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Como en la guerra [Fragmentos]

Luisa Valenzuela



Página cero



-Yo no fui. No sé nada, les juro que nunca tuve nada con ella.

-Se te vio entrar a altas horas de la noche en su casa. En Barcelona. Dos veces por semana durante varios meses. ¡Cantá!

-Lo que sé de ella a ustedes no les puede interesar.

-No jodás, ricurita, delicioso, doctorcito. No nos hagás perder el tiempo ¿qué buscabas? Cantá.

Una mano enorme se acerca a la cara del hombre para estallar. No, no, no, no en una bofetada sino en caricia sobre su frente. Eso en épocas de chico, no ahora mientras aprende entre rejas el oficio de adulto.






I. El descubrimiento

Nació como nacemos todos, protestando por su/nuestra puta suerte. No se pudo establecer si cada berrido fue queja por ingresar en el mundo o por algo más sutil, como una angustia por la raza humana -los hermanos- al incorporarse a este otro líquido amniótico tanto más colectivo que es el aire. No se sabe si hubo que agarrarlo/a de las patitas y sacudirlo/a bien para que largase el grito. Pero eso de que el grito vino no deja ni un ápice de duda porque el tal grito continúa resonando y amenaza con tapar los absurdos pozos de silencio que se hacen oír por estas latitudes. ¿Cuál fue la latitud que vio su nacimiento? Existen las coordenadas palpables y otras de sus sueños, no siempre interfiriéndose: las de sus sueños tienen caballos desbocados, en las palpables hubo caballos sometidos a carros de lechero, un hielero que dejaba su charco en la puerta de calle, una casa a la vuelta de algunos misteritos y el taller de un zapatero remendón donde buscó refugio al escaparse de su casa a eso de los cinco años. Abortada huida pero desde entonces la huida parece ser su sino y hasta los doce años de edad le anduvo haciendo zancadillas a la muerte. Después se le alejó la muerte dejándola bastante abandonada, a ella justamente que había sabido acecharla en los rincones y atusarle su bigote de gato. Ella: mandada a hacer para molestar gatos hasta el día aquel en que un gato negro casi le arranca un ojo -negro- de un zarpazo.

En cuanto a las arañas, es capítulo aparte o quizá parte de un capítulo por venir ya que las arañas también tienen su palabra en esta historia (la historia de una vida, poca cosa).

De muy chica le abrieron la cabeza para ver qué había dentro y presumiblemente no encontraron nada porque la largaron con un agujero detrás de una oreja sin siquiera temer que se le escapara el alma o alguna insospechada idea o lo que putas pudiera haber dentro de una cabeza ¿humana? Conclusión: nada de escapable habían encontrado allí dentro y por lo tanto pudieron dejar la trepanación al desamparo, cuidada por ninguno, y durante largos años ella debió enfrentar las olas con tapones de goma en los oídos para que no entrara el agua (si malo es una cabeza vacía, peor aún es una llena del líquido elemento). La cabeza hueca a veces trae sus beneficios, a veces es martirio y otras resuena como loca, como le resonó a ella haciéndole creer que su vecino el zapatero remendón trabajaba de noche cuando en realidad la laburante nocturna era su propia sangre, a martillazos. Sangre sí que tenía y no perdió demasiada con el correr del tiempo aunque supo jugársela -al menos lo cree ella- por cosas noblemente innecesarias.

[...]

De su infancia hemos obtenido muy pocos elementos para realizar éste su diagnóstico. Su primer placer consciente parece haber tenido lugar a los dos años de edad, cuando consiguió después de mucha reflexión abrir la puerta de la heladera y tomar los huevos uno a uno para dejarlos caer; los huevos rotos a sus pies le produjeron un gozo profundo. Ni vale la pena interpretar este hecho tan transparente, ella misma acota que el placer de romper los huevos se ha ido reiterando en distintas épocas de su vida de manera bastante metafórica.

