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El cuerpo inscrito y el texto escrito o La desnudez como naufragio1

Margo Glantz






«El que salió desnudo...»

El naufragio, una de las formas más refinadas del infortunio, cuenta entre sus maldiciones la desnudez, estado esencial -adánico del hombre- pero rechazado por él, o por Dios, desde el instante mismo en que expulsó a Adán y Eva del Paraíso, cubiertas sus vergüenzas por la púdica y verde hoja de parra, primera y lujosa vestimenta de la Humanidad: es evidente que de acuerdo con esta perspectiva, la historia de la civilización empezaría con el vestido.

A partir del primer viaje de Colón, la desnudez adquiere connotaciones específicas; se reviven viejos mitos y se los transforma de acuerdo con los territorios recién descubiertos. Resurge el mito bíblico del Edén materializado en esas tierras nuevas y localizado generalmente en una isla; dicho mito, reforzado por su versión helénica, el de la Edad Dorada, engendra una serie de variantes, entre las que se cuenta la de la Fuente de la Eterna Juventud, localizada también en una supuesta isla, la llamada Bímini (Florida) por Juan Ponce de León...2.

La desnudez edénica presupone la inocencia -la de nuestros primeros padres y la de los pobres de espíritu y los bárbaros- y la hermosura, pero también, en cierto modo, la inmortalidad. Para los conquistadores la desnudez de los indígenas evoca -y provoca- un erotismo. La polarización absoluta de la desnudez se encuentra en el naufragio, entendido como la pérdida total o provisoria de la territorialidad y la civilización; figurada, la primera, por la destrucción de los barcos y, la segunda, por la carencia de vestimenta. La forma expresa del mito simboliza la caída o la pérdida del Paraíso y la inocencia, además, la deserotización del cuerpo, librado a la intemperie y al hambre.

Quizá Naufragios de Álvar Núñez Cabeza de Vaca3 sea la obra que mejor delimite ese tipo de infortunio, en su doble proyección utópica y realista. Libro ejemplar: relata el increíble esfuerzo que el protagonista hizo por sobrevivir -junto con tres compañeros- durante los interminables casi diez años en que, como él mismo dice, «por muchas y muy extrañas tierras anduve perdido y en cueros...», después del fracaso de la expedición de Pánfilo de Narváez en 1527 que contaba con más de cuatrocientos hombres, setenta caballos, varias embarcaciones, lastimemos y rescates. Esas extrañas tierras ocupan nada menos que una parte considerable del territorio norteamericano y grandes extensiones de la actual república mexicana.

Aunque numerosas catástrofes abren y cierran su relación -metafórica, sintomática y circularmente-, el verdadero naufragio se inicia justamente con la desnudez: después de perder sus propios navíos -ya en sí la forma primordial de naufragio, de acuerdo con la etimología de la palabra4- los expedicionarios tratan de enderezar, después de una tempestad, una barca construida torpemente por ellos, a fin de dirigirse a un puerto seguro; algunos miembros de la expedición se desvisten para tener mayor agilidad de movimientos, pero un golpe de agua se lleva barca, ropa, bastimentos. Los náufragos quedan desnudos -«como nacimos»-, convertidos en seres infrahumanos, desconocidos para sí mismos y también para los indios que cuando los ven así transformados, «espantáronse tanto que se volvieron atrás». El temido y despreciado estado ele salvajismo -simbolizado por la desnudez, privilegiado por las utopías, rechazado por la civilización- se ha vuelto de golpe parte de su cuerpo y, literalmente, cuero de su cuero: expuestos al terrible frío de noviembre están «tales que con poca dificultad nos podían contar los huesos... hechos propia figura de la muerte...» (p. 98)5.

Es necesario determinar entonces el espacio narrativo donde este nuevo yo documenta su estado de desnudez, el estadio más definitivo del naufragio. Para ello Álvar Núñez organizará en su relación una estrategia escrituraria totalmente adecuada a esa vida que le permitió, valga la expresión, salvar el pellejo, pues ¿qué otra cosa además de pellejo le queda a un cuerpo que está en los huesos? El relato se adhiere como piel a la estructura interna del cuerpo escriturario y rescata el cuerpo del narrador que ha expuesto el pellejo en servicio del rey, como bien puede verificarse en las siguientes frases donde veladamente exige un premio:

y que no tuviera yo necesidad de hablar para ser contado... (a través de la relación) Lo cual yo escribí con tanta certinidad que aunque en ella se lean algunas cosas muy nuevas y para algunos muy difíciles de creer, pueden sin duda creerlas, y creer por muy cierto que antes soy en todo más corto que largo y bastará pera esto haberlo yo ofrecido a Vuestra Majestad como tal. A la cual le suplico la reciba en nombre de servicio, pues éste sólo es el que un hombre que salió desnudo pudo sacar consigo.


(pp. 62-63)                


Con esas palabras termina su Proemio, ofrecido al rey como servicio y asociado a un hombre que, repito, es descrito específica y literalmente como un cuerpo desnudo6.




«Irán desnudos mis renglones de abundancia...»

La mayor parte de las expediciones a la Florida terminaron en el fracaso, desde que Juan Ponce de León, su descubridor, recibiera en 1512 el flamante título real de Adelantado para conquistarla. Varios cronistas se ocupan de la desastrosa expedición de Pánfilo de Narváez, entre ellos Gonzalo Fernández de Oviedo, quien en el Proemio a su Historia General y Natural de las Indias afirma:

Quiero certificar a Vuestra Cesárea Majestad que irán desnudos mis renglones de abundancia de palabras artificiales para convidar a los lectores; pero serán muy copiosos de verdad, y conforme a ésta diré lo que no terná contradicción (cuanto a ella) para que vuestra soberana clemencia allá lo mande polir e limar...7.


Este fragmento es muy significativo: Oviedo pretende desnudar su textualidad -sus renglones- de artificios retóricos; sin embargo consignará el mayor número de datos -serán muy copiosos de verdad- para examinar la asombrosa realidad de los nuevos territorios agregados a la Corona de Carlos V. La abundancia de datos es indispensable para conformar el material narrativo de una obra con pretensiones de totalidad, que pretende ser exhaustiva y, para coronarse, termina en el libro quincuagésimo, intitulado precisamente así, Naufragios. La historia es para él sinónimo de verdad y la verdad no soporta la contradicción, aunque eso sí, las correcciones (limar e polir) que el discurso institucional -imperial- exige, es decir, silenciar todo aquello que prohíbe la censura, aquello que no es canónico. La verdad inconmovible de Oviedo se expresa mediante una contradicción de principio, la que opone lo desnudo a la abundancia. La desnudez de la escritura entrañaría la inocencia total, y la convicción de que su pluma escribe sólo la verdad (oficial). Narrar sería la capacidad de concretar y revelar, a través de la textualidad, lo verdadero, lo no artificial o mentiroso, semejante en su integridad a los cuerpos impolutos e inocentes -también canónicos- de Adán y Eva cuando, antes del Pecado Original, paseaban desnudos por el Paraíso. La desnudez de la escritura se enfrenta a la vestimenta retórica que encubre la verdad, pues desnudar el estilo equivaldría a representar prístinamente la nueva realidad -la realidad otra- de América. Por ello y por la necesidad de abarcarlo todo, es incapaz de sintetizar: en gran medida, su función de Cronista Oficial de Indias adereza sus renglones supuestamente desnudos de artificio y contradice esa sobriedad que Álvar Núñez concentra en la palabra certinidad. Oviedo define la retórica ideal del género, pero no la cumple en la textualidad. Álvar Núñez no teoriza, integra la desnudez a la brevedad, porque la desnudez no se proclama, es; frente a la prolijidad prefiere abreviar:

Cuenta así brevemente pues no creo que hay necesidad de particularmente contar con las miserias y trabajos en que nos vimos, pues considerando el lugar donde estábamos y la poca esperanza de remedio que teníamos, cada uno puede pensar mucho de lo que allí pasaría...


