derogada, quedará anulada completamente. La infracción había comenzado por la formalidad insignificante, y el resultado ha sido quedar reducida la pobre ley a una insignificante formalidad; porque tales somos los hombres: cuando hay algo que contraría nuestras pasiones o intereses, atropellamos por todo, rompiendo primero las formas, destruyendo después el fondo más íntimo de los objetos; pero cuando los intereses y las pasiones pueden ya obrar holgadamente, sin encontrar ninguna resistencia, entonces nos acordamos de alguna formalidad inofensiva, la ponemos en práctica, y con la mayor seriedad del mundo nos hacemos la ilusión de que observando la formalidad, observamos todavía la difunta ley.

La historia de la infracción de las leyes es la historia de la corrupción de las costumbres, de la decadencia de las instituciones más robustas, de la degeneración de las cosas más santas. Nuestro corazón es profundamente sagaz; somos más hipócritas con nosotros mismos, que con los otros. Las arterías que empleamos para engañarlos a ellos, no tienen comparación, ni en número ni en calidad, con las que inventamos y practicamos para engañarnos a nosotros mismos.

Toda ley, toda institución, deben estar rodeadas de fuertes preservativos. La habilidad del legislador, del fundador o del institutor, se manifiesta en el modo con que ha sabido tomar las avenidas por donde su obra debía recibir los ataques de las pasiones y flaquezas humanas. Una ley puede ser muy severa, estar acompañada de una sanción terrible, y, sin embargo, no servir para su objeto, y estar segura de ser luego quebrantada; así como otra muy suave en el fondo, puede estar combinada tan sabiamente, rodeada de tan oportunos preservativos, que se estrellen en ellos los ataques más impetuosos, y posea fuerza bastante para triunfar de las mayores resistencias.

A la luz de estas observaciones, comprenderá V. sin dificultad la dilatada previsión encerrada en las minuciosidades que le escandalizan a V. En general, los fundadores de los institutos religiosos se distinguieron no sólo por su santidad, sino por un profundo conocimiento del corazón humano. No pocos, entre ellos, habrían sido excelentes legisladores. Tan distante me hallo de tener por excesivas las precauciones que a V. le parecen tales, que, por el contrario, creo no se los pudiera culpar, y antes bien alabar, si las hubiesen tomado mayores. La acción del tiempo y el fuego de las pasiones humanas ejercen de continuo un roce, destructor, que muchas veces no ha menester choques violentos para acabar con las cosas más robustas. Juzgue V. lo que sucedería, si no se hubiesen tomado a tiempo las precauciones convenientes.

No comprende V. la razón del «cúmulo de obligaciones con que se hallan abrumados algunos institutos religiosos»: siendo ésta una objeción general, sólo se le puede contestar con reflexiones generales. Una de éstas, y que me parece decisiva, la tengo ya indicada anteriormente. La actividad, y sobre todo en individuos aislados, necesita un pábulo continuo. La llama de la vida ha de consumir algo; si la dejamos encerrada, ociosa en nuestro interior, nos devora a nosotros mismos. Sin mucha ocupación, sin multiplicadas prácticas, ¿cómo se llena la vida de un solitario?; ¿cómo se evita que se levanten en su corazón formidables borrascas, o que sucumba bajo el peso de un tedio insoportable? Estas consideraciones son bastantes para desvanecer las prevenciones de V. contra lo que apellida «exagerado misticismo de algunos institutos religiosos», pero, como este último punto es de la más alta importancia, quiero someter al buen juicio de V. otras reflexiones, que me parecen dignas de atención.