Florcita de azahar, sangre viva. De su primera infancia hemos podido obtener tan poca información para colocarla bajo nuestro microscopio. Es un muestreo imperfecto que no nos da una idea exacta del mal que ya debió manifestarse en aquel entonces.

Pudimos sí, desde un principio, ir rearmando diálogos al azar, piezas sueltas para nuestro rompecabezas:

-¿Será porque me dijeron que llevan su casa a cuestas? Y dejan una estela de baba plateada, es decir que trazan su camino y yo los amo. Nadie me entiende ni los entiende a ellos y por eso los amo y los quiero llevar conmigo a todas partes. Están dentro de sus casas dentro de sí mismos, ponen huevitos transparentes, son transparentes cuando nacen con sus dos cuernos como antenas y me caminan por las manos, a lo largo del brazo, y los estoy viendo ahora, me estoy acordando de estas cosas para usted, doctor.

-No me llame doctor, llámeme Pepe.

(Hay que acelerar la transferencia, hay que acelerar la transferencia nos dijimos quizá impacientes. No se puede dejar a la enferma librada a sus afectos).

Resulta que me vi obligado, si me están permitidas las referencias personales, a dedicarme por ella al psicoanálisis de manera bastante clandestina. No que mis estudios no me lo permitieran, no. Me permiten eso y mucho más, tanto como para llevar adelante esta investigación por todos los recovecos de la psiquis humana y por unos cuantos más también que iremos descubriendo con el tiempo.

Por eso mismo, muy entrada la noche, solía yo llegarme a su habitación en el pasaje des Escudellers; eran épocas duras para ella pero también para mí, sólo que ella no podía saber nada de mí y yo lo quería saber todo de ella. Con alguien tenía que desahogarse, al fin y al cabo, después de haber pasado largas horas escuchando las historias de los otros en el cabaret de enfrente. Ganaba poco con su trabajo de copera y por eso yo no le cobraba nada, cosa que le hacía perder a mi labor mucho de su ortodoxia pero también mucho de su rigidez dogmática. Hay que tener en cuenta otros detalles que le sumaban elasticidad al análisis y que me permitían avanzar rápidamente, a saber:

  1. Ella ignoraba que yo estaba ocupado en su terapia.
  2. No sabía siquiera quién era yo.
  3. Ni podía saber que yo era yo todas las veces que iba a verla, pues me aparecía -las madrugadas de los lunes y los jueves- caracterizado de diferentes maneras.

La elección de los disfraces se fue haciendo según un método riguroso basado en el azar, no así la elección de los horarios que fueron establecidos a partir de una larga investigación previa:

al abrigo de un portal vigilamos sus entradas y salidas, registramos con minucia sus movimientos, sus atuendos, su vida tras las cortinas rojas de su altillo o bajo la luz muerta del bar de camareras donde trabajaba. Pudimos establecer así el momento más seguro y mejor para encontrarla en casa, agotada y por eso mismo más dispuesta a revelar sus mecanismos inconscientes. Las tres de la mañana se impuso como la hora ideal, en la madrugada de los lunes y los jueves (y a veces de algún sábado).

Es imprescindible que comprendan la cantidad de sacrificios que esta labor exigía de nuestra persona. El autor de este estudio, humilde profesor de semiótica para servir a ustedes, no podía ni siquiera permitir que Beatriz, su señora esposa, se enterara de la nueva investigación en la que estaba sumido y por ello mismo se veía en la obligación de salir furtivamente de su casa por las noches como un maleante y de recorrer solito las calles más oscuras mientras su señora esposa roncaba plácidamente en la cama camera -la cama de ella era una cama turca de lo más recatada aunque sabía tanto o más del amor y de la vida que cualquiera de esas camas anchurosas que alardean por ahí- y nuestra señora esposa, repito, roncando en nuestra cama y después dice que tiene el sueño liviano y que cualquier ruidito la despierta, y nosotros saliendo de la casa con sigilo, caracterizados de diversas maneras porque ella no nos hubiera aceptado de otro modo, es decir del mismo: repetido. Y el peligro latente de ser sorprendidos por nuestra señora esposa y nosotros dispuestos hasta a simular sonambulismo si fuera necesario.