(p. 90)                


La brevedad es uno de los elementos constitutivos del relato, la única forma en que puede estructurar su experiencia en un mundo privado totalmente de escritura y por tanto de historia: apela a -y se alterna con- el silencio para involucrar al lector -cada uno- y obligarlo a completar el texto silenciado. Obra abierta avant la lettre por lo tanto, los Naufragios se construyen entreverando bloques de relato -las peripecias desastrosas de la expedición- con muletillas manejadas a manera de estribillos que anudan y remachan el silencio: «Esto digo por excusar razonas, porque cada uno puede ver que tal estaríamos» (p. 99), o «Dejo de contar aquí esto más largo porque cada uno puede pensar lo que se pasaría en tierra tan extraña y mala y tan sin remedio de ninguna cosa...» (p. 86), para citar sólo algunos de los numerosos ejemplos que hay en el texto de esa vieja figura retórica conocida con el nombre de preterición, ejemplos que de manera admirable telescopian los cambios «reales» reproducidos en el relato y su efecto sobre los sobrevivientes8. Otro tipo de muletillas utilizadas como amarres textuales son las invocaciones al lector -de quien espera una complicidad- y a la divinidad, aunadas a los agradecimientos a la Providencia sin cuya ayuda el narrador «no hubiese podido conservar la vida»9.

La brevedad no excluye entonces el uso de figuras retóricas: mediante ellas se intensifican o exageran los esfuerzos del protagonista y sus compañeros españoles para salir con vida del peligro y poder entrar a la categoría de supérstites. Las carencias, los despojos y sobre todo los silencios de la relación, se superan utilizando hipérboles, las comparaciones negativas, reiteraciones manejadas con constancia ejemplar y hasta simétrica; su colocación estratégica tiene el objetivo expreso de hacer una recapitulación o de subrayar los diferentes cambios que la monotonía aparente de los sucesos podría borrar de la mente del lector. El texto estructura así la desnudez: limita, abrevia e intensifica; el estribillo pretende que va a omitir la formulación de los trabajos, las miserias, las necesidades de los protagonistas; en verdad su uso le otorga una significación especial: se transforman en fronteras geográficas del relato, o en puntos sobresalientes del camino como en los cuentos de hadas y, como en los corridos, se activa la conciencia subliminal de la desgracia y la de los innumerables trabajos que los sobrevivientes deben soportar, al tiempo que encubre, solapa, disimula aquello que no concuerda con el discurso oficial.

Para entender lo que dice el silencio hay que ponerle un rótulo, afirma Sor Juana en su respuesta a Sor Filotea de la Cruz:

[...] pero como éste (el silencio) es cosa negativa, aunque explica mucho con el énfasis de no explicar, es necesario ponerle algún breve rótulo para que se entienda lo que se pretende que el silencio diga; y si no, dirá nada el silencio, porque ése es su propio oficio: decir nada10.


Hay un equilibro entre el silencio y la escritura de tal forma que lo que queda sin decir explicita -rotula- lo que se pretende callar: «íbamos mudos y sin lengua», aclara Álvar Núñez: El texto ha enmudecido pero el silencio habla:

lo cual yo escrebí con tanta certinidad que aunque en ella (en la relación) se lean algunas cosas muy nuevas y para algunas muy difíciles de creer, pueden si duda creerlo, y creer por muy cierto que antes en todo soy más corto que largo...


(p. 63)                





«Porque yo lo raía muy mucho y comía de aquellas raeduras...»

Con la desnudez la temporalidad se altera. De un calendario astronómico o de uno típicamente cristiano definido por las festividades religiosas, se pasa a un calendario cíclico, reiterativo, regido por el vagabundeo, característico de una economía nómada basada en la recolección, donde ni siquiera las estaciones cuentan: la temporalidad se determina por el tipo de alimentación accesible, «el tiempo de las tunas» o «el tiempo de los higos». Álvar Núñez mimetiza los dramáticos procesos de su aculturación y los transmite a la escritura aunque al mismo tiempo sea capaz de distanciarse y percibir con perfección su significado:

Toda esta gente no conocía los tiempos por el sol, ni la luna, ni tiene cuenta del mes y año, y más entienden y saben las diferencias de los tiempos cuando las frutas vienen a madurar...11.


(p. 127)                


La precariedad llega a extremos asombrosos. Se tienen tunas o higos, a veces pescado y rara vez carne de venado o de búfalo, muy a menudo sabandijas, aun estiércol de venado y, «si en aquella tierra hubiese piedras las comerían», concluye. Las carencias obligan a los indígenas a aprovechar al máximo cada recurso y a adaptarlo a las condiciones de vagabundeo que los gobiernan. Se ha producido lo que algunos críticos llaman el «silencio historiográfico», el que coloca al náufrago «fuera de los ámbitos de comunicación e información europeos»12.

En el texto esa situación coincide con el proceso de pulverización de los alimentos, con la operación que los despoja de su forma y los reduce a su mínima expresión.

Guardan las espinas de pescado que comen y de las culebras y otras cosas, para molerlo después todo e comer el polvo de ello (p. 116) (y, más adelante, refiriéndose a un fruto que él llama algarrobas, aclara) [...] y las pepitas de ellas tornan a echar sobre un cuero y las cáscaras. Y el que lo ha molido las coge y las torna a echar en aquella espuerta [...] y las pepitas y cáscaras tornan a poner en el cuero, y desta manera hacen tres o cuatro veces cada moledura...


(p. 137)                


No existe una mayor desnudez de la materia que la de la pulverización ([...] y comen polvos de bledo, de paja y de pescado [...], p. 55): entre sus ventajas está su ligereza y su portabilidad: es la única alimentación accesible durante las largas caminatas. Los alimentos molidos -mezclados en grandes hoyos con agua y tierra- dan cuenta de ciertas ceremonias tribales: sintetizadas así, forman parte de un discurso etnológico, pero, asimiladas durante la peregrinación, articulan esa vagabunda economía que se traslada a la escritura, transformada, amasada, rescatada como economía textual. La comida pulverizada permite advertir el grado de disolución al que los náufragos han llegado. Pero hay más, igualándose consigo mismo, mimetizado a su nombre, Cabeza de Vaca nos explica una de sus actividades favoritas, la que lo clasifica dentro de los rumiantes, es decir lo animaliza y lo equipara a esos seres mansos, domésticos, útiles, pero también patéticos: los rumiantes. Se ha alcanzado el máximo nivel de disolución humana, según los criterios de lo civilizado:

Otras veces me mandaban raer cueros y ablandarlos. Y la mayor prosperidad en que yo me vi allí era el día en que me daban a raer alguno, porque yo lo raía muy mucho y comía de aquellas raeduras y aquello me bastaba para dos o tres días.


(p. 129)                


En las etapas iniciales del naufragio -la primera mitad del texto- la escritura misma se pulveriza, se rae, se rumia y configura una modalidad especial de producción textual, compuesta por innumerables superposiciones de historicidad: la del palimpsesto: «a manera de serpientes mudábamos los cueros dos veces en el año» (p. 129). Se inscriben para empezar en el cuerpo del náufrago, allí se archivan capas sobrepuestas de memoria -como tatuajes- y se consigna una experiencia aprehensible con dificultad por la escritura. La acción de raer se visualiza como un proceso en el que el narrador prepara, como por obra de magia -la chamanización-, y, por gracia de Dios -el providencialismo-, una nueva etapa de su vida, el principio de su redención.

[...] porque aunque la esperanza de salir de entre ellos tuve siempre fue muy poca, el cuidado y diligencia siempre fue muy grande de tener particular memoria de todo, para que si en algún tiempo Dios Nuestro Señor quisiese traerme adonde agora estoy, pudiese dar testigo de mi voluntad y servir a Vuestra Majestad...


(p. 62)                


Las actividades ejercidas mientras se está «entre ellos», es decir, la continua acción de roer, raer, rumiar, se asocian a la memoria, una de las formas de reintegrarse a la historia, a lo civilizado -adonde agora estoy-, a la relación que escribirá como servicio. Raer un cuero significa literalmente, en ese momento de su vida, alimentarse; también, y por extensión metafórica, el proceso mental que permite procesar el cuero y transformarlo en pergamino. Sin memoria y sin papel es imposible pasar a la escritura. Contaminado por otra referencialidad -el naufragio, la desnudez, la esclavitud-, la convivencia forzada con culturas «bárbaras» que al principio lo degrada, le sirve después para recuperar su dignidad humana cuando es investido de una alta jerarquía «entre ellos», la de chamán, y puede preparar internamente (en el acto de rumiar-recordar) su reincorporación a lo civilizado -la escritura-, a pesar de las profundas transformaciones a las que lo ha expuesto la experiencia13.




«Nos redimió y compró con su preciosísima sangre...»