Es un hecho fundamental, constantemente observado, que, la actividad de nuestras facultades gasta de un fondo común, y que el aumento de fuerza en las unas suele llevar consigo disminución en las otras. No es posible tener en muchos sentidos un mismo grado de actividad; y de aquí ha nacido el proverbio de las escuelas: «pluribus intentus minor est ad singula sensus». Cuando las facultades animales tienen un gran desarrollo, las intelectuales y morales padecen debilidad; y, por el contrario, cuando la parte superior del hombre, el entendimiento y la voluntad, se desenvuelven con grande energía, las pasiones se enflaquecen y pierden su imperio sobre la conducta. Los grandes pensadores se han distinguido, casi siempre, por su alejamiento de los placeres de la vida; y los hombres entregados a la sensualidad, rara vez se distinguen por la elevación de sus pensamientos. Quien está dominado por pasiones brutales, pierde aquella delicadeza de sentimientos que hace percibir inefables bellezas en el orden moral y hasta en el físico; y un continuado ejercicio de sentimientos exquisitos y puros, que saliendo de la esfera de la sensibilidad común, parecen tocar a las regiones de un modo ideal, se opone al desarrollo de las pasiones groseras, que lastiman el alma, arrastrándola por un lodazal inmundo.

Ya habrá V. comprendido a dónde voy a parar con estas observaciones: me propongo nada menos que defender el misticismo en el terreno de la filosofía; y manifestar la utilidad de que se le desenvuelva fuertemente en los institutos religiosos. La imaginación necesita espectáculos en que pueda saborearse; el corazón ha menester de objetos que exciten su amor; si no se le ofrecen en el terreno de la virtud, irá a tomarlos en el del vicio, y la llama no dirigida hacia Dios, se enderezará hacia las criaturas. ¿Le parece a V. que un corazón como el de Santa Teresa de Jesús podía vivir sin amar? Si no se hubiese consumido con la llama purísima del amor divino, se hubiera abrasado con el fuego impuro del amor terreno. En vez de un ángel que excita la admiración de los mismos incrédulos que han leído por casualidad alguna de sus páginas admirables, tal vez hubiéramos tenido que deplorar los extravíos de una mujer peligrosa, trasladando al papel sus pasiones con caracteres de fuego.

Chateaubriand, hablando de San Jerónimo, ha dicho con profunda verdad: «aquella alma de fuego necesitaba de Roma o del desierto.» ¡A cuántas y cuántas almas no pudiera aplicarse el pensamiento del ilustre poeta! El gran corazón de San Bernardo, ¿qué hubiera hecho de su sensibilidad, si no hubiese encontrado un inmenso pábulo en las cosas divinas? Aquella actividad inagotable, que atendía a las ocupaciones de religioso, a las de consejero de reyes y papas, y caudillo de un movimiento europeo que lanzaba el occidente sobre el oriente, ¿en qué se hubiera cebado, si desde sus primeros años no hubiese tenido un objeto infinito, Dios?

Hago estas indicaciones con la rapidez que exige la brevedad de una carta; V. podrá fácilmente desenvolverlas, aplicándolas a muchos personajes y a varias situaciones de la historia de la Iglesia en todos los siglos. No todos los hombres son como San Jerónimo y San Bernardo; pero todos necesitan ocuparse y amar. Si no se ocupan bien, se ocupan mal; el ocio no suele ser otra cosa que la práctica del vicio. Si no se ama lo bueno, se ama lo malo; si no arde en nuestro pecho la llama que purifica, arde la llama que afea. Queda de V. su afectísimo y S. S. Q. S. M. B.

J. B.




ArribaCarta XXV

El amor de la verdad y la fe.


Relaciones entre el entendimiento y el corazón. Objeción del escéptico contra lo extraordinario. No es signo de sabiduría la incredulidad en lo extraordinario. Razón de la credulidad de los grandes pensadores. Incredulidad de los ignorantes. Lo extraordinario en muchas cosas. Origen del lenguaje. Origen del hombre. Origen del mundo. Misterio de la vida. Misterios astronómicos. Por qué los hombres grandes son religiosos. Grandor y misterios de la realidad. Alta filosofía de los católicos.