Todo empezó (¿pero pueden estas cosas empezar alguna vez, puede tener un principio la razón única de nuestra existencia?), aparentemente todo empezó después de un largo periodo como profesor en Londres, cuando estábamos dictando una tediosa y censurada cátedra en Barcelona. Algo rutinario y sólo nos quedaba el consuelo de escaparnos de casa alguna noche -era la práctica anterior al hecho que configura ya mi acercamiento a ella- para ir a tomar unas copas en el barrio chino. Aquella noche no quisimos trago, preferimos sentarnos en la Plaza Real a mirar las parejas (con interés científico, claro está), cuando la vimos, de golpe, de golpe la vi y pegué un salto hacia atrás de quince años, a mi Buenos Aires querido, un salto que me tuvo pegado a una mirada muy oscura, profunda, un agujero-mirada en el que yo caí como un chorlito (hay que reconocerme el beneficio de quince años menos, hay que conocer al maestro y perdonarle ciertas debilidades para llegar al confín de su enseñanza). Fue aquél el principio de nuestro encuentro, mientras la miraba, mientras me acerqué a ella y la tomé del brazo y la sentí tan mía cuando le pregunté ¿nos conocemos? Y ella contestó acobardándose: creo que no, lo confundí con otro, y yo que era compadrito en ese entonces: No le pregunté si ya nos conocíamos de antes, le propuse que nos conociéramos.

Fue un conocimiento, sí, pero tan relativo porque ella se rodeó de silencio las veces que estuvimos juntos y después la fui perdiendo de vista y acabé perdiéndola del todo y me importó poco.

(¿Me importó poco? Releyendo esta confesión me doy cuenta del engaño y no debo permitirme falsedades justamente ahora, cuando estoy tratando de arrancarle a ella su verdad).

Ya en aquel entonces me interesó a fondo y quise sonsacarle confidencias que ella me negó con algún movimiento de cabeza o un golpe de ancas (era tan joven quince años atrás). Ahora ya no habrá negativa posible porque no le voy a ofrecer lugar para el repliegue: en cuanto me rechaza un poco ya soy otro. Me he vuelto proteico por su culpa y para su beneficio aunque todavía no sé bien en qué puedo servirla.

Esto quizá explique la emoción de un hombre como yo, habitualmente tan compuesto, cuando en plena Plaza Real, en Barcelona, se me aparecieron los mismos ojos, la misma calidad en la mirada. Por eso deben de perdonarme el temblor cuando me acerqué a ella y le pregunté: ¿nos conocemos?, con la esperanza de despertarle viejas emociones. Pero ella contestó Como quieras, majo, te voy a hacer un lindo precio, y yo di media vuelta y salí corriendo y casi me echo a llorar como dice el tango porque ¿qué otra cosa podía hacer? No quise recibir en plena cara las esquirlas del encanto reventado, pero la noche siguiente la seguí a distancia y después, durante meses, estudié su conducta que resultó ser bastante regular dentro de la gravedad del caso.

Pudimos así empezar este informe científico hablando de su nacimiento, como corresponde. En esta segunda instancia de nuestro encuentro teníamos entre manos todas las armas -y el imprescindible interés y la atención flotante- para recabar la información necesaria al estudio de su carácter y conducta, con vistas a una segura acción terapéutica. Necesitábamos, claro, informarnos más sobre su primera infancia y sobre sus fantasmas para saber fehacientemente si aquello que la impulsó a hacer la vida que hace y aquello que la obliga a escribir con compulsión (grafomanía) responden a una misma causa o son un mismo efecto.