Uno de los procedimientos esenciales para descubrir, colonizar y poblar (léase conquistar) fue inaugurado por Colón en el Caribe. Se trata del rescate, es decir, el intercambio de baratijas por objetos preciosos mediante el cual se adquiere el oro, las materias primas y la fuerza de trabajo indígena. Cobarruvias lo definía así en 1611: «Rescate, redemptio, is. O se pudo decir de rescatar o regatear, porque se regatea el precio»... «Regatear, continúa, es procurar abajar el precio de la cosa que compra...». Pero, es bueno subrayarlo, rescate también significa, según el mismo autor, redimir: la palabra latina redimere significa eso en español y, por antonomasia, «Cristo Nuestro Señor es verdadero y sólo Redentor, que nos redimió y compró con su preciosísima sangre». El rescate es una operación que en su forma más simple incluye un trueque y en estadios avanzados se convierte en una transacción comercial de compra y venta. El rescate ofrece un amplio margen de polarización: puede manejarse en el ámbito de lo cotidiano -lo profano o secular- y en el de lo religioso -lo ritual y lo sagrado- y, en términos más prácticos pero extraterrenales, la salvación del alma -lo escatológico.

En la primera parte de los Naufragios se consigna la paulatina desaparición de los códigos y objetos que conectan a los sobrevivientes con el mundo «civilizado». Gracias a una especie de strip tease narrativo advertimos que cuando los expedicionarios llegan a la Florida, todo tiene un signo negativo: 1) carecen de autoridad porque su capitán es un inepto, un asno como lo llama, despectivo, Oviedo; 2) no tienen piloto; 3) no conocen la tierra a la que llegan; 4) los caballos trastruecan su función: sirven de alimento y, más tarde, se convierten en recipientes para guardar, imperfectamente, el agua dulce; 5) no disponen de bastimentos aunque han pasado en Cuba más de siete meses para conseguirlos y, por fin, 6) no tienen lengua. Pero cosa sorprendente, aún tienen rescates: En el capítulo XI, ya derrotados y desvalidos, se enfrentan a un grupo de indígenas:

Entre nosotros excusado era pensar que habría quien se defendiese porque difícilmente se hallaron seis que del suelo se pudiesen levantar. El veedor y yo salimos a ellos y llamámosles, y ellos se llegaron a nosotros y lo mejor que pudimos procuramos de asegurarlos y asegurarnos, y dímosles cuentas y cascabeles, y cada uno dellos me dio una flecha, que es señal de amistad, y por señas nos dijeron que a la mañana volverían y nos traerían de comer, porque entonces no lo tenían.


(p. 97)                


Es evidente que una de las condiciones de la supervivencia se vincula con esta ínfima prenda -cascabeles, espejos, cuentas- conocida como rescate14. Sin ella es segura la muerte: Álvar Núñez emerge de la condición de esclavo en que se le ha mantenido durante casi seis años para volverse vendedor ambulante y confeccionar él mismo sus rescates, aunque en intercambio ya no reciba objetos preciosos sino alimentos. En Álvar Núñez se sigue manejando esa relación de intercambio pero sin su ominosa alevosía y ventaja, tan característica en Colón y otros conquistadores; gracias a ello se altera considerablemente su concepto del «otro» y su relación con él mismo. Ya no es sólo el portador de los rescates, es el que los fabrica; tiene un doble oficio, el de artesano y el de comerciante y empieza a suplir carencias específicas de los «bárbaros» mediante su industria: Ya antes ha habido una muestra de su habilidad para improvisarse como artesanos en un momento crucial del relato, cuando, habiendo perdido sus naves por la incapacidad del gobernador Narváez, los expedicionarios se ven obligados a construir unos navíos y a utilizar, como Crusoe, todos los artefactos «civilizados» que tienen a la mano, incluyendo caballos, vestidos, bastimentos y productos de la región15. Yo me refiero aquí a un momento posterior: aquel en que nuestro náufrago se ve obligado a aguzar su ingenio y a construir a partir de materiales muy humildes -del periodo neolítico- sus rescates. Adquiere por ellos otra dimensión humana, distinta de la que tienen los habitantes del espacio histórico (España) donde habita(n-mos) «nosotros», los cristianos, representada por el «donde agora estoy»; la de los otros, «ellos», «esos indios», y la de aquel que habita en medio, «entre ellos», el europeo transformado, trastornado por América.

Ésta es la vida que allí tuvimos, y aquel poco sustentamiento lo ganábamos con los rescates que por nuestras manos hicimos (p. 117) [...] Contrataba con esos indios haciéndoles peines, y con arcos e con flechas e con redes... Hacíamos esteras, que son cosas de que ellos tienen mucha necesidad e, aunque lo saben hacer, no quieren ocuparse en nada, por buscar entretanto que comer...


(p. 129)                


En el Proemio de su obra, Álvar Núñez defiende su relación y la jerarquiza dentro de la categoría de servicio. Ser soldado y extender los dominios de la Cristiandad es una de las principales formas de adquirir honra. El destino, sus pecados y la ineficacia de su jefe hacen imposible esa carrera. Álvar Núñez se rescata, ofreciendo a cambio del fracaso su relato, efectuando de esta manera un trueque, a través del lento proceso de rumiar en la memoria una escritura y hacerla antes pasar por el cuerpo que está desvestido, o mejor, en cueros:

[...] bien pensé que mis obras y servicios fueran tan claros y manifiestos como fueron los de mis antepasados, y que no tuviera yo necesidad de hablar para ser contado... Mas como ni mi consejo, ni mi diligencia aprovecharon para que aquello a que éramos idos fuese ganado conforme al servicio de Vuestra Majestad... no me quedó más lugar para hacer más servicio deste, que es traer a Vuestra Majestad relación de lo que en diez años que por muchas y extrañas tierras que anduve perdido y en cueros, pudiese saber y ver... que dello en alguna manera Vuestra Majestad será servido...


(p. 62)                


La escritura, condición absoluta -para los españoles-16 de lo civilizado, se prefigura, como ya lo sugería atrás, en la memoria, construida durante el reiterativo proceso de rumiar o cavilar; se materializa mediante un proceso de alimentación que simbólicamente podría corresponder a la maceración del cuero, operación necesaria y previa a la facturación del papel llamado pergamino, en el que podrían inscribirse todas los relatos, aquellos recibidos «de mano en mano», y que a manera de núcleos centrales de su relación le permitirán reconstruir -escribir- su historia. Para ello ha sido necesario contar con una serie progresiva de rescates, desde los más simples hasta los más sofisticados17: empieza con las cuentas y cascabeles traídos desde Europa para trocarlos por oro y luego por alimentos; sigue, transformación definitiva, con los objetos artesanales que él mismo fabrica y, por fin, ofrece luego su propio cuerpo, convertido en palimpsesto, a manera de servicio y sacrificio. Ya en España, Álvar Núñez escribe su relación: él hubiese preferido callar, quedar en el silencio, actuar, para que los hechos hablasen por él; la estructura tradicional de servicio lo determinaba así. Las circunstancias lo obligan a escribir, a rescatar su fama gracias a la escritura e integrarse así en el código distinto del de sus antepasados, Adelantados de la Reconquista. Álvar Núñez aumenta la enorme lista de conquistadores que utilizan la crónica para afirmar sus derechos. Hay que reiterarlo, la escritura es otra forma de rescate: la mejor prueba es que Álvar Núñez obtuvo -rescató- gracias a su relación el cargo de Adelantado del Río de la Plata.




«Desnudos como nacimos...»

Bartolomé de las Casas avisa, lapidario, que el Adelantado Juan Ponce de León «perdió el cuerpo» cuando fracasó su expedición a las «islas» de Florida y de Bímini: es evidente que la muerte es una de las formas de perder el cuerpo; con todo resulta paradójico que éste fuera el final que le estuviera reservado a quien, para apoyar su aventura, difundió la idea de que en esa zona se encontraría, además de oro, la Fuente de la Eterna Juventud. Sus aguas milagrosas devolverían la lozanía y el vigor a quienes se bañaran en ellas; su corriente conduciría -míticamente- al Jardín del Edén, y también al río Jordán, donde Cristo recibió el bautismo, justo a la edad más perfecta del hombre, la de su Pasión, y también a la edad que tenían los indios descritos por Colón cuando pisó por primera vez tierra americana: «todos los que yo vi eran mancebos, que ninguno vide de edad de más de treinta años»18.