Mi estimado amigo: No me parece de mal agüero la disposición de ánimo que manifiesta V. en su última apreciada; pues, aunque duda todavía de que la religión cristiana sea verdadera, desearía que lo fuese; es decir, que comienza V. a sentirse inclinado en favor de la religión: cuando se ama un objeto considerado siquiera como puramente ideal, ya no es tan difícil creer en su existencia; de la propia suerte que el odio a una realidad molesta produce deseos de negarla. El fiel que aborrece la verdad religiosa, está ya en el camino de la incredulidad; el incrédulo que la ama, está en el camino de la fe.

Se ha dicho con profunda verdad que nuestras opiniones son hijas de nuestras acciones; esto es, que nuestro entendimiento se pone con mucha frecuencia al servicio del corazón. Conserve V., pues, mi estimado amigo, esas disposiciones benévolas hacia las verdades religiosas; déjese V. llevar de esa inclinación suave que «en medio del escepticismo le causa con frecuencia la ilusión de que es un verdadero creyente»; ya que ha tenido la fortuna de no dudar de la Providencia, viva V. persuadido de que esta Providencia es quien le conduce: en mano todopoderosa están los entendimientos y los corazones; V. perdió la fe siguiendo las extraviadas inspiraciones de su corazón; Dios quiere volverle a la fe por inspiraciones del mismo corazón. Comience V. por amar las verdades religiosas, y bien pronto acabará por creer en ellas. Sólo piden ser vistas de cerca, no ser miradas con aversión; si llegan a ponerse en contacto con una alma sincera, están seguras de triunfar. El divino Espíritu que las anima, les comunica un sano atractivo a que nada resiste, sino los corazones empedernidos.

Al lado de esta disposición de ánimo que me llena de consuelo y esperanza, he visto con alguna extrañeza una de las razones que le impiden salir del escepticismo, y que V. con admirable serenidad apellida muy poderosa. «La regularidad de las leyes que gobiernan al mundo, y que tan visible se nos ofrece en todos los fenómenos sometidos a nuestra experiencia, le inspira a V. una especie de aversión a todo lo extraordinario; haciéndole temer que todo cuanto sale del orden común, aunque sea muy bello y muy sublime, deba limitarse a las regiones de la poesía. Recela V. que haya desacuerdo entre la realidad y esas bellas creaciones de fantasías fecundas y sentimientos sublimes; por más que sea V. amigo de la poesía, no puede resignarse a trocarla por la filosofía, siquiera se presente esta última con traje prosaico.» Tampoco quiero yo cambiar la realidad por ninguna ilusión, aun cuando fuese la más bella que cabe en humana fantasía; también amo la verdad, siquiera se presente con traje prosaico; pero no comprendo que esta verdad haya de encontrarse siempre, como V. indica, «en lo ordinario, en lo común, en lo que no llama la atención con apariencias prodigiosas, ni excita admiración y entusiasmo, pero que en cambio es muy real, muy positivo, y sigue su camino con uniforme regularidad». No tengo inconveniente en que «a los ruidos nocturnos que imaginaciones poéticas o asustadas se complacerían en atribuir a seres misteriosos, prefiera V. encontrarles la causa en el viento, en la lluvia, en el chirrido de aves inocentes, que no esperaban verse trocadas en genios maléficos»; pero cuando, animado con esa filosofía positiva, sale V. al encuentro de los creyentes, y exclama «lo ordinario, lo ordinario, lo demás está poco de acuerdo con el espíritu filosófico»; dudaba si la carta que estaba leyendo era de una persona tan ilustrada como V., sentía entonces un vivo deseo de vengarme, y espero que podré realizarlo a cumplida satisfacción.