Papusa triste, pies dorados. Una noche -quizá la octava noche que acudía por así decirlo a su llamado- no tuvimos ni el coraje ni las fuerzas necesarias para caracterizarnos. Disfrazarse de manera distinta cada lunes y jueves, y alguno que otro sábado, eso agota a cualquiera. Salimos, pues, de casa vestidos como siempre: traje azul, corbata y portafolios. Sólo que en el portafolios, bien envuelta, había una botella de vino por si acaso.

Empiezo a dar vueltas por la calle des Escudellers a la espera de que suenen las tres para entrar en el pasaje. Ella no debe haber llegado todavía, todavía no encendió su lámpara con flecos colorados ni estiró bien la manta de la cama. Yo deambulo, reconozco que esta calle es jodida, y que me gusta. Las mujeres me chiflan al pasar y de una puerta oscura se estiró hace un rato una mano para tocarme el traste y no era precisamente una mano demasiado femenina; hay mucho olor a frito y un ruido insoportable. En la habitación de ella los ruidos están como prohibidos y tampoco puede entrar demasiado el aire para no romper el aislamiento. Cuando por fin dan las tres en algún remoto campanario nos internamos por el pasaje, subimos las escaleras de dos en dos, vamos decididos por los largos corredores y después, ya sin fuerzas, con el coraje a nivel de los talones, tocamos una leve campanilla y pedimos disculpas. Y ¡oh sorpresa! Ella tiene puesta una radiante peluca colorada y aunque nunca fuma tiene en la mano una larga boquilla y el vestido de terciopelo verde se le pega a las caderas un poquitito opulentas. Y cuando me ve, cree más en mi atuendo cotidiano que en ninguno de los anteriores, lo inviste en seguida de atributos míticos y rechaza de plano este intento mío de acercármele más, de ofrecerme desnudo es decir con mi ropa de siempre, como pretendo ser, o al menos como creo que soy o como creo que pretendo ser. No me permite este exceso de confianza; por algún oscuro motivo que trataremos de desentrañar más tarde, ella sólo parece poder comunicarse con seres arquetípicos. Es decir que al verme me ofrece de inmediato la posibilidad de una nueva máscara, es decir, me obliga a aceptarla:

-¡El cobrador del seguro! Pase; pase, no crea que puedo pagarle hoy pero al menos puedo ofrecerle un asiento. Debe estar agotado, trabajando hasta altas horas de la noche, pase, por favor.

Yo le veo en la ropa, en la cara, en el arreglo de la pieza sus ganas de Mimí Pinzon y le sigo la corriente. Le queda bien el verde y la peluca hace juego con la manta bordada de la cama, la que con seguridad trajo de la Argentina. Ella no se ha animado aún a mencionar una ciudad y menos un país, aunque todo a su alrededor grita Argentina, Argentina, y yo con cualquier cara que me ponga, con cualquier disfraz o acento se lo huelo en el acto.

(¿Qué tiene ese país que todos le huimos y nos quema por dentro? ¿Qué hay de nosotros por el mundo, linyeras del amor, sin siquiera querer reconocernos, negándonos los unos a los otros? ¿Qué es ser...?)

¡A ver si me dejan en paz para escribir mi historia!

Ahora soy el cobrador del seguro. ¿Qué seguro tendrá esta enloquecida, contra qué querrá prevenirse, qué catástrofes piensa que la acechan? ¿Seguro contra incendios? ¿O contra el desamparo? ¿Seguro contra robos, amigdalitis, sífilis? ¿Seguro contra horribles malestares anímicos? Entonces sí, soy el cobrador de un seguro que no se paga con dinero, que se paga con una moneda más valiosa como puede ser la gratitud o la total entrega. Ella no debe tener secretos para mí, ése es mi precio; veremos qué puedo ir sabiendo de ella cuando deje de lado los pocos pudores que le quedan, las represiones, las negaciones, las censuras internas. Yo soy Dios, para ella, y ella a veces lo sabe como ahora y figuradamente me besa la planta de los pies, es decir, me ofrece sacarme los zapatos.





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