Ponce de León bautizó las nuevas tierras de acuerdo con la fecha de su descubrimiento, la Pascua Florida; también, por su lujuriante verdor. La Florida que Cabeza de Vaca describe es «maravillosa de ver», y su vegetación y su fauna tan abundantes y parecidas a las europeas que, diríase, es más una descripción fantástica y no una descripción realista19. El naufragio contradice en apariencia ese mensaje: la tierra se comporta con los españoles como si fuese árida, inhóspita, el reverso de la medalla, una tierra de la que se ha desterrado toda posibilidad de placer. Y sin embargo, allá en el fondo, silenciados aunque encubiertos por ciertas acciones narrativas, se encuentra una referencialidad casi irreconocible, la de mítica fuente, el sagrado río y de trasmano el erotismo soslayado, del cual una de sus manifestaciones puede ser la hipérbole, como la que se puede advertir en este fragmento de su relación, antes de que se produzca el naufragio definitivo, aunque también cabe la posibilidad de que su relato sea totalmente apegado a la realidad y el paisaje, grandioso, estaba inexplotado porque sus pobladores no eran «gente de razón»:

[...] por toda ella hay muy grandes árboles y montes claros, donde hay nogales y laureles y otros que se llaman liquidámbares, cedros, sabinos y encinas y pinos y robles, palmitos bajos de la manera de los de Castilla... Por toda ella hay muchas lagunas grandes y pequeñas, algunas muy trabajosas de pasar, parte por la mucha hondura, parte por tantos árboles como por ellas están caídos. Los animales que en ellas vimos son venados de tres maneras, conejos y liebres, osas y leones y otras salvajinas... Por allí la tierra es muy fría; tiene muy buenos pastos para ganados; hay aves de muchas maneras; ánsares en gran cantidad, patos, ánades, patos reales, dorales y garzotas y garzas, perdices; vimos muchos halcones, neblís, gavilanes, esmerejones y otras muchas aves.


(p. 81)                


El ciclo de mitos se desarrolla en dos registros paralelos, en un contraste trágico con el texto recién citado: tanto la desnudez -«tan diferente hábito del acostumbrado»-, así como la redención, se inician en el agua. Un tumbo de mar tira a los hombres de su barca y ahoga a varios:

Los que quedamos escapados, desnudos como nacimos y perdido todo lo que tratamos, y aunque todo valía poco para entonces, mucho...


(p. 98)                


La relatividad explica muchas cosas. El cuerpo salvado del naufragio parte hacia dos direcciones complementarias: a) hacia la infancia -desnudos como nacimos- y b) hacia lo incivilizado. «Toda la gente de esta tierra anda desnuda». El nacimiento está ligado con el agua, las aguas placentarias, y en cierta medida con las aguas primordiales. Nacer es iniciar el camino hacia lo civilizado, mediante la educación, llamada por Calderón, más tarde, «segunda naturaleza». Aquí, ella misma se encarga de despojar a los hombres, los desviste y los convierte por eso en salvajes primitivos, vestidos como «salvajes» o como nuestros primeros padres. Se camina hacia atrás, al revés20, se ha perdido toda forma de locomoción -caballos, barcas- que no sean los propios pies o el cuerpo cuando se tienen que cruzar los múltiples ancones -pequeñas ensenadas- mencionados por Álvar Núñez: los indios lo hacen en canoa y los españoles, cuando saben, a nado. El naufragio -golpe de agua: vuelco de las barcas: desnudez- inicia la suspensión de las relaciones jerárquicas propias de lo civilizado. El estado de naufragio, hay que reiterarlo, es una categoría de la civilización: se requiere de embarcaciones y vestimenta, la mayor parte de las veces, además de una organización social sofisticada, para poder naufragar. Álvar Núñez retorna hacia lo civilizado entre otras cosas porque sabe nadar, su cuerpo le sirve de barca. La inmersión en ancones y ríos es prueba de su capacidad de supervivencia, de su conciencia práctica y sagaz de la realidad, de su habilidad es también el inicio de su redención, su bautismo: el estado de naufragio puede ser también otra forma de renacimiento, el camino que los elegidos por Dios deben recorrer hacia la redención, otras de las formas del rescate.




«Todavía saqué señal...»

Nadar es entrar en el agua, lavar el cuerpo. Sumergirse en una fuente o en un río sagrados es también una inmersión ritual, una marca, el señalamiento; y la Florida era en la imaginación exacerbada de los conquistadores la portentosa isla de Bímini «fuente de vida, morada de bienaventurados, verdadero paraíso donde discurre otra Edad de Oro»21. Ya desde antes de la expedición de Narváez se ha iniciado un proceso de desmitificación provocado por los sucesivos fracasos y esta expedición en concreto prueba que en lugar de estar en el paraíso los náufragos viven en el Infierno (concreto) y en el límite de la supervivencia. Hay indicios, sin embargo, de que Álvar Núñez, como la mayoría de los cronistas, hace una mezcla extraña entre realidad y fantasía, entre leyenda y superstición religiosa. Estebanico el negro, uno de los supérstites de la aventura de Cabeza de Vaca, muere en una expedición posterior, la de fray Marcos de Niza, organizada en busca de las siete ciudades orientales, fundadas supuestamente en el Medievo por unos obispos míticos, aventura que termina en el más estrepitoso fracaso.

En el texto abundan los signos y es posible afirmar que Álvar Núñez se siente predestinado: como Colón, Las Casas, Cortés, «sabe» que ha sido elegido para cumplir hazañas prodigiosas. Cuando se ha vuelto chamán -o físico, como él mismo se designa-, las circunstancias vuelven a situarlo en ese límite extremo en donde suelen juntarse realidad y fantasía. La Fuente de la Juventud y el río Jordán remiten a la idea de la inmortalidad y a la Pasión de Cristo, quien se bautiza en el Jordán para lavar el pecado original y resucita de entre los muertos después de haber vivido su Pasión. Álvar Núñez sigue los mismos pasos y si atendemos a los signos dentro del relato podemos confirmarlo. En la primera parte pareciera que su degradación será total, pero a partir del momento en que decide huir se inicia su salvación: como el propio Cristo se sumerge primero en el agua; de los varios ríos que menciona Cabeza de Vaca sólo nombra uno con el sintomático nombre de Espíritu Santo; inicia luego, en soledad, su «peregrinación» por el desierto, y aunque en principio este periodo pareciera idéntico al de su época nómada, anárquica y caótica, es ya el signo de una etapa organizada como peregrinación. Los lugares sucesivos que se registran en la textualidad remiten a un tiempo de pruebas que se convierte después en un tiempo de glorificación. Al consagrarlo como chamán dentro de una jerarquía superior a la de los o tres sobrevivientes -sus compañeros Dormites y Castillo-, los indígenas lo señalan, lo insertan en una categoría sagrada (si tomamos al pie de la letra el absoluto protagonismo que él mismo se otorga en la escritura). El periodo de prueba es simultáneamente tiempo de combates solitarios y el principio de un camino simbólico, iniciático, de purificación, anterior al tiempo de la glorificación, de los «milagros» públicos22; es entonces cuando emprende la ruta de la salvación, o su «camino de perfección» y produce una temporalidad y un espacio cíclicos, el lugar inexistente, la utopía. Providencialmente, por ello, se extravía: en la soledad recibe en el cuerpo otra señal, la del fuego, elemento tan constante en el texto como el agua; la nueva marca lo inserta dentro de una cadena de señales míticas relacionadas con Moisés y Prometeo:

esa noche me perdí, y plugo a Dios que hallé un árbol ardiendo, y al fuego de él pasé aquel frío aquella noche y a la mañana yo me cargué de leña y tomé dos tizones... y anduve de esta manera cinco días siempre con mi lumbre y mi carga de leña... porque para el frío yo no tenía otro remedio, por andar desnudo como nací... y en la tierra hacía un hoyo y en él echaba mucha leña... y en derredor de aquel hoyo hacía cuatro fuegos en cruz, y yo tenía cargo y cuidado de rehacer el fuego de rato en rato... y de esta manera me amparaba del frío de las noches; y una de ellas el fuego cayó en la paja con que yo me estaba cubierto, y estando yo durmiendo en el hoyo, comenzó a arder muy recio, y por mucha prisa que yo me di en salir, todavía saqué señal en los cabellos del peligro en que había estado.