Ante todo séame permitido observar que el no creer en cosas extraordinarias, no siempre es signo seguro de mucha filosofía. Esta incredulidad puede nacer de ignorancia; en cuyo caso, es dura, tenaz, poco menos que invencible. En la conversación con gentes poco instruidas y un tanto orgullosas, se nota este fenómeno de una manera chocante. Como los infelices han oído repetidas veces que en el mundo hay muchos engaños y que se cuentan grandes mentiras, toman esa vulgaridad por un excelente criterio, y le aplican desapiadadamente a cuanto se aparta del orden común. No tengo necesidad de protestar de que en el número de estos ignorantes no cuento a mi ilustrado adversario; pero, como V. insiste tanto en hermanar la filosofía con lo ordinario y lo común, no he podido resistir a la tentación de recordar un hecho, que me ha llamado la atención repetidas veces.

Pascal ha dicho con mucha verdad que hay dos clases de ignorantes: los que lo son completamente, y los que sólo pueden llamarse tales, porque, habiendo llegado al más alto grado de sabiduría, tienen un claro conocimiento de su propia ignorancia. Este dicho es aplicable en algún modo a la incredulidad en cosas extraordinarias. Los verdaderos sabios tienen en este punto una incredulidad templada por la razón, y sometida siempre a las condiciones de posibilidad, que les ha enseñado la observación o la luz de la ciencia. En general, puede asegurarse que estos hombres son incrédulos con alguna timidez, y que no pocas veces propenden a creer lo extraordinario. Cuando se penetra en los abismos, tanto del mundo físico, como del intelectual y moral, son tales las profundidades que se descubren, son tantos los misterios que se ven divagar entre las sombras atravesadas con algunas ráfagas de luz, que los grandes pensadores, los que se han acercado al borde de aquellos abismos contemplando sus profundidades insondables, apenas encuentran nada de que se atrevan a decir: esto no ha sido, esto no será, esto es imposible. Semejantes hombres no se espantan de la palabra extraordinario, porque en los fenómenos en apariencia más ordinarios, descubren un conjunto de cosas extraordinarias: o, hablando con más exactitud, un conjunto de cosas tanto más incomprensibles, cuanto son más ordinarias.

La incredulidad de los ignorantes, cuando se trata de cosas extraordinarias, es sumamente curiosa. Si oyen hablar de un fenómeno poco común o de una ley de la naturaleza que ofrezca algo sorprendente, aplican su soberano criterio: «en el mundo hay muchos engaños; a mí no se me hace creer eso»; y menean tontamente la cabeza, con un aire de satisfacción indecible.

Ya ve V. que no soy demasiado indulgente con los enemigos de lo extraordinario; pero, ya que estas observaciones no son aplicables a una persona como usted, voy a entrar en otra clase de consideraciones sobre lo ordinario y extraordinario, sin salir nunca del terreno de los hechos.

Usted no admite que Dios haya hablado al hombre, y prefiere explicar las tradiciones del género humano por el método ordinario de las ilusiones, de las imposturas, de la previsión de los legisladores, de las necesidades sociales, etc., etc. Todo esto es muy ordinario, y por lo mismo le deja a V. muy satisfecho. Ahora bien; ¿quiere V. que yo encuentre en la raíz de esto mismo una cosa muy extraordinaria, que todos los filósofos del mundo no serán capaces de explicarme? Hela aquí. ¿Quién ha enseñado a hablar a los hombres? Hasta el fin del mundo, le doy a V. tiempo para contestarme a la pregunta, si no quiere apelar a medios extraordinarios. No necesito repetir aquí lo que V. sabe tan bien como yo, sobre la opinión de los filósofos más eminentes respecto a la imposibilidad de que los hombres hayan inventado el lenguaje. Tenemos, pues, que el género humano ha recibido este don. ¿De quién? No ciertamente de los seres mudos que le rodean; henos aquí, pues, al hombre comunicándose con un ser superior, y recibiendo de éste la palabra. Esto no es de lo que V. llama ordinario y común; pero, desgraciadamente para los incrédulos, es absolutamente necesario.