(p. 123)                


Álvar Núñez se «sabe» ungido, ha sacado señal: está listo para recibir las otras señales que la Providencia le depara y compararse con Cristo, cuyo cuerpo fue marcado por la Pasión; cabe reiterar aquí el hecho de que las marcas que señalarán su cuerpo -imitando el cuerpo del Redentor- le llegarán de fuera, desde arriba, del exterior, como las Voces a los Profetas. Se diferencia así radicalmente de los santos mártires del siglo XVII cuya imitación de Cristo es voluntaria, autoinfligida. El cuerpo de Álvar Núñez se ve expuesto además y por razones naturales a los tormentos de una laceración perpetua: las picaduras de los mosquitos marcan su cuerpo como la lepra; muda de piel como las serpientes; come raíces que lo hinchan; se le hacen empeines; está en los huesos; la piel le sangra: «[...] tenía los dedos tan gastados que una paja que me tocase, me hacía sangrar de ellos» (p. 107), las llagas son cotidianas y forman con las otras marcas corporales el palimpsesto literal donde se va inscribiendo la redención -lo milagroso-: el proceso mental de almacenar los recuerdos que lo conducirán a la «verdadera» escritura, la de la historia, aunque en cierta forma haya transitado por ese otro discurso limítrofe, situado al final de la historia, el discurso edificante.

Ya he dicho como por toda esa tierra anduvimos desnudos, y como no estábamos acostumbrados a ello, a manera de serpientes mudábamos los cueros dos veces en el año, y con el sol y el aire hacíasenos en los pechos y en las espaldas unos empeines muy grandes, de que recibíamos muy gran pena... y la tierra es tan áspera y tan cerrada, que muchas veces hacíamos leña en montes, que, cuando la acabábamos de sacar, nos corría por muchas parte sangre, e las espinas y matas con que topábamos... A las veces me aconteció hacer leña donde después de haberme costado mucha sangre no la podía sacar ni a cuestas, ni arrastrado. No tenía, cuando estos trabajos movía, otro remedio ni consuelo sino pensar en la pasión de nuestro redentor Jesucristo y en la sangre que por mí derramó, e considerar cuánto más sería el tormento de que las espinas padeció, que no aquel que yo entonces sufría.


(p. 129)                


El texto proporciona abundantes datos para verificar las comparaciones esbozadas: las espinas, las cruces, las llagas, los malos tratos, la sangre, el sufrimiento corporal y su paralelismo con los sufrimientos del Redentor: la pasión como camino de la redención -la imitación de Cristo-, las marcas corporales como signos de una hagiografía. Ya está listo para ser chamán, la purificación ha terminado. Alterna la mención de datos concretos -realismo que puede leerse como un discurso etnológico- y la excesiva frecuentación de los milagros, la conciencia de su santidad, el arribo de la sacralización. La predestinación lo hace elegible para la santificación y le otorga poderes sobrenaturales: como Cristo, tiene su Lázaro y resucita a un muerto. Los milagros acrecientan su fama y lo insertan en la tradición parabólica, evangélica. Posee al mismo tiempo una gran habilidad -concreta, verificable- como cirujano: utiliza un cuchillo y logra extraer una flecha del cuerpo de un moribundo y salvarlo. Los extremos se tocan: el exacerbado realismo y la predestinación y el milagro. Las curaciones tienden a ser, como las que efectúan los chamanes, milagrosas, y denotan una mixtura curiosa de costumbres indígenas y de prácticas religiosas cristianas: utiliza las calabazas horadadas de los indígenas «que tienen virtud y vienen del cielo»23 para anunciarse como los chamanes auténticos; cura con el aliento -¿un soplo divino?- pero también sana invocando al Señor y santiguando a los enfermos.

Un intrincado proceso interior, producto de la experiencia, ha conducido a Álvar Núñez a este lugar sobresaliente. Ha recorrido un largo camino iniciático que transforma su posición, lo reclasifica -lo jerarquiza- y lo reviste de poder. De esta forma ha cancelado su condición de esclavo sometido de la primera parte de la narración.




«En hábito de mujer unas veces, y otras como hombre...»

Me he referido varias veces en el transcurso de esta exposición a la desnudez y a su inmediata connotación erótica, sobre todo si tiene asiento en el mito: el de Paraíso o el de la Fuente de la Eterna Juventud. Ese contenido se soslaya en los Naufragios por obvias razones, quizá la más elemental sea el estado de postración y aniquilamiento producido por el hambre y la esclavitud, condiciones por las que pasaron los supérstites antes de salvarse. Sin embargo, Cabeza de Vaca observó las costumbres sexuales de los indios y su manera de reportarlas entraña ya un esbozo de erotismo. Cuando la situación de Álvar Núñez varía en las etapas finales de su odisea, esas etapas en que por obra y magia de un providencialismo -manejado de manera muy especial- empezó a convertirse en milagrero -o sea, en físico o chamán-, es muy probable que también su vida sexual haya cambiado y es posible asegurar que el texto proporciona varios indicios que pueden darnos cuenta de un discurso erótico hábilmente soslayado, para evitar que se contravenga lo concebido como honesto o decente, según los códigos europeos.

El enfrentamiento de lo vestido o lo desnudo evoca siempre asociaciones sexuales. Esta verificación está implícita en una descripción que hace Álvar Núñez, casi al final de su relación, de ciertas mujeres pertenecientes a tribus más civilizadas, ya sedentarias, del norte de México:

entre éstos vimos las mujeres más honestamente tratadas que a ninguna parte de Indias que hubiésemos visto. Traen unas camisas de algodón que llegan hasta las rodillas, e unas medias mangas encima de ellas, de unas faldillas de cuero de venado sin pelo, que tocan en el suelo...


(p. 153)                


Ser tratado honestamente implicaría ser tratado con respeto, con decencia. Es obvio que dentro de los códigos de la civilización (o policía), tal y como la entienden los conquistadores, un cuerpo desnudo es un cuerpo expuesto, un cuerpo indecente, sobre todo si se trata de un cuerpo femenino: cabe añadir que un europeo de esa época sólo puede respetar a una mujer cuyo cuerpo esté vestido honestamente. Al principio, la mayoría de las mujeres indígenas del texto se describen casi siempre de manera genérica, o simplemente se omite mencionarlas; forman parte de un grupo tribal, entre cuyas costumbres la desnudez es habitual y el tipo de descripción entra dentro de categorías que hoy podríamos denominar como preetnológicas24. Por otro lado, ser tratado honestamente significaría ocupar en la jerarquía tribal una categoría respetada. Y la mujer es reprimida y tratada invariablemente como esclava25, estado del que participan los náufragos antes de iniciar el camino de su redención, y aunque después ascienden y ocupan un lugar privilegiado, siempre se ubican en posiciones intermedias, ambiguas, entre los hombres y las mujeres, posición que continuamente se subraya en la propia organización textual.

Una visión erotizada del cuerpo se inserta dentro de categorías estéticas, implícitas cuando el autor describe, con gran admiración, el aspecto físico de las tribus encontradas entre la Florida y la región que en el texto se llama Aute:

[...] todos son flecheros, y como son tan crecidos de cuerpo y andan desnudos, desde lejos parecen gigantes. Es gente a maravilla bien dispuesta, muy enjutos y de muy grandes fuerzas y ligereza...


(p. 84)                


Esta admiración, este asombro implican, como ya dije, una apreciación estética, casi un primer signo disimulado de erotismo, parecido al suscitado por los cuerpos desnudos de las estatuas clásicas y las de nuestros primeros padres, según fueron representados por la iconografía renacentista. Representa un ideal de cuerpo humano, el del guerrero acostumbrado a las armas, ágil, diestro, veloz. Incluye de igual manera una verificación humillante del propio desmedro, cada vez más subrayado, a medida que el deterioro de los españoles se acrecienta en su desastroso recorrido por esas comarcas: «y desde allí a media hora acudieron otros cien flecheros que, agora ellos fuesen grandes, o no, nuestro miedo les hacía parecer gigantes...» (p. 97). Cuando la aculturación y la aclimatación se producen al cabo de diez años de estancia en ese contexto y están expuestos a las mismas intemperies y duras pruebas que sufren los habitantes de la región, los cuerpos de los españoles se transforman, adquieren el mismo aspecto que el de esos indios, al principio tan admirados, imágenes escultóricas o héroes mitificados:

Acompañábannos siempre hasta dejarnos entregados a otros, y entre todas estas gentes se tenía por muy cierto que veníamos del cielo26. Entre tanto que con estos anduvimos, caminamos todo el día sin comer hasta la noche, y comíamos tan poco que ellas se espantaban de verlo. Nunca nos sintieron cansancio, y, a la verdad, nosotros estábamos tan hechos al trabajo que tampoco lo sentíamos...