Otra cosa extraordinaria. ¿De dónde ha salido el hombre? ¿Admite V. la narración de Moisés? Si la admite, ¿qué dificultad tiene V. en que Dios, que cría al hombre, que le enseña, que le habla una vez, le hable y le enseñe otras muchas? Lo extraordinario no se halla menos en un caso que en otro. Si no admite usted la relación de Moisés, pregunto nuevamente: ¿De dónde ha salido el hombre? ¿De las entrañas de la tierra y repentinamente? He aquí una cosa bien extraordinaria. ¿Por qué, una vez nacido, ha podido propagarse? He aquí otra cosa no menos extraordinaria. ¿Se ha formado por un desarrollo sucesivo, pasando por diferentes grados en el orden animal, de manera que los ascendientes de Bossuet, Newton y Leibnitz sean ilustres monos que a su vez hayan descendido de reptiles terrestres o de monstruos acuátiles, hasta bajar al ínfimo grado de los vivientes? Todas estas cosas creo que no dejarían de ser bastante extraordinarias; y ello es cierto, sin embargo, que es preciso admitir la narración extraordinaria de Moisés u otra semejante, o bien apelar a las apariciones repentinas o a las transformaciones sucesivas, cosas todas muy extraordinarias.

El origen del mundo encierra algo que tampoco puede entrar en el cauce de los acontecimientos ordinarios. Apele V. al sistema que quisiere: a Dios o al caos, a la historia o a la fábula, a la razón o a la fantasía; poco importa para la cuestión presente; el problema del origen de las cosas está aquí: ni la existencia ni el orden de las mismas pueden explicarse sin algo extraordinario.

Hablando ingenuamente, siento verme obligado a emplear esa clase de argumentos para convencer a quien ha estudiado las ciencias naturales. La naturaleza toda ¿qué es si no un inmenso misterio? ¿Ha meditado V. alguna vez sobre la vida? ¿Ha comprendido ningún filósofo en qué consiste esa fuerza mágica, que anda por caminos desconocidos, que obra por medios incomprensibles, que mueve, que agita, que hermosea, que produce dulcísimos placeres y causa tormentos insoportables; que se encuentra en nosotros y fuera de nosotros; que no se halla cuando se la busca; que ocurre cuando no se piensa en ella; que se propaga al través de la corrupción; que se enciende y se apaga sin cesar en innumerables individuos; que revolotea como una llama imperceptible, en las regiones de la atmósfera, en la faz y en las entrañas de la tierra, en la corriente de los ríos, en la superficie y profundidades del océano? ¿No hay aquí un misterio, y un misterio incomprensible? ¿No ve V. aquí, no siente algo que no cabe en esa cosa ordinaria, que V. quiere confundir con la filosofía?

La electricidad, el galvanismo, el magnetismo, ofrecen ciertamente fenómenos extraordinarios. ¿Los negaremos por no comprenderlos? ¿Y nos haremos la ilusión de que los comprendemos, sólo porque algunos de sus efectos se ofrecen a nuestros sentidos? Al fijar la consideración en esos arcanos de la naturaleza, ¿no se halla V. poseído de un profundo sentimiento de asombro?; ¿no se ha preguntado V. alguna vez: ¿qué hay tras de ese velo con que la naturaleza cubre sus secretos?; ¿no ha sentido V. desaparecer esa pequeña filosofía que clama: lo ordinario, lo ordinario?, ¿no ha sentido V. la necesidad de reemplazarla con el pensamiento sublime de que todo es extraordinario? En lugar de ese sentimiento pequeño, que confunde al filósofo con el vulgo, y que le comunica una miserable incredulidad por las cosas extraordinarias, ¿no ha experimentado V. una secreta inclinación a ver en todas partes el sello de lo extraordinario?