(p. 154)                


Se ha producido un vuelco en la textualidad: el propio narrador se desplaza y se mira a sí mismo con la misma mirada admirativa con que al principio contemplaba a los «otros». Ya es diferente ante sí mismo, en su propia memoria, cuando la traslada a la escritura; y ese desplazamiento ocurre gracias a la serie de percances y transformaciones sucesivas que han permitido redimirlo a él y a sus compañeros. El desplazamiento es en realidad una revolución: el héroe se ha salvado, deja de pertenecer a los indios («los indios que a mí me tenían») para pertenecerse a sí mismo («tenía libertad para ir donde quería») y será el que reciba los tributos, a cambio, primero, de su doble condición de artesano y de buhonero y, luego, de chamán. Insisto, esta revolución se hace evidente también por la forma como Cabeza de Vaca organiza el relato, mediante una rotación completa gracias a la cual lo que aparecía como inaccesible se convierte en algo completamente natural.

La distribución del discurso podría parecer confusa; hay momentos en que se pasa sin transición de un acontecimiento a otro; o de una descripción etnográfica aun recuento de lo que en palabras de la época se llamaría «las particulares relaciones», de las que luego me ocuparé. Cabe reiterar que en estos recovecos o dobleces se inscriben hábilmente episodios significativos, estratégicos, si uno quiere entender ciertas claves del texto. Uno de ellos sirve de preámbulo a la liberación del héroe y se registra en dos momentos cruciales de su vida: a) cuando Cabeza de Vaca se ve obligado por la conducta errática de Pánfilo de Narváez a convertirse en jefe de la ya muy disminuida armada, hace explícito su mandato27 ordenándole a su subordinado, Lope de Oviedo, que vaya a descubrir «la tierra en que estábamos y procurase haber alguna noticia de ella» (p. 96); b) más tarde, ya esclavizados y desnudos ambos, le achaca al mismo personaje su tardanza en liberarse, «[...] la razón por la que tanto me detuve fue por llevar consigo un cristiano que estaba en la isla llamado Lope de Oviedo...» (p. 108), que no sabía nadar. Éste, después de hacerle perder un año, pasado en cautiverio, se atemoriza ante ciertos relatos que informan, ya sea de la muerte de algunos sobrevivientes a manos de los indios, cuando intentaban escapar, o de ciertos presagios nefastos, deducidos de sueños femeninos, que también producen la muerte de varios españoles. Atemorizado, decide regresar, a medio camino de su salvación: «Lope de Oviedo, mi compañero... dijo que quería volverse con unas mujeres de aquellos indias con quien habíamos pasado el ancón que quedaba algo atrás» (p. 110). Estas palabras resuenan con ambigüedad: implican una calificación, un suplemento tácito de jerarquización. La conducta de Lope de Oviedo es decididamente femenina, contraría todos los códigos de hidalguía y de honra proverbiales entre los españoles.

Otro episodio fundamental en este contexto tiene connotaciones fantásticas, y es protagonizado por un personaje al que Cabeza de Vaca designa como Mala Cosa28; podría formar parte también de ese discurso erótico subrepticio que trato de bosquejar aquí. Se inscribe en la textualidad justo cuando la fama de los europeos como chamanes empieza a cimentarse y cuando su actividad los libera parcialmente de esa esclavitud que los integraba a códigos destinados a definir la condición de la mujer: momento fundamental del texto, momento de reflexión, de recapitulación:

Éstos (los indios avavares) y los de más atrás nos contaron una cosa muy extraña, y por la cuenta que nos figuraron parecía que había quince o dieciséis años que había acontecido, que decían que por aquella tierra anduvo un hombre que ellos llaman mala cosa, y que era pequeño de cuerpo y que tenía barbas, aunque nunca claramente le pudieron ver el rostro, y que cuando venía a la casa donde estaban, se les levantaban los cabellos y temblaban y luego aparecía a la puerta de la casa un tizón ardiendo... y que muchas veces cuando bailaban aparecía entre ellos en hábito de mujer unas veces, y otras como hombre... Nosotros les dijimos que aquel era un malo, y de la mejor manera que pudimos les dábamos a entender que, si ellos creyesen en Dios nuestro Señor e fuesen cristianos como nosotros, no tenían miedo de aquel...


(pp. 126-127)                


Si se toma en cuenta que el personaje es barbado y pequeño, bien podría tratarse de una imagen proyectada que los propios españoles tenían de sí mismos, y, simultáneamente, de un esbozo de lo que para los indígenas significaban en imagen esos curanderos. Hay varios indicios en el texto que me hacen pensarlo así. Los comento y aclaro:

a) Mala Cosa es un compuesto híbrido (hermafrodita), un engendro diabólico, explica Cabeza de Vaca, un objeto de brujería al que preside un tizón ardiente, que recuerda extrañamente ese momento «iniciático» en el que el protagonista separado de los españoles y de su comunidad «saca señal» por el fuego, episodio en donde algunos críticos vinculan a Núñez con Moisés o Prometeo. Asociados varios episodios y reunidas algunas de las imágenes delineadas por el narrador, podría aventurarse que por el retrato que de refilón el narrador nos ofrece de sí mismos, contrastados con esos indios a quienes «su miedo» hacía aparecer gigantes, los españoles «son pequeños de cuerpo», ni más ni menos que Mala Cosa, quien por otra parte es barbado como aquéllos. Esta imagen podría desdoblarse y participar de dos visiones simultáneas, la que los europeos transculturados tienen de su propia figura y la que los indios, a su vez, tienen de ellos. Recuérdese la extrañeza que causa en los indígenas la proliferación de cabellos en la cara de los sobrevivientes y los juegos con que los torturan (apalearlos, abofetearlos y pelarles las barbas y dejarlos por ello desnudos de raíz) (p. 114). Quizá se trate también de una alucinación si, como otros chamanes y la mayoría de los nativos, probó esas sustancias alucinógenas cuyo uso atribuye solamente a los indios:

en toda la tierra se emborrachan con un humo y dan cuanto tienen por él. Beben también otra cosa que sacan de las hojas de los árboles como de encina, y tuéstanla en unos botes al fuego, y después que la tienen tostada hinchen el bote de agua, y así lo tienen sobre el fuego, e cuando ha hervido dos veces, echánle en una vasija y están enfriándola con media calabaza, y en cuanto está con mucha espuma bébenla tan caliente cuanto pueden sufrir, y desde que la sacan del bote hasta que la beben están dando voces diciendo que quién quiere beber.


(p. 136)                


Por añadidura, y para completar de analizar la aparición de Mala Cosa, Cabeza de Vaca continúa describiendo la ceremonia que se reseña en el pasaje recién citado y advierte que las mujeres debían permanecer quietas al oír las voces de los hombres: cualquier movimiento en falso provocaba que fueran «apaleadas o deshonradas»:

La razón de la costumbre dan ellos y dicen. Que, si cuando quieren beber esa agua las mujeres se mueven de donde les toma la voz, que en aquella agua se les mete en el cuerpo una cosa mala y que dende a poco les hace morir...


(p. 136)                


b) Ya sea alucinación, alegoría, leyenda o reminiscencia de un ritual parecido a los celebrados entre los aztecas, o bien las tres cosas juntas29, Mala Cosa está íntimamente relacionado con estructuras tribales definidas por los indios, asimiladas por Cabeza de Vaca dentro de las que los españoles ocupan funciones intermedias, ambiguas, como lo recalcaba hace un momento; ambiguas porque durante un largo periodo de su vida entre los nativos de Aridoamérica, Cabeza de Vaca y sus compañeros cumplieron una función semejante a las que cumplían las mujeres: estaban identificados con ellas, por su condición esclava, pues, como subraya el narrador cuando se refiere a ellas, «las mujeres son para mucho trabajo».

De la humillante cercanía y a la vez la gran distancia que tiene con varias de las imágenes de la servidumbre y de su capacidad para adoptar la figura masculina o la femenina, según las circunstancias, la figura de Mala Cosa aparece como un mecanismo que permite distanciar la propia imagen despreciada y al mismo tiempo expresar metafóricamente el cambio de condición; funciona, si se la toma de este modo, a manera de catarsis. Esa condición anterior de bestias de carga y de labor específicamente femenina es reiterada por el protagonista cuando, asociándola a su propio esfuerzo y definiéndola en términos casi idénticos, Cabeza de Vaca afirma: «por el mucho trabajo y mal tratamiento que me hacían, determiné huir de ellos...» (p. 107). Muy a menudo Álvar Núñez hace participar en el mismo contexto nociones muy dispares que pueden manejarse en mancuerna, a pesar de su desemejanza, por ello, después de describir el tipo de labores que deben realizar las mujeres, relata las suyas propias, en exacta coincidencia con las de ellas o las de los viejos, como lo muestra bien este otro pasaje:

Las mujeres son muy trabajadas y para mucho, porque de veinticuatro horas que hay entre noche y día no tienen sino seis horas de descanso, y todo lo más de la noche pasan en atizar sus hornos para secar aquellas raíces que comen. Y desque amanece empiezan a cavar y a traer leña y agua a sus casas y dar orden en las otras de que tienen necesidad...