En una noche serena, cuando el firmamento se despliega a nuestros ojos como un manto azul tachonado de diamantes, fije V. la vista en aquel sublime espectáculo. ¿Qué hay en aquellas profundidades; qué son aquellos cuerpos luminosos que durante largos siglos brillan en la inmensidad del espacio, y siguen su majestuosa carrera con una regularidad inefable? ¿Quién ha extendido esa faja blanquecina llamada por los astrónomos vía láctea, y que en realidad es una zona inmensa cuajada de cuerpos cuyo volumen y distancias no caben en nuestra imaginación? ¿Qué hay en esos espacios infinitos donde el telescopio descubre cada día nuevos mundos; en esos espacios cuyos umbrales se hallan a una distancia de que no alcanzamos a formarnos idea? Las estrellas más cercanas ofrecen a nuestros ojos, no su situación actual, sino la que tuvieron hace largos años. Unas 55.660 leguas de 20.000 pies recorre la luz cada segundo; y, no obstante, se ha calculado que la más cercana de las estrellas no puede hacer llegar hasta nosotros su rayo luminoso, sino en el término de diez años; ¿qué sucederá con las más distantes? Lo que está sucediendo en las Nebulosas, las revoluciones que se están operando en aquellas profundidades sin fin, ¿no le parece a V. que se explicarían perfectamente con la pequeña fórmula de lo ordinario?

Los hombres más grandes han sido religiosos, y no es de extrañar: en el mundo físico, como en el moral, se encuentran tanto grandor, tan augustas sombras, tanto manantial de elevados pensamientos, de inspiraciones sublimes, que el alma se siente profundamente conmovida, y descubre por todas partes una especie de solemnidad religiosa. La claridad es la excepción, el misterio es la regla; la pequeñez está en alguna que otra apariencia; en el fondo de las cosas hay un grandor que excede toda ponderación. Ese grandor, ese misterio, no los sentimos porque no meditamos; pero, tan pronto como el hombre se concentra y reflexiona sobre ese conjunto de seres en cuya inmensidad se halla sumergido, y piensa en esa llama que siente arder dentro de sí propio, y que es en la escala de los seres como una ligera chispa en un océano de fuego, se siente sobrecogido por un sentimiento profundo, en que el orgullo se mezcla con el abatimiento, el placer con el espanto. ¡Oh!, entonces es bien pequeña esa filosofía que habla de lo ordinario, de lo común, y que tiene un ridículo horror a todo lo que sea extraordinario o misterioso. ¡Pues qué!, ¿todo cuanto nos rodea, todo cuanto existe, todo cuanto vemos, todo cuanto somos, es, por ventura, otra cosa que un conjunto de asombrosos misterios?

Dispénseme V., mi apreciado amigo, si se me ha ido la pluma, y me he olvidado algún tanto de que lo que escribía era una carta. Sin embargo, no me podrá usted acusar de que me haya lanzado a mundos imaginarios; no he salido de la realidad. V. me ha provocado inculcándome la necesidad de atenernos a lo ordinario, a lo común, a lo llano, dejándonos de cosas extraordinarias y misteriosas; me he visto precisado a interrogar al universo, no al ideal, no al ficticio, sino al real, al que tenemos a nuestra vista; y no tengo yo la culpa si este universo, si esta realidad es tan grande, tan misteriosa, que no se la pueda contemplar sin un arrebato de entusiasmo.

Déjenos V. creer en cosas extraordinarias; con esto no contradecimos la verdadera filosofía, sino que estamos de acuerdo con sus más altas inspiraciones. El que no crea, el que no esté satisfecho de los motivos de credibilidad que ofrece nuestra religión augusta, opónganos, si quiere, dificultades contra la verdad de nuestras doctrinas; pero guárdese de echarnos en cara la creencia en misterios incomprensibles, y de acusarnos por esto de poca filosofía; porque entonces mejora indudablemente nuestra causa; el incrédulo se confunde con el vulgo; y están de parte del católico los filósofos más eminentes. Queda de V. su afectísimo y S. S. Q. B. S. M.

J. B.

FIN