(p. 116)                


Podemos comparar ese pasaje con el que ahora inscribo:

Con estos (los indios avavares) fuimos siempre bien tratadas, aunque que lo que habíamos de comer lo cavábamos, y traíamos nuestras cargas de agua y leña.


(p. 128)                


Es natural por otra parte que nunca se produzca una total identificación; los españoles son de otro sexo, pero también de otra raza, y por ello van colocados en un extraño intersticio, dentro de un registro de ambivalencia perpetua. Las indias tienen mucha mayor movilidad que los indios, pueden servir de mensajeras, contratar (es decir, comerciar) aunque haya guerra (p. 147), y están eximidas de ciertos tabúes que pesan sobre los hombres, pero mantienen el papel subordinado que su sociedad les asigna. En cambio, si los españoles se ocupan «en oficios de mujeres» se «amarionan», y se identifican tácitamente con esos indígenas que «usan prácticas contra natura»; su sexualidad es sospechosa, los hace participar de dos naturalezas, «ya sea en hábito de mujer unas veces, y otras como hombre...» y, por ello mismo, serían la reproducción exacta de Mala Cosa. Si añadimos a esto el hecho de que ese personaje es también un curandero, se redondea la similitud30.

La metamorfosis definitiva se lleva a cabo en la última sección del texto: los sobrevivientes son ya los hijos del Sol, los portadores de la salud, los ungidos, los predestinados. Es razonable suponer que su ambigüedad sexual metaforizada por Cabeza de Vaca de las diversas maneras que he esbozado antes, empiece a disiparse, por lo menos en lo que se refiere a la función física inmediata. Al referirse a ciertas costumbres matrimoniales de los indígenas de Mal Hado, probablemente cerca de Galveston, Cabeza de Vaca desliza una información que podría ser pertinente en este contexto: «Cada uno tiene una mujer conocida. Los físicos son los hombres más liberados; pueden tener dos y tres y entre éstas hay una gran amistad y conformidad» (p. 103). Es verosímil que, aunque, en este caso, se trata de los indios que «tienen» a los españoles, es decir, los indios que los tratan como esclavos, al liberarse y convertirse en hijos del Sol, los sobrevivientes pudieron muy bien haber tenido de dos a tres mujeres y con ello anular su posible identidad con Mala Cosa.

Para finalizar este apartado, quiero hacer una última observación. Otro de los extraños pero funcionales repliegues de la textualidad permite hacer una suposición que, añadida a las sugerencias antes expresadas, ayuda a delinear este discurso erótico del que he manejado apenas unos cuantos datos. El último capítulo de la relación ha provocado asimismo gran extrañeza31. Es como un apéndice o una coda al capítulo 37, ya de por sí bastante extraño: relata las peripecias que le suceden a Cabeza de Vaca a su regreso a España, incluyen varios naufragios y un asalto de piratas. El capítulo termina con su firma y una certificación notarial legalizándola32. Por ello, se supone que el último capítulo es agregado, una especie de excrecencia textual que rompe el viejo principio de distribución escrituraria. No es así, al contrario, su inclusión da cuenta de la circularidad de la narración, la escritura se ha mordido la cola, se ha dado la vuelta, y, en ese periplo remacha el carácter milagrero del protagonista y su vinculación con personajes transgresores33, con lo que elige la senda milagrera de la relación, senda, por otra parte, poco canónica. Su relación con las mujeres y su tácita sexualidad explican el carácter periférico del capítulo, esta salida de madre de la textualidad.

¿Qué otra cosa es la mora de Hornachos, esa extraña mujer que antes de que se inicie la expedición ha previsto todos sus infortunios y se los ha referido al gobernador Pánfilo de Narváez?: «Ella (una de las mujeres) le respondió y díjole que en Castilla una Mora de Hornachos se lo había dicho, lo cual antes que partiésemos de Castilla nos lo había a nosotros dicho y nos había sucedido todo el viaje de la misma manera que ella nos había dicho» (p. 171), ¿y qué son esas diez mujeres casadas (presto amancebadas, al conocer la muerte de sus maridos) que también lo saben, como se deduce de la cita anterior, porque se los ha dicho una de ellas, quien a su vez recibió la información del propio gobernador? Quizá esta agorera corporifica otra de las proteicas personalidades de Mala Cosa. ¡Quién sabe!, pero cabe por lo menos preguntárselo. Lo cierto es que ese capítulo, arrancado de la textualidad canónica y manejado a manera de conseja («díjole-que-dijo-que-había-dicho») y de excrecencia escritural, respalda con creces el carácter milagrero de nuestro narrador y vincula ese aspecto de su personalidad con un erotismo dudoso y encubierto.




«Las particulares relaciones...»

El recorrido triunfante de Álvar Núñez hacia el sur -su reencuentro con lo civilizado, con la historia, con la escritura- adquiere proporciones heroicas: va perseguido por una multitud oleaginosa -¿una Cruzada? Avanza sin obstáculos: la narración se inscribe en un contexto borroso, medieval, de milenarismos y milagros: la nueva Edad de Oro, la parábola evangélica, la edad de la inocencia y, además, la presencia del «salvaje».

Más que nunca el texto asume la forma del palimpsesto: encubiertos a medias, o superpuestos, se leen los diversos discursos que, aunque silenciados, pueden descifrarse por su referencialidad: El discurso mítico pero a la vez erótico: la Fuente de la Eterna Juventud y, por consiguiente, el rescate del cuerpo: la pureza o renacimiento por inmersión -el bautismo de Cristo en el Jordán-, la prístina inocencia o desnudez paradisíaca (que converge con la de la Edad de Oro). La providencia, el presagio, lo crístico aparecen también resumidos en expresiones lexicalizadas; como narraciones parabolizadas a la vez que concretas; o mediante figuras retóricas que a la vez que concentran y silencian, hiperbolizan y reiteran. Lo etnológico -el discurso «real» o realista- coexiste con los discursos míticos o con el discurso de la curación milagrosa del chamán, obviamente, uno de los discursos del poder y, finalmente, el discurso erótico disimulado en la alegoría pero a la vez desmesurado en su concreción.

En este punto de la relación se produce un lapsus textual significativo. Álvar Núñez se ha esforzado por insertar en su escritura relatos paralelos que den cuenta del destino final de todos los miembros de la expedición de Narváez. Estas narraciones intercaladas le han sido transmitidas oralmente por algunos de los españoles sobrevivientes y por los diversos indígenas que encuentra a lo largo de su vagabundeo: al cabo de seis años de vivir entre ellos, ha aprendido seis lenguas. La transmisión se produce siguiendo una curiosa modalidad en su registro: recibe las narraciones de mano en mano, y no, como pudiera esperarse, de boca en boca. De ir «mudos y sin lengua» al principio de la narración, pasan ahora -diría yo- a tener la lengua en la mano, pues ¿de qué otra forma podría interpretarse la transmisión a la escritura de un testimonio oral efectuado «de mano en mano»? ¿Acaso Bernal no nos permite inferirlo también cuando, en el acto de escribir su relación de la prodigiosa y Verdadera Historia de la Conquista de México, nos previene: «Antes que más meta la mano en lo del gran Moctezuma...?». Además, ese acto concreto de pasar los relatos de mano en mano sugiere de inmediato la acción de escribir y niega la simple oralidad, patrimonio de los pueblos sin historia.

La expresión «de mano en mano» tiene otra finalidad aún más precisa: pretende dividir tajantemente las dos formas de vida: la española y la indígena. Los españoles aparecen siempre consignados con su nombre: Núñez insiste en individualizarlos, en darles un lugar en la historia34. Los indígenas, aunque reciban en ocasiones un gentilicio, aparecen en el relato como enormes masas anónimas, el producto colectivo de esa pulverización a la que, en la época de su esclavitud, estuvo Álvar Núñez sometido. El camino definitivo de la redención marca su separación de los indígenas; es muy revelador, en este contexto, el hecho de que los tres cristianos occidentales, Castillo, Dorantes y el propio Álvar Núñez dejen de comunicarse verbalmente con los indios y su comercio con ellos se establezca a través de Estebanico, el negro, convertido en lengua, es decir, en intérprete, de los españoles. Ocupa de nuevo así el lugar que le corresponde dentro de la jerarquía social impuesta por Pánfilo de Narváez al pisar las tierras de la Florida, durante ese breve gobierno portátil que instituyó al fundar una ciudad en el papel, y que imita a la letra -literal porque está escriturado- los cánones del gobierno imperial. A Estebanico sólo se le conoce por su nombre de pila y su actuación como mensajero e intérprete subraya el comportamiento sacerdotal de los conquistadores, investidos de su alto rango de chamanes -en el que sobresale Álvar Núñez por el papel protagónico que él mismo se adjudica en el relato. Los ungidos ya no hablan, escribirán más tarde (Naufragios), utilizarán los relatos habidos de mano en mano; han empezado a cercenarse de una tradición de la que formaron parte durante una etapa de su vida. Lévi-Strauss sintetiza este proceso: «La historia organiza sus datos en relación con las expresiones conscientes, la etnología en relación con las condiciones inconscientes de la vida social»35.

Al final de su camino, investido jerárquicamente por los propios indígenas de un poder sobrenatural, Álvar Núñez reinscribe en su relación el discurso canónico, «hace pasar -mediante la traducción- la realidad salvaje hacia el discurso occidental»36, como si la vuelta a lo civilizado le exigiera respetar costumbres ancestrales y caer en la tentación de rechazar aquellas que le permitieron, durante una década, la supervivencia. Así lo expresa textualmente Fernández de Oviedo en el primer capítulo de su magna obra:

Todo esto y lo que tocare a particulares relaciones irá distinto e puesto en su lugar conveniente, mediante la gracia del Espíritu Santo e su divino auxilio, con protestación expresa que todo lo que en esta escritura hobiere, sea debajo de la corrección y enmienda de nuestra santa madre Iglesia apostólica de Roma, cuya migaja y mínimo siervo soy; y en cuya obediencia protesto vivir y morir...


(p. 11, tomo 1)37                


Las relaciones particulares que de mano en mano ha obtenido Álvar Núñez desempeñan en su texto la función de sepulcros cristianos para enterrar, debajo de la corrección católica, las creencias y las prácticas que lo han convertido en figura prominente de las sociedades «bárbaras»; para ello recupera los cuerpos de los españoles que mueren en la textualidad y se encarga también de sepultarlos allí piadosa y cristianamente y, sobre todo, de absolverlos y proporcionarles una lápida. Invocar de mano en mano los relatos, meter luego la mano en la pluma y escribir su relación final a manera de rescate, lo redime y los redime, dándoles cristiana sepultura. Son significativas, por ello, las palabras con que empieza su último capítulo, intitulado De lo que sucedió a los demás que entraran en las Indias...

Pues he hecho relación de todo lo susodicho en el viaje y entrada y salida de la tierra hasta volver a estos reinos, quiero asimesmo hacer memoria y relación de lo que hicieron los navíos y la gente que en ellos quedó, de lo cual no he hecho memoria en lo dicho atrás porque nunca tuvimos noticia dellos hasta después de salidos, que hallamos mucha gente dellos en la Nueva España, y otros acá en Castilla, de quien supimos el suceso e todo el fin dello de que manera pasé...


(pp. 170-171)                





«Hacían que su lengua les dijese...»

Una labor perpetua de recomposición de la realidad ha obligado a Núñez a echar mano de la escritura para dar cuenta de su experiencia: «[...] pertenece a la etnología, explica Certeau, apoyar esas leyes en una escritura y organizar en un cuadro de la oralidad ese espacio del otro»38. Resulta sin embargo que «ese espacio del otro» suele ser también el propio espacio. ¿Cómo, entonces, dar cuenta de él, legitimarlo?

Una vez recogidas de mano en mano y puestas las relaciones particulares en su lugar conveniente, es decir, una vez escrituradas legalmente -ante escribano- todas las peripecias de la expedición, o para decirlo mejor puestas en una escritura canónica y por tanto oficial, provista de todas las licencias correspondientes para editar su relación, Álvar Núñez retoma otros incidentes de su propia vida y los coloca «en boca» de los indígenas. Usar la tercera persona lo libera de cualquier heterodoxia: atribuirle a los otros, a los indígenas, una visión distinta de la realidad, legitima la expresión de su propia opinión sobre las conductas que ahora sí, él visualiza como heterodoxas, las de los otros españoles, los que pertenecen al bando del tirano Nuño de Guzmán, señor de las tierras de cristianos que colindan con los territorios recorridos por los supérstites.

A los cristianos les pesaba de esto y hacían que su lengua les dijese que nosotros éramos dellos mismos y nos habíamos perdido mucho tiempo había, y que éramos gente de poca suerte y valor, y que ellos eran los señores de las sierras, a quien habían de obedecer y servir. Mas todo esto los indios tenían en muy poco o no nada de lo que les decían, antes unos con otros entre sí platicaban diciendo que los cristianos mentían, porque nosotros veníamos de donde salía el sol y ellos de donde se pone, y que nosotros sanábamos los enfermos y ellos mataban los que estaban sanos, y que nosotros veníamos desnudos y descalzos y ellos vestidos y en caballos y con lanzas, y que nosotros no teníamos codicia de ninguna cosa, antes todo cuanto nos daban tornábamos luego a dar y con nada nos quedábamos, y los otros no tenía otro fin sino robar todo cuanto hallaban y nunca daban a nadie, y desta manera relataban todas nuestras cosas y las encarecían; por el contrario de los otros.


(p. 161)                


No se trata simplemente de efectuar un deslinde y colocar en dos lugares perfectamente separados a los «bárbaros» y a los cristianos; se trata de reubicar a los sobrevivientes en ese lugar intermedio, transcultural, que gracias a su odisea han adquirido39. Álvar cumple simultáneamente varias funciones y se inserta en distintas jerarquías: es un físico, un chamán y para dirigirse a los indios esgrime un calabazón «de los que nosotros traíamos en las manos... principal insignia y muestra de gran estado...» (p. 164), por lo que recibe en trueque -como rescate- los tributos correspondientes a su rango de chamán: «quince hombres nos trujeron cuentas y turquesas y plumas» (p. 164). Pero es totalmente un funcionario de la Corona, cuando después de haber recibido los rescates y a pesar de ellos, se sirve de un lengua indígena y les hace leer a los nativos el Requerimiento, la fórmula jurídica, previa a la evangelización, que, en caso de que los indígenas no aceptaran de inmediato convertirse en súbditos de los españoles, sancionaría cualquier guerra «justa». El requerimiento leído por Núñez al finalizar la Relación es idéntico al que, después de «poblar» y tomar posesión de los nuevos reinos en nombre de su Cesárea Majestad, habría pronunciado Pánfilo de Narváez al desembarcar en Florida:

Y el Melchor Díaz dijo a la lengua que de nuestra parte les hablase a aquellos indios y les dijese como veníamos de parte de Dios que está en el cielo y que habíamos andado por el mundo muchos años diciendo a toda la gente que habíamos hallado que creyesen en Dios y que lo sirviesen porque era señor de cuantas cosas había en el mundo..., y que allende desto si ellos quisiesen ser cristianos y servir a Dios de la manera que les mandásemos, que los cristianos los tendrían por hermanos y los tratarían muy bien y nosotros les mandaríamos que no les hiciesen ningún enojo, ni los sacasen de sus tierras, sino que fuesen grandes amigos suyos; mas que si esto no quisiesen hacer, los cristianos los tratarían muy mal y se los llevarían por esclavos a otras tierras.


(pp. 164-165)40                


Álvar Núñez ha vuelto al punto de partida, sí, pero sólo imperfectamente porque su cuerpo «ha sacado señal»: Las marcas son indelebles, han sido trabajados por otras lenguas y otras escrituras, las de la horadación, el embijado, el tatuaje, la intemperie y el hambre, inscripciones que, al organizar el palimpsesto -la superposición de discursos y la ambigüedad social y sexual- lo hacen indestructible.

Y llegados en Compostela, el gobernador (Nuño de Guzmán) nos recibió muy bien y de lo que tenía nos dio de vestir, lo cual yo por muchos días no pude traer, ni podíamos dormir sino en el suelo...


(p. 167)                






 
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